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La noche boca arriba Julio Cortázar Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una

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Cuentos de cortazar

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La noche boca arriba

La noche boca arribaJulio Cortzar

Y salan en ciertas pocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zagun del hotel pens que deba ser tarde y se apur a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincn donde el portero de al lado le permita guardarla. En la joyera de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegara con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y l -porque para s mismo, para ir pensando, no tena nombre- mont en la mquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dej pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte ms agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de rboles, con poco trfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quiz algo distrado, pero corriendo por la derecha como corresponda, se dej llevar por la tersura, por la leve crispacin de ese da apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidi prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fciles. Fren con el pie y con la mano, desvindose a la izquierda; oy el grito de la mujer, y junto con el choque perdi la visin. Fue como dormirse de golpe.

Volvi bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Senta gusto a sal y sangre, le dola una rodilla y cuando lo alzaron grit, porque no poda soportar la presin en el brazo derecho. Voces que no parecan pertenecer a las caras suspendidas sobre l, lo alentaban con bromas y seguridades. Su nico alivio fue or la confirmacin de que haba estado en su derecho al cruzar la esquina. Pregunt por la mujer, tratando de dominar la nusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia prxima, supo que la causante del accidente no tena ms que rasguos en la piernas. "Ust la agarr apenas, pero el golpe le hizo saltar la mquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, ntrenlo de espaldas, as va bien, y alguien con guardapolvo dndole de beber un trago que lo alivi en la penumbra de una pequea farmacia de barrio.

La ambulancia policial lleg a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus seas al polica que lo acompaaba. El brazo casi no le dola; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lami los labios para beberla. Se senta bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada ms. El vigilante le dijo que la motocicleta no pareca muy estropeada. "Natural", dijo l. "Como que me la ligu encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le dese buena suerte. Ya la nusea volva poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabelln del fondo, pasando bajo rboles llenos de pjaros, cerr los ojos y dese estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitndole la ropa y vistindolo con una camisa griscea y dura. Le movan cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estmago se habra sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos despus, con la placa todava hmeda puesta sobre el pecho como una lpida negra, pas a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acerc y se puso a mirar la radiografa. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sinti que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acerc otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palme la mejilla e hizo una sea a alguien parado atrs.

Como sueo era curioso porque estaba lleno de olores y l nunca soaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volva nadie. Pero el olor ces, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se mova huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tena que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su nica probabilidad era la de esconderse en lo ms denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que slo ellos, los motecas, conocan.

Lo que ms lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptacin del sueo algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no haba participado del juego. "Huele a guerra", pens, tocando instintivamente el pual de piedra atravesado en su ceidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmvil, temblando. Tener miedo no era extrao, en sus sueos abundaba el miedo. Esper, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, deban estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo tea esa parte del cielo. El sonido no se repiti. Haba sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como l del olor a guerra. Se enderez despacio, venteando. No se oa nada, pero el miedo segua all como el olor, ese incienso dulzn de la guerra florida. Haba que seguir, llegar al corazn de la selva evitando las cinagas. A tientas, agachndose a cada instante para tocar el suelo ms duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, busc el rumbo. Entonces sinti una bocanada del olor que ms tema, y salt desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abri los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonrer a su vecino, se despeg casi fsicamente de la ltima visin de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sinti sed, como si hubiera estado corriendo kilmetros, pero no queran darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el dilogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frot con alcohol la cara anterior del muslo, y le clav una gruesa aguja conectada con un tubo que suba hasta un frasco lleno de lquido opalino. Un mdico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajust al brazo sano para verificar alguna cosa. Caa la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenan un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una pelcula aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, ms precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dola nada y solamente en la ceja, donde lo haban suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rpida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pens que no iba a ser difcil dormirse. Un poco incmodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sinti el sabor del caldo, y suspir de felicidad, abandonndose.

Primero fue una confusin, un atraer hacia s todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprenda que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de rboles era menos negro que el resto. "La calzada", pens. "Me sal de la calzada." Sus pies se hundan en un colchn de hojas y barro, y ya no poda dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabindose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agach para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del da iba a verla otra vez. Nada poda ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo l aferraba el mango del pual, subi como un escorpin de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musit la plegaria del maz que trae las lunas felices, y la splica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero senta al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le haca insoportable. La guerra florida haba empezado con la luna y llevaba ya tres das y tres noches. Si consegua refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada ms all de la regin de las cinagas, quiz los guerreros no le siguieran el rastro. Pens en la cantidad de prisioneros que ya habran hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuara hasta que los sacerdotes dieran la seal del regreso. Todo tena su nmero y su fin, y l estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oy los gritos y se enderez de un salto, pual en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas movindose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le salt al cuello casi sinti placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanz a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrap desde atrs.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A m me pasaba igual cuando me oper del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volva, la penumbra tibia de la sala le pareci deliciosa. Una lmpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oa toser, respirar fuerte, a veces un dilogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quera seguir pensando en la pesadilla. Haba tantas cosas en qu entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cmodamente se lo sostenan en el aire. Le haban puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebi del gollete, golosamente. Distingua ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no deba tener tanta fiebre, senta fresca la cara. La ceja le dola apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quin hubiera pensado que la cosa iba a acabar as? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que haba ah como un hueco, un vaco que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo haban levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tena la sensacin de que ese hueco, esa nada, haba durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, ms bien como si en ese hueco l hubiera pasado a travs de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro haba sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusin en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al da y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntara alguna vez al mdico de la oficina. Ahora volva a ganarlo el sueo, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quiz pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lmpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dorma de espaldas, no lo sorprendi la posicin en que volva a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerr la garganta y lo oblig a comprender. Intil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolva una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sinti las sogas en las muecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y hmedo. El fro le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentn busc torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo haban arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria poda salvarlo del final. Lejanamente, como filtrndose entre las piedras del calabozo, oy los atabales de la fiesta. Lo haban trado al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oy gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era l que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defenda con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pens en sus compaeros que llenaran otras mazmorras, y en los que ascendan ya los peldaos del sacrificio. Grit de nuevo sofocadamente, casi no poda abrir la boca, tena las mandbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudi como un ltigo. Convulso, retorcindose, luch por zafarse de las cuerdas que se le hundan en la carne. Su brazo derecho, el ms fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le lleg antes que la luz. Apenas ceidos con el taparrabos de la ceremonia, los aclitos de los sacerdotes se le acercaron mirndolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sinti alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro aclitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los aclitos deban agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante l la escalinata incendiada de gritos y danzas, sera el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olera el aire libre lleno de estrellas, pero todava no, andaban llevndolo sin fin en la penumbra roja, tironendolo brutalmente, y l no quera, pero cmo impedirlo si le haban arrancado el amuleto que era su verdadero corazn, el centro de la vida.

Sali de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pens que deba haber gritado, pero sus vecinos dorman callados. En la mesa de noche, la botella de agua tena algo de burbuja, de imagen traslcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jade buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imgenes que seguan pegadas a sus prpados. Cada vez que cerraba los ojos las vea formarse instantneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protega, que pronto iba a amanecer, con el buen sueo profundo que se tiene a esa hora, sin imgenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era ms fuerte que l. Hizo un ltimo esfuerzo, con la mano sana esboz un gesto hacia la botella de agua; no lleg a tomarla, sus dedos se cerraron en un vaco otra vez negro, y el pasadizo segua interminable, roca tras roca, con sbitas fulguraciones rojizas, y l boca arriba gimi apagadamente porque el techo iba a acabarse, suba, abrindose como una boca de sombra, y los aclitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cay en la cara donde los ojos no queran verla, desesperadamente se cerraban y abran buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abran era la noche y la luna mientras lo suban por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivn de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una ltima esperanza apret los prpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo crey que lo lograra, porque estaba otra vez inmvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero ola a muerte y cuando abri los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que vena hacia l con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanz a cerrar otra vez los prpados, aunque ahora saba que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueo maravilloso haba sido el otro, absurdo como todos los sueos; un sueo en el que haba andado por extraas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardan sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueo tambin lo haban alzado del suelo, tambin alguien se le haba acercado con un cuchillo en la mano, a l tendido boca arriba, a l boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.La isla a mediodaJulio Cortzar

La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortsmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plstico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo haba mirado varias veces mientras l iba y vena con revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntndose aburridamente si valdra la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el valo azul de la ventanilla entr el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que suban hacia la meseta desolada. Corrigiendo la posicin defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonri a la pasajera. Las islas griegas, dijo. Oh, yes, Greece, repuso la americana con un falso inters. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderez sin que la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empez a ocuparse de un matrimonio sirio que quera jugo de tomate, pero en la cola del avin se concedi unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequea y solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un blanco deslumbrante y como petrificado, que all abajo sera espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corran hacia el norte y el oeste, lo dems era la montaa entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del norte poda ser una casa, quiz un grupo de casas primitivas. Empez a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la isla se borr de la ventanilla; no qued ms que el mar, un verde horizonte interminable. Mir su reloj pulsera sin saber por qu; era exactamente medioda.

A Marini le gust que lo hubieran destinado a la lnea Roma-Tehern, porque el paisaje era menos lgubre que en las lneas del norte y las muchachas parecan siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro das despus, mientras ayudaba a un nio que haba perdido la cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubri otra vez el borde de la isla. Haba una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclin sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tena una forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La mir hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era un grupo de casas; alcanz a distinguir el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut mir el atlas de la stewardess, y se pregunt si la isla no sera Horos. El radiotelegrafista, un francs indiferente, se sorprendi de su inters. Todas esas islas se parecen, hace dos aos que hago la lnea y me importan muy poco. S, mustremela la prxima vez. No era Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los circuitos tursticos. No durar ni cinco aos, le dijo la stewardess mientras beban una copa en Roma. Aprate si piensas ir, las hordas estarn all en cualquier momento, Gengis Cook vela. Pero Marini sigui pensando en la isla, mirndola cuando se acordaba o haba una ventanilla cerca, casi siempre encogindose de hombros al final. Nada de eso tena sentido, volar tres veces por semana a medioda sobre Xiros era tan irreal como soar tres veces por semana que volaba a medioda sobre Xiros. Todo estaba falseado en la visin intil y recurrente; salvo, quiz, el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de medioda, el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores alzaran apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.

Ocho o nueve semanas despus, cuando le propusieron la lnea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa mana inocente y fastidiosa. Tena en el bolsillo el libro donde un vago gegrafo de nombre levantino daba sobre Xiros ms detalles que los habituales en las guas. Contest negativamente, oyndose como desde lejos, y despus de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compaa donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepcin de Carla no lo inquiet; la costa sur de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quiz cretomicnica, y el profesor Goldmann haba encontrado dos piedras talladas con jeroglficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeo muelle. A Carla le dola la cabeza y se march casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del puado de habitantes, cada cinco das llegaba un barco para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y gneros. En la agencia de viajes le dijeron que habra que fletar un barco especial desde Rynos, o quiz se pudiera viajar en la fala que recoga los pulpos, pero esto ltimo slo lo sabra Marini en Rynos donde la agencia no tena corresponsal. De todas maneras la idea de pasar unos das en la isla no era ms que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la lnea de Tnez, y despus empez una huelga y Carla se volvi a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde haba libreras de viejo; se entretena sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversacin. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensay en un cabaret con una chica pelirroja, se acost con ella, supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma empez a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, haba otras historias, siempre parientes o dolores; un da fue otra vez a la lnea de Tehern, la isla a medioda. Marini se qued tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo trat de mal compaero y le hizo la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invit a la stewardess a comer en el Firouz y no le cost que le perdonaran la distraccin de la maana. Luca le aconsej que se hiciera cortar el pelo a la americana; l le habl un rato de Xiros, pero despus comprendi que ella prefera el vodka-lime del Hilton. El tiempo se iba en cosas as, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a la que tena derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avin sobrevolaba Xiros a las ocho de la maana; el sol daba contra las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefera esperar los mediodas del vuelo de ida, sabiendo que entonces poda quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Luca (y despus Felisa) se ocupaba un poco irnicamente del trabajo. Una vez sac una foto de Xiros pero le sali borrosa; ya saba algunas cosas de la isla, haba subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa le cont que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le molest. Carla acababa de escribirle que haba decidido no tener el nio, y Marini le envi dos sueldos y pens que el resto no le alcanzara para las vacaciones. Carla acept el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente se casara con el dentista de Treviso. Todo tena tan poca importancia a medioda, los lunes y los jueves y los sbados (dos veces por mes, el domingo).

Con el tiempo fue dndose cuenta de que Felisa era la nica que lo comprenda un poco; haba un acuerdo tcito para que ella se ocupara del pasaje a medioda, apenas l se instalaba junto a la ventanilla de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los ms pequeos detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secndose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo senta como un empobrecimiento, casi un insulto. Pens en filmar el paso de la isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefiri ahorrar el dinero de la cmara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los das; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Tehern, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fcil y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o despus del vuelo, y en el vuelo todo era tambin borroso y fcil y estpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el fro cristal como un lmite del acuario donde lentamente se mova la tortuga dorada en el espeso azul.

Ese da las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que deba estar mirando el avin. Kalimera, pens absurdamente. Ya no tena sentido esperar ms, Mario Merolis le prestara el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres das estara en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonri pensando que trepara hasta la mancha verde, que entrara desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescara pulpos con los hombres, entendindose por seas y por risas. Nada era difcil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociacin interminable con el capitn de la fala, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del ans y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarc con las primeras luces, y el capitn lo present a un viejo que deba ser el patriarca. Klaios le tom la mano izquierda y habl lentamente, mirndolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y Marini entendi que eran los hijos de Klaios. El capitn de la fala agotaba su ingls: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante pagara alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discuti dracmas; tambin Marini, ya amigo de los ms jvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitacin pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.

Lo dejaron solo para irse a cargar la fala, y despus de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantaln de bao y unas sandalias, ech a andar por la isla. An no se vea a nadie, el sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales creca un olor sutil, un poco cido mezclado con el yodo del viento. Deban ser las diez cuando lleg al promontorio del norte y reconoci la mayor de las caletas. Prefera estar solo aunque le hubiera gustado ms baarse en la playa de arena; la isla lo invada y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnud para tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fra y le hizo bien; se dej llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvi mar afuera, se abandon de espaldas, lo acept todo en un solo acto de conciliacin que era tambin un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se ira de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanz a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se haba quedado a vivir de la pesca en un pen solitario. Ya los haba olvidado cuando gir sobre s mismo para nadar hacia la orilla.

El sol lo sec enseguida, baj hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vaco y baj hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en la playa, y Marini le seal el mar, invitndolo. El muchacho vacil, mostrando sus pantalones de tela y su camisa roja. Despus fue corriendo hacia una de las casas, y volvi casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo el sol de las once.

Secndose en la arena, Ionas empez a nombrar las cosas. Kalimera, dijo Marini, y el muchacho ri hasta doblarse en dos. Despus Marini repiti las frases nuevas, ense palabras italianas a Ionas. Casi en el horizonte, la fala se iba empequeeciendo; Marini sinti que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejara pasar unos das, pagara su habitacin y aprendera a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablara de quedarse y de trabajar con ellos. Levantndose, tendi la mano a Ionas y ech a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trep saboreando cada alto, volvindose una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando lleg a la mancha verde entr en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini mir su reloj pulsera y despus, con un gesto de impaciencia, lo arranc de la mueca y lo guard en el bolsillo del pantaln de bao. No sera fcil matar al hombre viejo, pero all en lo alto, tenso de sol y de espacio, sinti que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba all donde tantas veces haba dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dej caer de espaldas entre las piedras calientes, resisti sus aristas y sus lomos encendidos, y mir verticalmente el cielo; lejanamente le lleg el zumbido de un motor.

Cerrando los ojos se dijo que no mirara el avin, que no se dejara contaminar por lo peor de s mismo, que una vez ms iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los prpados imagin a Felisa con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra lnea, alguien que tambin estara sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el caf. Incapaz de luchar contra tanto pasado abri los ojos y se enderez, y en el mismo momento vio el ala derecha del avin, casi sobre su cabeza, inclinndose inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la cada casi vertical sobre el mar. Baj a toda carrera por la colina, golpendose en las rocas y desgarrndose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la cada, pero torci antes de llegar a la playa y por un atajo previsible franque la primera estribacin de la colina y sali a la playa ms pequea. La cola del avin se hunda a unos cien metros, en un silencio total. Marini tom impulso y se lanz al agua, esperando todava que el avin volviera a flotar; pero no se vea ms que la blanda lnea de las olas, una caja de cartn oscilando absurdamente cerca del lugar de la cada, y casi al final, cuando ya no tena sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al hombre que luch por aferrarse a l y trag roncamente el aire que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcndolo poco a poco lo trajo hasta la orilla, tom en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendindolo en la arena mir la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la garganta. De qu poda servir la respiracin artificial si con cada convulsin la herida pareca abrirse un poco ms y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequea felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que l ya no era capaz de or. A toda carrera venan los hijos de Klaios y ms atrs las mujeres. Cuando lleg Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cmo haba tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrndose hasta ah. Cirrale los ojos, pidi llorando una de las mujeres. Klaios mir hacia el mar, buscando algn otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadver de ojos abiertos era lo nico nuevo entre ellos y el mar.CirceJulio CortzarAnd one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me in the pit.

Dante Gabriel RossettiThe Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le doli la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contndole a ta Beb la incrdula desazn en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y tambin la chica de la farmacia -no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, qu horrible!- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lpices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Maara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser as, pero en Mario se abra paso a puerta limpia un aire de rabia subindole a la cara. Odi de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los haba querido nunca, slo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo pute de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le neg el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volva del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Maara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que haba matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tena doce aos, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario crey un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpade cuando su madre hizo ademn de cruzarle la cara con una toalla. Despus de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella sala, a veces la escuchaba rerse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se llor y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancola casi colonial. Los Maara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario sigui vindola dos veces por semana cuando volva del banco. Era ya verano y Delia quera salir a veces, iban juntos a las confiteras de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumpli diecinueve aos, Delia vio llegar sin fiestas -todava estaba de negro- los veintids.

Los Maara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor slo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se pona el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Maara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la ltima luz y recibir los domingos por la tarde. A veces sala sola hasta el antiguo barrio, donde Hctor la haba festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerr con ostensible desprecio las persianas. Un gato segua a Delia, no se saba si era cario o dominacin, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario not una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llam (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre deca que Delia haba jugado con araas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tena poco miedo. Y las mariposas venan a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Hctor le haba regalado un conejo blanco, que muri pronto, antes que Hctor. Pero Hctor se tir en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oy los primeros chismes. La muerte de Rolo Mdicis no haba interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un sncope. Cuando Hctor se suicid los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renaca la cara servil de Madre Celeste contndole a ta Beb, la incrdula desazn en el gesto de su padre. Para colmo fractura del crneo, porque Rolo cay de una pieza al salir del zagun de los Maara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escaln fue otro feo detalle. Delia se haba quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de l y fue la primera en gritar. En cambio Hctor muri solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sbados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que haca linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todava con el luto por Hctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compaa de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se haba sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estacin Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Meda ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercara cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de maana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardacos o asfixia por inmersin. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehyen o aceptan las caricias. Las pocas lneas que Hctor dej a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber odo en el zagun de los Maara la noche en que muri Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros das... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cmo de tantos nudos agregndose nace al final el trozo de tapiz -Mario vera a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

Perdname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdname, mam. Un papelito arrancado al borde de Crtica, apretado con una piedra al lado del saco que qued como un mojn para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche haba sido tan feliz, claro que lo haban visto raro las ltimas semanas; no raro, mejor distrado, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del caf Rub estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le fall el corazn de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetn, de manera que pocos lo haban confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo das y das que el llanto de Rolo haba sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escaln, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya intil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubra urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca pregunt a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabra exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Maara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Hctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agreg, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, ms palpable y solcita de sbado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episdica, un da toc el piano, otra vez jug al ludo; era ms dulce con Mario, lo haca sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le deca nada de los postres o los bombones, a Mario le extraaba, pero lo atribua a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Maara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que haba volcado casi todas las botellas. "A Hctor...", empez plaidera su madre, y no dijo ms por no apenar a Mario. Despus se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocacin de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobr la animacin y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Maara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con telfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego l les dijo lo del ascenso, y que le traa bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero and, llevselos, est en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Maara se sac los telfonos como si se quitara una corona de laurel, y la seora suspir desviando los ojos. De pronto los dos parecan desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Maara levant la palanquita de la galena.

Delia se qued mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que saba hacer bombones. Pareca excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empez a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baos de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perfor uno de los que le traa Mario para mostrarle cmo se los manipulaba; Mario vea sus dedos demasiado blancos contra el bombn, mirndola explicar le pareca un cirujano pausando un delicado tiempo quirrgico. El bombn como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sinti un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. Tire ese bombn, hubiera querido decirle. Trelo lejos, no vaya a llevrselo a la boca, porque est vivo, es un ratn vivo. Despus le volvi la alegra del ascenso, oy a Delia repetir la receta del licor de t, del licor de rosa... Hundi los dedos en la caja y comi dos, tres bombones seguidos. Delia se sonrea como burlndose. l se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. El tercer novio, pens raramente. Decirle as: su tercer novio, pero vivo.

Ahora ya es ms difcil hablar de esto, est mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mnimas que tejen y tejen por detrs de los recuerdos; parece que l iba ms seguido a lo de Maara, la vuelta a la vida de Delia lo cea a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Maara le pidieron con algn recelo que alentara a Delia, y l compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella reciba con una grave satisfaccin en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algn olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradeca sin sonrer, pero dndole lo mejor del postre y el caf muy caliente. Por fin haban cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quin sabe si los bofetones al ms chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario lleg a creer que haban recapacitado, que absolvan a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habl de su casa en lo de Maara, ni mencion a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que senta -a veces, a solas- como ntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Maara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tena necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos saban que era l. En diciembre, con un calor hmedo y dulce, Delia logr el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Maara no quisieron probarlo, seguros de que les hara mal. Delia no se ofendi, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorba apreciativo el dedalito violceo lleno de luz naranja, de olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero est delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observ: "Lo hice para vos". Los Maara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince das de trabajo.

A Rolo le haban gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Maara dichas al pasar cuando Delia no estaba: Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tena miedo por el corazn. El alcohol es malo para el corazn. Tener un novio tan delicado, Mario comprenda ahora la liberacin que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Maara qu le gustaba a Hctor, si tambin Delia le haca licores o postres a Hctor. Pens en los bombones que Delia volva a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le deca a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Despus de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclndose raramente-, Delia tena los ojos bajos y el aire modesto. Se neg a aceptar los elogios, no era ms que un ensayo y an estaba lejos de lo que se propona. Pero a la visita siguiente -tambin de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permiti probar otro ensayo. Haba que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerr los ojos y adivin un sabor a mandarina, levsimo, viniendo desde lo ms hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanz a sentir su sabor y era slo la sensacin agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripcin del sabor se acercaba a lo que haba esperado. Todava faltaban ensayos, haba cosas sutiles por equilibrar. Los Maara le dijeron a Mario que Delia no haba vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decan con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivin que los gastos de Delia los afligan. Entonces pidi a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pas los brazos por el cuello y lo bes en la mejilla. Su boca ola despacito a menta. Mario cerr los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los prpados. Y el beso volvi, ms duro y quejndose.

No supo si le haba devuelto el beso, tal vez se qued quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella toc el piano, como casi nunca ahora, y le pidi que volviera al otro da. Nunca haban hablado con esa voz, nunca se haban callado as. Los Maara sospecharon algo, porque vinieron agitando los peridicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlntico. Eran das en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlntico. Alguien encendi la luz y Delia se apart enojada del piano, a Mario le pareci un instante que su gesto ante la luz tena algo de la fuga enceguecida del ciempis, una loca carrera por las paredes. Abra y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y despus volvi como avergonzada, mirando de reojo a los Maara; los miraba de reojo y se sonrea.

Sin sorpresa, casi como una confirmacin, midi Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Hctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manas delicadas, la manipulacin de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercana de las mariposas y los gatos, el aura de su respiracin a medias en la muerte. Se prometi una caridad sin lmites, una cura de aos en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese ms una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Crey que los Maara iban a alegrarse cuando l empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yndose, sobre todo cuando vena la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y haba que cerrar los ojos y definir -con cuntas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeo milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtena de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Maara adverta gratitud y complicidad cada vez que vena a buscarla el sbado de tarde o la maana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para or radio o jugar a las cartas. Pero tambin sospech una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Maara se alegr ms, entonces se diverta de veras en la Exposicin Rural, quera pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudindolos hasta cansarse. El aire puro le haca bien, Mario le vio una tez ms clara y un andar decidido. Lstima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorban al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Maara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Maara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferan los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitndolos, ellos escogan las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo diverta el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distrado. Guardaba para l las novedades, a ltimo momento vena de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dej que la acompaara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendi la luz, Mario vio el gato dormido en su rincn y las cucarachas que huan por las baldosas. Se acord de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zcalos. Aquella noche los bombones tenan gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo ms lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lgrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lgrimas cadas la noche de Rolo en el zagun.

-El pez de color est tan triste -dijo Delia, mostrndole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo fro miraba a Mario como una perla viva. Mario pens en el ojo salado como una lgrima que resbalara entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle ms seguido el agua -propuso.

-Es intil, est viejo y enfermo. Maana se va a morir.

A l le son el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todava tan cerca de aquello, del peldao y el muelle, con fotos de Hctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidi que se casara con l en el otoo. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca haban hablado de eso. Delia pareca querer habituarse y pensar antes de contestarle. Despus lo mir brillantemente, irguindose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademn casi mgico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qu distinto me parecs, qu cambiado.

Madre Celeste oy sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el da no se movi de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver ftbol y por la noche llev rosas a Delia. Los Maara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era ntimo y a la vez ms lejano. Perdan la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario bes a Delia, bes a mam Maara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en l, nuevo soporte del hogar, pero no le venan las palabras. Se notaba que tambin los Maara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los peridicos volvieron a su cuarto y Mario se qued con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a pap Maara fuera de la casa para hablarle de los annimos. Despus lo crey intilmente cruel porque nada poda hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sbado a medioda en un sobre azul, Mario se qued mirando la fotografa de Hctor en ltima Hora y los prrafos subrayados con tinta azul. "Slo una honda desesperacin pudo arrastrarlo al suicidio, segn declaraciones de los familiares". Pens raramente que los familiares de Hctor no haban aparecido ms por lo de Maara. Quiz fueron alguna vez en los primeros das. Se acordaba ahora del pez de color, los Maara haban dicho que era regalo de la madre de Hctor. Pez de color muerto el da anunciado por Delia. Slo una honda desesperacin pudo arrastrarlo. Quem el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en s mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco das (no haba hablado con Delia ni con los Maara), vino el segundo. En la cartulina celeste haba primero una estrellita (no se saba por qu) y despus: "Yo que usted tendra cuidado con el escaln de la cancel". Del sobre sali un perfume vago a jabn de almendra. Mario pens si la de la casa de altos usara jabn de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cmoda de Madre Celeste y de su hermana. Tambin quem este annimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba despus de cenar a lo de Delia y hablaban pasendose por el jardincito de atrs o dando vuelta a la manzana. Con el calor coman menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traa pocas muestras a la sala, prefera guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino csped de papel verde claro por encima. Mario la not inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrs en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzn de Medrano y Rivadavia, Mario comprendi que tambin a ella la estaban torturando desde lejos; que compartan sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontr con pap Maara en el Munich de Cangallo y Pueyrredn, lo colm de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habl de los annimos, la nerviosidad de Delia, el buzn de Medrano y Rivadavia.

-Ya s que apenas nos casemos se acabarn estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa as puede hacerle dao. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos quers decir que se puede volver loca, no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe annimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...

-Vos no la conocs a Delia. Los annimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es ms dura de lo que te penss.

-Pero mire que est como sobresaltada, que algo la trabaja -atin a decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabs. -Beba su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.

-Antes de qu?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pag que estoy apurado.

Quiso protestar, pero pap Maara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se anim a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de or. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Maara. Hasta los Maara.

Delia sospechaba algo porque lo recibi distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Maara haban hablado del encuentro en el Munich. Mario esper que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefera Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un comps cortado y entrador, hasta que los Maara llegaron con galletitas y mlaga y encendieron todas las luces. Se habl de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia crea que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Maara le daban la razn sin opinar, pero no parecan convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que l mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se morira; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco ms. Oyeron a un diariero en la esquina y los Maara corrieron juntos a comprar ltima Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Qued la lmpara en la mesa del rincn, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano haba una luz velada.

Mario pregunt por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los annimos, un resto de miedo a equivocarse lo detena cada vez. Delia estaba junto a l en el sof verde oscuro, su ropa celeste la recortaba dbilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sinti contraerse poco a poco.

-Mam va a volver a despedirse. Esper que se vayan a la cama...

Afuera se oa a los Maara, el crujir del diario, su dilogo continuo. No tenan sueo esa noche, las once y media y seguan charlando. Delia volvi al piano, como obstinndose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y sigui en el piano hasta que los Maara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que l era de la familia tena que velar ms que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueo, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zagun y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quera servrselo y se molest un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vaca por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Hctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequea luna. No haba querido pedirle a Mario que probara delante de los Maara, l tena que comprender cmo la cansaban los reproches de los Maara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tena ganas, pero nadie le mereca ms confianza, los Maara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofreca el bombn como suplicando, pero Mario comprendi el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no vena de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no haba bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombn, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiracin, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgindolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acerc el bombn a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gema como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apret apenas los flancos del bombn, pero no lo miraba, tena los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombn. La luna cay de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapn, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.

Cuando le tir los pedazos a la cara, Delia se tap los ojos y empez a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez ms agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le suba del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero l quera solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estara ya escuchando con miedo y delicia, de modo que haba que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde haba encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todava arrastrndose para morir dentro de la casa, oa la respiracin de los Maara levantados, escondindose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Maara haban odo y estaban ah contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cmo l haca callar a Delia. Afloj el apretn y la dej resbalar hasta el sof, convulsa y negra, pero viva. Oa jadear a los Maara, le dieron lstima por tantas cosas, por Delia misma, por dejrsela otra vez y viva. Igual que Hctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lstima de los Maara, que haban estado ah agazapados y esperando que l -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia. mnibusJulio Cortzar

Si le viene bien, trigame El Hogar cuando vuelva pidi la seora Roberta, reclinndose en el silln para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorra la habitacin con una mirada precisa. No faltaba nada, la nia Matilde se quedara cuidando a la seora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora poda salir, con toda la tarde del sbado para ella sola, su amiga Ana esperndola para charlar, el t dulcsimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.

A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio baj Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los rboles de Agronoma. En la esquina de Avenida San Martn y Nogoy, mientras esperaba el mnibus 168, oy una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan Mara Vianney le pareci ms roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vrtigo. Pas don Luis, el relojero, y la salud apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacan ms esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vaca vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.

Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demor en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacn y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extraado de algo. Despus le dio el boleto rosado, y Clara se acord de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella busc asiento hacia el fondo, hall vaco el que corresponda a Puerta de Emergencia, y se instal con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la sega mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martn, antes de virar, el conductor se dio vuelta y tambin la mir, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambi unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el mnibus dio un salto y se meti por Chorroarn a toda carrera.

"Par de estpidos", pens Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observ de reojo a la seora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la seora la mir a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la mir dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sac un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Senta ya en la nuca una impresin desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centmetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del mnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecan criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era ms difcil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; ms bien porque haba esperado un desenlace amable, una razn de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tena); y sobre su comienzo de risa se posaban helndola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.

Sbitamente inquieta, dej resbalar un poco el cuerpo, fij los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripcin Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levntese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba as una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recin asciende, est bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y est casi bien que todos en el mnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendan los baldos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgndoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atreva a dirigir una ojeada rpida al interior del coche. Rosas rojas y calas, ms lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lvidas. El seor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenan entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanera. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y tambin el guarda, el seor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrs, el viejo del cuello duro tan cerca, los jvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.

Nadie bajaba. El hombre ascendi gilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirndole las manos. El hombre tena veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esper, ajeno al escrutinio. "De quince", oy Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, segua mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tom el boleto y esper el vuelto. Antes de recibirlo, ya se haba deslizado livianamente en un asiento vaco al lado del seor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo mir otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; l ni se daba cuenta, absorto en la contemplacin de los negros claveles. El seor lo observaba, una o dos veces lo mir rpido y el se puso a devolverle la mirada; los dos movan la cabeza casi a la vez, pero sin provocacin, nada ms que mirndose. Clara segua furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y despus al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredn de Chacarita, en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y tambin a Clara, slo que ya no la miraban directamente porque les interesaba ms el recin llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observacin. Qu cosa estpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portndose con esa grosera. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones creca en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se d por aludido, son unos impertinentes, metidos ah detrs de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que l viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho en realidad era joven, aunque tena marcas duras en la cara se haba dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la seora con los gladiolos; y ahora el seor de los claveles rojos tena vuelta la cabeza hacia atrs y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pmez. Clara le responda obstinada, sintindose como hueca; le venan ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); not que el muchacho pareca inquieto, miraba a un lado y al otro, despus hacia atrs, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, detenindose un segundo en su boca, en su mentn; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la seora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midi su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacas", pens absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego fro cayndole de todas partes.

Sin detenerse el 168 entr en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrs se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrs haba un grupo confuso y las flores olan para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuntos se bajaban, lo bien que se viajara en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se haba parado para dejar salir a los claveles negros, y qued ladeado, metido a medias en un asiento vaco delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El mnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esper a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urga con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y todos en fila, mirndola y mirando al pasajero, sin bajar, mirndolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las races de las plantas y agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrs con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareci de golpe ms pequeo, ms gris, ms bonito. Clara encontr bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tena todo el mnibus para elegir. l se sent y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ah, eran simplemente manos; nada ms.

Chacarita! grit el guarda.Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple frmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan slo, y era suficiente.La puerta segua abierta. El guarda se les acerc.Chacarita dijo, casi explicativamente.El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lstima.

Voy a Retiro dijo, y le mostr el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirndolos; el guarda se volvi indeciso, hizo una sea. Buf la puerta trasera (nadie haba subido adelante) y el 168 tom velocidad con bandazos colricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estmago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tena ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvan la mirada, se estuvieron as hasta la curva de entrada a Dorrego. Despus Clara sinti que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podan verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retir la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla ms al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un viento de velocidad envolva al mnibus en plena marcha.

Tanta gente dijo l, casi sin vos. Y de golpe se bajan todos.Llevaban flores a la Chacarita dijo Clara. Los sbados va mucha gente a los cementerios.S, pero...Un poco raro era, s. Usted se fij...?S dijo l, casi cerrndole el paso. Y a usted le pas igual, me di cuenta.Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.El coche fren brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudn. El coche temblaba como un cuerpo enorme.Yo voy a Retiro dijo Clara.Yo tambin.

El guarda no se haba movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cmo el conductor abandonaba su asiento y vena por el pasillo hacia ellos, con el guarda copindole los pasos. Clara not que los dos miraban al muchacho y que ste se pona rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aull horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubri el sol. El fragor del rpido tapaba las palabras que deba estar diciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detuvo, agachndose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendindole una mano en el hombro, le seal imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el ltimo vagn pasaba con un estrpito de hierros. El conductor apret los labios y se volvi corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encar las vas, la pendiente opuesta.

El muchacho afloj el cuerpo y se dej resbalar suavemente.Nunca me pas una cosa as dijo, como hablndose.Clara quera llorar. Y el llanto esperaba ah, disponible pero intil. Sin siquiera pensarlo tena conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vaco aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden poda resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien as; lo nico que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo haba apretado la suya.Tengo miedo dijo, sencillamente. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.l la mir, mir su blusa lisa.A m a veces me gusta llevar un jazmn del pas en la solapa dijo. Hoy sal apurado y ni me fij.Qu lstima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.Seguro, vamos a Retiro.Era un dilogo, un dilogo. Cuidar de l, alimentarlo.No se podra levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aqu adentro.l la mir sorprendido, porque ms bien senta fro. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no haba vuelto a detenerse despus de la barrera y daban ya la vuelta a Cnning y Santa Fe.Este asiento tiene ventanilla fija dijo l. Usted ve que es el nico asiento del coche que viene as, por la puerta de emergencia.Ah dijo Clara.Nos podamos pasar a otro.No, no. Le apret los dedos, deteniendo su moviento de levantarse. Cuanto menos nos movamos mejor.Bueno, pero podramos levantar la ventanilla de adelante.No, por favor no.l esper, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo ms pequea en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atraccin de all adelante, de esa clera que les llegaba como un silencio o un calor. El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acerc la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.A veces una es tan descuidada dijo tmidamente Clara. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.Es que no sabamos.Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sent tan mal.Eran insoportabes protest l. Usted vio cmo se haban puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias dijo Clara. Pero presuman lo mismo.Porque los otros les daban alas afirm l con irritacin. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pjaro. A los que no vi bien fue a los de atrs. Usted cree que todos...?Todos dijo Clara. Los v apenas haba subido. Yo sub en Nogoy y Avenida San Martn, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...Menos mal que se bajaron.

Pueyrredn, frenada en seco. Un polica moreno se habra en cruz acusndose de algo en su alto quiosco. El conductor sali del asiento como deslizndose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se solt con violencia y vino por el pasillo, mirndolos alternadamente, encogido y con los labios hmedos, parapadeando. "Ah da paso!", grit el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del mnibus, y el conductor corri afligido a su asiento. El guarda le habl al odo, dndose vuelta a cada momento para mirarlos.Si no estuviera usted... murmur Clara. Yo creo que si no estuviera usted me habra animado a bajarme.Pero usted va a Retiro dijo l, con alguna sorpresa.S, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.Yo saqu boleto de quince dijo l Hasta Retiro.Yo tambin. Lo malo es que si una se baja, despus hasta que viene otro coche...Claro, y adems a lo mejor est completo.A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. Usted ha visto los subtes?Algo increble. Cansa ms el viaje que el empleo.

Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceler todava ms en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algn polcia de trfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negndose con rabia, como si le doliera. Clara senta subrsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compaero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rgidas. Clara no haba visto jams el paso viril de la mano al puo, contempl esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosera de la gente, de la paciencia. Despus callaron, mirando el paredn ferroviario, y su compaero sac la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblndole un poco los dedos.

Falta apenas dijo clara, enderezndose. Ya llegamos.S. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rpido para bajar.Bueno. Cuando est al lado de la plaza.Eso es. La parada queda ms ac de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.Oh, es lo mismo.No, yo me quedar atrs por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rpido y bajar un escaln de la puerta; entonces yo me pongo atrs.Bueno, gracias dijo Clara mirndolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicacin de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendra paso libre en la esquina de la plaza; temblndole los vidrios y a punto de embestir el cordn de la plaza, tom el viraje a toda carrera. El pasajero salt del asiento hacia adelante, y detrs de l pas veloz Clara, tirndose escaln abajo mientras l se volva y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectngulos de sucio vidrio; no quera ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sinti en el pelo el jadeo de su compaero, los arroj a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abra el conductor corri por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvi su compaero saltaba tambin y la puerta buf al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rgidos y blancos. Clara vio a travs de las ventanillas que el guarda se haba echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.

l la tom del brazo y caminaron rpidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el csped, los canteros, oliendo un aire de ro que creca de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y l fue a parase ante el canasto montado en caballetes y eligi dos ramos de pensaminetos. Alcanz uno a Clara, despus le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (l no volvi a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.