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Antología de cuentos

Antología de Cuentos

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Antología de cuentos

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Antologa de cuentos

A imagen y semejanza, Mario Benedetti

Era la ltima hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compaeras. Un terrn de azcar haba resbalado desde lo alto, quebrndose en varios terroncitos. Uno de stos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga qued inmvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrn. Retrocedi, despus se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de s misma en el sentido de las agujas de un reloj. Slo entonces se acerc de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rpido movimiento hizo que el terrn quedara mejor situado para la operacin de carga. Esta vez la hormiga acometi lateralmente su objetivo, alz el terrn y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareci vacilar, luego reinici el viaje, con un andar bastante ms lento que el que traa. Sus compaeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zcalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayscula y oscura. Despus de una momentnea detencin, termin por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrn resbal sobre el papel, partindose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluy una detenida inspeccin de ambas porciones, y eligi la mayor. Carg con ella, y avanz. En la ruta, hasta ese instante libre, apareci una colilla aplastada. La borde lentamente, y cuando reapareci al otro lado del pucho, la superficie se haba vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el trnsito de la hormiga tena lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrn se desarm por completo. La hormiga cay sobre sus patas y emprendi una enloquecida carrerita en crculo. Luego pareci tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azcar que antes haba formado parte del medio terrn, pero no lo carg. Cuando reinici su marcha no haba perdido la ruta. Pas rpidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces ms grande que ella misma. Retrocedi, avanz, tante el palito, se qued inmvil durante unos segundos. Luego empez la tarea de carga. Dos veces se resbal el palito, pero al final qued bien afirmado, como una suerte de mstil inclinado. Al pasar sobre el rea de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no haba avanzado dos centmetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movi aquella hoja y la hormiga rod, ms o menos replegada sobre s misma. Slo pudo reincorporarse cuando lleg a la madera del piso. A cinco centmetros estaba el palito. La hormiga avanz hasta l, esta vez con parsimonia, como midiendo cada sxtuple paso. As y todo, lleg hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corri el aire y el palito rod hasta detenerse diez centmetros ms all, semicado en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emerga hacia arriba. Para la hormiga, semejante posicin represent en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operacin desde un ngulo ms favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posicin ms cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinici la marcha, sin desviarse jams de su ruta hacia el zcalo. Las otras hormigas, con sus respectivos vveres, haban desaparecido por algn invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba ms lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, signific una demora de ms de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivn del cuerpo de la hormiga asegur su estabilidad. Dos centmetros ms y un golpe reson. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibr y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdi su carga. El palito qued atravesado en el tabln contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acerc al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero an as se precipit en aquel abismo de centmetro y medio. Le llev varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tabln. Ah estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a l, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Despus llev a cabo su quinta operacin de carga. El palito qued horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga qued mejor acomodada. A medio metro estaba el zcalo. La hormiga avanz en la antigua direccin, que en ese espacio casualmente se corresponda con la veta. Ahora el paso era rpido, y el palito no pareca correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centmetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareci un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplast carga y hormiga.

FIN

Almuerzo y dudas, Mario Benedetti

El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atencin no fue atrada por el alegre maniqu sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajust la corbata, se acomod el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.

-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.

La mujer sonri y le tendi la mano.

-No saba que los hombres fueran tan presumidos.

l se ri, mostrando los dientes.

-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendra que estar trabajando.

-Tendra. Pero sal en comisin.

l le dedic una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al da.

-Adems -dijo- estaba casi seguro de que usted pasara por aqu.

-Me encontr por casualidad. Yo no hago ms este camino. Ahora suelo bajarme en Convencin.

Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Despus cruzaron.

-Dispone de un rato? -pregunt l.

-S.

-Le pido entonces que almuerce conmigo? O tambin esta vez se va a negar?

-Pdamelo. Claro que... no s si est bien.

l no contest. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorn. Ella examin la lista, con ms atencin de la que mereca.

-Aqu se come bien -dijo l.

Entraron. En el fondo haba una mesa libre. l la ayud a quitarse el abrigo.

Despus de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acerc. Pidieron jamn cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.

-Qu quiso decir con que no sabe si est bien?

-Pavadas. Eso de que es casado y qu s yo.

-Ah.

Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsells. En la mano derecha tena una mancha de tinta.

-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.

-Nunca. Es tan difcil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.

-No le parece que sera el momento de hablar de otras? O de las mismas, pero sin engaarnos?

Pas una mujer hacia el fondo y salud. l se mordi los labios.

-Amiga de su mujer? -pregunt ella.

-S.

-Me gustara que lo rezongaran.

l eligi una galleta y la parti, con el puo cerrado.

-Quisiera conocerla -dijo ella.

-A quin? A esa que pas?

-No. A su mujer.

l sonri. Por primera vez, los msculos de la cara se le aflojaron.

-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.

-No sea hipcrita. Yo s cmo soy.

-Yo tambin s cmo es.

l mozo trajo el jamn. Mir a ambos inquisidoramente y acarici la servilleta. Gracias, dijo l, y el mozo se alej.

-Cmo es estar casado? -pregunt ella.

l tosi sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se mir las manos.

-Deba haberme lavado. Mire qu mugre...

La mano de l se movi sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.

-Ya no se ve ms.

Ella se dedic a mirar el plato y l entonces retir la mano.

-Siempre pens que con usted me sentira cmoda -dijo la mujer-, que podra hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.

-Y a otras personas, les da esa imagen falsa?

-Supongo que s.

-Bueno, esto me favorece, verdad?

-Supongo que s.

l se qued con el tenedor a medio camino. Luego mordi el trocito de jamn.

-Prefiero la foto sin retoques.

-Para qu?

-Dice para qu? como si slo dijera por qu?, con el mismo tonito de inocencia.

Ella no dijo nada.

-Bueno, para verla -agreg l-. Con esos retoques ya no sera usted.

-Y eso importa?

-Puede importar.

El mozo llev los platos, demorndose. El pidi agua mineral. Con limn? Bueno, con limn.

-La quiere, eh? -pregunt ella. -A Amanda?

-S.

-Naturalmente. Son nueve aos.

-No sea vulgar. Qu tienen que ver los aos?

-Bueno, parece que usted tambin cree que los aos convierten el amor en costumbre.

-Y no es as?

-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.

Ella se sirvi agua mineral. Despus le sirvi a l.

-Qu sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psiclogos, siempre estn descubriendo complejos.

l sonri sobre el pan con manteca.

-No es un punto en contra -dijo- porque el hbito tambin tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a l le gustan, o no le eche al arroz ms sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.

Ella se pas la servilleta por los labios que tena limpios.

-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al medioda.

l opt por rerse. El mozo se acerc con los churrascos, recomend que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retir con una mueca que haca quince aos haba sido sonrisa.

-Vamos, no se enoje -dijo l-. Quise explicarle que el hbito vale por s mismo, pero tambin influye en la conciencia.

-Nada menos?

-Fjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el inters.

-Oh!

-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensin, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez ms en fechas, en gestos, en horarios.

-Y eso est mal?

-Realmente, no lo s.

-Cmo? Y la famosa conciencia?

-Ah, s. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.

-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.

-Quera decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanizacin, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.

Ella dej de comer y deposit cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.

-No me interprete mal -dijo l-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, entiende? Otra mujer..

-Yo, por ejemplo.

-Otra mujer, aunque ms adelante est condenada a caer en el hbito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del da, cierta puerta que se abre, cierto mnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.

-Y la conciencia?

-La conciencia aparece el da menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se est afeitando y se mira distradamente en el espejo. No s si me entiende. Primero se tiene una idea de cmo ser la felicidad, pero despus se van aceptando correcciones a esa idea, y slo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.

Algn postrecito?, pregunt el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. Dos natillas a la espaola, dijo ella. l no protest. Esper que el mozo se alejara, para seguir hablando.

-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a s mismos.

-Esa misma comparacin me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.

Ella abri la cartera, sac el espejito y se arregl el pelo.

-Quiere que le diga qu impresin me causa su discurso?

-Bueno.

-Me parece un poco ridculo, sabe?

-Es ridculo. De eso estoy seguro.

-Mire, no sera ridculo si usted se lo dijera a s mismo. Pero no olvide que me lo est diciendo a mi.

El mozo deposit sobre la mesa las natillas a la espaola. l pidi la cuenta con un gesto.

-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.

-Qu es esto? Una declaracin? Un armisticio?

-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.

-Est bien, pero, qu es lo que supe?

-Que est en condiciones de conseguirlo todo.

-Ah s... y quin es todo? Usted?

l se encogi de hombros, movi los labios pero no dijo nada, despus resopl ms que suspir, y agit un billete con la mano izquierda.

El mozo se acerc con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogi la propina, dijo gracias y se alej caminando hacia atrs.

-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo l-, pero si ahora me dijera venga, yo s que ira. Usted no lo va a hacer, porque lgicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y adems, porque si lo hiciera no sera lo que yo pienso que es.

Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de l. Lo mir fijo, como si quisiera traspasarlo.

-No se preocupe -dijo, despus de un silencio, y retir la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.

Se puso de pie y l la ayud a ponerse el abrigo. Cuando salan, el mozo hizo una ceremoniosa inclinacin de cabeza. l la acompa hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al mnibus, ella sonri con los labios apretados, y dijo: Gracias por la comida. Despus se fue.

FIN

Beatriz, la polucin, Mario Benedetti

Dijo el to Rolando que esta ciudad se est poniendo imbancable de tanta polucin que tiene. Yo no dije nada para no quedar como burra pero de toda la frase slo entend la palabra ciudad. Despus fui al diccionario y busqu la palabra imbancable y no est. El domingo, cuando fui a visitar al abuelo le pregunt qu quera decir imbancable y l se r y me explic con buenos modos que quera decir insoportable. Ah s comprend el significado porque Graciela, o sea mi mami, me dice algunas veces, o ms bien casi todos los das, por favor Beatriz por favor a veces te pones verdaderamente insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde me lo dijo, aunque esta vez repiti tres veces por favor por favor por favor Beatriz a veces te pones verdaderamente insoportable, y yo muy serena, habrs querido decir que estoy imbancable, y a ella le hizo gracia, aunque no demasiada pero me quit la penitencia y eso fue muy importante. La otra palabra, polucin, es bastante ms difcil. Esa s est en el diccionario. Dice, polucin: efusin de semen. Qu ser efusin y qu ser semen. Busqu efusin y dice: derramamiento de un lquido. Tambin me fij en semen y dice: semilla, simiente, lquido que sirve para la reproduccin. O sea que lo que dijo el to Rolando quiere decir esto: esta ciudad se est poniendo insoportable de tanto derramamiento de semen. Tampoco entend, as que la primera vez que me encontr con Rosita mi amiga, le dije mi grave problema y todo lo que deca el diccionario. Y ella: tengo la impresin de que semen es una palabra sensual, pero no s qu quiere decir. Entonces me prometi que lo consultara con su prima Sandra, porque es mayor y en su escuela dan clase de educacin sensual. El jueves vino a verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba Graciela, esper con muchsima paciencia que se fuera a la cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averig, semen es una cosa que tienen los hombres grandes, no los nios, y yo, entonces nosotras todava no tenemos semen, y ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen slo tienen los hombres cuando son viejos como mi padre o tu papi el que est preso, las nias no tenemos semen ni siquiera cuando seamos abuelas, y yo, qu raro eh, y ella, Sandra dice que todos los nios y las nias venimos del semen porque este liquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y Sandra estaba contenta porque en la clase haba aprendido que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue Rosita yo me qued pensando y me pareci que el to Rolando quiz haba querido decir que la ciudad estaba insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que tena. As que fui otra vez a lo del abuelo, porque l siempre me entiende y me ayuda aunque no exageradamente, y cuando le cont lo que haba dicho to Rolando y le pregunt si era cierto que la ciudad estaba ponindose imbancable porque tena muchos espermatozoides, al abuelo le vino una risa tan grande que casi se ahoga y tuve que traerle un vaso de agua y se puso bien colorado y a m me dio miedo de que le diera un patats y conmigo solita en una situacin tan espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y cuando pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que to Rolando haba dicho se refera a la contaminacin atmosfrica. Yo me sent ms bruta todava, pero enseguida l me explic que la atmsfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas fbricas y automviles todo ese humo ensucia el aire o sea la atmsfera y eso es la maldita polucin y no el semen que dice el diccionario, y no tendramos que respirarla pero como si no respiramos igualito nos morimos, no tenemos ms remedio que respirar toda esa porquera. Yo le dije al abuelo que ahora sacaba la cuenta que mi pap tena entonces una ventajita all donde est preso porque en ese lugar no hay muchas fbricas y tampoco hay muchos automviles porque los familiares de los presos polticos son pobres y no tienen automviles. Y el abuelo dijo que s, que yo tena mucha razn, y que siempre haba que encontrarle el lado bueno a las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y la barba me pinch ms que otras veces y me fui corriendo a buscar a Rosita y como en su casa estaba la mami de ella que se llama Asuncin, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las plantas y entonces yo muy misteriosa, vas a decirle de mi parte a tu prima Sandra que ella es mucho ms burra que vos y que yo, porque ahora s lo averig todo y nosotras no venimos del semen sino de la atmsfera.

FIN

Corazonada, Mario Benedetti

Apret dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Hered de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tena un gran barrote de bronce y pens que iba a ser bravo sacarle lustre. Despus abrieron y me atendi la ex, la que se iba. Tena cara de caballo y cofia y delantal. "Vengo por el aviso", dije. "Ya lo s", gru ella y me dej en el zagun, mirando las baldosas. Estudi las paredes y los zcalos, la araa de ocho bombitas y una especie de cancel.

Despus vino la seora, impresionante. Sonri como una Virgen, pero slo como. "Buenos das." "Su nombre?" "Celia." "Celia qu?" "Celia Ramos." Me barri de una mirada. La pipeta. "Referencias?" Dije tartamudeando la primera estrofa: "Familia Surez, Maldonado 1346, telfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252, telfono 413723. Escribano Perrone, Larraaga 3362, sin telfono." Ningn gesto. "Motivos del cese?" Segunda estrofa, ms tranquila: "En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, trabajo de mula." "Aqu", dijo ella, "hay bastante que hacer". "Me lo imagino." " Pero hay otra muchacha, y adems mi hija y yo ayudamos. " "S, seora." Me estudi de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. "Edad?" "Diecinueve." "Tens novio?" "Tena." Subi las cejas. Aclar por las dudas: "Un atrevido. Nos peleamos por eso." La Vieja sonri sin entregarse. "As me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, as que nada de sonrisitas ni de mover el trasero." Mucho juicio, mi especialidad. S, seora. "En casa y fuera de casa. No tolero porqueras. Y nada de hijos naturales, estamos?" "S, seora." Ula Marula! Despus de los tres primeros das me resign a soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios de punta. Es que la vieja pareca verle a una hasta el hgado. No as la hija, Estercita, veinticuatro aos, una pituca de ocai y rumi que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todava el patrn, don Celso, un bagre con lentes, ms callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontr mirndome los senos por encima de Accin. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del diario para investigarme como cosa suya. Juro que obedec a la Seora en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mo ha andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que en Buenos Aires hay un doctor japons que arregla eso, pero mientras tanto no es posible sofocar mi naturaleza. O sea que el muchacho se impresion. Primero se le iban los ojos, despus me atropellaba en el corredor del fondo. De modo que por obediencia a la Seora, y tambin, no voy a negarlo, pormigo misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidndome de no parecer demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. "Hay otra muchacha" haba dicho la Vieja. Es decir, haba. A mediados de mes ya estaba solita para todo rubro. "Yo y mi hija ayudamos", haba agregado. A ensuciar los platos, cmo no. A quin va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a m me gustase Isolina o la Burgueo, vaya y pase y ni as, pero que a ella, que se las tira de avispada y lee Selecciones y Lifenespaol, no me lo explico ni me lo explicar. A quin va a ayudar la nia Estercita, que se pasa reventndose los granos, jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono bendito) cay en mis manos esa foto en que Estercita se est baando en cueros con el menor de los Gmez Taibo en no s qu arroyo ni a m qu me importa, en seguida la guard porque nunca se sabe. A quin van ayudar! Todo el trabajo para m y aguantate piola. Qu tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada da ms ligero de manos, yo le haya aplicado el sosegate y que hablramos claro? Le dije con todas las letras que yo con sas no iba, que el nico tesoro que tenemos los pobres es la honradez y basta. l se ri muy canchero y haba empezado a decirme: "Ya vers, putita", cuando apareci la seora y nos mir como a cadveres. El idiota baj los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encaj bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le dije: "Usted a m no me pega, sabe?" y all noms demostr lo contrario. Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambi mi vida. Me call la boca pero se la guard. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estbamos a veintitrs y yo precisaba como el pan esos siete das. Saba que don Celso tena guardado un papel gris en el cajn del medio de su escritorio. Yo lo haba ledo, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, slo quedamos en la casa la nia Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le deca a mi patrn frases como sta: "Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx".

La guard en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensin decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis seas, pero a un amigo de Tito no pude negrselas. La espera dur tres das. Tito apareci una noche y yo lo recib delante de doa Cata, que desde hace unos aos dirige la pensin. l se disculp, trajo bombones y pidi autorizacin para volver. No se la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no falt una noche. Fuimos a menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqu el tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qu era lo que yo pretenda. All tuve una corazonada: "No pretendo nada, porque lo que yo querra no puedo pretenderlo".

Como sta era la primera cosa amable que oa de mis labios se conmovi bastante, lo suficiente para meter la pata. "Por qu?", dijo a gritos, "si se es el motivo, te prometo que..." Entonces como si l hubiera dicho lo que no dijo, le pregunt: "Vos s... pero, y tu familia?" "Mi familia soy yo", dijo el pobrecito.

Despus de esa compadrada sigui viniendo y con l llegaban flores, caramelos, revistas. Pero yo no cambi. Y l lo saba. Una tarde entr tan plido que hasta doa Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo haba dicho al padre. Don Celso haba contestado: "Lo que faltaba." Pero despus se abland. Un tipo pierna. Estercita se ri como dos aos, pero a m qu me importa. En cambio la Vieja se puso verde. A Tito lo trat de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Despus dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. "Est como loca", dijo el Tito, "no s qu hacer". Pero yo s saba. Los sbados la Vieja est siempre sola, porque don Celso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su barrita de La Vascongada. O sea que a las siete me fui a un monedero y llam al nueve siete cero tres ocho. "Hola", dijo ella. La misma voz gangosa, impresionante. Estara con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la toalla como turbante en la cabeza. "Habla Celia", y antes de que colgara: "No corte, seora, le interesa." Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban. Entonces le pregunt si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso guardaba en su escritorio. Silencio. "Bueno, la tengo yo." Despus le pregunt si conoca una foto en que la nia Estercita apareca bandose con el menor de los Gmez Taibo. Un minuto de silencio. "Bueno, tambin la tengo yo." Esper por las dudas, pero nada. Entonces dije: "Pinselo, seora" y cort. Fui yo la que cort, no ella. Se habr quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana lleg el Tito radiante, y desde la puerta grit: "La vieja afloja! La vieja afloja!" Claro que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emocin dej que me besara. "No se opone pero exige que no vengas a casa." Exige? Las cosas que hay que or! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la mayor intimidad. Don Celso aport un chequecito de mil y Estercita me mand un telegrama que -est mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: "No creas que sals ganando. Abrazos, Ester."

En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontr en la tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me mir de refiln desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tena dos caminos: o ignorarme o ponerme en vereda.

Creo que prefiri el segundo y para humillarme me trat de usted. "Qu tal, cmo le va?" Entonces tuve una corazonada y agarrndome fuerte del paraguas de nailon, le contest tranquila: "Yo bien, y usted, mam?"

FIN

El Otro Yo, Mario Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, lea historietas, haca ruido cuando coma, se meta los dedos a la narz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tena Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesa en la mirada, se enamoraba de las actrices, menta cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le haca sentirse imcmodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melanclico, y debido a ello, Armando no poda ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando lleg cansado del trabajo, se quit los zapatos, movi lentamente los dedos de los pies y encendi la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmi. Cuando despert el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero despus se rehizo e insult concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la maama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pens que ahora s podra ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfort.

Slo llevaba cinco das de luto, cuando sali a la calle con el propsito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estall en risotadas.

Sin embargo, cuando pasaron junto a l, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanz a escuchar que comentaban: Pobre Armando. Y pensar que pareca tan fuerte y saludable.

El muchacho no tuvo ms remedio que dejar de rer y, al mismo tiempo, sinti a la altura del esternn un ahogo que se pareca bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir autntica melancola, porque toda la melancola se la haba llevado el Otro Yo.

Gracias, vientre leal, Mario Benedetti

"A nadie", le haba dicho el Colorado, "a nadie, ni siquiera a tu mujer. Estamos?" Y l haba contestado: "Estamos". "Ni el menor indicio, eh? Bastante caro hemos pagado ya esos y otros liberalismos. Y la accin de maana es particularmente riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y Alfredo van a correr mucho peligro. Eso lo sabs, verdad?" "Est bien, est bien", haba dicho l. El Colorado haba resoplado antes de concretar: "Bueno, a las siete te recoger Alfredo en Durazno y Convencin".

Ahora Marta le serva lo que ella denominaba "costillitas de cerdo a la riojana, versin libre". Siempre, para bromear, le pona un papelito sobre el plato con el men del da. oquis a la romana. Escalope a la viena. Crme parmentire. Y as por el estilo. Esto de "a la riojana" le haba quedado de cierta vez que fueron a Buenos Aires y a l le haba gustado aquella combinacin. Era la poca en que todava podan ir de compras cada tres meses, y de paso vean cine, teatro, exposiciones. A ellos, que en Montevideo vivan rodeados de padres, suegros, tos, primos, sobrinos, aquellas escapadas les servan como una puesta al da de su mejor intimidad. Se sentan ms unidos, ms pareja, caminando del brazo por Corrientes que en su propia casa donde haba ojos en todos los rincones y en todos los retratos. Pero haca tiempo que esas "lunas de miel" se haban acabado. Ahora haba que hacer milagros con la plata.

-Te llam tu madre? -pregunt Marta.

-S. Veinte minutos. De un tirn.

-Qu quera?

-Lo de siempre: compasin. Pobre vieja. Cmo se mira el ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para ella no hay nada ms importante que el almacenero que le cobr de ms y le pes de menos.

-Sabs lo que pasa? Es bravo llegar a los setenta, y estar sola, y no haber hecho otra cosa que pensar en s misma. Adems, a esa edad, vas a pretender cambiarla?

-Ni se me ocurre. Apenas si alguna vez le digo: "Vieja, por qu no lees los diarios? As a lo mejor te enteras de que la gente muere de hambre en el Nordeste brasileo, de los nios que en Vietnam son quemados diariamente con napalm, y tambin de los botijas que aqu en tu pas, no han probado jams leche. Enterate de todo eso y vas a ver como maana vas corriendo a darle un besito al almacenero que, con toda humildad, apenas si te afan treinta pesos".

Cuando iba por la mitad de la ltima frase, se fij de pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No vena nadie, y sin embargo se haba puesto el vestidito azul. O sea que era para l, nada ms que por l. Simultneamente con la comprobacin de lo bien que le quedaba el vestido, le vinieron unas tremendas ganas de quitrselo. Pero se contuvo.

-Que linda ests hoy.

-Hoy noms?

Ese juego de frases era casi una tradicin entre ellos. Tenan varias series de esos dialoguitos automticos. A veces funcionaban bien y provocaban otros dialoguitos, esto s improvisados. Otras veces, en cambio, sonaban a rutina. Dependa de tantas cosas: del estado de nimo de uno, o de los dos; de la buena o mala digestin; de la noticia desalentadora en la radio; hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que poda registrase en la ventana del living.

-Vos en cambio ests feo.

-El hombre es como el oso, no?

-S, cuanto ms feo ms espantoso.

En realidad, la variante era de l, pero ella se haba redo mucho cuando l la haba incorporado al folklore domstico.

-Te pido algo? No limpies la cocina esta noche. Dejala para maana.

-Vos me ayuds maana?

l vacil, y ella se dio cuenta.

-Ah, no me ayuds.

-Mira, no voy a ayudarte maana, porque tengo que salir temprano. Pero igual te pido que no limpies la cocina esta noche.

-Bueno, el argumento no es muy convincente.

-Y la mirada?

-La mirada s.

-Entonces no limpis?

-Entonces no limpio.

Todo estaba implcito. Ocho aos de matrimonio, ocho buenos aos de matrimonio, crean rutinas, claro, pero tambin crean entrelneas, claves, contraseas. "No tenemos que dejar que nos aplaste la costumbre", deca l a menudo. "Siempre hay que crear, siempre hay que inventar." "Y yo te empujo mucho a la costumbre?", preguntaba Marta. "No, en absoluto. Porque no alcanza con que invente un solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve uno solo. Algunas noches vos me hacs una caricia nueva, una caricia indita, y fjate qu curioso, esa caricia nueva tambin sirve para revitalizar las viejas caricias, como si las contagiara de su novedad."

-Ven. Quiero quitarte yo el vestido.

-Qu pasa, amor?

-Nada. Slo que quiero quitarte yo el vestido. Ya que es tan lindo.

Marta se enfrent a l, alegre y sorprendida, como dispuesta a iniciar un juego del que an no haba captado totalmente el sentido.

-Quite, pues.

l descorri lentamente los cierres, desaboton lo que haba que desabotonar, y luego presion hacia abajo. El vestido azul qued arrollado a los pies de Marta. Ella iba a recogerlo, pero l dijo: "Despus" "Se va a arrugar." "No importa." La hizo girar frente a s, le desprendi el sostn.

-Realmente ests mucho ms linda que cuando nos casamos.

-Pero, qu pasa, amor?

-Eso es lo que quera confirmar. Ya lo he confirmado. Ahora ven.

-No se piensa desvestir, compaero?

-Lo crees necesario?

-Absolutamente.

"A nadie", haba dicho el Colorado, "ni siquiera a tu mujer". Quiz por eso, l senta oscuramente que en ese acto de amor iba a haber una trampa. Pero estaba resuelto a trampear. Estaba resuelto, aun en el instante de empezar a recorrer morosamente el cuerpo de Marta. Sus manos estaban esa noche como nuevas. Su tacto tena hoy una increble sensibilidad, todo lo captaba, todo lo excitaba, todo lo enamoraba. Le pareci incluso que sus manos se haban vuelto repentinamente memoriosas, ya que al acariciar un pecho, o un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con sorpresa sensaciones muy anteriores, es decir, volva a sentir (junto con el tacto nuevo) un recuperado tacto antiguo.

Marta advirti que sta era una noche excepcional. No saba la razn. Pero dej para averiguarlo luego. No era sta una noche para estar pasiva, dejndose amar y punto. Era una noche para amar ella tambin activamente, entre otras cosas, porque se senta invadida por un deseo tierno, fuera de serie. l le susurraba: "Linda, tierna, buena", y ella senta que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte, ella no deca nada. Le gustaba que l le dijera cosas, pero ella callaba. Slo sus ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba. Mientras los ojos y las manos de Marta hablaran, a l no le importaba que no hubieran palabras. Las palabras la pona l. Siempre haba alguna nueva, y la palabra nueva era como una nueva caricia, y tambin enriqueca las palabras de siempre.

Slo en un instante, cuando l sinti que se conmova casi hasta el llanto, ella abri desmesuradamente los ojos, suspendi todo ritmo y murmur en su odo: "Qu hay?" l balbuce promesas, pidi perdones, jur amor, pero todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanz a comprender. All el deseo reclam sus derechos, y tambin esa duda qued para despus.

Quedaron fatigados, satisfechos, unidos. l pas el brazo bajo el cuello de Marta, y permanecieron en silencio, los dos fumando.

-Haca mucho que... -empez l.

-Verdad que s? Por qu ser? Despus de todo somos los mismos hoy que la semana pasada.

-Quin sabe.

-Estoy contenta, sabs?

-De qu? De que el pas ande como el diablo?

-No. Estoy contenta porque nosotros andamos bien. Lo del pas me amarga, claro. Pero te confieso que todava no soy lo suficientemente generosa como para anteponer el destino del pas al destino nuestro.

-No te parece que el destino del pas nos incluye a nosotros?

-S, claro.

-Y entonces?

-Ya te dije que no soy lo suficientemente generosa.

-No es cierto.

-Bueno, a veces soy generosa casi por egosmo. Con vos, por ejemplo. Cmo no ser generosa con vos? Pero eso tambin es egosmo.

-Todo mezclado, como dice Guilln.

-Pero estoy contenta. Y vos?

-Tambin.

-Estoy contenta porque intuyo que todo lo nuestro va a ir cada da mejor. Y a corto plazo.

-Ojal Dios mejore de su sordera.

-Y eso?

-Es mi modo de decir que Dios te oiga.

Ella sonri por entre el humo.

-Decime: penss seguir militando?

-S.

-Lo crees realmente necesario?

-S, Marta, lo creo. Sobre todo para m, para nosotros.

-A veces tengo miedo. Todo se est complicando tanto. No s si vale la pena el sacrificio.

-Siempre vale la pena.

-Ese miedo es la nica nube a la vista. Ya han cado tantos. Puedo pedirte algo?

-Claro.

-No asumas riesgos mayores.

-No hay riesgos mayores y riesgos menores. Hay riesgos. Punto. Y a sos no pienso sacarles el cuerpo.

-Vos bien sabs a qu me refiero. No podra soportar que te pasara algo.

-No me va a pasar nada.

-Ya s. Ya s. Pero...

-Vos me querras si supieras que le escapo a los riesgos, que me acobardo y flaqueo?

-No s. No creas que es tan simple. A lo mejor mi cabeza te hara reproches, pero creo que mi vientre te querra igual. Sabs una cosa? Mi cabeza puede atenerse a principios, y hasta asumir compromisos. Pero para mi vientre vos sos mi nico compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal, no crees?

l sigui fumando en silencio, conmovido. Ella esper la respuesta, luego insisti.

-Qu? No lo crees?

-S, lo creo.

Y la volvi a abrazar. Esta vez sin otra intencin de saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel vientre.

Se durmieron de a poco, despertndose o semidespertndose slo para sentirse confortados con la piel del otro, como si el simple tacto los pusiera a salvo de toda desgracia.

l se despej por completo diez minutos antes de que sonara el despertador. Durante la noche Marta se haba apartado y ahora dorma boca abajo, sin sbana: realmente una gloria. No la toc siquiera. Se levant en silencio, fue al bao, se visti de apuro. La mir una vez ms. En un papel garabate una frase: "Gracias, vientre leal", y lo dej sobre la cama en desorden.

Sali a la calle y mir el reloj: tena tiempo justo para encontrarse con Alfredo en Convencin y Durazno.

Los bomberos, Mario Benedetti

Olegario no slo fue un as del presentimiento, sino que adems siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego deca: "Maana va a llover". Y llova. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldr el 57 a la cabeza". Y el martes sala el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiracin sin lmites.

Algunos de ellos recuerdan el ms famoso de sus aciertos. Caminaban con l frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonri de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se est quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. stos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se est quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad lleg a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que viva Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rpida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario baj del taxi. Se acomod el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprest a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

Rquiem con tostadas, Mario Benedetti

S, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algn modo en conversacin, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la poca en que empez a encontrarse con mi madre en el caf de Larraaga y Rivera, o en ste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. O acaso mam se la cont? Hace tiempo que yo tena ganas de hablar con usted, pero no me atreva. As que, despus de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. Y sabe por qu tena ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresin de que usted es un buen tipo. Y mam tambin era buena gente. No hablbamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tena la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando vena borracho, o sea casi todas las noches, y entonces ms bien gritaba. Los tres le tenamos miedo: mam, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece aos y medio, y aprend muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho ms chico y no lo saba. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres aos menor que yo, y s que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturn para pegarle. Todava no se ha acostumbrado a la nueva situacin. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareci hace un ao y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho ms, y no bien agarr ese vicio nos empez a pegar a los tres. A Mirta y a m nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mam le pegaba con el puo cerrado. Porque s noms, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fra, o porque no lo haba esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tena los ojos hinchado de tanto llorar. Despus, con el tiempo, mam dej de llorar. Yo no s cmo haca, pero cuando l le pegaba, ella ni siquiera se morda los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todava ms rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefera no llorar. Usted conoci a mam cuando ella ya haba aguantado y sufrido mucho, pero slo cuatro aos antes (me acuerdo perfectamente) todava era muy linda y tena buenos colores. Adems era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caa estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantbamos y lo llevbamos hasta la cama. Era pesadsimo, y adems aquello era como levantar a un muerto. La que haca casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantaln todo embarrado y el zapato marrn con los cordones sueltos. Usted seguramente creer que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A pap lo destruy una porquera que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mam, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qu consisti la porquera, pero mam disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se senta un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qu clase de porquera le hizo, pero la verdad era que pap, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la nica culpable. Antes de la porquera, nosotros vivamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de pap nunca alcanz para nada, y mam siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algn par de alpargatas. Hubo muchos das en que pasbamos hambre (si viera qu feo es pasar hambre), pero en esa poca por lo menos haba paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matine. Algn raro domingo en que haba plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. An antes de la porquera, cuando pap todava no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al medioda y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mam. Ojal hubiera seguido as toda la vida. Claro que despus vino la porquera y l se derrumb, y empez a ir al boliche y a llegar siempre despus de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los ltimos tiempos todava era peor, porque tambin se emborrachaba de da y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie deca nada, claro, porque pap es un hombre grandote y le tenan miedo. Tambin yo le tena miedo, no slo por mi y por Mirta, sino especialmente por mam. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre tema que el Viejo llegara durante el da, ms borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la poda defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todava entonces lo era ms, pero quera estar cerca para avisar a la polica. Usted se enter de que ni pap ni mam eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no dir que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y baera. Despus que pas todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi pap, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mam. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando pap y mam se casaron, ellas se haban opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenan razn) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque pap y mam se casaron cuando yo ya tena seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le revent la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunt a mam, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tena ganas de hablar con usted, porque (no s qu cara va a poner) usted fue importante para m, sencillamente porque fue importante para mi mam. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podr decrselo. Tenamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me vea, yo la miraba y senta no s qu, algo as como una emocin que no era lstima, sino una mezcla de cario y tambin de rabia por verla todava joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se mereca. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante ms que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella vea esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponan triste, eso s. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se haca la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo haba notado que cada vez estaba ms deprimida, ms apagada, ms sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Adems, una noche lleg un poco tarde (aunque siempre mucho antes que pap) y me mir de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo suceda. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abraz fuerte, como con vergenza, y despus me sonri. Usted se acuerda de su sonrisa? Yo s me acuerdo. A m me preocup tanto ese cambio, que falt dos o tres veces al trabajo (en los ltimos tiempos haca el reparto de un almacn) para seguirla y saber de qu se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo tambin me qued contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quiz no est bien eso de haberme alegrado porque mi madre engaaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quera. Y eso para m fue algo as como una suerte. Porque ella se mereca que la quisieran. Usted la quera verdad que s? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo tambin trato de comprenderlo. Es difcil, pero trato. Nunca lo pude odiar, me entiende? Ser porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremeta contra mam, en medio de mi terror yo senta lstima. Lstima por l, por ella, por Mirta, por m. Tambin la siento ahora, ahora que l ha matado a mam y quin sabe por cuanto tiempo estar preso. Al principio, no quera que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extrao verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayora de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Adems, yo ser un hombre, a lo mejor me habr casado y hasta tendr hijos. Pero yo a mis hijos no les pegar, no le parece? Adems estoy seguro de que pap no habra hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. O usted cree lo contrario? Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mam esa tarde en que, por seguirme y castigarme a m, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fjese que a usted no le hizo nada. Slo ms tarde, cuando tom ms grapa que de costumbre, fue que arremeti contra mam. Yo pienso que, en otras condiciones, l habra comprendido que mam necesitaba cario, necesitaba simpata, y que l en cambio slo le haba dado golpes. Porque mam era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acerc y me invit a tomar un capuchino con tostadas, aqu en el mismo caf donde se citaba con ella, yo sent que tena que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo saba, o slo saba una parte, porque mam era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de s misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted est llorando, y, ya que mam est muerta, eso es algo as como un premio para ella, que no lloraba nunca.

FIN

La noche de los feos, Mario Benedetti

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pmulo hundido. Desde los ocho aos, cuando le hicieron la operacin. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificacin por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningn modo. Tanto los de ella como los mos son ojos de resentimiento, que slo reflejan la poca o ninguna resignacin con que enfrentamos nuestro infortunio. Quiz eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra ms apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. All fue donde por primera vez nos examinamos sin simpata pero con oscura solidaridad; all fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero adems eran autnticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenan a alguien. Slo ella y yo tenamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorr la hendidura de su pmulo con la garanta de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonroj. Me gust que fuera dura, que devolviera mi inspeccin con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no poda mirarme, pero yo, aun en la penumbra, poda distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo hroe y la suave herona. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversin la reservo para mi rostro y a veces para Dios. Tambin para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quiz debera sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo as como espejos. A veces me pregunto qu suerte habra corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pmulo hundido, o el cido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esper a la salida. Camin unos metros junto a ella, y luego le habl. Cuando se detuvo y me mir, tuve la impresin de que vacilaba. La invit a que charlramos un rato en un caf o una confitera. De pronto acept.

La confitera estaba llena, pero en ese momento se desocup una mesa. A medida que pasbamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las seas, los gestos de asombro. Mis antenas estn particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simtrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuicin, ya que mis odos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su inters; pero dos fealdades juntas constituyen en s mismas un espectculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compaa, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso tambin me gust) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"Qu est pensando?", pregunt.

Ella guard el espejo y sonri. El pozo de la mejilla cambi de forma.

"Un lugar comn", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafs para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estbamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresa. Decid tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, verdad?"

"S", dijo, todava mirndome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que est a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estpida."

"S."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo tambin quisiera eso. Pero hay una posibilidad, sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"Algo cmo qu?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llmele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunci el ceo. No quera concebir esperanzas.

"Promtame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche ntegra. En lo oscuro total. Me entiende?"

"No."

"Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, no lo saba?"

Se sonroj, y la hendidura de la mejilla se volvi sbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levant la cabeza y ahora s me mir preguntndome, averiguando sobre m, tratando desesperadamente de llegar a un diagnstico.

"Vamos", dijo.

2

No slo apagu la luz sino que adems corr la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiracin afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no vea nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmvil, a la espera. Estir cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmiti una versin estimulante, poderosa. As vi su vientre, su sexo. Sus manos tambin me vieron.

En ese instante comprend que deba arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo haba fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relmpago. No ramos eso. No ramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendi lentamente hasta su rostro, encontr el surco de horror, y empez una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lgrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano tambin lleg a mi cara, y pas y repas el costurn y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levant y descorr la cortina doble.

El jardn encantado, Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vas del tren. Abajo haba un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vas se caminaba bien y se poda jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, l sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella haban estado cazando cangrejos y ahora haban decidido explorar las vas, incluso dentro del tnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras nias, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino deca: Vamos all, Serenella lo segua siempre sin discutir.

Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de seales que se haba movido. Pareca una cigea de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; qu lstima no haberlo visto! No volvera a repetirse.

-Est a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movi de la va.

-Por dnde? -pregunt.

Giovannino mir a su alrededor, con aire de saber. Seal el agujero negro del tnel que se vea ya lmpido, ya desenfocado, a travs del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por all -dijo. Pareca or ya el oscuro resoplido que vena del tnel y vrselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragndose los rieles implacablemente.

-Dnde vamos, Giovannino?

Haba, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de pas impenetrables. Del lado de la colina corra un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren an no se oa: tal vez corra con la locomotora apagada, sin ruido, y saltara de pronto sobre ellos. Pero Giovannino haba encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ah.

Debajo de las trepadoras haba una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ngulo de una hoja de papel. Giovannino haba desaparecido casi y se escabulla por el seto.

-Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincn de un jardn, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se mova una hoja. Vamos dijo Giovannino y Serenella dijo: S.

Haba grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. Y si en ese momento llegaran los dueos?

Todo era tan hermoso: bvedas estrechas y altsimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, slo que sentan dentro esa ansiedad porque el jardn no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oa ruido alguno. De un arbusto de madroo, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Despus volvi el silencio. Sera un jardn abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los rboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardn, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos nios suban cautelosos por la grava: tal vez se abriran las ventanas de par en par y seversimos seores y seoras apareceran en las terrazas y soltaran grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogi por las varas y la empuj: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subi y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -deca de vez en cuando Serenella en voz baja, sealando una flor.

Giovannino se detena, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendra que tirarlas.

Llegaron as a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abra un gran rectngulo vaco: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-Nos zambullimos? -pregunt Giovannino a Serenella.

Deba de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: Al agua!. Pero el agua era tan lmpida y azul y Serenella nunca tena miedo. Baj de la carretilla donde dej el ramo. Llevaban el baador puesto: antes haban estado cazando cangrejos. Giovannino se arroj, no desde el trampoln porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Lleg al fondo con los ojos abiertos y no vea ms que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensin. No haba absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les perteneca y de un momento a otro fuera!, podan ser expulsados.

Salieron del agua y justo all cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpe la pelota con la paleta: Serenella, rpida, se la devolvi desde la otra punta. Jugaban as, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvi y la pelota golpe en un gong colgado entre los pilares de una prgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos nios se agacharon en un arriate de rannculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Haba t, leche y bizcocho. No haba ms que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movan las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el t con leche. En aquel jardn todo era as: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera slo una distraccin del destino y de que no tardaran en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitacin en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitacin haba un chico plido. Deba de ser el dueo de la casa y del jardn, agraciado de l. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tena las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos nios que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazn. El chico rico pareca pasar las pginas y mirar a su alrededor con ms ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardn con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y l no pudiera gozarlos y slo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico plido daba vueltas por su habitacin en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detena a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazn les lati an con ms fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardn, sobre todas las cosas bellas y cmodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureci de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rpido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequea y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego esplndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojndoselas a la cara a puados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

El pecho desnudo, Italo Calvino

El seor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos baistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias anlogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la baista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tab de la desnudez queda implcitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vaco y garantice su corts respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder as, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino tambin por reforzar la convencin que considera ilcita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpio mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de l me ha llegado desde los lmites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; sta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrgrada.

De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la baista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecunime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel ms clara con el halo moreno del pezn, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. S -reflexiona, satisfecho de s mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara ms que la mirada de una gaviota o de una merluza. Pero ser justo proceder as? -sigue reflexionando-. No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es especfico del sexo femenino? No estoy, quiz, perpetuando la vieja costumbre de la supremaca masculina, encallecida con los aos en insolencia rutinaria? Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al desliza su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviacin, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visin y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaa el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero tambin protectora, para reanudar despus su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que as mi posicin resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. Pero este sobrevolar de la mirada no podra al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciacin de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre parntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomanaca y de concupiscencia como pecado...

Tal interpretacin va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generacin madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad ms abierta de la sociedad, sea porque esa visin en particular le resulta agradable. Este estmulo desinteresado es lo que deseara llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez ms hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendr en los senos con cuidado especial, pero se apresurar a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cspides nimbadas. Esto tendra que bastar para tranquilizar definitivamente a la baista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogindose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un stiro. El peso muerto de una tradicin de prejuicios impide apreciar en su justo mrito la intenciones ms esclarecidas, concluye amargamente Palomar.

FIN

La leyenda de Carlomagno, Italo Calvino

El emperador Carlomagno se enamor, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, posedo de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha muri repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no haba muerto con ella. El Emperador, que haba hecho llevar a su aposento el cadver embalsamado, no quera separarse de l. El arzobispo Turpn, asustado de esta macabra pasin, sospech un encantamiento y quiso examinar el cadver. Escondido debajo de la lengua muerta encontr un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpn, Carlomagno se apresur a dar sepultura al cadver y volc su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situacin, Turpn arroj el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamor del lago Constanza y no quiso alejarse nunca ms de sus orillas.

FIN

Algo muy grave va a suceder en este pueblo, Gabriel Garca Mrquez

Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, Garca Mrquez cont lo que sigue, "Para que vean despus cmo cambia cuando lo escriba".

Imagnese usted un pueblo muy pequeo donde hay una seora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Est sirvindoles el desayuno y tiene una expresin de preocupacin. Los hijos le preguntan qu le pasa y ella les responde:

-No s, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ren de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillsima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ren. l se re. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qu pas, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupacin de una cosa que me dijo mi madre esta maana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ren de l, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde est con su mam o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gan este peso a Dmaso en la forma ms sencilla porque es un tonto.

-Y por qu es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillsima estorbado con la idea de que su mam amaneci hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Vndame una libra de carne -y en el momento que se la estn cortando, agrega-: Mejor vndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra seora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aqu llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se estn preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, dir que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, est esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

-Se ha dado cuenta del calor que est haciendo?

-Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los msicos tenan instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caan a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay ms calor.

-S, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero seores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-S, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensin para los habitantes del pueblo, que todos estn desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

-Yo s soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde est el pobre pueblo vindolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si ste se atreve, pues nosotros tambin nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los ltimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian tambin sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pnico, como en un xodo de guerra, y en medio de ellos va la seora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

Continuidad de los parques, Julio Cortzar

Haba empezado a leer la novela unos das antes. La abandon por negocios urgentes, volvi a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, despus de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestin de aparceras, volvi al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su silln favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dej que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los ltimos captulos. Su memoria retena sin esfuerzo los nombres y las imgenes de los protagonistas; la ilusin novelesca lo gan casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando lnea a lnea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cmodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguan al alcance de la mano, que ms all de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la srdida disyuntiva de los hroes, dejndose ir hacia las imgenes que se concertaban y adquiran color y movimiento, fue testigo del ltimo encuentro en la cabaa del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restaaba ella la sangre con sus besos, pero l rechazaba las caricias, no haba venido para repetir las ceremonias de una pasin secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El pual se entibiaba contra su pecho, y debajo lata la libertad agazapada. Un dilogo anhelante corra por las pginas como un arroyo de serpientes, y se senta que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada haba sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tena su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpa apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.Sin mirarse ya, atados rgidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaa. Ella deba seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta l se volvi un instante para verla correr con el pelo suelto. Corri a su vez, parapetndose en los rboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no deban ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estara a esa hora, y no estaba. Subi los tres peldaos del porche y entr. Desde la sangre galopando en sus odos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, despus una galera, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitacin, nadie en la segunda. La puerta del saln, y entonces el pual en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un silln de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el silln leyendo una novela.

Casa tomada, Julio Cortzar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la ms ventajosa liquidacin de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podan vivir ocho personas sin estorbarse. Hacamos la limpieza por la maana, levantndonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzbamos al medioda, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cmo nos bastbamos para mantenerla limpia. A veces llegbamos a creer que era ella la que no nos dej casarnos. Irene rechaz dos pretendientes sin mayor motivo, a m se me muri Mara Esther antes que llegramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta aos con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealoga asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriramos all algn da, vagos y esquivos primos se quedaran con la casa y la echaran al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del da tejiendo en el sof de su dormitorio. No s por qu teja tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era as, teja cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para m, maanitas y chalecos para ella. A veces teja un chaleco y despus lo desteja en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montn de lana encrespada resistindose a perder su forma de algunas horas. Los sbados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tena fe en mi gusto, se complaca con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las libreras y preguntar vanamente si haba novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qu hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover est terminado no se puede repetirlo sin escndalo. Un da encontr el cajn de abajo de la cmoda de alcanfor lleno de paoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercera; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitbamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretena el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a m se me iban las horas vindole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cmo no acordarme de la distribucin de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte ms retirada, la que mira hacia Rodrguez Pea. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde haba un bao, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zagun con maylica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zagun, abra la cancel y pasaba al living; tena a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conduca a la parte ms retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas all empezaba el otro lado de la casa, o bien se poda girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo ms estrecho que llevaba a la cocina y el bao. Cuando la puerta estaba abierta adverta uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresin de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca bamos ms all de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increble cmo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires ser una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una rfaga se palpa el polvo en los mrmoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macram; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento despus se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordar siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias intiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurri poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuch algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido vena impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversacin. Tambin lo o, al mismo tiempo o un segundo despus, en el fondo del pasillo que traa desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tir contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerr de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y adems corr el gran cerrojo para ms seguridad.

Fui a la cocina, calent la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dej caer el tejido y me mir con sus graves ojos cansados.

-Ests seguro?

Asent.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tard un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me teja un chaleco gris; a m me gustaba ese chaleco.

Los primeros das nos pareci penoso porque ambos habamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queramos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pens en una botella de Hesperidina de muchos aos. Con frecuencia (pero esto solamente sucedi los primeros das) cerrbamos algn cajn de las cmodas y nos mirbamos con tristeza.

-No est aqu.

Y era una cosa ms de todo lo que habamos perdido al otro lado de la casa.

Pero tambin tuvimos ventajas. La limpieza se simplific tanto que aun levantndose tardsimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estbamos de brazos cruzados. Irene se acostumbr a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidi esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinara platos para comer fros de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba ms tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la coleccin de estampillas de pap, y eso me sirvi para matar el tiempo. Nos divertamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era ms cmodo. A veces Irene deca:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. No da un dibujo de trbol?

Un rato despus era yo el que le pona ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mrito de algn sello de Eupen y Malmdy. Estbamos bien, y poco a poco empezbamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueos y no de la garganta. Irene deca que mis sueos consistan en grandes sacudones que a veces hacan caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenan el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oamos respirar, toser, presentamos el ademn que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De da eran los rumores domsticos, el roce metlico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del lbum filatlico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el bao, que quedaban tocando la parte tomada, nos ponamos a hablar en vos ms alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitamos all el silencio, pero cuando tornbamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se pona callada y a media luz, hasta pisbamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella teja) o ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el bao porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llam la atencin mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el bao, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apret el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrs. Los ruidos se oan ms fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerr de un golpe la cancel y nos quedamos en el zagun. Ahora no se oa nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdan debajo. Cuando vio que los ovillos haban quedado del otro lado, solt el tejido sin mirarlo.

-Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunt intilmente.

-No, nada.

Estbamos con lo puesto. Me acord de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tard