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Antología de Cuentos Hispanoamericanos (1)

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Antología del cuento hispanoamericano

Horacio Quiroga Jorge Luis

Borges Julio Cortázar

Gabriel García MárquezJulio Ramón Ribeyro

2011

UNIVERSIDAD DE PIURA

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S

Horacio Quiroga

«El almohadón de plumas»u luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia.Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero

estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echabauna furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía unahora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más

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desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y

después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de

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monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó

mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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E«A la deriva»

l hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú1 que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! —.Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del1 Yararacusú: palabra guaraní con la que se refieren a un tipo de culebra venenosa.

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Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez— dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo,

alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya

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entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves. . .

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

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L

Jorge Luis Borges «El Aleph»

O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite

space.Hamlet, II, 2.

But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present

Time, a Nunc—stans (as the Schools call it); which neither they, nor any

else un— derstand, no more than they would a Hic—stans for a infinite

greatnesse ofPlace.

Leviathan, IV, 46

a candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de

la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vastouniverso ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de unaserie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos. Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de

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Carlos Argentino Daneri. Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. ―Es el Príncipe de los poetas en Francia‖, repetía con fatuidad. ―En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.

El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país.2 Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno:

—Lo evoco —dijo con una admiración algo inexplicable— en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad,3 provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines… —Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma. Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.

Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.

2 El coñac argentino no se caracteriza por su calidad. En este pasaje hay una cierta ironía, pues Carlos Argentino Daneri alaba el licor más por su procedencia, desde su ultranacionalismo mal entendido, que por su calidad.3 Torre albarrana: aquella que se ubica al exterior de la ciudad, en sus

límites.

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He visto, como el griego, las urbes de los hombres, Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;No corrijo los hechos, no falseo los nombres,Pero el voyage que narro, es… autour de ma chambre.4

Estrofa a todas luces interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites dela facecia.5 Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite¡sin pedantismo! acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nosdepararan los ocios de la pluma del saboyano… Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo.6

¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces,transmitir esa extravagancia al poema.7

Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la

4 Voyage: viaje (en francés); autour de ma chambre: de mi propia autoría (en francés). El uso del francés en sus poemas revela una cierta pedantería en la personalidad de Carlos Argentino Daneri. Es sin duda uno de los defectos que Borges, como narrador del cuento, estará dispuesto a resaltar siempre que tenga oportunidad.5 Facecia: Chiste, donaire o cuento gracioso (actualmente en desuso).6 Scherzo: término de la música clásica que designa un tipo de ritmo rápido y vivo. Como observamos, la calidad del poema radica, más que en sí mismo, en la explicación de sus versos. Por lo que queda demostrado que su autor no es tan buen poeta como presume.7 Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas. Aqueste da al poema belicosa armaduraDe erudición; estotro le da pompas y galasAmbos baten en vano las ridículas alas…

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¡Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!

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historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copiouna estrofa:8

Sepan. A manderecha9 del poste rutinario, (Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste— Que da al corral de ovejas catadura de osario.

—¡Dos audacias —gritó con exultación— rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant,10 el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo11 se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en laboca y la satisface… al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía. Hacia la medianoche me despedí.

—Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, ―para tomar juntos la leche, en el contiguo salón—bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te importará

8 Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.9 Manderecha: a mano derecha, esto es, mirando hacia el lado derecho. Se trata de un arcaísmo que, si bien se permite en el contexto de la poesía épica reincide en la pedantería.10 En passant: de pasada, de forma ligera, sin profundizar.11 Las geórgicas: los poemas dedicados a la vida agrícola del poeta latino Virgilio. Don Segundo, hace referencia a la novela Don Segundo Sombra escrita en 1926 por el novelista argentino Ricardo Güiraldes,dedicada a la exaltación del hombre gaucho y de la pampa como personaje y lugar representativos de la Argentina.

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conocer‖. Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el ―salón—bar‖, inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:

—Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.12

Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, ―que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro. Acto continuo censuró la prologomanía, ―de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios‖. Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconclusos: la perfección formal y el rigor científico, ―porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad‖. Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.

Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y

12 Parangona: se iguala, se asemeja. Flores: uno de los barrios más elegantes de Buenos Aires, por aquellos años.

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decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía13 y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b. A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos ArgentinoDaneri. Felizmente nada ocurrió —salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.

El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

—¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.

No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.

El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph.14 Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.

—Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.

—¡El Aleph! —repetí.—Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del

orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese

13 Cacofonia: (del griego kakós —malo, feo— y fonos —sonido—) sonido feo y desagradable.14 Aleph: primera letra del alfabeto hebreo, equivalente al “alfa” del griego o a nuestra “a”.

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privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.

Traté de razonar.—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?—La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los

lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

—Iré a verlo inmediatamente.Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el

conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás… Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado. En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:

—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

—Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.

—Una copita del seudo coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de las baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph.¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!15

Ya en el comedor, agregó:—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi

testimonio… Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.

Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones

15 multum in parvo: (del latín) mucho en algo pequeño.

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con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.

—La almohada es humildosa —explicó— , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.

Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten;¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencias en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey

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Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima.

—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman — dijo una voz aborrecida y jovial— . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!

Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:

—Formidable. Sí, formidable.La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino

insistía:—¿La viste todo bien, en colores?En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente

apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos. En la calle, en las escaleras de Constitución, en el

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subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.

Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura16. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti;increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu Alkarnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)— , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de

16 "Recibí tu apenada congratulación", me escribió. "Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesarás… ¡aunque te ahogue! — que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más Califa de los rubíes.

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piedra que rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor… la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.

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L«Funes el memorioso»

o recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha

visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada ysingularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manosafiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora.17 Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataronescriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi

17 Las referencias a los silbidos italianos nos hablan de una pronunciación argentina anterior a la llegada de los italianos, que tan grande influencias han ejercido incluso en la propunciación.

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primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.

Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.

El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me

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perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vii de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdem verbis reddereturauditum.18

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin

18 ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum: para que ninguna de estas palabras no vuelva a ser oída.

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oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.

Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.

Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración.

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Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo

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Antología del cuento hispanoamericano. —Jorge Luis Borges—

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de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

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C«Los dos reyes y los dos laberintos»

uentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan

complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porquela confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de loshombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: ―¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso.‖

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.

(El Aleph, 1949)

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H

Julio Cortázar

«Continuidad de los parques»abía empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo delos personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su

apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una

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Antología del cuento hispanoamericano. —Julio Cortázar—

escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

(Final del juego, 1956)

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N«Casa tomada»

os gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el

abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos

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Antología del cuento hispanoamericano. —Julio Cortázar—

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ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

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Antología del cuento hispanoamericano. —Julio Cortázar—

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Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito depapel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy.Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros

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dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba

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cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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E

Gabriel García Márquez

«Un día de estos»l lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde

de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada hacia arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

—Papá.

—Qué.

—Dice el alcalde que si le sacas una muela.

—Dile que no estoy aquí.Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y

lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

—Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

—Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir oro.

—Papá.

—Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

—Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

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Antología del cuento hispanoamericano. —Gabriel García Márquez—

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Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días.

El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

—Siéntese.

—Buenos días —dijo el alcalde.

—Buenos —dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, afirmó los talones y abrió la boca. Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

—Tiene que ser sin anestesia.

—¿Por qué?

—Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

—Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos de trabajo hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil.

Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no le perdió la vista.Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela

con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura dijo:

—Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela.

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Antología del cuento hispanoamericano. —Gabriel García Márquez—

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Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

—Séquese las lágrimas —dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando.

Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. «Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de sal.» El alcalde de pie, se despidió con un displicente saludo militar y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

—Me pasa la cuenta —dijo.

—¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

—Es la misma vaina.

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A«Un señor muy viejo con unas alas enormes»

l tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la

noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una mismacosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban comopolvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

—Es un ángel —les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras

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Antología del cuento hispanoamericano. —Gabriel García Márquez—

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luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.

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Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían

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ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y

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acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera

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ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

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L«El ahogado más hermoso del mundo»

os primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni

arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentosde medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevabaencima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

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No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba

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muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las

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mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se

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atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

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E

Julio Ramón Ribeyro

«El ropero, los viejos y la muerte»l ropero que había en el cuarto de papá no era un mueble más, sino una casa dentro de la casa. Heredado de sus abuelos, nos había perseguido de mudanza en mudanza, gigantesco,

embarazoso, hasta encontrar en el dormitorio paterno de Miraflores su lugar definitivo.

Ocupaba casi la mitad de la pieza y llegaba prácticamente al cielo raso. Cuando mi papá estaba ausente, mis hermanos y yo penetrábamos en él. Era un verdadero palacio barroco, lleno de perillas, molduras, cornisas, medallones y columnatas, tallado hasta en sus últimos repliegues por algún ebanista decimonónico y demente. Tenía tres cuerpos, cada cual con su propia fisonomía. El de la izquierda era una puerta pesada como la de un zaguán, de cuya cerradura colgaba una llave enorme, que ya en sí era un juguete proteico, pues la utilizábamos indistintamente como pistola, cetro o cachiporra. Allí guardaba mi papá sus ternos y un abrigo inglés que nunca se puso. Era el lugar obligado de ingreso a ese universo que olía a cedro y naftalina. El cuerpo central, que más nos encantaba por su variedad, tenía cuatro amplios cajones en la parte inferior. Cuando papá murió, cada uno de nosotros heredó uno de esos cajones y estableció sobre ellos una jurisdicción tan celosa como la que guardaba papá sobre el conjunto del ropero. Encima de los cajones había una hornacina con una treintena de libros escogidos. El cuerpo central terminaba en una puerta alta y cuadrangular, siempre con llave, nunca supimos qué contuvo, tal vez esos papeles y fotos que uno arrastra desde la juventud y que no destruye por el temor de perder parte de una vida que, en realidad, ya está perdida. Finalmente, el cuerpo de la derecha era otra puerta, pero cubierta con un espejo biselado. En su interior había cajones en la parte baja, para camisas y ropa blanca y encima un espacio sin tableros, donde cabía una persona de pie.

El cuerpo de la izquierda se comunicaba con el de la derecha por un pasaje alto, situado detrás de la hornacina. De este modo, uno de nuestros juegos preferidos era penetrar en el ropero por la puerta de madera y aparecer al poco rato por la puerta de vidrio. El pasaje alto era un refugio ideal para jugar a las escondidas. Cuando lo elegíamos, nunca nuestros amigos nos encontraban. Sabían que estábamos en el ropero, pero no imaginaban que habíamos escalado su arquitectura y que yacíamos extendidos sobre el cuerpo central, como en un ataúd.

La cama de mi papá estaba situada justo frente al cuerpo de la derecha, de modo que cuando se enderezaba sobre sus almohadones para leer el periódico se veía en el espejo. Se miraba entonces en él, pero más que mirarse miraba a los que en él se habían mirado. Decía entonces: «Allí se miraba don Juan Antonio Ribeyro y Estada y se anudaba su corbatín

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de lazo antes de ir al Consejo de Ministros», o «Allí se miró don Ramón Ribeyro y Álvarez del Villar, para ir después a dictar su cátedra a la Universidad de San Marcos», o «Cuántas veces vi mirarse allí a mi padre, don Julio Ribeyro y Benites, cuando se preparaba para ir al Congreso a pronunciar un discurso». Sus antepasados estaban cautivos, allí, al fondo del espejo. Él los veía y veía su propia imagen superpuesta a la de ellos, en ese espacio irreal, como si de nuevo, juntos, habitaran por algún milagro el mismo tiempo. Mi padre penetraba por el espejo al mundo de los muertos, pero también hacía que sus abuelos accedieran por él al mundo de los vivos.

Admirábamos la inteligencia con que ese verano se expresaba, sus días siempre claros y accesibles al goce, el juego y la felicidad. Mi padre, que desde que se casó había dejado de fumar, de beber y de frecuentar a sus amigos, se mostró más complaciente, y como los frutales de la pequeña huerta habían dado sus mejores dádivas, invitando a la admiración, y se había logrado al fin adquirir en la casa una vajilla decente, decidió recibir, de tiempo en tiempo, a alguno de sus viejos camaradas.

El primero fue Alberto Rikets. Era la versión de mi padre, pero en un formato más reducido. La naturaleza se había dado el trabajo de editar esa copia, por precaución. Tenían la misma palidez, la misma flacura, los mismos gestos y hasta las mismas expresiones. Todo ello venía de que habían estudiado en el mismo colegio, leído los mismos libros, pasado las mismas malas noches y sufrido la misma larga y dolorosa enfermedad. En los diez o doce años que no se veían, Rikets había hecho fortuna trabajando tenazmente en una farmacia que ya era suya, a diferencia de mi padre, que sólo había conseguido a duras penas comprar la casa de Miraflores.

En esos diez o doce años Rikets había hecho algo más: tener un hijo, Albertito, al que trajo en su visita inaugural. Como los hijos de los amigos rara vez llegan a ser amigos entre sí, nosotros recibimos a Albertito con recelo. Lo encontramos raquítico, lerdo y por momentos francamente idiota. Mientras mi padre paseaba a Alberto por la huerta, mostrándole el naranjo, la higuera, los manzanos y las vides, nosotros llevamos a Albertito a jugar a nuestro cuarto. Como Albertito no tenía hermanos, ignoraba muchos de nuestros juegos caseros y colectivos, se mostró torpe para asumir el papel de indio y mucho más para dejarse cocer a tiros por el sherif. Tenía una forma poco convincente de caer muerto y era incapaz de comprender que una raqueta de tenis podía también ser una ametralladora. Por todo ello renunciamos a compartir con él nuestro juego preferido, el del ropero, y nos concentramos más bien en

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entretenimientos menudos y mecánicos, que dejaban a cada cual librado a su propia suerte, como hacer rodar carritos por el piso o armar castillos con cubos de madera.

Mientras jugábamos esperando la hora del almuerzo, veíamos por la ventana a mi padre y a su amigo, que recorrían ahora el jardín, pues había llegado el turno de admirar la magnolia, el cardenal, las dalias, los claveles y los alhelíes. Desde hacía años mi padre había descubierto las delicias de la jardinería y la profunda verdad que había en la forma de un girasol o en la eclosión de una rosa. Por eso sus días libres, lejos de pasarlos como antes en fatigosas lecturas que lo hacían meditar sobre el sentido de nuestra existencia, los ocupaba en tareas simples como regar, podar, injertar o sacar malayerba, pero en las que ponía una verdadera pasión intelectual. Su amor a los libros había derivado hacia las plantas y las flores. Todo el jardín era obra suya y como un personaje volteriano había llegado a la conclusión de que en cultivarlo residía la felicidad.

—Algún día me compraré en Tarma no un terreno como acá, sino una verdadera granja, y entonces verás, Alberto, entonces sí verás lo que puedo llegar a hacer —escuchamos decir a mi padre.—Mi querido Perico, para Tarma Chaclacayo —respondió su amigo, aludiendo a la casa suntuosa que se estaba construyendo en dicho lugar—. Casi el mismo clima y apenas a cuarenta kilómetros de Lima.

—Sí, pero en Chaclacayo no vivió mi abuelo, como en Tarma.

¡Aún sus antepasados! Y sus amigos de juventud lo llamaban Perico.

Albertito hizo rodar su carrito debajo de la cama, se introdujo bajo ella para buscarlo y entonces lo escuchamos lanzar un grito de victoria. Había descubierto allí una pelota de fútbol. Hasta ese momento ignorábamos, nosotros que penábamos para entretenerlo, que si tenía una manía secreta, un vicio de niño decrépito y solitario, era el de darle de patadas a la pelota de cuero.

Ya la había cogido del pasador y se aprestaba a darle un puntapié, pero lo contuvimos. Jugar en el cuarto era una locura, hacerlo en el jardín nos estaba expresamente prohibido, de modo que no quedó otro remedio que salir a la calle.

Esa calle había sido escenario de dramáticos partidos que jugáramos años atrás contra los hermanos Gómez, partidos que duraban hasta cuatro y cinco horas y que terminaban en plena oscuridad, cuando ya no se veía ni arcos ni rivales y se convertían, los partidos, en una contienda espectral, en una batalla feroz y ciega en la que cabían todo tipo de trampas, abusos e infracciones. Nunca ningún equipo profesional puso,

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como nosotros en esos encuentros infantiles, tanto odio, tanto encarnizamiento y tanta vanidad. Por eso cuando los Gómez se mudaron abandonamos para siempre el fútbol, nada podía ya ser comparable a esos pleitos, y recluimos la pelota debajo de la cama. Hasta que Albertito la encontró. Si quería fútbol, se lo daríamos hasta por las narices.Hicimos el arco junto al muro de la casa para que la pelota rebotara en él y colocamos a Albertito de guardavalla. Nuestros primeros tiros los atajó con valentía. Pero luego lo bombardeamos con disparos rasantes, para darnos el placer de verlo estirado, despatarrado y vencido.

Luego le tocó patear a él y yo pasé al arco. Para ser enclenque tenía una patada de mula y su primer tiro lo detuve, pero me dejó doliendo las manos. Su segundo tiro, dirigido a un ángulo, fue un gol perfecto, pero el tercero fue un verdadero prodigio: la bola cruzó por entre mis brazos, pasó por encima del muro, se coló entre las ramas del jazminero trepador, salvó un cerco de cipreses, rebotó en el tronco de la acacia y desapareció en las profundidades de la casa.

Durante un rato esperamos sentados en la vereda que nos fuera devuelta la pelota por la sirvienta, como solía ocurrir. Pero nadie aparecía. Cuando nos aprestábamos a ir a buscarla, se abrió la puerta falsa de la casa y salió mi padre con la pelota debajo del brazo. Estaba más pálido que de costumbre, no dijo nada, pero lo vimos dirigirse resueltamente hacia un obrero que venía silbando por la vereda del frente. Al llegar a su lado le colocó la pelota entre las manos y volvió a la casa sin ni siquiera mirarnos. El obrero tardó en darse cuenta que esa pelota le acababa de ser regalada y cuando se percató de ello emprendió tal carrera que no pudimos alcanzarlo.Por la expresión de abatimiento de mi mamá, que nos esperaba en la puerta para llamarnos a la mesa, supusimos que había ocurrido algo muy grave. Con un gesto tajante de la mano nos ordenó entrar a la casa.

—¡Cómo han hecho eso! —fue lo único que nos dijo cuando pasamos a su lado.

Pero al notar que una de las ventanas del dormitorio de mi papá, la única que no tenía reja, estaba entreabierta, sospechamos lo que había sucedido: Albertito, con un golpe maestro, que nunca ni él ni nadie repetiría así pasaran el resto de su vida ensayándolo, había logrado hacerle describir a la pelota una trayectoria insensata que, a pesar de muros, árboles y rejas, había alcanzado al espejo del ropero en pleno corazón.

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Antología del cuento hispanoamericano. —Gabriel García Márquez—

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El almuerzo fue penoso. Mi padre, incapaz de reprendernos delante de su invitado, consumía su cólera en un silencio que nadie se atrevía a interrumpir. Sólo a la hora del postre mostró cierta condescendencia y contó algunas anécdotas que regocijaron a todos. Alberto lo imitó y la comida terminó entre carcajadas. Pero ello no borró la impresión general de que ese almuerzo, esa invitación, esos buenos deseos de mi padre de reanudar con sus viejas amistades —cosa que nunca repitió— había sido un fiasco total.

Los Rikets se fueron de buena hora, para terror de nosotros, que temíamos que nuestro padre aprovechara la coyuntura para castigarnos. Pero la visita lo había fatigado y sin decirnos nada se fue a dormir su siesta.Cuando se despertó, nos congregó en su cuarto. Estaba descansado, plácido, recostado en sus almohadones. Había hecho abrir de par en par las ventanas para que penetrara la luz de la tarde.

—Miren —dijo señalando el ropero.Era en realidad lamentable. Al perder el espejo el mueble había perdido su vida. Donde estaba antes el cristal sólo quedaba un rectángulo de madera oscura, un espacio sombrío que no reflejaba nada y que no decía nada. Era como un lago radiante cuyas aguas se hubieran súbitamente evaporado.

—¡El espejo donde se miraban mis abuelos! —suspiró y nos despachó en seguida con un gesto.

A partir de entonces, nunca lo escuchamos referirse más a sus antepasados. La desaparición del espejo los había hecho automáticamente desaparecer. Su pasado dejó de atormentarlo y se inclinó más bien curiosamente sobre su porvenir. Ello tal vez porque sabía que pronto había de morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.

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E«Silvio en El Rosedal»

l Rosedal era la hacienda más codiciada del valle de Tarma, no por su extensión, pues apenas llegaba a las quinientas hectáreas, sino por su cercanía al pueblo, su feracidad y su hermosura. Los

ricos ganaderos tarmeños, que poseían enormes pastizales y sembríos de papas en la alta cordillera, habían soñado siempre con poseer ese pequeño mundo donde, aparte de un lugar de reposo y esparcimiento, podrían hacer un establo modelo, capaz de surtir de leche a todo el vecindario. Pero la fatalidad se encarnizaba en sustraerles estas tierras, pues cuando su propietario, el italiano Carlo Paternoster, decidió venderlas para instalarse en Lima prefirió elegir a un compatriota, don Salvatore Lombardi, quien por añadidura nunca había puesto los pies en la sierra. Lombardi fue además el único postor que pudo pagar en líquido y al contado el precio exigido por Paternoster. Los ganaderos serranos eran mucho más ricos y movían millones al año, pero todo lo tenían invertido en sembríos y animales y metidos como estaban en el mecanismo del crédito bancario, no veían generalmente el fruto de su fortuna más que en la forma abstracta de letras de cambio y derecho de sobregiro. Don Salvatore, en cambio, había trabajado durante cuarenta años en una ferretería limeña, que con el tiempo llegó a ser suya y juntado billete sobre billete un capital apreciable. Su ilusión era regresar algún día a Tirole, en los Alpes italianos, comprarse una granja, demostrar a sus paisanos que había hecho plata en América y morir en su tierra natal respetado por los lugareños y sobre todo envidiado por su primo Luigi Cellini, que de niño le había roto la nariz de una trompada y quitado una novia, pero nunca salió del paisaje alpino ni tuvo más de diez vacas. Por desgracia los tiempos no estaban como para regresar a Europa, donde acababa de estallar la segunda guerra mundial. Aparte de ello don Salvatore contrajo una afección pulmonar. Su médico le aconsejó entonces que vendiera la ferretería y buscara un lugar apacible y de buen clima donde pasar el resto de sus días. Por amigos comunes se enteró que Paternoster vendía El Rosedal y renunciando al retorno a Tirole se instaló en el fundo tarmeño, dejando a su hijo en Lima encargado de liquidar sus negocios. La verdad es que por El Rosedal pasó como una nube veraniega pues, a los tres meses de estar allí, cuando había emprendido la refacción de la casa-hacienda, comprado un centenar de vacas y traído de Lima muebles y hasta una máquina para fabricar tallarines, murió atragantado por una pepa de durazno. Fue así como Silvio, su único heredero, quedó como propietario exclusivo de El Rosedal.

*

A Silvio le cayó esta propiedad como un elefante desde un quinto piso. No solo carecía de toda disposición para administrar una hacienda

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Antología del cuento hispanoamericano. —Julio Ramón Ribeyro—

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lechera o administrar cualquier cosa, sino que la idea de enterrarse en una provincia le puso la carne de gallina. Todo lo que él había deseado de niño era tocar el violín como un virtuoso y pasearse por el jirón de la Unión con sombrero y chaleco a cuadros, como había visto a algunos elegantes limeños. Pero don Salvatore lo había sacrificado por su maldita idea de regresar a Tirole y vengarse de su primo Luigi Cellini. Tiránico y avaro, lo metió a la tienda antes de que terminara el colegio, justo cuando murió su madre, y lo mantuvo tras el mostrador como cualquier empleado, pero a propinas, despachando todo el día en mandil de tocuyo, tornillos, tenazas, plumeros y latas de pintura. No pudo así hacer amigos, tener una novia, cultivar sus gustos más secretos, ni integrarse a una ciudad para la cual no existía, pues para la rica colonia italiana, metida en la banca y en la industria, era el hijo de un oscuro ferretero y para la sociedad indígena una especie de inmigrante sin abolengo ni poder. Sus únicos momentos de felicidad los había conocido realmente de niño, cuando vivía su madre, una mujer delicadísima que cantaba operas acompañándose al plano y que le pagó con sus ahorros un profesor de violín durante cuatro años. Luego algunas escapadas juveniles y nocturnas por la ciudad, buscando algo que no sabía lo que era y que por ello mismo nunca encontró y que despertaron en él cierto gusto por la soledad, la indagación y el sueño. Pero luego vino la rutina de la tienda, toda su juventud enterrada traficando con objetos opacos y la abolición progresiva de sus esperanzas más íntimas, hasta hacer de él un hombre sin iniciativa ni pasión.Por ello tener, a los cuarenta años, que responsabilizarse de una propiedad agrícola y por añadidura administrar su vida le pareció excesivo. O una u otra cosa. Lo primero que se le ocurrió fue vender la hacienda y vivir con su producto hasta que se le acabara. Pero un resto de prudencia le aconsejó conservar esas tierras, ponerlas en manos de un buen administrador y gozar de su renta haciendo lo que le viniera en gana, si alguna vez le daba ganas de hacer algo. Para ello, naturalmente, tenía que viajar a Tarma y estudiar sobre el terreno la forma de llevar a cabo su proyecto.

*

La hacienda la había visto muy de paso, cuando tuvo que venir precipitadamente de Lima para recoger el cadáver de don Salvatore y conducirlo al cementerio de la capital. Pero ahora que volvió con mayor calma quedó impresionado por la belleza de su propiedad. Era una serie de conjuntos que surgían unos de otros y se iban desplegando en el espacio con el rigor y la elegancia de una composición musical. Para empezar, la casa. La vieja mansión colonial de dos pisos, construida en forma de U en torno a un gran patio de tierra, tenía arcos de piedra en la planta baja y una galena con balcón y soportales de madera en los altos, rematada por un tejado de dos aguas. En medio del ala central se

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elevaba una especie de torrecilla que culminaba en un mirador cuadrangular cubierto de tejas, construcción extraña, que rompía un poco la unidad del recinto, pero le daba al mismo tiempo un aire espiritual. Cuando uno entraba al patio por el enorme portón que daba a la carretera se sentía de inmediato abrazado por las alas laterales y aspirado hacia una vida que no podía ser más que enigmática, recoleta y deleitosa. Los bajos estaban destinados a la servidumbre e instalaciones y los altos a la residencia patronal. Y esta la componían una sucesión de alcobas espaciosas, donde Silvio identificó tres salones, un comedor, una docena de dormitorios, una vieja capilla, cocina, baño y un saldo de piezas vacías que podrían servir de biblioteca, despensa o lo que fuese. Todas las habitaciones tenían empapelados antiguos, bastante desvaídos, pero tan complicados y distintos –escenas de caza, paisajes campestres, arreglos frutales o personajes de época– que invitaban más que a la contemplación a la lectura. Y felizmente que esos cuartos conservaban su vieja mueblería, que don Salvatore no había tenido tiempo de remplazar por sus artefactos de serie, aún encajonados en un hangar de los bajos.Tras la casa estaba el rosedal, que daba el nombre a la hacienda. Era un lugar encantado, donde todas las rosas de la creación, desde un tiemposeguramente inmemorial, florecían en el curso del año. Había rosas rojasy blancas y amarillas y verdes y violeta, rosas salvajes y rosas civilizadas, rosas que parecían un astro, un molusco, una tiara, la boca de una coqueta. No se sabía quién las plantó, ni con qué criterio, ni por qué motivo, pero componían un laberinto polícromo en el cual la vista se extasiaba y se perdía. Contiguo al jardín se encontraba la huerta, pocas higueras y perales, en cambio, cinco hectáreas de durazneros. Los árboles eran bajos, pero sus ramas se vencían bajo el peso de los frutos rosados y carnosos, cubiertos de una adorable pelusilla, que eran una delicia para el tacto antes de ser un regalo para la boca. Ahora comprendía Silvio cómo su padre, movido por una impulsión estética y golosa, se había tragado uno de esos frutos con pepa y todo, pagando ese gesto con su vida. Y cruzando el cerco de la huerta se penetraba en el campo abierto. Al comienzo los alfalfares, que crecían hasta la talla de un mozo a ambas orillas del río Acobamba, y luego las praderas de pastoreo, llanísimas, cubiertas siempre de hierba húmeda, y como límite de la propiedad el bosque de eucaliptos, que empezaba en la planicie y ascendía un trecho por los cerros, dejando el resto librado a retamas, cactus y tunares.

*

Silvio se felicitó de no haber obedecido a su primer impulso de vender la hacienda y, como le gustaba tal como era dio orden de inmediato de suspender los bastos trabajos de refacción que había emprendido don Salvatore. Solo admitió que terminaran de enlucir la fachada de rosa

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claro y que repararan cañerías, goteras, entablados y cerraduras. Renunció además a buscar un administrador y dejó toda la gestión en manos del viejo capataz Eleodoro Pumari quien, gracias a su experiencia y a su treintena de descendientes, estaba mejor que nadie capacitado para sacarle provecho a esa heredad. Estas pequeñas ocupaciones lo obligaban a postergar su retorno a Lima, pero sobre todo la idea de que en la costa estaban en pleno invierno. Nada detestaba más Silvio que los inviernos limeños, cuando empezaba la interminable garúa, jamás se veía una estrella y uno tenía la impresión de vivir en el fondo de un pozo. En la sierra en cambio era verano, lucía el sol todo el día y hacía un frío seco y estimulante. Eso lo determinó a entablar relaciones más íntimas con sus tierras y a ensayar las primeras con su nueva ciudad. Los tarmeños lo acogieron al comienzo con mucha reticencia. No solo no era del lugar, sino que sus padres eran italianos, es decir, doblemente extranjero. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que era un hombre sencillo, sano, serio y por añadidura soltero. Esta última cualidad fue el mejor argumento para que le abrieran las puertas de su clan. Un soltero era vulnerable y por definición soluble en la sociedad regional. El clan lo formaban una decena de familias que poseían todas las tierras de la provincia, con excepción del El Rosedal, que seguía siendo una isla en el mar de su poder. A su cabeza estaba el hacendado más rico y poderoso, don Armando Santa Lucía, alcalde de Tarma y presidente del Club Social. Fue el primero en invitarlo a una de sus reuniones y todo el resto del clan siguió. Silvio aceptó esta primera invitación por cortesía y algo de curiosidad e ingresó así paulatinamente a una ronda de comilonas, paseos y cabalgatas que se fueron encadenando unas con otras según las leyes de la emulación y la retribución. Todo el verano lo pasó de hacienda en hacienda y de convite en convite. Algunas de estas reuniones duraban días, se convertían en verdaderas fiestas ambulantes y conglomerantes, a las que iba adhiriendo de paso nuevas comparsas. Silvio recordaba haber cenado un domingo en casa de Armando Santa Lucía con cinco terratenientes y haber terminado la reunión un jueves, cerca de la provincia de Ayacucho, desayunando con una cuarentena de hacendados. Como no era afecto a la bebida y parco en el comer, rehusó varias de estas invitaciones con el propósito de romper la cadena, pero había empezado la época de las lluvias, las reuniones asumieron un aspecto más familiar y soportable, limitándose a cenas y bailes en las residencias de Tarma. Si el verano era la época de las correrías varoniles, el invierno era el imperio de la mujer. Silvio se dio cuenta que estaba circunscrito por solteronas, primas, hijas, sobrinas o ahijadas de hacendados, feísimas todas, que le hacían descaradamente la corte. Esas familias serranas eran inagotables y en cada una de ellas había siempre un lote de mujeres en reserva, que ponían oportunamente en circulación con propósitos más bien equívocos. Silvio tenía demasiado presente la imagen de su madre y su ideal de belleza femenina era muy refinado para ceder a la tentación y así poco a poco fue abandonando

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estas frecuentaciones para recluirse estoicamente en su hacienda. Y en esta cada día se sentía mejor, a punto que siguió postergando su retorno a Lima donde, en realidad, no tenía nada que hacer. Le encantaba pasear bajo las arcadas de piedra, comer un durazno al pie del árbol, observar como los Pumari ordeñaban las vacas, hojear viejos periódicos como si hicieran referencia a un mundo inexistente, pero sobre todo caminar por el rosedal. Rara vez arrancaba una flor, pero las aspiraba e iba identificando en cada perfume una especie diferente. Cada vez que abandonaba el jardín tenía el deseo inmediato de regresar a él, como si hubiera olvidado algo. Varias veces lo hizo, pero siempre se retiraba con la impresión de un paseo imperfecto.

*

Así pasaron algunos años. Silvio estaba ya plenamente instalado en la vida campestre. Había engordado un poco y tenía la tendencia a quitarse rara vez el saco de pijama. Sus andares por la hacienda se fueron limitando al claustro y el rosedal y finalmente le ocurrió no salir durante días de la galería de los altos e incluso de su dormitorio, donde se hacía servir la comida y convocaba a su capataz. A Tarma hacía expediciones mínimas, por asuntos extremadamente urgentes, al extremo que los hacendados dejaron de invitarlo y corrieron rumores acerca de su equilibrio mental o de su virilidad.Dos o tres veces viajó a Lima, generalmente para asistir a un concierto o comprar algún útil para la hacienda y siempre retornó cumplida su tarea. Cada vez que volvía reanudaba sus paseos, reconociendo en cada lugar los clisés guardados por su memoria, pero no obtenía ello el antiguo goce. Una mañana que se afeitaba creyó notar el origen de su malestar: estaba envejeciendo en una casa baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de durar. La vida no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin protestar. Pero¿qué podía ser? En vano miró a su alrededor, buscando un indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo debía haber una contraseña, algo que permitiera quebrar la barrera de la rutina y la indolencia y acceder al fin al conocimiento, a la verdadera realidad. ¡Efímera inquietud! Terminó de afeitarse tranquilamente y encontró su tez fresca, a pesar de los años, si bien en el fondo de sus ojos creyó notar una lucecita inquieta, implorante.* Una tarde que se aburría demasiado cogió sus prismáticos de teatro y resolvió hacer lo único que nunca había hecho: escalar los cerros de la hacienda. Estos quedaban al final de las praderas y estaban cubiertos en la falda baja por el bosque de eucaliptos. Bordeando el río cruzó los alfalfares y pastizales, luego el bosque y emprendió la ascensión bajo el sol abrasador. La pendiente del cerro era más empinada de lo que había previsto y estaba plagada de cactus, magueyes y tunares, plantas hoscas y guerreras, que oponían a su paso una muralla de espinas. La constitución del suelo era más bien rocosa y repelente. A la media hora

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estaba extenuado, tenía las manos hinchadas y los zapatos rotos y aún no llegaba a la cresta. Haciendo un esfuerzo prosiguió hasta que llegó a la cima. Se trataba naturalmente de una primera cumbre, pues el cerro luego de un corto declive, proseguía ascendiendo hacia el cielo azul. Silvio se moría de sed, maldijo por no haber traído una cantimplora con agua y renunciando a continuar la escalada se sentó en una roca para contemplar el panorama. Estaba lo suficientemente alto como para ver a sus pies la totalidad de la hacienda y detrás, pero muy lejanos, los tejados de Tarma. Al lado opuesto se distinguían los picos de la cordillera oriental que separaban la sierra de la floresta.Silvio aspiró profundamente el aire impoluto de la altura, comprobó que la hacienda tenía la forma de un triángulo cuyo ángulo más agudo lo formaba la casa y que se iba desplegando como un abanico hacia el interior. Con sus prismáticos observó las praderas, donde espaciadamente pastaban las vacas, la huerta, la casa y finalmente el rosedal. Los prismáticos no eran muy poderosos, pero le permitieron distinguir como una borrosa tapicería coloreada, en la cual ciertas figuras tendían a repetirse. Vio círculos, luego rectángulos, en seguida otros círculos y todo dispuesto con tal precisión que quitándose los binoculares trató de tener del jardín una visión de conjunto. Pero estaba demasiado lejos y a simple vista no veía más que una mancha polícroma. Ajustándose nuevamente los prismáticos prosiguió su observación: las figuras estaban allí, pero las veía parcialmente y por series sucesivas y desde un ángulo que no le permitía reconstituir la totalidad del dibujo. Era realmente extraño, nunca imaginó que en ese abigarrado rosedal existiera en verdad un orden. Cuando se repuso de su fatiga, guardó los prismáticos y emprendió el retorno.

*

En los días siguientes hizo un corto viaje a Lima para asistir a una representación de Aída por un conjunto de ópera italiano. Luego intentó divertirse un poco, pero en la costa se estaba en invierno, lloviznaba, la gente andaba con bufanda y tosía, la ciudad parecía haber cerrado sus puertas a los intrusos, se aburrió una vez más, añoró su vida eremítica en la hacienda v bruscamente retornó a El Rosedal. Al entrar al patio de la hacienda se sintió turbado por la presencia de la torrecilla del ala central, tomó claramente conciencia del carácter aberrante de ese minarete, al cual además nunca había subido a causa de sus escalones apolillados. Estaba fuera de lugar, no cumplía ninguna función, al primer temblor se iba a venir abajo, tal vez alguna vez sirvió para otear el horizonte en busca del invisible enemigo. Pero tal vez tenía otro objeto, quien ordenó su construcción debía perseguir un fin preciso. Y claro, cómo no lo había pensado antes, solo podía servir de lugar privilegiado para observar una sola cosa: el rosedal.

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De inmediato ordenó a uno de los hijos de Pumari que reparara la escalera y se las ingeniara como fuese para poder llegar al observatorio. Como era ya tarde, Calixto tuvo que trabajar parte de la noche remplazando peldaños, anudando cuerdas, clavando garfios, de modo que a la mañana siguiente la vía estaba expedita y Silvio pudo emprender la ascensión. No tuvo ojos más que para el rosedal, todo el resto no existía para él y pudo así comprobar lo que viera desde el cerro: los macizos de rosas que, vistos del suelo, parecían crecer arbitrariamente, componían una sucesión de figuras. Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro rectángulo, dos círculos finales. ¿Qué podía significar eso? ¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en su mente y al descender los reprodujo sobre un papel. Durante largas horas estudió esta figura simple y asimétrica, sin encontrarle ningún sentido. Hasta que al fin se dio cuenta, no se trataba de un dibujo ornamental sino de una clave, de un signo que remitía a otro signo: el alfabeto Morse. Los círculos eran los puntos y los rectángulos, las rayas. En vano buscó en casa un diccionario o libro que pudiera ilustrarlo. El viejo Paternoster solo había dejado tratados de veterinaria y fruticultura. A la mañana siguiente tomó la carreta que llevaba la leche al pueblo y buscó inútilmente en la única librería de Tarma el texto iluminador. No le quedó más remedio que ir al correo para consultar con el telegrafista. Este se encontraba ocupadísimo, era hora de congestión y prometió enviarle al día siguiente la clave morse con el lechero. Nunca esperó Silvio con tanta ansiedad un mensaje. La carreta del lechero regresaba en general al mediodía, pero Silvio estuvo desde mucho antes en el portón de la hacienda, mirando la carretera. Apenas sintió en la curva el traqueteo de las ruedas se precipitó para coger el papel de manos de Esteban Pumari. Estaba en un sobre y llegando a su dormitorio lo desgarró. Cogiendo el papel y lápiz convirtió los puntos y rayas en letras y se encontró con la palabra RES. Pequeña palabra que lo dejó confuso. ¿Qué cosa era una res? Un animal, sin duda, un vacuno, como los que abundan en la hacienda. Claro, el propietario original de ese fundo, un ganadero fanático, había querido sin duda perpetuar en el jardín el nombre de la especie animal que albergaba sus tierras y de la cual dependía su fortuna: res, fuera vaca, toro o ternera.Silvio tiró la clave sobre la mesa, decepcionado. Y tuvo verdaderamente ganas de reír. Y se rio, pero sin alegría, descubriendo que en el empapelado de su dormitorio había aparte de naturalezas muertasarreglos florales. RES. Algo más debía expresar esa palabra.Naturalmente, en latín, según recordó, res quería decir cosa, Pero ¿qué era una cosa? Una cosa era todo, Silvio trató de indagar más, de escabullirse hasta el fondo de esta palabra, pero no vio nada y vio todo, desde una medusa hasta las torres de la catedral de Lima. Todo era una cosa, pero de nada le servía saberlo. Por donde la mirara, esta palabra lo remitía a la suma infinita de todo lo que contenía el universo. Aún se

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interrogó un momento, pero fatigado de fa esterilidad de su pesquisa, decidió olvidarse del asunto. Se había embarcado sin duda por un mal camino. Pero en mitad de la noche se despertó y se dio cuenta de que había estado soñando con su ascensión a la torre, con el rosedal en dibujo. Su mente no había dejado de trabajar. En su visión interior perduraba, escrita en el jardín y en el papel, la palabra RES. ¿Y si le daba la vuelta? Invirtiendo el orden de las letras logró la palabra SER. Silvio encendió una lámpara, corrió a la mesa y escribió con grandes letras SER. Este hallazgo lo llenó de júbilo, pero al poco rato comprobó que SER era una palabra tan vaga y extensa como COSA y muchísimo más que RES. ¿Ser qué, además? SER era todo. ¿Cómo tomar esta palabra, por otra parte, como sustantivo o como verbo infinitivo? Durante un rato se rompió la cabeza. Si era un sustantivo tenía el mismo significado infinito y por lo tanto inútil que COSA. Si era un verbo infinitivo carecía de complemento, pues no indicaba lo que era necesario ser. Esta vez sí se hundió profundamente en un sueño desencantado. En los días siguientes bajó a menudo a Tarma en las tardes sin un motivo preciso, daba una vuelta por la plaza, entraba a una tienda o se metía al cine. Los nativos, sorprendidos por esta reaparición, después de tantos meses de encierro, lo acogieron con simpatía. Lo notaron más sociable y aparentemente con ganas de divertirse. Aceptó incluso asistir a un gran baile que don Armando Santa Lucía daba en su residencia, pues había ganado el premio al mejor productor de papas de la región. Como siempre Silvio encontró en esta reunión a lo mejor de la sociedad tarmeña ya la más escogida gente de paso, así como a las solteronas de los años pasados que, más secas y arrugaditas, habían alcanzado ese grado crepuscular de madurez que presagiaba su pronto hundimiento en la desesperación. Silvio se entretuvo conversando con los hacendados, escuchando sus consejos para renovar su ganado y mejorar su servicio de distribución de leche, pero cuando empezó el baile una idea artera le pasó por la mente, una idea que surgió como un petardo del trasfondo de su ser y lo cegó: no era una palabra lo que se escondía en el jardín, era una sigla. Sin que nadie comprendiera por qué, abandono súbitamente la reunión y tomó la última camioneta que iba a la montaña y que podía dejarlo de paso en la puerta de su hacienda. Apenas llegó se acomodó frente a su mesa y escribió una vez más la palabra RES. Como no se le ocurría nada la invirtió y escribió SER. De inmediato se le apareció la frase Soy Excesivamente Rico. Pero se trataba evidentemente de una formulación falsa. No era un hombre rico, ni mucho menos excesivamente. La hacienda le permitía vivir porque era solo frugal. Volvió a examinar las letras y compuso Serás Enterrado Rápido, lo que no dejó de estremecerlo, a pesar de que le pareció una profecía infundada. Pero otras frases fueron desalojando a la anterior: Sábado Entrante Reparar, ¿reparar qué? Solo Ensayando Regresarás, ¿adónde? Sócrates Envejeciendo Rejuveneció, lo que era una fórmula estúpida y contradictoria. Sirio Engendro Rocío, frase dudosamente poética y

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además equívoca, pues no sabía si se trataba de la estrella o de un habitante de Siria. Las frases que se podían componer a partir de estas letras eran infinitas. Silvio llenó varias páginas de su cuaderno, llegando a fórmulas tan enigmáticas y disparatadas como Sálvate Enfrentando Río, Sucedióle Encontrar Rupia o Sóbate Encarnizadamente Rodilla, lo que a la postre significaba remplazar una clave por otra. Sin duda se había embarcado en un viaje sin destino. Aún por tenacidad ensayo otras frases. Todas lo remitían a la incongruencia.

*

Durante meses se abandonó a ese simulacro de la felicidad que es la rutina. Se levantaba tarde, tomaba varios cafés acompañados de su respectivo cigarro, daba una vuelta por las arcadas, impartía órdenes a los Pumari, bajaba de cuando en cuando a Tarma por asuntos fútiles y cuando realmente se aburría iba a Lima donde se aburría más. Como seguía sin conocer a nadie en la capital, vagaba por las calles céntricas entre miles de transeúntes atareados, compraba tonterías en las tiendas, se pagaba una buena comida, se atrevía a veces a ir a un cabaret y rara vez a fornicar con una pelandusca, de donde salía siempre insatisfecho y desplumado. Y regresaba a Tarma con el vacío en el alma, para deambular por sus tierras, aspirar una rosa, gustar un durazno, hojear viejos periódicos y aguardar ansioso que llegaran las sombras y acarrearan para siempre los escombros del día malgastado. Una mañana que paseaba por el rosedal se encontró, con Felícito Pumari, que se encargaba del jardín, y le preguntó qué modo seguía para mantenerlo floreciente, cómo regaba, dónde plantaba, qué rosales sembraba, cuándo y por qué. El muchacho le dijo simplemente que él se limitaba a reponer y resembrar las plantas que iban muriendo. Y siempre había sido así. Su padre le había enseñado y a su padre su padre. Silvio creyó encontrar en esta respuesta un estímulo: había un orden que se respetaba, el mensaje era trasmitido, nadie se atrevía a una transgresión, la tradición se perpetuaba. Por ello volvió a inclinarse sobre sus claves, comenzando por el comienzo, y se esforzó por encontrarles si no una explicación por lo menos una aplicación. RES era una palabra clarísima y no necesitaba de ningún comentario. E impulsado por la naturaleza de su fundo y los consejos de los hacendados se dedicó a incrementar su ganado, adquirió sementales caros y vacas finas y luego de sapientes cruces mejoró notablemente el rendimiento de sus reses. La producción de leche aumentó en un cien por ciento, tuvo necesidad de nuevas carretas para el reparto y el renombre de su establo ganó toda la región. Al cabo de un tiempo, sin embargo, la hacienda llegó a su rendimiento óptimo y se estancó. Al igual que el ánimo de Silvio, que no encontraba mayor placer en haber logrado una explotación modelo. Su esfuerzo le había dado un poco más de beneficios y de prestigio, pero eso era todo. Él seguía siendo un solterón caduco, que había enterrado temprano una

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vocación musical y seguía preguntándose para qué demonios había venido al mundo. Abandonó entonces sus cruces bovinos y dejó de supervigilar la marcha del establo. Por pura ociosidad se había dejado crecer una barba rojiza y descuidada. Por la misma razón volvió a interesarse por su clave, que seguía indescifrable sobre su mesa. RES=COSA. COSA. Muy bien. Se trataba tal vez de adquirir muchas cosas. Hizo entonces una lista de laque le faltaba y se dio cuenta que le faltaba todo. Un avión, por ejemplo, un caballo de carrera, un mayordomo hindú, una corbata con puntitos rojos, una lupa y así indefinidamente. Otra vez se encontraba enfrentado al infinito. Decidió entonces que lo que debía hacer era la lista de las cosas que tenía y empezó por su dormitorio: una cama, una mesa de noche, dos sábanas, dos frazadas, tres lámparas, un ropero, pero apenas había llenado algunas hojas de su cuaderno se encontró con problemas insolubles: las figuras del empapelado, por ejemplo, ¿eran una o varias cosas? ¿Tenía que anotar y describir una por una? Y si salía a la huerta, ¿tenía que contar los árboles y más aún los duraznos y peor todavía las hojas? Era una estupidez, pero también por ese lado lo cercaba el infinito. Pensó incluso que si no poseyera sino su cuerpo hubiera pasado años contando cada poro, cada vello y catalogando estas cosas, puesto que le pertenecían. Es así que tirando su inventario al aire examinó nuevamente su fórmula e invirtiéndola se acodó frente a la palabra SER. Y esta vez le resultó luminosa. SER era no solamente un verbo en infinitivo sino una orden. Lo que él debía hacer era justamente SER. Se interrogó entonces sobre lo que debía ser y en todo caso descubrió que lo que nunca debía haber sido era lo que en ese momento estaba siendo: un pobre idiota rodeado de vacas y eucaliptos, que se pasaba días íntegros encerrado en una casa baldía combinando letras en un cuaderno. Algunos proyectos de SER le pasaron por la cabeza. SER uno de esos dandis que se paseaban por el jirón de la Unión diciéndoles piropos a las guapas. SER un excelente lanzador de jabalina y ganar aunque sea por unos centímetros a esa especie de caballo que había en el colegio y que arrojaba cualquier objeto, fuera, redondo, chato o puntiagudo, a mayor distancia que nadie. O ser, ¿por qué no? lo que siempre había querido ser, un violinista como Hasha Heifetz, por ejemplo, cuya foto vio muchas veces de niño en la revista Life, tocando su instrumento con los ojos cerrados, ante una orquesta vestida de impecable smoking y un auditorio arrebatado.La idea no le pareció mala y desenterrando su instrumento lo sacó de su funda y reinició los ejercicios de su niñez. A esta tarea se aplicó con un rigor que lo sorprendió. En un par de meses, a razón de cinco o seis horas diarias; alcanzó una habilísima digitación y meses después ejecutaba ya solos y sonatas con una rara vultuosidad. Pero como había llegado a un tope tuvo necesidad de un profesor. La posibilidad de tener que viajar para ello a Lima lo desanimó. Felizmente, como a veces ocurre en la provincia, había un violinista oscuro, que tocaba en misas, entierros

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y matrimonios y que era músico y ejecutante genial, a quien el hecho de medir un metro treinta de estatura y haber vivido siempre en un pueblo serrano lo habían sustraído a la admiración universal. Rómulo Cárdenas se entusiasmó con la idea de darle clases y sobre todo vio en ello la posibilidad de realizar el sueño de toda su vida, incumplido hasta entonces, pues era el único violinista de Tarma: tocar alguna vez el concierto para dos violines de Juan Sebastián Bach. Pero allí estaba Silvio Lombardi. Durante semanas Rómulo vino todos los días a El Rosedal y ambos, encerrados en la antigua capilla, trabajaron encarnizadamente y lograron poner a punto el concierto soñado. Los Pumari no podían entender cómo este par de señores se olvidaban hasta de comer para frotar un arco contra unas cuerdas produciendo un sonido que, para ellos, no los hacía vibrar como un huayno. Silvio pensó que ya era tiempo de pasar de la clandestinidad a la severidad y tomó una determinación: dar un concierto con Cárdenas. E invitar a El Rosedal a los notables de Tarma, para retribuirles así todas sus atenciones. Hizo imprimir las tarjetas con quince días de anticipación y las distribuyó entre hacendados, funcionarios y gente de paso. Paulo Pumari repintó la vieja capilla, colocó bancas y sillas y convirtió la vetusta habitación en un auditorio ideal. Los hacendados tarmeños recibieron la invitación perplejos. ¡Lombardi invitaba a El Rosedal y para escucharlo tocar el violín a dúo con ese enano de Cárdenas! No se decía en la invitación si habría luego comida o baile. Muchos tiraron la tarjeta a la papelera, pensando luego decir que no la habían recibido, pero algunos se constituyeron el sábado en la hacienda de Silvio. Era una ocasión para echar una mirada a esa tierra evasiva y ver cómo vivía el italiano. Silvio había preparado una cena para cien personas, pero solo vinieron doce. La gran mesa que había hecho armar bajo las arcadas tuvo que ser desmontada y terminaron todos en el comedor de diario, en los altos de la casa. Después del café fueron a la capilla y se dio el concierto. Mientras ejecutaban la partitura Silvio comprobó de reojo que solo había once personas y nunca pudo descubrir quién era el duodécimo que se escapó o que se quedó en el comedor tomándose un trago más o repitiendo el postre. Pero el concierto fue inolvidable. Sin el socorro de una orquesta, Silvio y Rómulo se sobrepasaron, curvado cada cual sobre su instrumento crearon en esos momentos una estructura sonora que el viento se llevó para siempre, perdiéndose en las galaxias infinitas. Los invitados aplaudieron al final sin ningún entusiasmo. Era evidente que les había pasado por las narices un hecho artístico de valor universal sin que se diesen cuenta. Más tarde, con los tragos, felicitaron a los músicos con frases hiperbólicas, pero no habían escuchado nada, Juan Sebastián Bach pasó por allí sin que le vieran el más pequeño de sus rizos. Silvio siguió viendo a Cárdenas y ejecutando con él en la capilla: bajo las arcadas y aun en pleno rosedal, solitarios conciertos, verdaderos incunables del arte musical sin otros testigos que las palomas y las estrellas. Pero poco a poco fue distanciándose de su colega, terminó por

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no invitarlo más y refundió su violín en el fondo del armario. Lo hizo sin júbilo, pero también sin amargura, sabiendo que durante esos días de inspirada creación había sido algo, tal vez efímeramente, una voz que se perdió en los espacios siderales y que, como la luz, acabó por hundirse en el reino de las sombras. Por entonces se le cayó un incisivo y al poco tiempo otro y por flojera, por desidia, no se los hizo reponer. Una mañana se dio cuenta de que la mitad derecha de su cabeza estaba cubierta de canas. La mayor parte de los vidrios de la galería estaban quebrados. En las arcadas descubrió durante un paseo peroles con leche podrida. ¿Por qué, Dios mío, donde pusiera la mirada, veía instaurarse la descomposición, el apolillamiento y la ruina? Un paquete que recibió de Lima lo sacó un momento de sus cavilaciones. En su época de furioso criptógrafo había encargado una serie de libros y solo ahora le llegaban: diccionarios, gramáticas, manuales de enseñanza de lenguas. Lo revisó someramente hasta que descubrió algo que lo dejó atónito: RES quería decir en catalán nada. Durante varios días vivió secuestrado por esta palabra. Vivía en su interior escrutándola por todos lados, sin encontrar en ella más que lo evidente: la negación del ser, la vacuidad, la ausencia. Triste cosecha para tanto esfuerzo, pues él ya sabía que nada era él, nada el rosedal, nada sus tierras, nada el mundo. A pesar de esta certeza siguió abocado a sus tareas habituales, en las que ponía un empeño heroico, comer, vestirse, dormir, lavarse, ir al pueblo, durar en suma y era como tener que leer todos los días la misma página de un libro pésimamente escrito y desprovisto de toda amenidad.

*

Hasta que un día leyó, literalmente, una página diferente. Era una carta que le llegó de Italia: su prima Rosa le comunicaba la muerte de su padre, don Luigi Cellini, el lejano tío que don Salvatore había detestado tanto. Rosa había quedado en la miseria, con una hija menor, pues su marido, un tal Lucas Settembrini, había fugado del hogar años antes. Le pedía a Silvio que la recibiera en la hacienda, ocuparía el menor espacio posible y se encargaría del trabajo que fuese. Si el viejo Salvatore no estuviese ya muerto hubiera reventado dé rabia al leer esta carta. Así pues se había roto el alma durante cuarenta años para que al final su propiedad albergara y mantuviera a la familia del abusivo Luigi. Pero no fueron estas consideraciones lo que movieron a Silvio a dilatar su respuesta, sino la aprensión que le producía tener parientes metidos en la casa. Adiós sus hábitos de solterón, tendría que afeitarse, quitarse el saco de pijama, comer con buenos modales, etc. Como no sabía qué buen pretexto invocar para denegar el pedido de su prima, decidió mentir y decirle que iba a vender la hacienda para emprender un largo viaje alrededor del mundo que culminaría, según le pareció mí buen remate para su embuste, en un monasterio de oriente, dedicado a la meditación. Cuando resolvió escribir su respuesta cogió la carta de la prima para

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buscar la dirección y la releyó. Y solo al final de la misiva notó algo que lo dejó vibrando, en una difusa ensoñación: su prima firmaba Rosa Eleonora Settembrini. ¿Qué había en esta firma de particular? No tuvo necesidad de romperse la cabeza. Las iniciales de ese nombre formaban la palabra RES. Silvio quedó indeciso, apabullado, sin saber si debía dar crédito a este descubrimiento y llevar su indagación adelante. ¿Estaría al fin en posesión del verdadero sentido de la clave? ¡Tantas búsquedas había emprendido, seguidas de tantas decepciones! Al fin decidió someterse una vez más a los designios del azar y contestó la carta afirmativamente, enviando además, como pedía su ponía el dinero para los pasajes.

*

Las Settembrini llegaron a Tarma al cabo de tres meses, pues por economía habían viajado en un barco caletero que se detuvo en todos los puertos del mundo. Silvio había hecho arreglar para ellas dos dormitorios en un ala apartada de los altos. Ambas aparecieron en El Rosedal sin previo aviso; en la camioneta del mecánico Lavander, que excepcionalmente hacía de taxi. Silvio aguardaba el atardecer en una perezosa de la galería y se acariciaba la barba rojiza atormentado por uno de los tantos problemas que le ofrecía su vida insípida: ¿debía o no venderle uno de sus sementales a don Armando Santa Lucía? Apenas ellas atravesaron el portón y se detuvieron en el patio de tierra, seguidas por Lavander que cargaba las maletas, Silvio se puso de pie movido por un invencible impulso y tuvo que apoyarse en la baranda de madera para no caer. No era su prima ni por supuesto Lavander lo que lo sacudieron sino la visión de su sobrina que, apartada un poco del resto, observaba admirativa la vieja mansión, con la cabeza inclinada hacia un lado: esa tierra secreta, ese reino decrépito y desgobernado, recibía al fin la visita de su princesa. Esa figura no podía proceder más que de un orden celestial, donde toda copia y toda impostura eran imposibles. Roxana debía tener quince años. Silvio comprobó maravillado que su italiano, que no hablaba desde que murió su madre, funcionaba a la perfección, como si desde entonces hubiera estado en reserva, destinado a convertirse, por las circunstancias, en una lengua sagrada. Su prima Rosa, contra su promesa, ocupó desde el comienzo toda la casa y toda la hacienda. Avinagrada y envejecida por la pobreza y el abandono de su marido, se dio cuenta de que El Rosedal era más grande que el pueblo de Tirole, que alguien podía tener más de cien vacas y se aplicó al gobierno del fundo con una pasión vindicativa. Una de las primeras cosas que ordenó, puesto que Silvio formaba parte de la hacienda, fue que reparara su dentadura, así como hizo reponer todos los vidrios rotos de la galería. Silvio no volvió a ver más camisas sucias tiradas por el suelo, porongos con leche podrida en los pasillos, ni cerros de duraznos comidos por los moscardones al pie de los frutales. El Rosedal comenzó

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a fabricar quesos y mermeladas y, saliendo de su estacionamiento, entró en una nueva era de prosperidad.Roxana había cumplido los quince años en el barco que la trajo y parecía que los seguía cumpliendo y que nunca dejaría de cumplirlos. Silviodetestaba la noche y el sueño, porque sabía que era tiempo sustraído ala contemplación de su sobrina. Desde que abría los ojos estaba ya de pie, rogándole a Etelvina Pumari que trajera la leche más blanca, los huevos más frescos, el pan más tibio y la miel más dulce para el desayuno de Roxana. Cuando en las mañanas hacía con ella el habitual paseo por la huerta ingresaba al dominio de lo inefable. Todo lo que ella tocaba resplandecía, su más pequeña palabra devenía memorable, sus viejos vestidos eran las joyas de la corona, por donde pasaba quedaban las huellas de un hecho insólito y el perfume de una visita de la divinidad. El embeleso de Silvio se redobló cuando descubrió que Roxana tenía por segundo nombre Elena y que, apellidándose Settembrini, reaparecía en sus iniciales la palabra RES, pero cargada ahora de cuánto significado. Todo se volvía clarísimo, sus desvelos estaban recompensados, había al fin descifrado el enigma del jardín. De puro gozo ejecutó una noche para Roxana todo el concierto para violín de Beethoven, sin comerse una sola nota, se esmeró en montar bien a caballo, se tiñó de negro la parte derecha de su pelambre y se aprendió de memoria los poemas más largos de Rubén Darío, mientras Rosa se incrustaba cada vez más en la intendencia de la hacienda, secundada por la tribu desconcertada de los Pumari, y dejaba que su primo se deleitara en la educación de su hija. Silvio había concebido planes grandiosos: fundar y financiar una universidad en Tarma, con una pléyade de profesores ricamente pagados, para que Roxana pudiera hacer sus estudios como alumna única; enviar sus medidas a costureros de París para que regularmente le expidieran los modelos más preciosos; contratar un cocinero de renombre ecuménico con la misión de inventar cada día un plato nuevo para su sobrina; invitar al papa en cada efemérides religiosa para que celebrara la misa en la capilla de la hacienda. Pero naturalmente que tuvo que reajustar estos planes a la modestia de sus recursos y se limitó a poner le una profesora de español y otra de canto, hacerle sus trajes con una solterona del lugar y obligar a Basilia Pumari a que se pusiese delantal y toca al servir, lo que arruinó su belleza nativa y la convirtió en un mamarracho colosal. * Este período de beatitud empezó en un momento a enmohecerse. Silvio notó que Roxana disimulaba a veces un bostezo tras su mano cuando él hablaba o que el foco de su mirada estaba situado en un punto que no coincidía con su presencia. Silvio le había narrado ya diez veces su infancia y su juventud, adornándolas con la imaginación de un cuentista persa, y le había ejecutado en interminables veladas toda la música para violín que se había escrito desde el Renacimiento. Roxana, por su parte, conocía ya de memoria toda la hacienda, no había alcoba en la cual no. hubiera introducido su grácil y curiosa naturaleza, era incapaz de extraviarse en el laberinto del

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jardín, para cada árbol de la huerta tenía una mirada de reconocimiento, todos los meandros del río conservaban la huella de sus pisadas y los eucaliptos del bosque la habían adoptado como su deidad. Pero había algo que Roxana ignoraba: la palabra escondida en el rosedal. Silvio no le había hablado nunca de esto, pues era su más preciado secreto y quien quisiese descubrirlo tenía, como él, que pasar por todas las pruebas de una iniciación. Pero como Roxana tendía cada vez más a distraerse y su espíritu se escapaba a menudo de los límites de la heredad, decidió recobrar su atención poniéndola sobre la pista de este enigma. Le dijo así un día que en la hacienda había algo que ella nunca encontraría. Picada su curiosidad, Roxana reanudó sus andares por la hacienda, en busca de lo oculto. Silvio no le había dado mayores indicios y ella no sabía en consecuencia si se trataba de un tesoro, de un animal sagrado o de un árbol de la Sabiduría. En sus recorridos parecía que iba encendiendo las luces de habitaciones invisibles y Silvio tras ella, sombrío, apagándolas. Como al cabo de un tiempo no descubría nada se irritó, exigió más detalles y como Silvio rehusó dárselos se molestó diciéndole que era malo y que ya no lo quería. Silvio quedó muy afligido, sin saber qué partido tomar. Fue entonces cuando Rosa salió de la sombra y le dio el golpe de gracia.

*

Rosa había puesto ya orden en la hacienda y dado por concluida la primera etapa de su misión. Esa codiciada propiedad, más floreciente que nunca, les pertenecería de pleno derecho cuando Silvio desapareciera. Pero había otras propiedades más grandes en Tarma. En sus frecuentes viajes a la ciudad había tenido ocasión de informarse e incluso de visitar fundas con miles de cabezas de ganado. Para acceder a ellos tenía un instrumento irremplazable: Roxana. Inversamente, los ganaderos tarmeños habían intuido que la presencia de esa niña era tal vez la ocasión soñada para entrar al fin en posesión de El Rosedal. Roxana nunca había puesto los pies en Tarma, cautiva como la había tenido el encanto de la hacienda y los cuidados de Silvio, pero se sabía de ella y de su belleza por los decires de sus profesoras. De este modo, intereses contrarios pero convergentes se pusieron simultáneamente en marcha, con fines mezquinamente nupciales, que implicaban a la postre la sustracción de Roxana al imperio de su tío. Todo coincidió con la feria de Santa Ana y con el aniversario de Roxana, que cumplía dieciséis años. Rosa dijo que ya era tiempo de que esa niña frecuentara un poco de mundo, al mismo tiempo que una delegación de hacendados vino a El Rosedal para rogarle a Silvio que fuera mayordomo de la feria. Esto último era más que un honor una dignidad, perseguida por todos los señores, pero que implicaba en contrapartida la organización de grandes y costosos festejos en los que participaba toda la comunidad. Silvio se dijo por qué no, quizás la solución era que Roxana se distrajera, eso le

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volvería el resplandor que día a día iba perdiendo y tal vez el júbilo de vivir en El Rosedal. Decidió entonces reunir el aniversario de su sobrina y la feria en una gran fiesta, en cuyo preparativo se abocó durante un mes como si fuese el hecho más importante de su vida. Hizo aplanar y arreglar el patio de la hacienda, repintar nuevamente la fachada, colocar maceteros con flores en las arcadas, adornar con faroles la galería y limpiar los senderos del jardín y la huerta de pétalos y frutos caídos. Aparte de ello contrató artificieros chinos para el castillo de fuego, un elenco de bailarines de Acobamba, otro de músicos de Huancayo y un equipo de maestros de la pachamanca para que cocieran bajo tierra reses, puercos, carneros, gallinas, cuyes y palomas, aparte de todas las legumbres y hortalizas del valle. En cuanto al bar, dio carta blanca al Hotel Bolívar de Tarma para que surtiera la reunión de todas las bebidas regionales y extranjeras. La fiesta pasó a los anales de la provincia. Desde antes del mediodía empezaron a llegar los invitados por los cuatro caminos del mundo. Algunos vinieron en automóvil, pero la mayor parte en caballos ricamente enjaezados, con arneses y estribos de plata repujada. Los hombres llevaban el traje tradicional: botas de becerro, pantalón de montar de pana, chaqueta de cuero o paño, pañuelo anudado al cuello, sombrero de fieltro y poncho terciado al hombro, esos ponchos de vicuña tan finamente tejidos que pasaban íntegros por un aro de matrimonio. Las mujeres se habían dividido entre amazonas y ciudadanas, según fueran esposas de hacendados o de funcionarios. Serían en total unas quinientas personas, pues Silvio había invitado a propietarios de lugares tan lejanos como Jauja, Junín o Chanchamayo. Y de estas quinientas personas casi la mitad, eran hijos de los hacendados. No se sabía de dónde hablan salido tantos. Vestidos al igual que sus padres, pero en colores más vivos, casi todos en briosas cabalgaduras, formaron de inmediato como un bullicioso corral de arrogantes gallitos, cada cual más apuesto y lucido que el otro. Todo se desarrolló de acuerdo con lo previsto, salvo el instante en que Roxana se hizo presente, y abrió una grieta de silencio y de estupor en la farándula. Rosa había imaginado una puesta en escena teatral: alfombrar la escalera que bajaba de la galería y hacerla descender al son de un vals vienés. Silvio pensó algo mejor: hacerla aparecer desde los aires gracias a un procedimiento mecánico o extraerla de una torta descomunal. Pero finalmente renunció a estos recursos barrocos, confiado en la majestad de su sola presencia y simplemente hubo un momento en que Roxana estuvo allí y todo dejó de existir.Un círculo enmudecido la rodeó y nadie se atrevía a avanzar ni a hablar. A Silvio mismo le costó trabajo dar el primer paso y tuvo que hacer unesfuerzo para acercarse a la dama más próxima y presentarle a susobrina. Los saludos continuaron y el barullo se reinició. Pero otro círculo más restringido se formó, el de los jóvenes, que luego de la presentación ensayaban la galantería. Enamorados fulminantemente y al unísono, hubieran sido capaces de batirse a trompadas o fuetazos si es que la

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presencia de sus padres y un resto de decoro no los obligara a cierta continencia. Después de los aperitivos y del almuerzo empezó el baile. Silvio lo inauguró en pareja con Roxana, pero sus obligaciones de anfitrión lo pusieron en brazos de señoras que lo fueron alejando cada vez más del foco de la reunión. Desde la periferia vio como Roxana iba siendo solicitada por una interminable hilera de bailarines, que se esforzaban por cumplir esa tarde la más brillante de sus performances.¡Y eran tantos además que nunca terminaría de conocerlos! El baile prosiguió interrumpido por brindis, bromas y discursos hasta que Silvio, compartido entre atenciones a señoras y apartes con señores, se dio cuenta de que Roxana hacía rato que no cambiaba de pareja. Y su caballero era nada menos que Jorge Santa Lucía, joven agrónomo reputado por la solidez de su contextura, la grandeza de su hacienda, la amenidad de su carácter y la hermosura de sus pretendientes. En el torbellino los perdió de vista, iba oscureciendo, tuvo que dar órdenes para que iluminaran los faroles de la galería y nuevamente regresó al patio, la mirada indagadora en el ánimo inquieto. Roxana seguía bailando con su galán y nunca vio en su rostro expresión de tan arrobadora alegría. Aún hizo otros brindis, bailó incluso con su prima Rosa que se enroscó en sus hombros como una melosa bufanda, ordenó que fueran previniendo a los artificieros y cuando oscurecía se sintió horriblemente cansado y triste. Era el alcohol tal vez, que casi nunca probaba, o el ajetreo de la fiesta o el exceso de comida, pero lo cierto es que le provocó retirarse a los altos y lo hizo sin que nadie se percatara de ello o intentara retenerlo. Apoyado en el barandal, en la penumbra, contempló la fiesta, su fiesta, que iba cobrando un ritmo frenético a medida que pasaban las horas. La orquesta tocaba a rabiar, las parejas sacaban polvo del suelo con sus zapateos, los bebedores copaban la mesa del bar, bailarines acobambinos disfrazados de diablos ensayaban saltos mortales cerca de las arcadas. Y Roxana, ¿dónde estaba? En vano trató de ubicarla. No era esta, ni esta, ni esta. ¿Dónde la fontana de fuego, la concha de la caverna oscura, la doble manzana de la vida?Desalentado entró en su dormitorio cogió su violín, ensayó algunos acordes y salió con su instrumento a la galería. La recorrió de un extremoa otro hasta que se detuvo frente a la puerta que llevaba al minarete.Hacía años que no subía. La puerta tenía un viejo cerrojo del cual solo él conocía el secreto. Luego de abrirlo trepó trabajosamente por los peldaños apolillados y las cuerdas vencidas. Al llegar al reducido observatorio cubierto de tejas observó el rosedal y buscó el dibujo. No se veía nada, quizás porque no había bastante luz. Por algún lado lucía una mata de rosas blancas, por otro una de amarillas. ¿Dónde estaba el mensaje? ¿Qué decía el mensaje? En ese momento empezaron los fuegos de artificio y el cielo resplandeció. Luminarias rojas, azules, naranja ascendían alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese

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jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco. Aún intentó una nueva fórmula que improvisó en el instante: las letras que alguna vez creyó encontrar correspondían correlativamente a los números y sumando estos daban su edad, cincuenta años, la edad en que tal vez debía morir. Pero esta hipótesis no le pareció ni cierta ni falsa y la acogió con la mayor indiferencia. Y al hacerlo se sintió sereno, soberano. Los fuegos artificiales habían cesado. El baile se reanudó entre vítores, aplausos y canciones. Era una noche espléndida. Levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor.