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Reseña del libro Lost Continents de Lyon Sprague de Camp, el cual estudia el tema de los continentes perdidos, sobre todo la alegoría platónica de la Atlántida.
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Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe
San Juan, Puerto Rico
Atlántida: ¿entelequia o realidad?
Reseña crítica de una obra histórica De Camp, L[yon] Sprague: Lost Continents. The Atlantis Theme in History, Science and
Literature. (“Los continentes perdidos: el tema de la Atlántida en la historia, la ciencia y la
literatura.”) Nueva York: Gnome Press, 1953. Reedición: Nueva York/Mineola [estado de New
York]: Dover Publications, 1970 ([xv]+348p.).
Jorge Ortiz Colom
D0902-0074
Historia 652 – Teorías y Metodologías de la Investigación Histórica
Profesor Josué Caamaño Dones
Entregado (sin cubierta) 30 de octubre de 2010
Entregado por segunda vez 20 de noviembre de 2010
Enviado por vía electrónica 25 de noviembre de 2010
Revisión de contenido 15 de marzo de 2012
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La posibilidad de hallar un mundo perfecto que resuma las frustraciones de la
cotidianidad de los mortales de la tierra ha sido tema obsesivo desde que se lleva la crónica de la
humanidad. Los paraísos y los mundos divinos se han sumado a las utopías y otros sitios ideales
e imaginarios, los que - a pesar de su total inexistencia en el orden material o sensorial - han
sido sin embargo motores del ansia y lucha por mejorar el imperfecto y azaroso mundo que nos
ha tocado para vivir.
El ingeniero, ensayista y escritor de ciencia ficción Lyon Sprague de Camp (1907-2000),
estadounidense natural de Nueva York, pone pie en un irresistible “país” imaginario: la
Atlántida, antiguo “ocupante”, para muchos, de los grandes páramos marinos del Océano
Atlántico (y otros lugares). Esta tierra es parte indeleble de la historiografía puertorriqueña: Fray
Iñigo Abbad y Lasierra, en la Introducción a su clásica Historia Geográfica, Civil y Natural de
la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico de 1788, asegura que “La famosa Atlántida, cuyo
nombre después de muchos miles de años, solo subsiste por una tradición obscura comunicada a
Platón por los sacerdotes egipcios, fue verosímilmente un vasto territorio situado entre la
África, y la América”. Siguiendo la idea del naturalista francés Georges-Louis Leclerc, conde de
Buffon, Abbad pensaba que las Antillas podían ser algún remanente de este continente, “lavado”
y erosionado por el paso del tiempo y la inercia del agua de los océanos ante un planeta en
continuo giro.
La Atlántida “surgió” a la historia en dos diálogos platónicos, Timeo y Critias (355 A.C.),
en los cuales se recoge la historia traída por Sócrates (de cuyas conversaciones Platón fue
transcriptor) de una nación civilizada que pugnó en un momento, distante ya en ese tiempo,
contra la muy real Atenas por la hegemonía del Mediterráneo, y que tras su derrota por los
atenienses, fue consumida por un gran cataclismo (¿terremoto?) que la hundió por siempre bajo
las aguas. Mas que realidad, Atlántida fue una alegoría ficcional de una sociedad, no tanto ideal,
como contrastante con una Atenas ya en ese tiempo roída por el conformismo y la molicie. Pero
la vox populi y la imperfecta forma de transmisión intergeneracional de los hechos culturales
transformo a la Atlántida en una verdadera obsesión para la humanidad occidental en buena parte
de los siguientes dos milenios y medio (o sea, hasta nuestros días).
Heródoto, anterior a Platón, ya escribía sobre unos “atlantes” en el límite occidental del
mundo conocido. Sabios griegos de la talla del filosofo Aristóteles (siglo IV a.c.) y el geógrafo
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Estrabón (siglo I a.c.) especularon sobre la verosimilitud y posibles características de Atlántida.
También el romano Plutarco hace alusión a la misma, y aun en la larga era “medieval” de utopías
celestiales, el mito se negó a morir, aunque pocos se recordaron. Pero “solo estaba dormitando”.
El Renacimiento europeo incubó varias utopías importantes, no tanto países de tierra y
agua como metas de futuro. Aun así, los territorios imaginados por Francis Bacon, Tomás Moro
y Tommaso Campanella tuvieron su deuda más o menos directa con la Atlántida y mientras la
disciplina de la historia avanzaba al racionalismo ilustrado y al cientificismo decimonónico, los
métodos históricos fueron usados y manipulados para conseguir comprobar la existencia de
continentes perdidos. El desarrollo de las ciencias geográficas y naturales modernas, en
particular la geología, no sofocaron el entusiasmo humano por dar con el lugar. Actualmente, los
siglos XIX y XX (y parece que lo que va del XXI) han sido la era de gloria para los mitólogos de la
Atlántida: para muchos una realidad tangible, que permea no solo la investigación “científica”,
sino ideologías tales como el misticismo y varias artes, sobre todo la literatura.
De Camp redactó esta historia semipopular (sin notas al calce pero con abundantes
referencias bibliográficas) para trazar la razón de esta fascinante tierra inexistente. Como idea, la
Atlántida (incluyendo sus congéneres) ha estimulado la investigación de varios campos del saber
humano, sobre todo la historia, la arqueología y las llamadas “ciencias terrestres” - geografía,
geología, meteorología, biología - pero también la lingüística, la antropología, la psicología, y ni
hablar de su impacto sobre la imaginación creadora. Sobre todo, de Camp percibe que el
referente de una sociedad ideal y sin contradicciones, de una cuna primigenia de la civilización,
de un “otro” universal y atisbante de perfección que ilumina la miseria de nuestra cotidianidad
ejerce un tirón irresistible sobre aquellos que ven otra humanidad posible. Y así, la insistente
persecución de ese mundo ideal fomenta el avance intelectual – y material - de nuestro mundo
real. Además, Atlántida demuestra para de Camp la mutabilidad de los discursos: lo tenue que es
la frontera entre fantasía e historia, entre imaginarios y realidad tangible, y de como una idea sin
posibilidad material puede adquirir una trascendencia y poder que a veces superan los dados por
la materialidad de muchas realidades. Claramente, él no es materialista-histórico: como dice al
cierre del libro, la sociedad sin clases es otra Atlántida, más allá de nuestras posibilidades.
De Camp usa un método racionalista de confrontar discursos, teorías e ideas con datos
históricos y científicos, ocasionalmente generando síntesis dialécticas - como, por ejemplo, su
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planteamiento entre las crónicas de la Antigüedad y como antítesis la evidencia arqueológica e
histórica, que postulan la posibilidad de que la próspera Tartéside en el actual suroeste de España
fuera uno de los verdaderos modelos para la Atlántida platónica, aun siendo ésta reinventada por
la ficción, hecha personaje de un relato y adornada con alegorías. Pero en la mayor parte, los
argumentos de la ciencia natural, la arqueología y de la historia positiva triunfan y ridiculizan a
la cepa de atlantistas militantes de los últimos dos siglos, notablemente el estadounidense del
siglo XIX, Ignatius Donnelly, su contemporáneo francés Augustus le Plongeon y el longevo
conde francés Waldeck, enfocado en investir a los mayas con la herencia atlante.
A su vez, la rusa radicada en Norteamérica, Madame Helena Blavatsky, madre de la
teosofía, con sus seguidores y mentores, cocinaron una sopa antropológica que explicaba la
humanidad actual por influencias astrales misteriosas, seres invisibles, gigantescos o
peculiarmente configurados - y continentes: Atlántida, Mu, Lemuria, perdidos en diversos
océanos. De Camp analiza este galimatías y lo denuncia como un gran timo intelectual (y
económico, para sus divulgadores). También aprovecha para dar un “bandazo” a los difusionistas
que creen que la cultura salió de un solo lugar, a los lingüistas aficionados que exageran
coincidencias y encuentran similitudes en idiomas ubicados en rincones apartados entre sí, los
que atribuyen un origen exótico a los indígenas de América (judíos, galeses, vascos, polinesios, y
no faltan los “lemurianos”) y a aquellos que por intolerancia religiosa y prejuicio impidieron el
conocimiento de civilizaciones vencidas en las conquistas occidentales. Tiene particular
señalamiento contra los actos del obispo y “cronista” colonial español Fray Diego de Landa, ex
obispo de Yucatán, “descifrador” del “alfabeto” maya y cómplice de la destrucción de gran parte
de la sabiduría de este pueblo registrada en códices plegadizos. Así, Landa abrió las puertas a la
relectura de los mayas como atlantes extraviados.
De Camp fundamentalmente maneja fuentes históricas y de otro tipo ya publicadas. No es
una historia de datos, sino de una idea y por tanto se vale de confrontar informaciones a menudo
disponibles, parte de ellas teorías reconocidas dentro de las ciencias “terrestres”. Los capítulos de
la obra siguen una secuencia analítica intercalando ciencias naturales y humanas con la siguiente
tendencia: El primero estudia los diálogos platónicos primigenios y la historia del concepto de la
Atlántida en la antigüedad, el II su resurgimiento en el Renacimiento y aspectos lingüísticos, y el
III Lemuria (un continente perdido del Océano Indico), algo de Mu (otro en el Pacifico, el cual -
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salvo por el nombre, que no da - Abbad y Lasierra, al comentarlo en la misma Introducción a su
Historia… de Puerto Rico, asegura que también existió) y el ocultismo en las teorías sobre
continentes perdidos. El cuarto capítulo esboza aspectos antropológicos y varias teorías más o
menos “científicas” sobre la Atlántida, pasando en el V a los mayas, en el VI a los amerindios
“exóticos” antes comentados y en el VII a lo que dicen la biología evolutiva, la geología y la
oceanografía. El capítulo VIII explica elementos geográficos y arqueológicos, el IX enfoca a
Platón y a varios historiadores, y el décimo habla sobre la formación de mitos y otros aspectos
culturales y su pertinencia a Atlántida, como mito fundamental en la historia “universal”.
Solo en el capítulo final, el undécimo, los atlantistas, esta vez los literarios, tienen un
espacio de respiro. En la época moderna, desde que el famoso francés Jules Verne dedicó el
capítulo IX de la segunda parte de su novela Veinte mil leguas de viaje submarino a la Atlántida,
este continente imaginario y otros similares han hallado espacio sobre todo en la narrativa
fantástica y la ciencia ficción, si bien con resultados desiguales. De Camp incorpora tres
apéndices al libro: el primero de fuentes antiguas sobre la Atlántida incluyendo los diálogos
platónicos originarios; el segundo es el árbol genealógico de Platón, y el tercero una lista de las
“Atlántidas” imaginadas por muchos intelectuales, literatos y aficionados (aunque Abbad y
Lasierra no aparece). Esto viene seguido por una bibliografía bastante extensa y un índice
general combinado (geográfico / onomástico / temático). El prólogo del propio autor para este
libro es meramente una nota editorial y de agradecimientos.
De Camp aprovecha la continua oscilación entre temas y argumentos para dar ángulos
diversos y hacer amena y legible su historia. Su manejo del idioma inglés (infortunadamente,
este libro no tiene traducciones) es ágil y su hilvanación verbal “riega” el terreno intelectual
recorrido, evitando la aridez discursiva. En cierto sentido, estructura su libro como una novela o
aventura en la cual los argumentos conversan y urden una trama: su talento como narrador y el
excelente índice evitan que estos se pierdan o se reiteren innecesariamente.
Lost Continents es una historia de una idea, latente en las epopeyas homéricas, nacida
como ejemplo didáctico en la mayéutica socrática y convertida en fábula, que arrastró a muchos
a las simas de la irracionalidad y a otros a la asfixia de la (auto) decepción. Hay un
metaargumento en todo este relato: la insistentemente observada tendencia de la humanidad de
usar el mito como una brújula vital contra la alienación de una vida cotidiana injusta y que no
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parece responder con el bien a quien bien se esfuerza en ella. Y nuestra tierra puertorriqueña no
se exime de estas ilusiones, como demostró el caso del cuento Seva de Luis López Nieves en las
Navidades de 1983, publicado en el suplemento En Rojo del semanario Claridad. Un cuento
imaginario del cual se le quitó esa aclaración, sobre una supuesta resistencia patriótica y heroica
de un pueblo exterminado del oriente de la isla en mayo de 1898, llegó a convertirse en bandera
de lucha contra unas autoridades acusadas de ocultar el “dato histórico” que hubiera, de ser
cierto, arrumbado por siempre el obsesivo pero inexacto lugar común del puertorriqueño pasivo,
“dócil” como lo rotulara René Marqués, en fin, fatalista.
La revelación de lo ficticio del relato inclusive fue respondida con la negación de algunos
que quedaron ilusionados – y huelga decirlo, algunas amistades entre los patriotas quedaron
fatalmente lesionadas por el desplome del mito. En fin, Seva fue una Ultima Thule, una Atlántida
a los pies de los cerros del Yunque, quizá no hundida por un terremoto de comando divino, sino
sepultada por el cataclismo humano de un general genocida, el tal Miles, de reputación por ser el
invasor primero de los estadounidenses por Guánica.
Y aunque Seva hoy es provincia de la anécdota y un cuento de cierta calidad técnica por
derecho propio, Atlántida y otros países imaginarios hundidos, perdidos o evaporados siguen
siendo realísimos en su papel ideológico. Estos mundos no son realidades perdidas porque lo
hayan dicho así los geólogos, los historiadores o los astrofísicos. No los podemos despachar
como puras entelequias. Son “realidades presentes” porque su imagen y su “recuerdo”, antítesis
de un presente sin esperanza, le dan cierta materialidad cuando se hacen creadoras de esa efímera
centella de la ilusión que atiza la creación y la investigación humanas, así como el consuelo y la
esperanza de un futuro distinto y hermoso para la humanidad.
jo