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En Espantapájaros los protagonistasya no son las cosas sino losmecanismos psíquicos, los instintos,las situaciones de omnipotencia, deagresividad, de sublimación, puestasen acción en textos de un lenguajeexpresionista, fáustico, en un climadel más riguroso humor poético.Aunque está objetivada ensituaciones concretas, expresada enimágenes significativas, la temáticaparecería querer ejemplificar, por lodefinidos, algunos de losmovimientos fundamentales de esefondo oscuro y turbulento del yo.

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Oliverio Girondo

Espantapájaros(al alcance de todos)

ePUB v2.1jugaor 07.07.12

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Título original: Espantapájaros (alalcance de todos)Oliverio Girondo, 1932.

Editor original: jugaorePub base v2.0

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No se me importa un pito que lasmujeres tengan los senos comomagnolias o como pasas de higo; uncutis de durazno o de papel de lija. Ledoy una importancia igual a cero, alhecho de que amanezcan con un alientoafrodisiaco o con un aliento insecticida.Soy perfectamente capaz de soportarlesuna nariz que sacaría el primer premioen una exposición de zanahorias; ¡peroeso sí! —y en esto soy irreductible— noles perdono, bajo ningún pretexto, queno sepan volar. Si no saben volar

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¡pierden el tiempo las que pretendanseducirme!

Ésta fue —y no otra— la razón deque me enamorase, tan locamente, deMaría Luisa.

¿Qué me importaban sus labios porentregas y sus encelos sulfurosos? ¿Quéme importaban sus extremidades depalmípedo y sus miradas de pronósticoreservado?

¡María Luisa era una verdaderapluma!

Desde el amanecer volaba deldormitorio a la cocina, volaba delcomedor a la despensa. Volando mepreparaba el baño, la camisa. Volando

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realizaba sus compras, sus quehaceres.¡Con qué impaciencia yo esperaba

que volviese, volando, de algún paseopor los alrededores! Allí lejos, perdidoentre las nubes, un puntito rosado.“¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a lospocos segundos, ya me abrazaba con suspiernas de pluma, para llevarme,volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencioplaneábamos una caricia que nosaproximaba al paraíso; durante horasenteras nos anidábamos en una nube,como dos ángeles, y de repente, entirabuzón, en hoja muerta, el aterrizajeforzoso de un espasmo.

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¡Qué delicia la de tener una mujertan ligera…, aunque nos haga ver, de vezen cuando, las estrellas! ¡Quévoluptuosidad la de pasarse los díasentre las nubes, la de pasarse las nochesde un solo vuelo!

Después de conocer una mujeretérea, ¿puede brindarnos alguna clasede atractivos una mujer terrestre?¿Verdad que no hay una diferenciasustancial entre vivir con una vaca o conuna mujer que tenga las nalgas a setentay ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz decomprender la seducción de una mujerpedestre, y por más empeño que ponga

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en concebirlo, no me es posible ni tansiquiera imaginar que pueda hacerse elamor más que volando.

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Jamás se había oído el menor rocede cadenas. Las botellas nomanifestaban ningún deseo deincorporarse. Al día siguiente decolocar un botón sobre una mesa, se leencontraba en el mismo sitio. El vino ylos retratos envejecían con dignidad.Era posible afeitarse ante cualquierespejo, sin que se rasgara a la altura dela carótida; pero bastaba que un invitadotocase la campanilla y penetrara en elvestíbulo, para que cometiese los másgrandes descuidos; alguna de esas

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distracciones imperdonables, quepueden conducirnos hasta el suicidio.

En el acto de entregar su tarjeta, porejemplo, los visitantes se sacaban lospantalones, y antes de ser introducidosen el salón, se subían hasta el ombligolos faldones de la camisa. Al ir asaludar a la dueña de casa, una fuerzairresistible los obligaba a sonarse lasnarices con los visillos, y al quererpreguntarle por su marido, lepreguntaban por sus dientes postizos. Apesar de un enorme esfuerzo devoluntad, nadie llegaba a dominar latentación de repetir: “Cuernos de vaca”,si alguien se refería a las señoritas de la

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casa, y cuando éstas ofrecían una taza deté, los invitados se colgaban de lasarañas, para reprimir el deseo demorderles las pantorrillas.

El mismo embajador de Inglaterra,un inglés reseco en el protocolo, con unbigote usado, como uno de esos cepillosde dientes que se utilizan paraembetunar los botines, en vez de aceptarla copa de champagne que le brindaban,se arrodilló en medio del salón paraolfatear las flores de la alfombra, ydespués de aproximarse a un pedestal,levantó la pata como un perro.

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Nunca he dejado de llevar la vidahumilde que puede permitirse unmodesto empleado de correos. ¡Pues!Mi mujer —que tiene la manía de pensaren voz alta y de decir todo lo que lepasa por la cabeza— se empeña enatribuirme los destinos más absurdosque pueden imaginarse.

Ahora mismo, mientras leía losdiarios de la tarde, me preguntó sinninguna clase de preámbulos:

«¿Por qué no abandonaste el gato yel hogar? ¡Ha de ser tan lindo

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embarcarse en una fragata!… Durantelas noches de luna, los marineros sereúnen sobre cubierta. Algunos tocan elacordeón, otros acarician una mujer degoma. Tú fumas la pipa en compañía deun amigo. El mar te ha endurecido laspupilas. Has visto demasiadosatardeceres. ¿Con qué puerto, con quéciudad no te has acostado alguna noche?¿Las velas serán capaces de brindarte unhorizonte nuevo? Un día en que la calmaya es una maldición, bajas a tu cucheta,desanudas un pañuelo de seda, teahorcas con una trenza de mujer.»

Y no contenta con hacerme navegarpor todo el mundo, cuando hace

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dieciséis años que estoy anclado en elcorreo:

«¿Recuerdas las que tenía cuandome conociste?… En ese tiempo meimaginaba que serías soldado y mispezones se incendiaban al pensar quetendrías un pecho áspero, como unfelpudo.

»Eras fuerte. Escalaste los muros deun monasterio. Te acostaste con laabadesa. La dejaste preñada. ¿A quétiempo, a qué nación pertenece tuhistoria?… Te has jugado la vida tantasveces, que posees un olor a barajasusadas. ¡Con qué avidez, con qué ternurayo te besaba las heridas! Eras brutal.

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Eras taciturno. Te gustaban los quesosque saben a verija de sátiro… y laprimera noche, al poseerme, medestrozaste el espinazo en el respaldo dela cama.»

Y como me dispusiera a demostrarleque lejos de cometer esas barbaridades,no he ambicionado, durante toda miexistencia, más que ingresar en el ClubSocial de Vélez Sarsfield:

«Ahora te veo arrodillado en unaiglesia con olor a bodega.

»Mírate las manos; sólo sirven parahojear misales. Tu humildad es tangrande que te avergüenzas de tu pureza,de tu sabiduría. Te hincas, a cada

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instante para besar las hojas que sequejan y que suspiran. Cuando una mujerte mira, bajas los párpados y te sientesdesnudo. Tu sudor es grato a lasprostitutas y a los perros. Te gustacaminar, con fiebre, bajo la lluvia. Tegusta acostarte, en pleno campo, a mirarlas estrellas…

»Una noche —en que te hallas conDios— entras en un establo, sin quenadie te vea, y te estiras sobre la paja,para morir abrazado al pescuezo dealguna vaca…»

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Abandoné las carambolas por elcalambur, los madrigales por losmamboretás, los entreveros por losentretelones, los invertidos por losinvertebrados. Dejé la sociabilidad acausa de los sociólogos, de los solistas,de los sodomitas, de los solitarios. Noquise saber nada con los prostáticos.Preferí el sublimado a lo sublime. Loedificante a lo edificado. Mi repulsiónhacia los parentescos me hizo eludir lospadrinazgos, los padrenuestros. Conjurélas conjuraciones más concomitantes

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con las conjugaciones conyugales. Fuicélibe, con el mismo amor propio conque hubiese sido paraguas. A pesar demis predilecciones, tuve quedistanciarme de los contrabandistas y delos contrabajos; pero intimé, en cambio,con la flagelación, con los flamencos.

Lo irreductible me sedujo uninstante. Creí, con una buena fe devoluntario, en la mineralogía y en losminotauros. ¿Por qué razón los mitos norepoblarían la aridez de nuestrascircunvoluciones? Durante varios siglos,la felicidad, la fecundidad, la filosofía,la fortuna, ¿no se hospedaron en unapiedra?

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¡Mi ineptitud llegó a confundir a uncoronel con un termómetro!

Renuncié a las sociedades debeneficencia, a los ejerciciosrespiratorios, a la franela. Aprendí dememoria el horario de los trenes que notomaría nunca. Poco a poco mesedujeron el recato y el bacalao. Noconsentí ninguna concomitancia con laconcupiscencia, con la constipación. Fuimetodista, malabarista, monogamista.Amé las contradicciones, lascontrariedades, los contrasentidos… ycaí en el gatismo, con una violencia degatillo.

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En cualquier parte donde nosencontremos, a toda hora del día o de lanoche, ¡miembros de la familia!Parientes más o menos lejanos, pero conuna ascendencia idéntica a la nuestra.

¿Cualquier gato se asoma a laventana y se lame las nalgas?… ¡Losmismos ojos de tía Carolina! ¿El caballode un carro resbala sobre el asfalto?…¡Los dientes un poco amarillentos de miabuelo José María!

¡Lindo programa el de encontrarparientes a cada paso! ¡El de ser un tío a

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quien lo toman por primo a cadainstante!

Y lo peor, es que los vínculos deconsanguinidad no se detienen en laescala zoológica. La certidumbre delorigen común de las especies fortalecetanto nuestra memoria, que el límite delos reinos desaparece y nos sentimos tancerca de los herbívoros como de loscristalizados o de los farináceos. Siete,setenta o setecientas generacionesterminan por parecernos lo mismo, y(aunque las apariencias sean distintas)nos damos cuenta de que tenemos tantode camello, como de zanahoria.

Después de galopar nueve leguas de

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pampa, nos sentamos ante la humaredadel puchero. Tres bocados… y elesófago se nos anuda. Hará un periodogeológico; este zapallo, ¿no sería un hijode nuestro papá? Los garbanzos tienenun gustito a paraíso, ¡pero si resultaraque estamos devorando a nuestrospropios hermanos!

A medida que nuestra existencia seconfunde con la existencia de cuanto nosrodea, se intensifica más el terror deperjudicar a algún miembro de lafamilia. Poco a poco, la vida setransforma en un continuo sobresalto.Los remordimientos que nos corroen laconciencia, llegan a entorpecer las

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funciones más impostergables delcuerpo y del espíritu. Antes de mover unbrazo, de estirar una pierna, pensamosen las consecuencias que ese gestopuede tener, para toda la parentela. Cadadía que pasa nos es más difícilalimentarnos, nos es más difícil respirar,hasta que llega un momento en que nohay otra escapatoria que la de optar, yresignarnos a cometer todos losincestos, todos los asesinatos, todas lascrueldades, o ser, simple yhumildemente, una víctima de la familia.

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Mis nervios desafinan con la mismafrecuencia que mis primas. Si porcasualidad, cuando me acuesto, dejo deatarme a los barrotes de la cama, a losquince minutos me despierto,indefectiblemente, sobre el techo de miropero. En ese cuarto de hora, sinembargo, he tenido tiempo deestrangular a mis hermanos, dearrojarme a algún precipicio y dequedar colgado de las ramas de unespinillo.

Mi digestión inventa una cantidad de

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crustáceos, que se entretienen enperforarme el intestino. Desde lainfancia, necesito que me desabrochenlos tiradores, antes de sentarme enalguna parte, y es rarísimo que puedasonarme la nariz sin encontrar en elpañuelo un cadáver de cucaracha.

Todavía, cuando llovizna, me duelela pierna que me amputaron hace tresaños. Mi riñón derecho es un maní. Miriñón izquierdo se encuentra en el museode la Facultad de Medicina. Soypolíglota y tartamudo. He perdido, a lalotería, hasta las uñas de los pies, y enel instante de firmar mi actamatrimonial, me di cuenta que me había

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casado con una cacatúa.Las márgenes de los libros no son

capaces de encauzar mi aburrimiento ymi dolor. Hasta las ideas más optimistastoman un coche fúnebre para pasearsepor mi cerebro. Me repugna el bostezode las camas deshechas, no sientoninguna propensión por empollarles lossenos a las mujeres y me enferma quelos boticarios se equivoquen con tanpoca frecuencia en los preparados deestricnina.

En estas condiciones, creosinceramente que lo mejor es tragarseuna cápsula de dinamita y encender, contoda tranquilidad, un cigarrillo.

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¡Todo era amor… amor! No habíanada más que amor. En todas partes seencontraba amor. No se podía hablarmás que de amor.

Amor pasado por agua, a la vainilla,amor al portador, amor a plazos. Amoranalizable, analizado. Amor ultramarino.Amor ecuestre.

Amor de cartón piedra, amor conleche… lleno de prevenciones, depreventivos; lleno de cortocircuitos, decortapisas.

Amor con una gran M, con una M

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mayúscula, chorreado de merengue,cubierto de flores blancas…

Amor espermatozoico, esperantista.Amor desinfectado, amor untuoso…

Amor con sus accesorios, con susrepuestos; con sus faltas de puntualidad,de ortografía; con sus interrupcionescardiacas y telefónicas.

Amor que incendia el corazón de losorangutanes, de los bomberos. Amor queexalta el canto de las ranas bajo lasramas, que arranca los botones de losbotines, que se alimenta de encelo y deensalada.

Amor impostergable y amorimpuesto. Amor incandescente y amor

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incauto. Amor indeformable. Amordesnudo. Amor-amor que es,simplemente, amor. Amor y amor… ¡ynada más que amor!

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Yo no tengo una personalidad; yosoy un cocktail, un conglomerado, unamanifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es unaespecie de furunculosis anímica enestado crónico de erupción; no pasamedia hora sin que me nazca una nuevapersonalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, estal la aglomeración de las que merodean, que mi casa parece elconsultorio de una quiromántica demoda. Hay personalidades en todas

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partes: en el vestíbulo, en el corredor,en la cocina, hasta en el W.C…

¡Imposible lograr un momento detregua, de descanso! ¡Imposible sabercuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a conviviren la promiscuidad más absoluta contodas ellas, no me convenzo de que mepertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tenerconmigo —me pregunto— todas estaspersonalidades inconfesables, queharían ruborizar a un carnicero? ¿Habréde permitir que se me identifique, porejemplo, con este pederasta marchitoque no tuvo ni el coraje de realizarse, o

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con este cretinoide cuya sonrisa escapaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en micuerpo es suficiente, sin embargo, paraenfermarse de indignación. Ya que nopuedo ignorar su existencia, quisieraobligarlas a que se oculten en losrepliegues más profundos de mi cerebro.Pero son de una petulancia… de unegoísmo… de una falta de tacto…

Hasta las personalidades másinsignificantes se dan unos aires detransatlántico. Todas, sin ninguna clasede excepción, se consideran con derechoa manifestar un desprecio olímpico porlas otras, y naturalmente, hay peleas,

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conflictos de toda especie, discusionesque no terminan nunca. En vez decontemporizar, ya que tienen que vivirjuntas, ¡pues no señor!, cada unapretende imponer su voluntad, sin tomaren cuenta las opiniones y los gustos delas demás. Si alguna tiene unaocurrencia, que me hace reír acarcajadas, en el acto sale cualquierotra, proponiéndome un paseíto alcementerio. Ni bien aquélla desea queme acueste con todas las mujeres de laciudad, ésta se empeña en demostrarmelas ventajas de la abstinencia, y mientrasuna abusa de la noche y no me dejadormir hasta la madrugada, la otra me

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despierta con el amanecer y exige queme levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez deposibilidades que no se realizan nunca,una explosión de fuerzas encontradasque se entrechocan y se destruyenmutuamente. El hecho de tomar la menordeterminación me cuesta un tal cúmulode dificultades, antes de cometer el actomás insignificante necesito poner tantaspersonalidades de acuerdo, que prefierorenunciar a cualquier cosa y esperar quese extenúen discutiendo lo que han dehacer con mi persona, para tener, almenos, la satisfacción de mandarlas atodas juntas a la mierda.

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¿Nos olvidamos, a veces, de nuestrasombra o es que nuestra sombra nosabandona de vez en cuando?

Hemos abierto las ventanas desiempre. Hemos encendido las mismaslámparas. Hemos subido las escalerasde cada noche, y sin embargo hanpasado las horas, las semanas enteras,sin que notemos su presencia.

Una tarde, al atravesar una plaza,nos sentamos en algún banco. Sobre laspiedritas del camino describimos, con elregatón de nuestro paraguas, la mitad de

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una circunferencia. ¿Pensamos enalguien que está ausente? ¿Buscamos, ennuestra memoria, un recuerdo perdido?En todo caso, nuestra atención seencuentra en todas partes y en ninguna,hasta que, de repente advertimos unestremecimiento a nuestros pies, y alaveriguar de qué proviene, nosencontramos con nuestra sombra.

¿Será posible que hayamos vividojunto a ella sin habernos dado cuenta desu existencia? ¿La habremos extraviadoal doblar una esquina, al atravesar unamultitud? ¿O fue ella quien nosabandonó, para olfatear todas las otrassombras de la calle?

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La ternura que nos infunde supresencia es demasiado grande para quenos preocupe la contestación a esaspreguntas.

Quisiéramos acariciarla como a unperro, quisiéramos cargarla para quedurmiera en nuestros brazos, y es tal lasatisfacción de que nos acompañe alregresar a nuestra casa, que todas laspreocupaciones que tomamos con ellanos parecen insuficientes.

Antes de atravesar las bocacallesesperamos que no circule ninguna clasede vehículo. En vez de subir lasescaleras, tomamos el ascensor, paraimpedir que los escalones le fracturen el

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espinazo. Al circular de un cuarto a otro,evitamos que se lastime en las aristas delos muebles, y cuando llega la hora deacostarnos, la cubrimos como si fueseuna mujer, para sentirla bien cerca denosotros, para que duerma toda la nochea nuestro lado.

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¿Resultará más práctico dotarse deuna epidermis de verruga que adquiriruna psicología de colmillo cariado?

Aunque ya han transcurrido muchosaños, lo recuerdo perfectamente.Acababa de formularme esta pregunta,cuando un tranvía me susurró al pasar:“¡En la vida hay que sublimarlo todo…no hay que dejar nada sin sublimar!”

Difícilmente otra revelación mehubiese encandilado con más violencia:fue como si me enfocaran, de pronto,todos los reflectores de la escuadra

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británica. Recién me iluminaba tantasabiduría, cuando empecé a sublimar,cuando ya lo sublimaba todo, con unentusiasmo de rematador… derematador sublime, se sobreentiende.

Desde entonces la vida tiene unsignificado distinto para mí. Lo queantes me resultaba grotesco odeleznable, ahora me parece sublime. Loque hasta ese momento me producíahastío o repugnancia, ahora me precipitaen un colapso de felicidad que me haceencontrar sublime lo que sea: de losescarbadientes a los giros postales, deladulterio al escorbuto.

¡Ah, la beatitud de vivir en plena

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sublimidad, y el contento de comprobarque uno mismo es un peatón afrodisiaco,lleno de fuerza, de vitalidad, deseducción; lleno de sentimientosincandescentes, lleno de sexosindeformables; de todos los calibres, detodas las especies: sexos con música,sin desfallecimientos, de percusión!Bípedo implume, pero barbado con unabarba electrocutante, indescifrable.¡Ciudadano genial —¡muchísimo másgenial que ciudadano!— con ideasembudo, ametralladoras, cascabel; conideas que disponen de todos losvehículos existentes, desde la intuición alos zancos! ¡Mamón que usufructúa de

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un temperamento devastador yreconstituyente, capaz de enamorarse alinfrarrojo, de soldar vínculos autógenosde una sola mirada, de dejar encinta unagruesa de colegialas con el dedomeñique!…

¡Pensar que antes de sublimarlotodo, sentía ímpetus de suicidarme antecualquier espejo y que me ha bastadoencarar las cosas en sublime, parareconocerme dueño de millares deseñoras etéreas, que revolotean y seposan sobre cualquier cornisa, con elpropósito de darme docenas y docenasde hijos, de catorce metros de estatura;grandes bebés machos y rubicundos, con

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una cantidad de costillas mucho mayorque la reglamentaria, a pesar de tenerhermanas gemelas y afrodisiacas!…

Que otros practiquen —si lesdivierte— idiosincrasias de felpudo.Que otros tengan para las cosas unasonrisa de serrucho, una mirada decharol.

Yo he optado, definitivamente, porlo sublime y sé, por experiencia propia,que en la vida no hay más solución quela de sublimar, que la de mirarlo yresolverlo todo, desde el punto de vistade la sublimidad.

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Si hubiera sospechado lo que se oyedespués de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquitaque nos echó a perder los últimosmomentos y cerramos los ojos paradormir la eternidad, empiezan lasdiscusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas!¡Qué carencia absoluta de compostura!¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabresesmalcasados, en plena catástrofeconyugal, daría una noción aproximada

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de las bataholas que se producen a cadainstante.

Mientras algún vecino patalea dentrode su cajón, los de al lado se insultancomo carreros, y al mismo tiempo queresuena un estruendo a mudanza, se oyenlas carcajadas de los que habitan en latumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera conel derecho de manifestar a gritos losdeseos que había logrado reprimirdurante toda su existencia de ciudadano,y no contento con enterarnos de susmezquindades, de sus infamias, a loscinco minutos de hallarnos instalados ennuestro nicho, nos interioriza de lo que

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opinan sobre nosotros todos loshabitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos lasorejas. Los comentarios, las risitasirónicas, los cascotes que caen de no sesabe dónde, nos atormentan en tal formalos minutos del día y del insomnio, quenos dan ganas de suicidarnosnuevamente.

Aunque parezca mentira —esashumillaciones— ese continuo estruendoresulta mil veces preferible a losmomentos de calma y de silencio.

Por lo común, éstos sobrevienen conuna brusquedad de síncope. De pronto,sin el menor indicio, caemos en el

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vacío. Imposible asirse a alguna cosa,encontrar una asperosidad a queaferrarse. La caída no tiene término. Elsilencio hace sonar su diapasón. Laatmósfera se rarifica cada vez más, y elmenor ruidito: una uña, un cartílago quese cae, la falange de un dedo que sedesprende, retumba, se amplifica, chocay rebota en los obstáculos que encuentra,se amalgama con todos los ecos quepersisten; y cuando parece que ya se vaa extinguir, y cerramos los ojosdespacito para que no se oiga ni el rocede nuestros párpados, resuena un nuevoruido que nos espanta el sueño parasiempre.

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¡Ah, si yo hubiera sabido que lamuerte es un país donde no se puedevivir!

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Se miran, se presienten, se desean,se acarician, se besan, se desnudan,se respiran, se acuestan, se olfatean,se penetran, se chupan, se demudan,se adormecen, despiertan, se iluminan,se codician, se palpan, se fascinan,se mastican, se gustan, se babean,se confunden, se acoplan, se disgregan,se aletargan, fallecen, se reintegran,se distienden, se enarcan, se menean,se retuercen, se estiran, se caldean,se estrangulan, se aprietan, se estremecen,se tantean, se juntan, desfallecen,

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se repelen, se enervan, se apetecen,se acometen, se enlazan, se entrechocan,se agazapan, se apresan, se dislocan,se perforan, se incrustan, se acribillan,se remachan, se injertan, se atornillan,se desmayan, reviven, resplandecen,se contemplan, se inflaman, se enloquecen,se derriten, se sueldan, se calcinan,se desgarran, se muerden, se asesinan,resucitan, se buscan, se refriegan,se rehúyen, se evaden y se entregan.

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Hay días en que yo no soy más queuna patada, únicamente una patada.¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!… en laventana de un quinto piso. ¿Se detieneuna calva?… Allá va por el aire hastaensartarse en algún pararrayos. ¿Unautomóvil frena al llegar a una esquina?Instalado de una sola patada en algunabuhardilla.

¡Al traste con los frascos de lasfarmacias, con los artefactos de luzeléctrica, con los números de las puertasde calle!

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Cuando comienzo a dar patadas, esinútil que quiera contenerme. Necesitoderrumbar las cornisas, los mingitorios,los tranvías. Necesito entrar —¡apatadas!— en los escaparates y sacar —¡a patadas!— todos los maniquíes a lacalle. No logro tranquilizarme, estarcontento, hasta que no destruyo las obrasde salubridad, los edificios públicos.Nada me satisface tanto como hacerestallar, de una patada, los gasómetros ylos arcos voltaicos. Preferiría morirantes que renunciar a que los farolesdescriban una trayectoria de cohete ycaigan, patas arriba, entre los brazos delos árboles.

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A patadas con el cuerpo debomberos, con las flores artificiales,con el bicarbonato. A patadas con losdepósitos de agua, con las mujerespreñadas, con los tubos de ensayo.

Familias disueltas de una solapatada; cooperativas de consumo,fábricas de calzado; gente que no hapodido asegurarse, que ni siquiera tuvotiempo de cambiarle el agua a lasaceitunas… a los pececillos de color…

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Mi abuela —que no era tuerta— medecía:

«Las mujeres cuestan demasiadotrabajo o no valen la pena. ¡Puebla tusueño con las que te gusten y serán tuyasmientras descansas!

»No te limpies los dientes, por lomenos, con los sexos usados. Rehúye,dentro de lo posible, las enfermedadesvenéreas, pero si alguna vez necesitasoptar entre un premio a la virtud y lasífilis, no trepides un solo instante: ¡Elmercurio es mucho menos pesado que la

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abstinencia!»Cuando unas nalgas te sonrían, no

se lo confíes ni a los gatos. Recuerdaque nunca encontrarás un sitio mejordonde meter la lengua que tu propiobolsillo, y que vale más un sexo en lamano que cien volando.»

Pero a mi abuela le gustabacontradecirse, y después de pedirme quele buscase los anteojos que tenía sobrela frente, agregaba con voz dedaguerrotipo:

«La vida —te lo digo porexperiencia— es un largoembrutecimiento. Ya ves en el estado yen el estilo en que se encuentra tu pobre

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abuela. ¡Si no fuese por la esperanza dever un poco mejor después de muerta!…

»La costumbre nos teje, diariamente,una telaraña en las pupilas. Poco a poconos aprisiona la sintaxis, el diccionario,y aunque los mosquitos vuelen tocandola corneta, carecemos del coraje dellamarlos arcángeles. Cuando una tía noslleva de visita, saludamos a todo elmundo, pero tenemos vergüenza deestrecharle la mano al señor gato, y mástarde, al sentir deseos de viajar,tomamos un boleto en una agencia devapores, en vez de metamorfosear unasilla en transatlántico.

»Por eso —aunque me creas

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completamente chocha— nunca mecansaré de repetirte que no debesrenunciar ni a tu derecho de renunciar.El dolor de muelas, las estadísticasmunicipales, la utilización del aserrín,de la viruta y otros desperdicios, puedenproporcionarnos una satisfaccióninsospechada. Abre los brazos y no teniegues al clarinete, ni a las faltas deortografía. Confecciónate una nuevavirginidad cada cinco minutos y escuchaestos consejos como si te los diera unamoldura, pues aunque la experiencia seauna enfermedad que ofrece tan pocopeligro de contagio, no debes exponertea que te influencie ni tan siquiera tu

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propia sombra.»¡La imitación ha prostituido hasta a

los alfileres de corbata!»

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Exigió que sus esclavos leescupieran la frente, y colgado de laspatas de una cigüeña, abandonó suscostumbres y sus cofres de sándalo.

¿Sabía que las esencias dejan unamargor en la garganta? ¿Sabía que elascetismo puebla la soledad de mujeresdesnudas y que toda sabiduría ha dehumillarse ante el mecanismo de unmosquito?

Durante su permanencia en eldesierto, su ombligo consiguió trasuntarbuena parte del universo. Allí, las

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arañas que llevan una cruz sobre laespalda lo preservaron de los súcubosextrachatos. Allí intimó con losfantasmas que recorren en zancos laeternidad y con los cactus que tienenidiosincrasias de espantapájaro, peroaunque tuvo coloquios con el Diablo ycon el Señor, no pudo descubrir laexistencia de una nueva virtud, de unnuevo vicio.

El ayuno de toda concupiscencia ¿lepermitiría saborear el halago de que unmismo fervor lo acompañara a todaspartes, con su miasma de sumisión y depodredumbre?

Precedido por una brisa que

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apartaba las inmundicias del camino, laspoblaciones atónitas lo vieron pasarcargado de aburrimiento y de parásitos.

Su presencia maduraba las mieses.La sola imposición de sus manos hacíarenacer la virilidad y su mirada infundíaen las prostitutas una ternura agreste decodorniz.

¡Cuántas veces su palabra cayósobre la multitud con la mansedumbrecon que la lluvia tranquiliza el oleaje!

Sobre la calva un resplandorfosforescente y millares de abejasalojadas en la pelambre de su pecho,aparecía al mismo tiempo en lugaresdistintos, con un desgano cada vez más

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consciente de la inutilidad de cuantoexiste.

Su perfección había llegado arepugnarle tanto como el baño o como elcaviar. Ya no sentía ningunavoluptuosidad en paladear la siesta y losremansos encarnados en un yacaré. Yano le procuraba el menor alivio que losleprosos lo esperaran para acariciarle lasombra, ni que las estrellas dejasen detemblar, ante el tamaño de su ternura yde su barba.

Una tarde, en el recodo de uncamino, decidió inmovilizarse para todala eternidad.

En vano los peregrinos acudieron,

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de todas partes, con sus oraciones y susofrendas. En vano se extremaron, ante suindiferencia, los ritos de la cábala y dela mortificación. Ni las penitencias nilas cosquillas consiguieron arrancarletan siquiera un bostezo, y en medio delespanto se comprobó que mientras elverdín le cubría las extremidades y elpudor, su cuerpo se iba transformando,poco a poco, en una de esas piedras quese acuestan en los caminos paraempollar gusanos y humedad.

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A unos les gusta el alpinismo. Aotros les entretiene el dominó. A mí meencanta la transmigración.

Mientras aquéllos se pasan la vidacolgados de una soga o pegandopuñetazos sobre una mesa, yo me lopaso transmigrando de un cuerpo a otro,yo no me canso nunca de transmigrar.

Desde el amanecer, me instalo enalgún eucalipto a respirar la brisa de lamañana. Duermo una siesta mineral,dentro de la primera piedra que hallo enmi camino, y antes de anochecer ya

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estoy pensando la noche y las chimeneascon un espíritu de gato.

¡Qué delicia la de metamorfosearseen abejorro, la de sorber el polen de lasrosas! ¡Qué voluptuosidad la de sertierra, la de sentirse penetrado detubérculos, de raíces, de una vida latenteque nos fecunda… y nos hacecosquillas!

Para apreciar el jamón ¿no esindispensable ser chancho? Quien nologre transformarse en caballo ¿podrásaborear el gusto de los valles y darsecuenta de lo que significa “tirar elcarro”?…

Poseer una virgen es muy distinto a

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experimentar las sensaciones de lavirgen mientras la estamos poseyendo, yuna cosa es mirar el mar desde la playa,otra contemplarlo con unos ojos decangrejo.

Por eso a mí me gusta meterme enlas vidas ajenas, vivir todas sussecreciones, todas sus esperanzas, susbuenos y sus malos humores.

Por eso a mí me gusta rumiar lapampa y el crepúsculo personificado enuna vaca, sentir la gravitación y losramajes con un cerebro de nuez o decastaña, arrodillarme en pleno campo,para cantarle con una voz de sapo a lasestrellas.

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¡Ah, el encanto de haber sidocamello, zanahoria, manzana, y lasatisfacción de comprender, a fondo, lapereza de los remansos… y de loscamaleones!…

¡Pensar que durante toda suexistencia, la mayoría de los hombres nohan sido ni siquiera mujer!… ¿Cómo esposible que no se aburran de susapetitos, de sus espasmos y que nonecesiten experimentar, de vez encuando, los de las cucarachas… los delas madreselvas?

Aunque me he puesto, muchas veces,un cerebro de imbécil, jamás hecomprendido que se pueda vivir,

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eternamente, con un mismo esqueleto yun mismo sexo.

Cuando la vida es demasiadohumana —¡únicamente humana!— elmecanismo de pensar ¿no resulta unaenfermedad más larga y más aburridaque cualquier otra?

Yo, al menos, tengo la certidumbreque no hubiera podido soportarla sin esaaptitud de evasión, que me permitetrasladarme adonde yo no estoy: serhormiga, jirafa, poner un huevo, y lo quees más importante aún, encontrarmeconmigo mismo en el momento en queme había olvidado, casi completamente,de mi propia existencia.

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Me estrechaba entre sus brazoschatos y se adhería a mi cuerpo, con unaviolenta viscosidad de molusco. Unasecreción pegajosa me iba envolviendo,poco a poco, hasta lograrinmovilizarme. De cada uno de susporos surgía una especie de uña que meperforaba la epidermis. Sus senoscomenzaban a hervir. Una exudaciónfosforescente le iluminaba el cuello, lascaderas; hasta que su sexo —lleno deespinas y de tentáculos— se incrustabaen mi sexo, precipitándome en una serie

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de espasmos exasperantes.Era inútil que le escupiese en los

párpados, en las concavidades de lanariz. Era inútil que le gritara mi odio ymi desprecio. Hasta que la última gotade esperma no se me desprendía de lanuca, para perforarme el espinazo comouna gota de lacre derretido, sus encíascontinuaban sorbiendo midesesperación; y antes de abandonarmeme dejaba sus millones de uñashundidas en la carne y no tenía otroremedio que pasarme la nochearrancándomelas con unas pinzas, parapoder echarme una gota de yodo en cadauna de las heridas…

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¡Bonita fiesta la de ser un durmienteque usufructúa de la predilección de lossúcubos!

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Llorar a lágrima viva. Llorar achorros. Llorar la digestión. Llorar elsueño. Llorar ante las puertas y lospuertos. Llorar de amabilidad y deamarillo.

Abrir las canillas, las compuertasdel llanto. Empaparnos el alma, lacamiseta. Inundar las veredas y lospaseos, y salvarnos, a nado, de nuestrollanto.

Asistir a los cursos de antropología,llorando. Festejar los cumpleañosfamiliares, llorando. Atravesar el

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África, llorando.Llorar como un cacuy, como un

cocodrilo… si es verdad que loscacuies y los cocodrilos no dejan nuncade llorar.

Llorarlo todo, pero llorarlo bien.Llorarlo con la nariz, con las rodillas.Llorarlo por el ombligo, por la boca.

Llorar de amor, de hastío, de alegría.Llorar de frac, de flato, de flacura.Llorar improvisando, de memoria.¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

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¿Que las poleas ya no se contentancon devorar millares y millares dededos meñiques? ¿Que las máquinas decoser amenazan zurcirnos hasta losmenores intersticios? ¿Que ladepravación de las esferas terminará pordegradar a la geometría?

Es bastante intranquilizador —sinduda alguna— comprobar que no existeni una hectárea sobre la superficie de laTierra que no encubra cuatro docenas decadáveres; pero de allí a considerarseuna simple carnaza de microbios… a no

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concebir otra aspiración que la derecibirse de calavera…

Lo cotidiano podrá ser unamanifestación modesta de lo absurdo,pero aunque Dios —reencarnado enalgún sacamuelas— nos obligara alocalizar todas nuestras esperanzas enlos escarbadientes, la vida no dejaría deser, por eso, una verdadera maravilla.

¿Qué nos importa que los cadáveresse descompongan con mucha másfacilidad que los automóviles? ¿Qué nosimporta que familias enteras —¡llenasde señoritas!— fallezcan por suexcesivo amor a los hongos silvestres?…

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El solo hecho de poseer un hígado ydos riñones ¿no justificaría que nospasáramos los días aplaudiendo a lavida y a nosotros mismos? ¿Y no bastacon abrir los ojos y mirar, paraconvencerse que la realidad es, enrealidad, el más auténtico de losmilagros?

Cuando se tienen los nervios bientemplados, el espectáculo másinsignificante —una mujer que sedetiene, un perro que husmea una pared— resulta algo tan inefable… es tal elcúmulo de coincidencias, decircunstancias que se requieren —porejemplo— para que dos moscas

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aterricen y se reproduzcan sobre unacalva, que se necesita unaimpermeabilidad de cocodrilo para nosufrir, al comprobarlo, un verdaderosíncope de admiración.

De ahí ese amor, esa gratitud enormeque siento por la vida, esas ganas delamerla constantemente, esos ímpetus deprosternación ante cualquier cosa… antelas estatuas ecuestres, ante los tachos debasura…

De ahí ese optimismo de pelota degoma que me hace reír, a carcajadas, delesqueleto de las bicicletas, de losataques al hígado de los limones; esaalegría que me incita a rebotar en todas

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las fachadas, en todas las ideas, a salircorriendo —¡desnudo!— por losalrededores para hacerles cosquillas alos gasómetros… a los cementerios…

Días, semanas enteras, en que nologra intranquilizarme ni la sospecha deque a las mujeres les pueda nacer untaxímetro entre los senos.

Momentos de tal fervor, de talentusiasmo, que me lo encuentro a Diosen todas partes, al doblar las esquinas,en los cajones de las mesas de luz, entrelas hojas de los libros y en que, a pesarde los esfuerzos que hago porcontenerme, tengo que arrodillarme enmedio de la calle, para gritar con una

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voz virgen y ancestral:«¡Viva el esperma… aunque yo

perezca!»

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20

Con frecuencia voy a visitar a unpariente que vive en los alrededores. Alpasar por alguna de las estaciones —¡nofalla ni por casualidad!— el tren saltasobre el andén, arrasa los equipajes,derrumba la boletería, el comedor. Losvagones se trepan los unos sobre losotros. El furgón se acopla con lalocomotora. No hay más que piernas ybrazos por todas partes: bajo losasientos, entre los durmientes de la vía,sobre las redes donde se colocan lasvalijas.

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De mi compartimento sólo queda unpedazo de puerta. Echo a un lado loscadáveres que me rodean. Rectifico lalatitud de mi corbata, y salgo, lo máscampante, sin una arruga en el pantalóno en la sonrisa.

Aunque preveo lo que sucederá,otras veces me embarco, con laesperanza de que mis presentimientosresulten inexactos.

Los pasajeros son los mismos desiempre. Está el marido adúltero, con susonrisa de padrillo. Está la señoritacuyos atractivos se cotizan enproporción directa al alejamiento de lacosta. Está la señora foca, la señora

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tonina; el fabricante de artículos degoma, que apoyado sobre la bordacontempla la inmensidad del mar y loúnico que se le ocurre es escupirlo.

Al tercer día de navegar se oye —¡en plena noche!— un estruendometálico, intestinal.

¡Mujeres semidesnudas! ¡Hombresen camiseta! ¡Llantos! ¡Plegarias!¡Gritos!…

Mientras los pasajeros seestrangulan al asaltar los botes desalvamento, yo aprovecho un bandazopara zambullirme desde la cubierta, y yaen el mar, contemplo —conimpasibilidad de corcho— el

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espectáculo.¡Horror! El buque cabecea, tiembla,

hunde la proa y se sumerge.¿Tendré que convencerme una vez

más que soy el único sobreviviente?Con la intención de comprobarlo,

inspecciono el sitio del naufragio. Aquíun salvavidas, una silla de mimbre…Allá un cardumen de tiburones, uncadáver flotante…

Calculo el rumbo, la distancia, ydespués de batir todos los récords delmundo, entro, el octavo día, en el puertode desembarque.

Mis amigos, la gente que me conoce,las personas que saben de cuántas

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catástrofes me he librado, supusieron, enel primer momento, que era una simplecasualidad, pero al comprobar que lacasualidad se repetía demasiado,terminaron por considerarla unacostumbre, sin darse cuenta que se tratade una verdadera predestinación.

Así como hay hombres cuya solapresencia resulta de una eficaciaabortiva indiscutible, la mía provocaaccidentes a cada paso, ayuda al azar yrompe el equilibrio inestable de quedepende la existencia.

¡Con qué angustia, con qué ansiedadcomprobé, durante los primerostiempos, esta propensión al cataclismo!

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… ¡La vida se complica cuando sehallan escombros a cada paso! ¡Pero estal la fuerza de la costumbre!…Insensiblemente uno se habitúa a vivirentre cadáveres desmenuzados y entrevidrios rotos, hasta que se descubre elencanto de las inundaciones, de losderrumbamientos, y se ve que la vidasólo adquiere color en medio de ladesolación y del desastre.

¡Saber que basta nuestra presenciapara que las cariátides se cansen desostener los edificios públicos yfallezcan —entre sus capiteles, entre susexpedientes— centenares deprestamistas, que se alimentaban de

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empleados… ¡públicos!… y degarbanzos!

¡Saborear —como si fuesemazamorra— los temblores que provocanuestra mirada; esos terremotos en losque las bañaderas se arrojan desde eloctavo piso, mientras perecenenjauladas en los ascensores, docenasde vendedoras rubias, y que sin embargose llamaban Esther!

¿Verdad que ante la magnificencia detales espectáculos, pierden todoatractivo hasta los paisajes de montañas,mucho mejor formadas que las nalgas dela Venus de Milo?

El exotismo de las mariposas o de

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los mastodontes, los ritos de lamasonería o de la masticación —almenos en lo que a mí se refieren— noconsiguen interesarme. Necesitoesqueletos pulverizados, decapitacionesferroviarias, descuartizamientosinidentificables, y es tan grande mi amorpor lo espectacular, que el día en que noprovoco ningún cortocircuito, sufro unaverdadera desilusión.

En estas condiciones, mi compañíaresultará lo intranquilizadora que sequiera.

¿Tengo yo alguna culpa en preferirlas quemaduras a las colegialas detercer grado?

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Aunque la mayoría de los hombresse satisfaga con rumiar el sueño y lavigilia con una impasibilidad decornudo, quien haya pernoctado entrecadáveres vagabundos comprenderá queel resto me parezca melaza, nada másque melaza.

Yo soy —¡qué le vamos a hacer!—un hombre catastrófico, y así como nopuedo dormir antes que se derrumben,sobre mi cama, los bienes, y los cuerposde los que habitan en los pisos dearriba, no logro interesarme por ningunamujer, si no me consta, que alestrecharla entre mis brazos, ha dedeclararse un incendio en el que perezca

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carbonizada… ¡la pobrecita!

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Que los ruidos te perforen losdientes, como una lima de dentista, y lamemoria se te llene de herrumbre, deolores descompuestos y de palabrasrotas.

Que te crezca, en cada uno de losporos, una pata de araña; que sólopuedas alimentarte de barajas usadas yque el sueño te reduzca, como unaaplanadora, al espesor de tu retrato.

Que al salir a la calle, hasta losfaroles te corran a patadas; que unfanatismo irresistible te obligue a

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prosternarte ante los tachos de basura yque todos los habitantes de la ciudad teconfundan con un meadero.

Que cuando quieras decir: “Miamor”, digas: “Pescado frito”; que tusmanos intenten estrangularte a cada rato,y que en vez de tirar el cigarrillo, seastú el que te arrojes en las salivaderas.

Que tu mujer te engañe hasta con losbuzones; que al acostarse junto a ti, semetamorfosee en sanguijuela, y quedespués de parir un cuervo, alumbre unallave inglesa.

Que tu familia se divierta endeformarte el esqueleto, para que losespejos, al mirarte, se suiciden de

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repugnancia; que tu únicoentretenimiento consista en instalarte enla sala de espera de los dentistas,disfrazado de cocodrilo, y que teenamores, tan locamente, de una caja dehierro, que no puedas dejar, ni un soloinstante, de lamerle la cerradura.

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Las mujeres vampiro son menospeligrosas que las mujeres con un sexoprensil.

Desde hace siglos, se conocendiversos medios para protegernos contralas primeras.

Se sabe, por ejemplo, que unafricción de trementina después del baño,logra en la mayoría de los casos,inmunizarnos; pues lo único que lesgusta a las mujeres vampiro es el sabormarítimo de nuestra sangre, esareminiscencia que perdura en nosotros,

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de la época en que fuimos tiburón ocangrejo.

La imposibilidad en que seencuentran de hundirnos su lanceta ensilencio, disminuye, por otra parte, losriesgos de un ataque imprevisto. Bastacon que al oírlas nos hagamos losmuertos para que después de olfatearnosy comprobar nuestra inmovilidad,revoloteen un instante y nos dejentranquilos.

Contra las mujeres de sexo prensil,en cambio, casi todas las formasdefensivas resultan ineficaces. Sin duda,los calzoncillos erizables y algunosotros preventivos, pueden ofrecer sus

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ventajas; pero la violencia de honda conque nos arrojan su sexo, rara vez nos datiempo de utilizarlos, ya que antes deadvertir su presencia, nos desbarrancanen una montaña rusa de espasmosinterminables, y no tenemos másremedio que resignarnos a unainmovilidad de meses, si pretendemosrecuperar los kilos que hemos perdidoen un instante.

Entre las creaciones que inventa elsexualismo, las mencionadas, sinembargo, son las menos temibles.Mucho más peligrosas, sin discusiónalguna, resultan las mujeres eléctricas, yesto, por un simple motivo: las mujeres

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eléctricas operan a distancia.Insensiblemente, a través del tiempo

y del espacio, nos van cargando como unacumulador, hasta que de prontoentramos en un contacto tan íntimo conellas, que nos hospedan sus mismasondulaciones y sus mismos parásitos.

Es inútil que nos aislemos como unanacoreta o como un piano. Lospantalones de amianto y los pararrayostesticulares son iguales a cero. Nuestracarne adquiere, poco a poco,propiedades de imán. Las tachuelas, losalfileres, los culos de botella queperforan nuestra epidermis, nosemparentan con esos fetiches africanos

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acribillados de hierros enmohecidos.Progresivamente, las descargas queponen a prueba nuestros nervios de altatensión, nos galvanizan desde eloccipucio hasta las uñas de los pies. Entodo instante se nos escapan de losporos centenares de chispas que nosobligan a vivir en pelotas. Hasta que eldía menos pensado, la mujer que noselectriza intensifica tanto sus descargassexuales, que termina porelectrocutarnos en un espasmo, lleno deinterrupciones y de cortocircuitos.

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Se podrá discutir mi erudiciónornitológica y la eficacia de misaperturas de ajedrez. Nunca faltaráalgún zopenco que niegue la exactitudastronómica de mis horóscopos ¡peroeso sí! a nadie se le ocurrirá dudar, ni unsolo instante, de mi perfecta, de miabsoluta solidaridad.

¿Una colonia de microbios se alojaen los pulmones de una señorita?Solidario de los microbios, de lospulmones y de la señorita. ¿A unestudiante se le ocurre esperar el tranvía

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adentro del ropero de una mujer casada?Solidario del ropero, de la mujercasada, del tranvía, del estudiante y dela espera.

A todas horas de la noche, en lasfiestas patrias, en el aniversario deldescubrimiento de América, dispuesto asolidarizarme con lo que sea, víctima demi solidaridad.

Inútil, completamente inútil, que meresista. La solidaridad ya es un reflejoen mí, algo tan inconsciente como ladilatación de las pupilas. Si durante uncentésimo de segundo consigodesolidarizarme de mi solidaridad, en elcentésimo de segundo que lo sucede,

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sufro un verdadero vértigo desolidaridad.

Solidario de las olas sin velas… sinesperanza. Solidario del naufragio delas señoras ballenatos, de los tiburonesvestidos de frac, que les devoran elvientre y la cartera. Solidario de lascarteras, de los ballenatos y de losfraques.

Solidario de los sirvientes y de lasratas que circulan en el subsuelo, juntocon los abortos y las flores marchitas.

Solidario de los automóviles, de loscadáveres descompuestos, de lascomunicaciones telefónicas que secortan al mismo tiempo que los collares

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de perlas y las sogas de los andamies.Solidario de los esqueletos que

crecen casi tanto como los expedientes;de los estómagos que ingieren toneladasde sardinas y de bicarbonato, mientrasse van llenando los depósitos de agua yde objetos perdidos.

Solidario de los carteros, de lasamas de cría, de los coroneles, de lospedicuros, de los contrabandistas.

Solidario por predestinación y poroficio. Solidario por atavismo, porconvencionalismo. Solidario aperpetuidad. Solidario de losinsolidarios y solidario de mi propiasolidaridad.

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El 31 de febrero, a las nueve ycuarto de la noche, todos los habitantesde la ciudad se convencieron que lamuerte es ineludible.

Enfocada por la atención de cadauno, esta evidencia, que por lo generallleva una vida de araña en losrepliegues de nuestras circunvoluciones,tendió su tela en todas las conciencias,se derramó en los cerebros hastaimpregnarlos como a una esponja.

Desde ese instante, las similitudesmás remotas sugerían, con tal violencia,

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la idea de la muerte, que bastabahallarse ante una lata de sardinas —porejemplo— para recordar el forro de losféretros, o fijarse en las piedras de unavereda, para descubrir su parentescocon las lápidas de los sepulcros. Enmedio de una enorme consternación, secomprobó que el revoque de lasfachadas poseía un color y unacomposición idéntica a la de los huesos,y que así como resultaba imposiblesumergirse en una bañadera, sin ensayarla actitud que se adoptaría en el cajón,nadie dejaba de sepultarse entre lassábanas, sin estudiar el modelado queadquirirían los repliegues de su mortaja.

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El corazón, sobre todo, con su ritmoisócrono y entrañable, evocaba las ideasmás funerarias, como si el órgano quesimboliza y alimenta la vida sólo tuvierafuerzas para irrigar sugestiones demuerte. Al sentir su tic-tac sobre laalmohada, quien no llorara la vida quese le iba yendo a cada instante,escuchaba su marcha como si fuese eleco de sus pasos que se encaminaran ala tumba, o lo que es peor aun, como sioyese el latido de un aldabón quellamara a la muerte desde el fondo desus propias entrañas.

La urgencia de liberarse de estaobsesión por lo mortuorio, hizo que

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cada cual se refugiara —según suidiosincrasia— ya sea en el misticismoo en la lujuria. Las iglesias, losburdeles, las posadas, las sacristías sellenaron de gente. Se rezaba y sefornicaba en los tranvías, en los paseospúblicos, en medio de la calle…Borracha de plegarias o de aguardiente,la multitud abusó de la vida, quisoexprimirla como si fuese un limón, perouna ráfaga de cansancio apagó, parasiempre, esa llamarada de piedad y devicio.

Los excesos del libertinaje y de ladevoción habían durado lo suficiente,sin embargo, como para que se

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demacraran los cuerpos, como para quelos esqueletos adquiriesen unaimportancia cada día mayor. Sinnecesidad de aproximar las manos a losfocos eléctricos, cualquiera podíainstruirse en los detalles más íntimos desu configuración, pues no sólo seusufructuaba de una mirada radiográfica,sino que la misma carne se iba haciendocada vez más traslúcida, como si loshuesos, cansados de yacer en laoscuridad, exigieran salir a tomar sol.Las mujeres más elegantes —por lodemás— implantaron la moda dearrastrar enormes colas de crespón y nocontentas con pasearse en coches

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fúnebres de primera, se ataviaban comoun difunto, para recibir sus visitas sobresu propio túmulo, rodeadas decentenares de cirios y coronas desiemprevivas.

Inútilmente se organizaron romerías,kermeses, fiestas populares. Al aspirarel ambiente de la ciudad, los músicos,contratados en las localidades vecinas,tocaban los “charlestons” como sifuesen marchas fúnebres, y las parejasno podían bailar sin que susmovimientos adquiriesen una rigidezsiniestra de danza macabra. Hasta losoradores especialistas en exaltar lavoluptuosidad de vivir resultaron de una

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perfecta ineficacia, pues no sólo lostópicos más experimentados adquirían,entre sus labios, una frigidez cadavérica,sino que el auditorio sólo abandonaba suindiferencia para gritarles: “¡Muera eseresucitado verborrágico! ¡A la tumba esebachiller de cadáver!”

Esta propensión hacia lo funerario,hacia lo esqueletoso, ¿podía dejar deprovocar, tarde o temprano, unaverdadera epidemia de suicidios?

En tal sentido, por lo menos, lapoblación demostró una inventiva y unavitalidad admirables. Hubo suicidios detodas las especies, para todos losgustos; suicidios colectivos, en serie, al

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por mayor. Se fundaron sociedadesanónimas de suicidas y sociedades desuicidas anónimos. Se abrieron escuelaspreparatorias al suicidio, facultades queotorgaban título “de perfecto suicida”.Se dieron fiestas, banquetes, bailes demáscaras para morir. La emulación hizoque todo el mundo se ingeniase en hallarun suicidio inédito, original. Una familiaperfecta —una familia mejor organizadaque un baúl “Innovation”— ordenó quela enterrasen viva, en un cajón dondecabían, con toda comodidad, las cuatrogeneraciones que la adornaban.Ochocientos suicidas, disfrazados deLázaro, se zambulleron en el asfalto,

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desde el veinteavo piso de uno de losedificios más céntricos de la ciudad. Un“dandy”, después de transformar enataúd la carrocería de su automóvil,entró en el cementerio, a ciento setentakilómetros por hora, y al llegar ante latumba de su querida se descerrajó cuatrotiros en la cabeza.

El desaliento público era demasiadointenso, sin embargo, como para quepudiera persistir ese ímpetu deaniquilamiento y exterminio. Bien prontonadie fue capaz de beber un vasito deestricnina, nadie pudo escarbarse laspupilas con una hoja de “gillette”. Unadejadez incalificable entorpecía las

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precauciones que reclaman ciertosprocesos del organismo. El descuidoamontonaba basuras en todas partes,transformaba cada rincón en un paraísode cucarachas. Sin preocuparse de ladignidad que requiere cualquiercadáver, la gente se dejaba morir en lasposturas más denigrantes. Ejércitos deratas invadían las casas con aliento detumba. El silencio y la peste se paseabandel brazo, por las calles desiertas, y antela inercia de sus dueños —yaputrefactos— los papagayos sucumbíancon el estómago vacío, con la boca llenade maldiciones y de malas palabras.

Una mañana, los millares y millares

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de cuervos que revoloteaban sobre laciudad —oscureciéndola en pleno día—se desbandaron ante la presencia de unaescuadrilla de aeroplanos.

Se trataba de una misión con finessanitarios, cuyo rigor científicoimplacable se evidenció desde el primermomento.

Sin aproximarse demasiado, paraevitar cualquier peligro de contagio, losaviones fumigaron las azoteas con todaclase de desinfectantes, arrojaronbombas llenas de vitaminas, confetisafrodisiacos, globitos hinchados deoptimismo, hasta que un examen prolijodemostró la inutilidad de toda

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profilaxis, pues al batir el récordmundial de defunciones, la población sehabía reducido a seis o siete moribundosrecalcitrantes.

Fue entonces —y sólo después dehaber alcanzado esta evidencia—cuando se ordenó la destrucción de laciudad y cuando un aguacero degranadas, al abrasarla en una sola llama,la redujo a escombros y a cenizas, paralograr que no cundiera el miasma de lacertidumbre de la muerte.

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OLIVERIO GIRONDO (Buenos Aires,1891-1967). Destacado poeta delmovimiento vanguardista argentino.Contribuyó a la trayectoria de revistasque difundieron el Ultraísmo, comoProa, Prisma y Martín Fierro, donde sedieron a conocer algunos de losprincipales escritores de su tiempo:

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Jorge Luis Borges, MacedonioFernández, Leopoldo Marechal yRicardo Güiraldes.

Su primer libro, Veinte poemas paraser leídos en el tranvía (1922), recogela poética de la gran ciudad moderna,propuesta por Guillaume Apollinaire yel Futurismo. El uso de neologismos,alternado con el verso libre y algunasformas clásicas, marca la diversidad desu obra en títulos como Calcomanías(1925), Espantapájaros (1932),Interlunio (1937), Persuasión de losdías (1942), Campo nuestro (1946) yEn la masmédula (1956).