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JERONIMO BERMUDEZ Y LA DRAMATIZACION DEL ABUSO DE PODER: LA NISE LAUREADA
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
En la cadena textual que, durante la última parte del siglo XVI, dramatiza el ejercicio del poder político, el escritor gallego Jerónimo Bermúdez surge como una figura muy significativa. Junto con Cristóbal de Virué �s, Lupercio Leonardo de Argensola o Juan de la Cueva, y precedié �ndoles en el tiempo, Bermúdez plantea con su vida y con su escritura dramática uno de los problemas que preocuparon a los intelectuales de su �poca y, todo hay que decirlo, a los protagonistas y primeros actores de ese ejercicio del poder político, a los mismos monarcas.
Dentro de la producción dramática del siglo XVI, dividida ya en función de la distinta condición del público a que iba dirigida -‐público cerrado o cautivo y público abierto1-‐, la obra teatral de Bermúdez queda fijada en una zona de no evidente delimitación. Su posible adscripción a los círculos universitarios de Coimbra hace de ella una muestra del paso que el teatro dio en la segunda mitad del siglo XVI. Bermúdez escribe, probablemente, para un público universitario; tal vez sus obras no fueran representadas, sino leídas con acompañamiento de una gestualidad adecuada1, al estilo de la 1.- Véase A. HERMENEGILDO, El teatro del siglo XVI, Madrid, Júcar, 1994. 2.- Es una suposición que hace M. D. Triwedi, en la introducción a su edición de la obra
de Jerónimo Bermúdez, Nise Lastimosa e Nise Laureada en Primeras Tragedias Españolas de António de Silva, Madrid, Casa de Francisco Sánchez, 1577 (ed. critica a cura di Mitchell D. Triwedi, Dept. Of Romance Languages, University of North Carolina, Madrid, Ed. Castalia, 1975).
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comedia humanística precedente; tal vez sus obras fueran puestas en escena con los medios reducidos de todo ejercicio teatral llevado a cabo en las aulas o patios de la institución universitaria. Pero sea cual fuere su realización escé �nica primordial, resulta evidente la condición de los dos textos conservados, la Nise lastimosa y la Nise laureada. Una y otra tragedia están construidas previendo una «escasez de medios y de recursos escé �nicos». Aunque siempre queda abierta una duda al intentar trazar las fronteras que separan el teatro del siglo XVI y el que surge en manos de Lope de Vega. Y es la siguiente.
La línea divisoria tal vez esté � definida -‐y este es un asunto que será imperativo explorar con precaución-‐ por la desaparición de un «teatro para oír», el del siglo XVI anterior a la comedia nueva, y la emergencia de un «teatro para ver», el que se manifiesta en los últimos años del siglo. A la doble condición de público cerrado y público abierto, hay que añadir la de teatro para oír y teatro para ver. Jerónimo Bermúdez crea sus textos dramáticos dentro de las coordenadas que organizan un espectáculo cargado de signos auditivos, lleno de palabras ordenadas por un discurso determinado, marcado por el «decir» más que por el «hacer». No es de extrañar, en estas condiciones, que sus dos tragedias se alcen como un gigantesco icono textual, muy poco entremezclado con otros iconos de tipo no-‐textual, con la excepción, evidentemente, de los iconos [personaje]. De hecho, al llevar a cabo el análisis detallado de las marcas de representación insertas en los textos de las dos obras, llegamos a la conclusión de que el único icono visual o, mejor, el único símbolo visual vigente en ambas tragedias es la figura del rey, de los reyes Alfonso y Pedro respectivamente. Añadamos que en la Lastimosa, junto al icono [rey], se muestran otros dos iconos, el cetro y la corona, que vienen a completar visualmente el icono
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[rey]3, añadi �éndole las connotaciones del poder. En la Laureada, el icono [rey], dotado tambié �n del icono [cetro], está acompañado por unos complementos sé �micos significativos de la crueldad y de la violencia: el cuchillo con que se ejecuta a los dos traidores, el corazón de las víctimas, etc... Todo lo demás es discurso, es «decir» más que «hacer», «hablar» más que «mostrar». La palabra, icono textual, signo auditivo, se apodera del espacio escé �nico y casi elimina toda presencia de los iconos visuales. Las dos tragedias son textos prácticamente desnudos de cualquier teatralidad que pueda apoyarse en lo visual. De ahí la importancia de «oír» a los personajes, de «escuchar» sus disertaciones y discusiones alrededor de los varios problemas que se dramatizan, pero sobre todo en torno a una cuestión fundamental, la concepción y el ejercicio del poder político. Si el icono máximo y casi único es el rey y los discursos entrecruzados que «se dicen» en escena, aparece como una necesidad el estudiar lo que significa el monarca y lo que supone su dramatización.
El rey, en principio, es el signo evidente y central del poder, pero hay dos conceptos opuestos de dicho poder en una y otra tragedia. En ambas obras se pone en peligro la paz del reino y la existencia misma de la sociedad, aunque se siguen caminos 3.-‐ Vé �anse nuestros precedentes trabajos «Procedimientos de teatralización: la Nise lastimosa, de Jerónimo Bermúdez», en La puesta en escena del teatro clásico. Cuadernos de Teatro Clásico, Madrid, 1995, n. 8, pp. 15-‐35; «Iconicidad implícita y órdenes explícitas de representación en la Nise laureada de Jerónimo Bermúdez» (en prensa) y «Provisiones de enunciación y motricidad en la Nise laureada de Jerónimo Bermúdez» (en prensa).
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distintos. En la Lastimosa, por incapacidad e inepcia del monar-‐ca, se produce un vacío de poder; en la Laureada se llega a una situación semejante -‐riesgo de destrucción de la paz del reino-‐ por abuso de poder y por la brutalidad y la crueldad de su máximo representante. Esta es nuestra hipótesis.
La Lastimosa y la Laureada viven en dos órbitas discursivas radicalmente opuestas. Lo que nos llevará a suponer la existencia de dos manos creadoras distintas4. En el primer caso se tratara de una pieza traducida o adaptada de otro -‐el portugu �s Ferreira-‐ por Jerónimo Bermúdez; en el segundo tendríamos la obra original del fraile gallego.
Como mé �todo de trabajo, vamos a poner en paralelo el concepto de príncipe que se transmite en la tradición cristiana tomista y el que surge con la obra de Maquiavelo. El análisis de los discursos contrapuestos y del léxico del poder en ambas tragedias nos permitirá acercarnos a la solución del problema.
La tradición é �tico-‐cristiana, fijada en De regimine principum de santo Tomás de Aquino y apoyada en la línea del pensar platónico, aristotélico y ciceroniano, define las características del g �énero político en un tejido textual donde se dibuja la figura del príncipe como la encarnación del bien o, visto negativamente en ciertos casos, del mal de la nación. El príncipe es el modelo de conducta y de virtud propuesto a su pueblo. De la sabiduría a la mesura, de la justicia al pacifismo, de la preocupación por la unidad de la nación al apoyo en consejeros hábiles y francos, de la conciencia limpia a la adhesión y 4.-‐Vé �ase la bibliografía sobre la discutida autoría de António Ferreira y de Bermúdez acumulada por Adrien Roig, Inesiana ou Bibliografia Geral sobre Ines de Castro, Coimbra, Biblioteca Geral da Universidade, 1986.
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solidaridad con los principios de la convivencia cristiana... Esas son algunas de las condiciones que han de respetar los monarcas identificados a la citada tradición.
Como corolario de tales modos de obrar, el monarca, según esta escuela, debe imitar a Cristo5, reverenciado en la práctica medieval como «imperator». El emperador también fue calificado de «vicarius Christi»6. Pero al llegar los siglos XV y XVI, los reyes se apropian la condición de «imperator», de emperadores de sus propios reinos, y reivindican el origen divino de su condición. Diego de Valera, Juan de Lucena, Hernando del Pulgar, etc... mantienen esta visión del poder político. Vitoria hace una elaboración más sistematizada y moderna, haciendo desaparecer «la tesis tradicional del origen divino»7. El derecho al poder está en la República misma, pero al no ser capaz de ejercerlo esta última, se lo entrega al príncipe, quien lo asume íntegramente. Decimos que «se lo entrega» y no que «se lo presta» Se trata de una delegación de poderes que lleva implícita una renuncia a ellos y el establecimiento de una filiación directa [Dios/rey]. «Ese poder del rey es, en consecuencia, de derecho divino, porque no es otro que el que 5.-‐ Fray Luis de León, en su De los nombres de Cristo, toca este punto capital a la hora de definir las normas cristianas del perfecto príncipe. El fraile agustino también se alzó contra la dureza política del monarca reinante en España, quien no imitaba al buen pastor Cristo en su forma de gobernar la grey. Véase, sobre este punto, nuestro trabajo «Fray Luis de León y su visión de la figura del rey», en Letras de Deusto, 13, 1983, pp. 169-‐77. 6.-‐ José � Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social. Siglos XV a XVII, Madrid, Revista de Occidente, 1972, I, p. 259. 7.-‐ Ibidem, I, p. 262.
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Dios creó al crear la comunidad. El rey [...] es ministro de Dios, no de la República»8. De ahí que el rey sólo sea responsable ante la autoridad de Dios, y que la no resistencia y la obediencia al príncipe sean de prescripción divina. Esa doctrina del derecho divino se convierte en la base del absolutismo durante los reinados de Carlos V y Felipe II, aunque haya opiniones de los teóricos de la «cosa pública» no siempre coincidentes
Las ideas políticas de Maquiavelo, expuestas en El príncipe (1531), van por un camino distinto del que marca la tradición ético-‐cristiana. La «razón de estado» invocada por el autor es uno de los componentes claros de lo que se ha llamado el estado moderno9. Bueno es recordar, sin embargo, con Maravall10, que «en Maquiavelo y en los maquiavelistas, la razón de estado no ejerce ningún primado sobre el derecho positivo, ni [...] necesita ejercerlo; por el contrario, el respeto a las leyes establecidas, a las leyes antiguas, es un rasgo de su concepción acerca de los comportamientos de un poder político puro; en consecuencia, el político que llega a creerse obligado a conculcar el derecho por necesidad o conveniencias políticas, sólo se considera perfectamente justificado a hacerlo por servir al imperativo del bien del Estado que es su máximo deber. Es una excepción a la legalidad que confirma el carácter general de esta». La identificación de dicha justificación es la tenue línea que separa la tiranía y el recto ejercicio del gobernar.
8 Ibidem, I, p. 262. 9 L : K : Born, «Introduction to Erasmus and On Ancient and Medieval
Political Thought», en The Education of a Christian Prince by Desiderius Erasmus (Nueva York, Octagon, 1965, pp. 3-130), fija con gran pertinencia las fronteras entre la doble concepción del principe.
10.-‐ Maravall, op. cit., v. 2, p. 416
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Las dos concepciones del poder real, en su versión degradada, se enfrentan en la obra dramática de Jerónimo Bermúdez y constituyen los extremos que polarizan las varias formas del pensar político y del ejercicio del poder. En dos artículos complementarios11 vamos a analizar las dos Nises teniendo en cuenta, como tela de fondo, la doble concepción de la autoridad real, del ejercicio de la autoridad real, que hemos descrito brevemente. Pero bueno será recordar antes algunos datos, ya conocidos, sobre la figura del fraile gallego y su enfrentamiento con la política filipina en torno al problema de Portugal.
Las Primeras tragedias españolas están dedicadas a don Fernando Ruiz de Castro y Andrade, «verdadero y natural señor y valedor de toda aquella nuestra patria» (p. 46)12, es decir de Galicia. El reino de Galicia fue siempre un foco sensible a los vaivenes políticos del vecino país portugué �s. Y no resulta extraña ni la presencia de Bermúdez en Coimbra13 ni su preocupación por «el caso portugués», surgido durante la �poca en que el rey don Sebastián carece de sucesor al trono lusitano.
11.-‐ Vé �ase nuestro «Jerónimo Bermúdez y la dramatización del vacío de poder: la Nise lastimosa». En prensa. La introducción y la descripción de la metodología son comunes en los dos trabajos. 12.-‐ Citaremos entre paréntesis por la edición de Triwedi arriba descrita, con indicación de la página (p.) o del verso o versos correspondientes. 13.-‐ Sedano, al editar las Nises en su Parnaso español (Madrid, 1772), da una Noticia de los poetas castellanos que componen el Parnaso español, donde afirma la presencia de Bermúdez en la ciudad de Coímbra, aunque no establece fechas precisas.
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No olvidemos que Bermúdez fue maestre de campo de la caballería jineta en las dos jornadas africanas del rey portugué �s don Sebastián14. La carta-‐dedicatoria de las Primeras tragedias está firmada el 8 de mayo de 1575. La invasión de Portugal por las tropas de Felipe II tuvo lugar en junio de 1580. En enero de 1582 el soberano español fue jurado rey de Portugal y consumó así la anexión del territorio. Francisco Sánchez Cantón15 rastreó ciertos detalles de la vida de Bermúdez y describió una altercación con el licenciado Bernaldino Arias, abogado de la Real Audiencia de Galicia, altercación ocurrida en diciembre de 1581. El autor de las Nises manifiesta de modo claro su oposición a la política portuguesa de Felipe II y apoya al prior de Crato en el problema de la sucesión dinástica lusitana. La noticia de la disputa llegó a oídos del monarca, ya enterado de la opinión de Bermúdez sobre el problema, pues había recibido un informe del propio Bermúdez sobre dicho problema. En el mes de abril de 1582, Bermúdez es apresado en La Coruña y trasladado a Santiago. En una carta que el alcalde Gudiel, de la Audiencia de Galicia, envía al monarca, recomienda que el Vicario provincial de los dominicos traslade a Castilla al rebelde Bermúdez. En otras palabras, el autor de las Nises se enfrenta con el poder real en torno al problema de Portugal y, por vía de consecuencia, inscribe en sus dos tragedias una visión del ejercicio político del poder fijado en la ané �cdota histórica de la muerte de Inés de Castro. No es posible evitar el poner frente a frente las dos realidades, política y literaria, ni sacar las consecuencias pertinentes. 14 .- F. J. Sánchez Cantón, «Aventuras del mejor poeta gallego del Siglo de
Oro : Fr. Jerónimo Bermúdez», Cuadernos de Estudios Gallegos, 20, 1965, pp. 232 y 234.
15.-‐Sánchez Cantón, op. cit, pp. 232-‐34.
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La Nise laureada ofrece pistas diferentes de las que conducen a la comprensión de la Lastimosa. La degradación del monarca no surge fundamentalmente del enfrentamiento entre una concepción �ético-‐cristiana del poder político y la que subyace en la razón de estado maquiavélica. El monarca de la anécdota, don Pedro, el nuevo rey de Portugal, construye su propia deterioración moral dentro del marco ideológico del modelo político �ético-‐cristiano. Esa es nuestra hipótesis.
El tema mismo de Iné �s de Castro, la figura de la amada muerta y glorificada, no es, en ninguna de las dos Nises el «objeto ideologizado». Es, sí, la figura en torno a la que gira el discurso y la acción de ambos reyes, de sus consejeros y agentes. Pero más allá de la glorificación del personaje, surge la verdadera y profunda puesta en tela de juicio, la que ve con ojos críticos unas actuaciones reales condicionadas por dos formas muy diversas de ejercer el poder. El rey Alfonso renuncia a é �l. El rey Pedro abusa de él.
En la Laureada el tema político central es la desaparición del equilibrio interior del monarca y la manifestación de la crueldad como instrumento político. Pedro, en esta segunda tragedia, hace frente a su función real marcada por la é �tica cristiana, recurriendo casi exclusivamente al uso exagerado de la fuerza. El icono [cetro] que acompaña a Alfonso en la Lastimosa, aparece aquí rodeado de los iconos de la crueldad: el cuchillo, el corazón sangrante de los ajusticiados, etc...
Ya en el «argvmento» de la obra se adelanta lo que será la marca clara del carácter del rey, «llamado como su cuñado el de Castilla, y como el otro de Aragón» (p. 127). Los tres Pedros son Pedro I de Castilla, llamado el Cruel, Pedro IV el Ceremonioso, rey de Aragón, también identificado en la historia por su carácter violento, y el rey Pedro I de Portugal, cuya
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intemperancia política queda manifiesta en la tragedia. El argumento termina con la marca de crueldad que domina en toda la obra: «mandándoles [a dos de los asesinos de Iné �s] arrancar los cora �zones, al vno por las espaldas, y al otro por los pechos» (p. 127). El argumento, que ocupa once líneas en la edición de Triwedi, empieza y acaba con las dos marcas de la crueldad que domina la tragedia.
En el primer acto, Pedro se enfrenta con el Obispo en torno al problema del ejercicio del poder según la tradición ético-‐cristiana. Se intercambian largos parlamentos en los que cada uno defiende una posición distinta sobre la condición real. Pedro pretende que el auténtico monarca sólo recibe frutos amargos de su gestión:
assí que los regalos de los reyes que lo pretenden ser como deurían son lágrimas, solloz �os y sospiros, natiuo fructo de la amarga tierra (64-‐67)
Empieza así la justificación catafórica de lo que será su futura crueldad y tiranía. La culpa no será suya, puesto que ha sido empujado por la propia nación a ejercer la violencia:
cómo esta tierra, más encantadora que Circes y más sabia que Minerua, es vn oscuro abismo de altos pechos y vn hermoso sepulchro de viuientes (78-‐81)
El Obispo, portavoz de la concepción �ético-‐cristiana del poder real, interviene en un largo discurso -‐195 versos-‐ donde se despliega toda una panoplia de nociones sobre la realeza y su ejercicio según el modelo cristiano. La argumen-‐
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tación episcopal afirma primeramente la presencia de la muerte en la vida humana (103-‐09), pero insiste en la especial consideración que Dios ha tenido con los reyes, cuyo estado
no fue del alto Dios establescido para pesares, cuytas y miserias, sino para contentos y alegrías del rey que posseyere dignamente el reyno que a sus pies está rendido (111-‐15),
ya que el rey es imitación de Dios mismo -‐«del sol humano [el rey], que al eterno imita / (del rey, digo, sol nuestro que lo fuere)» 127-‐28).
Todo el argumento del Obispo se basa en la tradición de la caída original, tras la caída de la condición real del ser humano en el paraíso perdido (154-‐219). El hombre -‐su «consorte» se ve atribuir el calificativo de «tirana» (190)-‐ estaba destinado a ser el rey del universo, pero fracasó. Fue entonces cuando Dios dio un gobernante, un líder, al género humano
y assí mandó que vuiesse entre los hombres vno que los mandasse y gouernasse con título de Rey, porque al eterno vea que ha de imitar en los arreos, en el reposo, en la prouidencia, en la sabiduría, en la constancia, en la misericordia, en la justicia, en el amor con que las cosas mira y dellas es mirado y acatado (230-‐38).
El rey debe ser como los ángeles que miran a Dios «y acá nos rigen, / nos guían, nos alumbran, nos consuelan» (245-‐
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46). Y añade el Obispo una consideración que fija la figura real como un reflejo perfecto de Dios:
que el rey del suelo con el Rey del cielo, y cielo y suelo con sus reyes anden tan acordados y tan auenidos que lo que el rey del suelo aca resciue del Rey de cielo, al suelo lo reparta (252-‐56).
El rey, a imagen de Dios, es la fuente de alegría del reino, convertido de tal modo en nuevo paraíso:
Y assí, señor, por el diuino arreo de tu sagrado nombre, te supplico te acuerdes que eres el pastor, el padre, [...] el valedor, el adalid, la guía, el ser, la fuerza, el bra �o, la esperanz �a, el coraz �ón, el alma, el mouimiento, el resplandor, la luz, el alegría, la gloria, la pujanza y el triumpho deste tu caro reyno que te adora (278-‐87).
La divinización del rey -‐«tu sagrado nombre», «que te adora»-‐, base del discurso del obispo, lleva a la construcción de un espacio político paradisíaco en el que gobierna el mesías/monarca. La intervención posterior del Alcaide de Coimbra, al entregar las llaves de la ciudad a Pedro, vuelve a insistir en tal carácter mesiánico del rey por medio de un intertexto evangé �lico («a Dios está mi spíritu entonando / del viejo Simeón el dulce canto» -‐336-‐37). El Alcaide asume el papel del viejo Simeón en el pasaje de la presentación de Jesús en el
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templo (Lucas 2, 25-‐35). Pero tal discurso va a ser neutralizado por la violencia de Pedro. El paraíso volverá a ser destruido, la imagen divina del rey quedará destrozada y la paz del reino definitivamente amenazada.
La intervención del Obispo es seguida de las del Ama y del Camarero. La primera está movida por la exigencia de la justicia («La gran yra de Dios sobre ellos [los asesinos de Iné �s] cayga» -‐365); el segundo trata de moderar la intervención de la justicia real:
mas quiérote con Dios tan ajustado que no passes los lindes de sus leyes, y que de suerte sientas este golpe que no se trueque en furia el sentimiento (426-‐29)
El texto pasa del discurso del rey paradisíaco -‐Obispo-‐ al del rey justiciero -‐Aya-‐ y al del monarca justiciero que no debe sobrepasar los límites de la mesura -‐Camarero. Son los tres discursos que rodean la figura de Pedro en este primer acto, pero la declaración final del rey, tras el soneto del Coro, abre la puerta de la crueldad, contraria a la prevista en el modelo divinal del monarca cristiano:
[...] mi graue daño, pues pienso reparalle con exemplos de más cruel, de más inexorable, de más amarga y áspera justicia que jamás en el mundo se han oído [...] Y llámeme crüel el mundo malo,
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que �stos serán mis gustos y mis gozos16, gozos de rey tan mal afortunado. (461-‐74)
En la dial �éctica [paradisíaco/cruel], ha triunfado el segundo componente. El primer acto es una discusión, puramente literaria y ateatral, sobre el problema del ejercicio del poder político. La intervención del Coro 2º, que cierra la jornada, anuncia las implicaciones nacionales de la decisión real («patria lusitana, / de piedad despojada» -‐481-‐82) y añade una reflexión que merece comentario especial. Dice así: «Ya haze en ti mesnada / la triste sombra insana / de la otra infernal furia castellana» (484-‐86). Es cierto que «hacer mesnada», 'establecerse dentro de la familia, formar parte de ella', puede referirse en un primer nivel de sentido a Pedro el Cruel de Castilla. Pero ¿qué «furia castellana» se sentía en Portugal mientras Bermúdez, el descontento de la política filipina, escribía su obra? El rey don Sebastián murió en Alcazarquivir el mes de agosto de 1578 y el Cardenal-‐Infante don Enrique fue jurado rey de Portugal el 28 de agosto del mismo año. La muerte de Enrique en 1580 pone en marcha la aplicación de los planes anexionistas de Portugal previstos por Felipe II. ¿Es de extrañar que la «furia castellana», sin mención textual explícita del rey Pedro, pueda aplicarse a los proyectos de anexión de Felipe II? En todo caso, y sea cual fuere el sentido de la «furia castellana»,
16.-‐ El mismo modelo de rey que alardea de crueldad aparece en las obras de los trágicos de fin de siglo. Los casos de Atila -‐Atila furioso, de Cristóbal de Virués-‐ o del príncipe Licímaco -‐Tragedia del príncipe tirano, de Juan de la Cueva-‐ son dos buenas muestras. V �ase Alfredo Hermenegildo, La tragedia en el Renacimiento español, Barcelona, Planeta, 1973.
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no deja de ser significativo que el supremo insulto dirigido por el Coro contra el rey portugué �s sea el de verle invadido por la furia castellana17. Si en la Lastimosa se denuncia el problema de la incapacidad del rey, en la Laureada se dramatiza el de su crueldad. En la primera tragedia se pone en escena, con una cierto sentido del ritmo, del espacio y de los tiempos escénicos, la pérdida del modelo real ético-‐cristiano y el triunfo del concepto maquiavélico de poder recuperado por los cortesanos. En el primer acto de la Laureada sólo se abre ante el espectador la discusión, que no la teatralización, sobre la degradación del modelo real é �tico-‐cristiano y su transformación en un simple y terrible mecanismo de crueldad.
El segundo acto pone en escena al rey don Pedro, al Condestable portugués y al Embajador de Castilla, que llega a proponer el intercambio de los prisioneros castellanos por los asesinos de Inés, refugiados en el vecino reino. La anécdota, que puede ser interesante desde el punto de vista de la teatralización, queda casi oculta bajo la abundancia verbal -‐teatro para oír más que teatro para ver-‐; la discusión gira en torno al problema de la administración de la justicia, según criterios de firmeza o conforme a la eficacia política, aunque tenga que pasar por la rotunda y cruel eliminación del enemigo.
La imagen del rey/pastor, apoyada en la tradición evangé �lica, invade los primeros versos de la jornada. El Condestable recuerda al buen pastor, Jesús, como modelo del rey 17.-‐ Anthony Watson, en su Juan de la Cueva and the Portuguese
Succession, Londres, Tamesis Books, 1971, ve una clara relación entre las Nises de Bermúdez y las Comedia y Tragedia del príncipe tirano de Juan de La Cueva. Juan de la Cueva tambié �n se alzó contra la solución filipina del problema planteado por la sucesión al trono lusitano.
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cristiano. Pero «el nueuo pastor qual león brama» (541) y el monarca ideal se ha convertido en fiera, rompiendo las leyes cuando es él quien tiene que defenderlas (624-‐26). Pedro ha deshonrado, con su crueldad, al reino lusitano, dando entrada «a la desaforada tyranía / de aquel lobo [Pedro I de Castilla] (632-‐33). La acusación del Condestable es gravísima y Pedro, in-‐vestido del icono [cetro], rechaza todo consejo contrario a sus deseos y afirma su omnímodo poder («mas tú verás en breue que este sceptro / no consiente otro sceptro en las consexas» -‐642-‐43). El valor teatral del signo es muy grande, precisamente por la mínima iconicidad vigente en la tragedia. El cetro, en la Laureada, significa lo contrario de lo que simboliza en la Lastimosa. En esta última pone de relieve la ausencia de firmeza en el poseedor del trono; en la Laureada denuncia el exceso de firmeza, el abuso de poder por parte de quien lo tiene en sus manos.
Pedro, el Condestable y el Embajador de Castilla constituyen el triángulo de personajes en el que se dramatiza el concepto de justicia. El Embajador propone la eficacia en su administración, buscando la extradición de los presos castellanos en Portugal. Se apoya en el modelo de «república bien puesta, / donde la paz con la justicia mora» (647-‐48). Pedro insiste en el carácter justo del monarca, pero añade la noción de temor en la relación de poder:
Los reyes en las obras de justicia nos hemos de esmerar, que este es el vasis sobre que estriua nuestro real estado; ésta es la que nos haze ser temidos de amigos y enemigos en el trance desta vida mortal, y al cabo della ella es la que nos lleua y nos transforma
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en aquel sol eterno de justicia, si acá bien lo entablamos en la tierra (654-‐62)
La apología de la verdadera justicia, hecha por el Condestable, queda resumida en la siguiente serie de calificativos, serie de la que está excluido el campo semántico de la crueldad o del temor: alegre, clara, refulgente, discreta, proveída, gloriosa, suave, dulce, blanda, reposada, espléndida, magnánima, jocunda, igual, clemente, sana, primorosa, fácil, liberal, humilde, mansa, cuidadosa del gusto, del descanso, del reposo, «del ser y bien del mundo cuydadosa» (840-‐47). Y ante la invocación real de los males y sufrimientos que permite la Providencia, el Condestable insiste en que Dios
primero nos combida con clemencia [...] y si con esto vee que no nos mueue, como forçado acude a compellernos con el castigo, no sin pïedad, que ésta es el alma y vida de sus obras. [...] Y assí quisiera yo, rey pïadoso, que tus estrenas fueran de clemencia, de amor y de justicia pïadosa (883-‐95)
Pedro se va alejando poco a poco del modelo [Cristo] y
aparece con las marcas propias de la venganza («el rey que no se venga puede menos» -‐911). La justicia carente de clemencia es la que surge vencedora de la discusión. El rey Pedro rompe con el modelo cristiano, se pone del lado de la tesis defendida por el Embajador castellano y se alinea con la figura del monarca tirano, el que funda su autoridad en el temor de los súbditos y no
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en el amor que les debe siguiendo la imagen del Buen Pastor. Las dos sentencias del Condestable («si los amasse [a los vasallos] no los temería» -‐965) y del Embajador («Si los amasse no le temerían» -‐966), invocadas una tras otra en el juego de la interlocución, se alzan como símbolos textuales de dos conceptos de poder. Es la segunda la que triunfa y la que el rey portugué �s ha decidido seguir. La discusión termina bruscamente interrumpida por don Pedro, motejado de «tirano» (999) por el Condestable. La amenaza final del monarca («y sobre la venganç �a de su [la de Iné �s] muerte / trastornar � la tierra y los infiernos» -‐1007-‐08) anuncia las pé �rfidas intenciones de un rey que ha dejado de comportarse de modo conforme al modelo.
Los coros 1º y 2º, tras el mutis real, consuelan al Condestable, como portavoces de la sensatez y de la esperanza, y abren las sombrías e inmediatas perspectivas de un reino lleno de «cuytas y pesares» (1034) cuando «el sol humano [es decir, el rey] / con las amargas olas / de la encendida chólera se abraça» (1029-‐31).
La tercera jornada es, probablemente, la mejor prueba de la inconsistencia dramática de la Laureada. Es el segmento central de la obra, el momento en que el cadáver de Iné �s es coronado como reina de Portugal. Pero los personajes cambian radicalmente de discurso. El rey Pedro queda sumido en la melancolía absoluta, sin que el texto incluya marcas de la evolución de su figura. El Condestable ha modificado en profundidad su opinión, aunque no se percibe en é �l una reflexión sobre dicha mudanza. Los coros, por su parte, manifiestan puntos de vista que nada tienen que ver con los escuchados hasta ahora.
Pedro cae en un estado depresivo y llega a alzarse contra Dios:
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¿Por qué �, Señor, sublimas tanto al hombre, y al rey que en tu lugar acá pusiste? Pues por la parte que de tierra tiene, es vn exemplo viuo de flaqueza, vna valança de calamidades, vna ymagen y sombra de inconstancia; es vn espejo trágico del tiempo, vn juguete crüel de la fortuna, y es tierra al cabo, tierra escura y triste» (1229-‐37)
La melancolía y la desesperación de Pedro quitan verosimilitud al día de la coronación de Iné �s. La serie de marcas es muy considerable para no ver en ella una alteración radical del programa dramático inicial. En el fondo se trata de la dramatización de un personaje desequilibrado, de un rey que se deja llevar por la melancolía y renuncia a su propia condición modélica: -‐ el día en que nació fue «escuro» (1367). -‐ nació para ser «raro exemplo / de los malandantes y más tristes» (1369-‐70). -‐ pide cuentas a los cielos, planetas y deidades de por qué � «queréys que aya rey tan desdichado, / tan triste, malandante y miserable» (1377-‐78). -‐ se confiesa «malhechor» (1386), «aleuoso» (1386) y asesino («yo te maté �, señora» -‐1387). -‐ pide a la tierra que le trague vivo (1390) y al cielo que caiga sobre él (1391). -‐ se dirige a los ángeles «a cuya guarda / este rey sin ventura está entregado» (1394-‐95) para preguntarles por qué � quieren que vea los ojos cerrados de Iné �s.
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-‐ se confiesa rey a quien el cielo «no da vida / sino con tanta afrenta y desuentura» (1402-‐03).
Pedro, al coronar a Iné �s, ha perdido totalmente el control de su rol social y de su propia dimensión humana. No resulta extraño que cuando, más tarde, se enfrente con los asesinos de la amada, lo haga en clave de desmesura y de crueldad sin límites. Es el personaje-‐símbolo de un rey que se deja llevar por la venganza. Pero no ha habido una evolución en su caracterización. Pedro, sin que el espectador reciba información adecuada, pasa de la exaltación y el vigor de los dos primeros actos a la depresión y desesperación de este centro de la tragedia.
La inconstancia del Condestable puede calificarse, más bien, de expresión de la duplicidad y falsía de todo cortesano18, aunque tampoco se justifica su evolución dentro de la diégesis. El Condestable había defendido la ley y el derecho de asilo en los dos primeros actos, enfrentándose a los consejos del Embajador castellano y a la tesis rencorosa del rey «tirano». En esta tercera jornada, se pliega a la nueva situación y celebra la coronación de la reina muerta. El cambio es radical y habla de la mudable condición del cortesano: -‐ «desta coronación tan desseada» (1439). -‐ Dios «nos ha dado / por reyna vna señora tan illustre» (1442-‐43). -‐ felicita al rey: «de parte deste reyno / te doy la norabuena» (1449-‐50). 18.-‐ El Condestable de la Nise laureada forma parte del conjunto de personajes diseñados por la tragedia finisecular. Véase, en este sentido, nuestro trabajo «Adulación, ambición e intriga: los cortesanos de la primitiva tragedia española», en Segismundo, 13, 1965, 43-‐87.
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-‐ «te agradezco / la gloria y el plazer que al cielo y suelo / has dado con ensayo tan alegre» (1450-‐52). ¿Dónde queda la consistencia del personaje o su moralidad política al definir como «ensayo alegre» la más tenebrosa ceremonia que puede organizar un rey?
Los rectos consejos de los cortesanos en las dos primeras jornadas de la tragedia, quedan neutralizados definitivamente por la intervención del Condestable, hecha de doblez o de inconsistencia dramática. O de una y otra condición al mismo tiempo. El problema queda sin resolver.
Los dos coros que cierran la jornada tampoco han sido construidos con la solidez de los personajes articulados por una visión del mundo bien estructurada. Si en las dos primeras jornadas sus intervenciones van en contra de la crueldad y la venganza que amenaza la destrucción del reino, en este acto los dos se contradicen, cantando el primero el carácter paradisíaco del período que se inicia en la vida portuguesa, y apoyando la venganza el segundo. Se atribuyen a la intervención de Pedro las virtudes propias de un gobierno marcado por la imitación del Buen Pastor, de Cristo, cuyo rechazo ha podido comprobar el espectador. Hablan de los coros de los serafines (1466), de la «gozossa paz» (1468), del «amoroso / orbe de Luso» (1468-‐69), de la leche y miel destilada desde los montes y collados coimbranos (1474,75), de «los regalados árboles y plantas» que mostrarán su frescura para regocijo de los humanos (1478-‐79), etc... En la serie se mezclan las «plateadas aguas del Mondego» (1490) con la «melodía de suaue canto» de las aves (1488), las violetas, rosas y flores «de rozío llenas» (1483) ofrecidas a la reina coronada y las músicas de faunos y silvanos (1494). El coro 1º descubre así el espacio paradisíaco sin hacer ninguna alusión a la venganza que se avecina. El coro 2º invoca, en cambio, al rey, «aquel león fuerte / que «esfoga ya la furia / del encendido
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pecho» (1543-‐45) y le anima a vengar, con «tu coraje y brío / que tanta grima pone» (1562-‐63), la muerte de Iné �s. El paraíso social descrito por el primer coro está construido sobre la venganza de un rey que impone tanta grima, discusión, repulsión y temor. ¿Cómo se explica la pertinencia de dicho paraíso? La inconsistencia de los personajes es una de las marcas características de la Nise laureada. Este tercer acto es un ejemplo bien evidente.
La quinta jornada dramatiza la venganza de Pedro y la muerte de dos de los asesinos de Iné �s, Coello y González. Queda siempre, como tela de fondo, la imagen de Dios a la que debe imitar el rey. Por eso invoca el Alcalde la existencia de escándalos en el mundo, permitidos por Dios «para estrenar a quien los cometiere / la fuerza y el rigor de su justicia» (1939-‐40). Si el rey representa a Dios, imita a Dios, y Dios se venga -‐este es el sintagma clave para justificar los gestos de Pedro-‐, el monarca podrá hacer gestos vindicatorios igualmente. La justificación del Alcalde abre las puertas a las escenas que siguen, donde se despliega toda la crueldad del rey portugués. Adopta una actitud de intransigencia, rigidez y ferocidad impropias de un alto personaje característico de toda tragedia. Llama «mastines» (2049), «malditos» (2052) y «fieras» (2084) a los presos; desearía que viniera «el toro ardiente de Phálaris19» para que «los regozijara» (2057-‐58); golpea a Coello en la cara «con el azote que tenía en la mano» (2063); ordena que les arranquen los corazones del pecho (2088); se dice de acuerdo («todo esso está muy bien, y assí se haga» -‐2105) con la suge-‐rencia del Alcalde de que, para no contaminar la tierra, no se dé �
19.-‐ Fálaris fue un tirano de Agrigento (565 a 540 a.C.) que quemaba a sus víctimas en un toro de bronce.
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sepultura a los ajusticiados, sino que sean quemados sus cuerpos y mezcladas sus cenizas con sal para esterilizar así la tierra que pisaron (2100-‐04).
La cruel escena es momento adecuado para calificar al rey de «crudo» (2071) y de «tirano (2107) por boca de Coello y de González. También el coro comenta la actitud del monarca: «¡Ay, qué � terrible está, qué � encarnizado / el Rey! ¿Quién le verá que no se assombre?» (2149-‐50). Y le compara al «carnicero león [...] harto y relleno / de mucha carne y sangre» (2152-‐53).
La imagen del rey es la de un enloquecido sanguinario, que corre paralelo, volvemos a insistir en la comparación, con las figuras deleznables y degradadas del Atila viruesino y del Licímaco de Cueva. El personaje, cuyos «desseados gozos eran éstos» (2202) -‐la ejecución de los asesinos de Iné �s-‐, siente el tormento interior por la acción realizada, tiene conciencia de haber sobrepasado los límites de lo tolerable:
Vengádome has, Señor, mas no te vengues de mí, si esta venganza que he tomado de los lindes salió que Tú me has puesto. (2233-‐35)
Pedro, pasada la euforia de la cruel locura, vuelve a
caer en la pesadumbre y la depresión («me veo yo sin esperanza alguna, / mientras sobre mis hombros tengo el peso / deste athlántico monte, que es el reyno» (2256-‐58).
La intervención final del coro 2º pide la conversión «del mundo ciego» (2358), pero antes hace un terrible comentario que deja al descubierto la falta de credibilidad del rey. Si por una parte «se nos dará más manso que vn cordero» (2344) una vez pasada la furia, por otra queda abierta la desconfianza -‐«¿quién se fiará de la mudable / naturaleza humana, y de la ciega / Fortuna, embidiosa y vana dea?» (2345-‐
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47). La invocación de la Fortuna no elimina la pé �rdida de la fe en el trono, la desaparición de la confianza en un rey que puede desencadenar otra crisis de crueldad. Es cierto que, en último extremo, se invocan las mudanzas de la fortuna, pero detrás de todo ello queda la destrucción de los lazos que necesariamente deben unir al rebaño con su pastor, al pueblo con su rey. Y la tragedia de Bermúdez ha roto el modelo del príncipe cristiano.
En conclusión, el concepto de rey que las dos tragedias ofrecen difiere notablemente. Si, en la Lastimosa, Alfonso y su visión ético-‐cristiana del poder se ven neutralizados por el discurso de la razón de estado invocado por los cortesanos, en la Laureada Pedro destruye el modelo cristiano de rey y se deja llevar por la tentación del cruel abuso de poder. En uno y otro caso los resultados han sido semejantes20. La paz del reino y la estabilidad social han quedado destruidas. Los modos de desactivar el pacto soberano/vasallo son diametralmente opuestos. La Lastimosa y la Laureada responden a dos visiones del poder radicalmente distintas. De ahí la más que verosímil tentación de apuntar la presencia de dos autorías, la de António Ferreira latente en la traducción/adaptación hecha por Bermúdez de su Castro, y la del fraile gallego en la Nise laureada. Pero habrá que seguir buscando nuevos indicios que permitan, algún día, dar respuesta más clara a la persistente duda. 20.-‐ Para las conclusiones del estudio sobre la Nise laureada, vé �ase nuestro trabajo complementario «Jerónimo Bermúdez y la dramatización del vacío de poder: la Nise lastimosa (en prensa) citado más arriba.
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