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Kokoro, la obra maestra de Soseki, es la recreación penetrante y desgarradora de la complejidad moral existente en las relaciones humanas donde hay tanto que queda sin decirse, incluso en los ámbitos más íntimos. En este sentido, los silencios de la obra, más elocuentes que las palabras, y las alusiones indirectas, sirven d e puente al corazón de las cosas y de las personas. Un corazón observado tanto desde la especial perspectiva de la cultura japonesa, como desde la condición humana en general. Kokoro, que quiere decir precisamente 'corazón', es una lectura sobre el amor y la vida que se hace inolvidable por su sobria, poética intensidad. . KOKORO PRIMERA PARTE Sensei y yo 1 Yo siempre le he llamado sensei39. Por eso, aquí también escribiré sensei sin revelar su verdadero nombre. Y ello, no porque desee guardar el secreto de su identidad ante la sociedad, sino porque me resulta más natural. Cada vez que su recuerdo me viene, enseguida siento

Kokoro Natsumesoseki

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Gran novela, toda la sabiduría oriental.

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Kokoro, la obra maestra deSoseki, es la recreación penetrantey desgarradora de la complejidadmoral existente en las relacioneshumanas donde hay tanto que quedasin decirse, incluso en los ámbitosmás íntimos. En este sentido, lossilencios de la obra, más elocuentesque las palabras, y las alusionesindirectas, sirven d e puente alcorazón de las cosas y de laspersonas. Un corazón observadotanto desde la especial perspectivade la cultura japonesa, como desdela condición humana en general.Kokoro, que quiere decirprecisamente 'corazón', es unalectura sobre el amor y la vida quese hace inolvidable por su sobria,poética intensidad..

KOKOROPRIMERA PARTE

Sensei y yo1

Yo siempre le he llamado sensei39.Por eso, aquí también escribirésensei sin revelar su verdaderonombre. Y ello, no porque deseeguardar el secreto de su identidadante la sociedad, sino porque meresulta más natural. Cada vez que surecuerdo me viene, enseguida sientoel deseo de decir sensei. Y ahora,al tomar la pluma, siento lo mismo.Tampoco se me ocurre referirme aél con una fría inicial en letramayúscula.Fue en Kamakura40 dondesensei y yo nos conocimos. Yoentonces era aún un jovenestudiante. Un día recibí la postalde un amigo que pasaba lasvacaciones de verano en la playa.En ella me proponía acompañarle.Decidí procurarme un poco dedinero e ir con él a Kamakura.Tardé dos o tres días en juntar eldinero. Sin embargo, apenas habíanpasado tres días de mi llegada,cuando mi amigo recibió de repenteun telegrama de su familiapidiéndole que volviera deinmediato a casa. En el telegramase le avisaba de la enfermedad desu madre. Él, sin embargo, no se locreía. Este amigo mío hacía tiempoque estaba siendo presionado porsus padres, residentes en un pueblo,a aceptar un compromisomatrimonial no deseado por él. Porun lado, se veía demasiado jovenpara casarse según la costumbremoderna. Además, la personaelegida por sus padres no eraprecisamente de su agrado. Así que,en las vacaciones de verano, enlugar de volver a su pueblo, comohubiera sido lo más natural, prefirióquedarse entretenido cerca deTokio y no volver a casa. Mi amigome mostró el telegrama y pidió mi

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opinión. Yo no sabía qué decirle,aunque, si realmente su madreestaba enferma, desde luego quedebería ir a casa. Finalmente,decidió ir. De esa forma, trashaberme molestado en venir con él,me quedé solo.Todavía quedaban muchosdías hasta el comienzo del curso enel colegio y me hallaba en lasituación de poder elegir entrepermanecer en Kamakura o volver.Tomé la decisión de quedarmealgún tiempo en el hotel deKamakura en el que estabainstalado. Mi amigo era hijo de unhombre acaudalado de la región deChugoku y, por lo tanto, sinestrecheces económicas. Por eso ypor ser ambos jóvenes estudiantes,su nivel de vida y el mío eran más omenos iguales. Así que, alquedarme solo, no tenía motivopara buscar un alojamiento mejor.Mi hotel estaba en un barrioapartado de Kamakura. Para teneracceso a actividades de moda,como jugar al billar o comer unhelado, tenía que recorrer un largocamino entre arrozales. Si tomabaun rickshaw41, me cobraban veintesen42. Así y todo, se veían bastantescasas particulares dispersas por elcamino. La playa, además, estabamuy cerca y el lugar era muycómodo para bañarse.Todos los días iba a bañarmeal mar. Recorría un camino entreviejos tejados de paja ahumada ybajaba hasta la playa. Allíencontraba mucha gente devacaciones que se movía a lo largode la arena. Me sorprendía ver talvariedad de capitalinos. A veces, elmar parecía un baño público llenode negras cabezas. No conocía anadie, pero en aquel animado

panorama resultaba divertido estartumbado sobre la arena o corretearpor la playa dejando que las olasme golpearan en las rodillas.Precisamente en esa multitudconocí a sensei. En la playa habíados casas de té. Yo tenía lacostumbre de ir a una de ellas poralguna u otra razón. Aparte de losdueños de las grandes villas delbarrio de Hase, los veraneantes dela zona, al no disponer devestuarios propios, se veían en lanecesidad de tener que usar losvestuarios públicos que había enesas dos casas de té. Allí, losbañistas tomaban té y descansaban;además, les lavaban sus bañadoresy se quitaban el salitre del mar. Aveces, dejaban allí los sombreros ylas sombrillas. Yo no tenía unbañador, así que no necesitabacambiarme allí dentro, pero, aúnasí, como temía que pudieranrobarme, cada vez que me bañabadejaba en esa casa de té todas mispertenencias.2Cuando vi a sensei en esa casa deté, se disponía a cambiarse parameterse en el mar. Yo, por elcontrario, acababa de salir y dejabaque mi cuerpo mojado se secaracon la brisa. Entre él y yo habíamuchas cabezas negras que no nosdejaban vernos bien. Si no hubierahabido una razón especial, no lehabría visto. A pesar de que laplaya estaba abarrotada de gente ymi atención distraída, reparé ensensei porque estaba acompañadode un occidental.Al entrar en la casa de té,enseguida atrajo mi atención la pieltan blanca de ese occidental que, depie, contemplaba el mar con losbrazos cruzados. A su lado, sobre

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una banqueta, había una yukata43.El occidental no llevaba puesto másque unos calzones corrientes. Enprimer lugar, eso me parecióextraño. Dos días antes yo habíaestado en Yuigahama 44, en donde,largamente sentado sobre unmontículo de arena, habíaobservado cómo se bañaban losoccidentales. Mi lugar deobservación estaba en lo alto deuna colina, cerca de la puertatrasera de un hotel de estilooccidental. De allí salían muchoshombres, pero ninguno mostrabadesnudo el tronco, brazos o muslos.Especialmente las mujeres teníantendencia a ocultar el cuerpo. Lamayoría llevaba un gorro de goma,y los colores —granate, azulmarino, índigo— de los gorrosflotaban entre las olas.Después de ver el aspecto deaquella gente, este occidental derostro impasible, en calzones y ahíde pie, en medio de la gente, meparecía algo extraordinario. Depronto, volvió la cabeza y dijo algoal japonés que estaba agachado a sulado. Este japonés recogía en esemomento la toalla que se le habíacaído a la arena. Después decogerla, se la anudó a la cabeza yechó a andar hacia el mar. Esehombre era sensei.Por simple curiosidad, yoobservaba las espaldas de estos doshombres mientras bajaban hacia laorilla. Metieron los piesresueltamente en el agua y, despuésde salir a un espacio amplio y haberpasado entre el bullicio de toda lagente que había en el mar de suavependiente, los dos empezaron anadar. Sus cabezas se alejaronhacia alta mar, desde dondeparecían muy pequeñas. Después

volvieron directamente a la orilla.Cuando llegaron a la casa de té, sesecaron sin ducharse y, sin nisiquiera echarse agua del pozo, sevistieron y acto seguido se fueron.Después de marcharse, yoseguía sentado en la mismabanqueta fumando un cigarrillo.Con la cabeza medio ausentepensaba en sensei. Me parecía quehabía visto su cara en alguna parte,pero no conseguía recordar nidónde ni cuándo.Esos días, yo no tenía nadaque hacer o, mejor dicho, estabaaburrido. Así que al día siguiente,esperando que llegara la mismahora, me presenté en la casa de té.Esta vez sensei vino solo, sin eloccidental, y con un sombrero depaja en la cabeza. Al llegar, sequitó las gafas, las puso sobre unbanco de tablas y bajó a zancadashasta la orilla mientras se anudabarápidamente la toalla en la cabeza.Cuando empezó a nadar solo,dejando atrás a toda la gente, tanbulliciosa como ayer, me entraronde repente ganas de seguirle. Memetí en el agua mojándome lacabeza con el chapoteo, avancéhasta un lugar bastante profundo, yempecé a dar brazadas haciasensei. Pero él, a diferencia de loque había hecho ayer, se puso anadar hacia la orilla describiendouna extraña curva. No pude lograrmi intención de llegar a él. Cuandovolví a la casa de té, con el aguaque me goteaba por las manosmientras caminaba braceando, él yase había vestido y se iba.3A la misma hora del día siguientetambién fui a la playa y volví averle. Al otro día hice lo mismo.Pero no se presentó ninguna ocasión

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para poder decirle algo, ni siquieraun saludo. Además, su actitud eramás bien distante. Ajeno a todo,llegaba a la misma hora y despuésse iba. Aunque alrededor suyohabía animación, jamás mostraba elmás mínimo interés. El occidentalque había visto con él el primer díano volvió a aparecer, de modo quesensei ahora siempre estaba solo.Un día, después de acercarse ala orilla y haberse bañado, estaba apunto de vestirse como siempre,pero se dio cuenta de que su yukatapor alguna razón estaba llena dearena. Para sacudirla, me dio laespalda y la agitó dos o tres veces.En ese momento, se le cayeron lasgafas que estaban debajo de laropa, en el espacio entre las tablasdel banco. Se puso la yukata blancay el cinturón y empezó a buscar lasgafas. Rápidamente, yo metí lacabeza debajo del banco, alargué lamano y cogí las gafas. Sensei lasrecibió de mi mano diciendogracias.El día siguiente, salté al aguadetrás de él. Nadé en su mismadirección. Cuando avanzamos unosdoscientos metros hacia alta mar,volvió la cabeza y me dijo algo.Éramos los únicos flotando en lasuperficie del espacioso mar azul.Los potentes rayos del soliluminaban el agua, las montañas ytodo lo que mi vista abarcaba. Conlos músculos pletóricos de júbilo ysensación de libertad me puse abailar alocadamente en el mar.E n t o n c e s sensei detuvo losmovimientos de piernas y brazos yse puso a hacer la tabla en el martumbado boca arriba e inmóvilsobre las olas. Yo hice lo mismo.El cielo derramaba sobre mi carasu penetrante e inmenso color azul.

—Es divertido, ¿eh? —grité.Poco después, sensei cambióde postura e irguiéndose me dijo:—¿Qué? ¿Nos vamos ya?Yo me sentía fuerte y laverdad es que me apetecía seguirjugando en el agua un poco más,pero al oírle me apresuré aresponder de buena gana:—Sí, vámonos.Y volvimos los dos por elmismo camino hasta llegar a laplaya. Ya había ganado la amistad desensei. Pero todavía no sabía dóndese alojaba.Creo que tres días después,por la tarde, al verle en la casa deté de siempre, me dijo bruscamente:—¿Vas a quedarte muchotiempo más por aquí?No se me había ni ocurridopensar en esto, ni a mi cabezallegaban palabras para contestar.Así que dije:—No sé.Al ver cómo él me mirabasonriendo, me sentí incómodo y nopude evitar preguntarle:—¿Y usted, sensei?Fue la primera vez que lellamé «sensei».Esa noche le visité en sualojamiento. No era un hostalnormal, sino una especie de villaconstruida en el recinto de untemplo budista. Se notaba que lagente que vivía allí no eranfamiliares de sensei. Cuando levolví a llamar sensei, esbozó unasonrisa amarga. Le dije que era micostumbre llamar así a las personasmayores que yo. También lepregunté sobre el occidental deaquel día. Me contestó que setrataba de un hombre singular y quese había ido ya de Kamakura.Después de contarme algo más, me

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dijo que resultaba extraño en éltener esa relación con un extranjerono tratándose mucho con japoneses.Al final le dije que tenía laimpresión de haberle visto antes,pero que no podía recordar dónde.Yo era joven y sentía que tal vez éltuviera la misma impresión. Habíaimaginado, por tanto, su posiblerespuesta. Sin embargo, tras unapausa, me dijo:—No, a mí no me suena nadatu cara. ¿No me habrás confundidocon otra persona?Sin saber bien por qué, sentícierta decepción.4A fin de mes volví a Tokio. Senseihabía vuelto mucho antes. Cuandome despedí de él, le habíapreguntado:—¿Me dejará usted ir avisitarle en su casa de vez encuando?Sensei contestó simplemente:—Bueno.Como creía que sensei y yohabíamos llegado a ser bastantebuenos amigos, la verdad es quehabía imaginado una respuesta máscalurosa. Esta lacónica respuestame desanimó.A menudo, sensei medecepcionaba con cosas así. Aveces parecía darse cuenta y otrasveces era como si no se dieracuenta en absoluto. Expuesto una yotra vez a esas ligeras decepciones,me hallaba precisamente en unasituación en la que no podíaalejarme de sensei. Más bien, cadavez que sentía el rechazo, másganas me daban de ir adelante. Siavanzaba sin rendirme, creía que enun momento dado todo aquello quehabía deseado aparecería ante mí.Bien es cierto que yo era joven,

pero esa sangre joven no parecíafuncionarme con toda la gente igualque con sensei. Ni siquiera yoentendía por qué me sentía asíúnicamente con él. Ahora, despuésde su muerte, creo que he empezadoa comprender todo. No es quesensei sintiera aversión hacia mí.Aquellos saludos tan secos yactitudes tan frías no eran enrealidad expresiones de rechazo odisgusto para alejarme. Eran formasde advertirme que no merecía lapena acercarse a él porque era unapersona sin ningún valor. Sensei noreaccionaba al cariño de la genteporque se despreciaba a sí mismo yno por menosprecio a los demás.Naturalmente, yo tenía laintención de visitarle a mi regreso aTokio. Faltaban todavía dossemanas para el comienzo delnuevo curso, y pensaba hacerle unavisita. Pero dejé pasar dos o tresdías y comprobé que se iba yendoaquella sensación que tenía enKamakura. El aire colorido de lagran ciudad junto con el intensoestímulo de revivir recuerdos meafectaron fuertemente. Cada vez queme cruzaba en la calle con algúnestudiante, sentía hacia el nuevocurso esperanza y tensión a la vez.Así, por un tiempo me olvidé desensei.Transcurrido más o menos unmes del nuevo curso, empecé asentirme más relajado. Caminabapor la calle con expresióninsatisfecha y escudriñaba micuarto como si codiciara algo. Enmi mente resurgió la imagen desensei. Y sentí deseos de volverle aver.La primera vez que fui a sucasa no estaba. Recuerdo que fue alsiguiente domingo cuando fui a

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visitarle por segunda vez. Era undía espléndido y el cielo despejadose sentía penetrante. Tampoco esedía le encontré en su casa. EnKamakura le había oído decir quesolía estar siempre en casa porqueno le gustaba salir. Pero en ningunade las dos ocasiones en que habíaido a verle, le había encontrado.Recordando esto, sentí ciertomalestar aunque no tenía ningunarazón para ello. De todos modos,me quedé un instante cerca de lapuerta. Miraba la cara de la criada,mientras seguía allí parado con aireirresoluto. Era la misma criada queel primer día había recibido mitarjeta de visita y anunciado millegada. Esta vez me hizo esperarun poco y otra vez se metió en lacasa. Entonces, apareció en lugarde ella la señora de la casa. Era unamujer bella.Tuvo la atención de indicarmedónde había salido su marido. Meexplicó que sensei el mismo día decada mes tenía la costumbre dellevar flores a una tumba delcementerio de Zoshigaya45.—Acaba de irse no hace másde diez minutos —me dijo consimpatía.Yo la saludé con unainclinación de cabeza y me alejé.Cuando hube recorrido unos cienmetros hacia el animado centro dela ciudad, sentí deseos de pasearhasta Zoshigaya con curiosidad deencontrarme con sensei. Así que dimedia vuelta y me encaminé a eselugar.5Entré en el cementerio por el ladoizquierdo de un semillero de arrozque había enfrente. Me adentré porun amplio camino flanqueado dearces. Entonces, de una casa de té

al final del camino salió una figuraque se parecía a sensei. Me acerquéhasta que pude distinguir el reflejodel sol en la montura de sus gafas.Exclamé:—¡Sensei!Se quedó inmóvil y me miró.—¿Por qué...? ¿Por qué? —musitó repitiendo la misma palabra,una palabra que sonó extrañapronunciada en la silenciosa horade aquel día. Yo, de repente, sentíhaber perdido el habla.—Me has seguido... ¿Por qué?Aunque su voz parecíaabatida, su actitud era de sosiego.En su semblante, de todos modos,había una especie de nube que yono podía definir claramente.Entonces le expliqué cómo habíallegado hasta allí.—¿Y te dijo mi mujer de quiénes la tumba?—No, de eso no me ha dichonada.—¿No? Bueno, tampoco habíarazón para habértelo dicho. Era laprimera vez que te veía. No, claro,no había necesidad de decírtelo.Por fin, parecía habercomprendido todo. Yo, en cambio,no comprendía nada.Sensei y yo atravesamosvarias tumbas hasta salir a la calle.Al lado de la tumba con lainscripción de «Isabel46, etc., etc.»o de «Rogin, el siervo de Dios...»,había una estela funeraria con laleyenda de «Todo ser vivo contienela esencia de Buda». Había otra deno sé qué embajador de no sédónde. Ante una tumba con trescaracteres chinos esculpidos, lepregunté:—¿Cómo se lee esto?—Tal vez se puede leer como«Andrés» —contestó sensei,

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sonriendo con cierta amargura.Daba la impresión de quesensei no hallaba nada ridículo niirónico en la diversidad de laslápidas, al contrario que yo. Alprincipio, se limitaba a escucharmis comentarios sobre unas lápidasredondas, otras de granito, etc. Peroal final me dijo:—Tú nunca has pensadoseriamente en la muerte, ¿no?Me quedé callado. Sensei noañadió más.Al final del cementerio habíaun enorme árbol ginkgo que parecíaocultar el cielo. Al pasar bajo elárbol, sensei, alzando la cabezahacia sus ramas, dijo:—Dentro de poco estaráhermoso. Sus hojas cambiarán decolor y este suelo se cubrirá dehojas doradas.Sensei pasaba todos los mesessin falta por debajo de este árbol.Más allá, un hombre queestaba allanando un terreno nuevodestinado al cementerio,interrumpió su labor y se nos quedómirando. Desde allí, giramos a laizquierda y enseguida salimos a lacarretera.Como no tenía un lugar enparticular donde ir, continué al ladode sensei. Aunque durante todo estetiempo él hablaba muy poco, yo nome sentía incómodo, así que seguícaminando con él.—¿Va a su casa directamente?—Pues sí. No tengo ningúnlugar por el que pasar —contestó.Y en silencio bajamos lacuesta hacia el sur. De nuevoempecé a hablar yo:—¿Era esa la tumba de suspadres?—No.—¿De quién era la tumba? ¿De

algún pariente?—No.Sensei no dijo nada más y yopuse término a la conversación.Después, cuando él se me habíaadelantado unos cien metros, sevolvió hacia donde yo estaba.—Era la tumba de un amigo.—¿Y la visita usted todos losmeses?—Así es.Aquel día sensei no me contónada más.6Desde entonces, adquirí lacostumbre de visitar a sensei de vezen cuando. Siempre que iba, lehallaba en casa. Mis visitasempezaron a hacerse más y másfrecuentes. Pero su actitud hacia mí,desde aquella primera vez que medirigí a él hasta esas visitas en lasque llegamos a intimar más, novarió mucho. A sensei le gustabaguardar silencio. A veces, al verletan callado, yo sentía tristeza. Eraevidente desde el principio quetenía algún secreto, algo que meimpedía acercarme demasiado a él.Pero al mismo tiempo, sentía unfuerte impulso de aproximarme. Talvez fuera yo la única persona entremuchas con tal impulso, pero eraciertamente la única en quien habíaun apego intuitivo hacia él, unapego que habría de ser testimoniode la verdad. Por eso me alegro yme enorgullezco, aunque hayapersonas que crean que yo erademasiado joven y que sonrían antemi ingenuidad. Una persona capazde amar o una persona incapaz deevitar amar, aunque no pudieraacoger con los brazos abiertos aquien deseaba llegarse a su pecho,tal persona era sensei.Como ya he dicho, senseisiempre guardaba silencio. Estaba

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en calma. Pero a veces una extrañanube le ensombrecía el rostro. Eracomo si la sombra de un pájaronegro surgiera en la ventana ydesapareciera enseguida. Laprimera vez que percibí esa nubeposada entre sus cejas fue en elcementerio de Zoshigaya, aquellavez que me presenté de improviso.En ese extraño instante, sentí que misangre, que hasta entonces fluíanormalmente, se había quedadoatascada. Fue como una paradainstantánea del corazón queenseguida recuperó su movimientohabitual. Después, olvidé porcompleto aquella oscura sombra dela nube. Pero una noche de fines deoctubre, un nuevo incidente me latrajo a la memoria.Estaba hablando con sensei y,sin saber cómo ni por qué, meacordé de la imagen del enormeárbol ginkgo en el cual él me habíahecho reparar. En tres días letocaba visitar de nuevo la tumba.Era un día en el que yo no teníaclase por la tarde. Le dije a sensei:—Sensei, las hojas del ginkgode Zoshigaya ya se habrán caído,¿verdad?—No, todavía no estará deltodo desnudo el árbol.Y, al contestar, observó micara y se quedó un rato sin apartarsu mirada de ella. Yo le dijeenseguida:—Cuando usted vaya a visitarotra vez la tumba, ¿podréacompañarle? Me gustaría pasearpor allí con usted...—Bueno, pero yo no voy apasear, sino a visitar una tumba.—Ya, pero de paso también sepuede pasear, ¿no?Sensei no contestó. Al cabo deun rato, repitió:

—No voy más que a visitaruna tumba.Parecía intentar separar el actode visitar una tumba y de pasear.Tal vez era una excusa para no irconmigo, pero a mí me resultabaextraña esta actitud algo infantil desensei. Quise insistir:—Admito que es una visita auna tumba, pero lléveme con usted.Visitaré la tumba yo también.En realidad, me parecía que notenía sentido distinguir la visita a latumba del paseo. Fue entoncescuando entre sus cejas reaparecióesa nube mientras que en sus ojosse encendía una extraña luz. Suexpresión revelaba no solamentemolestia, disgusto o temor, sino unaespecie de inquietud. De repente meacordé vivamente de cuando lellamé «sensei» en Zoshigaya. Suexpresión era idéntica.—Yo —dijo sensei—, por unarazón que no te puedo decir, nodeseo ir allí con nadie; ni siquierami mujer ha ido allí conmigo.7Su conducta me pareció extraña.Pero decidí no insistir más y dejarlas cosas así. Por otro lado, no esque yo le visitara con la intenciónde analizarle. Creo que aquellaactitud mía de entonces fue másbien una de las que más respeto mehabrían de merecer en la vida, puesgracias a ella pude entablar consensei una amistad humana yapacible. Si mi curiosidad hubierasido percibida como indagatoria yanalítica, el hilo de la compasiónque nos unía se habría cortado sinremedio. Yo era joven y no tenía enabsoluto conciencia de mi actitud.Quizá por eso tenía más mérito;pero si todo hubiera salido al revés,¿cómo habría resultado nuestra

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relación? Sólo de pensarlo, meestremezco. Tal era el constantemiedo que él sentía a ser analizadofríamente.Comencé a frecuentar su casados o tres veces al mes. Un día,cuando mis visitas habíanempezado a ser más frecuentes,sensei me preguntó de improviso:—¿Por qué vienes tantas vecesa visitarme, a visitar a una personacomo yo?—¿Que por qué? Bueno, notengo ninguna razón especial. ¿Esque le molesto?—No, no digo que memolestes.En efecto, no parecía que lemolestara. Yo sabía que su círculode amistades era sumamentereducido. Apenas pasaba de dos otres antiguos compañeros de claseque por entonces residían en Tokio.A veces, acerté a encontrarme en susalón con alguno de ellos, conalguno que era de su misma región.Me parecía, sin embargo, queninguno le tenía tanto cariño comoyo.—Soy un solitario —dijosensei— y por eso me alegro deque vengas a verme. También poreso te he preguntado la razón de lafrecuencia de tus visitas.—Pero ¿por qué tiene quepreguntármelo?A mi pregunta no contestónada. Se limitó a mirarme. Entoncesdijo:—¿Cuántos años tienes?Me parecía una conversacióndemasiado vaga y no quise insistir.Así que regresé a casa.Pero no habían pasado cuatrodías cuando de nuevo estaba en sucasa. Sensei, al verme en el salón,se echó a reír.

—Has venido otra vez —dijo.—Sí, otra vez —y yo tambiénme reí.Si me hubiera dicho esto otrapersona, me habría ofendido. Perodicho por sensei, sentí lo contrario.No solamente no me ofendió, sinoque me alegró.—Soy un solitario —esanoche sensei repitió la misma frasedel otro día—, soy un solitario,pero, a lo mejor, tú también lo eres.Yo, aunque me siento solo, comosoy mayor que tú, no necesitomoverme. Pero creo que tú, queeres joven, no puedes quedartequieto. Querrás moverte todo lo quepuedas, querrás chocarte con algo...—Yo no me siento un solitario—repuse yo.—A más juventud, mássoledad. Pero ¿por qué vienes averme tantas veces?Otra vez la voz de senseihabía repetido la misma preguntadel otro día. Y siguió diciendo:—Aunque vengas a verme confrecuencia, debes sentirte solo enalguna parte de tu corazón. Yo notengo la capacidad de arrancarte tutristeza de raíz. Pronto tendrás queextender tus brazos hacia fuera,pronto dejarás de venir.Y al decir esto, sonriótristemente.8Afortunadamente esa predicción noresultó real.Yo tenía poca experiencia porentonces y ni siquiera pude captarel clarísimo significado quecontenía aquella predicción. Seguívisitándole. Y sin saber desdecuándo, pronto me vi comiendo a sumesa. Naturalmente, eso meobligaba a conversar igualmentecon su mujer.

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Como cualquier otro hombrejoven, yo no era indiferente a lasmujeres. Pero debido a mi juventudy escasa experiencia, no habíatenido ningún tipo de relación conel otro sexo. No sé si sería esta larazón, pero mi interés por lasmujeres siempre se despertabahacia desconocidas, de esas con lasque me cruzaba por la calle.Cuando vi a la esposa de sensei ala puerta de su casa la primera vez,pensé que era guapa. Desdeentonces, siempre que la veía teníala misma impresión. Sin embargo,invariablemente sentía que no habíamás que decir sobre ella.Esto no quiere decir que ellano tuviera su peculiar y propiaindividualidad, sino simplementeque no se presentó la ocasión demostrarla. Además, yo la tratabacomo a una parte de sensei y ellame atendía como a un estudianteque visitaba a su marido. Es decir,si apartáramos a sensei de estetriángulo, la figura quedaríadescompuesta y sin unión. Por eso,yo de esta señora, desde que laconocí, sólo tengo la impresión deque era bella y nada más.Un día, me invitaron a bebersake47 en su casa. Ese día estabapresente la esposa, siendo ellaquien servía la bebida. Sensei, queparecía estar más alegre de lo queen él era corriente, alargó la copitaque acababa de vaciar y le dijo a sumujer:—Toma tú también algo.Ella, medio rechazando, dijo:—No, yo no...Pero, al final, aceptó beberaunque parecía molestarle.Frunciendo levemente sus bonitascejas, se llevó a los labios la copaque yo mismo le serví hasta la

mitad. Entonces los dos empezarona hablar en términos de intimidadconyugal.—¡Qué cosa más extraña! Casinunca me invitas a beber —dijoella.—Porque no te gusta. Pero devez en cuando es bueno. Te hacesentir bien.Ella dijo:—No, nunca me siento bienbebiendo. Me siento a disgusto. Túeres el que se pone muy alegredespués de beber un poco.—Sólo algunas veces.—¿Y qué tal esta noche?—Esta noche me siento muybien —contestó sensei.—Bueno, pues entoncesdeberías beber todos los días unpoco... —No puedo.—Que sí, por favor. Así, noestaríamos tristes —dijo ella.En la casa vivían elmatrimonio y una criada. Y nadiemás. Solía reinar el silencio. Nuncase oía una risa. Cuando estaba en sucasa a veces tenía la impresión deque sensei y yo éramos los únicosen casa.—Estaríamos mejor sihubiéramos tenido hijos —añadiósu mujer mirándome a mí.Yo le contesté:—¿De verdad? —pero no eramuy sincero, pues como yo no habíatenido hijos, mi única idea sobrelos niños era que resultaban unestorbo.—¿Adoptamos uno? —preguntó sensei.—¿Un hijo adoptado? —y laseñora volvió a mirarme.—Aunque lo desees, nuncatendremos un hijo propio —dijosensei.La mujer se quedó callada. Yo

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pregunté por ella:—¿Por qué?—Castigo del cielo —contestósensei. Y se rio en voz alta.9Hasta donde yo sabía, sensei y suesposa formaban un matrimoniomuy bien avenido. Naturalmente, yocarecía de la experiencia de haberformado una familia. Tampocoentendía mucho de matrimonios;pero, por ejemplo, cada vez quesensei llamaba a su mujer, meparecía percibir cariño en lamanera de pronunciar su nombre. Aveces, la llamaba a ella en lugar dellamar a la criada. Cuandoestábamos en la sala de estar,sensei en cualquier momento sevolvía hacia la puerta y decía:«Oye, Shizu». Y su mujer,dócilmente, le contestaballegándose a su lado. De cuando encuando, me invitaban a comer y,cuando ella aparecía a la mesa, sepercibía claramente la buenarelación existente entre ambos.A veces, sensei iba con ella aconciertos o al teatro. Además deeso, hubo dos o tres veces, si no mefalla la memoria, en que hicieronviajes de una semana o así.Conservo aún una tarjeta que memandaron de Hakone. Otra vez,desde Nikko48, me enviaron unacarta con una hoja enrojecida por elotoño. La relación entre sensei y suesposa, a través de mi mirada deentonces, se mantenía más o menosasí. Sólo una vez ocurrió unaexcepción.Fue un día en que había ido devisita, como de costumbre. Apenashube franqueado la puerta deentrada a la casa y antes de hacernotar mi presencia, llegaron a misoídos voces no de una conversación

normal, sino más bien de unadiscusión. La casa de sensei tieneel cuarto de estar al lado del zaguánde entrada, por eso, enseguida,pude oír el tono tenso de las voces.Comprendía que una de estas era desensei; era una voz masculina y másalta. La otra voz tenía un tonomucho más bajo y, aunque no estabadel todo seguro, se asemejaba a lade su mujer. Parecía que estaballorando. Estuve unos instantes sinsaber qué hacer junto a la puerta,hasta que decidí marcharmerápidamente y regresar a mipensión.Una vez en el cuarto de mipensión, sentí el corazónembargado por una extrañaansiedad. Me puse a leer, pero eracomo si las líneas no entraran en micabeza. Al cabo de más o menosuna hora, sensei me llamó por minombre desde debajo de miventana. Sorprendido, la abrí. Mepreguntó si me apetecía dar unpaseo. Miré el reloj que habíametido un momento antes en elobi49. Eran más de las ocho. Alllegar, no me había quitado aún lahakama50, así que vestido comoestaba, enseguida salí a la calle.Esa noche tomé cerveza consensei. Él solía beber poco. Teníaun límite para beber que, cuando nose sentía bien, jamás traspasaba.—Hoy esto no marcha —ydiciendo esto, sonreía conamargura.—¿No puede ponerse algoalegre? —le pregunté yo sintiendosu preocupación.En mi mente seguía muy vivoel asunto de antes. Yo sufría comosi tuviera clavada una espina en lagarganta. Estaba muy confuso. Enalgún momento, sentí el impulso de

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hablar de ello con él, pero, por otrolado, me parecía mejor callar. Estaconfusión mía hacía que memostrara nervioso.—Pareces un poco raro estanoche —dijo sensei—. Pero bueno,la verdad es que yo también estoyun poco raro. ¿No se me nota?No pude contestar nada. Ysiguió diciendo:—Hace un rato tuve unapequeña riña con mi mujer. Me heagitado inútilmente.—¿Y a qué ha sido debidala...?Pero no pude pronunciar lapalabra «riña».—Bueno, mi mujer no meentiende bien. Aunque le diga queestá equivocada, no se lo toma enserio. Sin darme cuenta, me heenfadado con ella.—¿Cómo es eso de que no leentiende bien?P e r o sensei no intentócontestar esa pregunta. Y dijo:—Si yo fuera un hombre comomi mujer cree, no sufriría tanto.¡Cuánto sufría sensei! Nisiquiera podía imaginarlo.10En silencio caminamos más dedoscientos metros de regreso acasa. Entonces, sensei volvió ahablar:—He hecho mal. Salí de casadisgustado y seguro que ella debeestar muy preocupada. Pensándolobien, las mujeres son dignas delástima. Mi mujer, por ejemplo, notiene a nadie en el mundo en quienconfiar excepto a mí.Sus palabras se cortaron. Pero,sin esperar ningún comentario mío,continuó:—Así dicho, parece que losmaridos somos tan fuertes que

parecemos un poco ridículos. ¿Túqué crees? ¿Parezco yo una personafuerte o débil?—Me parece que usted está enel medio —contesté yo.Creo que no esperaba estarespuesta. Sensei enmudeció y echóa caminar en silencio.Para volver a su casa, habíaque pasar al lado de mi pensión.Me pareció mal despedirme de élen aquella esquina cerca de mipensión. Así que le dije:—¿Le acompaño hasta sucasa? —pero sensei hizo un gestonegativo con la mano.—No, es muy tarde. Vete ya.Yo también volveré enseguida. Espor ella, por mi mujer.Esas palabras, «por mimujer», añadidas por sensei alfinal, me transmitieron unasensación cálida. Después, devuelta en mi pensión, gracias a ellaspude dormir plácidamente esanoche. Desde entonces y por muchotiempo, no olvidaría ese «por mimujer».Comprendí que el incidenteproducido aquel día entre sensei ysu mujer no había sido nada serio.También pude suponer que casinunca, pues yo iba a seguirvisitándole continuamente despuésde aquel día, volvería a ocurrir talincidente. Incluso una vez mecomentó:—En este mundo, a la únicamujer a la que he conocido es a miesposa. No me atraen otras mujeres.Ella también siente que yo soy suúnico hombre en este mundo. Eneste sentido, debemos ser la parejamás feliz del mundo.Ya he olvidado de quéhablábamos antes y después de esecomentario. Por lo tanto, no sé

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exactamente su motivo parahacérmelo oír. Pero recuerdo quesu actitud, al decirme esto, era seriay su tono bajo. En mis oídos resonóde forma extraña aquella últimafrase, «debemos ser la pareja másfeliz del mundo». ¿Por qué nohabría dicho «somos» sino«debemos ser»? Me resultabaextraño ese matiz de obligatoriedaden el hecho de ser felices. ¿Eran ono eran felices? ¿No eran tanfelices como debieran serlo? Nohabía más remedio que dudarlo.Pero esa duda, con el paso deltiempo, quedó enterrada no sédónde.Entretanto, en el curso de unavisita en la cual sensei no sehallaba en su casa, tuve ocasión dehablar cara a cara y a solas con sumujer. Aquel día, sensei no estabaporque había ido a Shinbashi51 adespedir a un amigo suyo que iba apartir al extranjero en barco desdeYokohama52. Era la costumbre deentonces tomar el tren de las ocho ymedia de la mañana desdeShinbashi para tomar el barco enYokohama. Yo necesitaba consultarcon sensei el pasaje de un libro yhabía ido a su casa a la hora por élindicada, las nueve. Su salida aShinbashi fue imprevista, pues eseamigo sólo el día anterior le habíavisitado para advertirle de supartida. Sensei quiso devolverle lacortesía y despedirle en la estación.Por eso, me había dejado unmensaje en su casa diciéndome queiba a volver pronto y pidiéndomeque le esperase. Fue durante laespera en la sala de estar cuandopude hablar con su mujer.11Yo entonces era ya estudianteuniversitario. Comparándome con

aquel colegial que le había visitadopor primera vez, ahora me sentíamucho más mayor. Asimismo, mehabía hecho bastante amigo tambiénde su mujer. A su lado no me sentíanada incómodo. Entonces pudimoshablar cara a cara de diversostemas casi siempre intrascendentesy que ya he olvidado. Sin embargo,hay algo que quedó en mi memoria.Pero, antes de contarlo, he de hacerun comentario.Sensei se había graduado en laUniversidad Imperial53. Eso yo losabía desde el principio. Llegué asaber, pasado algún tiempo desdemi vuelta a Tokio, que no trabajabaen nada. Me preguntaba cómopodría vivir sin hacer nada.Sensei no era un hombreconocido. Sus ideas, su filosofía,excepto por mí, que le conocíabien, no eran tenidas en cuenta pornadie. Yo le decía a menudo queera una lástima, pero él no me hacíacaso y contestaba:—Una persona insignificantecomo yo no debe dirigirse almundo.Esta explicación tan humildeyo la interpretaba al contrario, esdecir, era como si él criticara deesa forma tan fría a la sociedad, almundo. De hecho, a veces,censuraba abiertamente a personasconocidas que habían sido suscompañeros de clase. Una vez leexpresé con claridad mi oposicióna esta actitud suya, una oposiciónnacida no de rebeldía hacia él, sinode mi rabia porque la gente nollegara a conocerle. Después deo í r m e , sensei dijo con vozdeprimida:—Es inútil, pues yo no tengoningún derecho a moverme ensociedad.

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En su cara apareció grabadoun gesto profundo que no pudedeterminar si expresaba decepción,queja o simplemente tristeza, perocuya intensidad me impidió seguirhablando. Me quedé, por tanto, sinvalor para añadir nada.Volviendo al día en que hablécon su esposa, recuerdo que nuestraconversación sobre sensei recayóde forma natural en este asunto.—¿Por qué sensei sólo estudiay piensa en casa, sin trabajar fuera?—Eso de trabajar fuera no leva. No le gusta.—Pero se dará cuenta de queesto es absurdo, ¿no? —dije.—No sé si se da cuenta o no.Bueno, como soy mujer no entiendomuy bien, pero quizá no deseetrabajar en ese sentido. Creo queestá deseando hacer algo. Pero nopuede. Y esto me da pena.—Pero bueno, tampoco tieneningún problema de salud, ¿verdad?—No, está sano. No padece niachaques, ni nada.—Entonces, ¿por qué no puedehacer nada?—Eso es lo que tampoco yoentiendo. Si lo supiera, no estaríatan preocupada. El no saberlo meresulta insoportable.En el tono de su voz sereflejaba mucha compasión, aunquede sus labios no desaparecía ciertasonrisa. Yo, en cambio, permanecíamucho más serio, silencioso, con elrostro algo tenso. Entonces, como sise hubiera acordado de repente dealgo, dijo:—Cuando era joven, no eraasí. Era totalmente distinto. Ahoraha cambiado por completo.—Cuando era joven... Pero ¿aqué época de su vida se refiereusted? —pregunté yo.

—Cuando era estudiante.—¿Usted le conoce desdeentonces?Inesperadamente, se pusocolorada.12Su mujer era de Tokio. Esto losabía porque sensei me lo habíadicho. Lo sabía además por ellamisma. Ella decía: «La verdad esque soy un poco de todo». Su padreera de Tottori o cerca54, pero sumadre había nacido en el barrio deIchigaya55 de la antigua Edo. Poreso decía en broma que era un pocode todo. Sensei, en cambio,procedía de la provincia deNiigata, en otra direccióntotalmente distinta56. Porconsiguiente, si ella había conocidoa sensei en la época en que este eraestudiante, estaba claro que no erapor proceder ambos de la mismaprovincia. Tuve la impresión esedía de que a ella no le gustabaseguir hablando del tema, pues sehabía sonrojado. No quise, por lotanto, insistir más.Desde que conocí a senseihasta su muerte yo había estado encontacto con sus ideas osentimientos por diversas razones,pero de su situación cuando secasaron no me había contado nada.A veces, eso lo atribuía a una buenaintención por parte de él. Pensabayo que, como sensei era unapersona mayor, tal vez por decorono le gustaba hablar de recuerdossentimentales a un jovenzuelo comoyo. Otras veces, lo atribuía arazones opuestas. No solamentesensei y su esposa, sino todos losde su generación, por habersecriado en las viejas costumbres deantes, no tenían el valor deexpresarse con libertad sobre temas

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amorosos. Pero todo esto no eranmás que suposiciones mías que, deuna u otra forma, me permitíanpresentir la existencia de unabrillante historia de amor en torno asu casamiento.No me había equivocado en mipresentimiento, aunque lo que podíahaber imaginado sobre su amor erasólo una cara de la moneda. En laotra cara, detrás de esa bellahistoria de amor, existía unaterrible tragedia. Además, su mujerno sabía nada acerca del grado deinfelicidad padecida por su esposoa causa de esto. Tampoco lo sabeahora. Sensei murió habiéndoseloocultado. Antes de destruir lafelicidad de su esposa, prefiriódestruir su vida. No voy a contarahora nada de esa tragedia, unatragedia nacida del amor entre losdos. Tampoco ellos me contaroncasi nada de ese amor. Ella porpudor y él por razones mucho másprofundas.Pero hay algo que recuerdobien. Un día, en la época en queflorecen los cerezos, fui al parquede Ueno con sensei. Allí nosfijamos en una atractiva pareja.Iban caminando tiernamente juntosbajo los cerezos en flor. Como ellugar era público, había más gentemirándolos a ellos que a las flores.—Parecen recién casados —dijo sensei.—Y que se quieren mucho —añadí yo.Sensei ni siquiera sonrió conamargura. Seguimos andando hastaperder de vista a aquella pareja.Entonces me preguntó:—¿Alguna vez te hasenamorado?Yo le contesté que no.—¿Y no te gustaría

enamorarte?No contesté nada.—No me digas que no tegustaría...—Pues sí —dije yo.—Acabas de burlarte de esapareja, ¿no? En tu burla había unavocecilla que se quejaba de nopoder conseguir a nadie a quienamar, ¿a que sí?—¿Ha oído usted esa voz?—Sí, la he oído decir eso. Lapersona que ha saboreado lasatisfacción del amor se habríareferido a ellos en un tono máscálido. Sin embargo, el amor es undelito. ¿Entiendes esto?De repente, me asusté y nocontesté nada.13Nos rodeaba mucha gente, gente deaspecto alegre. Hasta después dehaber pasado entre tanta gente yflores y de habernos adentrado enun bosquecillo del parque, notuvimos ocasión de seguir con esetema.—¿Es el amor un delito? —pregunté yo bruscamente.—Sí, lo es. Ciertamente lo es—y al contestarme, el tono de suvoz era fuerte, como antes.—¿Por qué?—Pronto lo comprenderás. Ocreo que ya lo comprendes. Hacetiempo que el amor está moviendotu corazón.Yo consulté a mi corazón y laverdad es que sentí que más omenos estaba vacío. No había en élnada parecido al enamoramiento.—En mi pecho no tengo ningúnobjeto de amor. Y no le ocultonada, ¿eh, sensei?—Claro, como no tienesobjeto de amor, tu corazón semueve. Está buscando un objeto

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donde poder acomodarse, se estámoviendo.—Bueno, yo creo que ahoramismo no está muy activo.—Justamente porque estabasinsatisfecho, te moviste para venir amí.—Tal vez sea así. Pero eso esdistinto al enamoramiento.—Estás ya en la escalera quesube al peldaño del enamoramiento.Viniste hacia mí como si hubierasestado en el escalón que precede alabrazo de la mujer.—Bueno, a mí me parece queson dos cosas muy distintas, ¿no?Sensei respondió:—No, son lo mismo. Yo soyun hombre que nunca podrácontentarte. Además y por una razónmuy particular, no podré darteninguna satisfacción. Y la verdad,lo siento mucho. Aunque te alejarasde mí, no me quejaría. Al contrario,creo que lo estoy deseando.Aunque...Me sentí extrañamente triste.—Bueno, si lo cree así, yo nopuedo decir nada, pero nunca se mehabía pasado por la cabezaalejarme de usted.Sensei no me escuchaba. Ysiguió diciendo:—Bien, tú debes ir concuidado porque el amor es undelito. Estando conmigo, aunque yono te contente, tampoco hay peligro.¿Sabes tú acaso cómo se siente unocuando tiene el corazón atado alcabello largo y negro de una mujer?Yo lo sabía en mi imaginación,pero no por experiencia. De todosmodos, no entendía bien ese sentidodel delito, y lo que me decía meresultaba muy vago. Además,empecé a sentirme molesto.—Sensei, acláreme un poco

eso del delito. O, mejor, dejémosloya, hasta que yo pueda comprendertodo por mí mismo.—Perdón, he hecho mal.Pensaba que te estaba diciendo laverdad. Pero en realidad sólo heconseguido impacientarte. Perdona.Seguimos caminando con pasotranquilo por detrás del MuseoNacional de Tokio en dirección albarrio de Uguisudani. Entre lossetos que rodeaban el museo, habíaen una parte del amplio jardínfrondosos bambúes enanos quetransmitían una profunda sensaciónde sosiego.—¿Sabes por qué visito todoslos meses aquella tumba deZoshigaya donde está enterrado miamigo?La pregunta de sensei cayó desopetón. Él sabía bien que yo nopodría contestarla. Me quedécallado. Entonces, como si sehubiera dado cuenta de lo queacababa de decir, añadió:—He vuelto a hacer mal. Siintento explicarte algo para noirritarte, la misma explicaciónresulta irritante. No hay manera.Dejemos este tema. De todosmodos, enamorarse es un delito. Ytambién es algo divino. ¿Loentiendes?Lo que acababa de decirsensei me resultaba menoscomprensible que lo dicho antes. Yya no volvió a mencionar la palabra«enamorarse».14Yo era joven y tenía tendencia alardor. Por lo menos a los ojos desensei, así era. A mí me parecíamás útil lo que hablaba sensei quelas clases de la universidad. Susideas eran más de mi agrado que lasopiniones de mis profesores.

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Pensaba que lo que sensei seguardaba y no contaba tenía másimportancia que aquello expresadopor los distinguidos profesores quehablaban desde su cátedra.—No debes hacerte ilusionessobre mí, ¿eh? —me dijo sensei undía.—No me hago ninguna ilusión.Cuando le contesté esto teníala cabeza lo bastante fría como parano hacerme ilusiones, una frialdadque, sin embargo, él no queríaaceptar.—El ardor de la fiebre te haceflotar. Cuando te baje la fiebre,sufrirás una decepción. Yo sufro alverme tan apreciado por ti. Perosiento aún más sufrimiento cuandopienso en tu posible cambio en elfuturo. —¿Cree usted que seré tanvoluble o es que tan poca confianzatiene en mí?—No es ninguna de las doscosas. Simplemente lo siento por ti.—Lo siente, pero no confía enmí, ¿verdad?Sensei miró al jardín como sile hubiera molestado micomentario. En el jardín ya noquedaban las camelias que hastahacía poco salpicaban la escenacon su intenso y pesado color rojo.Sensei tenía la costumbre demirarlas desde la sala de estar desu casa.—¿Que no confío en ti? Nodigo que no confíe. Más bien, noconfío en el género humano.Entonces, desde el otro ladodel seto llegó una voz parecida a ladel vendedor de pececitos decolores. Aparte de esa voz, no seoía nada. Y es que a unosdoscientos metros de unaconcurrida calle, todo era mástranquilo. Dentro de la casa reinaba

el silencio de siempre. Yo sabíaque en la habitación contigua estabasu mujer. Sabía igualmente que alos oídos de ella, que estaríacosiendo, llegaba mi voz. Pero enese momento me olvidé de todo. Ydije:—Entonces, ¿tampoco confíaen su esposa?Sensei puso una expresión decierta ansiedad. Y evitó contestardirectamente mi pregunta.—Ni siquiera confío en mímismo. Es decir, al no poderconfiar en mí, tampoco puedoconfiar en los demás. No tengo másremedio que maldecirme.—Con esa mentalidad nadieestaría seguro de uno mismo.—No es mi mentalidad. Es miforma de ser y me he dado cuentade ello. Cuando me di cuenta, measombré. Y ahora tengo miedo.Yo deseaba seguir hablandode este tema, pero en ese momentose oyó la voz de su mujer que,desde detrás de la puerta corredera,dijo:—¡Oye, oye!A la segunda vez de decirlo,sensei contestó:—¿Qué quieres?Ella le dijo:—¿Puedes venir un momento,por favor?Fue a donde estaba ella. Yo nopude entender la razón de sullamada. Pero antes de intentarimaginarlo, sensei ya había vuelto ami lado. Y siguió hablando.—De todos modos, no confíesdemasiado en mí. Te arrepentiríasdespués e, incluso, intentarías tomaruna venganza cruel por creer habersido engañado.—¿Qué significa eso?—El recuerdo de haberse

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arrodillado ante una persona, en unfuturo te hace querer pisarle lacabeza. Yo prefiero evitar elrespeto de hoy para no recibir elagravio de mañana. Mejor aguantarmi soledad actual y no una soledadfutura que sería horrorosa. La gentede hoy, nacida bajo el signo de lalibertad, la independencia y laautoestima, debe, en justacompensación, saborear siempreesta soledad.Yo no tenía palabras queañadir a esto.15Desde entonces, cada vez que veíala cara de su mujer me sentíapreocupado por si la actitud desensei hacia ella reflejaba esasideas, en cuyo caso ¿podría ellaestar feliz a su lado?No podía decidir por suaspecto si era o no era feliz, puestampoco tenía muchas ocasiones decomunicarme con ella. Además,siempre se mostraba muy natural.Normalmente estábamos enpresencia de sensei y casi nuncasolos. Por otro lado, yo tenía otrasdudas. La actitud de sensei hacia lahumanidad, ¿de dónde venía? ¿Erael simple resultado de habersededicado a una introspección de símismo y al análisis frío del mundomoderno? Sensei pertenecía a esaclase de hombres que se sientanpara pensar. Pero si una personacon la mente de sensei se sentaraigualmente para pensar, ¿llegaría alas mismas conclusiones? Yo creíaque no. Es decir, sus ideas eranvivas, nacidas de la experiencia.Eran distintas a una casa de piedracalcinada por el fuego pero con susmuros fríos. Para mí, sensei eraindudablemente un pensador. Pordetrás de ese oficio de pensador,

sin embargo, me parecía un hombreformado a partir de experienciasmuy reales, experiencias o hechosno de otra persona, sino saboreadospor sí mismo y en su sangre condolor y con calor, y que en su almase habían ido superponiendo encapas. Pero todo esto no era más quepura imaginación mía. Aunquesensei me habría de confirmar quelo que yo imaginaba era cierto, estaconfirmación se asemejaría a unamontaña de nubes. Unas nubes quecubrieron mi cabeza de cosashorribles y desconocidas. Sin saberpor qué sentía miedo a la sombra deesa montaña. La confirmación fueademás sumamente vaga, aunque meharía estremecer de pies a cabeza.Antes, supuse un amor formidablecomo raíz de sus ideas de la vida(por supuesto un amor entre senseiy su mujer). Enamorarse era undelito, me había dicho una vez, yesto me proporcionó una pista. Porotro lado, sensei me habíaconfesado que la amaba, por lo cualtampoco podía yo sacar unaconclusión demasiado pesimista deese amor. Aquellas palabras desensei, «el recuerdo de habersearrodillado ante una persona, en unfuturo te hace querer pisarle lacabeza», deberían entonces seraplicables a la gente moderna engeneral y no a sensei ni a su esposa.La tumba de Zoshigaya, que yoseguía sin saber a quién pertenecía,me daba también que pensar. Sabíaque esa tumba guardaba unaprofunda relación con la vida desensei. A medida que me ibaacercando a su vida, aunque sinllegar al fondo, fui aceptando esatumba como un fragmento de vidaque ocupaba su mente. Aún así, setrataba de algo completamente

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muerto, algo imposible deconvertirse en la llave que abrierala puerta de la vida interpuestaentre nosotros. Más bien, la tumbade Zoshigaya era para mí como unalosa que un espíritu maligno habíacolocado para impedirme el librepaso por esa puerta.Mientras tanto, había tenidootra ocasión de hablar con laseñora cara a cara. Era uno de esosdías de otoño en que se tomaconciencia de la brevedad crecientede los días y en que uno siente en supropia piel el frío del mundo. Cercade la casa de sensei habían tenidolugar varios días seguidos robossobrevenidos al caer la noche. Elvalor de lo robado bien es ciertoque no era tan alto, pero, si entrabael ladrón, siempre se iba con algo.La señora tenía miedo.Una tarde de esas, sensei tuvoque ausentarse de su casa parainvitar a comer, con dos o tresamigos más, a un amigo de sumisma región empleado en unhospital provincial, que se hallabaesos días de visita en Tokio. Todoesto me lo había contado sensei,pidiéndome que me quedase en sucasa hasta que volviera él. Aceptéde inmediato.16Cuando llegué a su casa, la hora deempezar a encender las luces,sensei, siempre tan puntual, ya noestaba.—Mi marido acaba de irse.Como no quería llegar tarde... —medijo su esposa mientras meconducía al estudio. En su estudio,aparte de la mesa y la silla, seveían, a través del cristal de lavitrina iluminado por la luzeléctrica, los atractivos lomos depiel de muchos libros bien

colocados. La señora me invitó asentarme sobre un cojín junto albrasero y dijo:—Quédate aquí leyendo algúnlibro que te guste —y se fue.Yo me sentía exactamentecomo un visitante que aguardase lallegada del amo. Estaba incómodo yme puse a fumar. Se oía la voz de laseñora que decía algo a la criada enla sala de estar. El estudio desensei estaba pasada la esquina delpasillo al cual también daba esasala de estar. Por su situación, alfinal del pasillo, el estudio era deuna tranquilidad incomparable en lacasa. Al cabo de un rato, se apagóla voz de la señora y todo quedó ensilencio. Yo estaba tenso como siestuviera esperando la llegada delladrón y atento a cualquier ruido.A la media hora o así, laseñora se asomó a la entrada delestudio. Me miró sorprendida ylanzó un «¡Ah!». Me siguiócontemplando como si le hicieragracia verme así tan serio, como sifuera un visitante nuevo.—¿No te sientes incómodo?—No, nada.—Pero estás aburrido,¿verdad?—No. Como estoy alertaesperando al ladrón, no sientoaburrimiento.Ella seguía de pie y sonreíasosteniendo una taza de té inglés.—Bueno, este lugar, algoapartado del centro de la casa, noes el mejor para montar guardia —dije yo.—Entonces ¿por qué no vienesmás al centro? Pensaba que estaríasaburrido y te he traído un té. Si teparece bien, te lo serviré en la salade estar.Salí del estudio y caminé tras

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ella. En la sala de estar se oía elborboteo del agua hirviendo en unatetera de hierro fundido sobre unlargo y hermoso brasero. En esasala me invitó a té y a dulces. Ellani siquiera tocó su taza de té, puesdecía que le quitaba el sueño.—¿S a l e sensei de vez encuando como hoy?—No, casi nunca sale.Últimamente, parece que le gustamenos ver la cara de la gente.Su expresión, al decir esto, noparecía reflejar preocupación.Entonces, yo me atreví a seguirpreguntando.—Entonces, usted es laexcepción, ¿no?—No. Yo también estoy entreesa gente.—Eso no es cierto —dije yo— y usted misma sabe que no escierto.—¿Qué quieres decir?—Bueno, según mi teoría, asensei no le gusta la sociedad de lagente porque la ama a usted.—Como eres estudiante, tegusta argumentar con razonesvacías. Pero, fíjate, igualmente sepodría decir con tus mismasrazones que, como no le gusta lagente, tampoco le puedo gustar yo,que formo parte de esa gente. ¿Note parece?—Bueno, sí; se podría decireso también. Pero en este caso, soyyo el que tengo razón.—No me gusta discutir. Loshombres se divierten discutiendopor discutir. No me explico cómopodéis pasar tanto tiempo hablandoy hablando como si estuvieraisbrindando con copas vacías.Sus palabras fueron bastantefuertes, aunque lo que sonó en misoídos no me resultaba chocante. La

mujer de sensei no era tan modernacomo para hacerme reconocer suinteligencia y revelar su amorpropio. Tenía la impresión de que aella le importaba más lo que estásumergido dentro del corazón de lascosas.17Tenía más cosas que decir a laesposa de sensei, pero no deseabaque me tuviera por una personapolémica. Así que me abstuve. Mimirada estaba fija en el fondo de lataza vacía. Ella, antes de que yocambiara mi mirada, me preguntó:—¿Quieres otra?Enseguida le alargué la taza.—¿Cuántos? ¿Uno o dos?Era extraño. Cogiendo losterrones de azúcar y mirándome a lacara para saber cuántos quería, suactitud no era de coquetería peroestaba llena de simpatía, como sideseara compensar el tono fuerte delas palabras de antes.Tomé el té en silencio ydespués seguí sin decir nada.—¡Vaya! ¡Qué calladito! —dijo ella.—Bueno, no quiero que ustedme regañe por provocar unadiscusión —contesté yo.—¡Que no, hombre, que no!Así reanudamos nuestraconversación. Y nuevamente salió arelucir el tema de sensei, un temaque nos interesaba a ambos.—Señora, ¿puedo añadir unacosa a lo que dije antes? Para ustedtal vez no sea más que una teoríafalsa, pero para mí es algo serio ysincero.—Pues entonces, dilo.—Si usted, de repente,desapareciera, ¿podría sensei vivirigual que hasta ahora?—No lo sé. No habría más

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remedio que preguntarle a él, ¿nocrees? No es, por tanto, algo que yopueda contestar.—Señora, hablo en serio. Porfavor, no rehúya la pregunta.Respóndame honestamente.—Soy honesta, ¿no loentiendes? Y, honestamente, te digoque no lo sé.—Entonces, usted, ¿cuánto leama? Esta pregunta no es parasensei, sino para usted.—Esas cosas no se preguntantan abiertamente.—¿Acaso es algo que no debapreguntarse en serio? ¿O se refiereusted a que está todo demasiadoclaro y no haría falta ni responder?—Sí, más o menos, eso es.—¿Y cómo sería sensei siusted, su fiel compañera, faltara derepente? A mí me parece que deeste mundo no le interesa nada. Siusted faltara, ¿qué le pasaría?Contésteme, señora, cómo lo veusted. Desde su punto de vista,¿sería entonces feliz o infeliz?—Desde mi punto de vista,todo está clarísimo (aunque a lomejor sensei no opina lo mismo queyo). Él, lejos de mí, sería muyinfeliz. Incluso, tal vez no podríaseguir viviendo. Puede parecer algopresumido que diga esto, perocréeme, sinceramente pienso que yole hago feliz. Estoy segura de queno hay nadie excepto yo que puedahacerle feliz. Por eso estoy tantranquila.—Esa seguridad suya seguroque está reflejada favorablementeen el corazón de sensei.—¡Ah! Esa es otra cuestión.—¿Y dice usted que, pese aesto, él la aborrece?—No, no pienso que meaborrezca. No hay razón para tal

cosa. Pero sensei aborrece lasociedad. O, más bien, no le gustala humanidad. En este sentido, alser yo también parte de esahumanidad, con toda la razón no legusto. Por fin había comprendido porqué decía ella que no le gustaba asensei.18Estaba asombrado de su capacidadde comprensión. Su actitud, que nocorrespondía exactamente a la deuna mujer tradicional japonesa, mepareció incluso intelectualmenteestimulante. Además, ella casinunca deslizaba esas palabras«modernas», tan de moda entonces.Yo era un joven inexperto queno había tenido ninguna relaciónprofunda con una mujer. Pero talvez debido a mi instinto de hombre,siempre soñaba con las mujerescomo objeto de un anhelo, unanhelo que se puede sentirvagamente en el corazón cuandouno ve esas hermosas nubes de uncielo de primavera. Por eso, cadavez que estaba con una mujer realcara a cara, mis sentimientospodían tomar un giro muy brusco.En lugar de sentir atracción haciaellas, experimentaba más bien unextraño rechazo. Pero nada de estome ocurría con la mujer de sensei.Tampoco observaba esapermanente diferencia de ideas queexiste entre hombres y mujeres. Enrealidad, me olvidaba de que ellaera mujer. Simplemente veía en ellaa una simpatizante crítica y sincerade sensei.—Señora, el otro día, cuandole pregunté a usted por qué senseino salía ni tenía actividades en lasociedad, usted me dijo que él antesno era así, ¿verdad?—Sí, recuerdo que lo dije.

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Ciertamente, no era así.—¿Cómo era?—Pues un hombre digno deconfianza como tú y yo deseamosque sea.—Entonces, ¿a qué se debióese repentino cambio?—¡Oh, no! No fue repentino.Cambió poco a poco.—Y todo ese tiempo, ustedestaba con él, ¿verdad?—Por supuesto que sí.Formamos pareja...—En tal caso, debe saber larazón de ese cambio, ¿no?—Por eso justamente mesiento tan mal. Si me dices esto, mesiento de verdad mal, porque notengo ni idea de cuál podría ser lacausa de ese cambio. ¡Cuántasveces le habré pedido que mecuente todo!—¿Y qué dice él?—Pues que no tiene nada quedecirme, que no hay nada de lo queyo deba preocuparme y que loúnico que ha pasado es que hacambiado su carácter. Y, bueno, nome hace caso.Me quedé callado. Ellatambién se calló. De la habitaciónde la criada tampoco llegaba ningúnruido. Me había olvidado porcompleto del ladrón.—¿No creerás que yo tengo laculpa de todo? —me preguntó deimproviso.—No —contesté.—Dímelo, sin ocultar nada,por favor. Si lo creyeras así, sicreyeras que soy yo la culpable,sentiría más dolor que si mecortaran la carne en vivo. A pesarde todo —añadió—, creo que estoyhaciendo todo lo que puedo por él.—Eso lo reconoce el mismosensei. Se lo aseguro. No se

preocupe. Esté tranquila, por favor.Aireó las ascuas del brasero.Después, añadió más agua a latetera de hierro fundido, que dejóya de hacer ruido.—Una vez que ya no podíaaguantar más, le pedí que me dijeratodo lo que no le agradaba de mísin ocultarme nada. Le dije quetrataría de cambiar cualquierdefecto que viera en mí. Me dijoentonces que yo no tenía ningúndefecto, sino que él y sólo él eraquien tenía defectos. Ahora, cuandopienso en esto, me pongo muy triste.Se me saltan las lágrimas y sientotodavía más ganas de preguntarlequé hay en mí que no le agrada.Sus ojos se llenaron delágrimas.19Al principio, yo la trataba como auna mujer comprensiva. Pero amedida que conversábamos, sumanera de expresarse ibacambiando gradualmente; y, enlugar de dirigir mi mente, empezó amover también mi corazón. Entreella y su marido no existía ningunareserva ni frialdad, pero aún así,ella sentía que había algo. Enconsecuencia, trataba de reconocerese algo con los ojos muy abiertos,pero sin ver nada. Esta era la clavede su sufrimiento.Al comienzo había dicho quela mirada de sensei hacia lasociedad era muy pesimista y que,por lo tanto, ella no era del agradode sensei. Pero, al decir esto, no lastenía todas consigo. En efecto, en elfondo le asaltaba el pensamientocontrario, es decir, que el mundoentero no era del agrado de sensei acausa de ella, a causa deldesagrado que ella le inspiraba. Sinembargo, nunca pudo tener una

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prueba de que esto fuera verdad. Laactitud de sensei hacia ella erasiempre la de un buen marido:amable y tierno. Pero ella teníaoculto en el fondo de su pecho unhaz de dudas envuelto en el cariñode su marido. Esa noche iba adesatar ese haz ante mí:—¿Qué opinas? —mepreguntó—. ¿Ha sido por mi culpapor lo que ha cambiado tanto osimplemente a causa de sus ideassobre la vida? Responde sinocultarme nada.No tenía yo la intención deocultarle nada. A pesar de eso,sabía que, existiera o no un hechopor mí ignorado, mi respuesta nuncale resultaría satisfactoria. Y estabaseguro de que había algo que yo nosabía.—No lo sé.Por un instante, su semblanteexpresó decepción por unarespuesta inesperada. Me apresuréa añadir:—Pero le aseguro que usted nole desagrada a sensei. Le estoydiciendo lo que he oído de boca desensei. Y él no miente nunca,¿verdad que no?No me contestó. Al cabo de unrato dijo:—A decir verdad, recuerdoalgo que podría estar detrás de todoesto.—¿Se refiere detrás de sucambio de carácter?—Sí, detrás de todo. Unarazón que, por estar fuera de mí, mehace sentir un gran alivio...—¿Y cuál es?Se miraba las manos, quemantenía colocadas sobre lasrodillas, mientras parecía titubear.—Te la diré y tú me darás tuopinión.

—Así lo haré.—De todos modos, no tepuedo decir todo. Si te lo contaratodo, él me regañaría. Sólo te dirélas cosas que a él no le importa quete cuente.Sentí tensión y tragué saliva.—Siendo todavía estudiante enla universidad, tenía un amigo muyíntimo. Este amigo suyo murió pocoantes de graduarse. Murió derepente.Y, acercándose a mi oído, mesusurró en voz baja:—La verdad, no fue unamuerte natural.Su manera de decirlo meempujó a preguntarle.—¿Por qué?—No puedo decirte más.Desde aquello, él empezó acambiar poco a poco. No sé lacausa de su muerte. Quizá tampocomi marido la sepa. Pero no hayrazón para negar que, desdeentonces, empezó a no ser elmismo.—¿Es ese el amigo cuya tumbavisita en Zoshigaya?—Tampoco puedo decirte esoporque se lo he prometido. Pero lacuestión es: si una persona pierde asu mejor amigo, ¿es posiblecambiar tanto? Eso es lo quedesearía saber y sobre lo que megustaría saber tu opinión.Mi opinión se inclinaba a unarespuesta negativa.20Intenté consolarla lo mejor quepude dentro de mi conocimientolimitado de los hechos.También ella parecía quedeseaba ser consolada por mí. Poreso seguimos hablando los doslargamente sobre este asunto. Apesar de todo, fui incapaz de llegar

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a la raíz. Su ansiedad se originabaen unas dudas semejantes a esasnubes finas que andan flotando porel cielo. Sobre la verdad del asuntotampoco ella sabía mucho y, de loque sabía, no podía decirme grancosa. Así, yo consolándola y elladejándose consolar, nosasemejábamos a dos náufragos amerced de las olas que flotaban enel mar de una vasta inseguridad. Yen tal situación, ella alargaba almáximo los brazos para aferrarse amis opiniones, igualmentedesprovistas de apoyo.A eso de las diez, oímos laspisadas de sensei en la entrada. Sumujer, levantándose de repentecomo si hubiera olvidado todo ydejando mi compañía, salió arecibirle. Me quedé solo y despuésla seguí. Sólo la criada, queprobablemente estaba dormida, nosalió.Sensei estaba más bien debuen humor. Pero su mujer parecíaaún más alegre. Recordé el brillode sus lágrimas agolpadas en susbonitos ojos y la arruga formada enla raíz de sus negras cejas cuandohablábamos poco antes. Observécon atención tan extraño cambio deactitud. Realmente no parecía habersido insincera, pero me sentíinclinado a pensar que pudo habersido todo la táctica de una mujercon ganas de poner en juego sussentimientos con los míos. En esemomento, sin embargo, no teníaninguna intención de criticarla. Y laverdad es que me sentí aliviado alverla transformarse así. Me dicuenta de que no había habidomotivos para haberse preocupadopor ella.Sensei, sonriendo, me dijo:—Gracias por guardar la casa.

¿Así que el ladrón no ha venido? —Y añadió—: ¿No estarásdecepcionado, verdad?La señora me despidió,inclinándose ligeramente ydiciendo:—Perdón por las molestias.Sonaba más bien como unabroma, es decir, sonaba como sisintiera más que no se hubierapresentado el ladrón que elhaberme molestado a mí,quitándome mi tiempo. Con esaspalabras, envolvió en un papel lospasteles que habían sobrado y melos puso en la mano. Yo los metídentro de la amplia manga de miquimono y, saliendo de su casa,apresuré mis pasos a través de lascallejas frías hasta una zona másanimada de la ciudad.He descrito con detalle todo loque he podido rescatar de mimemoria sobre aquella noche. Y lohe hecho porque sentía la necesidadde hacerlo, aunque aquella noche,cuando volví a casa con lospasteles que ella me había dado, noconsideraba tan importante nuestraconversación. El día siguiente,cuando regresé de la universidadpara comer en casa, al ver elpaquete de pasteles sobre la mesade estudio, enseguida me comí uno.Era de bizcocho y color marrón,con chocolate encima. Mientras locomía, pensaba que esas dospersonas que me habían dado esepastel existían en este mundo comouna pareja feliz. Con esteconvencimiento, saboreé el pastel.El otoño se iba y hasta lallegada del invierno no ocurriónada. Cuando visitaba a sensei,aprovechaba para pedir a la señoraque me lavara o cosiera algúnquimono. Hasta entonces, yo no me

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había puesto nunca el juban57 decuello negro. Decía ella que, comono tenía hijos, a su salud leconvenía ocuparse de estosquehaceres para no aburrirse.—Este quimono está tejido amano, ¿verdad? Nunca había cosidoun género tan bueno. Sólo queresulta dificilísimo de coser. Ya heroto dos agujas de lo bueno que es.Aunque decía cosas así, noponía nunca mala cara.21Al llegar el invierno, tuve queregresar a mi puebloinesperadamente. En la cartarecibida de mi madre, semencionaba la enfermedad de mipadre, una enfermedad que, aunquede momento no revestía gravedad,hacía aconsejable mi regresohabida cuenta de la avanzada edadde mi padre.Hacía tiempo que mi padrepadecía de los riñones. Comomuchos hombres de edad mediana oavanzada, su enfermedad ya eracrónica. Pero, como se cuidababien, tampoco parecía haber unpeligro inminente. Eso era, almenos, lo que pensábamos sindudar la familia y él mismo. Mipadre decía, en efecto, a todo elmundo que sólo por cuidarse bienhabía podido seguir viviendo. Mimadre en su carta escribía que,estando un día mi padre ocupado enel jardín, se había desvanecido derepente. La familia pensó que setrataba de una ligera hemorragiacerebral y le dieron el tratamientocorrespondiente. Pero luego elmédico dijo que no parecía ser eseel problema, sino que era elresultado de su enfermedad. Apartir de entonces, todos empezarona asociar siempre desvanecimiento

y enfermedad de los riñones.Para las vacaciones deinvierno58 faltaba todavía tiempo.Pensé que a mi padre no le pasaríanada hasta el fin del trimestre y dejépasar uno o dos días. Pero duranteese par de días, empezó a asaltarmela imagen de mi padre acostado ode la cara preocupada de mi madre,etc. Me sentía mal con estospensamientos y, finalmente, decidívolver al pueblo. Para ahorrartiempo y evitar a mis padres lamolestia de tener que mandarmedinero para el viaje, decidí visitar asensei para despedirme y pedirleprestado el dinero necesario para elviaje.Sensei se encontraba resfriadoy no tenía ganas de pasar a la salade estar. Así que me recibió en suestudio. Por el cristal de la ventanaentraba una luz solar blanda pocasveces vista ese invierno y que caíasobre el paño de la mesa. En esesoleado cuarto estaba sensei, quehabía colocado un gran braserosobre el cual había un trípode conuna palangana llena de agua queexhalaba vapores benéficos para larespiración.—No es nada grave. Total, unsimple catarro. Pero resulta másmolesto que una enfermedad en todaregla —y, diciendo esto, sensei memiró sonriendo con amargura.Sensei era del tipo depersonas que no conocen lasenfermedades. Al escucharle sentíganas de reír.Y dije:—Yo, si es un catarro, loaguanto; pero más, no. Ustedtambién, ¿no? Si llega a ponerserealmente enfermo, lo comprenderámuy bien.—¿Crees tú? Bueno, si he de

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ponerme enfermo, pues que seamortalmente enfermo.No presté mucha atención a loque dijo. Pasé enseguida a hablarlede la carta de mi madre y le pedídinero.—No hay problema. Si es esacantidad, la tengo en casa y te lapodrás llevar ahora mismo.Llamó a su mujer y le pidióque me diera el dinero. Ella sacó eldinero de un cajón del aparador y,envolviéndolo en un papel fino decaligrafía, me dijo:—Debes estar preocupado,¿verdad?—¿Se ha desmayado yamuchas veces? —preguntó sensei.—Bueno, en la carta no dicenada... Pero ¿tantas veces se puededesmayar?—Pues sí.Supe entonces que su suegrahabía muerto de esa mismaenfermedad.—Es difícil de curar, ¿no? —pregunté yo.—Bueno. Si pudiera estar enlugar de tu padre, no me importaría.¿Tiene vómitos?—No sé. La carta no dice nadade vómitos. Seguro que no los tiene.—Mientras no tenga vómitos,seguirá bien —dijo la señora.Partí de Tokio en el tren deesa noche.22La enfermedad de mi padre no eratan grave como imaginaba. Alllegar a casa, me lo encontrésentado en la cama con las piernascruzadas. Me dijo:—Como todo el mundo sepreocupa tanto de mí, tengo queestar aguantando aquí quieto, peroya puedo levantarme, ¿sabes?A partir del día siguiente y sin

hacer caso a mi madre que deseabaque estuviera más tiempo en lacama, se levantó. Mientras doblabacon desgana el grueso edredón, dijomi madre:—Como has vuelto, tu padreestá convencido de que se sientemás fuerte.A mí, sin embargo, no meparecía que estuviera fingiendosentirse mejor.Mi hermano mayor vivía en lalejana isla de Kiushu debido a sutrabajo. A él no le resultaba tanfácil visitar a nuestros padres, a noser que ocurriera algo grave. Mihermana pequeña estaba casada enotra región y tampoco podía venirtan fácilmente como quisiera. Poreso, de los tres hermanos, yo,siendo estudiante, era el más amano para esta situación. A mipadre le causaba muchasatisfacción verme en casa,obediente a la llamada de mimadre, sin acabar el curso y antesdel comienzo de las vacaciones.—Siento, hijo, haberte hechofaltar a las clases por esta tonteríade enfermedad que tengo. Ha sidoculpa de tu madre. ¡Haberte escritouna carta tan exagerada...!Esto lo decía por decir,naturalmente. Y no sólo eso, sinoque, levantándose, pidió que lerecogiéramos la ropa de cama.Mostraba la energía de siempre.—Como te descuides,volverás a ponerte malo como laotra vez.Mi consejo pareció divertirley se lo tomó a la ligera.—¡Tranquilo! No me pasaránada. Si me cuido como siempre,todo irá bien.En realidad, parecíaencontrarse bien. Andando de un

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lado a otro por la casa, ni jadeabani se mareaba. El color de su cara,sin embargo, era bastante máspálido de lo normal. Pero como noera un síntoma reciente, tampoconos preocupaba demasiado.Escribí a sensei,agradeciéndole su préstamo. Ledecía que, si no tenía inconveniente,le devolvería su dinero a miregreso a Tokio a principio de año.Le hablaba también de laenfermedad de mi padre, que no eratan grave como yo había imaginadoy que, al no sentir mareos ni tenervómitos, seguro que no le pasaríanada serio próximamente. En últimolugar, aunque sin darle importancia,le expresé mi interés por suresfriado.Esta carta la escribí sinesperar respuesta. Después deenviarla, les hablé a mis padres desensei y, al hacerlo, me loimaginaba en su estudio.—Cuando te vayas a Tokio lapróxima vez, le llevas unas setassecas. —Bueno, pero no sé si le vana gustar.—Hombre, no es que sea unaexquisitez, pero a todo el mundo legustan las setas secas.A mí me parecía extrañoasociar a sensei con las setas secas.Cuando recibí una carta desensei, me sorprendí un poco. Meextrañé aún más al comprobar queesa carta no contenía nadaparticular. Pensé entonces que lahabía escrito por pura amabilidad.Y este pensamiento me hizo muyfeliz. Era la primera carta querecibía de sensei.Si digo la «primera carta»,podría creerse que mantuvimoscorrespondencia. He de advertirque no fue así. Exactamente, no

recibí más que dos cartas suyas envida de él. Una fue esta, respuestasencilla a la mía, de la que acabode hablar, y otra fue una larga, muylarga, que me dirigió antes demorir.A mi padre, por el carácter desu enfermedad, no se le permitíamoverse mucho. Después delevantarse de la cama, casi nuncasalía. Un día en que había sol, bajópor la tarde al jardín59. Yo, porprecaución, le acompañé,intentando cogerle el brazo yapoyarlo en mi hombro. Pero él,entre risas, no me hizo caso.23Para hacer compañía a mi padre,que se aburría mucho, a menudojugábamos al ajedrez japonés. Alser los dos perezosos y tener puestoel tablero sobre una mesa confaldillas, debajo de la cual estabael brasero que nos calentaba, cadavez que movíamos una piezateníamos que sacar la mano dedebajo de la faldilla de mesa. Aveces, se nos perdía alguna pieza yno nos dábamos cuenta hasta lasiguiente partida. En algunaocasión, mi madre encontró algunapieza entre las cenizas del braseroque tenía que recoger con lastenazas.El go60, con su tablero gruesoy con patas, no sería bueno paranosotros que nos gusta jugar sobrela mesa camilla. En cambio, estetablero de ajedrez es ideal paragente perezosa como nosotros, queno queremos sacar la mano dedebajo de la mesa.—Venga, vamos a jugar otrapartida.Mi padre, cuando ganaba,siempre decía lo mismo: «Venga,otra partida». Pero también lo decíacuando perdía. Ganar o perder, en

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definitiva, no le importaba. Siempredeseaba estar jugando al ajedrezsentado a la mesa camilla. Alprincipio, este juego de jubiladosme resultaba novedoso y teníainterés; pero con el paso de losdías, mi energía juvenil no podíasatisfacerse con tan escasoestímulo. A veces, levantaba lasmanos por encima de mi cabeza,sosteniendo en ellas las piezas, ybostezaba sin ningún reparo.Pensaba en Tokio y oía cómolatía mi corazón que no cesaba demover mi sangre rebosante.Extrañamente, sentía que esoslatidos resonaban con más potenciagracias a la fuerza que senseiparecía haberme transmitido. En mimente, le comparé con mi padre.Los dos eran hombres tranquilos,cuya muerte o vida podía pasardesapercibida para la opiniónpública. Desde el punto de vista delreconocimiento social, uno y otroeran unos don nadie. Aún así, estepadre mío, al que tanto le gustaba elajedrez, no resultaba de mi agrado,ni siquiera como compañero dejuego. Con sensei no tenía ningúnrecuerdo de haber compartidojuegos, pero aun más que cualquierrelación de ese tipo, él estabainfluyendo intelectualmente en mísin darme yo cuenta. Si digo«intelectualmente», parece algofrío, así que diré mejor«espiritualmente». Por eso, no meparece nada exagerado afirmar quela fuerza de sensei estaba en micarne y que su espíritu corría pormi sangre. Esta era la realidad talcomo se me mostraba y, alreflexionar sobre ella atentamente,tuve la impresión de haberdescubierto una gran verdad. Mequedé perplejo.

Casi al mismo tiempo en queempezaba a aburrirme en casa, tuvela sensación de que también paramis padres mi estancia en la casaparecía estar muy vista, nadaparecido a la novedad de losprimeros días. Creo que esto lessuele ocurrir más o menos a todoslos que regresan a sus casas en lasvacaciones. La primera semanasiempre son tratados con muchocariño y hasta mimo, pero, cuandose enfría esa etapa de entusiasmoinicial, la familia se acostumbra ala presencia de uno y acaba porignorarle. Además, cada vez que yovolvía a casa, me traía de Tokioaspectos novedosos que mis padresni apreciaban ni entendían. Lo dirécon un ejemplo clásico, era como sitrajera el olor del cristianismo a lacasa de un confuciano. Por eso, loque traía conmigo nuncaarmonizaba con mis padres. Porsupuesto que yo intentaba encubrirlos cambios que Tokio podía haberproducido en mí, pero había cosasque ya eran parte de mí, cosas que,aunque no quisiera mostrar, nopodían escapar a los ojos de mispadres. Finalmente perdí todointerés en seguir más tiempo encasa. Quería volver a Tokio cuantoantes.Afortunadamente, el estado demi padre se había estancado y nohabía síntomas de empeoramiento.De todos modos, se llamó a unmédico de cierta fama, que vivíalejos, para que le examinara condetenimiento. Este médico nodetectó nada que no supiéramos ya.Decidí irme antes de terminar lasvacaciones de Año Nuevo.Al anunciarles mi partida, mispadres, por extraño que parezca, seopusieron.

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—¿Pero te vas ya? Todavía esmuy pronto, ¿no? —dijo mi madre.—No te pasará nada porque tequedes cuatro o cinco días más —añadió mi padre.Pero yo no cambié el día quehabía fijado.24Cuando llegué a Tokio, ya habíanretirado todas las decoraciones depino61. Soplaba un viento frío y nose percibía la animación propia delAño Nuevo.No tardé en ir a casa de senseia devolverle su dinero. Le llevétambién aquellas setas secas. Comome pareció algo raro dárselas así,sin más ni más, dije que era unregalo de parte de mi madre. Y laspuse delante de la esposa de sensei.Las setas estaban dentro de una cajanueva de dulces. Después de darmecortésmente las gracias ella, allevantar la caja y sorprenderse desu ligereza, me preguntó:—¡Vaya! ¿Qué tipo de dulcesson estos?A medida que conocía mejor ala esposa de sensei, más mesorprendían esos rasgos infantilesde su carácter.Los dos me preguntaron coninterés sobre la enfermedad de mipadre.—De veras, después deescucharte, todo parece indicar que,de momento, no le va a pasar nada,pero es una enfermedad ante la quehay que estar muy atento.Sensei tenía muchosconocimientos, de los que yo notenía ni idea, sobre esta enfermedadde los riñones. Y añadió:—Lo peculiar de estaenfermedad es eso. El que lapadece no se da ni cuenta. Unmilitar conocido mío se murió

precisamente de eso. Parecíamentira. Su mujer, que estabaacostada a su lado, ni siquiera tuvotiempo de cuidarle. Parece ser quepor la noche la había despertadopara decirle que se sentía algo mal.A la mañana siguiente ya estabamuerto. La mujer creía que estabadormido.Yo, que hasta entonces erabastante optimista, de repenteempecé a inquietarme.—A mi padre podría pasarlelo mismo, ¿no? No se puede decirque no, ¿verdad?—¿Qué dice el médico?—Que curarse es imposible,pero que tampoco hay razón parapreocuparse por ahora.—Pues entonces, si lo hadicho el médico, no habráproblema. El caso del que hehablado, era el de una personabastante descuidada. Era un militarcon una vida nada moderada.Recobré la tranquilidad.Sensei, que observaba miexpresión, añadió:—A pesar de todo, esté sano oenfermo, los hombres somos muyfrágiles. Cualquier cosa puededesencadenar la muerte.—¿Usted también piensa esascosas?—Aunque estoy sanísimo, nopuedo negar que lo pienso.Había una sombra de sonrisaen sus labios.—Hay personas que a veces semueren repentinamente, aunque porcausas naturales. Y también hayotras cuya muerte repentina tienecomo causa una violencia nonatural.—¿Qué es la violencia nonatural? —pregunté yo.—No sé exactamente, pero los

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que se suicidan utilizan esaviolencia, ¿no?—Los asesinatos, entonces,son también por violencia nonatural, ¿verdad?—Bueno, no estaba pensandoen asesinatos. Pero sí, es cierto loque dices.Ese día sin decir más me fui.Después de volver a casa, no mepreocupé realmente por el estadode mi padre, ni tampoco le didemasiadas vueltas a las palabrasd e sensei sobre muerte natural yviolencia no natural. Estaba máspreocupado de la tesis que teníaque escribir para graduarme y quetodavía no había empezadoseriamente. Tenía que ponerme atrabajar firmemente en ella.25Para poder graduarme en junio deese año, era preciso acabar la tesisantes del fin del mes de abril. Erael reglamento de la universidad.Cuando me puse a contar con losdedos los meses que me quedaban,me sorprendí de mi valor por estartan despreocupado. Otroscompañeros hacía mucho tiempoque estaban reuniendo materialbibliográfico y notas, y se les veíamuy atareados. Sólo yo seguía debrazos cruzados y lo único quetenía era la resolución de trabajaren firme desde el Año Nuevo.Había empezado con mucha fuerza,pero pronto me atasqué. Hastaentonces, tenía claro en mi mente elamplio tema sobre el que queríaescribir. Creía que la estructura deesa idea ya la tenía formada, perome equivoqué y empecé a sufrir y asujetarme la cabeza entre lasmanos. Después, reduje el tema.Por último y a fin de eliminar lacomplicación de ordenar todas las

ideas, decidí utilizar todo elmaterial que pudiera encontrar enlos libros y añadir una conclusiónadecuada.El tema elegido tenía muchoque ver con la especialidad desensei. Un día, cuando le preguntésu opinión sobre el tema elegido,me dijo que era bueno. Después dequedarme desconcertado, volvíapresurado a su casa y le preguntéqué libros tenía que leer. Mefacilitó amablemente todos losconocimientos que tenía sobre eltema y me prestó dos o tres librosnecesarios, pero ni por un momentomostró interés en dirigirme la tesis.—Últimamente, no leo mucho.Así que no sé nada de las últimaspublicaciones. Sería mejor quepreguntaras a tu profesor.Entonces, recordé que sumujer me había dicho una vez quesensei fue un lector voraz en unaépoca y que, después, sin sabercómo ni por qué, dejó de tenerinterés en los libros.Dejando a un lado el asunto dela tesis, le pregunté distraídamente:—Sensei, ¿por qué no puedetener tanto interés en los libroscomo antes?—No hay una razón... No sé...Tal vez porque sé que, por muchoque lea, no voy a ser nadieimportante. Además...—¿Hay algo más?—Bueno, no es que haya algomás, es que antes, cuando hablabacon la gente o cuando se mepreguntaba algo, sentía vergüenza sino lo sabía. Pero últimamente, yano siento eso y no me esfuerzo enleer libros. En una palabra, me hehecho viejo.Su actitud era apacible aldecir esto. No mostraba la

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amargura de quien ha dado laespalda a la sociedad. Tal vez poresto, sus palabras no me hicieronreaccionar. Yo no creía que senseise hubiera hecho viejo, tampocopensaba que fuera una personamaravillosa. Con estas ideas, volvía mi pensión.Desde entonces, la tesis mehizo sufrir. Mis ojos se volvieronsanguinolentos como los de unpsicópata. A unos amigos que sehabían graduado el año anterior lespregunté sobre diversos aspectos deeste asunto. Uno de ellos me dijoque el último día de la entrega detesis tuvo que alquilar un carruajepara llegar a tiempo. Otro dijo quesi no hubiera sido por la intercesiónde su profesor a punto habría estadosu tesis de no ser aceptada porhaber llegado quince minutosdespués de la hora límite. Estasexperiencias, al tiempo que meangustiaban, me dieron valor paraenfrentarme a mi problema.Trabajaba todos los días sentado ala mesa hasta caer agotado. Si nome encontraba a la mesa, estabaentre las estanterías de labiblioteca. Febrilmente, mis ojosbuscaban las letras doradas en loslomos de los volúmenes, como sifuera un coleccionista deantigüedades.Al florecer los ciruelos62, elviento frío fue cambiando dedirección y poco a poco empezó asoplar del Sur. Pasada esa época,empezó a llegar a mis oídos elrumor, como si de una crecientenebulosa se tratara, de que seacercaba la floración de loscerezos. Mientras, yo seguíatrabajando como un caballo de tiroque, fustigado por los latigazos dela tesis, sólo mira de frente. Hasta

fines de abril, cuando por finterminé todo lo que estaba previsto,no puse los pies en casa de sensei.26Cuando me libré de todo, ya habíancaído los pétalos del yaezakura63 ysus ramas habían empezado a echarhojas verdes. Era el principio delverano. Me sentía con el corazón deun pajarito escapado de su jaula yque, a la vista del cielo y la tierra,aletea gozosa y libremente. Fui acasa de sensei enseguida. En elcamino, me llamó la atención elseto de mandarino silvestre con susoscuras ramas ya echando brotes ylas hojas lustrosas y marrones quesalían del viejo tronco del granadoreflejando suavemente la luz delsol. Sentí la curiosidad del que vetodo esto por primera vez en suvida.Sensei, al fijarse en miexpresión alegre, dijo:—¿Así que ya has terminado tutesis? Eso está muy bien.—Sí, he terminado gracias austed. Y ya no tengo nada que hacer—contesté yo.Efectivamente, en esemomento sentía que había acabadotodo lo que tenía que hacer y que,de ahora en adelante, tenía todo elderecho del mundo a descansar yrelajarme. Estaba contento y teníasuficiente confianza en la tesisrecién terminada. Hablé de ella sinparar con sensei. Él, como siempre,me decía: «¿De verdad?» o «¡Ah!,¿sí?», pero sin entrar encomentarios. Más que insatisfecho,me sentí algo decepcionado. Aúnasí, ese día estaba animado hasta elpunto de poder llevarle la contraria.Quise sacarle a la gran naturalezade color verde que estabaresucitando fuera.

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—Sensei, vamos de paseo aalguna parte. Se está muy bien alaire libre...—¿Pero adónde?A mí no me importaba dónde.Sólo quería sacar a sensei fuera dela ciudad.Una hora después, tal y comoyo quería, nos alejábamos de laciudad: caminábamos sin rumbo porun lugar tranquilo en donde no sepodía distinguir si era poblado ocampo. Arranqué una hoja de unseto y me puse a silbar con ella. Unamigo de Kagoshima me habíaenseñado cómo hacerlo y se medaba bastante bien. Yo seguíasilbando alegremente y senseicaminaba como si no le importasenada.Al rato vimos un senderodebajo de árboles de copas detiernas hojas verdes. En la entradadel sendero había un letrero quedecía «Vivero de...». Supimos asíque no era una finca privada. Al verla entrada, por donde remontaba elcamino, sensei dijo:—¿Entramos?—Aquí se venden plantas,¿verdad? —pregunté yo.Siguiendo el sendero ysubiendo la cuesta, se veía a manoizquierda una casa. Por las puertasd e shoji64 abiertas no se veía anadie. Vimos un recipiente grandedelante de la casa, dentro del que semovían pececitos de colores.—Está todo muy silencioso,¿verdad? ¿Podremos entrar sinpermiso?—Sí, creo que sí.Seguimos avanzando sin ver anadie. Las azaleas estabanflorecidas como un incendioesplendoroso. Sensei, indicandouna alta y de color ocre, dijo:

—Esa debe de ser unakirishima65.Había también peoníasplantadas en una superficie de máso menos diez tsubo66, pero comotodavía no era su época, ningunaestaba en flor. Al lado del campode peonías, había un viejo bancosobre el que sensei se tumbó bocaarriba. Yo me senté en el espaciolibre del banco y me puse a fumar.Sensei miraba el cielo transparente.Yo no apartaba la vista del color delas hojas nuevas. Si me fijaba bienen ellas, me daba cuenta de quetodas eran distintas. No había ni unarama cuyas hojas tuvieran la mismatonalidad. El sombrero de sensei,enganchado en la punta de unplantón de cedro, salió volando porel aire.27Me apresuré a cogérselo. Quité conla uña la roja tierra que se habíapegado al sombrero. Le dije:—Sensei, se le ha caído elsombrero.—Gracias.Lo tomó mientras seincorporaba del banco y, en esapostura, medio incorporado ymedio tumbado, me hizo unaextraña pregunta:—Por cierto, ¿tu familia tienefortuna?—¿Que si es rica, quieredecir? Bueno, no tanto como paradecir que tiene fortuna.—Pero ¿cuánto tiene? Yperdona la indiscreción.—¿Cuánto? Pues no sé bien.Tenemos algo de terreno en elmonte y algunos arrozales. Dinerocreo que no hay nada.Era la primera vez que senseime preguntaba por la economía demi familia. Yo nunca le había

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preguntado nada parecido a él. Alprincipio, cuando le conocí, mepreguntaba cómo podría vivir sintrabajar. Es algo que siempre me hepreguntado. Pero no me parecíabien preguntarle algo así. Peroahora, después de hacer descansarbien mis ojos con los colores de lashojas nuevas de los árboles, sinsaber cómo, me atreví apreguntarle:—¿Y usted, sensei? ¿Es rico?—¿Te parezco rico?Sensei solía vestir consobriedad. Su familia era poconumerosa y su casa, enconsecuencia, no era muy grande.Sin embargo, a mí, aunque no eramiembro de su familia, meresultaba evidente que su posiciónera más bien acomodada. Es decir,su manera de vivir, sin ser lujosa,era más que desahogada.—Sí, me parece rico.—Bueno, para vivir sí quetengo. Pero no soy rico. Si lo fuera,tendría una casa grande.Ya se había incorporado ysentado cruzando las piernas.Después de estas palabras, con lacontera del bastón se puso a trazaruna especie de círculo en la tierra.Cuando terminó, clavó el bastónverticalmente en ella.—Antes, sí que era rico —añadió.Hablaba medio consigomismo. Yo, sin saber qué hacer,guardaba silencio.—Aunque no lo parezca, antesera rico —dijo otra vez, y sonriómirándome.No le contesté nada. Me sentíatorpe e incapaz de hablar. Entonces,nuevamente, cambió de tema.—¿Qué tal está tu padredespués de aquello?

Yo no sabía nada de mi padredespués de Año Nuevo. Lassencillas cartas que me mandaba mifamilia con las letras de cambiomensuales me venían escritassiempre por mi padre y en ellas nose quejaba de ningún síntoma grave.Su letra era además firme y sin quese percibiera ese temblor a menudomanifiesto en este tipo de enfermos.—No me dicen nada de suenfermedad. Pero creo que estábien.—Bueno, me alegro de que seaasí. Pero esa enfermedad...—No sé. ¿No habráposibilidad de que se cure? Es queparece que todo está ahora estable.Como no me han dicho nada...—¿De veras?Yo escuchaba a sensei que mepreguntaba por las finanzas de mifamilia y por la enfermedad de mipadre, pensando que se trataba deesos temas comunes que suelenvenir a los labios en unaconversación trivial. Pero en elfondo de sus palabras había unaintención por relacionar ambostemas. Una intención que a mí, porcarecer de la experiencia por élvivida, me pasaba entoncesdesapercibida.28—Si en tu casa tenéis fortuna querepartir, creo que es mejor hacerlocuanto antes, ¿eh? Aunque,naturalmente, no es asunto mío.Mientras tu padre esté bien, esmejor que recibas de tu herencia loque te corresponda. Cuando ocurralo que tiene que ocurrir, el asuntode las herencias suele plantearproblemas.—Sí, sensei.La verdad es que yo no dimucha importancia a esto que me

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decía. Pensaba que en ese momentoni yo, ni mi madre ni mi padre, ninadie en mi familia se preocupabapor ese tema. Me sorprendí muchode lo dicho por sensei, que serevelaba ahora tan práctico. Pero elrespeto, que por costumbre tengohacia los mayores, me hizo guardarsilencio.—Perdona si te he ofendidopor hablar como si estuviéramosesperando la muerte de tu padre.Pero los hombres se mueren.Aunque uno esté sanísimo, nuncasabemos cuándo vamos a morirnos.Su tono era inusitadamenteamargo.—No, no me ha ofendido ennada —dije yo comodisculpándome.—¿Cuántos hermanos sois?Además, me preguntó por todala familia, si teníamos másparientes, cómo eran mis tíos y tías.Al final, dijo:—¿Son todos ellos buenaspersonas?—No creo que haya nadiemalo. Todos son del pueblo.—¿Y no pueden ser malos porser del pueblo?Yo empecé a sentirmeacosado. Pero no me dio tiempo nide pensar.—En realidad, la gente de lospueblos tiende a ser peor que la dela ciudad. Acabas de decir queentre tus parientes no parece quehaya nadie malo. ¿Crees que hayuna especie de personas malas?Vamos a ver: la gente no sale hechade un molde, o algo así, depersonas malas. Generalmente,todas son buenas. Por lo menos, sonnormales. No obstante, en unmomento dado, inesperadamente, lapersona buena se convierte en mala.

Es terrible. Por eso no hay quedescuidarse.Su charla no parecía acabarahí. Intenté decir algo. Pero en eseinstante, un perro se puso a ladrardetrás de nosotros. Los dos,sorprendidos, miramos atrás. A unlado del banco, por detrás, habíaplantones de cedro y, más allá,ocultando una superficie de unostres tsubo67, matorrales de bambúenano entre los cuales se veía lacabeza y el tronco de un perro queseguía ladrando furiosamente.Entonces, apareció un niño de unosdiez años que se puso a regañar alperro. Llevaba un sombrero con elescudo del colegio. Se presentóa n t e sensei y le saludóinclinándose:—Señor, cuando usted entróaquí, ¿no había nadie?—No, no había nadie.—Mi hermana y mi madreestaban en la cocina.—¿Ah, sí?—Señor, usted tenía que haberdicho «buenas tardes» antes deentrar.Sensei sonrió débilmente.Sacó del monedero, que tenía en lapechera del quimono, una monedade cinco sen, e hizo que el niño latomara en la mano.—Y, por favor, dile a tu madreque sea tan amable de dejarnosdescansar aquí un rato.El niño, con una sonrisa queparecía rebosar de sus ojosinteligentes, asintió con la cabeza.—Soy el jefe del cuerpo deexpedición, ¿sabe usted?Con estas palabras, el niñobajó corriendo entre las azaleas. Elperro, alzando la rosca de su rizadorabo, le siguió. Poco después, otrosdos o tres niños de la misma edad

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pasaron corriendo en la mismadirección hacia donde había ido eljefe.29No llegué a captar las palabras deesa conversación interrumpida porla presencia del perro y los niños.El tema de la herencia, tanpreocupante al parecer para sensei,era ajeno a mi interés. Por micarácter y mi situación, no tenía lacapacidad de inquietarme porasuntos económicos. Pensándoloahora, creo que esa falta de interésse debía, primero, a miinexperiencia y, segundo, a quenunca se me habían planteado lostemas económicos. De todosmodos, era demasiado joven; y elasunto del dinero estaba muyalejado de mi interés.Pero en lo que me hubieragustado profundizar aquel día consensei era sobre eso de que uno seconvierte en malo cuando pasa poruna situación crítica. Como simplespalabras, las entendía, pero yodeseaba saber más de lo queaparentaban.Después de irse el perro y losniños, aquel amplio jardín de hojastiernas recuperó su silencio. Ynosotros, como congelados en esesilencio, permanecimos callados unbuen rato. Gradualmente, elhermoso color del cielo empezó aperder su luz. La mayoría de losárboles que nos rodeaban eranarces y sus hojas, verdes,delicadas, recién salidas, y quepoblaban las ramas, ibanoscureciéndose gradualmente.Desde alguna calle lejana, se oía elruido sordo de un carruaje. Debíade ser un hombre del pueblo quetransportaba árboles y plantas dejardín en su carro para venderlas en

el mercado. Al oír el ruido delc a r r o , sensei se levantósúbitamente, como si hubierarecobrado el aliento después de unameditación.—¿Nos vamos ya? Los díasparecen ahora mucho más largos,pero si uno se los pasa sin hacernada, las horas se van rápido comosi tal cosa.Había suciedad en su espaldaal haberse acostado boca arribasobre el banco. Se la sacudí con lasdos manos.—Gracias. No hay resinapegada, ¿verdad?—No, se ha quitado todo.—Acabo de estrenar estehaori68. Si lo mancho tantontamente, mi mujer me regañará.Gracias.Bajamos hasta la casa deantes, situada a medio camino de lacuesta. Al subir la primera vez, nospareció que no había nadie, peroahora había una mujer con unamuchacha de quince o dieciséisaños que enrollaba hilo en unarueca. Las saludamos al pasar juntoa un gran acuario diciendo:—Perdonen la molestia.—No se preocupen. Yotampoco les he ofrecido nada —contestó la mujer que, además,agradeció la moneda que senseihabía dado al niño.Cuando dejamos atrás lapuerta de la propiedad y habíamosrecorrido ya doscientos otrescientos metros, rompífinalmente el silencio.—Lo que dijo usted antes, esode que las personas en un momentodado se convierten en malas, ¿quésignificado tiene?—Bueno, no tiene ningúnsignificado profundo... Es una

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verdad, tal como es. No es ningunateoría.—Bien, será verdad. Pero loque quiero preguntar es eso delmomento dado. Es decir, ¿quémomento es ese?Sensei se echó a reír. Eracomo si se hubiera pasado la únicaocasión y ya no tuviera sentidoexplicármelo. Pero dijo:—El dinero. A la vista deldinero, cualquier sabio se convierteen malo.Su respuesta me pareció tanvulgar que me decepcioné. Tantomás cuanto que no se animaba aseguir hablando. Me sentíchasqueado.Caminé con paso ligero y elrostro impasible. Sensei, al quehabía dejado atrás, me llamó:—¡Oye! —y añadió—: ¿Loves?—¿Qué?—Pues que tu humor cambiapor una simple respuesta.Esto me lo dijo senseimirándome a la cara cuando yo mehabía detenido y ya me daba mediavuelta para esperarle.30En ese momento sentí antipatía porsensei. Empezamos otra vez acaminar juntos y, aunque habíacosas que quería preguntarle, memantuve callado. No sé si se diocuenta o no, pero por su aspecto noparecía importarle nada mi actitud.Como siempre, caminaba a pasostranquilos y silenciosos. Sentírebeldía y quise vencerle de algunaforma.—Sensei.—¿Sí?—Usted se puso nervioso hoy,cuando estábamos descansando enel jardín de aquella casa del vivero.Casi nunca le había visto excitarse,

pero me parece que hoy le he vistomuy extraño.Sensei no contestó enseguida.Pensé que mis palabras habíantenido efecto, aunque al mismotiempo tuve la sensación de quehabían errado. Decidí no decir más,pues creí que no valía la pena.Entonces, inesperadamente, senseise apartó al borde del camino y,bajo los setos recién cortados, sesubió los bajos del quimono y sepuso a orinar. Mientras, yo mequedé parado haciéndome eldistraído.—Perdón.Diciendo eso, echó otra vez aandar. Desistí, finalmente, deatacarle. El camino por dondeíbamos se iba animando poco apoco. Ya no se veían huertosextensos en pendiente ni terrenosllanos, sino que a ambos lados delcamino iba habiendo más y máscasas. De vez en cuando, sinembargo, todavía se veía en unrincón de alguna propiedad unhuertecito de alubias con palos debambú para sostenerlas o ungallinero con su tela metálicaalrededor. Continuamente, loscaballos que venían del centro de laciudad pasaban por nuestro lado.Todo esto me distraía y elproblema, que había ocupado mimente poco antes, se había ido.Cuando sensei volvió sobre esetema, yo ya lo había olvidado.—¿Tan nervioso te parecí?—Bueno, no tanto; pero bueno,un poco sí...—No me importa. Realmente,me altero si empezamos con el temade las herencias. No sé tú cómo meves, pero soy un hombre muyobstinado. No puedo olvidar lahumillación y el daño que me

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causaron, aunque hayan pasado yadiez o veinte años.Sus palabras eran más subidasde tono que antes. A pesar de eso,lo más sorprendente no era el tono,sino el contenido de sus palabras.Escuchar de su boca una confesiónasí era totalmente inesperado paramí. Conociendo su carácter, jamásle hubiera imaginado con esaespecie de obsesión. Le habíatomado por una persona más débily, precisamente, en tal debilidadnoble había puesto yo la raíz de miafecto por él. Había queridoplantarle cara según el humor delmomento, pero ante esas palabrasme encogí. Sensei continuó:—Me engañaron. Meengañaron familiares míos,personas de mi misma sangre.Nunca lo olvidaré. Eran tan buenosdelante de mi padre... Pero cuandoél murió, se volvieron malvados.Hasta hoy, la humillación y el dañoque me causaron sigue siendo unpeso. Y lo será hasta el fin de misdías. Jamás, jamás podré olvidarlo.Pero no me he vengado todavía,aunque creo que estoy haciendoalgo mucho mayor que una venganzacontra cierta persona. Y es que heaprendido, no sólo a odiarles aellos, sino a odiar a toda lahumanidad, la humanidad que ellosrepresentan. Creo que es suficiente.Yo no pude decir ni unapalabra de consuelo.31Ese día la conversación se quedóahí. Yo me encontraba comoatrofiado por la actitud de sensei ysin ganas de seguir con el tema.Tomamos el tren desde lasafueras de la ciudad. No hablamoscasi nada. Al bajar del tren,tuvimos que despedirnos. Sensei

parecía algo raro. Con el tonomucho más jovial de lo normal medijo:—Desde ahora hasta el mes dejunio, va a ser una época más librepara ti, la época más libre de todatu vida tal vez. Que lo pases bien.Yo, sonriendo, me quité elgorro. Mirando su rostro, mepregunté en qué parte de su corazónse odiaba a la gente. Ni en sus ojosni en su boca ni en ninguna parteasomaba sombra de misantropía.Confieso que he recibido granbeneficio de sensei para formar misideas. Había, sin embargo,ocasiones en que no pude sacarningún provecho de él. Suscomentarios, a veces, acababan sinprecisar nada. La conversación deaquel día también se quedó en mimente como inconclusa y sinprecisión.Un día, indiscretamente, se lodije. Él se reía. Le dije lo siguiente:—No me importaría nada queno precisara sus palabras si ustedfuera tonto, pero sí que me importamucho si no me dice las cosasclaramente, sabiéndolo muy bien.—Te aseguro que no te ocultonada.—Sí que me oculta algo.—Me parece que estásmezclando mis ideas, mis opinionesy mi pasado. Soy un filósofo conpocos conocimientos, pero nuncaocultaría a los demás las ideas quetengo ordenadas en la cabeza. Notengo necesidad de hacerlo. Otroproblema distinto sería si tuvieraque contarte todo mi pasado.—A mí no me parece que seaun problema distinto. Son ideasnacidas de su pasado y por eso sonimportantes. Si separamos los dostemas, perderían su valor. Es como

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si recibiera un muñeco sin alma; yclaro que no puedo estar contento.Sensei se me quedó mirandoatónito. Su mano, que sostenía uncigarrillo, temblaba ligeramente.—Eres atrevido —dijo.—No, simplemente estoysiendo serio. Y seriamente quisierarecibir una lección de la vida.—¿Aunque te tenga querevelar mi pasado?De repente, la palabra«revelar» golpeó mis oídos con unruido horrible. Sentí que la personasentada frente a mí no era el senseitan apreciado por mí, sino uncriminal. Su cara no tenía color.—¿De verdad que eres serio?—preguntó. E insistió diciendo—:Mi experiencia me ha acostumbradoa sospechar de la gente. Y laverdad es que por eso estoydudando también de ti. Pero quierocreer en ti. Eres demasiado sencillopara hacerme sospechar. Deseocreer en una persona, sólo en unapersona, antes de morir. ¿Puedesser tú esa persona? ¿Eres serio enel fondo de tu corazón?—Si mi vida misma es seria,lo que he dicho también lo es.Mi voz temblaba.—Bien —dijo sensei—, te locontaré. Te contaré todo mi pasado.A cambio... pero no, no importa.Debes saber de todos modos que mipasado no va a ser nada beneficiosopara ti, y que tal vez sería mejor noescucharme. Y... ahora todavía nopuedo contártelo. No lo olvides.Cuando llegue el momentoapropiado, te lo contaré.Cuando volví a mi pensión,seguía aún sintiendo cierto peso enel corazón.32Tal como estaba previsto, aprobé,

aunque por lo visto mi tesis no lespareció a los profesores tan buenacomo yo esperaba. El día de laceremonia de graduación, saqué delbaúl de la ropa mi traje de invierno,que olía a moho, y me lo puse.Ocupé mi lugar en la sala deceremonias y me puse a mirar lascaras de alrededor. Todos parecíanaguantar bien el mucho calor. Nosabía qué hacer con mi cuerpoencerrado en el traje de gruesopaño, por el cual no pasaba ni unabrizna de aire. En poco tiempo, elpañuelo que tenía en la mano estabaempapado de sudor.Al terminar la ceremonia,volví a casa y me desnudé. Abrí laventana del primer piso y observéel mundo hasta donde llegaba lavista con el diploma enrollado amodo de catalejo. Después, tiré eldiploma sobre la mesa y me tumbéboca arriba en el centro de lahabitación. Pensé en mi pasado eimaginé mi futuro. Este diploma,que dividía a los dos, pasado yporvenir, me pareció a la vez muyimportante y también insignificante.Me resultaba, en definitiva, unpapel raro.Esa noche, me habían invitadoa cenar en casa de sensei.Efectivamente, en una ocasión leshabía prometido que la noche deldía de mi graduación iría a cenar asu casa. La mesa para la cenaestaba lista cerca del pasillo deacceso al jardín, en el salón, talcomo me habían prometido. Unprecioso mantel bien almidonadoreflejaba la luz de la bombilla.Cuando comía en esta casa, siempreveía un blanco mantel de lino comolos que hay en los restaurantesoccidentales; y encima de él tazonesde arroz y palillos. El mantel

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siempre estaba inmaculadamenteblanco y recién lavado.—Igual que el cuello o lospuños de una camisa. Si vas autilizar uno sucio, es mejor elegiruno de color desde el principio. Sies blanco, debe ser absolutamenteblanco.Estas palabras de senseiponían de relieve a mis ojos sumanía por la limpieza. Por ejemplo,su estudio estaba muy ordenado.Como yo no me preocupabademasiado por la limpieza, esterasgo de sensei me llamaba muchola atención.—Sensei tiene la manía de lalimpieza, ¿verdad? —le pregunté yoen una ocasión a su mujer. Y ellame dijo:—Pero de la ropa que lleva,por ejemplo, no se preocupa mucho.Sensei, que le escuchaba, dijoriéndose:—La verdad es que soy unmaniático de la limpieza espiritual.Por eso sufro siempre. ¡Quéabsurdo carácter el mío!Maniático de la limpiezaespiritual quiere decir nervioso otener teorías raras sobre lalimpieza. En fin, yo no locomprendí muy bien y me parecióque su mujer tampoco lo entendía.Esa noche me senté cara a caraa n t e sensei delante del blancomantel. Su mujer se sentó a un lado,de cara al jardín, teniéndonos aderecha e izquierda.—¡Enhorabuena! —exclamósensei levantando la copita de sake.Yo no sentía demasiadojúbilo. Creo que mi corazón no erade por sí muy inclinado a este tipode alegría desbordante. Aún así, eltono con que sensei lo había dichotampoco era el más estimulante

para alegrarme. Había levantado lacopa medio riéndose. No detectésoma en su risa, pero tampocoreconocí la sinceridad de unafelicitación. Su risita expresabaalgo así como el reconocimiento deque a la sociedad le gusta muchodecir enhorabuena en tales casos.La señora me dijo:—Muy bien. ¡Qué contentosdeben de estar tus padres!De repente, pensé en mi padreenfermo. Pensé en que, cuantoantes, habría de llevar el diploma amis padres.—Y el diploma de sensei,¿dónde está? —pregunté yo.—¿Dónde estará...? ¿Estaráguardado en algún sitio? —preguntósensei a su mujer.—Sí, tiene que estar guardado.Ninguno de los dos sabía biendónde estaba guardado.33A la hora de la cena, la señora dejóque la criada se retirara y ellamisma nos sirvió. Parecía ser lacostumbre de su casa cuando teníaninvitados menos formales. Alprincipio, una o dos veces me habíasentido algo incómodo, perodespués de frecuentar su casa, ya nome daba nada de vergüenza cuandole tendía a la señora mi tazón dearroz para repetir.—¿Quieres té o arroz? ¡Vaya,qué bien comes!, ¿eh?Había veces que era así dedirecta hablando. Pero aquel día,por hacer tanto calor, creo que notenía yo tanto apetito como para quese burlase de mí.—¿No quieres más? ¡Ahora derepente va a resultar que no te gustacomer!—Me gusta comer. Lo quepasa es que hace mucho calor y ya

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no puedo más.Llamó a la criada para quequitase la mesa y después le mandóque trajera helado y dulces fríos.—Este helado lo hemos hechonosotras.Era evidente que tenía tiempoy tranquilidad para hacer heladoscaseros y ofrecérselos a sushuéspedes. Yo repetí dos veces.—Bueno, por fin te hasgraduado... Y ahora, ¿qué vas ahacer? —me preguntó sensei.Se movió un poco de su sitio,apoyando la espalda contra lapuerta corredera que daba alpasillo exterior.Yo solamente tenía concienciade haberme graduado sin tenerningún plan de futuro. Al ver quevacilaba en responder, la señora mepreguntó:—¿Profesor? —Y, como no lerespondí, añadió—: Entonces,¿quieres ser funcionario?Sensei y yo nos echamos areír.—La verdad es que todavía nohe pensado nada. Nunca he pensadoqué profesión elegir. En primerlugar, creo que si uno no pruebaprimero, no sabe bien cuál es mejory cuál peor. Por eso, es complicadodecidirse.—Es verdad. Pero bueno,como tú cuentas con la fortuna de tufamilia, puedes estar tranquilo. Hayotros que no tienen esa suerte y nopueden quedarse como tú de brazoscruzados.Efectivamente, entre miscompañeros había uno que habíaestado buscando un puesto demaestro de enseñanza media desdeantes de graduarse. Sus palabras mehicieron reconocer este caso. Sinembargo, yo dije:

—Es que estoy influido porsensei, supongo.—Conque influido, ¿eh? —dijo ella.Sensei, con una sonrisaforzada, dijo entonces:—No me importa que estésinfluido por mí. Pero, como te dijeel otro día, mientras viva tu padre,tienes que pedirle tu parte de laherencia. No descuides esto enningún momento.Recordé entonces aquel día decomienzos de mayo con las azaleasen flor, el día en que hablamos enaquel amplio jardín del vivero enlas afueras de la ciudad. Quiserepetir aquellas palabras tanbruscas que sensei lanzó a misoídos en el camino de vuelta.Palabras no solamente bruscas, sinotremendas; palabras que, sinembargo, al ignorar yo la razón quetuvo para decírmelas, podríanquedar algo raras dichas ahora pormí. Pero las dije:—Señora, ¿ustedes son ricos?—¿Por qué preguntas eso?—Porque sensei no me lo diceaunque se lo pregunte.Ella miró a su maridosonriéndose.—Eso es porque no tiene tantocomo para decírtelo.—Pero dígame si con lo queyo tengo podría vivir como vivesensei. Será importante a la hora denegociar con mi padre.Sensei fumaba y echaba humomientras miraba al jardín con lacara impasible. Por eso, tenía quedirigirme a ella.—No tenemos tanto. Sólo parapoder vivir con desahogo. Es todo.Pero eso no importa. Lo queimporta eres tú. Tienes que haceralgo, de verdad, buscar una

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profesión o algo. No debes estarc o mo sensei y pasarte todo eltiempo holgazaneando.—Yo no me paso todo eltiempo holgazaneando.Sensei se había limitado avolver la cara y negar las palabrasde su esposa.34Esa noche me disponía a retirarmepasadas las diez. En dos o tres días,debía regresar a mi pueblo y, poreso, antes de levantarme, dije unaspalabras de despedida:—No podré verles durantebastante tiempo.—Pero en septiembre vendrásotra vez, ¿no? —dijo ella.Al haberme ya graduado, notenía ninguna necesidad de volveren septiembre, ni tampoco pensabapasarme el mes de agosto, la épocamás calurosa y sofocante, en Tokio.Nada me apremiaba a ponermerápidamente a buscar trabajo.—Sí, será en septiembre —respondí yo.—Entonces, hasta la vista.Nosotros a lo mejor tambiénsaldremos a alguna parte esteverano. Dicen que va a hacer muchocalor aquí. Si salimos, ya temandaremos una postal.—Y, si se deciden a ir,¿adónde piensan viajar?Sensei nos escuchaba con unarisilla incrédula.—Bueno, bueno, todavía nosabemos si saldremos o no...Cuando iba a levantarme,sensei me agarró de la mano y mepreguntó:—Y tu padre, ¿qué tal siguecon su enfermedad?Yo entonces no sabía nadasobre el estado de mi padre y, antela falta de noticias de casa, suponía

que no debía estar mal.—No es una enfermedad quedeba tomarse a la ligera. A lasprimeras crisis de uremia, ya no sepuede hacer nada.Yo no conocía ni entendía esapalabra, «uremia». En lasvacaciones del invierno anterior, elmédico no la había mencionado.—En serio, cuida bien de tupadre —dijo también la señora—.En esa enfermedad si el tóxico se lesube al cerebro, es el fin. No espara reírse, de verdad.Ignorante como era yo, tradujemi inquietud en una sonrisaincrédula.—¿Y qué le vamos a hacer? Sisabemos que no hay cura posible,por mucho que nos preocupemos,no habrá nada que hacer.—Bueno, si tanta resignacióntienes ya, ¿qué más voy a decirte?Ella parecía estar acordándosede su propia madre, que habíafallecido hacía tiempo de la mismaenfermedad. Esto lo había dicho, enefecto, con el tono abatido y lamirada baja. Yo también sentíamucho el destino de mi padre.Entonces, de repente, senseimiró a su mujer:—Y tú, Shizu, ¿te morirásantes que yo?—¿A qué viene esa pregunta?—No, a nada. Sólo te lopregunto. A lo mejor me iré yoantes que tú. Los maridos son losque suelen morirse antes. Susesposas les sobreviven y piensanque es natural que sea así.—No siempre ocurre eso.Pero bueno, como los hombres engeneral son mayores que lasmujeres, pues...—¿Y por eso se mueren antes?Entonces, es evidente que seré yo el

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que se vaya antes.—No, tú eres especial.—¿De veras?—Claro. Y eres una personasana. Casi nunca te has puesto malo.Así que, con razón, seré yo quien sevaya primero.—¿Tú antes?—Sí, seguro que sí.Sensei me miró y yo me eché areír. Pero insistió:—Entonces, si me fuera yoantes, ¿qué harías?—¿Que qué haría yo?A la pobre mujer las palabrasparecían habérsele quedadoatascadas. La tristeza, ante laimaginaria muerte de su marido,pareció por fin invadirla durante unrato. Pero, cuando volvió a alzar lacabeza, ya se había recuperado.—¿Que qué haría? Pues nada...¿qué voy a hacer? La muerte no sedetiene ni ante el viejo ni ante eljoven...Y, mirándome, se rio como siestuviera bromeando.35Estaba medio levantado para irmepero decidí volver a sentarme yquedarme con los dos hasta queterminaran esta conversación.—Y a ti, ¿qué te parece? —mepreguntó sensei.Q u e sensei muriera antes odespués de su mujer era unacuestión que yo no podía juzgar.Así que me limité a sonreír. Y dije:—No tengo ni idea sobrecuánto dura la vida.—Son cosas del destino. Nohay más remedio —dijo la señora— que aceptar los años que a unole dan cuando nace. Por ejemplo, elpadre y la madre de senseifallecieron casi al mismo tiempo.—¿Murieron el mismo día?

—No exactamente el mismodía, pero casi. Fallecieron casi a lavez.Esta información era nuevapara mí. Me pareció extraño.—¿Cómo fue? ¿Cómo es quemurieron casi a la vez?Me iba a contestar su esposa,pero sensei la interrumpió:—No hables de eso. No esnada interesante.Sensei se puso a abanicarseruidosamente. Después volvió amirar a su mujer:—Shizu, cuando yo me muera,te daré esta casa.Ella se echó a reír.—Y de paso, ¿me darástambién el terreno?—El terreno es de otrapersona, así que no puedo dártelo.Pero, en cambio, te daré todo lo quetengo.—Muchas gracias. Pero ¿quévoy a hacer yo con, por ejemplo,los libros extranjeros?—Puedes venderlos.—Si los vendo, ¿cuántoganaría?Sensei no dijo cuánto. Pero eltema de su muerte parecía noalejarse de su cabeza. Además,daba por seguro que se habría demorir antes que su mujer. Alprincipio, ella le seguía laconversación sin tomarse nada enserio pero, en algún momento, sucorazón sentimental de mujerempezó a sentirse oprimido. Y dijo:—Si me muero, si me muero...¿Cuántas veces lo has dicho?Déjalo ya, por favor. No digas máscosas de mal agüero. Si te mueres,haré todo lo que me digas. Y conesto ya basta, ¿de acuerdo?Sensei se rio desviando sumirada hacia el jardín y no volvió a

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decir nada que le molestara.Yo me levanté enseguida, puesno deseaba quedarme hasta muyta r d e . Sensei y su esposa meacompañaron hasta la puertaprincipal.—Cuida a tu enfermo —dijoella.—Hasta septiembre —dijosensei. Me despedí y di dos pasosfuera de la puerta de celosía. Unareseda frondosa entre la puerta y laverja extendía sus ramas en laoscuridad como si quisieraimpedirme el paso.Di otros dos o tres pasosmirando sus ramas cubiertas dehojas de color oscuro e imaginé lasflores y el perfume que tendría esteárbol en el otoño. La casa de senseiy esta reseda se hallaban desdehacía mucho tiempoinseparablemente unidas en mimente. Justo cuando, delante de esteárbol, pensaba en el próximo otoñoy en cuándo volvería a entrar poresta puerta otra vez, se apagó desúbito la luz de la entrada queiluminaba la celosía. Elmatrimonio, sin esperar más, sehabía retirado a sus habitaciones.Yo me adentré solo en las tinieblasdel exterior.No volví enseguida a mipensión. Quería darme una vueltapara ver las cosas que tendría quecomprar para llevar a mi pueblo.También tenía necesidad defavorecer un poco la digestión de lacena. Así que fui andando hacia lascalles más animadas de la ciudad.La noche empezaba a caer.Entre los muchos hombres ymujeres que se movían sin motivo,me encontré a un compañero quetambién se había graduado esemismo día. Me empujó a un bar.

Allí tuve que oír su cháchara taninconsistente como la espuma de lacerveza. Cuando llegué a lapensión, era medianoche pasada.36Al día siguiente, con un calorhorrible fui a comprar las cosas queme habían encargado en mi pueblo.Al recibir los pedidos por carta, nocreí que iba a ser tan difícil pero,cuando empecé a comprar lascosas, me pareció sumamentemolesto. Mientras me limpiaba elsudor de la cara en el tren, pensabaen lo detestables que eran todosesos campesinos de mi puebloindiferentes a las molestias delprójimo y al hecho de robar a lagente tiempo y energía.Por otro lado, no teníaintención de pasarme el verano debrazos cruzados. Había elaboradoun programa de trabajo que habríade realizar en el pueblo y para elcual necesitaba comprar tambiénalgunos libros. Estaba decidido apasar la mitad de la jornada en elprimer piso de Maruzen69. Allí medediqué a inspeccionar un libro trasotro y a recorrer de un extremo aotro las estanterías repletas deobras de mi especialidad.Entre todas las compras quehice, la que más me molestó fuecomprar un cuello falso de quimonofemenino. El dependiente me sacómontones de cuellos, pero a la horade comprar, no sabía cuál era elmejor. Además, los precios eranmuy variados. Si preguntaba elprecio de uno pensando que seríabarato, resultaba carísimo, y si nolo preguntaba pensando que seríacaro, resultaba sumamente barato.Comparándolos todos, no sabía porqué debía haber tanta diferencia enlos precios. En fin, me sentí

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agobiado y me encontré lamentandono haber pedido a la mujer desensei ayuda en este asunto.Compré una maleta. Desdeluego que no era de muy buenacalidad. Era de fabricaciónjaponesa y, como tenía unos cuantosadornos metálicos de color dorado,bastaría para impresionar a loscampesinos del pueblo. La maletaera el encargo de mi madre. En sucarta había escrito que, cuando megraduase de la universidad, debíacomprar una maleta nueva y volveral pueblo con todos los regalosmetidos en ella. Cuando leí esto,recuerdo que me dio por reír. Noporque no comprendiera suintención, sino porque me parecíaridículo.Tal como les dije a sensei y asu mujer al despedirme, tres díasdespués regresé al pueblo en tren.Desde el invierno anterior,sensei había estado llamando miatención sobre la enfermedad de mipadre y yo sentía sobre mí laobligación moral de estarpreocupado. Pero no lo estabademasiado. Más bien, sentía muchapena por mi madre al imaginarladespués de la muerte de mi padre.Por eso, creo que por entonces yoya estaba resignado a su muerte.En la carta enviada a mihermano mayor, residente enKiushu, le había dicho también quenuestro padre ya no tenía ningunaposibilidad de recuperar la saludde antes. Una vez, en otra carta, lehabía indicado que, por muyocupado que estuviera por sutrabajo, sería conveniente quevolviera al pueblo en verano. Lehabía intentado también tocar lafibra sentimental al recordarle quenuestros padres, ya viejos, estaban

muy solos en el pueblo y quenosotros, como hijos suyos,debíamos compadecemos. Laverdad es que le había dicho lo queme venía a la cabeza. Pero despuésde escribir todo esto, meencontraba en una disposición deespíritu muy distinta a la que sentíamientras escribía esas cartas.En el tren pensaba en todasestas contradicciones. Dándolesmuchas vueltas, me parecía que yoera una persona frívola y voluble.Era fastidioso. Después me acordéde sensei y de su esposa. Recordéespecialmente la conversación dehacía dos o tres días, cuando mehabían invitado a cenar... «¿Quiénse moriría antes?». Repetí variasveces esta pregunta que habíaservido de tema entre sensei y suesposa aquella noche. Pensé queuna pregunta así nadie podríacontestarla con seguridad. Pero sise supiera quién habría de morirantes, ¿qué haría sensei?, ¿qué haríasu mujer? Tal vez siguieran los doscon una vida tan normal comoahora, con la misma actitud. Y estasería idéntica a la mía ahora, anteun padre acercándose a la muerte enel pueblo, es decir, una actitudresignada. ¡Qué poca cosa es el serhumano! Observaba la vanidad y lafugacidad en las que los humanosnacemos y vivimos. Pensamientoque me reafirmaba en esa idea de lofrágil que es el ser humano.

SEGUNDA PARTE

Mis padres y yo1Cuando llegué a mi casa, lo quemás me extrañó fue ver a mi padreigual de bien que la última vez quele había visto.

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—¿Ya has vuelto? ¡Bueno, québien que te has graduado!, ¿verdad?Espera un momento. Voy a lavarmela cara.Mi padre andaba ocupado enel jardín. Llevaba un sombrero depaja de cuya parte posteriorcolgaba un pañuelo sucio para queno le diera el sol. Con este atuendofue detrás de la casa donde estabael pozo. Yo pensaba que graduarseen la universidad era algo normalpara una persona, pero la alegría demi padre parecía tan desbordanteque no pude evitar sentirmeincómodo.—¡Qué bien que has acabadotus estudios en la universidad!Lo repitió muchas veces. Enmi mente yo comparaba esteentusiasmo paterno con la expresiónd e sensei cuando me dijo«enhorabuena» aquella nochecenando en su casa después de laceremonia de graduación. La actitudde sensei con ese «enhorabuena» enlos labios y cierta sombra de críticaen la intención, me parecía másnoble que la de mi padre, tanjubiloso como si graduarse fueraalgo extraordinario. En definitiva,me sentía molesto ante la ignoranciarústica de mi padre.—Graduarse en unauniversidad no es tan importante.Todos los años hay cientos depersonas que se gradúan.Se lo dije a mi padre con eltono algo subido. Entonces, élcambió de cara.—No comprendes... Si te digo«¡qué bien!», no solamente es por tugraduación sino por más cosas. Silo comprendieras...Yo deseaba seguirescuchando. Parecía que a él no leinteresaba decírmelo, aunque,

finalmente, siguió hablando:—Quiero decir que qué bienpara mí. Como sabes, padezco estaenfermedad. Cuando te vi el pasadoinvierno, pensaba que mi vidaduraría tres o cuatro meses nadamás. Afortunadamente, sigo aquí ysin demasiados problemas.Además, has acabado tus estudiosuniversitarios. Por eso me alegrotanto. Si un hijo, al que se cría contanto cariño, se gradúa antes de queuno se muera, es un motivo dealegría mayor que si se gradúadespués de que uno se muera, ¿nocrees? Antes de morir he podidoverte graduado. ¿No te parece justoque esto me cause una gran y últimaalegría? Ya sé que tú tienes unamente mucho más abierta que lamía. Por eso, quizá el que yo mealegre tanto de verte graduado, tehaga sentir mal. Pero si ves lascosas desde el punto de vista mío,todo es muy distinto. Me alegromucho de tu graduación, hijo mío,no por ti sino por mí... ¿Hascomprendido ahora por qué hedicho «¡qué bien!»?Me quedé sin palabras. Másque con sentido de disculpa, consentido de indignación hacia mímismo, me limité a bajar la cabeza.Mi padre, sin que nadie lo supiera,estaba resignado a su muerte.Además, la había imaginado antesde mi graduación. Fue estúpido pormi parte no haber considerado laimportancia que la noticia de migraduación tendría en su corazón.Saqué el diploma de la maleta y selo enseñé a mis padresostentosamente. El diploma, quevenía enrollado, se había aplastadoalgo y no tenía la misma forma queal principio. Mi padre lo extendiócon cuidado.

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—Debiste haberlo traídoenrollado en la mano.—Hubieras hecho mejor enmeter algo dentro —dijo tambiénmi madre.Mi padre, después deobservarlo un rato, se levantó, lollevó al tokonoma70 y lo pusodelante, en un lugar muy visible. Sihubiera reaccionado como decostumbre, habría dicho algonegativo contra mi padre, peroahora yo no era el de siempre. Nome venían ganas de contradecir amis padres. Dejé que mi padrehiciera lo que quisiera. El diplomade papel fuerte, una vez doblado yarrugado, no recuperaba fácilmentesu antigua forma. Cada vez que losoltaba, aunque fuera sólo unmomento, al instante volvía aarrugarse.2Llamé a mi madre aparte y lepregunté sobre el estado de saludde mi padre. Le dije:—Tiene aspecto de estarbien... Veo que hasta se ocupa deljardín... ¿No habrá problema?—Parece que se siente bien.Creo que ha mejorado mucho.Mi madre no estaba, pues, tanpreocupada como yo pensaba.Como suele pasar entre las mujeresque viven entre arrozales ybosques, lejos de la ciudad, notenía ni idea de asuntos médicos.Sin embargo, me extrañó su actitud,comparada con el susto y lapreocupación de aquella ocasión enque mi padre se desmayó la últimavez.—Pero aquella vez el médicodijo que esta enfermedad erainsuperable, ¿no?—¿Qué quieres que te diga?¡Es tan raro el cuerpo humano! Los

médicos nos lo pusieron muy negro,pero ¡fíjate qué bien está ahora! Alprincipio, sí, yo también estabaasustada y le cuidaba para que nose moviese mucho. Pero, bueno, yasabes lo terco que es tu padre.Como haya algo que le parezcabien, no importa lo que le digas, norenuncia a ello por nada del mundo.Recordé la última vez queestuve con ellos, la actitud y elaspecto de mi padre cuando sehabía levantado de la cama,afeitado, y se había quejado,diciendo:—¡Ya estoy bien! ¡Tu madrees tan exagerada!Recordando esto, no podíaahora acusar a mi madre de lasimprudencias de mi padre. Iba adecirle a ella: «Pese a todo eso,tenemos que andar con cuidado».Pero me contuve y no dije nada.Tan sólo, le conté algo de lascaracterísticas de esta enfermedadtal como me habían informadosensei y su esposa. Mi madre, sinembargo, no mostró interés algunoen especial y se limitó a exclamar:«¡Vaya! ¿Así que se murió de lamisma enfermedad esa mujer? ¡Quélástima! ¿Y cuántos años tenía?».Como alertar a mi madreparecía una empresa imposible,acudí directamente a mi padre. Metomó más en serio.—Tienes razón —dijo—.Todo lo que dices es cierto. Peromi cuerpo es mi cuerpo y sé mejorque nadie cómo cuidarme. No envano llevamos juntos tantos años.Al escucharle, mi madre se riosin ganas y dijo:—¿Lo ves? ¿No te lo habíadicho yo?Cuando volví a quedarme asolas con ella, le dije:

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—A pesar de todo lo que dice,está resignado a morir. Por eso sealegró tanto cuando me vio devuelta en casa con los estudiosterminados. Él creía que no iba aser posible verme graduado.Cuando me vio con el diploma, nocabía en sí de gozo. Eso fue lo queél mismo me dijo.—Claro, eso lo dice siemprecon la boca, pero en el fondo delcorazón piensa que va a vivirmucho más —dijo mi madre.—¿De veras?—¡Claro! Él se da todavíadiez o veinte años más de vida.Pero, de vez en cuando, a mítambién me dice cosas tristes, comoque ya no va a vivir mucho o que sise muere, qué voy a hacer yo, o sivoy a quedarme a vivir en esta casasola.De repente, imaginé estaenorme y vieja casa de campo,muerto mi padre, con mi madre solaen ella. Cuando mi padredesaparezca, ¿cómo será esta casa?¿Qué hará mi hermano? ¿Qué dirámi madre? ¿Y yo? ¿Podré vivirtranquilamente en Tokio tan lejosdel pueblo? Mirando a mi madrefrente a mí, me acordé porcasualidad de aquel consejo desensei de pedir a mi padre mientrasestuviera vivo la parte de laherencia que me correspondía.—No hay que preocuparse,hijo. Los que andan diciendo «¡Ay,que me voy a morir, que memuero!» son precisamente los quenunca se mueren. También tu padrees de los que andan con esacantinela; así que no sabemoscuántos años le toca vivir. Los quese callan y pasan por sanos, esosson los que están más en peligro.Yo, mudo, me limitaba a

escuchar sus opiniones manidas ysin apoyo de ninguna teoría oestadística.3Para celebrar mi graduación, mispadres empezaron a poner enmarcha el plan de una fiesta. Eraalgo que desde el mismo día en queregresé a casa ya me temía. Deinmediato, expresé mi negativa:—Por favor, no desorbitéis lascosas. La gente del pueblo a la que seinvitaba me disgustaba. Pertenecíanal tipo de personas que acuden porcualquier motivo, siempre que hayaalgo para comer o beber. Desde queera niño, la presencia de esa genteme molestaba. Y si, además, todoiba a ser en mi honor, mi disgustoera aún mayor. Ante mis padres, sinembargo, y para no alborotarlos, nome atreví a decirles que noinvitaran a esa gente. Así que melimité a insistir en que no deseabaexageraciones de ninguna clase.—Exageraciones,exageraciones, dices tú. ¿Pero no tedas cuenta de que no es nadaexagerado? Uno no se gradúa enuna universidad dos veces en lavida. Lo más normal del mundo escelebrarlo con la gente. ¡Vamos,vamos, hijo mío, no seas tanmodesto!Mi madre daba a migraduación la misma importanciaque se da a una boda.—A mí no es que me importetanto invitar a la gente, pero seguroque se quejan si no les invitamos.Estas eran las palabras de mipadre. Le preocupaban loscomentarios de la gente. Eranpersonas aficionadas a criticar todolo que no marchaba a su gusto. Y mipadre añadió:—Aquí es distinto que en

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Tokio. En los pueblos la gentesiempre habla más de uno.—Tienes que pensar en laimagen de tu padre. —Ahora era mimadre quien había hablado.Yo no pude insistir más. Penséque sería mejor que obraran a sugusto.—Lo que quería deciros esque por mí no invitaría a nadie.Pero si es porque la gente no hablemal de vosotros, eso es otracuestión. No tengo ningunaintención de exigir algo que oscause problemas.—¡Déjate de argumentos deestudiante!Al decir esto, la cara de mipadre expresaba mortificación.—Tu padre no quiere decirque no haga todo esto por ti, hijo.Pero tú comprendes de todasformas que ante la sociedad hayciertas obligaciones que cumplir,¿verdad?Mi madre, a fin de cuentas, sedescubría como mujer y expresabaexcusas incoherentes. Nos ganabaen palabrería a mi padre y a mí, alos dos juntos.—Lo que no me gusta de lagente que estudia es que les encantasiempre discutir.Mi padre no pasó de estaspalabras. Pero en ellas, en estasencilla frase, vi toda entera laqueja que él siempre abrigabacontra mí. Entonces, no eraconsciente de la aspereza de mispalabras y, sencillamente, esa quejade mi padre me parecíainadmisible.Esa noche volvimos al mismotema y mi padre me preguntó quédía sería mejor para invitar a lagente. Para mí, no había mejor opeor día, pues en esta vieja casa yo

no tenía otra cosa que hacer sinovivir despreocupadamente. Elhecho de que me lo preguntara, decualquier forma, podía interpretarsecomo un gesto conciliador. Estedetalle me tocó y decidí sometermepor completo a este asunto. Demutuo acuerdo, acordamos el día dela celebración.Antes de la fecha acordada,ocurrió un suceso grave. La noticiade la enfermedad del emperadorMeiji. Este incidente, que sedifundió rápidamente por todoJapón, hizo disipar como el polvoel tema de la celebración de migraduación, una celebración quetras varias vueltas iba a tener lugarpor fin en esta familia deagricultores.—Sería mejor abstenerseahora de celebraciones —dijo mipadre, que leía el periódico con lasgafas puestas.Parecía estar pensando en supropia enfermedad. Yo me acordédel emperador que, como todos losaños, había asistido a la ceremoniade graduación, de mi graduacióneste año, hacía tan poco tiempo.4En el silencio de una casa vieja ygrande, demasiado grande para tanpocas personas, saqué mis libros dela maleta y me puse a estudiar. Sinsaber por qué, no estaba tranquilo.Estudiaba mucho mejor y con másconcentración en aquel primer pisode la pensión de Tokio, oyendo a lolejos el tren y pasando las páginasde los libros. En esta casa, encambio, recostado sobre la mesa, aveces me quedaba dormido.Otras veces, sacaba laalmohada y me entregaba confruición al placer de la siesta. Enuna de estas ocasiones, al

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despertarme, oí el canto de lascigarras. De improviso sentí que susonido, que parecía provenir de misueño, me golpeaba el fondo de losoídos. Inmóvil me puse aescucharlo, y entonces me invadióuna sensación de súbita tristeza.Tomé la pluma y me dispuse aescribir postales y largas cartas aamigos que se habían quedado enTokio o que habían vuelto a suslugares de nacimiento. Unos mecontestaron y a otros no les llegaronmis noticias.Por supuesto que no me habíaolvidado de sensei. Decidí enviarleun artículo de unas tres páginas enletra pequeña escrito por mí mismodespués de volver a mi pueblo. Almeterlo en el sobre, dudé si todavíaseguiría en Tokio. Yo sabía quecada vez que sensei y su esposa seausentaban de casa, siempre veníade alguna parte una mujercincuentona, de pelo cortado pordebajo de las orejas, que seinstalaba en su casa. Una vez lepregunté a sensei por la identidadde esta mujer y me contestópreguntándome:—¿A ti qué te parece?Le dije que suponía que setrataba de algún pariente. Entoncesreplicó:—No tengo ningún pariente.Sensei no mantenía ningúncontacto con los parientes de supueblo natal. La mujer por quien yole había preguntado resultó serparienta de su esposa y, por lotanto, nada tenía que ver con él.Al enviarle esta carta, meacordé de la figura de esa mujercon su estrecho obi anudado consencillez en la espalda. Si esta cartallegaba antes de irse el matrimoniode vacaciones, ¿sería tan amable

aquella mujer del pelo corto deremitirla a donde sensei se hallara?Era consciente, por otro lado, de laescasa importancia del contenidode la carta. Simplemente, echaba demenos a sensei. Imaginaba suposible carta de respuesta, unacarta que, sin embargo, nuncahabría de llegar.Mi padre no tenía ahora tantasganas de jugar al ajedrez comocuando volví a casa el inviernoanterior. El tablero de ajedrezestaba arrinconado y cubierto depolvo en una esquina del tokonoma.Especialmente, después de lanoticia de la enfermedad delEmperador, mi padre parecíaensimismado. Todos los díasesperaba la llegada del periódicocon impaciencia y era el primero enleerlo. Después, me lo traía dondeyo estaba y me decía:—Mira, hoy también escribencon todo pormenor sobre SuMajestad.Siempre se refería alEmperador como Su Majestad.—A lo mejor es irreverentedecirlo, pero creo que laenfermedad de Su Majestad escomo la mía.En la cara de mi padre, aldecir esto, se observaba unasombra de aprensión. Bruscamenteme asaltó el temor de que, encualquier momento, mi padre iba aempeorar.—Pero, bueno, no le pasaránada. Hasta yo, que soy un donnadie, me encuentro así de bien.En este alarde de seguridad ensu salud, se echaba precisamente dever que estaba apercibido delpeligro que sobre él se cernía.Así se lo manifesté a mi madreen una ocasión:

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—Padre teme de verdad suenfermedad. No creo que pienseque va a vivir diez o veinte añosmás como tú dices, madre.Mi madre, al escucharme, pusouna expresión de desconcierto. Ydijo:—¿Por qué no le haces jugarotra vez al ajedrez?Me acerqué al tokonoma y mepuse a desempolvar el tablero deajedrez.5La salud de mi padre fue poco apoco deteriorándose. El viejosombrero de paja con el pañueloatado, que me había llamado laatención cuando vi a mi padretrabajando con él puesto, yacíaahora olvidado. Cada vez que mivista caía en él y en la estanteríatiznada por el hollín, sentía lástimapor mi padre. Antes, cuando él ibade acá para allá, deseaba que no semoviera tanto; y ahora que siemprelo veía sentado, me daba cuenta deque antes estaba mucho mejor.Sobre su salud hablaba muy amenudo con mi madre.—No cabe duda de que es porestar bajo de ánimo —decía ella.Mi madre relacionaba laenfermedad del Emperador con laenfermedad de mi padre. Yo no loveía tan claro.—No es que esté deprimido,madre. Yo creo que está realmentemal. Su cuerpo está empeorandomás que su ánimo.Al decir esto, se me ocurriótraer otra vez de lejos a un buenmédico para que le examinase.—Este verano no estáresultando nada divertido para ti,hijo. Te graduaste, pero mira, no lohemos celebrado nada. Tu padre yaves cómo está y, encima, Su

Majestad está malo... Debíamoshaberlo celebrado nada más volvertú a casa...A casa yo había vuelto el díacinco o seis de julio y, una semanadespués, mis padres empezaron ya aplanear la celebración, que quedófijada para una semana más tarde.Gracias a esa costumbre de lospueblos de tomarse las cosas concalma, esta vez me había libradodel fastidio de la fiesta. Mi madre,sin embargo, que no mecomprendía, no se daba cuenta deesto.Cuando por fin se supo lanoticia del fallecimiento delEmperador, mi padre, con el diarioen las manos, exclamó:—¡Ay, ay...! Su Majestad se haido y yo...No terminó la frase.Fui a la ciudad a comprar unatela negra. Con ella cubrí la boladel asta de la bandera nacional y deotro trozo de tela de media cuartade ancha en la punta hice una cintaque colgué de la bola. Saqué labandera a la calle y la clavé en lapuerta principal. La bandera quedóalgo ladeada hacia la calle cayendopor su peso en medio del aire sinbrisa. El tejado de la puertaprincipal de mi casa era de paja y,por haber estado tanto tiempoexpuesto a la intemperie, habíacambiado su color volviéndosegrisáceo y desigual en algunaspartes.Salí fuera y observé loscrespones negros y la muselinablanca de la bandera con su rojocírculo en medio. Contemplé elefecto de esta bandera sobre eltejado de paja medio sucio.Recordé que una vez senseime había preguntado por el aspecto

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de mi casa. Quería saber si laconstrucción era muy diferente de lausada en su propia región. Hubieradeseado enseñarle esta vieja casadonde yo había nacido, aunque, porotro lado, sentía cierta vergüenza.Entré otra vez en casa. Fui ami mesa de estudio y leyendo elperiódico imaginé el aspecto deTokio. Mi imaginación se concentróen el ajetreo que en la oscuridadtendría la ciudad más, grande delJapón. En medio del ruidoinquietante de una ciudad destinadaa moverse y pese a las tinieblas,distinguí la casa de sensei, como sifuera la luz de una lámpara. No medi cuenta entonces de que esa luzestaba dentro de un silenciosoremolino. A mí no se me ocurríapensar que poco tiempo despuésesa luz también iría a quedarapagada por el destino.Tomé la pluma pensandoescribir a sensei sobre el asunto dela muerte del Emperador. Pero dejéde escribir al cabo de unas diezlíneas. Rompí el papel en pedazos ylos tiré a la papelera. (Parecíainútil escribirle sobre eso. Además,supuse que no me contestaría)71.Sentía tristeza, una tristeza queme había empujado a escribir.¡Cómo deseaba recibir unarespuesta!6A mediados de agosto recibí lacarta de un amigo. Me decía quehabía una plaza de profesor deenseñanza media en una lejanaprovincia. Por razones económicas,este amigo había estado buscandotrabajo y, entretanto, se le habíapresentado otro trabajo en unaprovincia más conveniente. Pensóentonces en pasarme a mí la plaza.Le contesté enseguida diciéndole

que no me interesaba y que conocíaa alguien a quien, por estar en unasituación necesitada de encontraruna plaza de profesor,probablemente le interesara.Después de contestarle, hablésobre el asunto con mis padres. Losdos parecían estar de acuerdoconmigo.—No tienes necesidad de irtetan lejos para conseguir un trabajomejor que ese.Detrás de esta frase, yo leí elexceso de esperanzas que mispadres tenían puesto en mí. Sintener mucha idea, esperaban que,recién graduado, me iba a caer delcielo un maravilloso trabajo con unsueldo impresionante.—Habláis de un trabajo mejor,pero hoy en día, a diferencia deantes, los buenos trabajos noabundan tanto. Mi hermano mayor yyo tenemos carreras diferentes. Lostiempos también han cambiado. Yono voy a tener las mismasoportunidades de trabajo. No somosiguales ni estamos en la mismasituación.—Pero si te has graduado, porlo menos tienes que independizarte,¿no? Cuando la gente me pregunte:«¿Y qué hace tu segundo hijo ahoraque ha terminado la universidad?»,si no puedo contestar nada, me va adar vergüenza.Mi padre puso cara desufrimiento. El horizonte de susideas no abarcaba más allá de losconfines del pueblo en el quesiempre había vivido. La gente delpueblo le preguntaría sin dudacuánto suele ganar un reciéngraduado y unos dirían que cienyenes o algo así. Ante comentariostales, mi padre debía quedar biencolocando a su hijo recién graduado

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en algún buen lugar. Yo, quepensaba en la gran capital como ellugar de mi vida, debía resultarles amis padres tan extraño como unmarciano que caminara con laspiernas hacia arriba. Alguna vez yomismo me había sentido como unmarciano de verdad. Permanecícallado ante mis padres, demasiadoalejados de mí como paraconfesarles abiertamente misverdaderos pensamientos.—¿Por qué no consultar sobreeste asunto con ese sensei del quetanto hablas? —dijo mi madre, queno podía comprender más que eneste sentido a sensei. A un senseique me había sugerido que, cuandovolviese a casa y en vida de mipadre, reclamara mi parte de laherencia. No era sensei, endefinitiva, el tipo de persona útilpara conseguirle un buen trabajo aun recién graduado.—Y ese sensei, ¿qué hace? —preguntó mi padre.—Nada —contesté yo.Creía haber dicho ya a mispadres que no trabajaba en nada.Mi padre, ciertamente, debíaacordarse.—¿Cómo que no hace nada? Sies esa persona que tú respetas tanto,podría trabajar en algo, ¿no?En opinión de mi padre, laspersonas útiles eran las quetrabajaban y siempre conseguían untrabajo adecuado en la sociedad. Sino hacían nada, serían algomafiosas. Tales eran las ideas demi padre.—Fíjate en mí. Yo no reciboningún salario y aquí me tienes,siempre haciendo algo.Yo seguía callado y le dejabahablar. Mi madre intervinoentonces:

—Si ese sensei es tandistinguido como dices, seguro quepodrá encontrarte un buen empleo.¿Se lo has pedido?—Pues no —contesté yo.—Entonces, claro, no haymanera. ¿Y por qué no se lo pides?Mándale una carta.—Bueno —y, respondiendoasí de distraídamente, me levanté.7Era evidente que mi padre temía asu enfermedad. Pero tampoco erade esa clase de personas quepregunta una y otra vez al médico,molestándole continuamente.Tampoco el médico por discreciónera muy explícito. Mi padre parecíaestar dando vueltas en su cabeza alo que pasaría después de sumuerte. Por lo menos, daba laimpresión de estar imaginando sucasa una vez desaparecido él.—Mandar a los hijos aestudiar no es tan bueno, ¿verdad?Si tu hijo estudia, acaba novolviendo a casa. Es como siestudiaran para separarse de lospadres. Y no hay forma de evitarlo.Como resultado de susestudios, mi hermano vivía lejos decasa. Igualmente, yo, por estudiar,había decidido vivir en Tokio.Teniendo en cuenta los sacrificiosque había hecho por criamos, laqueja de mi padre, por lo tanto, noera descabellada. Imaginar a mimadre totalmente sola en esa viejacasa de campo donde él habíavivido tantos años, le resultabaindudablemente muy triste. Tenía laciega convicción de que tanto lacasa como su mujer, mientrasviviera, eran inamovibles,provocándole una terrible inquietudla idea de dejar a mi madre sola entanto espacio. Por otro lado, me

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apremiaba a conseguir un buentrabajo en Tokio. La contradicción,entonces, que había en su interiorera evidente. Por mi parte, almismo tiempo que considerabacuriosa esta contradicción, mealegraba porque favorecía misplanes de volver a Tokio.De cualquier forma, yo debíafingir ante mis padres estarhaciendo un gran esfuerzo paraconseguir un buen trabajo. Por eso,escribí a sensei explicándole condetalle la situación en mi casa. Ledije que estaba dispuesto a aceptarcualquier empleo, si era necesario,para facilitarle su ayuda. Esta cartala escribí pensando que no iba aatender mi petición o que, aunquequisiera, no podría ayudarme, puesno tenía una posición definida en lasociedad. Sin embargo, no dudabaque iba a contestar mi carta.Antes de cerrar el sobre, ledije a mi madre:—He escrito a sensei, comome dijiste. ¿Quieres leer la carta?Naturalmente y como yosuponía, no quiso leerla.—¿Ah, sí? Pues, vamos,mándala pronto. Esas cosas teníasque haberlas hecho antes, tú mismo,y sin necesidad de que nadie te lohubiera dicho.Estaba claro que me seguíatomando por un niño. Y, ante tantainsistencia, hasta yo mismo mesentía como tal.—Bueno, pero por carta seconsigue poco. De todos modos, enseptiembre cuando vuelva aTokio... Si no, va a ser difícil...—Pues sí, tienes razón. Peroasí y todo, es mejor que se lo vayaspidiendo antes. A lo mejor, así yahay un buen puesto para ti cuandovayas...

—Bueno. Pero seguro que meva a contestar. Ya volveremos ahablar de eso, ¿de acuerdo?Yo confiaba en sensei, en quesería fiel en responder, y me puse aesperar su respuesta con ilusión.Pero me equivoqué. Pasó unasemana y no llegó ninguna noticiade sensei.—Tal vez esté de vacacionesen alguna parte.Tuve que recurrir a palabrasde excusa para justificar ante mimadre el silencio de sensei. Esaspalabras no solamente le servían aella, sino también a mi corazón.Sentía la necesidad de explicar laactitud de sensei con alguna razón yasí calmar mi propia inquietud.A veces, me olvidaba de laenfermedad de mi padre. Otrasveces, me entraban ganas demarcharme pronto a Tokio.También había veces en que mipadre parecía olvidarse de suenfermedad. Se preocupaba delfuturo y, sin embargo, no hacía nadaal respecto. Y de esa manera, a finde cuentas, se fue pasando eltiempo sin encontrar yo la ocasiónde hablar a mi padre sobre elreparto de la herencia, tal como mehabía aconsejado sensei.8A principio de septiembre, decidívolver a Tokio. Pedí a mi padre quedurante cierto tiempo me enviaralas mensualidades para mis gastoscomo hacía antes.—Si sigo aquí como ahora,nunca voy a conseguir ese trabajoque quieres para mí.Le expliqué que,efectivamente, el motivo de volvera Tokio era buscar ese empleo. Yañadí: —Por supuesto, lasmensualidades sólo las necesitaré

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hasta que encuentre algo.En mi mente, sin embargo,pensaba que tal empleo nunca mevendría. Mi padre, ignorante de estacreencia mía, pensaba justamente locontrario:—Bien, como va ser por pocotiempo, te mandaré dinero. Pero porpoco tiempo, ¿eh? Cuando consigasel trabajo, tendrás queindependizarte. En realidad, al díasiguiente de acabar la carrera, yatenías que haberte independizadoeconómicamente. Los jóvenes dehoy sólo saben gastar dinero. Nuncapiensan en ganárselo.Añadió unos reproches más.Por ejemplo:—Antes, los hijos dábamos decomer a nuestros padres. Ahora, encambio, los padres somos comidospor los hijos.Yo le escuchaba en silencio.Cuando me pareció que habíaterminado con esa retahíla y medisponía a levantarmesilenciosamente, me preguntócuándo me iba. Para mí, era mejorirme cuanto antes.—Consúltale a tu madre, a verqué día es más favorable72.—Bien, de acuerdo.Me mostraba así de sumisoante mi padre. Deseaba salir delpueblo sin oponerme a él. Peroantes de abandonar la habitación,me detuvo:—Cuando te hayas ido, estacasa volverá a quedarse triste. Sóloestaremos tu madre y yo. ¡Ah, si yoestuviera bien! Entonces no pasaríanada, pero con este mal. En fin, nopuedo prometerte que no vaya aocurrir nada...Consolé a mi padre lo mejorque pude y volví a mi mesa deestudio. Me senté entre los libros

que estaban por todas partes y en mimente, una y otra vez, me repetí laspalabras de lamento de mi padre yme representé su actitud dedesamparo.En ese momento, oí de nuevoel canto de las chicharras. Era uncanto distinto del que se oía enpleno verano. Ahora, enseptiembre, cantaba un tipo dechicharra llamado tsuku-tsukuyoshi por el sonido de su canto.Cuando estaba en el pueblo en lasvacaciones de verano y me sentabaen medio del canto ardiente de laschicharras, a menudo me sentíainvadido por una intensa tristeza.Era una nostalgia que, acompañadadel penetrante canto de esosinsectos, se colaba hasta el fondode mi corazón. En ocasiones así, yosolía permanecer inmóvil, mirandomi interior.Pero esta vez mi nostalgia,desde el regreso a mi pueblo,estaba cambiando poco a poco decolor. Al igual que el tono del cantode las chicharras desde un sonidode aburazemi había cambiado al detsuku-tsuku yoshi, del mismo modoyo sentía que el destino de la gentecercana a mí estaba inmerso en unagran metamorfosis. Pensaba en laactitud y en las palabras de mipadre. Pensaba en sensei que nohabía contestado a mi carta. Senseiy mi padre representaban a mis ojoscaracteres tan contrarios queresultaba fácil compararlos oimaginarlos en mi cabeza al mismotiempo.Sobre mi padre sabía casitodo. Si me alejaba de él, sóloquedaría el sentimiento de cariñofilial. Pero de sensei no sabíamucho. No había tenido todavíaocasión de escuchar ese pasado

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suyo que había prometido contarme.Es decir, sensei se me presentabaenvuelto en una existencia oscura.Sentía que, a toda costa, yo debíadisipar esa oscuridad y llegar hastadonde hubiera claridad sobresensei. Por eso estar alejado desensei me causaba tanto dolor.Mi madre consultó elcalendario, y se determinó el díamás propicio para mi partida aTokio.9A punto de partir, exactamente dosdías antes de la fecha, mi padrevolvió a desmayarse. En esemomento, yo me encontraba atandoun cesto lleno de libros y ropa. Eldesmayo le sobrevino en el baño.Mi madre, que había entrado en elbaño con él para lavarle la espalda,me llamó a gritos. Encontré a mipadre desnudo y a mi madresosteniéndole por la espalda.Cuando le llevamos a su habitación,volvió en sí y acertó a decir:—Ya estoy bien, ya estoybien... Me quedé a su lado porprecaución cambiándole el pañomojado de su cabeza. Solamente aeso de las nueve me decidí a cenarsin apenas ganas.El día siguiente, mi padreparecía encontrarse mejor de lo queesperábamos. Aunque le dijimosque no lo hiciera, fue caminandohasta el cuarto de baño.—¡Que estoy bien!Repetía las mismas palabrasdichas cuando se desmayó a finalesdel año pasado. Entonces, como élmismo dijo, no pasó nada después.Esta vez pensé que tampoco iba apasar nada. Sin embargo, el médicodijo que había que tener muchocuidado, aunque no quisopronunciarse claramente sobre su

estado pese a mi insistencia.Yo estaba inquieto y, por eso,cuando llegó el día previsto para mipartida, no tenía ningún deseo deirme.—Creo que voy a quedarme unpoco más. Así estaré seguro de queno le va a pasar nada, ¿no teparece? —le pregunté a mi madre.—¡Ay, sí, hijo! Quédate, porfavor —contestó.Mi madre no había mostradoninguna inquietud cada vez quepadre salía al jardín o iba detrás dela casa, pero después de esteincidente estaba exageradamentepreocupada.—¿No te ibas a ir hoy aTokio? —me preguntó mi padre.—Sí, pero he aplazado unpoco el viaje —le contesté.—Ha sido por mí, ¿verdad?Me quedé sin palabras uninstante. Si le hubiera dicho que sí,habría dado la impresión deconfirmar la gravedad de suenfermedad. No deseaba ponerlenervioso. De todas formas, mipadre sabía leer muy bien mispensamientos.—Lo siento —dijo, y volvió lavista al jardín.Regresé a mi cuarto. Vi en elsuelo el cesto con sus tapaderaslisto para ser enviado en cualquiermomento a Tokio. Me puse delantede él y vagamente pensé endesatarlo.Pasé tres o cuatro días máscon la incómoda sensación de quienno está ni del todo sentado ni deltodo de pie.Mi padre sufrió un nuevodesmayo y el médico, esta vez, leordenó completo reposo.—¿Qué va a pasarle? —dijomi madre con la voz muy baja, para

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no ser oída por mi padre, y conexpresión de desamparo.Preparé telegramas para mihermana y mi hermano. Pero mipadre, acostado como estaba, noparecía sufrir nada. Oyéndolehablar, se diría que tenía un simpleresfriado. Su apetito, además, habíaaumentado y, pese a nuestrasadvertencias, no nos hacía caso.—De todos modos, me voy amorir. Y antes tengo que comertodas las cosas buenas que quiero.A mis oídos esas palabras de«cosas buenas» sonaban irónicas, omás bien trágicas. Mi padre novivía en una gran ciudad en dondese podrían comer esas «cosasbuenas» con más facilidad. Por lanoche pedía que le hicierankakimochi73 que masticabahaciéndolo crujir.—¿Cómo podrá tener esa«apetencia»? —se preguntaba mimadre—. Debe ser que sunaturaleza, a pesar de todo, es muyfuerte. Me parecía que ella, justo endonde había razón paradesesperarse, colocaba suesperanza. Pero había usado lapalabra «apetencia»74, de saborarcaico y generalmente empleadacon los enfermos, en el sentido dedesear comer cualquier cosa.Cuando mi tío se presentó paraverle, mi padre le hizo quedarsehasta muy tarde y no quería que sefuera. La principal razón paradetenerle era que se sentía solo,aunque parece que otro motivo eraquejarse de que mi madre y yo no ledejábamos comer todo lo que élquería.10El estado de su enfermedadpermaneció estacionario durantemás de una semana. Mientras tanto,

yo había escrito una larga carta a mihermano mayor residente en Kiushu.A mi hermana hice que le escribierami madre. Pensé que quizá esa iba aser la última información quetendrían los dos sobre laenfermedad de nuestro padre. Poreso, les di a entender claramenteque si nuestro padre empeoraba derepente, les enviaría un telegramapara que se presentaran deinmediato.El trabajo de mi hermano no ledejaba nada de tiempo libre. Encuanto a mi hermana, esperabafamilia. Por esto, hasta querealmente nuestro padre noestuviera en peligro de muerte, noles pensaba llamar. Sin embargo, si,cuando vinieran, ya hubiera muerto,sus reproches me estarían bienempleados. Determinar el momentoen que yo debía enviarles eltelegrama me parecía, por lo tanto,una responsabilidad de un pesoinimaginable.—No puedo decirlesexactamente cuándo va a ocurrir eldesenlace, pero créanme: el peligropuede llegar en cualquier momento.Esas fueron las palabras delmédico que habíamos hecho venirde la ciudad en donde estaba laestación más próxima deferrocarril.Después de consultar con mimadre y gracias a la mediación delmédico, decidimos pedir lapresencia de una enfermera delhospital de la ciudad. Mi padrepuso una expresión rara cuando vioa su lado cómo le saludaba unamujer vestida de blanco.Naturalmente, mi padre sabíabien que su enfermedad era mortal.Aún así, daba la impresión de nodarse cuenta de que la muerte se le

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iba acercando inexorablemente.—Cuando me ponga bien,quiero visitar Tokio. ¡Cualquierasabe cuándo vamos a morirnos! Asíque lo mejor es hacer todo cuantouno quiere, mientras hay vida.Mi madre no tenía másremedio que ponerse a la altura demi padre y decía:—Bueno, en ese caso, yotambién quiero acompañarte...Otras veces, mi padre sedejaba invadir por una gran tristezay decía:—Cuando me muera, tienesque cuidar a tu madre muy bien.Este «cuando me muera» mehacía recordar algo... Antes departir, sensei había repetido muchasveces esas mismas palabras a sumujer. Fue en la velada del día demi graduación. Me acordé de lacara sonriente de sensei y del gestode su mujer al taparse los oídos ypedirle que no dijera esas palabrastan siniestras. Aquel «cuando memuera» era una simple suposición.En cambio, lo que acababa de oírde mi padre se refería a unarealidad que podía sobrevenir encualquier momento. Yo no podíaimitar el gesto de la mujer desensei. Pero de labios afuera teníaque disimular e intentar confortar ami padre:—Vamos, no seas tanpesimista. Cuando te pongas bien,irás a Tokio con madre, ¿no?Cuando lleguéis allí, os vais aextrañar de todo lo que hacambiado aquello. Sólo por elaumento de las líneas de cercaníasde los trenes, os sorprenderá cómoha cambiado todo. Por donde pasael tren, siempre cambia el aspectode las calles. Además, van areformar toda la administración

municipal. Es decir, en lasveinticuatro horas del día, Tokio notendrá ni un momento de calma.A falta de algo mejor quedecir, le animaba con palabras queen otra situación hubieran sidoinnecesarias. Mi padre meescuchaba complacido.El tener un enfermo en casaaumentaba naturalmente el númerode visitas. Los parientes que vivíancerca, le visitaban a razón de unocada dos días. También acudían losque vivían lejos y con los que engeneral no teníamos muchocontacto. Algunos, cuando se iban,decían:—¡Vaya! No está nada mal.Habla muy bien y su cara no estánada demacrada, ¿verdad?Cuando volví de Tokio, micasa estaba demasiado silenciosa,pero ahora poco a poco se habíavuelto más y más animada.Mi padre, la única figurainmóvil en medio de tanto ajetreo,cada vez se encontraba peor.Consulté a mi madre y a mi tío y,por fin, me decidí a despacharsendos telegramas a mi hermanomayor y a mi hermana. Mi hermanocontestó diciendo que veníaenseguida. También el marido demi hermana nos avisó que se poníaen camino. Posiblemente vendría élen lugar de mi hermana, cuyoprimer embarazo había acabado enaborto. Para evitarlo esta vez, sumarido deseaba cuidarla muy bien yextremar las precauciones.11En esta situación tan preocupante,encontraba tiempo para sentarmecon calma. A veces, tenía tiempo deabrir un libro y leer diez páginasseguidas. El cesto que tan bienhabía quedado atado, estaba ahora

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desatado y su contenido sacado amedida que necesitaba algo.Reflexioné sobre los propósitos deestudio que había hecho alprincipio de verano, cuando partíde Tokio. El estudio realizado nollegaba ni a un tercio de lopropuesto. Aunque hasta entonceshabía sentido repetidamente ladesagradable sensación de nocumplir mis propósitos, nunca lopasé tan mal como ese verano. Elpensar que esto es lo que sueleocurrirle a casi todo el mundo, nodisminuía para nada el pesoopresivo de esta insatisfacciónconmigo mismo.En medio de esta desagradableopresión, me puse a pensar por unlado en la enfermedad de mi padrey luego en lo que sucedería a sumuerte. Al mismo tiempo, me diopor pensar en sensei. En los dosextremos de esa opresión,observaba a estas dos personas tanabsolutamente diversas en posiciónsocial, en formación, en carácter.Mi madre se asomó al cuartoen donde yo reflexionaba solo conlos brazos cruzados, en medio deldesorden de los libros y lejos dellecho de mi padre.—Vamos, hijo, échate unasiesta. Debes de estar muy cansado.Mi madre no comprendíacómo me sentía. Tampoco yo eratan infantil como para esperar sucomprensión. Le di las gracias conuna palabra y, al ver que seguíaallí, le pregunté:—¿Qué tal sigue padre?—Ahora está muy biendormido —me contestó.Entonces entró en mihabitación y se sentó a mi lado.—¿Todavía no te ha escritonada ese sensei? —me preguntó.

Ella contaba con la seguridadque le había dado sobre larespuesta de sensei. Sin embargo,yo no esperaba la contestación quemis padres tanto deseaban. Estoequivalía a haber engañadodeliberadamente a mi madre.—Escríbele otra vez —dijo.No me importaba escribir máscartas que de nada servirían, si conello iba a tranquilizarla. Peroinsistirle a sensei en un asuntocomo este, me resultaba angustioso.Temía el desdén de senseimuchísimo más que los reprochesde mi padre o el disgusto de mimadre. Imaginaba incluso que elsilencio de sensei podría ser laexpresión de ese desdén.—Escribirle es fácil. Pero nocreo que el asunto se solucionehasta que yo vaya a Tokio y meponga a buscar directamente. Sineso...—Pero como tu padre está asíy no sabes cuándo podrás ir...—Por eso no voy, madre.Hasta que sepamos si va a curarse ono, yo estaré aquí a su lado.—¡Naturalmente, hijo! ¿Cómopodrías irte a Tokio dejándole así,tan enfermo, y sabiendo que encualquier momento le puede llegarla hora?Al principio, yo sentía lástimade mi madre, ignorante de todo loque ocurría. Pero ahora no entendíapor qué ella había sacado ese temaen una situación tan inquietante. Talvez, al igual que yo hallaba tiempopara sentarme y leer, también ellaolvidaba al enfermo queconstantemente estaba a su lado yencontraba calma para pensar enotras cosas. Entonces me dijo:—En realidad, hijo, siconsigues un buen empleo mientras

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vive tu padre, ¡qué alegría ledarías! Esto es lo que pienso, yaves... Tal vez nos falte tiempo paraeso, pero bueno, fíjate, comotodavía está bien de mente y dehabla... En fin... ¡Ay, si pudierasdarle una alegría como buen hijoque eres...!¡Pobre de mí que me veía en lasituación de no poder cumplir esteacto de piedad filial!Finalmente, decidí no escribira sensei ni una línea más.12Cuando llegó mi hermano, nuestropadre leía el periódico acostado.Siempre había tenido la costumbrede echar una ojeada a la prensa,pero desde que se veía postrado enla cama, mostraba avidez porleerla. Mi madre y yo, sinoponernos a esto, dejábamos quehiciera lo que quisiera.—¡Vaya! ¡Qué bien que tengasel ánimo para leer el periódico!Venía pensando que estarías muymal, pero ¡mira! Te veo muy bien.Mi hermano hablaba con mipadre en estos términos. Su tonojovial me pareció discordante. Perocuando nos hablamos cara a carasin la presencia de nuestro padre,su voz sonó hundida.—¿No será malo que lea elperiódico? ¿Qué te parece? —mepreguntó.—No creo que sea bueno, perono hay modo de impedírselo.Cuando él se empeña...Mi hermano escuchaba miexplicación en silencio. Despuésdijo:—Me pregunto si entiende loque lee.Era evidente que mi hermanohabía observado que elentendimiento de nuestro padre

estaba bastante embotado por laenfermedad.—Sí, creo que sí. Hace pocoestuve hablando con él unos veinteminutos al lado de su cabecera y nome ha parecido que tengadisminuidas sus facultades. En estasituación puede durar bastante mástiempo.La opinión de mi cuñado, quellegó casi al mismo tiempo que mihermano, era mucho más optimista.Mi padre le preguntó sobre mihermana.—Teniendo en cuenta suestado, ha sido mejor que hayaevitado el ajetreo del tren. Si sehubiera empeñado en venir,habríamos estado muy preocupadospor ella.Y añadió mi padre:—No hay problema. Cuandome ponga bien, viajaremos todos aver la cara del niño.Cuando murió el generalNogi75, mi padre fue el primero enenterarse por la prensa.—¡Qué terrible! ¡Qué terrible!—exclamó.Estas palabras nos asustaron,pues no sabíamos nada de lo quehabía sucedido.Después mi hermano me dijo:—Por un momento pensé quese había vuelto loco.También mi cuñado asintió:—¡Uf! Yo también me quedéhelado...Aquellos días, la gente delpueblo esperaba con impaciencia lallegada de los diarios, tal era lacantidad de noticias y artículos queles interesaban. Yo me sentaba a lacabecera de mi padre y se los leíadetalladamente. Cuando no teníatiempo de leérselos, me los traía ami cuarto y me los leía de cabo a

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rabo. Durante mucho tiempo, no seme iba de la cabeza la imagen delgeneral Nogi con su uniformemilitar y su mujer vestida con eltraje de dama de la Corte imperial.El viento del dolor soplaba asíy penetraba por los rincones delpueblo haciendo moverse a losárboles y temblar a las piedras. Derepente, recibí un telegrama desensei. En este pueblo, en dondehasta los perros ladran al ver aalguien con ropa occidental, untelegrama era un acontecimiento.Mi madre, que fue quien lo recibió,me llamó aparte con la caraasustada. Mientras yo lo abría,permaneció a mi lado de pie.—¿Qué puede ser? —preguntó.En el telegrama senseisimplemente quería saber si podíair a verle. Yo moví la cabeza conextrañeza. Mi madre ofreció unaexplicación:—Seguro que es sobre esepuesto de trabajo que le pediste.Yo también pensé que a lomejor era eso. Pero me parecía algoraro. De todos modos, después dehaber hecho venir a mi hermano y ami cuñado, no podía ahoraescaparme a Tokio dejando a mipadre enfermo. Consulté con mimadre y decidí contestarle con otrotelegrama diciéndole que no podíair. Le expliqué en pocas palabras lasituación crítica de la enfermedadde mi padre. Como me pareció quecon eso no bastaba, además leescribí una carta en la que le poníaal corriente de todos los detalles.Ese mismo día se la mandé. Mimadre, sin dudar que se trataba deun trabajo, puso una expresión delástima y exclamó:—¡Ay, qué pena que se hayan

juntado tantas cosas en este malmomento!13La carta era bastante larga. Mimadre y yo pensábamos que estavez contestaría. A los dos días deenviarla, recibí un segundotelegrama. En él me decía senseisimplemente que ya no era precisoque fuera a verle. Se lo enseñé a mimadre.—A lo mejor es que prefiereinformarte por carta.Obsesivamente, mi madrepensaba que sensei no estaba másque para buscarme cómo ganarmela vida. Tal vez fuera así, pensé,pero conociendo a sensei, mehubiera parecido extraño. Que mebuscara trabajo, era algo que no meencajaba en la cabeza.—De todas formas, no debehaberle llegado mi carta cuando élmandó este telegrama.Con banalidades así respondíaa mi madre, que escuchaba conseriedad. Y dijo:—Es verdad.Estaba claro que a ellatampoco le ayudaría a entender asensei el hecho de saber que eltelegrama suyo había sido enviadoantes de llegarle mi carta.Estaba prevista para ese día lavisita del médico de cabecera y deldirector del hospital. No tuveocasión, por eso, de seguirhablando del asunto de sensei conmi madre. Los dos médicosexaminaron a mi padre, le pusieronuna lavativa y se marcharon.Desde que el médico leordenara reposo total, mi padrehacía sus necesidades acostado yayudado por nosotros. Es unhombre con la manía de la limpieza,por lo que al principio le sentaba

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muy mal tener que depender dealguien para estos menesteres.Como no podía realizar susevacuaciones por sí mismo, antesde pedir ayuda, acababahaciéndolas en la cama bien a supesar. Quién sabe si por elempeoramiento de su estado o porel debilitamiento de su mente, elcaso es que con el paso de los díasle dejó de importar hacer lasevacuaciones no controladas. Aveces, manchaba el edredón o lassábanas, y mientras los demásexpresábamos nuestro disgusto, élparecía indiferente. De todasmaneras, la cantidad de orina habíadisminuido notablemente a causa dela enfermedad, razón por la que elmédico empezaba ahora a mostrarseinquieto. También su apetito ibacayendo. De vez en cuando, teníaganas de comer algo, pero selimitaba a tocarlo con la lengua. Dela garganta para abajo pasaban muypocos alimentos. Ahora ni siquierapodía sostener el periódico, quetanto le gustaba leer. Las gafas deprésbita, al lado de su almohada, yanunca salían de su negro estuche.Cuando vino a verle un amigosuyo de la infancia llamado Saku yque vivía a unos cuatro kilómetros,mi padre, volviendo su miradaturbia hacia él, dijo:—Bienvenido, Saku. ¡Cómoenvidio tu salud! Yo ya no puedomás...—¡Vamos, vamos, no digaseso! Tú, con dos hijos graduadosuniversitarios, no debes quejartepor tener una tontería deenfermedad, hombre. Fíjate en mí.La mujer se me murió, hijos notengo. No me queda más que vivirasí, sin más ni más. Por sano queesté, ¿qué alegría puedo hallar ya

en la vida?Fue dos o tres días después dela visita de Saku, cuando lepusieron la lavativa. Él se alegródiciendo que se sentía muy aliviadogracias a la intervención delmédico. Recuperó su humor comosi estuviera resignado a su muerte.Mi madre, que estaba a sucabecera, quizá llevada por estebuen humor o para animarle,mencionó el asunto del telegramad e sensei como si yo ya hubieraconseguido el deseado trabajo enTokio. Como yo estaba cerca de losdos, me sentí incómodo, perotampoco quise interrumpir a mimadre y me limité a escucharla ensilencio. El enfermo puso una caraalegre: —Eso está muy bien —dijo micuñado.—¿Sabes ya de qué trabajo setrata? —preguntó mi hermano.Yo había perdido las ganas denegar todo sobre ese tema, pero melevanté después de dar unacontestación tan vaga que ni yomismo entendí bien.14El mal de mi padre avanzabainexorablemente hacia su desenlacefinal, pero parecía vacilar antes dedar el último paso y asestar elgolpe definitivo. Cada noche, todala familia nos acostábamospensando en la sentencia deldestino y con la pregunta «¿seríaesta noche o mañana?».Mi padre no sentía ningunaclase de dolor que a nosotrospudiera hacernos sufrir. En estesentido, no era muy difícil cuidarle.Por precaución, siempre habíaalguien turnándose para estardespierto a su lado. Fuera de esto,el resto de la familia se acostaba ala hora de siempre y cada uno en su

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habitación. Una noche que, poralguna razón, no podía conciliar elsueño, pensé haber oído gemir alenfermo. Me levanté paraasegurarme. Esa noche estaba deguardia mi madre. Pero ella, al ladode mi padre, dormía profundamente,apoyada en su brazo doblado amodo de almohada. También mipadre estaba muy tranquilo, como sile hubieran sumido en un profundosueño. De puntillas volví a la cama.Yo compartía el mosquiterocon mi hermano. El marido de mihermana, en cambio, que recibíatrato de huésped, ocupaba él solo lamejor habitación, una estanciaapartada.—Lo siento por Seki que estáquedándose tantos días, sin podervolver a su casa —dijo mihermano.Seki era el apellido de nuestrocuñado.—Bueno, pero puedepermitirse seguir aquí porque noestá tan ocupado, ¿verdad? Tú, encambio, lo tienes peor, ¿no? Tantotiempo aquí...—Aunque lo tengo peor, ¿quéle vamos a hacer? Esto de nuestropadre está por encima de todo.Mi hermano y yo, quedormíamos uno al lado del otro,charlábamos así antes de dormimos.En la cabeza de mi hermano y en lamía existía la misma convicción:nuestro padre no tenía ningunaesperanza. También pensábamosque, si no iba a vivir, era mejor queel fin llegara cuanto antes. Eracomo si estuviéramos acechando sumuerte. Nuestro deber filial, sinembargo, nos impedía reconocerlo.Así y todo, sabíamos muy bien loque pensaba el otro.—Padre todavía parece que

cree que va a curarse —dijo mihermano.Ciertamente, había razones queme hacían compartir la impresiónde mi hermano. Por ejemplo, si eraanunciada la visita de algún vecino,nuestro padre siempre insistía enrecibirla y no dejaba de decirle lomucho que lamentaba no haberlepodido invitar a la fiesta de migraduación. Incluso añadía que,cuando se curase de su enfermedad,haría esto y lo otro.—La verdad es que me alegropor ti de que se haya suspendido tufiesta de graduación. En la mía,vamos, ¡qué mal lo pasé!Mi hermano me despertóaquellos recuerdos y me reí concierta amargura recordando elaspecto de la fiesta animada por elalcohol. Me vino también la imagendesagradable de un padreinsistiendo a sus invitados para quecomieran y bebieran.No éramos exactamentehermanos que mantuvieran términosmuy íntimos. De pequeños nospeleábamos a menudo y yo, elmenor, acababa siempre llorando.La diferencia en los estudios queuno y otro habíamos elegidoreflejaba la diferencia de nuestroscaracteres. Siendo yo estudianteuniversitario y especialmentedespués de conocer a sensei,cuando pensaba en mi hermano, quevivía tan lejos, siempre me lorepresentaba como una clase depersona ruda y primaria. Además,como no le había visto desde hacíamucho y él vivía lejos, el tiempo yla distancia lo habían alejadotodavía más de mí. Aún así, al verledespués de tanto tiempo, el cariñofraternal parecía brotar de formanatural entre nosotros. Tal vez las

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circunstancias de este encuentroeran las responsables de quesurgiera este sentimiento. Es decir,ante un padre común y agonizante yestando los dos a su cabecera, eranatural, en fin, que nuestra relaciónse estrechara.—¿Qué vas a hacer ahora? —me preguntó mi hermano. Yo lerespondí preguntándole a mi vezcosas que nada tenían que ver consu pregunta.—¿Qué pasará con la herenciay la casa?—No sé. Padre no ha dichonada aún. Pero bueno, sumandotodo, no debe de ser mucho dinero.Mi madre, por su parte, seguíapreocupada por el silencio desensei. —¿Todavía no te ha llegadoninguna noticia? —me preguntabacon molesta insistencia.15—¿Y quién es ese tal sensei? —mepreguntó mi hermano.—Te lo dije el otro día, ¿no?—le respondí. Me desagradó quemi hermano me preguntara por algoque había olvidado tanrápidamente.—Bueno, sí que te lo oí,pero... Añadió que no se habíaenterado bien de quién era sensei,pese a haberme oído hablar sobreél. Tampoco yo tenía ningunanecesidad de que entendiera bienquién era. Aun así, me disgusté.Pensé que otra vez mi hermanohabía vuelto a revelar su verdaderanaturaleza.Mi hermano creía que, comoyo mostraba respeto a esa personal l a má nd o l e sensei, tenía quetratarse de alguien socialmenteimportante, como mínimo, unprofesor universitario o algo así. Sino fuera famoso ni trabajara en

nada, ¿qué valor podría tener talpersona? La forma de pensar de mihermano era, en ese punto,exactamente igual a la de mi padre.Pero con una diferencia. Mi padresacaba la rápida conclusión de quesensei no hacía nada porque nosabía hacer nada, mientras que mihermano opinaba que la personaque, pudiendo hacer algo, no le dala gana de hacer nada, es porque esun inútil.—No está bien ser egoísta —dijo mi hermano—. Vivir sin hacernada es engañar a la sociedad. Siuno tiene alguna capacidad, tieneque hacerla útil al máximo.Tuve ganas de preguntarle side verdad entendía el sentido de lapalabra «egoísta»76. Y añadió:—Pero bueno, si consiguesalgún trabajo por medio de él, puesno tengo nada que objetar. Padretambién creo que se alegrará porello.Sin haber recibido una cartade sensei, yo no podía compartir eloptimismo de mi hermano, nitampoco tenía el valor de confesarla verdad. Tras la precipitadaconclusión de mi madre y dehaberlo pregonado a los cuatrovientos, yo ya no podía ahoranegarlo así de repente. Seguí, portanto, a la espera de la famosa cartad e sensei, aunque sin sentir elapremio de mi madre. Y recé paraque esa carta trajera la noticiasobre el trabajo que tanto esperabantodos en mi casa: mi padre, queestaba muriéndose; mi madre, queansiaba tanto calmarle; mi hermano,con su opinión de que si uno notrabajaba no era una persona; e,incluso, mi cuñado, mi tío, mi tía,en fin, todos a los que había quecontentar. De esa manera, para

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lograr esa posición material de laque hasta entonces me habíadesinteresado, yo debía ahoraluchar hasta el límite de misnervios.Cuando mi padre vomitó unaextraña sustancia amarilla, meacordé del peligro del que mehabían advertido sensei y su mujer.—Tanto tiempo acostado, nome extraña que el pobre tenga elestómago destrozado.Fue mi madre quien dijo esto.Mirándola a la cara, se me hizo unnudo en la garganta ante suingenuidad.Cuando me quedé solo con mihermano, me dijo:—¿Has oído?Se refería a las palabras quehabía dicho el médico momentosantes de marcharse. No me hacíafalta que el médico me explicaranada: sabía bien el significado deesos vómitos.—Por cierto, ¿no tienesintención de establecerte aquí en elpueblo y administrar la propiedadfamiliar? —me preguntó mihermano, volviendo ligeramente lacabeza hacia mí. Yo no contesténada.—¿Qué va a hacer madre aquísola? —añadió mi hermano. Estabaclaro que a él no le importaba enabsoluto que yo me fuera pudriendolentamente en medio de los oloresde la tierra.Si lo que quieres es leerlibros, lo puedes hacer muy bienaquí en casa. Además, no te haráfalta trabajar. No está mal para ti,¿no crees?—¿No eres más bien tú quiendebería volver a casa e instalarseaquí?77 —pregunté yo.—¡Cómo voy a ser yo! —

exclamó, negándose en redondo a laidea. Todo su cuerpo rebosabadeseos de llevar una vida activa.—Si no eres tú, tendremos quepedírselo al tío. Pero de madredebemos encargarnos uno de losdos.—El problema principal serási va a estar dispuesta a moverse deaquí —dije yo.Fue así como los dosdiscutíamos en vida de nuestropadre acerca de lo que ocurriríadespués de su muerte.16Mi padre empezó a delirar. Lohacía en ocasiones. Con la vozentrecortada y sin mediar nada,decía cosas como:—Disculpe, general Nogi. Mesiento avergonzado... Sí, claro,claro, yo también iré enseguidadetrás de usted...A mi madre estas frases ledaban miedo. Ella quería queestuviéramos todos constantementea la cabecera de nuestro padre. Enmomentos de lucidez, mi padre semostraba frecuentemente triste, peroal vernos a todos juntos parecíacobrar ánimos. Cuando recorría lahabitación con su mirada, si noencontraba a mi madre, no dejabade preguntar:—¿Y Omitsu?Y, aunque no lo preguntara,sus ojos lo decían. Entonces, yo melevantaba y salía a llamarla.Cuando mi madre entraba en lahabitación, dejando lo que estabahaciendo, y preguntaba qué quería,él a veces no decía nada y sólo lamiraba. Otras veces, pronunciabapalabras sin sentido. En otrasocasiones, decía cosas dulcescomo: —Omitsu, te agradezco tantotodo...

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En tales momentos, mi madrese deshacía en lágrimas. Entoncesparecía acordarse de lo distinto queera mi padre cuando estaba sano:—Ahora dice estas cosas tantiernas, pero antes era muy duro.Y contó cuando él le pegó enla espalda con una escoba. Mihermano y yo, que habíamos oídomuchas veces contar esta historia,esta vez y a la vista de lascircunstancias, recibíamos el relatode nuestra madre con cierto fervor,como si nos regalara recuerdos deun padre ya difunto.Mi padre, pese a tener ante susojos la sombra tenebrosa de lamuerte, aún no había manifestadonada que se pareciese a untestamento.—¿No convendría preguntarleahora que hay tiempo? —dijo mihermano mirándome.—Bueno... —contesté yo.Pensaba que no sería muy buenopara el enfermo sacar ese asunto.Incapaces de decidir entre nosotros,consultamos con nuestro tío.Nuestro tío expresó vacilación ymovió la cabeza:—Sería una lástima que semuriera antes de decir lo que quieradecir sobre ese tema, peroapremiarle nosotros, tampocoestaría bien...Antes de que pudiéramosllegar a una decisión, nuestro padrecayó en estado de coma. Mi madre,con su candor de siempre, creyóque se trataba de un simple sueño yse alegró:—¡Qué bien que puedaquedarse dormidito tan tranquilo!Así será más fácil cuidarle.De vez en cuando, el enfermoabría los ojos y preguntaba porciertas personas. Eran personas que

siempre habían estado a sucabecera hasta hacía un momento.En su mente había un lado oscuro yotro lúcido. El lado lúcido seasemejaba a un hilo blanco con elque se cosían a regulares puntadaslos espacios oscuros. Era naturalque mi madre se equivocara ytomara el estado de coma por unsueño normal.También empezó a trabárselela lengua. En ocasiones remataba elfinal de una frase con un murmulloincoherente que hacía imposibleque le entendiéramos. Pero, cuandoempezaba a hablar, siempre lodecía con una voz fuerte, una vozimpropia de un enfermo en coma.Naturalmente, nosotros teníamosque hablarle en un tono mucho másalto que el habitual acercando loslabios a su oído.—¿Te sientes bien si teenfriamos la cabeza?—Sí...Le cambié la almohadillahidráulica con ayuda de laenfermera y puse sobre su cabeza labolsa con hielo nuevo. Mientras quelos trozos del puntiagudo hielo dela bolsa se asentaban sobre sucabeza, yo la sostenía suavementesobre la piel de la amplia frente demi padre. Fue en ese momentocuando mi hermano se acercó desdeel pasillo y me entregó una carta sindecir nada. La recibí con la manoizquierda que tenía libre yenseguida me sentí intrigado.Pesaba tanto... Tampoco venía enun sobre corriente, ni su volumenera tal que pudiera contenerse enuno ordinario. Venía envuelta en unpapel fino, con las juntascuidadosamente pegadas. Aldármela mi hermano, me di cuentade que era una carta certificada. Le

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di la vuelta y vi el nombre desensei escrito en letras discretas.Como no podía soltar la otra mano,incapaz de abrirla, me la metí en laescotadura del quimono.17Ese día el estado del enfermoparecía haber empeorado. Cuandome levanté para ir al servicio, mecrucé en el pasillo con mi hermano.—¿Dónde vas? —me preguntócon el tono de un centinela. Yañadió:—Lo veo bastante mal, así quetienes que estar a su lado todo eltiempo posible, ¿de acuerdo?Estaba de acuerdo, de modoque sin tocar siquiera la carta, volvía la habitación del enfermo.Mi padre preguntó a mi madrepor los nombres de las personasque allí estaban. Ella se las fuenombrando. A cada nombre mipadre asentía con la cabeza y,cuando no asentía, mi madre se lorepetía:—Es fulano de tal... ¿Hasentendido?—Muchas gracias porcuidarme —dijo mi padre. Y volvióa entrar en coma.Los que estábamos alrededorde la cabecera nos quedamos unrato mirándole en silencio.Después, uno se levantó y se fue aotro cuarto. Otro hizo lo mismo. Entercer lugar, yo también me retiré ami cuarto. Deseaba abrir aquellacarta que había deslizado por lapechera de mi quimono. Podríahacerlo igualmente al lado delenfermo, pero la carta parecíademasiado larga para leerla allí deun tirón. Necesitaba disponer de untiempo especialmente dedicado aeso.Rompí el sobre desgarrando el

papel de fuerte fibra que servía deenvoltorio. Lo que había dentroeran como cuartillas cuadriculadasescritas a mano ordenadamente.Para facilitar el envío, estabandobladas en cuatro. Doblé al revésestas hojas para poder leerlasmejor. Mi corazón se asustó pensandoen qué me diría sensei en tantashojas y con tanta tinta. Al mismotiempo, me inquietaba lo que podríaocurrir en la estancia del enfermo.Tenía el presentimiento de que siempezaba a leer la carta, antes determinarla, iba a pasarle algo a mipadre, o seguramente mi hermano omi madre, o tal vez mi tío, iban allamarme. No, no podía leerla conla tranquilidad deseada. En esteestado de inquietud, leí sólo laprimera página. Decía así:En una ocasión en que mepreguntaste sobre mi pasado, notuve el valor de contestarte. Ahora,sin embargo, creo que heconseguido la libertad precisa pararevelártelo claramente. Pero esalibertad, si yo esperara hasta tuvuelta a Tokio, podría perderse; essimplemente una clase de libertadconvencional. Por lo tanto, si no lautilizo ahora que puedo, podríapara siempre perder la ocasión demostrarte mi pasado y tú perderíasla oportunidad de sacar una lecciónde mi experiencia. Además, aquellapromesa mía resultaría ser unamentira. Por todo esto me veoobligado a escribírtelo en lugar dedecírtelo de viva voz.Al leer hasta ahí, comprendí larazón de haber escrito una carta tanlarga. Jamás había pensado quesensei iba a escribirme parahablarme de mi puesto de trabajo opara buscarme una situacióneconómica. Pero ¿por qué este

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sensei, al cual no le gustabaescribir, sentía ahora ganas deescribirme tan extensamente y derevelarme ese pasado? ¿Por qué nopodía esperar a que yo volviera aTokio?«Pero esa libertad, si yoesperara hasta tu vuelta a Tokio,podría perderse... podría parasiempre perder la ocasión demostrarte mi pasado...». En micabeza revolvía estas frases. Meresultaba penoso desentrañar susentido. De repente, me golpeó laansiedad. Quise seguir leyendo. Oíentonces el grito de mi hermano,reclamándome desde la habitacióndel enfermo. Me levanté asustado ycorrí por el pasillo hacia dondeestaban todos.Estaba resignado a enterarmede lo peor.18Durante mi ausencia de lahabitación del enfermo, habíavenido el médico. Con la idea dealiviarle, le iban a efectuar otrolavado intestinal. La enfermeradescansaba de la guardia de lanoche anterior y estaba acostada enotro cuarto. Mi hermano, sinexperiencia en estos cuidados,estaba perdido. Al verme, dijo:—¡Ven, échame una mano! —yse sentó en su lugar.Yo ocupé su puesto y coloquéel papel encerado bajo las nalgasde mi padre.El aspecto de mi padrepareció relajarse un poco. Elmédico se quedó unos treintaminutos sentado a su lado hastacomprobar el efecto de lairrigación. Después, prometiendovolver más tarde, se fue trasadvertirnos de que le llamásemoscon carácter de urgencia si ocurría

algo.Volví a salir de la habitaciónsabiendo que el desenlace podíapresentarse en cualquier momento.Me retiré otra vez a mi cuarto paraleer la carta de sensei. De ningunamanera sin embargo, era posibleestar tranquilo. Sentía que, si mesentaba a la mesa de estudio, mihermano habría de volver allamarme con otro grito encualquier instante. El temor a queaquella llamada podría ser laúltima, hacía temblar mis manos.Hojeaba sin sentido la carta desensei y mis ojos recorrían losordenados caracteres encuadradosdentro de la cuartilla. Pero no teníala tranquilidad necesaria paraleerlos. Ni siquiera para ojearlos.Pasé una tras otra las cuartillashasta la última con la idea dedejarlas sobre la mesa dobladas, talcomo estaban antes. Fue entoncescuando, por casualidad, mi vistacayó sobre una de las últimasfrases: Cuando esta carta esté en tusmanos, yo ya no estaré en estemundo. Habré muerto.Entonces, bruscamente, caí enla cuenta. El corazón, que hastaentonces se me agitaba sin parar,me pareció que se me habíaquedado helado. Me puse a hojearlas páginas hacia atrás y a leerfrases sueltas en una y en otra.Ansioso por enterarme al instante,intenté penetrar con la vista en loscaracteres que parecían bailar antemis ojos. Lo que deseabacomprobar era simplemente laseguridad de sensei. Su pasado, esepasado oscuro que una vezprometió contarme, era totalmenteinnecesario para mí. Hojeando lacarta al revés y al no hallarfácilmente la información que

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necesitaba, doblé impacientementelas hojas de la extensa carta.Fui otra vez hasta la puerta dela habitación del enfermo para versu aspecto. Había más tranquilidadde la que yo esperaba. Con unaseñal de la mano, llamé a mi madre,sentada allí con cara de cansancio yexpresión de impotencia, y lepregunté:—¿Cómo sigue?—Parece que aguanta —merespondió.Me planté ante mi padre y lepregunté:—¿Qué tal después de lalavativa? ¿Te sientes mejor?Asintió y dijo claramente:—Gracias.Su mente tenía más concienciade lo que se hubiera imaginado.Salí de la habitación y volví ala mía. Miré el reloj y consulté elhorario del tren.De repente me levanté con unadecisión tomada. Me ajusté el obi,metí la carta de sensei dentro de lamanga del quimono, salí a la callepor la puerta de la cocina y, comoen un sueño, fui corriendo a la casadel médico. Quería que me dijeraclaramente si mi padre resistiríados o tres días más. Iba a pedirleque le pusiera alguna inyección oalgo para que aguantara un pocomás. Por desgracia, el médico noestaba. Yo no tenía tiempo deesperarle. Tampoco la tranquilidadde hacerlo. Rápidamente, llamé aun carruaje y pedí al cochero queme llevara corriendo a la estación.Tomé un papel y en la paredde la estación escribí a lápiz unanota dirigida a mi madre y a mihermano. Era una nota muy sencilla,pero me pareció eso mejor quenada. Le pedí al cochero que la

llevase a mi casa de inmediato. Ycon el mismo impulso que me habíallevado hasta la estación, pegué unsalto y subí al tren que iba a Tokio.Una vez en el vagón de terceraclase que ya se movía con estrépito,saqué la carta de sensei de lamanga del quimono y por fin mepuse a leerla desde el comienzohasta el final.

TERCERA PARTE

El testamento de sensei1Este verano he recibido dos o trescartas tuyas. Creo recordar que fueen la segunda en donde me pedíasque te buscara un puesto de trabajoen Tokio. Al leerla, pensé quequería ayudarte de verdad o, por lomenos, darte una respuesta. Pero teconfieso que no llegué a hacerningún esfuerzo para cumplir tupetición. Como tú bien sabes, misrelaciones sociales son muylimitadas. Es más, podría hastadecir que la soledad en la que vivoen este mundo es tal que me veototalmente impotente para realizarese género de esfuerzo. Elproblema, sin embargo, no es ese.El problema, si he de ser sincero,es que mi existencia me estabaatormentando. ¿Cómo voy a seguircomo hasta ahora siendo una momiaa la deriva entre los humanos? ¿Obien...?Cada vez que, entonces, merepetía ese «o bien...», sentíaescalofríos. Mi falsedad era comola de quien corre hasta el borde deun precipicio y se asoma al abismoinsondable. El sufrimiento de lamayoría de los tramposos tambiénlo padecía yo. Desgraciadamente,no era nada exagerado decir que

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entonces para mí era como si noexistieras. Y digo más: tu puesto detrabajo, tu fuente de ingresos, todasesas cosas no me decían nada. Nome importaban nada. Yo vivía en unmundo demasiado alejado comopara ocuparme de todo eso. Alguardar tu carta en una de miscarpetas, yo seguía de brazoscruzados pensando en mis cosas.Una persona cuya familia tienepropiedades considerables, ¿quérazón va a tener para gimotear poruna colocación cuando se acaba degraduar? Fue más bien con ciertaamargura, y nada más, que pensé enti, que estabas tan lejos. Teconfieso todo esto para que mesirva de excusa pues, en realidad,debía haberte contestado.No te escribo estas palabrasbruscas para hacerte daño. Confíoen que entenderás muy bien miverdadera intención cuando hayasleído el resto de la carta. De todosmodos, en lugar de contestarte, mehe quedado callado; y este silencioexige que aquí te pida disculpas pormi negligencia.Después te envié un telegrama.La verdad es que entonces teníaciertas ganas de verte. Ganas decontarte la historia de mi vida, talcomo tú deseabas. Tú mecontestaste, también por telegrama,diciendo que no podías venir aTokio. Esto me desilusionó y mequedé contemplando un buen ratoaquel telegrama tuyo. Era evidenteque pensaste que con el telegramano bastaba, pues poco después memandaste una larga carta que mesirvió para comprender muy bien laimposibilidad de tu visita. Jamás seme ocurrió acusarte de descortés, ninada por el estilo. ¡Cómo ibas adesplazarte de tu casa dejando tan

enfermo a tu padre! Mi actitud nofue la adecuada, pues parecíahaberme olvidado del estado desalud de tu padre. En realidad,cuando te mandé el telegrama mehabía olvidado de tu padre. Esto esextraño considerando que, mientrasestabas en Tokio, quien teaconsejaba prestar mucha atencióna esa enfermedad realmente gravede tu padre era yo mismo. Soy unhombre tan contradictorio... A lomejor, más que mi cerebro, es mipasado el que me agobia tanto y meha vuelto tan contradictorio. En estepunto, también admito que haycierto egoísmo por mi parte. Tienesque perdonarme.Tu carta, tu última carta, la leísintiendo que había hecho mal. Ycon la idea de escribirte paradecirte esto, tomé la pluma. Perome detuve sin ni siquiera escribiruna sola línea. Si deseabaescribirte, era porque hubieraquerido mandarte esta carta; peroentonces aún era demasiado pronto.Así que desistí de escribirte ypreferí enviarte un sencillotelegrama avisándote de que ya nohacía falta que vinieras.2Después me puse a escribir estacarta. Como no estoy acostumbradoa tomar la pluma, sufría porque losincidentes o las ideas que deseabatransmitir no los podía expresarcomo deseaba. Estuve a punto deabandonar esta obligación quesentía hacia ti. Pero, por otro lado,me resultaba imposible dejar a unlado tal obligación. Si pasaba unahora, de nuevo me acometía eldeseo de escribir.Si me has observado bien, talvez te haya parecido que está en micarácter cumplir mis obligaciones.

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No lo niego. Como bien sabes, yosoy un solitario sin apenas relacióncon el mundo y sin obligaciones quecumplir hacia mi entorno. No sé sideliberada o naturalmente, pero hevivido una vida libre de lasobligaciones más mínimas. Y estono por ser indiferente a ellas, sinomás bien por ser demasiadosensible a los deberes y carecer deenergía para aguantar compromisos.Quizá por esto he llevado una vidatan pasiva. En fin, después deprometer algo, el no cumplirlo mehace sentir muy mal. Por ti, y sólopara evitar esa desagradablesensación, debo empuñar otra vezla pluma que una vez dejé.Además, tengo ganas deescribir. Aparte de la obligación,deseo escribir mi pasado. Estepasado no es nada más que miexperiencia, es decir, esexclusivamente mío. La gente diráque es una pena morirse sin pasaresa experiencia a otra persona. Yotambién pienso un poco así. Pese aeso, es mejor morirse con ella quepasar esa experiencia a alguien queno la comprende. Si no hubieraexistido alguien como tú, de ningúnmodo yo habría revelado mi pasadoy no me pondría a merced demiradas ajenas. Únicamente a ti,entre millones de habitantes de mipaís, deseo contar mi pasado.Porque eres sincero. Porque medijiste que querías recibirseriamente una lección viva de lavida.Sin vacilaciones, voy aproyectar sobre tu cabeza la oscurasombra de la vida. Pero no debestener miedo. Contempla fijamenteesa sombra y saca de ella lo quenecesites. Si digo que es unasombra oscura, quiero decir que es

moralmente oscura. Yo nací comocriatura moral y me crié también enla moral. Tal vez, haya bastantediferencia entre mi idea de la éticay la idea de la ética de los jóvenesde ahora. Aún así, aunque meequivoque, esa moral viene de mí.No es un traje alquilado con el queuno se viste un rato. Por eso piensoque mi moral podría servirte dereferencia a ti, que ahora estásdesarrollando tu propiapersonalidad.¿Te acuerdas? A menudo, meplanteabas discusiones sobre ideascontemporáneas. Te acordarás decuál era mi actitud. No es quedesdeñara tus opiniones, más biennunca les daba importancia. Tusideas no estaban apoyadas en nada;además, eras demasiado joven paratener un pasado propio. De vez encuando me reía, y tú ponías cara dedisgusto en muchas ocasiones. Alfinal, insististe en que te contara mipasado como si desplegara un rollode pintura. Fue entonces cuando porprimera vez sentí en mi corazónrespeto hacia ti. Mostraste ladecisión de sacar algo de misentrañas, de absorber la sangrecaliente que brotaba de mi corazón.Entonces, yo aún estaba vivo y noquería morirme. Así que prometíacceder a tu deseo otro día y mequité de encima por ese instante tupetición. Ahora sí; ahora, voy aintentar abrirme yo mismo elcorazón y verter su sangre en tucara. Si con ella puedes concebiruna vida nueva en tu pecho, una vezque haya cesado el latido del mío,estaré contento.3Perdí a mis padres cuando aún notenía veinte años. Tal como mimujer te contó, según recuerdo,

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murieron del mismo mal y, comoella también te hizo sospechar, casia la vez. En realidad, el mal de mipadre era aquel terrible tifusintestinal, del cual quedócontagiada mi madre, que lecuidaba de cerca.Yo era el único varón quetenían. Mi familia gozaba de unaposición acomodada y yo me criéen un ambiente, digamos,magnánimo. Al repasar mi pasado,creo que, si no hubieran muerto mispadres o si, por lo menos, hubieravivido uno de ellos, yo todavíapodría seguir disfrutando de aquellasensación de generosidad.Esa doble pérdida me dejódesamparado. Yo carecía deconocimientos, de experienciapersonal y de esa iniciativa quesuele dar la edad. Cuando murió mipadre, mi madre no pudo estar a sulado. Al morir ella, ni siquiera sehabía enterado de la muerte de sumarido. Nadie sabe si lo sabía o si,como le decían, pensaba que sumarido se estaba recuperando. Selimitó a pedirle a mi tío que seocupara de todo. Señalándome conel dedo a mí, que estaba allí, ledijo:—Por favor, cuida a mi hijo.Ya antes, mis padres mehabían dado permiso para ir aTokio. Mi madre parecíaconfirmarlo también cuando añadió:—A Tokio.Mi tío se apresuró a decir:—De acuerdo. No tepreocupes de nada.Tal vez por no habersucumbido fácilmente mi madre aunas fiebres tan altas, mi tío dijotambién:—¡Vaya! ¡Qué mujer tanfuerte! Tampoco sé bien si aquellas

palabras de mi madre expresabansu última voluntad o no. Porsupuesto que ella conocíaperfectamente el terrible nombre dela enfermedad de mi padre ytambién sabía que estabacontagiada. Pese a esto, tengomuchas dudas de que creyera queiba a morirse de ese mal. Además,las palabras que pronunciabacuando le subía la fiebre, aunquedichas con lucidez y claridad, amenudo se le iban de la memoriacuando remitía la fiebre. Por eso...,pero bueno, no importa.Simplemente, desde entonces yo yatenía esta manía de escudriñarlotodo y de no aceptar nada sinsometerlo a un riguroso análisis.Tengo que advertirte esto desde elprincipio y, aunque te parezcairrelevante para el tema principalde esta confesión, tal vez te sirvamás de lo que parece. Léelo, porfavor, pensando en esto. Estecarácter mío me llevaba no sólo aponer en tela de juicio moral losmotivos de las personas, sinotambién a dudar más tarde de laintegridad de la gente en general.Recuerda que esta actitudaumentaría activamente mi angustiay sufrimiento.Pero, en fin, creo que me hedesviado bastante, así quevolvamos al tema principal. Aunqueno te lo parezca, me considerobastante sereno escribiendo estacarta, sobre todo si se me comparacon alguien puesto en mi mismasituación.Ya ha cesado ese ruido detranvías que sólo se hace audiblecuando el mundo se queda dormido.A través de las cerradas ventanas,se oye débilmente a los insectoscantar tristemente, como si

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quisieran recordarnosdiscretamente el rocío del otoño.Mi mujer, ignorante de todo,duerme inocentemente en lahabitación de al lado.Si tomo la pluma, parece quecada línea que sale de su punta y vaformando una letra tras otraproduce un ruido. Me siento serenoante el papel. Si a veces el trazo seme sale de la línea, no es debido ami estado mental sino a miinexperiencia con la pluma.4Bueno, me quedé tan solo que notenía otra alternativa que obedecerla última voluntad de mi madre ysometerme a mi tío. Este aceptó laresponsabilidad y se ocupó de todo.Arregló también mi partida a Tokio,tal como yo mismo deseaba.Vine a Tokio e ingresé en elbachillerato. En esa época, losestudiantes de bachillerato eranmucho más rudos y brutales queahora. Había, por ejemplo, uno alque yo conocía que una noche sepeleó con un obrero y le hirió en lacabeza con el calzado de madera.Había estado bebiendo sake y,mientras andaba metido en la pelea,el obrero le quitó su gorra deestudiante. Su nombre estabaescrito en la etiqueta en forma derombo que había dentro de la gorra,por lo cual el asunto se complicó yestuvo a punto de que la policíainformara del altercado al colegio.Gracias a la intercesión de unamigo del estudiante, el incidenteno llegó a hacerse público. Estosactos de brutalidad, para vosotros,criados en un ambiente mucho máscuidado, os parecerán unaestupidez. Yo mismo también locreo así. Pero aquellos chicostenían un aire de sencillez del que

carecen ahora los estudiantes.Por entonces, lasmensualidades que yo recibía de mitío eran muy inferiores a las que túahora recibes de tu padre, aunquepor supuesto la vida era más barata.De cualquier forma, nunca sentía lafalta de dinero; es más, creo que nome hallaba en la lamentablesituación de envidiareconómicamente a mis compañeros.Al contrario, si no me falla lamemoria, era yo el envidiado.Quiero decir que, aparte de lasmensualidades regulares y deldinero para comprar libros o paragastos extraordinarios, le pedía ami tío dinero cuando me parecía yme lo gastaba como me daba lagana.Yo confiaba en mi tío. Y nosólo eso, sino que además lerespetaba con sentimientos degratitud. Mi tío se dedicaba a losnegocios y fue incluso diputadoprovincial. Por esa circunstancia talvez, recuerdo que tenía relación conalgún partido político. Era elhermano menor de mi padre, perode un carácter que evolucionó enuna dirección muy distinta. Mipadre era un hombre honrado, cuyoúnico fin en la vida era mantenerintacto el patrimonio heredado desus antepasados. Era aficionado ala ceremonia del té, al arreglofloral, a leer poesías. También creoque le interesaban mucho lasantigüedades.Nuestra casa estaba en elcampo, pero, de vez en cuando, unanticuario venía de una ciudaddistante unos ocho kilómetros aenseñarle pinturas o incensarios.Venía de la misma ciudad en dondevivía mi tío. En resumen, mi padreera lo que podría llamarse un man

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of means78, un caballero deprovincia de buenos gustos.También en el carácter eran muydistintos, pues mi tío era un hombresumamente activo. Curiosamente,sin embargo, los dos hermanos sellevaban muy bien. A menudo, mipadre se refería a su hermano entérminos admirativos, como a unapersona mucho más trabajadora queél y digna de confianza. Hablandode sí mismo, solía comentar que,por haberle tocado recibir laherencia familiar como primogénitoque era, no tenía necesidad deesforzarse en el mundo y esto lehabía hecho indolente, lo cualestaba francamente mal. Estaspalabras las oía mi madre y, porsupuesto, yo. Ahora pienso que suspalabras pretendían seraleccionadoras para mí.—Acuérdate bien de esto —me decía mirándome fijamente.Y no, no lo he olvidado.¿Cómo iba a sospechar de mitío, al que mi padre admiraba y enel que confiaba totalmente? Nadamás natural, por tanto, que estuvieraorgulloso de un tío así. Al perder amis padres, yo necesitaba su ayudaen todos los aspectos. Él no era yasolamente un simple motivo deorgullo para mí, sino alguienimprescindible para mi existencia.5Cuando volví por primera vez acasa en vacaciones de verano, a lacasa en la que habían muerto mispadres, la encontré ocupada. Mi tíoy su mujer se habían instalado enella como nuevos dueños y señores.En realidad, esto formaba parte deun acuerdo al que yo había llegadocon mi tío antes de irme a Tokio.Yo era hijo único y, como estabalejos, no había otra solución para

que la casa no se quedaradeshabitada.En esa época, parece que mitío mantenía relaciones con variasempresas de la ciudad. Él se reíadiciendo que por su trabajo lehubiera resultado mucho máscómodo quedarse en su casa y notener que mudarse a la mía a ochokilómetros de la ciudad. Estaspalabras se le escaparon de la bocacuando, muertos mis padres,conversamos sobre el futuro de micasa si yo me iba a Tokio. Era lamía una casa con historia yconocida por la gente del lugar.Quizás en tu propio pueblo ocurrelo mismo. En los pueblos, vender odemoler una casa antigua en vidadel heredero es un suceso bastantegrave. Ahora no me preocuparíanada de estas cosas, pero entoncesno era más que un muchachoatrapado entre el deseo de irse aTokio y la obligación moralvagamente percibida de conservarla casa. Realmente era unquebradero de cabeza.Mi tío aceptó instalarse en lacasa a falta de otra solución. Perodeseaba mantener también su propiacasa de la ciudad como hastaentonces, y estar así a caballo entredos casas. ¿Iba a estar yo en contrade una decisión así, si eso mepermitía cumplir mi deseo de irmea Tokio?Tenía yo todavía mucho deniño y el vivir lejos me hacía sentirañoranza por esa casa natal. Laechaba de menos con el sentimientodel viajero que anhela regresar alhogar. Aunque me había ido a Tokiomuy convencido, tenía plenaconciencia de la llegada de unasvacaciones que me devolverían acasa. A menudo soñaba con mi casa

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del pueblo, la casa a la que iba avolver en las vacaciones despuésde estudiar mucho y de divertirmealegremente.Durante mi ausencia, no teníani idea de cómo mi tío se las iba aarreglar entre las dos casas. Perocuando volví, allí estaba él contoda su familia. Sus hijos, que yaiban al colegio, seguramentevivirían en la ciudad los días declase. Pero, como ahora era tiempode vacaciones, allí estaban todospara pasarlas bien.Todo el mundo se alegró deverme. La casa estaba más animaday alegre que cuando vivían mispadres y eso me agradó. Mi tío sacóa su hijo mayor del cuarto que yoocupaba antes y me instaló en él.Como había más habitaciones, ledije que no me importaba ocuparotra, pero él insistió diciendo queera mi casa.Excepto por el recuerdo demis padres que a veces me asaltaba,pasé con la familia de mi tío unverano agradable al cabo del cualregresé a Tokio. Sólo hubo unasunto que ensombreció algo micorazón. Fue que mi tío y mi tía, losdos, me recomendaron ir pensandoen casarme, pese a que apenashabía empezado el bachillerato.Repitieron su recomendación tres ocuatro veces. Al principio, suspalabras me vinieron tan derepente, que simplemente me quedémuy sorprendido. La segunda vez,rechacé rotundamente surecomendación. La tercera, lespregunté la razón de su insistencia.Sus razones eran muy sencillas.Simplemente, deseaban que mecasara pronto para que volvieradefinitivamente a la casa y cuidarade la herencia paterna. Yo pensaba

que la casa estaba sólo para volvera ella en vacaciones y nada más.Claro que también, por saber algode las costumbres de los pueblos,me sonaba razonable eso de quepara recibir la herencia de lospadres hay que tomar esposa79.Pero tampoco es que me negara enredondo. Más bien, creo que, porhaber empezado a estudiar enTokio, esos temas parecían estarmuy alejados de mí, como si losviera desde un telescopio.Finalmente regresé a Tokio sindar el consentimiento al deseo demi tío.6No tardé en olvidarme de eseasunto. Por lo demás, me bastabacon mirar a todos los jóvenes a mialrededor para darme cuenta de queno había ninguno con cara dematrimonio, ni nada por el estilo.Todos campeaban libremente, todosparecían solteros. Tal vez, entreaquellos de aspecto despreocupado,pudiera haber uno casado poralguna circunstancia familiar, peroyo era todavía demasiado jovenpara darme cuenta. Además, creoque esos que hubieran podidoencontrarse en una situaciónfamiliar especial, se cuidaban bienpara no revelar asuntos personalesajenos a la vida de un estudiante.Pensándolo ahora, yo mismo estabaentre esos, aunque no lo supiera. Yasí, alegremente, seguí caminandopor la senda de los estudios.Terminado el curso, hice lamaleta y volví otra vez a mi pueblo,al lugar donde descansaban losrestos de mis padres. Al igual queel año anterior, me encontré con lascaras de siempre de mis tíos y sushijos. Sentí de nuevo el olor de mipueblo natal, un olor todavía

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nostálgico para mí. Sin duda, megustaba porque rompía lamonotonía del año escolar.Pero en medio de ese olor conel que me había criado, otra vez mitío bruscamente puso bajo misnarices, por así decir, el tema de micompromiso matrimonial. Repitiólo del año anterior. Sus razoneseran las mismas también, con ladiferencia de que antes no habíaninguna pretendiente y esta vez sí lahabía. Me tenían una preparada, locual me molestó aún más. Lapretendiente era su hija, es decir,mi prima. Si me casaba con ella,todos tan contentos.Antes de su muerte, mi padre,al decir de mi tío, había expresadoeste mismo deseo. Yo tambiénpodía ver la conveniencia de talunión. Me pareció que, tal vez,podría ser verdad que mi padrehubiera dicho eso. Pero yo no losabía y, como me lo dijo mi tío, mepareció que podría ser así. Pero mesorprendí, lo que no impidió que nojuzgara como irrazonable lapropuesta. Tal vez yo era un pocotonto. Tal vez, aunque la principalrazón para negarme era miindiferencia hacia mi prima.Desde que era un crío, iba conmucha frecuencia a la casa de mi tíoen la ciudad. Y, no solamente avisitarles, sino a quedarme adormir. Desde entonces, mi prima yyo éramos amigos. Sabrás tambiénque nunca ocurre enamoramientoentre hermano y hermana. Tal vezestoy repitiendo algo que reconocetodo el mundo, pero creo que entreun hombre y una mujer que sonbuenos amigos y se ven muchasveces no hay esa frescura tanestimulante y necesaria para elenamoramiento. Para captar el

perfume del incienso, hay queolerlo en el momento de quemarse;para saborear al máximo el sake,hay que degustarlo en el instante demeterlo en la boca por primera vez.Igualmente, en el impulso del amor,debe existir un punto clave en eltiempo. Si ese punto se deja pasar,si una persona se acostumbra a laotra, puede surgir el cariño, pero elnervio del enamoramiento poco apoco se va paralizando. Por muchoque lo pensaba, no podía aceptar aesa prima mía como esposa.Mi tío me dijo que si insistíaen no casarme ahora, podría aplazarla boda hasta después de migraduación. Me recordó también elrefrán de «lo que puedas hacer hoyno lo dejes para mañana». Por eso,añadió, sería mejor cumplir de unavez el compromiso matrimonial,bebiendo el sake del desposorio80.Como he dicho, yo no sentía nadapor mi prima, así que otra vez menegué. Mi tío puso entonces malacara. Mi prima lloró. Ella no estabatriste por no poder casarseconmigo, sino por sentirserechazada. Yo sabía muy bien queella no me quería, igual que yo nola quería a ella.Otra vez, emprendí el caminode regreso a Tokio.7Justo un año después de eseincidente, al comenzar el verano,volví a mi pueblo por tercera vez.Escapé de Tokio deseando laconclusión de los exámenes de finde curso. Echaba tanto de menos ami pueblo natal...Tal vez, tú también recuerdasesa sensación de añoranza. El lugarde nacimiento posee un aire dedistinto color, una tierra confragancias especiales. Y después

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está el recuerdo de tus padres queparece flotar blandamente. Esos dosmeses de julio y agosto, dos mesespara estarse recogido e inmóvil,como una serpiente en un agujero,me hacían saborear la tibieza de esebienestar.Yo era un muchacho sencillo ypensaba que aquello de casarse conla prima ya no iba a ocasionarmemás dolores de cabeza. Suponíaque, una vez rechazada esaproposición no deseada por mí,todo iba a quedarse olvidado. Poreso y pese a no haber cambiado mivoluntad acerca del deseo de mi tío,yo no me sentía mal. Todo ese añono pensé ni me inquieté más sobreel asunto, y ahora volvía al pueblocon la ilusión y el ánimo desiempre.Pero cuando me presenté encasa, la actitud de mi tío habíacambiado. No quiso atraerme a supecho con la buena cara desiempre. A causa de la tranquilidadde espíritu en la que yo me habíacriado, no me di cuenta de estecambio hasta cuatro o cinco díasmás tarde. En algún momento, penséque mi tío parecía algo raro. Elcaso es que no sólo él se memostraba raro, sino también mi tía.Y mi prima. Sí, e incluso hasta unprimo. Un primo que antes me habíaescrito acerca de su ingreso en unaescuela de comercio de Tokio.Ante esta nueva situación, minaturaleza me obligaba apreguntarme: ¿a qué se debía estecambio en mis sentimientos haciaellos? O, más bien: ¿por qué habíancambiado ellos?De repente, tuve la corazonadade que mis padres difuntosacababan de quitarme una venda delos ojos y me hacían ver con

claridad el mundo. En el fondo demi corazón, sentía que mis padres,después de desaparecer del mundo,me seguían queriendo igual quecuando vivían. Creo que, desdeentonces, nunca me ha faltadomucha lógica. Aún así, en mi sangrehabía también una fuerte dosis desuperstición heredada de misantepasados. Y hoy todavía meparece que sigo con ella.Fui a la colina y me arrodilléante la tumba de mis padres. Mearrodillé para expresar en partegratitud hacia ellos y en partetristeza por su pérdida. Recé paraque protegieran mi destino, como siellos, bajo la fría losa, aún tuviesenen sus manos la llave de mi destino.Tal vez sonrías al leer esto;comprendería muy bien que así lohicieras. Pero entonces yo era así.El mundo dio un vuelco antemis ojos. Pero no fue la primeravez.Creo, en efecto, que ya a losdieciséis o diecisiete años me habíaasombrado al descubrir en elmundo la existencia de la belleza.Muchas veces, dudaba de lo queveía y frotándome los ojosexclamaba: «¡Qué hermoso!». Es alos dieciséis o diecisiete añoscuando los chicos y las chicasllegan a la pubertad. Al entrar enella, descubría la belleza en laschicas por primera vez. Mis ojos,hasta entonces ciegos a las mujeres,acababan de reparar de repente ensu existencia. Mi mundo se habíarenovado por completo.Quizás pasara lo mismocuando me di cuenta de la actitud demi tío. De improviso, sin ningúnpresentimiento ni transición, me dicuenta. Así, sin más ni más, misojos percibieron a mi tío y a su

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familia bajo una luz totalmentedistinta a la de antes. Me asusté ysentí que, si dejaba las cosas comohasta entonces, mi futuro no estaríanada seguro.8Hasta ese momento yo había dejadoen manos de mi tío laadministración de mi patrimonio.Pero entonces sentí que si no meinformaba del estado de esaadministración, no podría encontrarpalabras de excusa ante la memoriade mis padres muertos.Mi tío decía estar tan ocupadoque no pasaba dos noches seguidasen la misma casa. Si se quedabados días en mi casa, los dossiguientes los pasaba en la ciudad.Vivía así entre dos casas y suexpresión mostraba inquietud. Lafrase «estoy ocupado» ya erarutinaria en él. Cuando yo no teníadudas sobre él, daba crédito a querealmente estaba muy ocupado.También pensaba irónicamente quesi uno no está muy ocupado, nosigue la moda. Pero ahora que leobservaba con intención desentarme con él y pedirle cuentassobre mi herencia, eso de estarsiempre tan ocupado no me parecíamás que un pretexto para evitarme.No era nada fácil, por lo tanto,sentarse a hablar con él.Me llegó el rumor, a través deun antiguo compañero del colegio,de que mi tío tenía una amante en laciudad. Tener una amante no era deextrañar conociendo a mi tío, perono dejé de sorprenderme porque envida de mi padre no había habidonunca un rumor así. Ese mismocompañero me contó más cosas.Por ejemplo, que todo el mundosabía que mi tío estaba al borde delfracaso en los negocios, pero en los

últimos dos o tres años se habíarecuperado. Mis dudas iban yatomando cuerpo.Por fin, me enfrenté a él.«Enfrentarse» suena exagerado,pero en vista del cariz que ibatomando el asunto, no se me ocurreotra palabra mejor. Mi tío insistióen tratarme como a un niño y yodesde un principio mantuve unaactitud recelosa. No había forma dellegar a una solución amistosa.Lamentablemente, la prisa queahora mueve mi pluma no mepermite describir con pormenoresaquel asunto con mi tío. Quiero, enefecto, llegar a temas mucho másimportantes. Hace tiempo que mipluma quiere tocar esos otros temasy yo intento ponerle freno para quevaya más lenta. Perdí para siemprela ocasión de verte y de contartetodo. Además, no estoyacostumbrado a escribir y deboahorrar un tiempo precioso. En fin,veo que debo pasar por alto algunascosas por muchas ganas que tengade contártelas.Quizás te acuerdes todavía deque una vez te dije que en el mundonunca hay personas que hayan sidomoldeadas como malas. Muchaspersonas buenas se conviertenbruscamente en malas en unmomento determinado. Por esojamás hay que descuidarse. Medijiste entonces que yo estabaexcitado y me preguntaste en quécasos los buenos se convierten enmalos. Al responderte que la razónera el dinero, pusiste cara dedisgusto. Me acuerdo muy bien deesa cara que pusiste. Ahora teconfieso que, en ese momento,estaba pensando en este tío mío.Pensaba en él como un ejemplo delbueno bruscamente transformado en

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malo a la vista del dinero, ytambién como un ejemplo de que enel mundo no existe nadie en quienpoder depositar la confianza. Sí,pensaba en mi tío con odio. Mirespuesta creo que te resultóinsatisfactoria porque tú estabasmás interesado en profundizar en elmundo de las ideas. Y, de hecho,¿acaso no te mostraste alteradocuando te di esa respuesta? La míafue una respuesta tal vez banal, peropara mí era una respuesta viva. Yocreo que dar una opinión banal conel corazón caliente es más vivo quedar una opinión original con lacabeza fría. El cuerpo se muevegracias a la sangre. Las palabrasvivas no sólo sirven para hacervibrar el aire, sino que tambiénpueden agitar poderosamente elcorazón humano.9Por decirlo en pocas palabras: mitío me había estafado. Le habíaresultado fácil hacerlo mientras yoestaba en Tokio esos tres años.Ante la gente, yo había pasado porun verdadero idiota por haberdejado tranquilamente que mi tíodispusiera de todo a su aire. Másallá de esa opinión de la gente,podría decirse que mi exceso deconfianza tenía el sello de unapureza digna de veneración.Recordando cómo era yo entonces,ahora me pregunto por qué nohabría nacido más canalla. Sientoun gran despecho hacia mí mismopor haber sido tan ingenuo. Pero,por otro lado, ¿acaso no he sentidonunca el anhelo de volver a nacercon mi antiguo yo y recuperar mialma infantil con todo su candornatural? Acuérdate. El yo que túconoces es el resultado de unapersonalidad ensuciada con el

polvo del camino de la vida. Si sepuede llamar «respetableshermanos mayores» a los queestamos así de sucios yenvejecidos, entonces ciertamenteyo soy tu «respetable hermanomayor».Si me hubiera casado con lahija de mi tío, tal como él deseaba,¿qué resultados materialmenteventajosos hubiera sacado? Larespuesta, como puedes ver, sobra.Mi tío, con sus mañas, habíaquerido casarme con su hija movidono por el deseo de hacer feliz a dosfamilias, sino por su interés egoísta.El problema es que yo no amaba ami prima, aunque tampoco lamalquería.Ahora que lo pienso, habermenegado a ese compromisomatrimonial me produce ciertadiversión consoladora. La estafa hasido la misma, naturalmente, pero alno haber consentido en esa unión, leestropeé sus planes y, al menos enesto, me salí con la mía. En fin, esun consuelo mínimo y prácticamenteinsignificante. Y a ti especialmente,que nada tienes que ver con todoesto, te parecerá una pequeña yabsurda satisfacción del amorpropio.Entre mi tío y yo seentremetieron otros parientes,parientes en los que tampoco teníaya ninguna confianza. No solamentedesconfiaba de ellos, sino que losconsideraba enemigos. Alcomprender que mi tío me habíaengañado, deduje que los demástambién iban a hacerlo. Si mi tío, alque mi padre profesaba taladmiración, había resultado así,¿cómo serían los otros? Tal era milógica. No obstante, esos parientesmediadores hicieron el inventario

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de todos los bienes que mequedaban. En dinero, resultómuchísimo menos de lo queimaginaba. Sólo dos opciones mequedaban: aceptar esa cantidad dedinero sin rechistar o presentar unadenuncia contra mi tío. Estabaexasperado e indeciso entre una yotra opción. Ponerle un pleito mesupondría tener que esperar muchotiempo. Además y por serestudiante, no deseaba perderdemasiado de mi precioso tiempode estudios. Después de muchopensar, tomé la decisión de liquidartodos mis bienes y conseguir así, através de la gestión de un antiguocompañero que vivía en la ciudad,dinero en efectivo. Este compañerome aconsejó, sin embargo, quedisponer del dinero era menosrentable que dejar los bienes sinvender. Pero no le hice caso, puestal era el deseo que tenía dealejarme de mi pueblo. En micorazón juré no volver a ver nuncamás la cara de mi tío.Antes de partir del pueblo,volví a visitar la tumba de mispadres. No he vuelto desdeentonces a visitarla, ni volveré atener ocasión de hacerlo más veces.Ese amigo me arregló todo talcomo yo le pedí, aunque esto no fuehasta mucho después de haberregresado a Tokio. En los pueblosno resulta tan fácil vender lastierras. Cuando se necesita vendercon urgencia, el precio de ventabaja mucho. Así, la cantidadfinalmente cobrada por las ventasresultó bastante inferior al preciode mercado. Te confieso que mifortuna se reducía a unos cuantosbonos del Estado que me llevéconmigo al salir del pueblo y a esedinero que mi amigo me fue

mandando posteriormente comoresultado de la venta de los bienes.La herencia dejada por mis padreshabía mermado considerablemente.Una merma que, por no haber sidoocasionada por mi culpa, me hacíasentir todavía peor.Pero para mi vida deestudiante era un capital más quesuficiente. En realidad, yo no podíagastar ni la mitad de los interesesproducidos por esa suma.Precisamente esa vida desahogadade estudiante iría a provocarme unasituación que nunca hubieraimaginado.10Con mi poder económico reciénadquirido, se me ocurrió la idea dealquilar una casa individual yabandonar la ruidosa pensión enque había vivido hasta entonces.Pero para eso, necesitaría comprarenseres domésticos y buscarme unamujer que cuidara de la vivienda,una mujer honrada a la que poderdejar confiadamente sola allí... Enfin, no era un plan fácil de realizar.Un día, con la intención debuscar una casa sin prisa, fuipaseando por la cuesta de Hongo endirección oeste y subí directamentepor la cuesta de Koishikawa haciael templo de Dentsuin. Con el pasodel ferrocarril, esa zona hacambiado mucho, pero por entoncesa la derecha estaba la tapia deadobe de una fábrica de armas y amano izquierda unos terrenoscubiertos de hierbas que eran mitadcolina, mitad pradera. En medio deesa pradera me quedé de pie,mirando sin atención el barrancoque había al otro lado. Ahoratampoco ofrece mal aspecto aquellazona, pero entonces la parte oesteera muy distinta. Hasta perderse de

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vista, el paisaje, cubierto de verdeespesura, tenía un efectotranquilizador. ¡Ah, si solamentepudiera encontrar una casaadecuada por aquí! Atravesé toda lapradera y me metí por un caminitoen dirección norte. Todavía hoy nose han construido calles decentespor allí y las casas estaban entoncesdispuestas irregularmente. Anduvedando vueltas por unas callejas y alfinal acabé preguntando a la dueñade una tienda de golosinas.—¿No sabrá usted, señora, dealguna casa pequeña que se alquilepor este barrio...?—Una casa, ¿eh?Se quedó un rato pensando conla cabeza inclinada y después dijo:—Una casa que se alquile...No sé...Verdaderamente la mujer notenía aspecto de saber gran cosa yme dispuse a alejarme cuando mepreguntó:—¿No le iría bien una pensiónde familia?Mis planes cambiaron algo. Seme ocurrió entonces que no estaríanada mal eso de vivir en unatranquila pensión de familia sinpreocuparse de tener una casa. Mesenté en la tienda de golosinas,escuchando detalles sobre esapensión.Se trataba de la familia de unmilitar fallecido en la GuerraChino-Japonesa81 o algo así. Hastahacía más o menos un año, estafamilia había residido en el barriode Ichigaya, cerca de la AcademiaMilitar, en una casona que, con suestablo para los caballos, resultabademasiado grande. Por eso lavendieron y se habían trasladadoallí. Se sentían, sin embargo, algoaisladas en la nueva casa y habían

pedido a esta mujer de la tienda quesi sabía de alguien adecuado conquien poder compartir la casa, quese lo presentara. La familia secomponía de la viuda, su hija, unacriada y nadie más.En mi corazón pensé:—¡Qué bien! Podríaencontrarme muy tranquilo.Pero por otro lado, si mepresentaba de repente en esa casa,cabía la posibilidad de serrechazado por ser un estudiantedesconocido. Por un momento,pensé en desistir. Pero bueno,tampoco tenía yo un aspecto tanincorrecto para ser estudiante.Además, llevaba la gorra que meidentificaba como alumno de laUniversidad Imperial82. Vas asonreír al pensar que qué tendríaque ver la gorra de universitario,pero entonces no era como ahora.Los universitarios, por serlosolamente, inspiraban confianza enla sociedad. En aquella ocasiónincluso sentí una especie de orgullopor esa gorra cuadrangular.A indicación de la señora dela tienda, sin ninguna presentaciónde por medio, me dirigí a la casa dela familia del difunto militar.Conocí a la viuda y leexpliqué el propósito de mi visita.Me interrogó sobre mi identidad, miuniversidad, mis estudios, etc. Creoque algo de mí debió de inspirarleconfianza pues, sin más preámbulo,me dijo que podía trasladarme a sucasa cuando quisiera. Se trataba deuna mujer recta y clara en susdecisiones. Me causó ciertaadmiración y me pregunté si todaslas esposas de militares eran así. Almismo tiempo que la admiré, mepareció extraño que una mujer conese carácter pudiera sentirse sola

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por no tener más gente en la casa.11Me instalé enseguida. Alquilé elsalón de la casa, es decir, laestancia en donde había habladocon la viuda y que era la mejor dela casa. Conocía bien lascondiciones en que un estudiantepodía alquilar los mejores cuartos.Pero el que ahora acababa deocupar era mucho más lujoso quetodos los cuartos posibles. Alprincipio, me pareció demasiadopara un estudiante como yo.El tamaño de la estancia erade ocho tatami83. Al lado deltokonoma había dos estantes y alotro lado, cerca del pasillo, unarmario empotrado de un ikken84.No había ventanas propiamentedichas, pero por la puerta correderaque daba al sur entraba mucha luzsolar. El día que me trasladé viunas flores dispuestas en eltokonoma y un koto85 al lado. Nilas flores ni el koto me gustaron.Criado con un padre que practicabala ceremonia del té y la caligrafía yque componía poesía, yo poseíaunos gustos perfectamente sobriosen materia de arte. No podía evitar,por tanto, cierto desdén hacia esadecoración amanerada y femenina.Me quedaban unos cuantosutensilios coleccionados por mipadre y que se habían librado de ladispersión de objetos realizada pormi tío. Al abandonar el pueblo, selos dejé a un antiguo compañeropara que me los guardase. Después,me había traído cuatro o cinco delos más interesantes que habíametido en el fondo de mi baúl. Miintención era disfrutarlos colocadosen el tokonoma una vez instalado enmi nueva casa. Pero al ver estasflores y el koto, perdí el valor de

sacarlos. Luego, cuando me enteréde que esas flores habían sidocolocadas allí en mi honor, me reípara mis adentros con ironía. Elkoto, sin embargo, estaba allí desdeantes, pues, al parecer, no teníanotro lugar donde ponerlo.Por detrás de todo esto que tecuento, probablemente hasentrevisto la silueta de una sombrafemenina. Yo también sentía esamisma curiosidad desde antes detrasladarme. Es posible que ciertamalicia por mi parte me hubieraprivado de naturalidad o, tal vez, yoaún no estaba habituado a tratar conla gente. El caso es que cuando vi ala joven de la casa por primera vez,la saludé torpemente y ella, por suparte, se puso colorada.Hasta entonces, yo habíaimaginado cómo sería esa señoritaa través del aspecto y de la actitudde la viuda. Me la había imaginadocon rasgos, por cierto, nadafavorables. Mi imaginación ibapoco a poco definiéndola: si sumadre, por ser esposa de militar,era así, ella debía ser de esta formay de la otra... Sin embargo, en elmomento de ver su rostro, todasesas imaginaciones se esfumaron.En mi cabeza entonces penetraronesas fragancias sensuales del otrosexo jamás imaginadas por mí. Apartir de entonces yo ya nodesaprobaba ni las flores colocadasen el centro del tokonoma ni el kotoque descansaba en el suelo.Las flores, cuando iban amarchitarse, eran cambiadas porotras frescas. El instrumentomusical, de vez en cuando, erallevado a una habitación que estabaen diagonal con la mía, desde lacual yo escuchaba su sonido con lasmejillas apoyadas en las manos y

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los codos sobre la mesa de estudio.No podía decir si tocaba bien omal. Aunque, como no tocaba conuna técnica especialmente difícil,pensaba que no era gran cosa. Talvez con el mismo nivel de habilidaddel arreglo floral. De arreglosflorales sí que sabía yo algo yrealmente no se le daba muy bien.Sin ninguna reserva, laseñorita decoraba mi alcoba contodo género de flores. Pese a esavariedad, la manera de disponerlassiempre era la misma; y el florerotampoco cambiaba. La música meproducía todavía más extrañeza,pues tan sólo hacía sonar lascuerdas. Su voz nunca llegaba a misoídos. Y no porque no cantara, sinoporque sonaba una voz tan diminutaque no pasaba de ser un levemurmullo. Además, cuando eracorregida, de su garganta ya nosalía ni siquiera ese hilo de voz.Yo apreciaba con placeraquellas flores mal dispuestas y elsonido mediocre del koto.12Cuando dejé mi pueblo, ya habíaprendido en mí la misantropía. Laidea de no poder confiar en nadieparecía haberme entrado hasta eltuétano de mis huesos. Aquellosenemigos míos, mi tío, mi tía y losotros parientes, representaban paramí a la humanidad. Incluso, una vezsubido en el tren, puse toda laatención en fijarme en miscompañeros de viaje. Si, a veces,se dirigían a mí, yo me ponía enestado de guardia. El corazón losentía sombrío y pesado como sihubiera tragado un bloque deplomo. Mis nervios, en cambio, sehabían agudizado.Creo que esa fue la principalrazón de abandonar mi pensión

después de volver a Tokio. Podríaobjetarse que, al no tenerproblemas económicos, se me habíaocurrido la idea de tener mi propiacasa. Pero si yo hubiera sido el deantes, aun disponiendo de dinero enabundancia, no me habríamolestado en desear tal cosa.Después de trasladarme aKoishikawa, durante un tiempo fuiincapaz de aflojar la tensión de misnervios. Contemplaba mi entornocon miradas inquietas y furtivas queme producían vergüenza.Extrañamente, sólo manteníaconcentrados los ojos y la cabeza;los labios, en cambio, poco a pocose me iban inmovilizando. Mesentaba a la mesa de estudio y,como un gato, imaginabasilenciosamente el aspecto de laspersonas de la casa. A veces, hastael punto de sentir lástima por todas,volcaba una atención sin resquiciossobre ellas. Había ocasiones en quesentía repugnancia hacia mí mismopensando en que, aunque no robaraobjetos, no dejaba de comportarmecomo un vulgar ratero.Todo esto te parecerá raro.Dirás que cómo podía yo, en mediode mi misantropía, haberencontrado la calma paraenamorarme de esa joven y hallarplacer en sus flores mal dispuestasy en su koto mal tocado. No sabríaqué responderte. Sólo te diría queesa era toda la verdad. Te dejo a ti,que tienes inteligencia, lainterpretación de los hechos. Sóloañadiré algo: desconfiaba de lahumanidad en lo tocante al dinero,pero en lo tocante al amor laconfianza no estaba aún perdida.Por eso, por extraño que parezca alos demás, en mi interior estos dossentimientos, aunque

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contradictorios, eran compatibles.A la viuda yo la llamaba«señora de la casa»86, así que enadelante me referiré a ella así,como «señora», y no ya como«viuda». Esta señora me tomabapor persona tranquila y apacible.Me estimaba también por miaplicación al estudio. Sin embargo,de mis miradas ansiosas o de miaspecto inquieto no decía nada. Nosé si es que no se daba cuenta oestaba siendo discreta. De todosmodos, parecía no prestar a estoninguna atención. No solamente eso.En una ocasión, me dijoadmirativamente que era generoso.Yo protesté sinceramente y meesforcé en contradecir sus palabrascon la cara colorada. Entonces, laseñora, con aire serio, me explicó:—Protesta porque ustedmismo no se da cuenta de que lo es.Parece que la señora no habíatenido intención de alquilar parte desu casa a ningún estudiante, sinomás bien a un funcionario o alguienasí. Por eso, había pedido a susvecinos que le enviaran a alguiencon tales condiciones, alguien sinun sueldo demasiado bueno y quetuviera que vivir en una habitaciónde alquiler. Esa era la idea que laseñora tenía de su posibleinquilino. Comparándome a mí conese inquilino imaginario, decía queyo era muy generoso. En ciertomodo, puesto al lado de la vidaapretada de un funcionario de pocosueldo, yo podía ser más generosoen cuanto al dinero. Pero no encuanto al carácter. La generosidadno era aplicable en absoluto a miespíritu. Ella había aplicado lacualidad de generosidad a ambosconceptos. Tal vez por ser mujer ytender a generalizar, empleaba la

misma palabra para expresar unavaloración general.13La actitud de confianza que memostraba la señora iba calandonaturalmente en mi estado de ánimo.Algún tiempo después de vivir ensu casa, mis miradas dejaron de sertan inquietas. Podía sentir que allídonde me sentaba, estaba tambiénasentado mi corazón. Me produjouna gran felicidad comprobar que nila señora ni su hija hacían casoalguno de mis miradas rencorosas ode mi aspecto desconfiado. Comomi estado nervioso no encontrabaen la actitud de ellas ningún eco,poco a poco se fue calmando.La señora era una mujer deentendimiento y quizá por eso metrataba deliberadamente de aquelmodo o, quién sabe, a lo mejor,como ella misma admitía, es que meconsideraba generoso.Posiblemente, este estadopuntilloso mío sólo existía dentrode mi cabeza y no salía de ella. Eneste caso, la señora se engañabasobre mí.Al mismo tiempo que micorazón se iba apaciguando, ibaestrechándose mi amistad con lafamilia. Tanto con la señora comocon su hija, la señorita87, como lallamaré en adelante, llegué aintercambiar bromas ligeras. Habíadías en que me invitaban al té.Algunas tardes yo traía dulces y lasinvitaba a ellas a mi habitación.De repente, me pareció que micírculo de amistades se habíaensanchado. A veces, esto afectabaa mi horario de estudio, perocuriosamente no me disgustaba enabsoluto. La señora estaba libretodo el día; pero la señorita iba alcolegio y además asistía a clases de

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arreglo floral y de koto. Por eso,podría pensarse que debía de estarmuy ocupada; sin embargo, no eraasí y parecía estar siempre sobradade tiempo. De ese modo, cuando lostres nos veíamos, fácilmente nosjuntábamos y pasábamos un ratocharlando.La mayoría de las veces, era laseñorita quien venía a llamarme.Unas veces, se presentaba por elpasillo interior, llegando desde sucuarto en ángulo recto a mihabitación; otras veces, aparecíapor la puerta corredera de lahabitación contigua después deatravesar la sala de estar88. Cuandose mostraba ante mí, se quedabaparada y, pronunciando mi nombre,me preguntaba:—¿Qué? ¿Estás estudiando?A juzgar por mi actitud,mirando fijamente un libro deaspecto muy difícil abierto sobre lamesa de estudio, se creeríaefectivamente que yo era un chicomuy estudioso. En realidad, sinembargo, lejos de estudiar con tantaaplicación, mis ojos estabanclavados en el libro, pero estabaesperando que la señorita viniese allamarme. Si no venía, melevantaba yo e iba a la entrada de laotra estancia para preguntarle:—¿Qué? ¿Estás estudiando?La habitación de la señoritatenía una superficie de seis tatami yestaba detrás de la sala de estar. Laseñora a veces estaba en la sala deestar y otras veces en la habitaciónde su hija. Es decir, aunque habíauna línea divisoria entre esas dosestancias, en realidad era como sino hubiera separación entre ellas, ymadre e hija ocupaban las dospiezas indistintamente. Si yo lasllamaba desde fuera, la que siempre

me contestaba era la señora, quedecía: —¡Adelante!La señorita, aunque estabapresente, casi nunca me contestaba.Había ocasiones también enlas que la señorita entraba en mihabitación por algo y después sequedaba sentada hablando conmigo.En esos casos, mi corazón erainvadido por una extraña turbación.No quiero negar que el hecho deestar sentado con una mujer jovenfrente a frente no sea de por síturbador. Yo siempre empezaba asentir una especie de agitación queme hacía sufrir con esta actitud tanpoco natural en mí y que parecíatraicionarme. Ella, en cambio, teníaun aspecto tan normal. Siempremostraba una seguridad que noparecía corresponder con una jovenque ni siquiera sacaba voz paracantar cuando tocaba el koto. Habíaveces que, después de estarbastante rato en mi habitación, pesea que su madre la llamaba y ellacontestaba, no se levantaba tanfácilmente. Incluso, mis ojospercibían claramente que pretendíahacerme comprender que no era unaniña.14Cuando la señorita se iba, yo dabaun suspiro de alivio. Pero al mismotiempo, sentía una sensación devacío acompañada del deseo dedisculparme. Mi actitud era, pues,más bien femenina. Los jóvenes deahora, si me hubierais visto,habríais pensado eso o algo peor.Pero los chicos entonces éramosasí.La señora casi nunca salía decasa. Si por alguna razón tenía quesalir, jamás nos dejaba a los dossolos. ¿Lo hacía sin darse cuenta odeliberadamente? No sabría

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decirlo. Puede sonar un poco raroque diga esto yo mismo, peroobservando bien a la señora unopodría pensar que intentabaponerme cerca a su hija. Habíaocasiones, sin embargo, en queparecía estar secretamente a ladefensiva hacia mí. La primera vezque me di cuenta de esto, me sentímolesto.Hubiera querido que la señorase decidiera claramente por una uotra actitud, pues pensándolo conlógica había entre ellas una francacontradicción. Todavía conservabayo fresco el recuerdo del engaño demi tío. No podía evitar, tal vez poreso, el pensar con profundo recelosobre la actitud de esta mujer.Supuse que una de esas dosposturas era la verdadera y otra lafalsa. Pero no veía nada claro cuálera cuál. Y no solamente no lo veíaclaro, sino que tampoco entendía larazón de un comportamiento tanextraño. Como no podía definir esarazón, me conformaba a vecespensando que era debido a sucondición de mujer. «Las mujeresson así, son siempre tontas»,pensaba yo. Mis pensamientos, alno poder hallar otra salida, siemprellegaban a esa conclusión.Sí, era verdad, a las mujereslas menospreciaba, pero no podíapensar lo mismo de la señorita.Ante ella, mi lógica se estrellaba yperdía su sentido. El amor quesentía hacia ella rayaba en la fe.Esta palabra, «fe», suele utilizarsesobre todo en sentido religioso y teparecerá raro que la aplique a misentimiento por una mujer. Perocréeme: hoy creo firmemente que elverdadero amor no es muy diferentede la fe. Yo sentía que cada vez quemiraba su cara, mi interior se

embellecía. Cada vez que pensabaen ella, me invadía al instante unapenetrante sensación de nobleza. Siel amor tuviera dos extremos, elbajo estaría en el apetito carnal y elalto en esa nobleza sublime.Ciertamente, mi amor habíaescalado hasta ese extremo y,aunque como humano no podíalibrarme de la carne, ni mi miradani mis pensamientos estaban enabsoluto impregnados del olor de lacarne. Dentro de mí crecía laantipatía hacia la madre al mismoritmo que aumentaba el amor haciala hija. La relación entre nosotrostres, por lo tanto, se fue haciendomás complicada que al principio demi estancia en esta casa. Pero esecambio ocurría sólo en mi interior;en el exterior no se notaba nada.Después, sin saber desdecuándo, empecé a pensar que yohabía malinterpretado a la señora.Sus dos actitudes contradictorias talvez, en realidad, no lo eran.Además, podría ser que su corazónno estuviera dominado por una yluego por otra, sino que ambascoexistieran al mismo tiempo. Esdecir, aunque parecierancontradictorias, ella deseaba que suhija y yo nos acercáramos, si bien,por otro lado, sentía una naturalalarma. Cuando se alarmaba, noolvidaba su otra actitud de desearque nos acercáramos. Comprendíque, simplemente, no deseaba sinoque nos aproximáramos hasta ladistancia que ella habíadeterminado como correcta. Ahorabien, como yo no tenía ningún deseocarnal hacia su hija, pensé entoncesque todas sus precauciones eraninnecesarias y cesé de interpretarlamal.15

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Sumando todas esas actitudes de laseñora, llegué a la conclusión deque había conquistado la confianzade la familia. Incluso, descubrí quetal confianza se remontaba a nuestroprimer encuentro. Yo, que entoncesrecelaba de todo el mundo, mesentía ahora totalmente aturdido poreste descubrimiento. Di en pensarque las mujeres eran más ricas enpoder intuitivo que los hombres yque, por esa misma razón, haytantas mujeres engañadas en elmundo. Es divertido pensar quenunca se me había ocurrido analizarmi confianza en la señorita, basadani más ni menos que en la intuición.Aunque había jurado en mi corazónno volver a confiar en nadie, yoconfiaba absolutamente en esajoven. Sin embargo, me causabaasombro que la señora confiara enmí.Si poco les contaba de mipueblo, absolutamente nada lesconté de aquel incidente. Sólopensar en ello me producíamalestar. Yo me limitaba aescuchar a la señora, sin contarlecosas mías. Pero ella, nocontentándose con eso, deseabasaber a toda costa mis asuntosfamiliares. Al final, acabécontándoselo todo. Cuando lesconfesé que jamás volvería a mipueblo por no quedarme allí másque la tumba de mis padres, laseñora se mostró profundamenteemocionada. La señorita lloró. Mesentí bien por habérselo contado.Me quedé alegre.Después de haber escuchadotoda mi historia, la señora actuabacomo si su intuición sobre míhubiera sido certera y pasó atratarme como si fuera un parientejoven. Este trato no me

desagradaba; antes bien, meresultaba divertido.Pero no pasó mucho tiempo sinque mi recelo volviera adespertarse.Empecé a sospechar de laseñora por algo insignificante. Abase de cosas insignificantes, sinembargo, la duda se va arraigando.No sé cómo, pero di en pensar quela señora trataba de acercarme a suhija en el mismo sentido que lohabía intentando mi tío con la suya.En ese instante, la persona, quehasta entonces había sido undechado de amabilidad, empezó apresentar rasgos de una intriganteastuta. Yo me mordía los labios.La señora decía a todo elmundo que su interés en tener uninquilino en casa se debía a que sesentía muy sola. No es que creyeraque mentía. Después de haberintimado y contarnos nuestrosrespectivos pasados, no lo dudada.Sin embargo, su economía engeneral no era nada del otro mundoy establecer un vínculo permanenteconmigo no sólo no le resultabaindiferente, sino que era a todasluces deseable para sus intereses.Así que, de nuevo, me puse enestado de alerta. Pero ¿qué podríaconseguir estando alerta hacia lamadre y amando al mismo tiempotan fuertemente a la hija? Me reí demí mismo. Había veces en que meinsultaba y me llamaba idiota. Perosi mis dudas se hubieran quedadoahí, no habría sufrido tanto.La agonía comenzaba cuandome asaltaba la duda de si laseñorita sería una intrigante comosu madre. Si imaginaba a las dosmaquinando todos los detalles yhaciendo teatro ante mí, me invadíade repente la angustia y el

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sufrimiento. No era una sensaciónde disgusto, sino de un sufrimientode vida o muerte para el que nohabía salida. Por otro lado, sinembargo, yo creía ciegamente en laseñorita. Por eso, en un momentodado, me quedé paralizado, sinpoder moverme, entre la fe y laduda. Ambos estados eran productode mi imaginación, pero también dela realidad.16Seguía asistiendo a clase en launiversidad. Pero las clases quedaban los profesores parecían sonartan lejos... Cuando estudiaba, mepasaba lo mismo. Las letras, que meentraban por los ojos, se esfumabancomo el humo antes de penetrar enla mente. Me volví más callado.Dos o tres amigos entendieron malmi silencio y corrieron la voz deque había caído en una especie deestado de meditación filosófica.Lejos de tratar de deshacer elmalentendido, me alegré de que mehubieran prestado una máscara tanconveniente. De todos modos, habíaocasiones, por ejemplo cuando meacometían accesos de repentinojolgorio, en que me mostrabadesequilibrado y mis compañerosse asustaban.Las visitas de conocidos oparientes no abundaban en la casadonde yo vivía. Tampoco es queparecieran tener muchos parientes.A veces, venían compañeros decolegio de la señorita, pero casisiempre hablaban en voz tan bajaque apenas podría saberse siestaban allí o no, y no tardaban enirse. ¡Cómo iba a saber yo entoncesque hablaban tan bajo para nomolestarme! En cuanto a loscompañeros que a mí me visitaban,no es que fueran especialmente

ruidosos, pero tampoco poníantanto cuidado en no molestar a lagente de la casa. Así que el amo dela casa más parecía yo, y laseñorita más parecía la inquilina.Todo esto lo voy escribiendocomo de pasada, según se me vienea la memoria, aunque la verdad esque no es nada importante. Perohubo algo que sí lo fue. A veces seoía inesperadamente una vozmasculina que venía de la sala deestar o de la habitación de laseñorita. Era una voz de tono muybajo, distinta a la de miscompañeros. Tan bajo era el tonoque no se podía entender nada de loque hablaba. El no entender meponía nervioso. Primero, sentadocon inquietud, pensaba: ¿será unpariente o un conocido? Y si esconocido, ¿de quién? Despuésseguía pensando: ¿será joven omayor?Sentado en mi habitación, eraevidente que jamás podríaresponder a esas preguntas, perotampoco podía levantarme así porlas buenas y abrir la puerta yasomarme. Mis nervios, más quetemblar, estaban a merced de lasembestidas de grandes olas que melastimaban. Después de irse estemisterioso huésped, yo no dejabade preguntar por su nombre. Y cadavez que lo hacía, la madre y la hijase limitaban a darme su nombre.Era indudable que mi expresiónreflejaba decepción, pero tampocotenía valor para exigir ningunarespuesta satisfactoria. ¿Con quéderecho iba yo a exigirles tal cosa?Además, ni el orgullo ni ladignidad, que me venían por laeducación recibida, me lopermitían.Pero, junto a eso, yo me

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presentaba ante ellas con unamirada que contradecía esa propiaautoestima mía. Las dos se reían.¿Es que se burlaban de mí? ¿Oestaban simplemente siendoamables? Yo había perdidomomentáneamente la calmanecesaria para poder discernir laverdad. Cada vez que me hallaba enesa situación, no dejaba derepetirme mucho tiempo después enmi corazón esta misma pregunta:«¿Me estarán tomando el pelo?».Disponía de toda la libertaddel mundo. No necesitaba consultarcon nadie si quisiera dejar losestudios o dónde vivir o si desearacasarme. Algunas veces, llegué a ladecisión de hablar con la señora ypedirle la mano de su hija. Pero enesos momentos, me asaltaba lavacilación y no daba el paso. Y noera por miedo a ser rechazado. Enel caso de que me rechazaran, no sécómo iría a cambiar mi destino.Seguramente, habría tenido que verel mundo desde otra óptica, para locual sí que tendría el corajenecesario. No, no era por eso. Eraporque no deseaba pensar queestaban embaucándome. Odiaba sermanipulado. Después de haber sidoestafado por mi tío, había decididono volver a dejarme engañar nuncajamás, pasara lo que pasara.17Observando que no compraba másque libros, la señora me aconsejóun día que me surtiese de más ropa.De hecho, tan sólo tenía quimonosde algodón que habían sido tejidosen el pueblo. En aquella época, losestudiantes no vestían quimonos deseda. Entre mis compañeros, habíauno cuya familia se dedicaba alcomercio en Yokohama y vivía a logrande. Un día, su familia le mandó

un chaleco de seda. Todos loscompañeros se rieron y él,avergonzado, se apresuró a darexplicaciones. Acabó metiendo elchaleco en el fondo del arca parano ponérselo nunca. Pero entoncestodos protestamos y conseguimosque se lo pusiera. Después, lospiojos invadieron por desgracia elchaleco y un día, este compañero,seguramente encantado por elpretexto, cogió el chaleco, loenrolló, se fue a pasear y lo tiró auna gran cloaca de Nezu. Yo esedía estaba con él y me quedé sobreel puente mirándole divertido. Enningún momento lamenté la suertedel chaleco.De aquel incidente a entonces,yo había madurado. Pero todavía nome había hecho a la idea desurtirme de un quimono formal.Tenía la extraña noción de quetener ropa buena o empezar adejarse bigote eran cosas quevenían después de graduarse uno.Por eso, le dije a la señora:—De los libros, sí que tengonecesidad, pero de ropa no tanto.Ella repuso:—Pero esa cantidad de librosque compras... ¿Los lees todos?No supe qué contestar. Entrelos libros que compraba habíadiccionarios y otros que, aunquenaturalmente algún día tendría queabrirlos, ni siquiera les habíacortado todavía las páginas. Me dicuenta de que siendo objetosinnecesarios, lo mismo daba quecomprara libros o quimonos.Además, y con la excusa deagradecer a la señora todas lasatenciones recibidas en esta casa,deseaba regalar a su hija un obi oun rollo de tela de su agrado parahacerse un quimono. Así que le

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pedí que se ocupase de todo esteasunto de mi ropa. Pero ella no dijoque iría sola. Antes bien, dispusoque fuera yo con ella y que su hijanos acompañara.Nosotros, criados en unambiente distinto al de ahora, noteníamos la costumbre siendoestudiantes de salir con mujeresjóvenes. Entonces yo era aún másesclavo que ahora de lascostumbres; así que vacilé, pero alfinal me decidí y salí con las dosmujeres.La señorita se había arregladobien y con la blancura natural de sutez, realzada por los polvos dearroz liberalmente aplicados en surostro, atraía bastante las miradas.La gente, luego de mirarla a ella,desviaba extrañamente los ojoshacia mí. Fuimos a Nihonbashi89 ehicimos las compras. A medida queíbamos viendo artículos, solíamoscambiar de idea sobre lo quequeríamos comprar. Esto nos hizotardar más de lo que yo esperaba.La señora a veces me llamaba pormi nombre para preguntarme:—¿Qué te parece esto?Otras veces le pedía a su hijaque se pusiera un rollo de tela delhombro al pecho y me decía:—Retrocede dos o tres pasosy dime qué te parece esta tela...Yo, haciendo mi papel deentendido, decía:—No, no me gusta.O bien:—Esta sí que le sienta demaravilla.Así se nos pasó el tiempo.Cuando acabamos con las compras,ya era hora de cenar. La señora dijoque en agradecimiento deseabainvitarme a cenar. Nos llevó a unrestaurante llamado Kiharadana

situado en una calleja donde habíaun antiguo yose90. El restaurante eratan pequeño como estrecha era lacalleja donde estaba. Yo,totalmente ignorante de estoslugares, me sorprendí de lo bienque la señora los conocía.Era ya de noche cuandoregresamos a casa. El día siguienteera domingo y lo pasé todo élmetido en mi cuarto.El lunes fui a clase desdeprimera hora de la mañana y ya, aesa hora, un compañero en tonoburlón me dijo:—¡Vaya! ¿Cuándo te hascasado? Por cierto, hay quereconocer que tu esposa esrealmente guapa.Debió de habernos visto a lostres en Nihonbashi aquel día.18Cuando volví a casa, les conté a laseñora y a su hija el comentario demi compañero. La señora se rio ymirándome dijo:—Eso ha tenido quemolestarte mucho, ¿verdad?En ese momento pensé que unamanera así es la que emplean lasmujeres para sondear el corazón delos hombres. En la mirada de laseñora había suficientes motivospara hacerme pensar así. ¡Ah,cuánto mejor hubiera sido decirleen ese momento todo lo que sentía!El problema es que la duda quehabía anidado firmemente en micorazón, me impedía hacerlo. Laverdad es que iba a confesarle todo,pero de repente me eché para atrásy, bruscamente, cambié el tema deconversación.Quise borrarme a mí mismo dela escena y decidí sondear lasintenciones de la señora a propósitodel casamiento de su hija. Como

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respuesta, me dijo claramente:—Bueno, a mi hija ya le hansalido dos o tres pretendientes.Pero ¡es tan jovencita! ¿Qué prisatiene por casarse? ¡Si es todavíauna colegiala!Tenía conciencia de la bellezade su hija y, quizá por eso, añadió:—Puede casarse cuando leapetezca y con quien más le guste.Por ser hija única era evidenteque le daba pena tener quesepararse de ella. Tuve laimpresión de que no estaba segurade si sería mejor casar a su hijapara que formara parte de otrafamilia o bien casarla con alguienque entrara a formar parte de sumisma casa.Esta conversación, al tiempoque me había dado ocasión derecibir diversos conocimientos dela señora, había malogrado laocasión de decirle todo lo que yopensaba. Ni siquiera había podidoexpresarle una palabra de missentimientos. Quise entonces ponerfin a la conversación y me preparépara retirarme a mi habitación.Hasta hacía un momento, laseñorita estaba con nosotros yparticipaba en la conversacióndejando escapar alguna que otraexclamación de modestia; pero, sinsaber exactamente desde cuándo,me di cuenta de que se habíaretirado a un rincón de la estancia yahora nos daba la espalda. Al girarla cabeza y levantarme, vi suespalda. Naturalmente, esimposible leer el pensamiento dealguien a través de su espalda, asíque no pude ni imaginar quéopinión tendría ella sobre estetema. Estaba sentada ante unarmario. Sacó algo de la puertacorredera del armario, abierta unos

treinta centímetros, y, poniéndolosobre sus rodillas, parecióquedarse contemplándolo. Por misojos entraron aquellos rollos de telapara quimono comprados dos díasantes, que descansaban en el fondodel espacio abierto del armario.Las telas para mi quimono y el de laseñorita estaban juntas en aquelrincón, una encima de la otra.Cuando ya me iba sin añadirnada más, la señora me preguntó, deimproviso y en tono formal, miopinión acerca del tema. Su manerade preguntármelo era tan ambiguaque tuve que preguntarle, a mi vez,a qué se refería.Al saber que se refería a sisería mejor casar a su hija pronto otarde y preguntarme mi opinión alrespecto, le dije:—Creo que más tarde serámejor, ¿no?—Pues sí. Yo también estoyde acuerdo —dijo ella.La relación entre la señora, suhija y yo iba por esos derroteroscuando tuvo que entrar en nuestroentorno otro hombre. El hecho derecibirle en la casa como si de unmiembro más de la familia setratase, supuso un terrible giro enmi destino. Si ese hombre no sehubiera cruzado en mi vida, creoque no habría hecho falta escribirteuna carta tan larga como esta. Eracomo haber esperado a que pasaseel diablo ante mí sin darme cuentaque su sombra iba realmente aoscurecer el resto de mi vida.Debo confesar que fui yomismo quien metió a este hombre enla casa. Por supuesto, era necesarioel permiso de la señora. Yo leexpliqué todo sin ocultar nada y lepedí su consentimiento. Ella medijo que no lo hiciera. Le expuse

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todas las razones que tenía paratraerlo a vivir con nosotros. Laseñora, en cambio, no tenía ningunarazón lógica para negarse. Yo, pormi parte, insistía en pedirle lo queme parecía correcto.19Voy a referirme a él aquí como K,por conveniencia. K y yo éramosamigos desde la infancia. Si te digodesde la infancia, ya imaginarás queéramos del mismo pueblo. K erahijo de un bonzo de la escuelabudista Shin-shu91. Por no ser elhijo mayor, sino el segundo, fueadoptado por otra familia, lafamilia de un médico. En mi región,ese grupo budista ejercía muchainfluencia y sus miembros gozabande una próspera situacióneconómica. Por ejemplo, si uno delos bonzos tenía una hija en edad decasarse, los feligreses del templosiempre encontraban para ella unbuen partido. Además, ni siquierapagaban los gastos de la boda. Esfácil entender, por tanto, que lostemplos de este grupo budista casisiempre eran ricos.En la casa donde nació K lasituación económica era tambiénacomodada, aunque no sé sitendrían bastante dinero paramandar a su segundo hijo a estudiara Tokio. Tal vez dispusieran laadopción de K con vistasprecisamente a que su nueva familiapudiera costearle los estudios. Enfin, no sé los detalles, pero lo ciertoes que K fue adoptado por lafamilia de un médico. Eso ocurriócuando todavía éramos alumnos dela enseñanza media. Todavíarecuerdo mi sorpresa cuando elprofesor nombró a K en la clasecon un apellido distinto.La familia adoptiva de K era

también bastante rica y él pudotrasladarse a Tokio con el apoyo desu nueva familia. No llegamos aTokio al mismo tiempo, peroacabamos viviendo en la mismapensión. Por entonces, se metíandos o tres estudiantes en el mismocuarto en el cual se disponían enfila otras tantas mesas de estudio. Ky yo compartíamos habitación.Éramos como dos animalessalvajes capturados en el monteque, abrazados en el interior de sujaula, estuvieran mirando el mundoexterior. Los dos temíamos a Tokioy a sus gentes. Pero dentro denuestra habitación de seis tatami,hablábamos a lo gran señor como sicontempláramos el universo anuestros pies.Pero también éramosaplicados y, en realidad, teníamosgrandes metas en la vida. K,especialmente, tenía mucha fuerzade voluntad. Como lema en su vidatenía la palabra shojin, es decir,«esfuerzo y abstinencia». Yverdaderamente, tanto su actitudcomo sus actos hacían honor a eselema. Por eso, yo en mi corazónsiempre le había profesado una granadmiración.Desde nuestros tiempos deestudiantes de la enseñanza media,K me ponía en apuros con suscuestiones de religión y filosofía.¿Por qué era así? ¿Tal vez por supadre o, como he dicho, por habersido su casa un templo y haber sidomoldeado por ese ambienteespecial? En fin, no lo sé. El casoes que K poseía más cualidadespara ser monje budista que muchosmonjes.Su familia adoptiva le habíaenviado a Tokio para que estudiasemedicina desde un principio. Pero

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K, terco como era, había llegado aTokio también desde un principiocon la intención de no ser médico.Yo le reprendí diciéndole queestaba engañando a sus padres.Recuerdo que me contestóaudazmente:—Sí, ya lo sé, pero actuar asíno va en contra del verdaderocamino.La palabra «camino» utilizadaentonces, creo que él mismo no lacomprendía bien. Naturalmentetampoco yo puedo decir que lacomprendiera. Pero para nosotros,jóvenes de entonces, esa palabratan vaga poseía un aura de nobleza.Sin comprenderla bien, nuestrocorazón, al pensar en esa idea delcamino, era invadido por tan altossentimientos que el simple intentode movernos hacia ella eliminabade nuestras acciones cualquiersombra de ruindad o bajeza. En fin,yo acabé aprobando sus ideas. Nosé si esta aprobación sirvió parahacerle perseverar en su conducta.De todos modos, puedo imaginarque, aunque me hubiera opuestofirmemente a ella, conociendo suterquedad, él no iba a dejar deactuar de acuerdo con sus ideas.Aún así, con mi aprobación yaplauso, yo también asumía ciertaresponsabilidad y me hacía dealguna manera cómplice. De esto,pese a mi juventud, eraperfectamente consciente entonces.En aquel momento, yo no debía deestar preparado para afrontar talresponsabilidad, pero en un futuro,al mirar atrás con ojos de adulto,sabía que tendría que dar cuenta dela parte de responsabilidad que mecorrespondía por haber dado miaprobación al proceder de K.20

K y yo ingresamos en la mismaespecialidad. Él empezó a recorrersu camino predilecto empleandopara ello el dinero que le mandabasu familia adoptiva.—Nunca van a enterarse —decía, añadiendo con esa audaciatípica suya—: Y, aunque seenterasen, no pasaría nada.Mostraba más calma que yo.Cuando llegaron las primerasvacaciones de verano desde quevivíamos en Tokio, él no volvió alpueblo. Decía que iba a quedarseestudiando y que para elloalquilaría la celda de un templo deKomagome. Cuando yo volví de lasvacaciones, al principio deseptiembre, efectivamente allí melo encontré, encerrado en un suciolugar cerca del Gran Kannon92. Sucelda, de muy reducidasdimensiones, estaba al lado deledificio principal del templo.Parecía estar muy feliz por haberpodido estudiar tan bien comohabía planeado. Me di cuentaentonces de que su vida, poco apoco, se iba asemejando a la de unverdadero bonzo. De su muñecacolgaba un rosario budista. Alpreguntarle para qué le servía, mehizo con el pulgar el gesto de pasarlas cuentas del rosario. Tuve laimpresión de que realizaba muchasveces al día esa actividad. Pero yono entendí muy bien el significado.Si iba pasando una a una las cuentasdel rosario, nunca habría un fin.¿Qué debía sentir K para que susdedos dejaran de desgranarcuentas? Es algo que no tieneimportancia, pero que a menudopienso todavía.En su celda vi también laBiblia. Hasta entonces, había oídode su boca nombres de sutras, pero

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del cristianismo nunca le había oídohablar. Por eso, me extrañé y nopude evitar preguntarle la razón desu interés. Me dijo:—No hay una razón especial.Si tanta gente en el mundo hallagusto en leer la Biblia, será quedebe ser necesario leerla.Y añadió:—Espero tener ocasióntambién para leer el Corán.Parecía estar muy interesadoen la expresión «Mahoma y laespada».El verano del segundo año, K,ante la insistencia de su familiaadoptiva, regresó por fin al pueblo.Parece que no mencionó para nadael tema de sus estudios. Su familia,de cualquier modo, no se dio porenterada. Tú, que también hasrecibido una educación superior,sabrás que la sociedad essorprendentemente ignorante de lavida de un estudiante o de las reglasde la vida universitaria. Cosasnormales para nosotros no se sabensimplemente fuera de launiversidad. Nosotros mismos,respirando siempre el aire delinterior de la vida universitaria,pensábamos que todo el mundodebe estar al corriente de losasuntos de la universidad, fuerangrandes o pequeños. En estesentido, K sabía más de la sociedadque yo.Regresó a Tokio sin ningúnproblema. Recuerdo que, al montarlos dos en el tren que nos devolvíaa la gran ciudad, le preguntéenseguida si había pasado algo ensu casa. Me contestó:—Nada, no ha pasado nada.El tercer verano fue aquel añoen el que juré no pisar más la tierrade la tumba de mis padres. Yo le

aconsejé a K que volviera al pueblode vacaciones, pero no me hizocaso.—¿De qué me va a servirvolver todos los años al pueblo? —me respondió.Parecía que tenía intención dequedarse estudiando en Tokio.Viendo que no había manera deconvencerle, me marché solo deTokio. Sobre aquellos dos mesestan agitados para mí, ya he escritobastante; así que no volveré sobreellos.En septiembre volví a ver a K.Estaba lleno de quejas y demelancolía, e invadido de unatristeza causada por la soledad.También su destino habíacambiado, al igual que el mío. Sindecirme nada, había confesado porcarta a su familia adoptiva toda lafalsedad a propósito de susestudios. Desde un principio, habíatenido la intención de hacerlo. Creoque K deseaba que su familiaentendiera que ya no había forma decambiar las cosas y que era mejorque le dejaran a su aire. De todosmodos, K no tenía intención deseguir engañándoles. Quizás sabíatambién que el engaño no podíatampoco perpetuarse.21Cuando leyeron su carta, sus padresadoptivos se enojaron mucho. Conpalabras duras le contestaronenseguida que a un hijo sinprincipios, capaz de haberengañado a sus padres, ya no lepodían seguir enviando más dinero.K me enseñó esta carta. Tambiénme enseñó otra posterior de sufamilia de origen, igualmentecargada de duras reprimendas. Acausa del compromiso moral que sufamilia adoptiva tenía establecido

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con esta familia de origen, lehicieron saber que le abandonabana su suerte. Si K decidía volver conellos o buscar alguna manera dereinsertarse con la familia adoptiva,sería otra cuestión. Pero en esemomento, la cuestión apremianteera cómo cubrir sus gastos deestudiante.—¿Se te ocurre algo? —lepregunté yo.—Bueno, ya conseguiré algúntrabajo dando clases de tarde enuna academia.En aquella época la situación,aunque no lo creas, era más fácilque ahora y se podía encontrar untrabajo suplementario sin dificultad.Pensé que, efectivamente, de esemodo mi amigo podría saliradelante. De cualquier forma, sentími parte de responsabilidad.Cuando K había decidido seguir elcamino deseado contra la voluntadde su familia adoptiva, yo le habíaexpresado mi aprobación. Y, comotampoco podía quedarme de brazoscruzados, no tardé en ofrecerleayuda material. Pero él la rechazótajantemente. Le resultaba muchomás agradable buscarse la vida porsí mismo que ponerse bajo el alaprotectora de un amigo. Dijo:—Quien ha llegado a launiversidad y no es capaz demantenerse por sí mismo, no es unhombre.No quise herir sussentimientos a cambio de satisfacermi responsabilidad. Así que retirémi oferta y le dejé que hiciera lascosas a su aire.K no tardó en encontrar eltrabajo que buscaba. Yo podíaimaginar, sin embargo, lo duro quele debía de resultar ese trabajo a él,que valoraba tanto el tiempo. Sin

abandonar sus estudios y con esanueva carga sobre sus hombros,estaba siempre a la carrera.Empecé a preocuparme de su salud.Pero era terco y nunca hacía casode mis consejos.La relación entre su familiaadoptiva iba a peor. Por falta detiempo, ya no teníamos ocasión dehablar como antes. Por eso no pudeenterarme de los detalles, perosabía que la situación iba de mal enpeor. Supe, por ejemplo, que huboun mediador que intentó arreglar lascosas. Ese mediador le exigió a Kque volviera al pueblo. Pero K senegó y no hizo caso. La razón quedio era que estaba a mitad de cursoy le resultaba imposible abandonarsus estudios. Pero la familiaadoptiva lo interpretó como unaobstinación de K. La situación sevolvió más tensa. Al tiempo quehería los sentimientos de su familiaadoptiva, provocaba el disgusto desu familia de origen.Yo me inquieté mucho yescribí una carta para intentarquitarle hierro a la situación. Perofue en vano, pues mi carta fueignorada no mereciendo siquierauna respuesta. Yo también medisgusté. Hasta entonces lascircunstancias me habían impulsadoa sentir compasión por K; peroahora me puse resueltamente de sulado sin pensar si era o no correcto.Finalmente, K decidióreinsertarse en su familia de origen,la cual acordó pagar a la familiaadoptiva todo el dinerodesembolsado por los estudios deK. Sin embargo, su familia deorigen no iba a hacer más y, por asídecir, se lavaba las manos. K debíabuscarse la vida. En resumidascuentas, y por emplear una

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expresión antigua, K fue «proscritodel hogar paterno». Tal vez estosuena demasiado tremendo, pero elmismo K así se lo tomó. Su madreya había muerto. Una parte de sucarácter obedecía al hecho de habersido criado por una madrastra. Creoque si hubiera tenido una madre asu lado en esos momentos, larelación con su familia no sehubiera resentido tanto. Ya he dichoque su padre era un bonzo. Pero,por su sentido del deber, más queun hombre de religión parecía unsamurái.22Llegado el asunto de K a este puntoy aparte, recibí una larga carta delmarido de su hermana mayor. K medijo que su familia adoptiva estabaemparentada con este cuñado; poreso, la opinión de este teníabastante peso cuando había hechode mediador en el tema de laadopción y también cuando K sereinsertó en su familia de origen.En su carta me decía quedeseaba recibir noticias de K ysaber cómo estaba. Me pedía unarespuesta lo antes posible, pues lahermana de K estaba preocupada. Ktenía más simpatía por esta hermanacasada que por el hermano mayorque había sucedido al padre comobonzo del templo. Aunque todoshabían nacido de la misma madre,entre esta hermana y K habíabastante diferencia de edad.Probablemente, en la infancia de Kesta hermana mayor habría hecholas veces de madre más que sumadrastra.Yo le enseñé la carta a K. Nome comentó nada, pero me confesóhaber recibido también dos o trescartas parecidas, a cada una de lascuales había contestado pidiéndole

a su hermana que no se preocuparapor él. Desgraciadamente, estahermana suya estaba casada con unhombre que, por no estar sobradode medios, no podía, por mucho quequisiera, ayudar económicamente asu hermano.Yo contesté al cuñado de Kdiciéndole más o menos lo mismoque K había escrito en sus cartas.Pero subrayé muy claramente que sia K le pasaba algo, yo le ayudaría.Debían estar, por lo tanto,tranquilos.La decisión de ayudarle eranaturalmente mía y, aparte de mibuena intención de quitar a suhermana la preocupación por elfuturo de K, había también en midecisión cierto despecho por elmenosprecio que yo había sentidopor parte de la familia adoptiva y lade origen.Cuando K se reintegró en sufamilia de origen, estaba en elprimer curso. Desde entonces hastala mitad del segundo curso, porespacio de año y medio, K semantuvo por sí mismo. Sinembargo, empezó a dar señales deque el trabajo excesivo estabaafectando a su salud física y mental.Era lógico que en ello hubierainfluido la decisión de renunciar asu familia adoptiva. Poco a poco miamigo se iba volviendo«sentimental»93. A veces decía quesólo sobre sus hombros pesaba lainfelicidad del mundo. Si yo se lodiscutía, se enfadaba conmigoenseguida. Se mostraba, además,irritado porque la luz de laesperanza, que tal vez tendría queguiar su futuro, iba desapareciendopoco a poco de su vida. Cuando seempieza una carrera universitaria,todo el mundo abriga ambiciones,

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como cuando uno emprende unlargo viaje. Al pasar uno o dosaños, muchos estudiantes se dancuenta de la lentitud de su progresoy, al ver que no tardarán engraduarse, son invadidos por unaespecie de desilusión. Creo queesto es natural y en el caso de K asíocurría. Pero él llevaba esadesilusión más lejos de lo normal.Decidí finalmente que miprimer deber era tranquilizar a miamigo. Le aconsejé que no hicieramás trabajos de los necesarios yque por una temporada hicieradescansar a su cuerpo. El estarrelajado le traería grandesbeneficios en su futuro. Supuse queiba a ser difícil convencerle,sabiendo lo terco que era.Efectivamente, resultó mástrabajoso incluso de lo que habíaimaginado. Él insistía en queestudiar no era su objetivo. Sumeta, más bien, era hacerse unapersona fuerte a través del ejerciciode la fuerza de voluntad, para locual, decía él, era necesario viviren condiciones rigurosas. Eso, paracualquier persona normal, era unalocura. Su voluntad, además,sometida a ese rigor, no sefortalecería; antes bien, lo estabaponiendo al borde de laneurastenia. Al no tener otrorecurso, fingí estar de acuerdo conél y le dije que yo también deseaballevar una vida precisamente comola suya. A decir verdad, mispalabras no eran del todoinsinceras, pues a fuerza de oír susrazones, tan convincentes comoeran, me había ido dejandoarrastrar por sus ideas.Finalmente, le propuse que seviniera a vivir conmigo a fin derecorrer juntos ese camino de

superación y esfuerzo. A causa desu terquedad, por tanto, no me habíaquedado más remedio quesometerme a él y de esa formaconseguir traérmelo a la casa dondeyo vivía.23Anexo a mi habitación había unaespecie de antesala o cuartito decuatro tatami. Para acceder a mihabitación desde la entradaprincipal, yo siempre tenía quepasar por este cuarto, por lo que meresultaba bastante incómodo. A Kle instalé en este cuarto. Alprincipio pensaba poner dos mesasde estudio en mi habitación, eldoble de amplia que la suya, paracompartir con él mi espacio. Élprefirió, sin embargo, estar soloaunque fuera en un lugar tanreducido.Como te comentéanteriormente, al principio laseñora no se mostró de acuerdo coneste plan:—Si fuera una pensión, puessí; incluso, mejor dos inquilinosque uno, y todavía mejor tres quedos. Pero ya sabes que yo no hagode esto un negocio. Y sería mejorevitarlo.Yo le dije:—Sí, pero mi amigo es unapersona fácil y ya verá usted cómono le ocasiona ninguna molestia.—No se trata de eso —mecontestó—. Simplemente, es que noquisiera meter bajo mi mismo techoa alguien que no conozco bien.—Pero, era el mismo casoconmigo, ¿no?—No, tu caso era diferente.Desde el principio ya te conocíabien.Me reí con ironía. Entonces, laseñora cambió de táctica y dijo:

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—Además, por tu propiointerés, no te conviene traer a esapersona a mi casa.—Pero ¿por qué? —preguntéyo.Esta vez fue ella la que se riocon ironía.En realidad, yo no teníanecesidad de insistir tanto en que Kviniera a vivir conmigo. Pero sabíaque él vacilaría si yo le ofreciesecada mes un dinero con el quepagar el alquiler. ¡Tenía un espíritutan independiente!Por eso me había parecidomejor pagarle a la señora los gastosde nosotros dos sin él saberlo.Tampoco tenía intención de deciruna palabra a la señora sobre losproblemas económicos de miamigo. Me limité a contarle algoacerca de sus problemas de salud.Le dije que si le dejaba solo, corríapeligro de volverse más y más raro.Le conté también todo lo que lehabía ocurrido con su familiaadoptiva y su ruptura con su familiade origen. Le dije, además, a laseñora, que pensaba hacerme cargode él, tomarle entre mis brazoscomo se toma a alguien que estáahogándose y darle calor con micuerpo. Le pedí, finalmente, queella y su hija tratasen a mi amigocon amabilidad. Al llegar a estepunto, ya la había convencido.De esa conversación no le dijenada a K y me alegré de que nollegara a enterarse de lascircunstancias en que iba a pasar avivir con nosotros. Cuando hizo lamudanza, le recibí con airedistraído, como si tal cosa. Laseñora y su hija le ayudaronamablemente a poner cada cosa ensu sitio. Yo estaba muy contentopues comprendí que toda esa

amabilidad procedía de su simpatíahacia mí. K, por su parte, mostrabasu habitual expresión deindiferencia.Cuando le pregunté a K suopinión sobre su nuevo domicilio,me dijo simplemente:—Bueno, no está mal.En mi opinión, creo que ellugar merecía algo más que eseseco «no está mal», sobre todoteniendo en cuenta donde vivía élantes: un cuarto sucio y húmedoorientado al norte. Su alimentaciónentonces estaba acorde con lacalidad del cuarto. Al trasladarse ami casa, su situación cambióradicalmente. Era como un pájaroque sale de una profunda sima y sesube a un árbol alto. El noapreciarlo era debido a suobstinación y también a susprincipios. Habiendo sido educadoen medio de las enseñanzasbudistas, pensaba que permitirseciertos lujos en la comida, vestido yvivienda era algo inmoral. Tal vezpor haber leído historias de bonzosvirtuosos y de santos cristianos,estaba inclinado a considerar elcuerpo y el alma como entidadesseparadas. Posiblemente, sentía quesi maltrataba la carne, iba aaumentar el grado de iluminaciónde su espíritu.Yo adopté la línea de nooponerme a él en lo posible. Latáctica era sacar el hielo al sol paraque se derritiera y transformara enagua tibia. De esa forma, él mismovendría a darse cuenta.24Yo mismo había sido tratado de esamanera por la señora, con elresultado de que me había vueltopoco a poco más alegre.Conociendo la eficacia de tal trato,

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deseaba aplicárselo a K.Naturalmente, hacía mucho queconocía bien la diferencia entrenuestros caracteres, pero pensé que,al igual que mis nervios se habíansosegado después de entrar en estacasa, el corazón de K igualmenteencontraría sosiego.K tenía más fuerza de voluntadque yo. Estudiaba también el doble.Además, poseía una inteligencianatural muy superior a la mía.Ahora que habíamos elegidodistintos campos de estudio en launiversidad, no podría asegurarlocon certeza, pero, mientrasestudiábamos en la misma clase, enla enseñanza media, K siempresacaba mejores notas que yo. Pormi parte, era consciente de nopoder estar a su altura en ningúntipo de estudio. En cambio, cuandoinsistía en llevarle a esta casa,estaba convencido de tener muchomás sentido común que él. En miopinión, él confundía resistenciacon paciencia.Esto especialmente va tambiénpara ti. Tanto el cuerpo como elespíritu tienen capacidad paradesarrollarse o para arruinarsedependiendo de los estímulosexteriores. Así y todo, es necesarioaumentar estos estímulosgradualmente; de lo contrario, secorre el gran riesgo de ir por un malcamino e incluso de arrastrar apersonas del propio entorno. Losmédicos dicen que no hay cosa másperezosa que el estómago de unapersona. Si uno come sólo papilla,se pierde la capacidad de digeriralimentos más fuertes. Por eso,aconsejan que nos acostumbremos acomer alimentos variados. Y nocreo que la razón esté únicamenteen facilitar la digestión. Al

aumentar poco a poco la fuerza delestímulo, también crece lacapacidad de resistencia de losórganos digestivos. Por elcontrario, si se debilita lacapacidad del estómago, ¿cuál seráel resultado? Es fácil imaginarlo,¿verdad?K era mejor que yo, pero esepunto se le escapaba por completo.Él creía que, una vez acostumbradoa las dificultades, se volveríainsensible a ellas. Tenía la creenciade que yendo de dificultad endificultad por la vida, por la solavirtud de la repetición, llegaría unmomento en que no habría de sentirdificultad alguna.Todas esas cosas deseabaexplicárselas a K para poderconvencerle. Sabía, sin embargo,que si le decía algo, él protestaríaaduciendo ejemplos de la historia.Entonces, yo tendría que marcar lasdiferencias entre K y esospersonajes históricos. Tomaría miscomentarios como un reproche eintentaría demostrar su teoría conmás agresividad. Todo, diría él,para poder realizar su vida a sumodo. En este sentido, K erarealmente un rival grandioso,tremendo. Era como si avanzarahacia su destrucción. Aunque eraimpresionante sólo en el sentido deque destruía sus propios logros, nopuede decirse que fuera unapersona ordinaria.En fin, conociendo bien sucarácter, preferí no decirle nada.Además, me parecía que eravíctima de un estado de neurastenia.Era evidente que mi intento deconvencerle se estrellaría contra sufuror. Tampoco es que meimportara pelearme con él, pero seme partía el corazón al pensar que

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mi buen amigo podría acabar en lamisma soledad que yo había sufridodolorosamente en mi recientepasado. Avanzar un paso más ydejarle caer en esa soledad era unaidea que no soportaba. Por todoeso, después de mudarse él a lacasa, no le dije nada parecido a unreproche durante bastante tiempo.Simplemente observaba cómo leafectaban las circunstancias delnuevo ambiente.25En ausencia de K, un día pedí a laseñora y a la señorita que hablasencon mi amigo lo más posible. Nocabía duda: el mutismo en el que sehabía encerrado le perjudicaba atodas luces. No podía dejar decreer que su corazón, como un trozode hierro en desuso, había acabadooxidándose.La señora se reía diciendo queK era una persona poco acogedora.La señorita, a modo de ejemplo, loexplicó contando un encuentro conél. Un día que le preguntó si teníafuego en el brasero de suhabitación, él respondió:—No.—¿Quieres que te traiga unpoco? —le preguntó ella.—No —volvió a responder K.—Pero ¿es que no tienes frío?—Sí, pero no quiero fuego enel brasero.Y no añadió más.Yo no podía limitarme sólo areír por incidentes así. Lo sentíapor ellas y sentía que era mi deberexplicarles la conducta de miamigo. Era primavera y, por lotanto, tampoco había tantanecesidad de tener fuego en elbrasero. Pero, aún así, ellas teníanrazón al decir que K era pocoacogedor.

Yo me esforzaba lo másposible, por consiguiente, en hacerque estas dos mujeres secomunicasen con K. Intentabaaproximarles a los tres, porejemplo, llamándolas a ellascuando K y yo estábamos hablando;o, cuando ellas y yo estábamos enel mismo lugar, trayendo a K.Buscaba, en fin, el medio mejorpara cada caso. Por supuesto, a Kno le agradaba demasiado mitáctica.En una ocasión, se levantó y sefue. En otra, no se presentó pese allamarle repetidas veces.Me decía:—¿Es que te divierteshablando de tonterías?Yo me limitaba a sonreír. Peroen mi corazón comprendía muy bienque K me despreciara.Tal vez, en cierto modo era yomerecedor de su desprecio. Susmiras eran seguramente mucho máselevadas que las mías. No lo niego.Pero, tener la mirada puesta en lasalturas y no poder ver otras cosas,¿no es propio de un minusválido?Pensé que, en primer lugar y porencima de todo, tenía que ayudar aK a ser más humano. Descubrí que,aunque su cabeza estuviese llena deimágenes de santos y de grandeshombres, si él mismo no seconvertía desde dentro en un granhombre, todo era inútil. El primerpaso para hacerle más humanoconsistía en sentarle al lado de unamujer. Hacerle respirar aquelambiente y con sangre nuevarenovar su oxidada sangre.Poco a poco esta prueba fuesaliendo bien. Al principio parecíamuy difícil, pero finalmente juntarsese fue haciendo poco a poco unarealidad. K parecía ir reconociendo

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la existencia de un mundo apartedel propio.Un día incluso me dijo que lasmujeres no eran tan despreciables.Creo que, en un principio, habíaexigido de las mujeres los mismosconocimientos y estudios que teníayo. Como no pudo encontrarlos, notardó en experimentar desdén porellas. Hasta entonces, K no habíasabido que hay una forma diferentede juzgar a hombres y a mujeres.Observaba a unos y otras bajo elmismo prisma. Le dije que, sinosotros dos seguíamos discutiendosolos, no podríamos hacer otra cosaque avanzar en la misma recta. Mecontestó que tenía razón.Entonces yo estaba tanenamorado de la señorita que esaspalabras mías brotabannaturalmente. Pero de ese amor,sumergido bajo la superficie de mialma, no le dije a K ni una palabra.Me resultaba muy divertidover cómo K, que parecía estarencerrado en los muros de suslibros, iba poco a poco saliendofuera. Desde el comienzo, ese habíasido mi propósito, así que no podíadejar de alegrarme. No le participéesa alegría, pero sí a las dosmujeres, a quienes conté lo que yopensaba; y ellas, por su parte,también parecían alegrarse.26Aunque K y yo estábamos en lamisma facultad de la universidad,nuestros estudios eran distintos.También lo eran nuestros horarios.Cuando yo volvía a casa antes queél, simplemente pasaba por sucuarto vacío, pero si era al revés,siempre yo pasaba por allí dándoleun simple saludo. En este caso, Ksolía alzar la vista del libro, memiraba un momento mientras yo

abría la puerta corredera y medecía: —¡Ah! ¿Ya has vuelto?A veces, le contestaba con unainclinación de cabeza, otras vecesrespondía que sí y me metía en micuarto. Un día tuve que ir hastaKanda94 y regresé a casa muchomás tarde de lo normal. Con pasosapresurados llegué hasta la puertaprincipal y abrí la puerta correderade la entrada. Al abrir, hice un pocode ruido pero, al mismo tiempo,pude oír la voz de la señorita quevenía del cuarto de K. Cuando seentra directamente por la puertaprincipal, primero está la sala deestar y luego la habitación de laseñorita; entrando a mano izquierdaestá el cuarto de K y mihabitación95. Como yo ya llevabaen esta casa bastante tiempo,conocía muy bien la distribución delas habitaciones y podía saberquién hablaba en cualquier parte dela casa. Rápidamente, cerré lapuerta principal y entonces la vozde la señorita cesó. Mientras mequitaba las botas, pues en esa épocayo había empezado a calzar unosbotines de cordones de moda porentonces, no me llegaba ningúnsonido desde el cuarto de K. Meextrañó y pensé que me habíaequivocado de voz. Pero al abrir lapuerta del cuarto de K, como hacíasiempre para pasar a mi habitación,los vi allí sentados.K me dijo como de costumbre:—¿Qué? ¿Ya has vuelto?La señorita también me saludóy, sentada, exclamó:—¡Hola!Me pareció, por lo menos a miexcesiva atención así se lo pareció,que su sencillo saludo era algoseco. En el fondo de mis oídos, mesonó como falto de naturalidad. Yo

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le pregunté a ella dónde estaba sumadre. Era una pregunta sindemasiada razón; simplemente que,como la casa estaba tan silenciosa,se me ocurrió preguntárselo. Sumadre no estaba. La criada tambiénse había ido con ella, dejando solosa la señorita y a K. Moví la cabezacon extrañeza. Hasta entonces, laseñora nunca se había ausentado,dejando a su hija sola conmigo. Asíque volví a preguntarle:—¿No habrá sido por algúnasunto urgente?La señorita por toda respuestase echó a reír.No me gusta que las mujeresse rían por estas cosas. Si reírse sinrazón es lo habitual entre las chicasjóvenes, pues no hay más que decir.Pero la señorita estaba tambiénentre esas que gustan de reírse decualquier cosa.Al fijarse en la cara que yohabía puesto, recuperó su expresiónnormal y me contestó seriamente:—No, no es nada urgente. Hasalido a un recado.Un inquilino como yo no teníaderecho a preguntar más, así que mequedé callado.Justo al sentarme, después dehaberme cambiado de ropa,volvieron la señora y la criada.Pronto llegó la hora de la cena en laque nos veíamos todos a la mesa.Al empezar a vivir en esta casa, fiela mi condición de huésped, lacriada me traía cada vez la comidaa mi habitación. No sé desdecuándo me fui acostumbrando acomer donde ellas. Cuando K seinstaló con nosotros, insistí en quese le tratase igual que a mí. Yohabía regalado a la señora una mesaplegable de maderas finas. Hoy endía, ese tipo de mesa se utiliza en

cualquier casa, pero entonces nohabía casi ninguna familia quecomiera alrededor de una mesa así.Me tomé la molestia de encargaresa mesa en una carpintería deOchanomizu para que la hicieransegún mi diseño.Mientras cenábamos en torno aesta mesa, la señora me explicó queese día no había venido elpescadero a la hora habitual y poreso tuvo que salir a la calle paracomprar alimentos para nosotros.Pensé que era natural que así lohiciera, ya que tenía unos huéspedesque éramos nosotros. Al pensaresto, la señorita volvió a reírsemirando mi cara. Pero esta vez sumadre la regañó y enseguida dejóde reírse.27Una semana después, nuevamentetuve que pasar por el cuarto de Kcuando este y la señorita estabancharlando juntos. Al verme, laseñorita se rio. Creo que debíhaberle preguntado en ese momentopor qué se reía. Pero en realidad,me quedé callado y pasé a mihabitación. Por eso, K tampocotuvo ocasión de dirigirme suhabitual «¿Ya has vuelto?». Muypoco después oí a la señorita abrirla puerta para irse a la sala deestar.En la cena la señorita dijo queyo estaba raro. No le pregunté porqué decía esto, aunque me di cuentade que en ese momento la señora lelanzó una mirada severa.Después de la cena, saqué apasear a K. Anduvimos por detrásdel templo de Dentsuin yrecorriendo la calle al lado deljardín botánico, salimos otra vez alpie de la ladera de Tomizaka. Nofue un paseo corto, pero apenas

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conversamos. Por carácter K eramás callado que yo. Y yo no era loque se dice muy hablador. Pero estavez, mientras caminábamos, traté dehacerle hablar. El tema especial erala familia con la que vivíamos.Deseaba saber su opinión sobre laseñora y su hija. Pero K se limitabaa decir palabras para salir del paso.Sus respuestas, además, aunqueimprecisas, eran bastanteelementales. Parecía tener muchomás interés en las materias de launiversidad que en esas dosmujeres. Cierto que los exámenesfinales del segundo curso estabancerca y K, a ojos de la gentenormal, encajaba mejor que yo en elmolde de buen estudiante. Recuerdoademás que me sorprendió alreferirse a Swedenborg96, pues yoera bastante profano en la materia.Cuando acabamos con éxitonuestros exámenes, la señora nosmostró su satisfacción y nos dijo:—Bien, ya no os queda másque un año.Su hija, su gran orgullo, estabatambién a punto de acabar elbachillerato en el colegio.Un día, recuerdo que K medijo:—¡Bah! Las mujeres terminanel bachillerato sin haber aprendidonada.Para él no contaba para nadatodo lo que la señorita habíaaprendido fuera del colegio, comotocar el koto, disponer ramos deflores, coser, etc. Me reí de que notuviera todo eso en cuenta y lerepetí aquel viejo argumento de queel valor de las mujeres no se mideen los estudios que han seguido.Esta vez no reaccionó en contra, nise mostró de acuerdo. Esto me hizosentir bien. Su tono, en efecto,

expresaba su desprecio a lasmujeres. Tuve la impresión de quela señorita, en quien yo veía laencarnación de todo el génerofemenino, no le importabaabsolutamente nada. Ahora que lorecuerdo bien, era evidente que porentonces los celos ya habíanbrotado en mí.Le pregunté si quería quefuéramos a algún sitio en lasvacaciones de verano. Mostródesinterés. Naturalmente, no estabaen condiciones de poder ir dondequisiera, pero si yo le invitaba, talvez no tendría inconveniente enacompañarme donde fuera.—Pero ¿por qué no quieres ir?—le pregunté.—No tengo ninguna razón parair. Además, creo que me irá mejorquedarme en casa leyendo.—¡Es mucho más saludableestudiar en algún lugar fresco devacaciones! —insistí.—¿Por qué no te vas tú soloentonces a ese lugar? —mepreguntó.Pero yo no podía permitir quese quedara solo en la casa.Francamente, sentía cierta inquietudal ver cómo poco a poco crecía suamistad con las dos mujeres de lacasa. Por otro lado, sin embargo,¿por qué me sentía inquieto cuandoen realidad las cosas iban saliendocomo yo había planeado? No cabeduda de que me estaba comportandocomo un idiota.Ese día intervino, por fin, laseñora, que no podía cruzarse debrazos escuchando nuestrainterminable discusión. Finalmente,decidimos ir los dos a Boushu97.28K no había viajado mucho. Boushuera un destino nuevo también para

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mí. Sin tener ninguno de los dosinformación del lugar,desembarcamos en el primer puertoen donde tocó tierra el barco quenos llevaba. Creo que el puerto sellamaba Hota. Ahora no sé si habrácambiado ese lugar, pero entoncesno era más que un pueblo perdidode pescadores. Por todas partes,olía a pescado. Si nos bañábamosen la playa, las fuertes olas hacíanrodar los guijarros del tamaño deun puño que había en el suelolastimándonos pies y manos.No tardé en cansarme. Pero Kni se quejaba, ni manifestabaagrado por el lugar. Como mucho,mostraba su habitual expresión deindiferencia, aunque ni una sola vezhabía salido del mar sin hacersedaño. Acabé convenciéndole ypartimos hacia Tomiura. DeTomiura nos dirigimos a Nako.Aquella parte de la costa era yadesde entonces muy popular entreestudiantes y cualquiera de susplayas era de nuestro agrado.Solíamos sentarnos en una roca alborde del mar y contemplar el colordel agua en la distancia o el fondodel mar a nuestros pies. Las aguasque se veían desde las rocas eranespecialmente hermosas. Podíamosseñalar todos esos pececitos decolor rojo o azul plateado quehabitualmente no se ven en laspescaderías y que nadaban entredas olas cristalinas.A menudo, yo, sentado en estasrocas, estaba con un libro abierto.A mi lado, K permanecía calladosin hacer nada. No podría decir sipensaba o miraba con admiración elpaisaje o imaginaba algo de suagrado. De vez en cuando, alzaba lavista y le preguntaba qué hacía. Mecontestaba que no estaba haciendo

nada en particular.Muchas veces me venía a lacabeza lo agradable que sería tenera la señorita a mi lado en lugar detener a K. Lo malo era que esteagradable pensamiento iba seguidode este otro: K, sentado a mi lado,¿no le estaría dado vueltas en lacabeza a esta misma idea?Entonces, incapaz de concentrarmeen la lectura, me levantaba y meponía a gritar resueltamente. Lejosde conformarme con recitar unapoesía o entonar una canción, meponía a chillar como un salvaje.En una ocasión, recuerdo quedesde atrás agarré bruscamente a Kpor el cuello de su ropa. Entoncesle pregunté:—¿Y si te empujo y te tiro almar?K no se movió. Sin cambiar depostura y dándome la espalda,contestó:—De acuerdo. Hazlo.Rápidamente, solté las manos.Por aquellos días, laneurastenia de K parecía habermejorado mucho. En cambio, yosentía cada vez más tensión. Medaba envidia y rabia verle mástranquilo que yo. No mostrabanunca interés en lo que yo decía.Eso me parecía una muestra deconfianza en sí mismo que a mí nome causaba ninguna satisfacción.Deseaba conocer la razón de esaconfianza que tenía en sí mismo yllevar adelante mis sospechas.¿Sería que había recuperado la luzen sus estudios y en sus planes defuturo? Esa era mi pregunta. Si noera más que eso, entonces no habíaningún conflicto entre nuestrosintereses, y yo me alegraría por él ypor haber contribuido a ello con miprotección. Pero si su nueva paz de

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espíritu era el resultado de suamistad con la señorita, entoncesme resultaba imposible perdonarle.Curiosamente, él parecía no darsecuenta de mis gestos de amor haciala señorita. Desde luego, yo poníacuidado en que no se diera cuenta.En estas cosas, K era bastante pocoperspicaz. Y justamente esa faltasuya de perspicacia era lo que mehacía sentirme seguro con él desdeun principio y un motivo parahaberle llevado a vivir en la casa.29Había tomado la decisión de abrirlemi pecho. No era una resolución delmomento, sino tomada ya antes departir de viaje. El problema eracómo crear una ocasión paraconfesarme a él o bien cómoatrapar esa ocasión.Ahora que lo pienso bien, loscompañeros que por entonces merodeaban eran algo extraños. Nohabía ninguno que se expresara conlibertad sobre el tema de lasmujeres. Quizás era porque muchosno tenían materia de que hablar, y,aunque la tuvieran, guardar silencioera lo normal entonces. A vosotros,que respiráis un aire relativamentemás libre ahora, seguro que esto osparecerá muy extraño. Te dejo quedecidas tú si esa reserva era debidaa nuestra formación confuciana o aque simplemente sentíamosvergüenza.La relación entre K y yo nospermitía poder hablar de todo. Nodigo que no hubiera ocasiones enque hablamos del amor y delenamoramiento, pero laconversación acababa siempre enabstracciones. Aún así, ese temaera muy raro entre nosotros.Nuestros temas solían limitarse alibros, estudios, proyectos de

futuro, nuestras ambiciones, laformación espiritual. La intimidadentre nosotros tenía un tono deseriedad del que no podíamosprescindir de repente. Sólo dentrode esa seriedad se desarrollabanuestra intimidad. Por eso, desdecuando se me ocurrió confesarle aK mis sentimientos sobre laseñorita ¡cuántas veces me sentíimpotente para hacerlo! Hubieradeseado hacer un agujero en algunaparte de la cabeza de mi amigo ymeter allí dentro una bocanada deaire tierno.Cosas que a vosotros osparecerán absurdas, representabanpara mí en aquel tiempo unainmensa dificultad. Estaba siendotan cobarde en el viaje comocuando estaba en la casa.Continuamente observaba a K,acechando la ocasión para hablarle;pero su actitud distante medesarmaba. Era como si su corazónestuviera revestido de una gruesacapa de laca negra y yo intentaraderramar sobre él mi sangre.¡Todas las gotas resbalaban por lalaca no consiguiendo que penetrarani una sola gota! En alguna ocasión,sin embargo, ese aspecto suyo tandistante y digno, me ofrecía ciertoconsuelo. Entonces me arrepentíapor sospechar de él y en el fondo demi corazón le pedía perdón. Alhumillarme así, de repente meinvadía una sensación deinferioridad con respecto a él, queme hacía sentir mal. Al cabo de unrato, sin embargo, me acometían denuevo y con redoblada fuerza lasdudas de antes.Estos pensamientos, que noprocedían más que de missospechas, me empujaban acompararme con él, y con resultado

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siempre desfavorable para mí. Paraempezar, su fisonomía me parecíamás del agrado de las mujeres quela mía. También su carácter, al noser tan puntilloso como el mío,creía que gustaba más a lasmujeres. Y en cuanto a suindiferencia por las cosaspequeñas, ¿acaso no pensaban lasmujeres que es una prueba dehombría? En los estudios, aunqueno siguiéramos la misma carrera, nopodía competir con él. Así, una vezque empezaba a observar lascualidades de K, enseguida volvía asentir la misma ansiedad de antes.K, al darse cuenta de miestado de intranquilidad, me dijo:—Bueno, si quieres, podemosde momento volver ya a Tokio.Bastó esta simple propuestapara quitarme las ganas de volver.Quizás, en realidad, lo que yo nodeseaba era llevarle a él a Tokio.Rodeamos el cabo de Boushuy salimos por otra dirección. Nospusimos a caminar con sufrimientobajo un sol ardiente ycontinuamente engañados por loslugareños de Azusa. En esa regiónsi preguntas a alguien el camino, tedicen que el lugar que buscas estáahí mismo, pero para ellos «ahímismo» significa cuatro kilómetros.Yo no sabía bien por qué nosestábamos dando estas caminatas. Yasí se lo dije medio en broma a K.Pero él me contestó:—Caminamos porque tenemospiernas.Cuando teníamos calor, Ksugería que nos bañásemos. Así, encualquier lugar de la costa, nosmetíamos en el mar. Pero despuésotra vez, expuestos a un solabrasador, volvíamos a sentirnuestros cuerpos agotados y

pesados.30Con esas caminatas bajo el sol y enmedio de la fatiga, el organismo nopuede sino sentirse afectado. No esque llegáramos a caer enfermos.Era simplemente la sensación deque el alma se te sale del cuerpo yemigra a otro. Yo, hablando comode costumbre con K, empecé asentir que el alma se me iba. Laamistad y el odio hacia K cobraronentonces un carácter peculiardurante solamente ese viaje. Esdecir, los dos entramos, a causa delcalor, el mar y la caminata, en unanueva fase de nuestra relacióndistinta a las anteriores. Era comosi nos hubiéramos convertido endos buhoneros, que se juntan porazar en un camino. Aunqueconversábamos bastante, nuncatocábamos temas delicados que noshicieran pensar demasiado.De ese modo, llegamosfinalmente a Choushi.Hubo un incidente excepcionalque no puedo olvidar. Antes dealejarnos de Boushu, nos detuvimosen Kominato y fuimos a visitar labahía de Tainoura. De eso hace yamucho tiempo y, por no tener tantointerés entonces, no lo recuerdodemasiado bien, pero sí que sabíaque en ese lugar había nacidoNichiren98. Según la leyenda, el díaque nació Nichiren, las olasarrojaron dos besugos99 a la playa.Desde entonces, al parecer, lospescadores se abstienen de pescarbesugos en la bahía. Al oír que, poresa razón, abundan esos peces enestas costas, decidimos alquilar unabarca para ir a verlos. Durante eltrayecto en barca yo no dejaba defijarme en las olas. Observaba coninterés y sin cansarme los besugos

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de color suavemente violáceo quenadaban entre las olas. A K, encambio, no parecían interesarlemucho los besugos. Más bien, medaba la impresión de que estabatodo el tiempo pensando enNichiren.En esos parajes había untemplo budista llamado Tanjou-ji,es decir, «Templo del Nacimiento»,nombre sin duda debido a ser ellugar de nacimiento de Nichiren.Era un templo espléndido. Kempezó a decir que quería visitarloy hablar con el bonzo titular deltemplo. La verdad es que los dosllevábamos un aspecto bastanteextraño. Especialmente K que, porhaber perdido su sombreroarrebatado hacia el mar por labrisa, se había comprado uno debambú como el que se ponen loscampesinos para trabajar y queahora llevaba puesto. Nuestrosquimonos, además, estabanmugrientos y sudorosos. Le dije queera mejor no hacer esa visita. PeroK, terco como era, no me hizo caso.Y dijo: —Bueno, si tú no quieres, mepuedes esperar fuera del templo.Resignado, fui con él hasta laentrada del templo creyendo, sinembargo, que no se nos iba arecibir. Pero el bonzo resultó sermás amable de lo que yo pensaba yaccedió a vernos. Nos recibió enuna sala grande donde se nos hizopasar enseguida.K y yo teníamos intereses muydiferentes y yo no seguí conatención lo que K y el bonzohablaron, pero creo que K lepreguntó muchas cosas sobreNichiren. Cuando el bonzo dijo quea Nichiren lo llamaban SouNichiren porque sabía escribir muybien en letra cursiva o sou-sho, K,

cuya caligrafía no era nada buena,puso una expresión desdeñosa. Nome he olvidado de eso. Supongoque a K esa información le parecíatrivial y deseaba saber algo másprofundo de la filosofía deNichiren.En fin, dudo de que K sequedara satisfecho de nuestroencuentro con el bonzo, perocuando abandonamos el templo sepuso a hablar sin parar sobreNichiren.Yo sentía tanto el calor ycansancio que no podía interesarmenada por ese tema. Mis comentarioseran distraídos y por salir del paso.Finalmente, perdí las ganas inclusode hablar y ya no despegué más loslabios.Creo que fue la nochesiguiente a ese día cuando, despuésde haber llegado a la fonda ycenado y a punto de acostarnos, Kempezó a discutir conmigo de temasmuy difíciles. Él se resentía de miactitud por no haberle hecho caso lavíspera cuando hablaba sobreNichiren. Dijo que una persona sinvoluntad de mejorar espiritualmenteera un idiota, y empezó a meterseconmigo y a tratarme de frívolo.Yo, que ya había aceptado en micorazón las sospechas de K apropósito de la señorita, me habíavuelto más sensible de lo normal alas palabras casi insultantes de K.Y, en consecuencia, pasé adefenderme.31En esa discusión recuerdo haberutilizado una y otra vez la palabra«humano». K me dijo que bajo esetérmino, yo ocultaba todas misdebilidades. Ahora que lo pienso,K tenía toda la razón del mundo.Sin embargo, a fuerza de insistir en

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esa palabra para que K entendieselo que es «no ser humano», mehabía mostrado agresivo y habíaperdido la capacidad de serobjetivo en cuanto a mis ideas. Alreafirmarme en mis puntos de vista,él me preguntó en qué sentido yo nole encontraba «humano».—Eres muy humano —lerespondí—. Incluso, demasiadohumano, diría yo. Lo que no eshumano son tus palabras y esosactos que te impones a ti mismo.Él me dijo:—Tienes esa opinión de míporque, efectivamente, me falta unaformación moral sólida.Y no rebatió más. Yo, más quedesánimo, sentí lástima por él. Yme apresuré a dejar el tema.El ánimo también se le fuebajando. Con aire de tristeza medijo:—Si hubieras conocido aaquellas gentes de antes como yolas he conocido, seguro que no temeterías tanto conmigo.Por «gentes de antes» serefería no a personajes heroicos delpasado, sino a esos ascetas que seflagelaban el cuerpo y hacíanpenitencia. Me dijo ademásclaramente:—¡Cómo me gustaría queentendieras todo lo que sufro alrecorrer este camino!Después, nos acostamos.Al día siguiente, vuelta acaminar y a sudar como si fuéramosbuhoneros por los caminos.Mientras caminábamos, recordaba amenudo la conversación de aquellanoche, lamentando vivamente haberdejado pasar una estupenda ocasiónpara haberme confiado a él a pechodescubierto en lugar de haberestado complicándome con

abstracciones sobre lo humano y loinhumano.A decir verdad, missentimientos por la señorita eranlos causantes de toda esapalabrería. Hubiera sido másbenéfico para mí contarle a K lapura realidad en lugar de meter ensus oídos todas esas teoríasdestiladas a la fuerza a partir dehechos, por otra parte, reales. Nopude hacerlo porque la amistadentre nosotros dos tenía una baseintelectual: una base que, loconfieso, por inercia yo no podíasocavar. Esta debilidad mía podríaatribuirse a afectación o vanidadpor mi parte, pero se trataba de unaafectación o vanidad algo distintade la habitual en la mayoría de losmortales. ¡Cómo me gustaría queentendieras esta distinción!Volvimos a Tokio con la pielmuy tostada. Cuando llegamos, miestado de ánimo había cambiadobastante. De esas teorías de lohumano y lo no humano ya no mequedaba casi nada en la cabeza. Ktambién había perdido totalmente supreocupación religiosa; en sucorazón probablemente ya noquedaba nada de esas cuestionesdel espíritu y de la carne.Con el aire de pertenecer aotra raza, contemplábamos elajetreo de la gran ciudad. Nosdetuvimos en Ryogoku y, a pesardel calor, comimos carne de gallode pelea. Con esa energía íbamos acontinuar a pie desde allí hastadonde vivíamos, en Koishikawa.Tal fue, efectivamente, elcomentario que hizo K y al que yo,de constitución más robusta que él,asentí rápidamente.Al llegar a casa, la señora sesorprendió de nuestro aspecto. No

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solamente estábamos muy morenos,sino además muy delgados por elesfuerzo de haber caminado tanto.A pesar de eso y, recuperada de susorpresa, dijo:—¡Qué sanotes parecéis!Su hija, la señorita, se rió dela contradictoria reacción de sumadre. Antes del viaje, me irritaba aveces esa risa burlona de laseñorita, pero ahora me alegré deescucharla, primero, porquerealmente había motivos, segundo,porque hacía mucho tiempo que nola había oído.32Me di cuenta también de que ahorala actitud de la señorita hacía míera algo diferente. Después dellargo viaje y hasta que recuperamosnuestra rutina habitual,necesitábamos la asistencia de estasmujeres en muchos detalles. Laseñora nos cuidaba con la mismasolicitud, pero la señorita parecíaprestarme más atención a mí que aK. Si esta preferencia hubiera sidoostensible, seguro que me habríacausado cierto malestar o disgusto.Pero su actitud era discreta y sutil,y eso me hacía feliz. Con unadelicadeza que sólo yo observaba,me concedía a mí una mayor dosisde su amabilidad. K no dabaseñales de molestarse por ello. Yo,en mi corazón, cantabasecretamente victoria.Pronto pasó el verano y desdemediados de septiembre volvimos aclase. Nuestro horario, por no tenerlas mismas clases, volvió a serdistinto. Tres días a la semana yovolvía después que K, pero nuncame encontraba con la sombra de laseñorita en el cuarto de K.Invariablemente, me lanzaba sumirada y su pregunta de siempre:

—¿Ya has vuelto?Yo también le respondíamaquinalmente con un saludo brevey sin mucho significado.Creo que fue a mediados deoctubre cuando un día me levantétarde y por eso fui a claseapresuradamente, sin haber tenidotiempo de cambiarme a la ropaoccidental. Tampoco tuve tiempode calzarme esas botas decordones, sino que a toda prisa mepuse las chancletas y salí corriendo.Ese día me tocaba a mí volver acasa antes que K. Pensando en estomientras regresaba a casa, abrí lapuerta corredera de la entrada. Enese preciso instante, oí la voz de K,el cual, por su horario, no debíahaber vuelto ya. Al mismo tiempo,en mis oídos sonó la risa de laseñorita. Como no llevaba puestaslas botas y, por tanto, no tenía queentretenerme en quitármelas en laentrada, subí100 rápidamente y corríla puerta del cuarto. A K lo visentado a su mesa de estudio comosiempre, pero la señorita ya noestaba allí. Tan sólo pudevislumbrar su espalda en el instanteen que abandonaba el cuarto, comosi saliera huyendo. Le pregunté a K:—¿Cómo es que has vueltohoy tan pronto?—Me sentía mal y ni siquierahe ido a clase.Pasé a mi habitación y mequedé sentado sin más. Enseguida,vino la señorita con un té y mesaludó. Yo no era alguien con lafranqueza suficiente parapreguntarle riendo por qué habíasalido huyendo poco antes. Dejéese incidente en mi corazón paradespués rumiarlo dolorosamente...Así era yo. La señorita se fueenseguida por el pasillo exterior,

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deteniéndose un momento frente alcuarto de K para intercambiar conél unas palabras desde el pasillo.Debía de ser sobre el tema de antes,pero como yo no había seguido suconversación anterior, no entendínada.Poco a poco, la actitud de laseñorita se fue haciendo másdesenvuelta. A menudo, aunque K yyo estábamos en nuestrashabitaciones, ella se acercaba porel pasillo al cuarto de K y lollamaba por su nombre. Despuésentraba en su cuarto y pasaba con élun buen rato. A veces, era parallevarle el correo o la ropa lavada.Razones como esas para verse sonnormales cuando se vive en lamisma casa. Pero a mí, que deseabatanto acaparar la compañía de laseñorita, me parecían razonesinnecesarias. En alguna ocasión,incluso, tuve la impresión de queella, cuando iba a visitar a K,evitaba entrar en mi habitación.Te preguntarás por qué no lepedía a K que abandonara la casa.Pero recuerda que fui yo quienhabía insistido en que viniera avivir con nosotros. Pedirle ahoraque se fuera no tendría ningúnsentido. No, no podía hacerlo.33Era un día lluvioso y frío denoviembre. Con el abrigo mojadoregresaba yo a casa pasando comosiempre por el templo KonniakuEnma y subiendo después por unaestrecha cuesta que me llevaba acasa. El cuarto de K estaba vacío,pero en su brasero brillaban ascuasrecién puestas. Con el deseo decalentarme las manos en mi propiobrasero, abrí rápidamente la puertade mi habitación. Pero me encontrécon un brasero en donde sólo había

frías y blancas cenizas, y ni unasola brasa. Me invadió un repentinomalestar.Al oír mis pasos, la personaque se acercó fue la señora. Alverme de pie y callado en medio dela habitación, me ayudó a quitarmeel abrigo y a ponerme el quimonode casa. Le dije que tenía frío y sinpérdida de tiempo me trajo elbrasero del cuarto de K.—¿Todavía no ha vuelto K?—le pregunté.—Sí, pero ha vuelto a salir.Me extrañó porque aquel díatambién él debía haber vuelto mástarde que yo.—A lo mejor tenía que haceralgo fuera —dijo la señora.Pasé un rato sentado yleyendo. La casa estaba muysilenciosa. No se oía voz alguna yempezaba a sentir mi cuerpopenetrado por el frío y la tristezadel inicio del invierno. Cerré ellibro y me levanté. De repente sentíganas de salir a un lugar animado.Había dejado de llover, peroel cielo todavía parecía frío yplomizo. Por si acaso, tomé unparaguas, me lo eché al hombro ysalí cuesta abajo en dirección aleste, bordeando la tapia de adobede una fábrica de armas. En aqueltiempo, las calles todavía noestaban bien pavimentadas y lascuestas eran mucho más empinadas,estrechas y curvas que ahora. Por sifuera poco, la zona del sur estabaocupada por altos edificios y lacalle de la bajada tenía unacanalización muy deficiente por loque estaba llena de barro. El pasoera especialmente difícil entre elestrecho puente de piedra y la callede Yanagicho. Aunque uno fueracalzado con geta101 o con botas,

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había que caminar con sumocuidado al dar cada paso. Todoslos transeúntes caminaban por laestrecha senda más elevada delmedio de la calle, evitando loslados en donde se acumulaba elbarro blando. Esta senda secaapenas tenía unos treintacentímetros de ancho; era como unacinta extendida a lo largo de lacalle dispuesta para que la gentepudiera andar en fila y con cuidado.Mientras caminaba por esa senda,me encontré de repente con K.Como iba atento a dónde poníacada pie, no supe que era él hastatenerlo delante de mis narices.Cuando me di cuenta de que alguienme bloqueaba el camino, alcé lavista y supe que allí estaba K.—¿Dónde has ido? —lepregunté.—Hasta ahí nada más —mecontestó con su sequedad habitual.K y yo nos habíamos cruzadoen este sendero, estrecho como uncinturón. Entonces reparé en que asus espaldas estaba una mujerjoven. Como soy algo miope, nosupe bien quién era, pero nada máspasar K, me fijé en la cara de lamujer y descubrí asombrado que setrataba de la señorita. Me saludó,poniéndose algo colorada. Lasmujeres de entonces no se peinabancon el pelo alzado sobre la frente,sino que se lo enrollaban como unaserpiente sobre el centro de lacabeza. Me había quedado absortomirando su cabeza. Entonces me dicuenta de que uno de los dos teníaque apartarse para dejar pasar alotro. Sin vacilar, me moví a un ladoy metí un pie en el barro para poderdejarla pasar.Alcancé finalmente la calle deYanagicho, pero una vez allí ya no

sabía dónde quería ir. Sentía quedondequiera que fuera, iba a serpoco interesante. Caminémalhumorado sin preocuparme depisar el barro y salpicarme. Luego,volví a casa.34—¿Es que has salido con laseñorita? —le pregunté a K.—No —contestó—. Me la heencontrado por casualidad enMasagocho y hemos vuelto juntos.No tenía tampoco derecho aexigir más detalles.A la hora de la cena, sinembargo, tuve el impulso depreguntarle lo mismo a ella. Se rióde esa manera que tanto medisgustaba. Al final, me dijo:—A ver si adivinas dónde heido.En esa época, yo era aún muysusceptible y me molestó ser objetode las bromas de una jovencita. Laúnica persona entre todos los queestábamos a la mesa que reparó enello, era la señora. K, por su parte,mostraba su indiferencia habitual.En cuanto a la señorita, no podríadecir si su actitud era deliberada osimplemente producto de suinocencia. Para ser tan joven, erabastante considerada, aunque habíatambién rasgos en su carácter,comunes a chicas de su edad, queno me gustaban. Y esos rasgos de sucarácter que me desagradaban,solamente había empezado apercibirlos desde que K se habíainstalado en la casa. No estabaseguro de si, tal vez, todo esto eransólo figuraciones mías causadas porlos celos que sentía hacia K o sieran producto de la coquetería deesta joven. No voy a negar los celosque sentía entonces. Como ya herepetido varias veces, era muy

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consciente de la presencia de esoscelos detrás del sentimientoamoroso. Me ponía celoso pormotivos tan pequeños que, para losdemás, parecerían insignificantes.Sé que me salgo del tema, pero creoque los celos son la otra cara delamor. Después de estar casado, hevisto cómo ese sentimiento de loscelos poco a poco iba perdiendointensidad y el amor ya no tenía lafuerza de antes.Empecé a pensar en poner micorazón en las manos de ella de unavez por todas. Por supuesto, con«ella» no me estoy refiriendo a laseñorita, sino a la señora, su madre.Tenía ya la intención de pedirle lamano de su hija y, aunque estabaresuelto a hacerlo, día tras día fuiaplazando la ejecución de midecisión. Te parecerá que era unhombre muy irresoluto, pero no meimporta que lo pienses. En realidad,esa irresolución no era debida afalta de fuerza de voluntad. Antesde venir K a vivir con nosotros, mivoluntad estaba inmovilizada por laposibilidad de ser engañado porellas; y no podía dar ni un paso.Después de venir K, la duda de quela señorita amara a K me paralizabaconstantemente. Si el corazón deella se inclinaba hacia K más quehacia mí, entonces había decididoque no valía la pena declarar miamor.No pienses que era por temora sentirme humillado. Simplemente,no deseaba estar con una mujer, pormucho que la amara, que miraba aotro hombre con ojos enamorados.En el mundo hay hombres felicespor haberse casado con mujeres queles gustan, pero no se preocupan desi el gusto es recíproco. Yoopinaba, sin embargo, que esos

hombres eran o bien unos cínicosmaleados por el mundo o bien unostontos ignorantes de la psicologíadel amor. Esa teoría de que, una vezcasadas, las mujeres deben sentirsea gusto pase lo que pase, no meconvencía en absoluto; tal era elardor de mi amor entonces. En otraspalabras, yo era un idealista delamor y, al mismo tiempo, a la horade actuar, era en asuntos de amor eljoven más irresoluto y torpe delmundo.Hubo ocasiones a lo largo denuestra convivencia bajo el mismotecho en que pude haberle reveladomis sentimientos a la señorita, perolas evitaba deliberadamente. Teníala fuerte convicción de que esosería ir abiertamente en contra de lacostumbre de la cultura japonesa. Yno solamente era ese el motivo queataba mi lengua. Creía, además, quelos japoneses, especialmente lasmujeres jóvenes, no tenían el valorde manifestar claramente lo quepensaban cuando alguien lesdeclaraba su amor.35Todas estas razones meinmovilizaban e impedían dar unpaso. Era como una personaindispuesta que, acostada, abre losojos y claramente ve lo que lerodea, pero no puede mover losbrazos ni las piernas. Me invadía aveces la misma angustiosasensación, una sensación quepasaba desapercibida para todo elmundo.El año tocó a su fin y llegóAño Nuevo.Un día, la señora le propuso aK que trajera a algún amigo a casapara jugar a las cartas. K seapresuró a explicar:—Yo no tengo ningún amigo.

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La señora se quedó perpleja.Efectivamente, K no tenía nadie alque pudiera llamar amigo. Habíapersonas a las que saludaba en lacalle, pero sin la amistad suficientepara jugar a las cartas. La señora sevolvió entonces a mí:—¿Y tú? ¿Por qué no invitas aalgún conocido?Yo no tenía ninguna gana deenfrascarme en la frivolidad de esejuego102, así que le di una respuestavaga para salir del paso. Esa noche,sin embargo, ante la insistencia dela señorita, nos dejamos arrastrarde nuestros cuartos para ir a jugar alas cartas con ellas. La partida fuemuy tranquila y con pocas personasal no haber invitados. Además, K,sin apenas práctica en este tipo dejuegos, era como un convidado depiedra. Yo le pregunté:—¿Es que no conoces laspoesías del Hyakunin-isshu103?—No, no las conozco bien —contestó.Al oír la pregunta que le habíahecho a K, la señorita debiójuzgarla humillante para él, puesdesde entonces empezóostensiblemente a ponerse de partede K en el juego y acabaronjugando los dos en equipo contramí. Me hubiera incluso peleado conellos si no fuera porque la actitudde K afortunadamente seguía tanindiferente como antes de que laseñorita se pusiera de su lado. Alcomprobar la impasibilidad de K,pude acabar el juego pacíficamente.Creo que fue dos o tres díasdespués cuando la señora y laseñorita salieron por la mañana avisitar a unos parientes de Ichigaya.Las clases todavía no se habíanreanudado, así que K y yo nosquedamos de guardianes de la casa.

Yo no tenía ganas de leer ni depasear, y pasé el rato con los codosapoyados en el borde del brasero yla barbilla entre las manos. K, en elcuarto de al lado, tampoco hacíaruido. Todo estaba tranquilo, comosi no estuviéramos allí. Talsituación, sin embargo, no era raraentre nosotros, de modo que no mellamó especialmente la atención. Aeso de las diez de la mañana, Kabrió de repente la puerta correderay se me apareció cara a cara. Depie y desde la puerta, me preguntó:—¿En qué piensas?Yo no pensaba en nada.Bueno, tal vez tenía en mi cabeza laimagen de la señorita, comosiempre. Exactamente, la imagen deella y de la señora, su madre, lasdos juntas. Y, por si fuera poco, lade K, inseparable a la de ellas,enredando aún más el problema,que daba vueltas y vueltas en micabeza. Pero, cara a cara ante él yaunque desde hacía un tiempo habíaempezado a verlo como un intruso,¿cómo iba a decirle claramente queya le veía como tal? Seguímirándole en silencio. Entonces, élavanzó unos pasos y entró en micuarto. Se sentó delante del braserodonde yo también estaba sentado.Yo retiré los codos del brasero y selo acerqué suavemente. K reanudóla conversación, actividad pocopropia de él.—Han ido a Ichigaya, pero¿dónde exactamente?—Creo que a casa de una tía—contesté yo.—¿Y qué tía es esa? —mepreguntó.—Es también la mujer de unmilitar, me parece.—Pero las mujeres no salen devisita de Año Nuevo hasta

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mediados de enero, ¿no? ¿Por quéhabrán ido tan pronto?Yo no tuve más remedio quecontestarle:—Ni idea.36K no paraba de hablar de la señoray de la señorita. Llegó incluso apreguntarme cosas muy personales,a las que yo no sabía responder.Más que molestia, sentí extrañeza.Al contrastar esta actitud suya conla que tenía cuando era yo quienhablaba de ellas, el cambioresultaba llamativo. Tanto queacabé preguntándole:—Pero... ¿cómo es que hoyprecisamente me haces todas esaspreguntas?De repente, K se quedócallado. Observé que sus labioscerrados temblaban ligeramente. Kera una persona de pocas palabrasy, además, tenía la costumbre deabrir y cerrar los labios, como haceun tartamudo, antes de empezar adecir algo. Sus labios, comoforzados, no se despegabanfácilmente y precisamente por esosu fruto, sus palabras, pesaban más.Una vez que la voz se escapaba desu boca, salía con doble de ímpetuque una voz normal.Al reparar en el temblor de suslabios, rápidamente supe que algomás venía, pero no podía niimaginar de qué se trataba.Figúrate, por eso, mi sorpresacuando oí cómo sus labiosconfesaban que amabaangustiosamente a la señorita. Mequedé de piedra, como si la varitamágica de K me hubieratransformado en un fósil. Fuiincapaz de abrir la boca.Efectivamente, me quedéconvertido no sé bien si en un

bloque de temor o de sufrimiento,pero ciertamente en un bloque dealgo. De la cabeza hasta la punta delos pies sentí que todo se meendurecía como si fuera de piedra ode hierro. Hasta la respiración seme tomó dificultosa. Menos mal queeste estado no duró mucho. Uninstante después ya recuperé lasensación de estar vivo. Y me dije:«¡Ya está! ¡Se me ha adelantado!».Aparte de eso, no se me ocurría quéhacer. Creo que no tenía todavía elsosiego suficiente para pensar. Mequedé inmóvil sintiendo cómo delas axilas me brotaba un sudor fríoy desagradable.Mientras, K seguíavaciándome su corazón palabra apalabra. Mi sufrimiento erainsoportable. Un sufrimiento quedebía de notarse claramente en mirostro como si estuviera escritosobre mi frente. No había razónpara que él no se diera cuenta, peropor estar tan entregado a suconfesión, tal vez no tenía tampocoél la calma necesaria para prestaratención a mi expresión. Suspalabras, una tras otra, de principioa fin, eran pronunciadas con elmismo tono. Un tono lento y pesadoque traslucía un amor imposible dedesarraigar. Al escucharlas, micorazón era zarandeado por laviolencia de una sola y únicapregunta: «¿Qué hago?, ¿quéhago?».Creo que los detalles noentraban en mis oídos, pero el tonode su confesión penetraba en mí yretumbaba sordamente en mi pecho.Empezó a atenazarme no sólo eldolor, sino una especie de terror, elterror de saber que él era más fuerteque yo.Cuando terminó de contármelo

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todo, no supe qué decir. Mi silenciono obedecía a que yo estuvieradebatiendo en mi interior si meconvenía que yo también leconfesara mi amor o si erapreferible no decir nada. No, nopensaba en mis intereses.Simplemente, no podía decir nada.No sentía ningún deseo de decirnada.A la hora de comer, nossentamos uno enfrente del otro. Lacriada nos sirvió y nunca unacomida me ha sabido peor.Mientras comíamos, apenashablamos. Tampoco sabíamoscuándo iban a regresar la señora yla señorita.37Cada uno volvió a su cuarto y ya nonos vimos. K estaba tan silenciosocomo había estado esa mañana. Yotambién me sumergí en mispensamientos. Pensaba que debíaabrir mi corazón a K. Al mismotiempo, me parecía que ya erademasiado tarde. ¿Por qué, cuandoél me confesó su amor, yo no leinterrumpí para contraatacarle conmi propia confesión? No hacerlohabía sido mi gran error. Por lomenos, acabada su confesión, yodebí haberle revelado mis propiossentimientos. Parecía muy rarocontarle los mismos sentimientosdespués de que hubiera dado porconcluida la confesión de los suyos.No sabía cómo doblegar lo forzadoe innatural de tal situación. Elremordimiento hacía que mi cabezase moviera como un péndulo.Deseé que K abriera de nuevola puerta y viniera con el mismoimpulso hacia mí. Su entrada esamañana había sido como un ataquepor sorpresa. Me había pilladodesprevenido. Quise que se

repitiera la escena para esta vezrecuperar yo la iniciativa perdidaesa mañana. Con esta esperanzaalzaba la mirada y contemplaba lapuerta. Pero la puerta no se abría yel silencio de K me parecía eterno.Ese silencio poco a poco fueafectando a mi cabeza ¿Qué estaríapensando K en ese momento trasesa puerta? Esta pregunta meatormentaba. En otras muchasocasiones, habíamos estado los doscallados y separados por esapuerta; había aprendido en ellasque, cuanto más silencioso semostraba K, antes me olvidaba deél. Pero ahora era al revés, lo cualdemostraba lo perdido que estaba.¿Y si fuera yo el que abriera esapuerta? No, no podía. Una vezperdida la oportunidad, ya no teníaotro remedio que esperar a que élvolviera a tomar la iniciativa.Al final, no pude seguir quietomás tiempo. Si me obligaba apermanecer allí, me acometía elimpulso de plantarme en el cuartode K. No pude hacer otra cosa quelevantarme y salir al pasilloexterior. De ahí pasé a la sala deestar y, sin ninguna convicción, meserví de la tetera una taza de aguacaliente y me la bebí. Después, fui ala entrada principal y salí fuera. Deesa forma, habiendo evitado pasarpor su cuarto, me vi en el centro dela calle.Naturalmente, no tenía dóndeir. De lo que se había tratado era deno quedarse quieto en la habitación.Caminé por las calles con ambientede Año Nuevo. Anduviera cuantoanduviera, de mi cabeza no salía K.No es que caminara porque quisierasacármelo de la cabeza; más bien,lo que hacía era estar rumiando debuena gana, casi podría decirse, su

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imagen.En primer lugar, a mí K meparecía un hombre desconcertante.¿Por qué me había hecho de sopetónaquella confesión? ¿Por qué suamor había crecido tanto hasta tenerque confesármelo? Por otro lado,¿dónde se había ido el K desiempre que yo conocía? Todo meresultaba incomprensible. Sabíaque su voluntad era firme. Y queera también sincero. Antes dedecidirme a actuar, había muchoque necesitaba oír de él. Pero almismo tiempo, sentía una singularaversión a tratarle a partir deentonces.Caminaba ensimismado, con lamente continuamente ocupada por laimagen y figura de K sentado en sucuarto, inmóvil. En mi interior oíauna voz diciéndome que por muchoque yo me moviera y caminara, a éljamás podría moverle. K ibatomando a mis ojos el aspecto de undemonio, un demonio por el cualiba a estar poseído para siempre.Agotado, volví a casa. Elcuarto de K seguía silencioso, comosi no hubiera nadie dentro.38Poco después de entrar en casa, oíel ruido del rickshaw. Entonces,estos vehículos todavía no teníanlas llantas de las ruedas de goma yproducían desde lejos undesagradable ruido. El cochecilloparó delante de la entrada.Media hora después, meavisaron para cenar. Vi entonceslos quimonos de gala, que se habíanquitado la señora y su hija y quecon su brillante colorido animabandesordenadamente el cuarto quehabía al lado del comedor. Ella y sumadre habían vuelto con prisa parapoder llegar a tiempo de

prepararnos la cena sin retraso.Pero toda la amabilidad de laseñora no hallaba eco en ninguno denosotros dos. Sentado a la mesa, yoapenas hacía algún comentarioinsulso como si escatimara laspalabras, mientras que Kpermanecía aún más callado. Lamadre y la hija, que habían salidojuntas, algo nada frecuente, semostraban más alegres de lohabitual, lo cual destacaba todavíamás nuestra taciturna compostura.—Bueno, ¿qué os pasa? —preguntó finalmente la señora.—Me siento un poco mal —lerespondí yo que, en realidad, estabadiciendo la verdad.La señorita le hizo a K lamisma pregunta. Pero K no contestóque se sentía mal como yo, sino quedijo:—Es que no me apetecehablar.La señorita insistió:—¡Vaya! ¿Y eso por qué?En ese momento alcé mispárpados pesados y miré a K. Teníacuriosidad por saber quécontestación daría. Sus labios,como antes, se pusieron a temblarligeramente. Para los demás eso noera más que un indicio de suconfusión para contestar. Laseñorita, riéndose, dijo:—¡Ah, ya veo! Pensando encosas difíciles como siempre,¿verdad?K enrojeció levemente.Esa noche me acosté mástemprano que de costumbre. A esode las diez, la señora, preocupadapor el malestar que confesé tenerdurante la cena, me trajo a lahabitación una sopa. Como lahabitación estaba ya totalmenteoscura, abrió un poco la puerta y

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dijo:—¡Bueno, bueno!Entonces, la luz de la lámparade la mesa de K penetró en mihabitación en un vago y diagonalhaz de luz. Parecía que K seguíalevantado. La señora se sentó a micabecera y me dijo:—Seguramente es unresfriado. Por eso, debes entrar encalor.Y me acercó la sopa a la cara.Como no había otro remedio, metuve que tragar el espeso líquido ensu presencia.En medio de las tinieblas, mequedé despierto pensando. Nopodía hacer otra cosa, desde luego,qué darle vueltas al único tema.«¿Qué estaría haciendo K en estemomento en el cuarto de al lado?»,se me ocurrió pensar de repente. Y,casi sin darme cuenta, llamé:—¡Eh...!—¿Qué? —me respondió.Todavía no estaba dormido.—¿Todavía no te hasacostado? —le pregunté.—Iba a acostarme ahora.Otra vez le pregunté:—¿Qué estabas haciendo?Pero esta vez no huborespuesta. En lugar de unarespuesta, al cabo de cinco o seisminutos, le oí abrir un armario yextender su lecho. Oía todos susmovimientos como si los hicierasobre mi mano.—¿Qué hora es? —lepregunté.—La una y veinte.Pronto le oí apagar la lámpara.Toda la casa se quedó envuelta enun absoluto silencio.Las tinieblas, sin embargo,parecían aguzar aún más mis ojos.Nuevamente oí cómo mis labiosdecían:—

¡Eh...!—¿Qué? —me contestó igualque antes.Por fin abordé el tema y ledije:—¿Cuándo te viene mejor quehablemos más despacio de eso deesta mañana?Naturalmente que yo no teníaninguna intención de ponerme ahablar con él a través de la puerta.Tan sólo quería conseguir lo antesposible una respuesta suya por lomenos. Pero esta vez no atendió ami pregunta, a diferencia de antes.Se limitó a musitar con voz sorda:—Bueno...Y a mí, otra vez, me invadió eltemor.39La actitud irresoluta de K, quetraducía esa respuesta, continuó aldía siguiente y también al siguiente.No volvió a mostrar ningún asomode tocar el tema. Tampoco es quehubiera oportunidad de hacerlo.Mientras la señora y la señorita nosalieran algún día, K y yo nopodíamos abordar tranquilamente eltema. Yo lo sabía muy bien y elsaberlo me irritaba. Bienpreparado, acechaba ocultoesperando que K acudiera a mí;pero, en vista de que no se meacercaba, decidí tomar la iniciativa.Mientras tanto, había estadosilenciosamente observando elaspecto de todos en la casa. En laactitud de la señora y la señorita nodetecté nada anormal. Entre sucomportamiento de antes y despuésde la confesión de K, no habíaninguna diferencia. Era evidente,por tanto, que a mí y sólo a míhabía confiado K su secreto y queni la señorita ni su vigilante madreestaban enteradas. Con esto

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recuperé algo la calma, una calmaque me llevó a pensar que tal vezfuera mejor esperar a que laoportunidad se presentara por símisma para abordar el tema y nocrear una ocasión artificial. Así,decidí dejar el asunto por untiempo.Dicho de esta manera, podráparecerte todo muy fácil. Enrealidad, sin embargo, mi corazónera asaltado por altibajossemejantes al flujo y reflujo de lamarea. Al reparar en que K no semovía para nada, mi imaginaciónprestó a esa actitud múltiplessignificados. Por otro lado, cuandoobservaba lo que la señora y laseñorita decían y hacían, meentraba la sospecha de si suspalabras y actos reflejabanrealmente sus pensamientos. Mepreguntaba si sería verdad que, enefecto, ese complejo mecanismocolocado en el corazón humanorefleja y apunta siempre el númeroexacto como hacen las manecillasde un reloj. Créeme: sólo despuésde darle vueltas y vueltas al asuntohabía conseguido llegar a ese puntode relativa calma. O, dicho de otromodo, la palabra «calma» no estabani siquiera disponible para mí enesos momentos.Empezaron las clases denuevo. Los días en que teníamos elmismo horario, K y yo salíamosjuntos de casa; y, cuando nos ibabien, también volvíamos juntos.Vistos desde fuera, K y yo éramostan íntimos como antes. Pero cadauno andaba sumergido en suspropios pensamientos. Un día, en lacalle por fin le abordé:—Aquella confesión que mehiciste... ¿se la has hecho también ala señora o a su hija?

Mi futura conducta pendía delhilo de su respuesta. Contestóclaramente:—Sólo te lo he dicho a ti y anadie más.«Lo que me imaginaba», pensécon satisfacción. Sabía que K eramás abandonado que yo. Y tambiénmás valiente. Aún así y por extrañoque parezca, confiaba en él. Miconfianza en él había permanecidointacta a pesar de haber estadoengañando a sus padres adoptivospor espacio de tres años. Es más,sólo por esa razón confiaba más enél. Esta confianza mía explica que,aunque yo fuera receloso, no dudarade la franqueza de su respuesta.Le hice otra pregunta:—¿Y qué vas a hacer con esteamor? ¿Vas a hacer algo porrealizarlo o se va a quedar sólo enuna confesión?Esta vez no me respondió.Bajó la vista y siguió caminando ensilencio.—No me ocultes nada, porfavor. Dime todo lo que piensas.—No tengo ninguna necesidadde ocultarte nada —me dijoclaramente.Pero del tema que tanto meinteresaba, no me dijo ni unapalabra. Como íbamos caminando,me resultaba difícil detenerle enmedio de la calle y apremiarle aque fuera más preciso. Las cosas sequedaron, pues, así.40Hacía mucho tiempo que no habíaido a la biblioteca de launiversidad. Hasta que un día entré.Sentado en el extremo de unaamplia mesa, con medio cuerpoexpuesto a la luz que entraba por laventana, me puse a hojear unasrevistas extranjeras recién llegadas.

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Mi tutor me había dado una semanapara recoger datos sobre un tema demi especialidad. No pude hallar loque buscaba en las revistas y tuveque levantarme dos o tres vecespara traer más revistas. Al fin,encontré el texto que buscaba y mepuse a leerlo con mucha atención.Pero en ese momento, alguienme llamó en voz baja desde el otrolado de la amplia mesa. Al alzar losojos, vi a K de pie. Se inclinó sobrela mesa para acercarse más a mí.Como sabes, en la biblioteca no sepuede hablar en voz alta a fin de nomolestar a los demás. Por eso, elgesto de K, aunque perfectamentenormal en esas circunstancias y enuna biblioteca, a mí me pareciósingularmente extraño. En ese tonobajo, me preguntó:—¿Estás estudiando?—Sí..., unos datos...K siguió con su cara cerca dela mía. Con el mismo tono volvió apreguntar:—¿Qué tal un paseo?—Bien, pero tendrás queesperarme un rato.—De acuerdo; te espero —medijo.Y se sentó en el lugar quehabía libre delante de mí. Perodesde ese momento me resultóimposible concentrarme en lalectura de la revista. No podíaapartar la idea de que había venidoporque tenía algo que decirme. Pusela revista boca abajo y me dispusea levantarme.—¿Ya has acabado? —mepreguntó tranquilamente.—No, pero no importa.Devolví la revista y salí de labiblioteca con K.No teníamos ningún destinoconcreto. Así que de Tatsuokacho

nos dirigimos a Ikenohata y nosmetimos en el parque de Ueno.Entonces K se puso a hablar de eseasunto. Por el modo de abordarlo,se diría que me había sacado apasear a fin de hablarmeprecisamente de eso. Pero, por suactitud, no parecía haber llegado aninguna decisión concreta.—¿A ti qué te parece? —mepreguntó vagamente.Deseaba saber cómo le veíayo a él, caído en el fondo delenamoramiento. Por decirlo en unapalabra, lo que él quería de mí erami crítica sobre el estado en que seencontraba. En eso, pudeclaramente reconocer unadiferencia entre su conductahabitual y la de entonces. Lo herepetido varias veces: la naturalezade K no era nada débil en el sentidode que le inquietara la opiniónajena. Cuando creía en algo,avanzaba con determinación y conla suficiente audacia como parallevarlo a cabo. En mi mente estabagrabada esa fuerza de carácterdemostrada en relación con sufamilia adoptiva. La pregunta queacababa de hacerme en el parqueera, por lo tanto, a todas lucesimpropia de su carácter.Al preguntarle yo por qué enesa ocasión deseaba mi parecer, merespondió con un tono deabatimiento jamás oído en él:—Es que estoy realmenteavergonzado de mi debilidad...Y añadió:—Me siento perdido, sinlograr entenderme. ¿Qué remediome queda si no es pedirte tu opiniónsincera?—¿Qué quieres decir con esode «perdido»? —me apresuré apreguntarle.

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—Quiero decir que no sé sidebo avanzar o retroceder. No séqué hacer.—Pero dime: ¿podríasrealmente retroceder si quisieras?—le pregunté yo.Inesperadamente, se quedó sinpalabras. Sólo acertó a decir:—¡Siento tanto dolor!Su aspecto, en efecto,expresaba sufrimiento. ¡Ah! Si elobjeto de su pasión no hubiera sidola señorita, ¿acaso yo no habríavertido de mil amores palabras deconsuelo con las que, como gotasde benéfica lluvia, haber podidoaliviar la sequedad de su rostro?Creo que he nacido con estedon de la compasión, pero enaquella ocasión yo no era yo.41Observaba a K con la atención conque se observa a un contrincante deesgrima que perteneciera a unaescuela diferente. Mi cuerpo entero,de pies a cabeza, estaba en estadode máxima alerta y en guardia paraenfrentarme a él. K, por su parte, seme ofrecía accesible y vulnerableen su inocencia. Era como si yohubiera recibido de las propiasmanos del enemigo el plano de unafortaleza que ahora examinaba fríay calmadamente en su presencia.Mis pensamientos mirabanexclusivamente el punto en quepodría asestarle un golpe único ycertero y así vencerle. Acababa dedescubrir, en efecto, que K vacilabaentre la realidad y el ideal. Memoví con rapidez para sacar ventajade ese flanco débil. Avancé a élcon gravedad inexorable. No sólotal era mi táctica, sino también erala reacción natural a missentimientos. No tenía motivos,pues, para sentirme en una posición

ridícula ni vergonzosa. Así que ledije:—La persona sin voluntad demejorar espiritualmente es unidiota. Esa fue, exactamente, la fraseque él mismo me dijo cuandoviajábamos por Boushu. Estaestocada se la di con el mismo tonocon que él me la había dado. Peroen mis palabras no había venganza.Te confieso que llevaban unaintención más cruel que una simplevenganza. Yo quería segar elcamino del amor que se le ofrecíadelante.K había nacido en un templobudista de la escuela de Shin-shu.Pero ya en sus años de enseñanzamedia, su filosofía parecía irsealejando de las doctrinas de esaescuela. Reconozco que soy un legoen este tema de las diferencias entrelas escuelas budistas y que, portanto, no tendría derecho a haceresta crítica, pero me di cuenta deque K difería de la doctrina deShin-shu en su actitud hacia larelación hombre-mujer. A K legustaba referirse al término de«esfuerzo y abstinencia». Yocomprendía que en esa expresión secontenía la idea del control de laspasiones. Me sorprendí, sinembargo, cuando más tardedescubrí que el significadoverdadero de esa expresión iba másallá. Para K, la base de esa idea eraque había que sacrificar todo paraseguir el «camino verdadero», esdecir, más allá de la abstinencia, elamor, aunque desprovisto de deseocarnal, era un obstáculo en esecamino. Cuando K se mantenía porsí solo, yo escuchaba confrecuencia sus opiniones. Porentonces yo ya andaba enamoradode la señorita y a toda costa le

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manifestaba mi oposición. Alcontradecirle, él siempre ponía unaexpresión lastimosa en la que másque compasión, se reflejaba eldesdén.Recordando ese pasado, eraevidente que esto que acababa dedecirle —la persona sin voluntadde mejorar espiritualmente es unidiota— iba a dolerle. Con estaspalabras, sin embargo, no pretendíaatacar el edificio de las ideas queél había construido. Más bien,deseaba que siguieraconstruyéndolo. El hecho de que suedificio alcanzara el cielo, o de queK encontrara el camino quebuscaba, no me importaba. Sólo,temía que K cambiase de repentesus ideas y chocase con misintereses. En otras palabras, lo queacababa de decirle era simplementeuna manifestación de mi egoísmo.Y se lo repetí:—El que no tiene voluntad deprogresar espiritualmente es unidiota. Se lo repetí dos veces. Y mepuse a observar el efecto de mispalabras.—Idiota —dijo finalmente—.Sí, soy un idiota.Se detuvo quedándoseinmóvil. Miró al suelo. Pero,inesperadamente, el temor mesobrecogió y me quedé helado. Enese instante, sentí que K iba aerguirse amenazadoramente y saltarsobre mí como un atracador.Percibí, sin embargo, que el tono desu voz era demasiado débil.Hubiera querido leer algo en susojos, pero se mantuvo cabizbajotodo el tiempo. Y, de nuevo, echó aandar lentamente.42Caminé a su lado esperando lassiguientes palabras que saldrían de

sus labios. Digo esperando, perosería más exacto decir acechándolepara saltar sobre mi desprevenidapresa. Estaba listo, incluso, paraatacarle por la espalda. Deboconfesar que, con la conciencia queme había sido inculcada por miseducadores, una voz debierahaberme susurrado al oído: «Estássiendo un cobarde». Entonces, yohabría reaccionado y habríarecuperado mi yo de siempre. Siesa voz hubiera sido la de K, mehabría sonrojado ante él. Pero Knada dijo porque era demasiadorecto para hacerme reproches. Eratambién demasiado sencillo ydemasiado bueno. Pero yo, cegadopor el amor, me estaba olvidandode respetarle por esas mismascualidades. Y aún más, me estabaaprovechando de ellas. Meaprovechaba para vencerle.Poco después, K me llamó pormi nombre y me miró. Fui yo el quese detuvo esta vez. También K separó. Por fin pude ver sus ojos caraa cara. Como K era más alto queyo, tuve que mirar hacia arriba paraverle bien. En esa posición, yodirigí mi corazón de lobo hacia elcordero inocente.—Vamos a dejarlo —dijo.Sus ojos y palabras traslucíansufrimiento. No pude responder. Kañadió entonces en tono de súplica:—¡Déjalo ya!Esta vez mi respuesta fuecruel, tan despiadada como laagresión del lobo mordiendo lagarganta de un cordero preso:—Dices que lo dejemos, perono he sido yo quien ha empezado,¿verdad? Tú lo has empezado desdeel principio. Pero, en fin, si quieresque lo dejemos, pues bien, lodejamos. Te advierto, de todos

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modos, que si no tienes voluntad deponer fin tú mismo a todo esto,aunque dejemos la conversación,¿cómo vas a justificar tus ideas desiempre?Al pronunciar estas palabras,sentí cómo su estatura encogíadelante de mis propias narices.Como he dicho en otras ocasiones,K era muy obstinado, aunque, porotro lado, era más recto que nadie.Por eso, cuando le atacaban en suscontradicciones, se ponía nervioso.Al ver su aspecto, por fin metranquilicé. Entonces me dijo deimproviso:—¿Voluntad? —y antes de queyo pudiera contestarle, añadió—:¿Voluntad...? ¡Claro que la tengo!Por el tono parecía estarhablando consigo mismo, como siestuviera soñando.Dejamos de hablar y nosencaminamos a casa, enKoishikawa. No hacía viento;tampoco demasiado frío. Aún así,era invierno y el parque estabatriste. Al volver la vista y fijarmeespecialmente en los cedros, con sutono verde descolorido por lasrecientes heladas y con las ramasrojizas alzadas a un cielo negruzco,sentí que una corriente fresca meatenazaba por la espalda. Entre dosluces, pasamos deprisa porHongodai y bajamos al valle deKoishikawa para después ponernosa subir otra vez la cuesta. Sóloentonces pude sentir el calor de micuerpo debajo del abrigo.De vuelta, apenasconversamos, tal vez por ircaminando con tanta prisa.Cuando ya estábamos sentadosa la mesa para cenar, la señora nospreguntó:—¿Por qué habéis llegado

tarde?—K me propuso acompañarlehasta Ueno —respondí yo.La señora mostró su sorpresaexclamando:—¡Con este frío!La señorita se mostró curiosa:—¿Y qué había en Ueno, sipuede saberse?—Nada. Sólo estuvimospaseando —le dije.K permanecía tan calladocomo de costumbre, o más si cabe.Ni las palabras amables de laseñora ni las risas de la señoritalograron arrancarle apenas unapalabra. Terminó de tragarse lacena a toda prisa y, antes delevantarme yo, se retiró a su cuarto.43En aquellos años todavía no habíanadie que hablara de ideas talescomo la «era del despertar» o «lavida nueva». Pero el motivo de queK no abandonara su viejamentalidad y corriera en pos denuevos horizontes no era por faltade ideas modernas, sino porqueestaba muy arraigado en un pasadoconsiderado por él comodemasiado sagrado para poderprescindir de él. Podría decirse quesu vida hasta entonces se habíaregido precisamente por esecarácter sagrado. Así, aunque noavanzaba con decisión hacia elobjeto de su amor, tampoco podíadecirse que este amor suyocareciera de pasión. K era incapazde moverse a ciegas pese a laviolencia de su sentimientoamoroso. Mientras que estuvierarecibiendo un impacto tan potenteque le hiciera olvidar todo, se veríaobligado a detenerse y a volver lavista a su pasado. Por eso, no lequedaría más remedio que seguir

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recorriendo el camino marcado porsu pasado. K, además, poseía esaterquedad y paciencia que no tienela gente hoy en día. En estos dossentidos, yo había captado bien sussentimientos.La noche que volvimos deUeno sentí una calma relativa.Cuando K se retiró a su cuarto, yole seguí y me senté al lado de sumesa. Deliberadamente, me puse acharlar de asuntos triviales. Suexpresión era de molestia. De quemis ojos brillaran con la lucecitadel triunfo no estoy seguro, pero enmi voz sí que había un tono deorgullo inconfundible. Después decalentarme las manos en el mismobrasero que él, volví a mi cuarto.En muchos aspectos no alcanzabayo su nivel, pero entonces me dicuenta de que por fin había algo enlo que no había razón para temerle.No tardé en quedarmeplácidamente dormido. Pero medesperté bruscamente al oír que mellamaban por mi nombre. Abrí losojos y vi la figura oscura de K en laentreabierta puerta corrediza. Sucuarto seguía iluminado por lalámpara. Sentí que bruscamentehabía cambiado el universo y, porun rato, me quedé sin voz mirandovagamente la escena.—¿Estabas dormido? —mepreguntó.K solía quedarse despiertohasta muy tarde.—¿Qué querías? —dije yo a lanegra silueta.—No, nada. Me habíalevantado para ir al cuarto de bañoy quería saber si estabas despiertoo dormido.La iluminación le venía desdeatrás y no pude distinguir ni su carani sus ojos. Pero su voz sonaba con

más calma de lo habitual en él.K cerró la puerta. Mihabitación volvió a quedar aoscuras. En esta oscuridad cerré losojos dispuesto a tener un sueñoapacible. No recuerdo más.A la mañana siguiente, sinembargo, al ponerme a pensar en lanoche anterior me pareció extrañaesta visita de K. ¿Habría sido unsueño? Pensé.A la hora del desayuno se lopregunté.—¡Claro que abrí la puerta yte llamé! —me dijo.—¿Y por qué lo hiciste?No me dio ninguna respuestaclara, pero al cabo de un buen rato,cuando ya no estábamos en esetema, me preguntó:—¿Puedes dormir bien estosdías?Su pregunta me produjo unaextraña sensación.Aquel día, nuestras clasesempezaban a la misma hora; así quesalimos juntos de casa. Preocupadocomo estaba desde la mañana porlo de la noche anterior, otra vezvolví a acosar a K con preguntas.Pero tampoco esta vez me dioninguna respuesta satisfactoria. Yoinsistí:—Pero fuiste tú quien anochequiso hablar conmigo sobre eseasunto, ¿no es eso?—No —dijo tajantemente.Daba la impresión de que conesta negativa estaba llamando miatención a que el tema habíaquedado cerrado el día anterior enUeno. En este aspecto, K tenía unagudo sentido de la propiadignidad. Me di cuenta de esto derepente y recordé aquella palabradicha por él con insistencia lavíspera: «voluntad», una palabra

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que, si antes no me inquietaba enabsoluto, ahora empezó aoprimirme la cabeza con unaextraña fuerza.44Tenía pleno conocimiento delcarácter enérgico de K, pero almismo tiempo comprendíaigualmente bien la razón de suindecisión en este único asunto.Sentía, por tanto, cierto orgullo porconocer bien tanto los rasgosordinarios como los extraordinariosde su carácter. Aún así, mientrasque en mi mente yo era capaz derumiar esa palabra de «voluntad»,mi confianza iba paulatinamenteperdiendo alas y al final amenazabacon desplomarse. Pensaba que talvez la conducta de K en este asuntono era más que consecuencia deesos rasgos ordinarios de sucarácter y no de los extraordinarios.Empezaba incluso a sospechar quetal vez tuviera guardado en lamanga un último recurso parasolucionar de una vez todas susdudas, toda su angustia ysufrimiento. Al someter la palabra«voluntad» a esta nueva luz, measusté. Con mirada imparcial yobjetiva necesitaba inspeccionar elcontenido de la voluntad de K. Pordesgracia, sin embargo, mi miradaestaba lesionada; era como siestuviera tuerto. Su voluntad yo laentendía solamente en el sentido deque él habría de usarla paralanzarse sobre el objeto de su amor,la señorita. Sólo podía pensar quesu valor iba a ser ejercido en elcumplimiento de su amor.Había en mi corazón unavocecilla diciéndome que yotambién necesitaba tomar unadecisión final. Decidí responder aesa voz espoleando mi coraje y así

actuar antes que él y sin suconocimiento. Aguardé laoportunidad en silencio. Dos, tresdías esperé que se presentara laocasión. Pero no venía. Queríahablar con la señora sobre su hijacuando ni esta ni K estuvieran en lacasa. Pero si él no estaba, estabaella. Así, pasaban y pasaban losdías sin presentarse una ocasiónfavorable para que yo pudieradecir: «¡Ahora!». Empezaba airritarme.Al cabo de una semana en esasituación, e incapaz de aguantarmás, una mañana fingí encontrarmemal. La señora, la señorita y hastaK me avisaron de que era hora delevantarse, pero yo les contestévagamente y seguí bajo el edredónde la cama hasta las diez o algo así.Cuando estuve seguro de que ni Kni la señorita estaban y que latranquilidad reinaba en la casa, melevanté. Al verme, la señora mepreguntó:—¿Dónde te duele? —yañadió—: ¿Por qué no siguesacostado? Yo te llevaré la comida ala habitación.Pero, como en realidad noestaba en absoluto mal, no deseabaseguir más tiempo acostado. Melavé la cara y desayuné comosiempre en la sala de estar.La señora me sirvió eldesayuno desde el otro extremo dellargo brasero. En mi mano yosujetaba el tazón de arroz, aunque niyo mismo sabía si estabadesayunando o almorzando. Tansólo me preocupaba cómo abordarel asunto. En realidad, por tanto,debía tener el aspecto de unenfermo que se siente mal.Terminé el desayuno y mepuse a fumar. Como no me

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levantaba, la señora tampoco seapartaba de la mesa. Llamó a lacriada y le pidió que retirara mibandeja. Después, siguió allíconmigo, entretenida en echar másagua en la tetera o en limpiar elreborde del brasero.—¿Tiene algo importante quehacer ahora, señora? —le pregunté.—No. ¿Por qué? —mepreguntó a su vez.—Bueno... Es que hay algo delo que quisiera hablarle...—¿Y de qué se trata? —mepreguntó mirándome a la cara. Sutono era tan ligero que no casabacon la gravedad de mi estado deánimo. Sentí entonces que laspalabras se me atragantaban.Seguí un rato más dandorodeos hasta que por fin lepregunté:—¿Le ha dicho K algorecientemente?La señora puso cara de nosaber nada y me respondió:—No, pero... ¿sobre qué? —yantes de que yo pudiera contestar,añadió—: ¿Y a ti te ha dicho algo?45No tenía ninguna intención derevelarle la confesión de K. Por esole contesté:—No, nada —y al instantesentí malestar por la mentira. Enrealidad K no me había pedidonada sobre este asunto. Añadí:—Pero bueno..., no se trata deK...—¿Ah, no? —Se quedó enactitud de esperar mis palabras.Ya no me quedó otra salidaque decírselo. Bruscamente, lesolté:—Señora, quiero pedirle lamano de su hija.No puso la cara de sorpresa

que yo había imaginado, pero porun buen rato no pudo contestarme yse quedó mirándome en silencio.Una vez lanzada mi petición,ya no sentía timidez e insistí:—Deme a su hija, por favor.Démela como esposa.La señora, sin duda por suedad, se mantenía todo el tiempomucho más tranquila que yo. Medijo:—Bien, no te estoy diciendoque no, pero ¿no es demasiadorepentino todo esto?Yo me apresuré a contestar:—Quiero casarme con ellacuanto antes.Se echó a reír. Luego quisoasegurarse y me preguntó:—¿Lo has pensado bien?Le expliqué con tono rotundo:—Sí, lo he pensado bastantetiempo, aunque la petición leparezca tan repentina...Me hizo dos o tres preguntasmás sobre temas que ya heolvidado. La señora tenía un templeresuelto, casi masculino, muydistinto al de otras mujeres, lo cualla hacía una persona con quienpodía hablarse con absolutafranqueza.—Está bien. Te daré a mi hija—dijo finalmente. Y añadió—:Nuestras circunstancias tampoconos permiten decirte que te concedosu mano. Ya sabes que la pobre eshuérfana de padre. Por eso, soy yoquien debe más bien pedírtelo enestos términos: «Por favor, tómalapor esposa».De esa forma, fue ella quienacabó pidiéndome que me casaracon su hija.El asunto quedó, por tanto,zanjado de forma así de fácil yclara. Nuestra conversación no

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había durado ni siquiera quinceminutos de principio a fin. Laseñora no puso ninguna condición.Me dijo que tampoco habíanecesidad de consultar con ningúnpariente; bastaría con decírselodespués. Incluso dijo que no hacíafalta asegurarse de la voluntad desu hija. En estos detalles creo queyo, pese a tener estudios, daba másimportancia a la forma que ella.Cuando le expresé que no meimportaba que no se consultase alos parientes, pero sí que debíadecírselo a su hija y asegurarse deque estaba de acuerdo, me dijo:—No te preocupes. Yo jamásle daría por esposo a un hombrecon quien ella no deseara casarse.Al volver a mi habitación ypararme a reflexionar sobre lafacilidad con que este asunto habíaavanzado, me sentí extraño. Incluso,se me metió en la cabeza la duda desi todo esto había ocurrido enrealidad. La idea de que las grandeslíneas de mi destino ya estabantrazadas me hizo sentir en todos losaspectos como una persona nueva.A mediodía, fui otra vez a lasala de estar y le pregunté a laseñora:—¿Cuándo piensa hablar consu hija sobre lo de esta mañana?—¿Importa mucho cuándo selo diga, una vez que ya estamos deacuerdo?Por esa forma de hablar tandirecta daba la impresión, aunsiendo mujer, de tener más carácterque yo. Cuando iba a retirarme, mellamó y me dijo:—Bien, si deseas que hablecon ella cuanto antes, hoy mismopuedo decírselo, tan pronto vuelvade clase.—Sí, creo que sería mejor —

le dije, y volví a mi habitación.Pero imaginar a esas dosmujeres hablando del asunto delmatrimonio y estar yo sentado en mimesa, me producía inquietud. Asíque cogí el sombrero y salí a lacalle.Al bajar la cuesta, me encontrécon la señorita. Ignorante de todo,pareció sorprenderse de verme allí.La saludé quitándome el sombrero yle dije:—¿Ya vuelves a casa?A su vez, ella me preguntó conaire de curiosidad:—¿Ya te encuentras mejor?Le contesté:—Sí, ya estoy bien, muy bien.Me alejé con paso rápido endirección a Suidobashi.46De Sarugakucho salí a la calle deJinbocho y de ahí giré en direccióna Ogawa-machi. Siempre que iba aeste barrio, era con el fin de visitarlibrerías de viejo, pero aquel día nome apetecía para nada hojear viejoslibros manoseados. Mientrascaminaba, no dejaba de pensar enlo que podía estar ocurriendo en lacasa. En mi mente, me representabaa la señora, tal como la había vistopoco antes en casa, y a la señorita,que acababa de regresar. Estas dosfiguras, como dos piernas, mehacían caminar. De vez en cuando,además, me detenía sin saber porqué en medio de la calle y pensaba:¿estarán en este instante hablandomadre e hija sobre este asunto? Obien, me figuraba que ya habríanterminado de hablar.Crucé el puente de Mansei ysubí por la cuesta del templo deMio-jin. Así llegué a Hongodai,bajé por Kukusaka y finalmentebajé al valle de Koishikawa. Había

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recorrido tres barrios moviéndomeen un círculo ovalado, perocuriosamente durante todo estelargo paseo apenas había pensadoen K. Ahora que me acuerdo, mepregunto cómo pudo ser así. Nosabría responder. Simplemente, meparece extraño. Tal vez, mi corazónestaba en tal tensión sobre un temaconcreto que me había olvidado deK, aunque mi conciencia no debíahaberme permitido tal olvido.Esta conciencia se reencontrócon K en el momento de pasar porsu cuarto para entrar en mihabitación, una vez que volví a casapor la puerta principal. Comosiempre, estaba leyendo sentado ala mesa. Y, como siempre, apartó lavista del libro y me miró. Pero estavez no me dijo aquello de «¿Qué?,¿ya has vuelto?», sino que mepreguntó:—¿Ya estás bien? ¿Has ido almédico?En ese momento, sentí ganasde arrodillarme ante él y pedirlehumildemente perdón. No fue esteun impulso nada débil. Sihubiéramos estado los dos solos enmedio de un desierto, seguro queme habría dejado llevar por él y,fiel a mi conciencia, le habríasuplicado perdón. Pero estábamosen una casa en donde había másgente y mi naturaleza me contuvo enel acto. Por desgracia, ya nunca másvolvió a brotarme ese impulso.A la hora de cenar, K y yovolvimos a vernos. K se mostrabaabatido e, ignorante de todo loocurrido en su ausencia, su actitudno expresaba ni la más mínimasospecha. La señora, igualmenteignorante, pero sólo de la verdadentre K y yo, parecía más alegreque de costumbre. Sólo yo no era

ignorante de nada. Los alimentos deaquella cena me supieron a plomo.Esa vez la señorita, a diferencia delo que siempre hacía, no se sentócon nosotros a cenar. Cuando sumadre la llamaba, ella contestabadesde la habitación de al lado:—¡Ahora voy!Pero nada más. La curiosidadfinalmente prendió en K, quepreguntó a la señora:—¿Qué le pasa a su hija?La señora me miró un instantey contestó:—Sin duda, se siente turbada.K insistió:—Pero ¿por qué se siente así?La señora volvió a mirarme amí, esta vez con una sonrisa.Desde que me senté a la mesa,sabía ya por la expresión de laseñora cómo más o menos habíapodido ir el asunto. Pero me habríaparecido horroroso si ella lehubiera explicado a K todo, estandoyo delante. Juzgándola capaz dehacerlo, me sentía muy inquieto.Pero, afortunadamente, K no tardóen sumirse en su silencio desiempre. La señora, en efecto,siguió más alegre de lo habitual enella, aunque, pese a mi inquietud,no llegó a abordar el asunto que yotemía. Suspiré aliviado y volví a micuarto.A pesar de todo, no podíapermanecer sin idear un curso deacción con respecto a K.Mentalmente, fabriqué múltiplesexcusas, ninguna de las cuales, sinembargo, me pareciósuficientemente apta paraenfrentarme a él. Por ser yo tancobarde, renuncié, fatigado, a laidea de explicárselo todo.47Pasaron dos o tres días igual.Mientras, los constantes

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remordimientos que sentía hacia Kno dejaban de oprimirme el pecho.Sentía que tenía que hacer algo conrespecto a él. Además, tanto laactitud de la señorita como el tonode hablar de su madre durante todosesos días eran como pellizcos queme hacían sufrir. De la señora, encuyo carácter, como he dicho, habíarasgos de franqueza masculina,temía que en cualquier momentorevelase mi compromiso con su hijamientras estábamos sentados a lamesa.Recelaba de que elcomportamiento de la señoritahacia mí, que parecía habercambiado tanto desde aquel día,sembrara en la atención de Ksospechas que cubrieran su corazónde nubes. Reconocía que K debíaser informado de la nueva relaciónque yo había establecido con estafamilia. Pero la conciencia quetenía de mi propia debilidad moraldificultaba en extremo esta tarea.Impotente, pensé pedirle a la señoraque fuera ella quien, naturalmenteen mi ausencia, le comunicara a Knuestro compromiso. Pero si se locontaba tal como había ocurrido, mihonor quedaría igualmente por lossuelos, aunque la diferencia estaríaen habérselo dicho directa oindirectamente. Por otro lado, si lepidiera a la señora que le dijera unamentira, entonces ella querría saberla razón de querer ocultarle laverdad. Finalmente, si se lo pedíaconfesándole toda la verdad a ellamisma, entonces yo mostraría a miquerida prometida y a su madretoda mi debilidad y miseria. Y estaera una idea intolerable para mípues equivalía a perder gran partede la confianza que ellas habíandepositado en mí. Y ya antes de

casarme, perder, por poco quefuera, la confianza de mi futuraesposa me parecía una desgraciainsoportable.En resumen, yo era un tontoque, en lugar de haber andadofirmemente un camino recto, habíaestado resbalando. O tal vez, era unbribón. Sólo el cielo y mi corazónlo sabían. Era evidente que paraenderezar el camino y dar el primerpaso, tenía que descubrir a todos mifalta, una falta que yo deseabaocultar a toda costa. Al mismotiempo, me veía metido en unverdadero atolladero en el cualestaba de pie pero incapaz de poderdar un solo paso, incapaz demoverme.Al cabo de cinco o seis días,la señora me preguntó de sopetón:—Bueno, supongo que ya lehabrás contado a K lo de tucompromiso matrimonial, ¿verdad?—Pues, no, todavía no —repuse yo.—Pero ¿cómo es posible? —me dijo en tono de reproche.Sentí que la rigidez invadíatodo mi cuerpo. Entonces, lorecuerdo aún perfectamente, sussiguientes palabras me cayeroncomo una verdadera sorpresa:—¡Claro! Ahora entiendo porqué puso K esa cara cuando se lodije yo... ¡Qué malo eres! ¡Nohaberle dicho nada siendo tanamigo suyo!—¿Y qué dijo él? —acerté apreguntarle.—Nada, nada especial.Pero yo no pude contener mideseo de saber más e insistí en queme diera más detalles.Ella, por supuesto, no teníanada que ocultar. Diciendo que nohabía nada realmente importante

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que contar, me describió lareacción de K al decírselo.Resumiendo las palabras de laseñora, parece que K recibió esteúltimo golpe con sorpresacontrolada y compostura. Al saberla nueva relación establecida entrela señorita y yo, K se limitó aexclamar:—¿Ah, sí?Pero cuando la señora le dijo:«¡Vamos, hombre! ¡Alégrate tútambién!», K, mirando por primeravez a la cara a la señora, esbozóuna sonrisa y dijo:—¡Enhorabuena! —y selevantó para irse.Cuando estaba a punto de abrirla puerta de la sala de estar, sevolvió y preguntó:—¿Y cuándo será la boda? —Y añadió—: Me gustaría ofrecerlesalgo, pero como no tengo dinero,me temo que no podré regalarlesnada.Yo, mientras escuchaba estaspalabras de K relatadas por laseñora, sentí una angustia queparecía ahogarme el corazón.48Hacía dos días que K conocía micompromiso matrimonial; sinembargo, no mostraba hacia mí unaactitud distinta a la de antes.Aunque su indiferencia sólo fueraaparente, merecía todo respeto,pensaba yo. Puestos los dos en unabalanza de méritos, K parecía másdigno de estima que yo. Me decía amí mismo: «Le he vencido por laastucia; pero, como hombre, me haganado». Esta idea giraba como untorbellino en mi cabeza; sólo deimaginar cuánto debíadespreciarme, hasta me pusecolorado. A estas alturas, sinembargo, presentarme ante K y

acusarme a mí mismo era un golpedemasiado mortificante para miamor propio.Indeciso como estaba entre darun paso adelante o quedarme dondeestaba, tomé el partido de esperaral día siguiente. Eso fue un sábado.Justo esa noche, K se suicidó. Elrecuerdo de aquella escena mesigue produciendo escalofríos.Yo siempre dormía orientandomi almohada al este, pero aquellanoche cuando fui a acostarmecoloqué por pura casualidad laalmohada en dirección al oeste104.Es posible que esto traiga malasuerte. Lo cierto es que una ráfagade aire frío que soplaba alrededorde la almohada, me despertó.Al abrir los ojos, vi que lapuerta que daba al cuarto de Kestaba entreabierta como el otrodía. Pero su oscura silueta esta vezno estaba allí. Me incorporé sobrelos codos mirando hacia su cuarto,como obedeciendo unpresentimiento. La lámparailuminaba débilmente. Distinguí sulecho y me fijé en que el edredónestaba doblado en la parte de lospies. K yacía con el cuerpo bocaabajo mirando al otro lado.—¡Eh! ¡Oye! —exclamé.Pero no hubo respuesta.—¿Qué te pasa? —volví adecir. Pero su cuerpo permanecíainmóvil. Al punto, me levanté y fuihasta la puerta de su cuarto. Desdeahí, observé el interior a la luzindecisa de la lámpara.Mi primera impresión fueigual que cuando escuché de suslabios aquella súbita confesión deamor. De un solo vistazo al cuarto,mis ojos, como dos bolas de cristal,perdieron su capacidad de moverse.Me quedé de pie, inmóvil. Pasado

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el impacto inicial y súbito como elrayo, pensé: «¡Todo está perdido!».Una negra luz, que me decía quetodo era ya irremediable, lanzó undestello sobre todo mi futuro,iluminando de modo sombrío y porun instante la vida entera queespantosamente se extendía ante mí.Me puse a temblar.Pero no me podía olvidar demí mismo. Reparé enseguida en unacarta puesta encima de la mesa. Talcomo había supuesto, iba dirigida amí. Abrí el sobre con impaciencia...Su contenido, sin embargo, no erael que yo había imaginado. Habíasupuesto que habría gravesacusaciones contra mí. Temía, enefecto, que si la señora y la señoritase enteraban del contenido, medespreciarían. Una ojeada me bastópara disipar mis temores y pensar:«¡Estoy salvado!». (De hecho, loque había salvado eran lasapariencias, algo que para mí erasumamente importante en todo esteasunto).El contenido de la carta erasimple. Todo se explicaba entérminos más bien generales. Decía:He decidido quitarme la vida acausa de la debilidad de mivoluntad y por haber perdido laesperanza de llegar a ser lo quedeseo. Te agradezco que te hayasocupado de mí y te ruego quedispongas de mi cuerpo sin vidaencargándote de todo, que medisculpes ante la señora por todaslas molestias causadas y queinformes de esta muerte a mifamilia.Todo lo necesario seexpresaba con claridad y llaneza.En ninguna parte de la cartaencontré el nombre de la señorita,algo que, después de leer hasta el

final, comprendía que había sidoevitado deliberadamente. La fraseque más me afectó de toda la cartafue la última, escrita a modo deapostilla final, con la última gota detinta que le quedaba, y que decía:¿Por qué he vivido hastaahora? Hace tiempo que tenía quehaber muerto.Doblé la carta y con manostemblorosas la metí en el sobre. Lapuse sobre la mesa, tal comoestaba, a la vista de todos. Luegome volví y por primera vez me fijéen la superficie del fusuma105salpicada de sangre.49Con las dos manos, levanté lacabeza de K. Deseaba echar unvistazo a su rostro sin vida. Meincliné para mirarlo desde abajo,pero bruscamente retiré las manos ysolté la cabeza. No solamente habíasentido escalofríos al ver el rostro,sino también había sentido elespantoso peso de la cabeza. Mequedé contemplando un rato lasorejas frías recién tocadas y el peloespeso y corto de mi amigo. Notenía ningún deseo de llorar. Sólosentía horror. No un horrorcorriente ante aquella escena, sinoun horror hondo ante las líneas demi propio destino que este amigo,frío y sin vida, acababa detrazarme.Incapaz de pensar, volví a micuarto. Me puse a dar vueltas yvueltas en mi habitación de ochotatami. Aunque lo que estabahaciendo no tenía ningún sentido,mi mente me ordenaba movermeasí. Pensé que debía hacer algo.Pero ¿qué podía hacer? Erasencillamente incapaz de hacer otracosa que no fuera moverme inquietocomo un oso encerrado en su jaula.

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A veces, me acometía elimpulso de ir a la habitación delfondo y despertar a la señora. Perome frenaba en seguida la idea deque no podría enseñar esta terribleescena a una mujer. Sin pensar en laseñora, me oprimía la fuertevoluntad de no asustar por ningúnmotivo, sobre todo, a la señorita. Y,otra vez, me ponía a dar vueltas enla habitación.Entretanto, había encendido lalámpara de mi cuarto y de vez encuando miraba el reloj. Nada me haparecido más lento que elmovimiento de las manecillas delreloj de aquella noche. No podríaprecisar la hora en que había sidodespertado, pero era cerca delamanecer. Dando vueltas y vueltas,¡cómo anhelaba que rompiera eldía...! Creía que la noche no iba aacabar nunca.Teníamos la costumbre delevantarnos poco antes de las siete,costumbre necesaria para llegar contiempo a nuestras clases, que solíanempezar a las ocho. Por esa razón,la criada se levantaba hacia lasseis. Pero no eran todavía las seiscuando yo salí de mi cuarto y fui adespertarla.—Hoy es domingo, ¿verdad?Era la voz de la señora, sinduda despertada por mis pasos. Yole pedí desde el pasillo:—¡Por favor, venga a mihabitación un momento si estádespierta!Se echó el haori106 de casasobre su quimono de noche, salióde su dormitorio y me siguió.Cuando entramos en mi cuarto,cerré la puerta del cuarto de K, mevolví a la señora y le dije:—Algo terrible ha pasado.—¿Qué ha sido?

Con el mentón le señalé haciael cuarto de K diciendo:—No se asuste.Se puso pálida. Yo añadí:—K se ha suicidado.La señora se quedó callada,petrificada, y me miró.Yo, bruscamente, me eché alsuelo, arrodillado, puse las manosen el tatami y me postré ante ella.—¡Perdóneme! Ha sido miculpa. Lo siento tanto por usted ypor la señorita...Así fue como yo pedídisculpas. Hasta haberme halladocara a cara con la señora, no se mehabía pasado por la cabezadisculparme. Pero cuando la vi antemí, me brotaron irresistiblementeesas palabras de perdón. Podráspensar que por no poder yadisculparme ante K, tuve quehacerlo ante la señora o la señorita.Es decir, mi conciencia me hizoabrir la boca y realizar estaconfesión engañando a mi yo desiempre. Por suerte para mí, laseñora no llegó a captar el sentidoprofundo de mis disculpas y contono de consuelo me dijo:—Pero ¿qué podías haberhecho tú? ¡No ha sido más que unaccidente!Se veía, sin embargo,claramente que la conmoción y elmiedo tenían agarrotados losmúsculos de su cara.50Lamentando que la señora tuvieraque ver la escena, me levanté denuevo y abrí la puerta que habíaacabado de cerrar. El aceite de lalámpara de K se había agotado y enel cuarto reinaba una oscuridad casitotal. Volví a por mi lámpara ysujetándola en la mano, puesto depie en la entrada del cuarto de K,

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volví la cabeza a la señora. Detrásde mí, como ocultando su cuerpo,se asomó al pequeño cuarto. Perono entró. Me dijo:—Abre el amado107 y notoques nada.A partir de ese instante, elcomportamiento de esta mujer fuede una precisión y enterezaadmirable, como cabría esperar dela viuda de un militar. Obedecí susórdenes en todo: fui al médico yluego a la policía. Hasta queacabaron todos estos trámites, nopermitió la entrada de nadie en elcuarto.K había tenido una muerteinmediata al haberse cortado laarteria carótida. Aparte de esaincisión en el cuello, no presentabaotras heridas. Me enteré de que lasmanchas de sangre con que habíasalpicado el fusuma, observadaspor mí a media luz como en unsueño, fueron producidas porefusión de sangre proyectada desdeel cuello. Las vi otra vez, ahora a laluz del día, y me maravillé de laviolenta fuerza de la sangre humana.La señora y yo limpiamos elcuarto con los recursos másingeniosos de que pudimosdisponer. La mayor parte de susangre había sido absorbida por elcolchón, de modo que no habíamanchado mucho los tatami delsuelo. No fue, por lo tanto, unatarea demasiado pesada. Entre losdos llevamos el cadáver a mihabitación y lo depositamos enposición yacente. Después, salí aenviar un telegrama a su familia.Cuando volví, vi que ya ardíaincienso en la cabecera del lechomortuorio. Nada más entrar en lahabitación, me sorprendió este olordel humo y en medio de él reconocíla existencia de dos mujeres

sentadas: Entonces vi a la señoritapor primera vez desde la víspera.Estaba llorando. También su madretenía los ojos enrojecidos. Desdeque ocurrió este accidente, yo habíaolvidado llorar. Ahora, por fin,podía sumergirme en la tristeza. ¡Yqué alivio soberano me dio estatristeza! ¡Y cómo me relajó! Estatristeza, como una gota bienhechorade rocío, liberó mi almaaprisionada por el sufrimiento y elmiedo.Permanecí sentado en silencioal lado de ellas. La señora meinvitó a que ofreciera yo tambiénuna varita de incienso. Hice laofrenda de incienso y volví asentarme en silencio. La señorita nodecía nada. Cuando a veces teníaque decirle algo a la señora, eransólo palabras sobre asuntosapremiantes del momento. Laseñorita aún no tenía la suficientecalma para hablar de K, de cuandoestaba vivo. Me sentí aliviado dehaberle ahorrado el espectáculo deaquella terrible escena de la noche.Temía que al mostrar a una personajoven y bella algo horroroso, esabelleza se estropeara. Inclusosintiendo el miedo en las puntas delpelo erizado por el horror, yo nopodía actuar sin pensar de esemodo. Exponer la belleza a talhorror me parecía tan cruel comoimaginar un látigo golpeando sincesar unas bonitas e inocentesflores. Cuando llegaron el padre y elhermano de K, les dije cuál era enmi opinión el lugar donde deberíanenterrar sus restos. K y yo teníamosla costumbre de pasear juntos por elbarrio de Zoshigaya, un lugar muydel agrado de él. Les recordé queuna vez, medio en broma, leprometí:

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—Muy bien, cuando te mueras,me encargaré de que te entierrenaquí.Y ahora pensaba: «¿De quévale ahora recordar aquellapromesa y enterrarle enZoshigaya?». El caso es quemientras yo viviera deseabaarrodillarme ante su tumba todoslos meses e implorar nuevamente superdón. Su padre y su hermano, talvez convencidos de que no habíanhecho mucho por K en vida yreconociendo que era yo quien alfinal le había cuidado, se mostraronde acuerdo con mi opinión.51Al volver a casa después delfuneral, un compañero de K mepreguntó:—¿Por qué se ha matado?Muchas veces desde queocurrió esta desgracia, me habíanhecho esta dolorosa pregunta. Laseñora y la señorita, el padre y elhermano de K, que habían llegadodel pueblo, los conocidos a los queyo había mandado aviso de sumuerte, hasta los periodistas que notenían nada que ver, todo el mundome había hecho sin falta la mismapregunta. Y cada vez que me lahacían, mi conciencia me pinchabacon un dolor punzante. Tras esapregunta, oía una voz que meincrepaba: «¿Por qué no confiesasde una vez que has sido tú quien leha matado?».Mi respuesta era siempre lamisma a todo el mundo. Melimitaba a repetir el contenido de lacarta que K dejó a mi nombre, sincomentar ni una palabra más. Esecompañero de K que me hizo lapregunta y obtuvo la mismarespuesta, sacó entonces una hojade periódico de la pechera de su

quimono y me la enseñó. En laslíneas indicadas leí, mientrascaminaba, que K, por haber sidoexpulsado del hogar paterno, habíacaído víctima de una profundadepresión y se había suicidado. Nohice ningún comentario. Doblé elpapel y se lo devolví. Estecompañero me dijo que, además deese periódico, había otro en el quese decía que K se suicidó en unataque de demencia.Yo estaba tan ocupado queapenas tenía tiempo de leer laprensa. Por eso ignoraba todas esasinformaciones. En realidad, lo queme preocupaba sobre todo era queapareciera un artículocomprometedor para la señora o suhija. Especialmente, deseaba que nisiquiera se mencionara el nombrede la señorita.Le pregunté a este compañero:—¿No habrá algún otroperiódico que hable del caso?—Sólo he encontrado estosdos con información —merespondió.Poco tiempo después nosmudamos de aquella casa a laactual. Ninguna de las dos mujeresdeseaba seguir viviendo allí, y a míme resultaba muy penosoreproducir cada noche las vivenciasde aquella noche. Por todo eso, nosdecidimos a cambiar de domicilio.Dos meses después demudarnos de casa me gradué en launiversidad y, antes de medio añode la graduación, me casé por fincon la señorita. Visto desde fuera,todo podría parecer muy bienporque mis planes se habíancumplido. Tanto la señora como suhija estaban muy felices. Yotambién lo estaba. Sin embargo,pegada a mi felicidad había una

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negra sombra. Pensaba que esafelicidad mía... ¿no sería elcomienzo de un recorrido, como laespoleta de una carga de dinamita,que me habría de conducir a undestino fatal, a una explosión?Después de nuestromatrimonio, la señorita o, más bien,mi esposa, como la llamaré desdeahora, empezó, impulsada por no séqué pensamientos, a sugerir quevisitáramos la tumba de K.Incomprensiblemente, el temor measaltó. —¿Por qué se te ha ocurridoesta idea? —le pregunté.—¡K se alegraría tanto devernos juntos...! —contestó.Me quedé mirando la carainocente de mi esposa, ignorante detodo.—¿Por qué pones esa cara? —me preguntó ella.Enseguida me di cuenta de miexpresión y me controlé.Tal como era su deseo, fuimoslos dos juntos a Zoshigaya. Yo echéagua en la tumba nueva y lavé sulápida108. Mi mujer puso flores yofreció incienso. Inclinamosnuestras cabezas y juntamos lasmanos para rezar. Seguramente, ellale contaría al difunto K cómo noshabíamos casado para que sealegrase. Yo, por mi parte, merepetía en el corazón una y otra vezel mal que había hecho... Entonces,mi mujer, acariciando la lápidacomentó:—¡Es una hermosa tumba!No es que fuera nada especialla tumba, pero ella, como sabía queyo mismo me había encargado debuscar la lápida y comprarla,quería dedicarme este cumplido.Pensando en la nueva tumba, en mijoven esposa y en los restosrecientes de K, enterrado a nuestros

pies, sentí la risa sardónica deldestino.Decidí no volver jamás aaquel lugar en compañía de miesposa.52Mis sentimientos hacia el amigomuerto siguieron conmigo ysiguieron para siempre. Era algoque yo me temía desde el principio.Cuando contraje matrimonio con laseñorita, algo que tanto habíaanhelado, pasé por la ceremonia enun estado de angustia. Pero como,al fin y al cabo, el ser humano,como yo, no puede prevenir sufuturo, pensé entonces que alcasarme tal vez cambiaran missentimientos y el matrimonio mellevara a una vida nueva. Esta frágilesperanza, sin embargo, sedesvaneció fácilmente ante la durarealidad de verme mañana y nochecomo esposo.Cuando me fijaba en la cara demi mujer, la imagen de K meaterrorizaba. Es decir, mi mujerestaba en medio de nosotros doscomo un filtro, de forma que veíaimposible librarme de mi amigomuerto. No tenía ningún motivo dequeja de mi esposa; simplementedeseaba alejarla de mí con el únicopropósito de poder zafarme de él.No tardó en sentirlo, aunque nosabía la razón. De vez en cuandome preguntaba:—¿Por qué estás tanpensativo?O bien:—Hay algo que no te agrada,¿verdad?Si le contestaba con unasonrisa, todo se arreglaba por elmomento; pero otras veces, seponía nerviosa. En tales casos, yoacababa escuchando palabras de

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lamento:—No te gusto, ¿verdad?O bien:—Me estás ocultando algo...Y yo sufría...En muchas ocasiones, pensérevelarle todo a mi esposa. Perocuando llegaba el momento, derepente, una fuerza inexplicable medetenía. Creo que no es necesariodarte explicaciones a ti, que mecomprendes. Pero como es algo quesiento que debo decirte, te locontaré. En aquella época, yo nopretendía fingir ante mi mujer pornada del mundo. Si se lo hubieraconfesado vaciando este mismocorazón arrepentido con el queahora me comunicaba con el difuntoK, ella me habría perdonado y hastahabría lavado mi culpa conlágrimas de alegría. Renunciar aconfesar la verdad no era elresultado de un interés calculadopor mi parte. Simplemente, nodeseaba emborronar toda su vidacon una negra mancha. Podráscomprender que echar aunque fuerasólo una gota de tinta en algoinmaculadamente blanco, era paramí un enorme y penoso delito.Al cabo de un año sin poderolvidar a K, yo seguía a merced delmismo estado de continua zozobra.Me esforcé por sumergirme en loslibros y así combatir ese estado.Había empezado a estudiar con granahínco. Esperé incluso el día en quese publicaran en el mundo losresultados de mis estudios. Pero erafalso y me causaba malestar elhaberme fijado un objetivo a lafuerza y esperar a cumplirlo porpura obligación. Finalmente, nisiquiera podía ya enterrar micorazón en los libros y entonces mesenté y pasé a observar el mundo de

brazos cruzados.Mi esposa atribuía mi falta deánimo al hecho de no tenerdificultades materiales. Su familiaposeía una mediana fortunasuficiente para mantener por lomenos a dos mujeres. Tampoco yotenía apremio de buscar un trabajo.Tal vez por eso era lógico quepensase de esa manera. Sí, podíaser cierto que me hallaradesmoralizado. Pero la razónprincipal de mi inacción no era esaen absoluto. Cuando fui engañadopor mi tío, sentí profundamente nopoder confiar en nadie más; pero enmí, en mí mismo, sí podía confiar.En alguna parte de mí tenía laconvicción de que la sociedad no loera, pero yo sí que era digno deestima. Esa convicción, sinembargo, quedó arrasada porcompleto a causa de K. Al pensarentonces que yo era igual que mitío, sentí vértigo. Estaba ahora tanhastiado de la gente como lo estabade mí mismo. No podía moverme.53Incapaz de enterrarme vivo en loslibros, en una época quise ahogarmi alma en el alcohol y olvidarmede mí. No digo que me gustarabeber. Pero mi naturaleza mepermitía beber mucho y, si lodeseaba, con esa cantidad de sake,buscaba hundir el corazón. Estemétodo me volvió en poco tiempotodavía más pesimista. En plenaembriaguez, me daba cuenta dedónde estaba. Me daba cuentatambién de que era un imbécil porpretender engañarme a mí mismo.Entonces, con un escalofrío, misojos y mi corazón despertaban a larealidad. En otras ocasiones yaunque bebía mucho, era hastaincapaz de asumir la máscara del

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borracho y me hundía y hundía.Además, después de habercomprado artificialmente esebienestar falso, siempre caía en unprofundo abatimiento. Y encualquier momento, debíamostrarme así a mi esposa, a la quetanto amaba, y a su madre. Ellas,por si fuera poco, siempre tratabande entender mi comportamientodesde el punto de vista más naturalpara ellas.Parece que su madre sequejaba a veces de mí ante su hija.Esas quejas siempre me lasocultaba mi esposa, aunque ellamisma tenía que reprenderme paratranquilizarse. Sus reprensionesjamás eran duras y casi nuncaconsiguió irritarme. A veces, mepedía que le dijese francamente loque no me gustaba de ella. Ydespués, me aconsejaba que dejasela bebida por mi propio futuro. Unavez lloró y me dijo:—¡Cómo has cambiado! Ahorapareces otro...Esas palabras no me habríanimportado tanto, pero las quesiguieron sí:—¡Si viviera K, no habríascambiado así!—Es posible —le contesté.Pero el significado de mi respuestay la interpretación que ella le dioeran totalmente diferentes.En mi corazón sentí pesar. Aunasí, no deseaba explicarle nada.De vez en cuando, pedíaperdón a mi mujer. Solía ocurrirpor la mañana, cuando volvía acasa muy tarde después de haberestado bebiendo. Escuchaba misdisculpas riendo o bien se quedabacallada. Otras veces, por susmejillas resbalaban lágrimas.Reaccionara como fuera, yo me

sentía muy mal. Pedir perdón a mimujer creo que era igual quepedirme perdón a mí mismo.Por fin, dejé la bebida. La dejéno porque mi mujer me loaconsejara, sino porque yo mismosentí hastío. Dejé de beber,ciertamente, pero seguí sin ganas dehacer nada. Sin algo mejor quehacer, me ponía a leer. Leía sinningún fin, por leer. Leía un libro,lo dejaba, tomaba otro.—¿Por qué estudias tanto? —me preguntaba a veces ella.No le contesté más que conuna sonrisa amarga. Pero en elfondo del corazón me entristecíapensar que ni siquiera la únicapersona a quien quería y en quienconfiaba podía comprenderme. Meentristecía aún más pensar quehabía una forma de hacerlacomprender, pero que yo no teníavalor para conseguirlo.Me sentía solo, me sentía muya menudo apartado del resto delmundo y en soledad conmigomismo. Al mismo tiempo, no dejabade pensar en el motivo del suicidiode K. Al principio, por estardominado yo mismo por el amor,mis juicios eran simples y directos.Llegué rápidamente a la conclusiónde que K se había matado poramor...Sin embargo, después, alenfrentarme yo mismo a estacuestión con más calma, creí que nose podía definir la causa delsuicidio tan a la ligera. ¿Tal vez unconflicto entre el ideal y larealidad? Tampoco me parecía unacausa satisfactoria. Más tarde,empecé a sospechar que K decidióquitarse la vida al sentir unasoledad tan pavorosa eirremediable como la mía.

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Y sentí un miedo espeluznante.El presentimiento de que yotambién estaba en el mismo caminode K, empezó a surgir y a atravesarmi mente con la fuerza escalofriantede una ráfaga de frío viento.54Por entonces, cayó enferma misuegra. El diagnóstico del médicofue que no había cura. Me dediqué acuidar de ella en cuerpo y alma.Esta entrega mía era por la enfermaen sí misma y por mi queridaesposa, pero también por lahumanidad en sentido amplio. Hastaentonces, las ganas que había tenidode hacer algo, de ser útil, se habíanestrellado contra mi forzadainmovilidad. Pero ahora, y aunqueaislado de la sociedad, pude porprimera vez actuar con mi voluntady cosechar la sensación de estarrealizando una buena acción. Medominaba, así, un sentimiento deexpiación.Mi suegra murió y nosquedamos solos mi esposa y yo.—En este mundo, ahora tú eresmi único apoyo —me dijo.La miré y, al pensar que ni yoera apoyo de mí mismo, no pudeevitar que me salieran algunaslágrimas. Sentí que mi esposa erauna mujer infeliz. Y se lo dije:—¡Qué infeliz eres!—¿Por qué dices eso? —mepreguntó.No comprendía el sentido conel que yo lo decía, ni tampocopodía explicárselo yo. Se echó allorar. Después, dijo:—Siempre me miras con ojostorcidos. Por eso, dices esascosas...Tras la muerte de su madre, yotrataba a mi mujer con la máximaternura. No sólo porque la quería.

Mi ternura obedecía a causasmucho más amplias: las mismas quehabían hecho brotar la entrega conque había cuidado a mi suegra. Miesposa parecía estar contenta. Peroen esta satisfacción suya flotabanvagas nubes puestas allí por nopoder entenderme. Aunque meentendiera, esas nubes nunca iban adisiparse; más bien, aumentarían.Soy de la opinión de que lasmujeres tienden, en mayor medidaque los hombres, a disfrutar más alser amadas como objetosexclusivos de amor, aunque el amorse salga del camino correcto, quecuando ese amor comprende a todala humanidad.Un día, ella me dijo:—¿Por qué el corazón delhombre y el de la mujer no puedenjuntarse en uno solo?Yo le contesté distraídamente:—Sí, tal vez puedan, perocuando son jóvenes.Ella parecía estar recordandosu propio pasado. Y dejó escaparun débil suspiro.Desde entonces, yo he sentidode vez en cuando mi pechoatravesado por una horriblesombra. Las primeras veces, erauna sombra repentina que llegabadel exterior. Me asustaba, mehorrorizaba. Pero, a medida quepasaba el tiempo, mi corazónempezó a reaccionar ante esamonstruosa aparición. Al final, yano parecía llegar de fuera, sino queera como si, desde mi nacimiento,estuviera anidada en el fondo de micorazón. Cada vez que sentía supresencia, sospechaba que tal vezestaba perdiendo la razón. Nunca seme ocurrió, de todas formas,consultar a un médico.Simplemente, sentía profundamente

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la culpabilidad del ser humano, unaculpabilidad que todos los mesesme llevaba a visitar la tumba de K,una culpabilidad que me hizo cuidarsolícitamente a mi suegra, unaculpabilidad que me ordenaba seramable con mi mujer.Sentí, incluso, ganas de sergolpeado con un látigo por algúnextraño, no importa quién fuera.Recorriendo paso a paso estassensaciones llegué a la conclusiónde que en lugar de que me golpearaalguien, era mejor que me golpearayo mismo. O, mejor que golpearse,morir. Como no tenía a mano otroremedio, decidí vivir como si yahubiera muerto.Desde que tomé esa decisiónhasta hoy, ¡cuántos años han pasadoya! Mi mujer y yo hemos seguidoviviendo en armonía. Nunca hemossido infelices. Hemos sido unapareja más bien feliz. Sin embargo,esta sombra penosa que estáconmigo, mi mujer siempre la hapercibido como un negro nubarrónen el cielo de su felicidad.Pensando esto, no puedo dejar desentir compasión por ella.55Posteriormente a mi decisión devivir después de haber muerto unavez, mi corazón a veces eraexcitado en presencia de estímulosexteriores. Sin embargo, si memovía hacia una u otra dirección uobjetivo, de alguna parte salía unafuerza terrible que me apresaba elcorazón, lo oprimía y lo paralizaba.Esa fuerza, con palabrasaplastantes, me decía:—No tienes derecho a hacernada.Y entonces, súbitamente, medesanimaba.Cuando pasaba el tiempo y de

nuevo intentaba levantarme, otravez la misma fuerza meestrangulaba. Si, apretando losdientes, yo gritaba «¿Por qué meatormentas así?», la fuerza con unaextraña voz soltaba una risa fría yrespondía:—Tú sabes muy bien elporqué.Y mi ánimo volvía a caer porlos suelos.Créeme: aparentemente, mivida es sencilla y discurre sinincidentes ni problemas. Pero en miinterior siempre he estado librandopenosas batallas. Antes de que mimujer se impacientara conmigo, yomismo en numerosas ocasiones hesentido una impaciencia mucho másaguda que la suya. Cuando ya nopodía quedarme quieto en estacárcel y no encontraba forma dehuir, empecé a sentir que el únicorecurso disponible para mí era elsuicidio. Tal vez preguntarás tú:«¿Y por qué?». Déjame que teexplique. Esa fuerza que me atenazael corazón y que no me deja realizarninguna acción, tan sólo me dejalibre el camino de la muerte. Seríamejor no moverse nada, pero si memuevo, por poco que sea, no es másque para avanzar por ese únicocamino abierto ante mí.Hasta hoy, ha habido dos otres momentos en mi vida en los quedecidí emprender ese camino, elmás fácil que me señalaba midestino. Pero siempre me deteníanlos sentimientos hacia mi esposa.Y, naturalmente, carezco de laaudacia de llevarla conmigo. Si nisiquiera tengo valor para abrirle elpecho, ¿cómo iba a tenerlo parapedirle que se quite la vida? Me dahorror sólo imaginarlo.Yo tengo mi destino y ella

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tiene el suyo. Juntar estas dos ramasy quemarlas en un mismo fuegosería un doloroso extremismo.Por otro lado, imaginar a mimujer después de mi muerte meproducía tristeza. Cuando se muriósu madre, esa frase que me dijo,«En este mundo, ahora tú eres miúnico apoyo», había penetrado enmis entrañas. La indecisión medetenía. Hubo ocasiones en las que,viendo su cara, sentía alivio dehaber sido indeciso. Pero después,de nuevo volvía a ser presa de lainacción y de las miradas dedecepción de ella.Recuérdalo bien: así hevivido. Cuando te conocí enKamakura y cuando paseábamosjuntos por las afueras de Tokio, miestado de ánimo no variaba mucho.Continuamente estaba pegada a miespalda esa sombra negra. Eracomo si vagara por el mundo,arrastrando una vida sólo por mimujer. Cuando te fuiste a tu pueblodespués de graduarte, mi ánimo erael mismo. Y no mentí cuando teprometí que nos veríamos de nuevoen septiembre. Estaba convencidode verte, incluso pasado el otoño yentrado el invierno, e inclusopasado el invierno.Pero entonces, en la canículadel verano, falleció el emperadorMeiji. Sentí que el espíritu deMeiji, que había comenzado con elemperador, se había extinguido conél. La idea de que nosotros, los máspenetrados por ese espíritu deMeiji, sobreviviríamos después desu muerte y que nos íbamos aquedar atrás en la marcha deltiempo, me afectó profundamente. Yasí se lo expresé claramente a mimujer. Ella se rio y se negó a tomarmi idea en serio. Pero, de

improviso y todavía medio enbroma, añadió:—Bien, si piensas así, ¿porqué no seguir a tu señor haciendojunshi109?56Yo casi tenía olvidado este términod e junshi. No es ciertamente unapalabra que utilice habitualmente ypor eso parecía estar hundida ymedio podrida en el fondo de mimemoria. Al recordarla en loslabios de mi mujer y dicha debroma por ella, dije:—Si lo hiciera, sería porfidelidad al espíritu de Meiji.Por supuesto, mi respuestatambién era en broma, pero sentíentonces como si ese arcaísmodesusado cobrase nuevosignificado.Ha pasado un mes desdeentonces. La noche del funeralimperial, sentado en mi estudiocomo siempre, oí los cañonazos.Me sonaron como señales dedespedida de la era de Meiji, unaera que se iba para siempre. Mástarde, me di cuenta de que tambiéneran la señal de despedida delgeneral Nogi. Sosteniendo en lamano la edición extra delperiódico, le dije a mi mujer sinpensar:—¡Junshi, junshi!En el periódico leí la nota desuicidio dejada por el generalNogi110. Cuando leí aquellas frasesen las que explicaba que desde laguerra de Seinan, cuando habíaperdido el estandarte imperial anteel enemigo, había tenido la idea desuicidarse para expiar su culpa,pero que había seguido viviendohasta ese día, tuve el impulso deponerme a contar con los dedos losaños y los meses que ese hombre

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había vivido con la idea delsuicidio. La guerra de Seinan tuvolugar en año 10 de la era Meiji111,por lo tanto, hasta el año 45 deMeiji habían transcurrido treinta ycinco años. El general Nogi habíaestado esperando durante treinta ycinco años la oportunidad paraquitarse la vida y pensando sólo enla muerte. ¿Qué había sido másdoloroso para ese hombre, esostreinta y cinco años vividos o elmomento de clavarse la espada enel vientre?Dos o tres días después toméla resolución de quitarme la vida.Igual que yo no entiendo bien losmotivos del suicidio del generalNogi, probablemente tampoco túentenderás con claridad el sentidode mi suicidio. Si así es, no habrámodo de hacértelo entender, dada ladiferencia generacional que nossepara. O, mejor dicho, dada ladiferencia de carácter que tenemoscada uno. He intentado, de todosmodos, darte a entender en esterelato, lo mejor que he podido,cómo es esta persona extraña quesoy yo mismo.Dejo sola a mi mujer. Es unasuerte que, después de midesaparición, no vaya a tenerninguna dificultad material. Noquiero aterrorizarla cruelmente. Memoriré evitando que vea el color demi sangre. Me iré de este mundosilenciosamente mientras no estéella en casa. Una vez muerto,desearía que pensara que he tenidouna muerte repentina. También meagradaría que piense que me hevuelto loco.Desde mi decisión desuicidarme, han pasado más de diezdías. Casi todo este tiempo, lo hepasado escribiéndote esta larga

confesión de mi vida. En unprincipio, pensaba verte ycontártelo todo, pero me parece quepor escrito he podido expresarmecon más claridad, y esto me alegra.No he escrito por pasar el rato.Sólo yo puedo contar, como unaparte de la experiencia humana, elpasado que me ha formado como lapersona que soy. Bien valdrían misesfuerzos de escribir todo esto sinfalsedad, si sirviera para que seconozca mejor al ser humano. Ojaláte aprovechara a ti o a otraspersonas para tal fin.Hace poco he oído queWatanabe Kasan112 pospuso sumuerte una semana para poderterminar una pintura llamadaKantan113. A alguien le pareceráesto una vanidad, pero este hombretenía en su corazón una necesidadimperiosa a la que no podíasustraerse. No te he escrito sólopara cumplir una promesa que tehice. Más imperiosa que la promesaha sido la necesidad que yo tambiénhe sentido en mi interior. Unanecesidad que ya he cumplido.Nada más me resta por hacer.Cuando esta carta esté en tusmanos, yo ya no estaré en estemundo. Habré muerto. Hace diezdías que mi mujer está en casa deuna tía enferma en Ichigaya.Necesitaba ayuda, así que yo mismole aconsejé que fuese a asistirla. Ensu ausencia, he escrito la mayorparte de esta carta tan larga.Cuando alguna vez volvía, la poníafuera de su vista.Mi intención es ofrecer, comosugerencia, mi pasado, tanto lobueno como lo malo, a la gente.Pero recuerda: mi mujer es la únicaexcepción. No quiero que se enterede nada. Mi único deseo en este

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momento es que conserve unrecuerdo de su pasado tan blanco ypuro como ahora. Como un secretoa ti sólo revelado quiero que,mientras ella viva, lo guardes en tucorazón.

GLOSARIO DETÉRMINOS JAPONESES

fusuma: puerta corredera de papelo tela que divide las habitacionesde las casas japonesas.go: juego en el que los participantesse turnan para colocar fichas negrasy blancas sobre un tablero cuadradode hasta 19 puntos de lado, con elobjetivo de rodear las fichasenemigas y controlar territorios[c].geta: especie de sandalias con labase de madera y cuya alturapermite caminar por el suelohúmedo sin mancharse los pies.hakama: falda-pantalón que solíanllevar especialmente los hombres.haori: chaquetón que suele ponersesobre el quimono.juban: quimono interior usadocomo muda.koto: tipo de cítara de formasemicilíndrica y de trece cuerdasque se toca desde el suelo.obi: cinturón de anchura variablepara ceñir el quimono.sake: bebida alcohólica producidade la fermentación del arroz.sen: moneda fraccionaria del yen,unidad monetaria de Japón.shoji: puerta corredera que da alexterior y que por ser de papelpermite el paso de la luz.tatami: unidad de superficie desuelo en las habitaciones japonesas.Hecha de paja trenzada, mide 0,90m por 1,80 m.tokonoma: alcoba en un rincón delsalón de la casa japonesa donde se

coloca el altar y objetos de especialvalor familiar.tsubo: medida de superficieequivalente a 3,306 m².yukata: quimono de algodón usadoespecialmente en el verano.notes

Notas a pie de página1 La otra gran transformacióntuvo lugar en los siglos VI y VII y elmodelo fue entonces China. Fuemás larga y las importacionesemprendidas —la religión, laescritura, los cultivos— mássustanciales. Lo peculiar de esta dels i gl o XIX, en la que vamos aencuadrar esta obra literaria, radicaen la fulgurante rapidez con que seprodujo.2 K. B. Pyle, The NewGeneration in Meiji Japan,Problems in Cultural Identity1885-1895, Stanford, SUP, 1969,pág. 190.3 Sigo la costumbre japonesade anteponer el apellido al nombre.A nuestro autor, como a varios desu época, se le conoce por elnombre, en realidad un pseudónimo,de Soseki. En cuanto a lapronunciación de Meiji y de otrosnombres japoneses, adopto elsistema Hepburn según el cual lasconsonantes se pronuncian como eninglés y las vocales como enespañol. Véase el apartado«Criterios de la traducción».4 «Merveilleux imitateurs» vaa llamar Pierre Loti a los japonesesya en 1886, sólo veinte añosdespués del comienzo del programaoficial de imitaciones, asombradocon fina ironía de la perfección conque el gobierno ha organizado elbaile de gala en el Roku Meikan deTokio (P. Loti, Japoneries

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d’Automne, París, Calamn-Lévy,1926, pág. 88).5 H. J. Jones, Live Machines.Hired Foreigners and Meiji Japan,1980, Tenderden, Norbury, pág. 86.6 Más información sobre elproceso de este aprendizaje deOccidente en los años de 1870-1890, en W. G. Beasley, Historiacontemporánea de Japón, Madrid,Alianza, 1995, págs. 134-143.7 Literalmente, «relatos de unmundo flotante», una literaturasecular que floreció sobre todo afines del siglo XVII y primera mitaddel XVIII, teniendo como principalcultivador a Ihara Saikaku (1642-1693).8 D. Keene, Dawn to the West ,Nueva York, Columbia UniversityPress, 1998, vol. 3, pág. 2.9 Antes de 1914, habíaperiódicos en Japón —uno de losinventos de Occidentedesconocidos cuarenta años antes—con tiradas diarias de 100 000 a350 000 ejemplares. Japón porentonces sólo era aventajado porAlemania en la producción delibros con más de 27 000 títulos alaño (C. Totman, A History ofJapan, Oxford, Blackwell, 2000,pág. 350).10 La anchura de la manga delquimono permitía ocultar la cara yasí poner velo a las emocionesreflejadas en el rostro de losjaponeses de antes. Tanto es asíque, en la literatura clásicajaponesa, «humedecer las mangas»era una común metáfora paraexpresar el acto de llorar. Ambosejemplos, en D. Keene, op. cit.,pág. 67.11 A. Cabezas, La literaturajaponesa, Madrid, Hiperión, 1990,pág. 138.

12 Hinatsu Konosuke, Meijiroman bungaku shi, Tokio, ChuoKoron Sha, 1951, pág. 49. De UedaAkinari hay una versión españolade Kazuya Sakai (Cuentos de lluviay de luna, Madrid, Trotta, 2002).13 El entrecomillado es de C.Totman, op. cit., págs. 354-359.14 De nada menos que de«cinco revoluciones» hablasabiamente Antonio Cabezas (la dellenguaje, la temática, la de técnicasnarrativas, la ideológica y la de losgrupos literarios), op. cit., págs.141-145.15 Como dice gráficamenteTheodore W. Goossen, «cinco añosen el Japón de los cambiosconstituyen una generación» (Th.W. Goossen, Japanese ShortStories, Oxford, O. U. Press, 1997,pág. XII).16 D. Keene, ModernJapanese Literature, Nueva York,Grove Press, 1956, pág. 17.17 Mioshi Yukio, en su ediciónd e Kokoro (Tokio, Shin cho sha,1998, pág. 208), observa que fue eldialecto de Tokio el que se impusocomo lengua hablada en la novelajaponesa de la época de Meiji. Noes casualidad, por tanto, que casitodos los novelistas de ese períodofueran de Tokio.18 Sobre su conciencia decapturar en la traducción el estiloconversacional, véanse las propiasopiniones de Futabatei en F.Shimei, «Mi manera de traducir»,Obras completas, Tokio, ChikumaShobou, 1985, págs. 166-170. Haytraducción española del autor deesta Introducción en Teorías de latraducción, ed. de Dámaso López,Ediciones de la Universidad deCastilla-La Mancha, Cuenca, 1996,págs. 330-334.

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19 D. Keene, op. cit., pág. 4.20 Traducción española de laeditorial Luna Books (Kamakura,1991)21 En una carta de Soseki aMorita Shohei fechada el 3 de abrilde 1906. Citado por YoshidaSeiichi, Shizen shugi no kenkyuu,Tokio, Tokyodo, 1955-1958, vol.II, pág. 83.22 D. Keene, op. cit., pág. 233.23 Es decir, poesíaexclusivamente en caractereschinos.24 Soseki nikki, ed. de HiraokaToshio, Tokio, Iwanami Shooten,13.ª edición, 2000.25 Citado por Senuma Shigeki,Natsume Soseki, Tokio, TodyoDaigaku Shuppankai, 1970, pág. 28.26 Karatani Kojin, Origins ofModern Japanese Literature,Chapel Hill, Duke University Press,1993, págs. 17-18.27 Citado por Matsui Sakuko,Natsume Soseki as a Critic ofEnglish Literature, Tokio, Centerfor East Asian Cultural Studies,1975, pág. 34.28 Lafcadio Hearn (1850-1904), periodista irlandés cuyasobras y traducciones del japonéssirvieron para formar la primeraidea de Occidente sobre el hastaentonces cerrado Japón.29 Traducción de JesúsGonzález Vallés (Madrid, Trotta,1999).30 Botchan, trad. de FernandoRodríguez-Izquierdo, Kamakura,Luna Books, 1997.31 Op. cit., pág. 147.32 Hay una versión españolade José Kozer (Mon, la puerta,Madrid, Miraguano, 1991) en buenaprosa, pero con un tufilloinconfundible a refrito —traducción

indirecta— y con impresióndefectuosa por la penosa dificultaden identificar los diálogos. Hubierasido bienhechor para el lector quela introducción estuviera firmada enVillaseca de Abajo, en lugar deNueva York, a cambio de haberseevitado esos dos seriosinconvenientes.33 Soseki zenshuu, Tokio,Iwanami shooten, 1965.34 Poema incluido en el ensayocrítico de V. H. Viglielmo de laversión inglesa de Meian (N.Soseki, Light and Darkness, Tokio,Tuttle Shoten, 1971, pág. 381).35 N. Soseki, Le pauvre coeurdes hommes, París, Gallimard,1957.36 Que los restos de NatsumeSoseki descansen también en elcementerio de Zoshigaya, en Tokio,es otro de los rasgosautobiográficos que salpican a estepersonaje de K.37 Para Mori Oogai el suicidiode Nogi tuvo el efecto de reinflamarun entusiasmo por la tradiciónjaponesa. El tema del junshi(«seguir al señor en la muerte») fue,en efecto, el tema de su novela Abeichizoku, publicada un año despuésdel suicidio de Nogi.38 D. Keene, op. cit., pág. 341.39 Sensei es un términojaponés de tratamiento usado haciamaestros, médicos y personas antecuyos conocimientos se deseaexpresar respeto.40 Kamakura es una ciudadhistórica situada en la costa, a unos60 kilómetros al sur de Tokio.41 Del japonés jin-riki-sha,«vehículo de tracción humana», esun antiguo cochecillo de dos ruedastirado por una persona.42 Moneda fraccionaria de

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Japón. Cien sen son un yen.43 La yukata es un quimono dealgodón usado especialmente en elverano.44 Una de las playas deKamakura.45 Entre los distritos deBunkio-ku y Toshima-ku, en Tokio.46 En el original, «Isabella»,transcrito en ideogramas chinoscomo era costumbre en lasinscripciones de las lápidasfunerarias, de ahí la dificultad quepara leerlos podía tener elestudiante.47 Bebida alcohólicaproducida de la fermentación delarroz. 48 Tanto Hakone como Nikkoson lugares turísticos próximos aTokio.49 El obi es una especie decinturón de anchura variable queciñe el quimono.50 La hakama es una especiede falda pantalón que solía llevarseencima del quimono para salir a lacalle, generalmente es usado porlos hombres.51 Shinbashi es un barriocéntrico de Tokio y, en la época delautor, sede de una importanteestación ferroviaria.52 Es el puerto natural deTokio, situado al sur de esta ciudad.53 Antigua UniversidadImperial, hoy Universidad deTokio, la primera universidad deJapón, fundada en 1877.54 Tottori, al sureste de Tokio.55 Ichigaya, en el centro deEdo o Tokio, era un barrio habitadotradicionalmente por samuráis.56 Niigata, al noroeste deTokio.57 Especie de quimonointerior.58 Las vacaciones de invierno

para los universitarios japonesessuelen comenzar hacia el 28 o 29 dediciembre.59 Las viviendas japonesassuelen tener el suelo de su plantabaja a una elevación de unos 40 cmsobre el nivel del suelo de la calle.Por eso se habla de «bajar aljardín» desde la casa.60 El go es un juego en el quelos participantes se turnan paracolocar fichas negras y blancassobre el tablero, con el objetivo derodear las fichas enemigas ycontrolar territorios.61 Las ramas de pino, quesimbolizan la buena fortuna para elaño nuevo, decoran las calles ycasas japonesas en los primerosdías de enero.62 En Tokio, suelen hacerlohacia mediados de febrero.63 Yaezakura designa unavariedad de cerezos de doble flor—con ocho pétalos— cuyafloración sobreviene unas tressemanas más tarde que la de loscerezos ordinarios.64 Shoji es una puertacorredera que da al exterior,habitual en las viviendas japonesas,y con el armazón de listones demadera que enmarcan cuadradostapados de papel blanco.65 Literalmente, «islabrumosa», una variedad de azaleas.66 Unos 33 metros cuadrados.67 Unos 10 metros cuadrados.68 El haori es una especie dechaqueta que se lleva sobre elquimono.69 Es el nombre de una famosalibrería todavía existente en Tokio.70 Es la alcoba que suele estaren el salón de las casas japonesas yen la cual está el altar familiar yotros objetos de especial valor.

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71 Igualmente entre paréntesisen el original.72 Es una costumbre japonesa,todavía hoy bastante extendida,consultar el calendario paradeterminar qué fechas sonfavorables o daian para realizaractos como bodas, exámenes,viajes, etc.73 Especie de croqueta a labrasa hecha de arroz.74 La palabra japonesautilizada es kawaku con elsignificado aquí de «sed» y«apetito».75 Nogi Maresuke (1849-1912), general en la guerra deJapón contra China (1894-1895) ycontra Rusia (1904), que aceptóestoicamente la muerte en combatede sus dos hijos y fue elevado a lacategoría de héroe de guerra.Cometió suicidio ritual con suesposa cuando supo la muerte delemperador Meiji (13 de septiembrede 1912). Su muerte fueinterpretada diversamente comoreparación por un error militarcometido 35 años antes, comoejemplo extremo de fidelidad alsoberano y como protesta contra ellujo y la decadencia del Japónmoderno. Lo cierto es que susuicidio produjo un notable impactoentre la elite intelectual japonesadel momento. Para másinformación, véase la Introducción.76 El hermano había usado lapalabra inglesa egoist, transcrita«egoisto» en el original japonés.77 El varón primogénito asumeen Japón la obligación de cuidar alos padres ancianos y el derecho dequedarse con la casa familiar.78 En inglés en el original. Enespañol, «un hombre de recursos».79 Literalmente, en el original

japonés, «hay que darles unanuera».80 Es parte del rito shintoístadel desposorio o sakazuki que loscontrayentes beban sake de lamisma copa.81 La guerra entre China yJapón (1894-1895).82 Hoy, la Universidad deTokio, la más prestigiosa de Japón.Fundada en 1877.83 Un tatami equivale a 1.80 mde largo por 0.90 m de ancho.84 Un ikken es 1.80 m deancho.85 Especie de cítara de 13cuerdas.86 En japonés, okusan.87 En japonés, ojoosan.88 Para mejor visualizar laplanta de esta vivienda típicajaponesa, véase el plano situado alfinal del libro. La superficie decada cuarto está distribuida entatami.89 Barrio comercial de Tokio.90 Especie de teatrillo dondese escenifican monólogosfrecuentemente cómicos. Los yosetenían gran popularidad en la épocadel autor y este conservó una granafición a ellos toda su vida.91 La escuela Joodo-Shin-shues una de las trece escuelastradicionales del budismo japonés yuna de las principalesmanifestaciones del llamadobudismo de la Tierra Pura. Fuefundada por Shinran en el siglo XIIIy estuvo particularmenterevalorizada en los años de la vidade Natsume Soseki gracias alreformador Kiyuzawa Manshi(1863-1903).92 Nombre de una imagenbudista especialmente popular enJapón.

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93 En inglés en el original.94 Un barrio céntrico de Tokio.95 Véase al final del libro elplano «Casa de la señora».96 Emanuel Swedenborg,filósofo y místico sueco (1688-1772).97 Al lado este de la bahía deTokio, en la actual prefectura deChiba.98 Monje budista (1222-1282)que fundó la escuela Nichiren o delLoto y fue el líder del «nuevobudismo» de los siglos XIII y XIV.99 El besugo es un pez debuena suerte en Japón.100 El zaguán de entrada está alnivel del suelo de la calle, mientrasque las habitaciones se encuentran aunos cuarenta cm sobre ese nivel.Por eso se dice «subí».101 Especie de sandalias con labase de madera apropiadas por sualtura para caminar sobre sueloshúmedos sin mancharse los pies.102 En este juego de las cartas,que suele practicarse en Año Nuevoen Japón, se colocan sobre el suelocartas con las segundas partes deantiguos poemas. Un narrador leelas primeras partes de estos,mientras que los jugadores debenescoger antes que el compañero lacarta con la segunda partecorrespondiente.103 Literalmente, «Poemasaislados de cien poetas», base deljuego descrito. Hay versiónespañola (ed. Hiperión, Madrid,2003).104 Según una tradiciónbudista, se considera de mal agüerodormir mirando al oeste, es decir,hacia la «Tierra Pura», dondemoran los muertos.105 Fusuma son las puertascorrederas de papel y tela que

separan las habitaciones en lascasas japonesas.106 Especie de chaquetón quese pone sobre el quimono.107 El amado es una especie de«contrapuerta» de madera habitualen las casas tradicionalesjaponesas.108 En el budismo practicadoen Japón se acostumbra echar aguasobre las tumbas como gestopurificador.109 Practicar junshi esparecido a inmolarse, pero con unafuerte connotación social próxima ala idea de «seguir al señor a latumba» o «acompañar en la muerteal emperador».110 Véase nota 75.111 La Guerra de Seinan oRebelión de Satsuma, que tuvolugar del 29 de enero al 24 deseptiembre de 1877, significó laúltima tentativa armada de lossamuráis del viejo régimen encontra de las reformasadministrativas del gobierno deMeiji.112 Pintor japonés de paisajesy retratos (1793-1841). Sus ideasde apertura a Occidente le valieronuna reclusión perpetua en sudomicilio a la que puso finsuicidándose.113 «Ilusión».__