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LA CASA - Ricardo Díaz Borregales

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© Ricardo Díaz Borregales 2008. Hecho el Depósito de Ley. DEPÓSITO LEGAL lf06820088002884. ISBN 978-980-12-3303-9. Registro del Derecho de Autor: 9259 – 07/10/2011 - 017060. Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita del autor, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.Descarga directa: https://docs.google.com/file/d/0B_QgNLyNd7vtMzViNjI3NTYtOGM5NS00NmVjLThhNmYtMDZhZjUyOWY5ZTcz/edit?authkey=CIW7obUP&authkey=CIW7obUP

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Ricardo Díaz Borregales

2008

MENCIÓN ESPECIAL / CUENTO

X Concurso de Poesía y Cuento “Rafael José Álvarez”

Coro, Venezuela

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“La Casa”

© Ricardo Díaz Borregales 2008

Coro, Edo. Falcón - Venezuela

Hecho el Depósito de Ley

DEPÓSITO LEGAL lf06820088002884

ISBN 978-980-12-3303-9

Registro del Derecho de Autor: 9259 – 07/10/2011 – 017060

Fotografía: Fernando Acosta

Diseño Gráfico: Ricardo Díaz Borregales

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita del autor, la

reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así

como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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A ella…

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—A diario fantaseo nuestro encuentro —le escuché decir—. Mirándola,

tocándola. Es tan divina, tan hermosa; su rostro, sus labios, su piel... Si

nadie es perfecto en la vida juro por ti, Señor, que Ella lo es. Lo es para

mí.

>Sé que esto no está bien. Lo que pasa por mi mente no está bien.

No puedo. ¡No debo! Pero la necesito tanto. Demasiado.

>¿Y quién dice que no puedo tenerla? ¿Quién? ¿Tú? ¿Acaso no nos

invitas a amar? ¿a dar y a recibir amor? Pues, mi amor duele y lo sabes.

Ella deberá obedecerme. Esta es mi casa.

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I

Aquí estoy. Jamás me creí capaz de reunir el suficiente valor para

regresar a este sitio. Todos estos años he intentado continuar, enterrar

todo; pero aquello… rehúsa abandonarme. Los recuerdos, los malos

recuerdos, no son fáciles de olvidar; más si son lo único que posees en la

vida.

Hoy he decidido hacerlo. Ponerle fin.

Hojas secas crujen bajo mis zapatos al avanzar. Enormes ramas

rasguñan mis brazos intentando detenerme, intentando evitar lo

inevitable. Adelante, una funesta silueta emerge de la oscuridad. Los

árboles hicieron una excelente labor al mantenerla oculta, lejos de las

miradas.

La casa, la infame morada que una vez dejé atrás, continúa igual,

enigmática, lúgubre. Su imponente fachada parece querer elevarse al

cielo y rasgar la noche. Sus ventanas, negras y vacías como ojos

muertos, me observan, logran reconocerme, saben el porqué de mi

presencia.

Este lugar jamás me ha abandonado, ha ido conmigo a todas partes

y en este momento se encuentra ante mí como un padre —o quizás

como una Madre—, viendo regresar a su hijo derrotado.

Ella también está aquí. Puedo sentir su presencia al ir acercándome

a la casa. Soy su invitado. Me espera oculta entre los corredores, lista

para vengarse, para cobrarme.

No ha quedado nada de aquella ornamentada puerta que había en

la entrada. No hay bisagras oxidadas ni madera carcomida. Nada. En su

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lugar un profundo agujero, amenazante cual boca de lobo, me da la

bienvenida, me invita a internarme en la prisión que una vez llamé

hogar.

Temeroso me introduzco en la casa. El olor a pasado impregna el

ambiente. Las ventanas me permiten un poco de claridad nocturna en

esta imprevista y única visita. El resplandor choca contra el suelo, me

muestra vidrios, hojas, cenizas...

Es ridículo creer que los objetos pueden cambiar de lugar al

ausentarse las personas; que las cosas pueden moverse y hacer sonidos

cuando no hay nadie cerca. Siempre pensé que al volver hallaría todo

diferente; pero aquí está el salón principal, ahí está la chimenea, las

escaleras… Todo está en su sitio.

Algo sí ha cambiado, en la chimenea ya no hay ningún fuego con

qué calentarse. No hay cuadros en las paredes ni retratos en las repisas,

tampoco hermosos recuerdos con los que abrigarse y sentirse en casa. El

hogar es sólo un montón de muros y pisos, un almacén para porquería,

un andrajoso lugar de recreo para animales ponzoñosos, y un hábitat

para el persistente germinar de la maleza.

Despacio atravieso el salón procurando hacer el menor ruido —

como si alguien dentro de la casa fuera a molestarse—. Mis pisadas

apenas son audibles, una gruesa capa de polvo y suciedad cubre el suelo

como una alfombra, amortigua el rechinar de la madera cuando camino.

Sin detenerme cruzo lo que antes era la cocina, echo una mirada

rápida al cobertizo y continúo hacia el sótano, hacia las mazmorras,

hacia las entrañas de la prisión.

Desciendo lentamente por la angosta escalera de piedra. Me

aseguro de dar cada paso en forma correcta. Voy a tientas. Atrás he

dejado la luz y me he sumergido en una negrura total. Desorientado

cierro los ojos para adaptarme a la oscuridad —¡Basura! Conozco cada

centímetro de esta casa; sé exactamente donde estoy, hacia donde voy y

lo que encontraré—. Avanzo hasta el final de los peldaños (durante un

instante creo oír gemidos). Finalmente abro los ojos…

He llegado.

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Sí, las cárceles de la memoria están presentes. Largas hileras de

celdas aparecen de la nada frente a mí. Durante años el pasado

permaneció encerrado en estos calabozos; ahora, al caminar entre ellos,

es liberado, sus secretos me son devueltos. Recuerdos imborrables de

almas agónicas atacan mi mente y se encierran en mi cuerpo sin

misericordia. Son parte de mí.

Las puertas están abiertas. Me parece ver figuras moviéndose

dentro de las habitaciones... Los malditos han renacido de sus cenizas.

El fuego y el tiempo no lograron callarlos. Aún puedo escucharlos, aún

puedo olerlos. Un repugnante hedor a carne quemada brota de entre los

escombros. Los muertos, adheridos unos a otros por el derretir de su

piel con su piel, han decidido volver por mí. Rostros deformados por el

miedo y la euforia, cuerpos empalados en sus propios crucifijos… Mis

ojos rehúsan a creer en esta infernal visión, pero aquellas imágenes...

aquellos sonidos… Todo fue real.

Me detengo en la última puerta. Su celda. Logro reconocer el

mísero reducto; imposible olvidar lo que a diario se recrea en mi cabeza:

allí está Ella, ruega por ser liberada de estos muros. Me amenaza, me

reta, me empuja a entrar en su dolor. Un torniquete en mi cuello me deja

sin aliento, me ahoga. Caigo al suelo de rodillas. Tiemblo. Sudo. Siento

el sudor bajar lentamente por mi rostro, poco a poco inunda las cuencas

de mis ojos; obstruye mi vista. ¡No puedo ver! ¿Qué pasa? ¿Qué me

sucede? ¿Por qué esta bruma letal me acosa y me maltrata? ¿Por qué? Es

retorcido, macabro, revitalizante. No puedo resistirme. Lentamente me

sumerjo en la inconsciencia, en mi absurda psicosis; en Ella…

No deseo recordar quién fui. No deseo recordar quién soy.

Pero es inevitable.

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II

Hubo una época en que sanatorios y leproserías, instituciones

destinadas al cuidado de personas… personas consideradas una

amenaza para la comunidad, abundaban por doquier.

Esta casa fue un manicomio, un verdadero manicomio. Uno de

esos en donde a los pacientes se les encerraba de por vida.

También fue mi hogar, fui criado en este sitio. La encargada era mi

Madre, una monja retirada (si es que en verdad llegan a hacerlo), que

aún acostumbraba vestir hábitos y recitar fervientes oraciones. Pero no

siempre vivimos aquí; aunque sí dependimos de la iglesia desde el

comienzo. Mi Madre, sola y embarazada, había sido acogida por las

religiosas de un convento, y allí, entre inciensos e imágenes de santos,

pudo darme a luz.

«Es un hermoso varón».

Recuerdo poco o casi nada de aquellos primeros años, y sé mucho

menos sobre los acontecimientos que motivaron nuestra estadía en

aquel sitio. Mi Madre jamás habló sobre su pasado, excepto que las

monjas la incentivaron a aceptar al Señor en su vida y a seguir una

vocación religiosa; y que luego, con el tiempo, le encargaron el viejo

sanatorio.

¿Una monja a cargo de un manicomio? ¡Por supuesto! Los devotos

estaban convencidos que la purificación religiosa era algo equivalente o

hasta superior a la medicina; que la locura era un mal del espíritu, y que

sólo una institución basada en la fe podía devolverle al demente el

orden y la razón, tan necesarias para una exitosa rehabilitación social.

Así pues, el hacerse cargo de un sanatorio se convertiría en nuestra

forma de vida.

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Entusiasmados abandonamos el convento para mudarnos a la casa.

Siempre se pensó en la locura como un mal contagioso, como una

enfermedad capaz de propagarse por las calles y el aire. Mientras más

retirados estuvieran estos sitios de descanso de las comunidades más a

salvo se sentían todos. Nuestro nuevo hogar cumplía exactamente con

los requerimientos: se encontraba ubicado lejos de cualquier poblado, y

debido a la cercanía de los bosques su entrada resultaba casi inaccesible.

El lugar era una mansión victoriana conservada en buen estado

gracias a las donaciones de los fieles. Era enorme. Desde la primera

impresión me pareció extraña y sombría. Aún a plena luz del día.

Los espacios dentro de la casa eran amplios y oscuros. No había

gas ni electricidad —entre otras penurias—. Debimos acostumbrarnos a

llevar velas y lámparas de querosén a todas partes, todo el tiempo. Los

suministros eran entregados una vez al mes por cocheros pagados por la

iglesia. No había servidumbre ni empleados, y nadie venía a visitarnos

nunca. Ni las mismas monjas.

A mi Madre y a mí no nos molestaba nada de aquello, contábamos

con una casa y eso nos alentaba a prescindir de todo lo demás. Pero por

supuesto, estaban nuestros huéspedes, quienes no siempre eran

personas que estaban mal de la cabeza, la gran mayoría eran indigentes,

ancianos sin hogar, alcohólicos, vagabundos...

Al principio no comprendí el por qué de su presencia en el hogar,

el por qué de su encierro. Era extraño verlos. No se trató de un par de

días o un par de meses, fueron años. Llegamos a conocerlos, y ellos,

aunque nunca hablaban, sabían de nosotros. Se veía en sus miradas, en

sus gestos.

A mi Madre le importaba poco la clase de malvivientes que podían

traer a encerrar, igual los alimentaba, los bañaba, los atendía, y de vez

en cuando también los maldecía. Jamás me permitió tener algún

contacto con ellos, siempre me repitió lo inútil que resultaría tratar de

sentir alguna compasión por esos individuos.

Mi infancia no fue nada convencional. Monjas y locos no eran el

modelo típico a seguir; pero estaba mi Madre, una mujer fuerte y

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dominante que, a pesar de encontrarse sola en la vida, siempre veló

porque nunca me faltara nada. Mi educación, mi única formación,

provino de sus conocimientos y creencias —no había de dónde más—.

Sus enseñanzas lo fueron todo para mí.

—El resto es innecesario —me decía—. Todo lo que requieres para

vivir está aquí, en la casa, conmigo.

Y por años así fue.

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III

Yo era aún muy joven cuando aquella extraña peste se asentó en la

casa. Ignorábamos qué era o cómo había llegado, sólo conocíamos lo

contagiosa y cruel que podía ser. Sus síntomas, vómitos y altas fiebres,

eran el preludio a la muerte. Era extremadamente efectiva. En escasos

meses muchos de nuestros pacientes habían sucumbido ante la

enfermedad. Muy pocos pudieron librarse de aquel terrible mal.

Mi Madre no estuvo entre los afortunados, cuando la peste la atacó

aún era joven y fuerte; pocos días bastaron para convertirla en una

mujer vieja y débil. Permanecía en cama todo el día aferrada a un

crucifijo; sólo de noche reunía la fuerza suficiente para deambular por

los corredores. Su presencia nunca dejó de sentirse en la casa. ¡Podía

oírla! Suplicaba y maldecía al Señor en voz alta. Había días en que su

salud parecía mejorar; pero aquello duraba muy poco. Sus recaídas eran

cada vez peores.

Yo estaba abatido, solo. Me resultaba imposible llevar el control de

la casa sin su ayuda.

—Necesitamos a alguien más —me confesó un día—. Ve al

convento e infórmales de mi decisión.

«Alguien más». No podía creer lo que oía. Nunca antes nadie nos

había acompañado en el hogar. Nadie. Mi Madre y los pacientes eran la

única familia que conocía.

«Alguien más» «Alguien más».

Jamás sabré si fue expectativa o temor lo que comencé a sentir a

partir de ese momento.

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Esa noche, luego de dar parte a las monjas, alguien llamó a nuestra

puerta. Una fuerte tormenta nos azotaba.

El ruido que hizo mi Madre al descender las escaleras me despertó.

A hurtadillas salí de mi habitación, y desde el rellano observé la escena:

—¿Quién, Señor, toca a estas horas? —preguntó mi Madre mientras

buscaba sus llaves.

Abrió y no vio a nadie en el umbral. La lluvia y el viento

irrumpieron bruscamente en el salón apagando las velas.

—¿Quién está allí? —insistió—. ¿Quién toca?

Cuando se dispuso a cerrar la puerta la escuchó toser.

La muchacha vestía de negro. Mi Madre tuvo que esforzarse para

poder distinguirla en la penumbra.

Dentro, al calor de la chimenea, la joven visitante rindió

explicación:

—Me envían del convento. El chofer se perdió buscando la

dirección, por eso el retraso. Tampoco quiso acompañarme a la puerta.

—¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó mi Madre con recelo.

—Cumpliré diecisiete en unas semanas, señora.

—¿Diecisiete? ¿Acaso se trata de una burla?

La chica tosió. Sus mojadas ropas salpicaban el piso. Mi Madre la

observó temblar ante el fuego.

—Será mejor que te cambies o enfermarás —le dijo—. Has

ensuciado toda la alfombra y encima has perturbado mis horas de

sueño. Trae tu equipaje y acompáñame, te acomodaré, mañana

hablaremos.

La joven no traía pertenencias, sólo el vestido que llevaba. Mi

Madre, consciente de la peste que aún nos hostigaba, quemó sus ropas

esa misma noche y personalmente la lavó de pies a cabeza con el cepillo

más fuerte que había en la casa. Le regaló un par de vestidos y la instaló

en el pequeño cobertizo detrás de la cocina, lejos de nuestras

habitaciones. También le prohibió utilizar el baño durante un mes. Ella

agradeció con humildad la bondad de mi Madre.

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—Espero te haya quedado todo muy claro, muchacha —le

advirtió—. En este lugar no se aceptan tropiezos. Deberás tenerlo muy

en cuenta a partir de este momento.

Y temprano comenzó a tenerlo muy en cuenta. A la mañana

siguiente mi Madre la levantó de la cama y le ordenó sacar las alfombras

para que secaran al sol; luego, por supuesto, que volviera a colocarlas en

su lugar.

En la casa nunca se detenían los quehaceres, siempre había tareas

que cumplir. Permanecer aquí exigía numerosas horas de trabajo duro.

Gran parte a causa de la peste. Contratar aquella chica no había sido una

opción, sino una necesidad. Nadie más había solicitado el puesto. Nadie

más se había atrevido a venir. Y no era de extrañar, el contrato no era

por dinero, comprendía únicamente techo y comida.

En pocos días, la joven logró adaptarse a las normas del hogar.

Aparte de encargarse de la limpieza y la comida, también me ayudaba

con los pacientes. Pero jamás hablábamos, y nunca comíamos en la

misma mesa. Mi Madre no lo permitía, era un muro inquebrantable, y

no sólo debido a la peste. Para nosotros la muchacha únicamente debía

ser «una maldita necesidad, una extraña, una intrusa».

Yo jamás había visto antes a una chica, al menos no a una tan

joven. Ciertamente no podía comparar a la que vivía con nosotros con

nadie más; pero ante mis ojos Ella era hermosa, muy hermosa. Estaba

cautivado, invadido por emociones totalmente ajenas a mí. Poseído.

Perdido en una inexplicable devoción hacia aquella muchacha. Mi

comportamiento había sido alterado, me ocultaba entre los pasillos para

observarla; la espiaba durante sus quehaceres; cuando dormía; cuando

se aseaba...

¿Quién era Ella? ¿La desaliñada y descalza muchacha que vestía los

viejos atuendos de mi Madre? ¿La joven de mirada melancólica que

nunca me hablaba pero que sonreía al verme? ¿La que sólo trapeaba y

fregaba los pisos?

Aquella chica no sólo debió cumplir con las obligaciones que exigía

la casa, también tuvo que hacerse cargo de mi Madre y de su

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enfermedad. Cada noche, después de cenar, Ella la acompañaba a su

habitación y la ayudaba con los medicamentos y con su aseo. Pero algo

no andaba bien... Algo extraño estaba ocurriendo allí dentro.

A veces, desde mi cuarto, podía escuchar como mi Madre insultaba

y reprendía a la muchacha sin motivo alguno. Los gritos y el llanto

duraban horas. Al principio intenté ignorarlo; el delirio y la euforia eran

síntomas comunes en pacientes que habían contraído la peste. Pero

aquello parecía no acabar. En poco tiempo la joven dejó de ser la misma.

Se veía perturbada, demacrada. Temblaba y sudaba. Temí que

finalmente hubiera contraído la enfermedad, y que fuera esta la causa

de su cambio, pero no era así.

Era algo completamente diferente.

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IV

Sabes? De noche suelen ocurrir cosas extrañas —me contó mi Madre

una vez—. Las cosas pueden moverse y hacer sonidos cuando no hay

nadie cerca. Debes ignorarlas permaneciendo en tu habitación.

Aquella noche no pude evitarlo. Un sonido estridente e incesante

se escuchaba en la distancia. ¿Qué es eso? Aparté las sábanas y salté de la

cama. El suelo estaba helado. Fui hasta la puerta y con cautela me

asomé. Nadie. Lentamente salí del cuarto y en silencio avancé por el

corredor.

La voz de mi Madre, aquella que daba órdenes y conjuraba

terribles penitencias durante mis horas de sueño, poco a poco cobraba

fuerza al ir acercándome a su habitación. Me detuve en la puerta. Oí

sollozar a alguien al otro lado. Aquello no era una sorpresa para mí,

sabía lo que ocurría allí dentro —o al menos eso creía.

Me animé a mirar por la cerradura: la tenue luz de una lámpara

iluminaba el cuarto. Las sombras se proyectaban enormes y amorfas en

las paredes.

—Inclínate y aguarda tu castigo —escuché decir, y mis ojos se

dirigieron hacia la voz.

Lo que vi me cortó la respiración:

Apoyada sobre una pequeña mesa, en una esquina de la

habitación, encontré a la muchacha. Estaba desnuda, de espaldas, con la

mirada fija en la pared. Aquella blanca figura, aquel pequeño y esbelto

cuerpo que a diario espiaba y que conocía de memoria, no paraba de

temblar. Mi Madre la observaba desde el otro extremo del cuarto.

Parecía disfrutar de su llanto. Había algo realmente repugnante en

aquella lasciva mirada y en la furtiva manera de acercarse a Ella. Se veía

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totalmente repuesta. Era inexplicable aquella mejoría. ¿Mi Madre ha

vencido a la peste? ¿Cómo alguien puede ser más fuerte que su enfermedad?

—Has cometido una falta muy grave y deberás pagar —le dijo a la

chica.

Sus revitalizadas manos apresaron con firmeza los enflaquecidos e

infantes brazos de la joven.

—Quédate quieta.

La muchacha se estremeció al sentir algo abriéndose paso entre sus

nalgas. Una increíble ola de dolor la hizo saltar y chocar contra la pared.

Cayó al suelo trayendo la mesa consigo. Todo su cuerpo se contrajo y

sus piernas comenzaron a sangrar. Lloraba y gemía mientras su

agresora reía y se embriagaba de placer.

—No te aflijas pequeña —le dijo mi Madre—. ¿No te das cuenta

que eres hija del Señor? Eres hermosa e inocente. No te cierres ante la

inmensa belleza y felicidad que te obsequia la vida. Piensa en los seres

queridos que te rodean y te quieren. ¿No has pensado en eso? ¿en lo

importante que eres para todos nosotros? No tienes por qué temer. Abre

tu corazón y tus pensamientos en este lugar, porque esta es tu casa, la

casa del Señor. Él te escuchará si le hablas de corazón. Él sabrá

reconfortarte. No dudes en expresar tus emociones. Confiésate ante Él,

ante el Señor. Entrégate sin reservas. Pon en sus manos todos tus

pesares, porque sólo Él es quien te ama en verdad.

Algo resbaló de entre las manos de mi Madre.

La habitación vibró ante el ensordecedor sonido que produjo el

ensangrentado crucifijo que chocó contra el suelo.

Estupefacto, salí huyendo por el corredor y volví a mi cuarto. No

podía creer lo que había visto. Todo había pasado tan deprisa. ¿Cómo

pude presenciar tal cosa y no hacer nada por Ella? ¡Señor! ¡OH, Señor! ¿Qué

es todo esto? ¿Qué está sucediendo?

No pasó un minuto cuando de pronto entró mi Madre. Abrió la

puerta de un golpe y se sentó en mi cama. Mi corazón latía tan fuerte

que parecía querer atravesarme las costillas. Me quedé inmóvil, frío.

¿Quién es esta extraña en mi cama? ¿Quién es esta mujer enferma y aberrada

que me resulta imposible reconocer?

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—¿Alcanzaste a ver? —me preguntó, y sus ojos parecieron brillar—

. Aún puedo olerla. Aún puedo sentirla en mi piel.

Me tomó por un hombro y me levantó. Cuando abrió la boca para

hablarme, su fétido aliento chocó contra mi rostro.

—No tienes nada de qué preocuparte —me dijo, obsequiándome

una tierna sonrisa—, será nuestro secreto.

¿De haber tenido el valor... habría hecho algo en contra de mi Madre? Esa

perturbadora incógnita me acompañaría durante muchas y largas

noches de insomnio...

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V

La cuarentena no estaba dando resultados. La peste rehusaba

abandonarnos. Los encargados de traer los suministros y los alimentos

no se atrevían acercarse a la casa; en consecuencia, cada semana

enfermaban y morían nuevos pacientes.

Jamás vi una enfermedad matar de aquella forma. La

descomposición comenzaba cuando aún estaban vivos; al morir,

llegaban a estar realmente irreconocibles. Sacar aquellos cuerpos se

convirtió en una tarea espantosa. Muy pronto tuvimos un fértil

cementerio.

En los últimos meses el estado de mi Madre también empeoró, casi

no hablaba y era incapaz de moverse. No duró mucho, murió en

invierno. El frío le heló los huesos y el alma. No me impresionó verla

morir, aquella mujer había dejado ya de ser mi Madre. Cuando murió

sentí un extraño alivio —seguro la chica también—. La cremamos y

enterramos esa misma noche en el jardín. Las muertes causadas por la

peste no necesitaban pompas fúnebres. Lo más conveniente e

higiénicamente correcto era incinerar los cadáveres, pero no a todos

podíamos ofrecerles el mismo servicio. Para algunos, una tumba y una

oración fueron más que suficiente.

Aquella primera noche sin mi Madre fue gélida y tempestuosa.

¡TOC! ¡TOC!

Alguien llamaba a mi puerta.

¡TOC! ¡TOC!

La muchacha insistió una vez más, y al no escuchar respuesta

decidió entrar. Abrió con dificultad, traía una bandeja en las manos.

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—He traído su cena, señor —me dijo.

La ráfaga que se coló por la puerta penetró en la habitación

agitando las cortinas, las sábanas, y el vestido de la joven. Ésta tembló al

sentir la fría ventisca bailar entre sus piernas. La bandeja y los cubiertos

temblaron junto con Ella.

Nerviosa, depositó mi cena en la mesa y se enrumbó rápidamente

hacia la puerta.

—Que tenga usted buenas noches, señor.

—Espera —le dije—. No te vayas.

La chica se detuvo ante mi orden. Cuando giró para quedar frente

a mí sus melancólicos ojos me atraparon por completo. Pude ver la

tragedia que se ocultaba en aquellos hermosos ojos grises.

Permanecimos callados. Cruzamos miradas en una suerte de

interrogatorio silencioso. Por alguna extraña razón aquella mudez

consciente parecía no incomodarnos. Nos conocíamos. No hacía falta

decirnos nada.

El eco de un relámpago rompió el silencio. Luego vino otro... y otro

más. Los estruendos hacían sacudir toda la casa. El suelo vibraba bajo

nuestros pies.

Lentamente avancé hacia Ella, hacia la dueña de aquel delicado y

grácil cuerpo que me hacía temblar al sentir su presencia cerca de mí.

Escucharla respirar, sentir su corazón latir junto al mío, sentir el roce

suave y cálido de su ser… Hasta ese momento jamás divisé la

posibilidad de hacer realidad aquellos deseos que con vehemencia iban

a cumplirse.

Su enmarañado cabello no dejaba de jugar con el viento. Su

trémula piel, mucho más pálida que de costumbre, estaba envuelta por

una fina capa de sudor. Los pechos, claramente excitados, se habían

endurecido al sentir el vestido adherido al cuerpo. Ella llevaba uno de

aquellos vestidos de mi Madre…

—Quítatelo —le ordené, y obedeció.

Lo que siguió no pudo ser más sublime. Una fuerza increíble y

poderosa nos arrastró sin reservas a la entrega total. Era algo nuevo y

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cálido. Inquietante y hermoso. No logro recordar momentos más felices

que aquellos en que sólo éramos Ella y yo. Despertar cada mañana y

observar aquel hermoso ser, sentir su cuerpo dócil, impregnarme de

aquella exquisita fragancia… Jamás mi alma sintió tanta paz, tanta

tranquilidad. Pasábamos los días sin levantarnos de la cama; sólo

cuando el frío urgía corríamos a refugiarnos junto a la chimenea.

Una tarde vencimos el miedo a entrar en la habitación de mi

Madre. Abrimos las ventanas y dejamos que la luz limpiara aquel

infame lugar de torturas y humillaciones. Registramos el dormitorio,

arrancamos el crucifijo de la pared, y arrojamos todas sus pertenecías al

sótano. Hicimos el amor en la cama donde la monja había muerto, y una

vez satisfechos nos entregamos a los sueños.

«Todo lo que requieres para vivir está aquí, en la casa, conmigo».

Mi Madre jamás supo expresarme su afecto. De hecho, nunca lo

hizo. No logro recordar ningún beso o abrazo suyo...

Comprendo que la soledad es una condición humana, y que en la

búsqueda desesperada de refugio solemos apegarnos a cualquiera que

nos muestre un mínimo de atención. Ver a aquella muchacha, allí,

tiernamente enrollada entre las sábanas, sumergida en sueños

desconocidos, me hizo vislumbrar lo imprevisible de nuestra conducta.

Comprendí que el dolor y el miedo eran necesarios, y que hasta en las

condiciones más deplorables, las más terribles, podía hallarse algo de

pureza y amor.

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VI

La casa continuó en completo abandono. Los recursos que ayudaban a

sustentar la institución habían sido anulados. La peste y el invierno

habían socavado cualquier esperanza que aún pudiera quedar en los

pocos corazones que, crédulos, clamaban piedad al Señor. Las monjas

dejaron de enviar pacientes, pensaron que después de la muerte de mi

Madre nadie más se haría cargo de ellos.

Estaban en lo cierto.

Realizar el agotador itinerario que exigía el hogar se había

convertido en cosa del pasado. No había nada que nos motivara a

continuar. La peste se había llevado prácticamente a todos a la tumba, y

los pocos pacientes que, como a nosotros, la enfermedad no pudo

alcanzar se convirtieron en algo perverso, abominable e inhumano.

Ojos inyectados de locura nos observaban desde el interior de la

celda que habíamos elegido para encerrarlos a todos. Nos odiaban.

Envidiaban nuestra libertad, nuestro amor, nuestro sexo. Agresivos e

incontrolables, no cesaban de gritar. Era una pesadilla tratar de

mantener la cordura dentro de estos muros. Deseábamos huir,

abandonar la casa de una vez por todas, para siempre, pero aquel

terrible invierno no nos permitía escapar a ningún lado. Estábamos

atrapados, confinados a nuestro propio hogar.

Después de compartir la casa durante tanto tiempo, de

alimentarlos, de vestirlos, de limpiar sus porquerías, finalmente

terminamos convertidos en la misma escoria: en hijos de la peste y la

locura. Si una vez hubo alguna diferencia entre ellos y nosotros ya no la

había más.

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El fuego y los alimentos escaseaban. La chica insistía en entregarles

la poca comida que quedaba en la casa…

—¿Te has vuelto loca? —le reclamé—. Moriremos de hambre.

Ella suspiró, bajó la cabeza y observó sus pequeños pies descalzos.

Observó el suelo. Debajo de aquel suelo estaban las mazmorras. Debajo

de aquel suelo aún había seis almas quejándose en la oscuridad.

—Tienen sed, hambre, frío —dijo sin mirarme—. El que estén

dementes no es motivo para dejarlos morir.

A escondidas desobedeció mi orden. Los alimentos se dejaban en

una pequeña abertura al pie de la puerta...

La estaban esperando. No los escuchó aproximarse. La

sorprendieron. No pudo zafarse de aquella decena de brazos que con

fuerza la arrastraban hacia el interior de la celda. Estaban hambrientos.

Coléricos. La golpearon y violaron hasta saciarse…

Cuando la encontré aún vivía…

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VII

Aunque la peste nos había ignorado por completo, era evidente que al

librarnos de aquel mal, nuestro destino resultaría ser mucho peor.

Cuando finalmente despertó no era la misma. Todo en Ella había

cambiado, su cabello se había vuelto gris de la noche a la mañana, su

mirada era vacía, tétrica. Su rostro era una máscara que resbalaba y caía

bajo el sudor y las lágrimas. Estaba sucia y maloliente. Era un despojo,

una imitación de vida. La locura la había reclamado como suya.

Como a los otros, la encerré en una de las celdas, en la última. La

cuidé lo mejor que pude. La amaba, la amaba tanto... pero aquel ser

desconocido que se arrastraba y se quejaba en la mazmorra no era Ella.

Agresiva y rebelde, retorcía y golpeaba su cuerpo contra la puerta.

Aquella cosa deseaba escapar, ser libre. Era espeluznante escucharla

gritar que me amaba, que en verdad me amaba.

¿Qué clase de amante es aquel que permite tanto sufrimiento? ¿Qué clase

de amor puede entregarse en tales circunstancias? ¿Y en verdad puede llamarse

amor a todo esto?

—Te has portado mal —creí escucharla, sin estar seguro de que

fuera o no un sueño—. Mira mis brazos y mi rostro. Los mordiscos en

mi piel se inflaman. Mis heridas se abren. Lentamente me desangro.

¿Qué haces? Me destrozas, me destruyes. ¿Por qué debo sufrir de esta

forma? Me has convertido en la prostituta del Señor. Me violas a diario,

me entregas al sufrimiento, a la soledad, al hambre. ¡Déjame ir! Quiero

ser libre. No pertenezco aquí.

¿Qué clase de amante hubiese sido de no haberlo hecho?...

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Lenta y silenciosamente me introduje en su celda. Allí estaba Ella,

«la extraña, la intrusa, sólo una maldita necesidad». Estaba desnuda,

obscenamente tumbada sobre su espalda. El cabello gris y los ojos

hinchados por el llanto y la ira daban un aspecto terrible a la que otrora

fuera una hermosa joven. Me incliné sobre Ella. Su pecho apenas se

movía. Despertó al sentir mis manos alrededor de su cuello. No se

opuso. Sonrió complacida mientras la estrangulaba. Escuché quebrarse

el hueso en un chasquido horripilante. Jamás apartó sus ojos de los

míos. Su último aliento se perdió en aquel escalofriante beso póstumo.

La sepulté junto a los demás.

En los días siguientes deambulé por los corredores, perdido, ido.

Extrañé la época en que al menos yo creía ser feliz. Aquella en donde mi

inocencia me cegaba a la realidad. En donde no había culpables porque

no existía la culpa, y no habían errores porque... «en este lugar no se

aceptan tropiezos, deberás tenerlo muy en cuenta a partir de este

momento».

¡Oh, cuan equivocados estábamos! La devoción al Señor nunca fue

suficiente. ¿Cómo cubrir ahora todo lo faltante en aquella cadenciosa

vida? En la casa ya no había nada más a qué aferrarse. ¿Qué hacer? ¿A

dónde huir? Desesperado abrí la puerta y escapé hacia la oscuridad.

Avancé torpe por entre la nieve y caí derrumbado ante a la lápida de mi

Madre… Allí, sobre su tumba, sobre su blanca tumba, me pareció

escucharla. ¡Podía oírla! Aquella voz, ronca y penetrante, emergía del

sepulcro como una especie de recordatorio infernal. Su odio, su ira; todo

lo que nunca le escuché decir, finalmente lo arrojó sobre Ella y sobre mí.

¿Por qué la falta de afecto de mi Madre? ¿Por qué su rencor al amor?

Resulta doloroso aferrarse a algo y verlo marcharse. La monja lo

supo cuando sola y embarazada quedó a su suerte. Años después sería

yo, su propio hijo, quien la traicionara, abandonara y dejara morir. Era

mi turno pagar. Todo era un vil círculo, una fórmula, aplicábamos lo

que otros habían hecho ya con nosotros.

Aquella muchacha fue el mejor ejemplo de ello. En los días en que

la soledad y la peste amenazaron con destruirlo todo, Ella llamó a

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nuestra puerta y nada volvió a ser igual. Los azotes, las risas, el llanto; el

silencio y el miedo; el hermoso y brillante crucifijo, el arma predilecta...

Muy pocos pudieron dar testimonio de aquel terrible castigo. Es egoísta

responsabilizar a mi Madre de todo lo ocurrido, mucha de la culpa la

tuvo la misma chica. ¿Por qué? Porque nadie debió ser tan hermoso en la

vida.

Cansado de recorrer la mansión, absorto en mis oscuros

pensamientos, volví a las mazmorras. Necesitaba respirar nuevamente

aquel olor. Necesitaba respirar una vez más aquel inconfundible y

adictivo aroma a locura.

Debí olerme a mí mismo. Dentro de mí vive un hombre demente,

concebido de la ira.

Ahora descubro que nunca fui distinto a ellos… ni a Ella.

Algo me invitó a bajar...

¿Es este mi verdadero hogar? ¿Mi verdadero hábitat? ¿Pertenezco aquí,

con ustedes?

—Señor, señor —le escuché decir a uno de aquellos malditos—.

¿Está allí, señor? ¿Puede escucharnos? Dígame, ¿puede escucharnos?

Estaba asombrado, nunca antes los había oído pronunciar palabra

alguna. Me asomé al interior de la celda y husmeé en la oscuridad.

Aunque no percibí ningún movimiento sabía que estaban allí. Todos

estaban allí.

—Señor, señor —volví a escuchar—, hace mucho frío aquí dentro,

señor, mucho frío. Demasiado. Sólo queríamos un poco de calor, sólo un

poco de vida, de amor.

Una mano se asomó por debajo de la puerta para mostrarme algo.

—Gracias, señor —dijo la voz del otro lado, depositando un objeto

en el suelo—. Gracias. Sólo fue un poco de amor. Sólo un poco.

Era el crucifijo de mi Madre… manchado de sangre una vez más.

Era el pago por nuestra indulgencia. La monja siempre lo supo,

siempre lo advirtió: «es inútil sentir alguna compasión por esos

individuos».

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Esa noche esperé a que la manada durmiera para entrar a la celda.

Aquellos ya no eran pacientes. Ya no eran simples ancianos vulnerables

e incapaces de moverse. Ni indigentes moribundos, trastornados y

totalmente aislados de la realidad. No, ya no más. Aquellos eran sólo un

montón de animales listos al sacrificio.

¿Un poco de calor?

El escaso fuego de la chimenea bastaría para purificar nuestros

pecados. Los de todos nosotros.

Como si la piel humana se tratase de algún combustible, las llamas

se avivaron de inmediato consumiendo todo lo que había en el interior

del reducto. Impasible presencié el infierno creado por mí. Aquellos

alaridos no dejarían de atormentarme jamás. Aquellas horribles

imágenes quedarían grabadas como una fotografía infernal. El

repugnante hedor a carne quemada continuaría en la casa durante

muchos, muchos años…

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VIII

Recuperado ya de mis terribles visiones, observo agonizar la noche en

la habitación de mi difunta Madre. La luz del amanecer logra colarse

por entre los desvencijados restos de hogar, un permiso especial que

jamás ha sido otorgado en forma tan apacible. Es una vista formidable,

logro ver todo bosque o valle alrededor de la propiedad. Había olvidado

lo majestuoso de este lugar.

El ahora golpea mis sentidos. ¿Por qué he llorado? ¿Qué innegable

marca han sembrado en mí estos recuerdos? Evocar vivencias e ir tras la

búsqueda de sentimientos pasados ya no tiene cabida ni razón de ser en

el presente; pero aunque los cuerpos fueron cremados y sepultados hace

muchos años, las voces que susurran en mi cabeza continúan

llamándome. Le pido al Señor que me permita dormir nuevamente y

despertar lejos de estas pesadillas, pero me ignora.

—Oh, Señor, al fin me he entregado —le confieso—. Me he dejado

guiar por lo que siempre odié, y me he convertido en la persona que

siempre evité ser. ¿Esta es la vida que planeaste para mí? ¿Es esta la

vida que tanto anhelamos y respetamos?

>¿Dónde está la felicidad? ¿Dónde están mis sentimientos, mi

alma? Dímelo, por favor. ¡Dime en dónde están! Ya estoy harto de todo

este falso amor que me entregas. De estas falsas ilusiones. ¿Alguna vez

he sentido el amor? ¿En verdad podría existir tal cosa en mí?

>Pertenezco a Ella. Nadie podrá impedirlo. ¿Quién podría?

¿Quién? ¿Tú? ¿Acaso no nos invitas a amar? ¿a dar y a recibir amor?

Pues, mi amor duele y lo sabes. Ella deberá obedecerme. Esta es mi casa.

¿Cómo no repetir el infernal discurso que mi Madre pronunciaba

las noches en que, agobiada por la peste, deambulaba por los corredores

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con un crucifijo? Por años sus palabras resurgieron de mis labios. Yo

mismo las emplearía para describir mi obsesión hacia el amor. Hacia ese

amor prohibido que resulta aberrante y enfermizo. Hacia ese amor que

hiere y que llega a doler porque sobrepasa los límites de la vida y llega

hasta lo último: la muerte.

Escucho pasos provenientes de las escaleras. ¡Está aquí! Sé que está

cerca. Ansío tanto verla emerger de entre los rincones de este

condenado lugar. No huiré. Esperaré su acometida final. Estoy listo.

Este es el momento.

Los pasos se detienen próximos a mí. Lentamente volteo hacia la

puerta. En todos los años que habité esta casa jamás mis ojos

presenciaron algo tan perfecto, tan sublime, tan celestial…

¡Es Ella! La chica de mirada melancólica. La joven desaliñada y

descalza que me ayudó a quemar el cuerpo de mi Madre...

¡Sí, Ella! La persona que ahora vive en mi cabeza. La que cada

noche viene a mi cama a visitarme. La que cada noche escucho pedir

ayuda, clamar piedad, pero soy incapaz de ayudarla porque mis

sentidos nunca obedecen.

Es Bella. Fría. Es un hermoso cadáver. Me observa. Me odia y me

ama. Sus ojos sin vida logran verme hasta el alma. Reconocen los

fantasmas que se esconden detrás de los míos. Ella sabe por qué he

regresado. Hemos esperado tanto este momento que esta vez no

permitirá que nada se interponga entre los dos. Me exigirá un amor

suicida. Reclamará su aliento besándome una última vez; luego me

destrozará la garganta, arrastrará mi cadáver hasta el sepulcro, y

finalmente me hará reposar a su lado en la eterna tranquilidad de la

noche.

Es nuestro destino estar juntos, pues sólo junto a Ella puedo

sentirme realmente en casa…

Estoy preparado. Puedo cerrar los ojos sin miedo. Sus gélidas

manos apresan con firmeza mi cuello. La escucho reír. Es mi amiga. Es

mi amante. Es mi mujer. Lágrimas de alegría bajan por mi rostro.

Desciendo en paz hacia la muerte. Mi hogar está en la oscuridad, junto a

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Ella. Sé que ahora me espera la felicidad. Sé que ahora me espera el

amor.

¿Y si la muerte resulta ser la respuesta a los enigmas del amor?

Entonces amaré. Sí, amaré.

—Bienvenido a casa —dijo Ella, y apretó mi garganta hasta el final.

¡TRACK!

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A mi familia, y a todos los que de una u otra forma colaboraron y alentaron esta

publicación, GRACIAS.

A Luis Da Silva, y a todos los de “La Casa de Jack”, GRACIAS.

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ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR

EN EL MES DE AGOSTO DE DOS MIL OCHO

EN LA CIUDAD DE SANTA ANA DE CORO

FALCÓN - VENEZUELA

SE IMPRIMIERON 500 EJEMPLARES

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