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La Maleta de mi Pare

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Diseño de portada y diagramacion del libro La Maleta de mi Padre escrito por Orhan Pamuk

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LA MALETA DE MI PADREORHAN PAMUK

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LA MALETA DE MI PADRE / ORHAN PAMUK;ISBN PY0418 - A1D

Derechos reservados - Es propiedad del editorUAC - ® - 2010

EDITORIAL JKP, 2010

Edición, Diseño y todo lo demás:Juan Camilo RestRepo

Impreso en Colombia - Printed in Colombia(al frente de la U)

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CONTENIDO

Capítulo 1 ........................................................... 7

Capítulo 2 .......................................................... 31

Capítulo 3 .......................................................... 46

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LA MALETA DE MI PADRE

Dos años antes de morir, mi padre me entregó una pequeña maleta llena de notas, manuscritos y cuadernos. asumiendo su habitual aire bromista y escéptico, me dijo de repente que le gustaría que los leyera después de que se hubiera ido, o sea, después de su muerte.

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-Échale un vistazo – me dijo ligeramente avergonzado-, a ver si hay algo que valga la pena. Quizá después de que me vaya puedas hacer una selección y publicarla.

Estábamos en mi estudio, entre libros. Mi padre daba vueltas mirando por ahí sin saber dónde dejar su maleta, como alguien que quiere librarse de un doloroso peso muy especial.

Luego la colocó silenciosamente en un rincón donde no llamaba la atención. En cuanto pasó aquel inolvidable instante, que a ambos nos había avergonzado, nos relajamos volviendo a nuestros papeles habituales, a nuestras personalidades burlonas y cínicas de quienes se toman la vida con ligereza. Como siempre hablamos de trivialidades, de la vida, de los interminables problemas políticos de Turquía y, sin entristecernos demasiado, de los negocios de mi padre, la mayor parte de los cuales terminaba siendo un fracaso.

Recuerdo que, después de que mi padre se fuera, estuve unos días dando vueltas alrededor de la maleta sin tocarla. Conocía desde niño aquella maleta pequeña de cuero negro, sus cierres y esquinas redondeadas. Mi padre la usaba cuando salía a algún viaje breve o cuando quería llevar algún peso a su oficina.

Me acordaba de que cuando era pequeño, después de que mi padre regresara de algún viaje, me gustaba abrir la maleta y revolver sus cosas y aspirar los olores a colonia y a país extranjero que salían de su interior.

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Aquella maleta era un objeto conocido y atractivo que me traía muchos recuerdos del pasado y de mi infancia, pero ahora no podía ni tocarla. ¿Por qué? Por el misterioso peso de la carga que se ocultaba en su interior, por supuesto.

Voy a hablar ahora del significado de ese peso. Es el significado de lo que hace alguien que se encierra en una habitación, se sienta a una mesa, se retira a un rincón y se expresa con papel y pluma, o sea, el significado de la literatura.

Era incapaz de abrir la maleta de mi padre, ni siquiera me atrevía a tocarla; sin embargo, conocía algunos de los cuadernos que contenía. Había visto a mi padre escribiendo en ellos. No era la primera vez que notaba la carga de la maleta. Mi padre tenía una gran biblioteca, y en juventud, a finales de los cuarenta, había querido ser poeta en Estambul y tradujo al truco a Valéry, pero no quiso vivir las penurias que entrañaban escribir poesía y llevar una vida dedicada a la literatura en un país pobre con pocos lectores. Su padre, mi abuelo, era un rico empresario y mi padre había vivido una niñez y una juventud muy cómodas, así que no quería afrontar las dificultades de la literatura, de la escritura. Amaba la vida con todas sus cosas buenas, y yo le comprendía.

La primera preocupación que me mantenía alejado del contenido de la maleta de mi padre era, por supuesto, el miedo a que no me gustase lo que leyera. Como mi padre lo sabía, había tomado sus

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precauciones asumiendo ese aire de no darle tanta importancia a lo que contenía. Tras veinticinco años de vida como escritor, me había entristecido ver aquella actitud suya. Pero tampoco quería enfadarme con mi padre porque no se tomara lo bastante en serio la literatura… Mi verdadero miedo, lo que de veras no quería ni saber, era la posibilidad de que mi padre fuera un gran escritor. Ese miedo era el que me impedía abrir la maleta de mi padre. Porque si de ahí surgía verdadera gran literatura, tendría que aceptar que dentro de mi padre existía un hombre completamente distinto. Era algo aterrador. Porque, a pesar de mi edad, yo seguía queriendo que mi padre fuera solo mi padre, no un escritor.

Para mí ser escritor es descubrir luchando pacientemente durante años, la segunda persona que se esconde en el interior de uno y el universo que convierte a esa persona en lo que es. Y cuando me refiero a la escritura lo primero que se me viene a la mente no es la novela, la poesía ni la tradición literaria, sino alguien encerrado en una habitación y sentado a una mesa que se vuelve sobre sí mismo a solas gracias a eso forja con palabras un nuevo mundo. Ese hombre, o esa mujer, puede escribir a máquina, puede aprovechar las facilidades que le ofrecen los ordenadores o, como yo, puede pararse treinta años escribiendo a mano con una pluma sobre papel. Mientras escribe puede tomar té o café, o fumar. A veces puede levantarse de su mesa y mirar por la ventana y mirar a los niños que juegan en la calle, a los árboles o al paisaje si tiene suerte, o bien a

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un muro oscuro. Puede escribir poesía, teatro o, como yo, novelas. Todas esas diferencias vienen después de la actividad principal, la de sentarse a una mesa y volverse pacientemente sobre sí mismo. Escribir es verter en palabras esa mirada hacia el interior, y estudiar con paciencia, obstinación y alegría un mundo nuevo según se va cruzando por el interior de uno mismo. Mientras pasan los días, los meses y lo años y voy añadiendo lentamente palabras a la página en blanco sentado a mi mesa, siento que estoy construyendo para mi mismo un mundo nuevo, que extraigo de mi interior otra persona, como hacen quienes levantan un puente o una cúpula poniendo piedra tras piedra. Las palabras son las piedras para nosotros los escritores. Colocando palabras durante años, manoseándolas, sintiendo las relaciones que hay entre ellas, a veces mirándolas de lejos, a veces tocándolas con los dedos y con las puntas de nuestras plumas como si las acariciáramos y las sopesáramos, creamos nuevos mundos con obstinación, paciencia y esperanza.

En mi opinión, el secreto de la escritura no reside en una inspiración que nunca se sabe de dónde va a venir, sino en la obstinación y la paciencia. Me da la impresión de que ese hermoso dicho turco, << cavar un pozo con una aguja >>, se usa para escritores como yo. Me gusta la paciencia de Ferhat, que en las viejas leyendas atraviesa las montañas por amor, y la comprendo. Cuando en mi novela Me llamo Rojo hablaba de los antiguos ilustradores persas que memorizaban el mismo caballo a fuerza de dibujarlo

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durante años con pasión y que incluso llegaban a reproducir el hermoso animal con los ojos cerrados, sabía que también estaba hablando de la profesión de escritor, de mi propia vida. En mi opinión, para que el escritor sea capaz de contar lentamente su propia vida como si fuera la de otro y para que pueda sentir esa fuerza narrativa en su interior, debe entregarse durante años con toda su paciencia a este arte y oficio sentarse a su mesa y conseguir un cierto optimismo. La musa, que a algunos nunca se les aparece y que a otros les isita a menudo, ama esa confianza, ese optimismo, y en los momentos en que el autor se siente más solo, en que más duda del valor de sus esfuerzos, de su imaginación y de lo que escribe, o sea, cuando cree que la historia que está contando es solo su propia historia, parece como si le ofreciera de repente los relatos, las imágenes y los sueños que unen el mundo del que procede con el universo que quiere crear. La sensación más turbadora que me ha provocado la literatura, a la que he entregado toda mi vida, ha sido cuando he tenido la impresión de que ciertas frases, ideas o páginas que me hacían excepcionalmente feliz no las había encontrado yo sino que me habían sido ofrecidas generosamente por alguna fuerza ajena a mí.

Me daba miedo abrir la maleta de mi padre y leer sus cuadernos porque sabía que él nunca habría soportado las dificultades por las que yo había pasado, porque sabía que no le gustaba la soledad y sí los amigos, las multitudes, los salones, las bromas y mezclarse en sociedad. Pero luego desarrollaba otro

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razonamiento: aquellos pensamientos, aquellas ideas de sufrimiento y paciencia podían ser prejuicios extraídos de mi vida y mi experiencia como escritor. Existían muchos autores brillantes que habían escrito sumergidos en las multitudes, la vida familiar y el brillo de la sociedad entre canturreos de felicidad. Además, mi padre nos había abandonado cuando éramos niños, aburrido de la vulgaridad de la vida familiar, se había marchado a París y había llenado cuadernos y más cuadernos en habitaciones de hotel, como tantos otros escritores. Sabía que dentro de la maleta estaban parte de aquellos cuadernos porque, en los años inmediatamente anteriores a que me la trajera, mi padre había empezado por fin a hablarme de esa etapa de su vida. Cuando yo era niño también hablaba de aquellos años pero nunca mencionaba su propia fragilidad, sus deseos de ser escritor-poeta, sus crisis de identidad en las habitaciones de hotel. Contaba cómo a menudo había visto a Sartre por las aceras de París y hablaba de los libros que había leído y las películas que había visto con la emoción y la sinceridad de quien está dando unas noticias muy importantes. Por supuesto, siempre he sido consciente de que el haber tenido un padre que en casa hablaba más de autores universales que de generales y líderes religiosos tuvo su importancia a la hora de que yo me convirtiera en escritor. Quizá debí leer los cuadernos de mi padre pensando en eso, en la enorme deuda que tenía con su gran biblioteca.

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Debía tener en cuenta que, cuando vivía con nosotros, a mi padre, como a mí, le gustaba quedarse a solas en una habitación dedicándose a sus libros y sus pensamientos, y no darle demasiada importancia a la calidad literaria de sus escritos.

No obstante, mientras observaba inquieta la maleta que me había dejado mi padre, sentía que eso era precisamente lo que no sería capaz de hacer. A veces mi padre se echaba en el sofá que tenía delante de la biblioteca, dejaba el libro o la revista que tuviera entre las manos y se sumergía en largas reflexiones.

En su cara aparecía una mirada vuelta hacía sí mismo, una expresión completamente distinta a la que yo veía en la vida familiar, compuesta de bromas, guasas y pequeños altercados, y comprendía preocupado, especialmente durante los años de mi infancia y adolescencia, que mi padre estaba inquieto. Ahora, años después, sé que esa inquietud es uno de los impulsos fundamentales que hacen de ti un escritor. Para ser escritor, antes que la paciencia y el esfuerzo, debe surgir en nosotros el impulso de huir de las multitudes, de la sociedad, de la vida cotidiana, de las vivencias de los demás, y encerrarnos en una habitación.

Deseamos la paciencia y la esperanza para forjarnos un mundo profundo mediante la escritura. Pero es el deseo de encerrarnos en una habitación, en una habitación llena de libros, lo primero que nos pone en marcha. El primer gran ejemplo de escritor libre e independiente que lee sus libros disfrutándolos,

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que discute con las palabras de otros escuchando solamente la voz de su conciencia y que se forma sus propias ideas y su propio universo hablando con los libros, es, por supuesto, Montaigne, el precursor de la literatura moderna. Montaigne era un autor al que mi padre volvía a menudo y que me recomendaba que leyera. Me gustaría considerarme parte de esa tradición de escritores que se alejan de la sociedad y se encierran en un cuarto con sus libros donde quiera que se encuentren, en Oriente o en Occidente. Para mí, el comienzo de la literatura verdadera está en la persona que se encierra en un cuarto con sus libros.

Pero no estamos tan solos como se cree en esa habitación en la que nos hemos encerrado. Nos acompañan las palabras de otros, los libros de otros, eso que llamamos tradición. Creo que la literatura es la experiencia más valiosa que el ser humano ha creado para comprenderse a sí mismo. Las sociedades, tribus y naciones se hacen más inteligentes, ricas y desarrolladas en la medida en que dan importancia a la literatura y prestan atención a sus escritores, y, como todos sabemos, la quema de libros y el desprecio por los autores son anuncios de épocas oscuras e irracionales para las naciones. Pero la literatura nunca ha sido un asunto meramente nacional.

El escritor que se encierra en una habitación con sus libros y sale de viaje ante todo hacía su propio interior, según pasen los años descubrirá allí la norma inmutable de la buena literatura: la literatura es la capacidad de hablar de nuestra propia historia

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como si fuera la de otros y de la de otros como si fuera la nuestra. Para conseguirlo nos ponemos en camino partiendo de las historias y los libros de los demás.

Mi padre tenía una buena biblioteca de más de mil quinientos volúmenes que le habría bastado de sobra a cualquier escritor. A los veintidós años puede que no me hubiera leído todos los libros de aquella biblioteca, pero los conocía uno a uno, sabía cuál era importante, cuál ligero y de fácil lectura, cuál un clásico, cuál un elemento esencial del mundo, cuál un inolvidable pero entretenido testigo de la historia local, cuál de un autor francés al que mi padre daba mucha importancia. A veces contemplaba de lejos aquella biblioteca y soñaba con que algún día yo tendría una parecida en otra casa, incluso mejor, y con que me crearía un mundo de libros. Observándolo así, de lejos, la biblioteca de mi padre a veces me parecía una imagen en pequeño del mundo entero. Pero era un mundo que veíamos desde nuestro rincón, desde Estambul.

Y la biblioteca lo demostraba. Mi padre la había formado con lo que había conseguido en sus viajes al extranjero, especialmente con los libros que había comprado en Francia y Estados Unidos, en las librerías que en el Estambul de los años cuarenta y cincuenta vendían obras en lenguas extranjeras, y en otros establecimientos estambulíes, tantos nuevos como antiguos, que yo también conocía. Mi mundo es una mezcla de un mundo local, nacional, y otro occidental. A partir de los años setenta yo también empecé a formarme una biblioteca de una manera

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bastante presuntuosa. Todavía no me había decidido del todo a ser escritor aunque intuía que no sería pintor, tal y como lo he contado en mi libro Estambul, y no estaba seguro del rumbo que tomaría mi vida. Por una parte, sentía dentro de mí una curiosidad irresistible por todo y un apetito excesivamente optimista por leer y aprender; por otra, notaba que mi vida <<carecería>> de algo y que no podría vivir como los demás. Este sentimiento estaba relacionado en parte, tal y como notaba observando a biblioteca de mi padre, con la idea de estar alejado del centro, con la sensación de vivir en una provincia, que era lo que Estambul nos hacía sentir a todos por aquellos años.

Otra <<carencia>> venía, por supuesto, de la preocupación por cómo me ganaría la vida, ya que era sobradamente consciente de vivir en un país que no prestaba demasiada atención a sus artistas, fueran pintores o escritores. En los setenta, cuando compraba libros descoloridos, usados y polvorientos en las librerías de viejo de Estambul con el dinero que mi padre me daba y con una ambición excesiva, como si así quisiera superar esas carencias de mi vida, me impresionaba, tanto como los libros que me disponía a leer, el lastimoso estado, tan pobre y desaliñado como para hundirte en la desesperación la mayor parte de las veces, de aquellas librerías de ocasión y de los libreros que colocaban sus puestos en aceras, patios de mezquitas y en los huecos de muros caídos.

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En lo que respecta a mi lugar en el mundo, por aquel entonces, la sensación que predominaba en mí, tanto en la vida como en la literatura, era esa de <<no estar en el centro>>. En el centro del mundo existía una vida más rica y atractiva que la de nosotros vivíamos y yo me encontraba apartado de ella con el resto de los estambulíes y toda Turquía. Hoy pienso que comparto ese sentimiento con una gran parte del mundo. De la misma forma, existía una literatura universal cuyo centro estaba muy lejos de mí. En realidad, en lo que pensaba era en la literatura occidental, no en la universal, pero los turcos también estábamos apartados de ella. La biblioteca de mi padre lo confirmaba. Por un lado estaban los libros y la literatura de nuestro mundo local, Estambul, del que me gustaban tantos detalles y que no podía dejar de querer, y por otro los libros del mundo occidental, que no se parecía en absoluto al nuestro y que por eso mismo provocaba en nosotros tanto dolor como esperanza. Escribir, leer, era como salir del primer mundo y encontrar consuelo en la otredad, las curiosidades y las maravillas del segundo. A veces intuía que mi padre, como yo mismo haría luego, leía novelas para escapar de la vida que llevaba a occidente. O me daba la impresión de que en aquel entonces los libros eran objetos a los que recurríamos para mitigar una cierta sensación de carencia cultural. No solo leer, también escribir como ir y venir de nuestra vida en Estambul a Occidente. Para llenar la mayor parte de los cuadernos de su maleta, mi padre se había marchado a París, se había encerrado en habitaciones de hoteles y luego había traído de vuelta a Turquía

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lo que había escrito. Mirando la maleta de mi padre, me daba cuenta de que aquello también me ponía nervioso. Observándola, y tras veinticinco años de haber estado encerrado en una habitación para poder mantenerme en pie como escritor en Turquía, por fin me rebelaba ante el hecho de que escribir como nos salía de dentro tuviera que ser algo que ocultáramos a la sociedad, al estado y al país. Quizá sobre toso por eso estaba tan enfadado con mi padre, por no hacerse tomado la literatura tan en serio como yo.

En realidad, estaba irritado con mi padre porque no había sido capaz de llevar una vida como la mía, porque había vivido feliz sumergiéndose en la sociedad sin arriesgarse a tener el menor conflicto por nada y riendo con sus amigos y sus seres queridos. Pero en una parte de mi mente sabía que en lugar de <<estaba enfadado>> podría haber dicho que <<tenía envidia>>, y quizá habría sido una expresión más correcta, y eso me molestaba. Entonces me preguntaba con mi voz siempre obsesiva y airada: << ¿Qué es la felicidad? >>. ¿Era la felicidad creer que a solas en una habitación se llevaba una vida muy profunda? ¿O llevar una vida cómoda creyendo lo que todos los demás, lo que la sociedad, o aparentando que se creía? ¿Era felicidad o en realidad desdicha aparentar que vivías en armonía con todo el mundo mientras escribías en secreto en un lugar donde nadie te viera? Pero aquellas eran preguntas excesivamente coléricas y aireadas.

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Además, ¿de dónde me había sacado que la felicidad era la medida correcta de una buena vida? La gente, los periódicos, todos lo decían y se comportaban como si la medida más importante de la vida fuese la felicidad. Aunque solo fuera por eso, ¿no valía la pena investigar si no podía ser cierto lo contrario? En realidad, ¿hasta qué punto conocía yo a mi padre que siempre había huido de nosotros, de su familia? ¿Hasta qué punto podía yo intuir sus inquietudes?

Esos eran los impulsos que me guiaban cuando abrí por primera vez la maleta de mi padre. ¿Habría en la vida de mi padre alguna tristeza que yo desconocía, algún secreto que sólo hubiera podido soportar expresándolo por escrito? En cuanto la abrí, recordé su olor a viaje y me di cuenta de que conocía algunos cuadernos porque mi padre me los había enseñado años antes sin insistir demasiado en ello.

Los hojeé uno a uno; la mayoría pertenecía a aquellos años de su juventud en que mi padre nos abandonó y se fue a París. Sin embargo, como les ocurría a tantos escritores que me gustaban y cuyas biografías había leído, yo quería saber lo que mi padre pensaba y escribía cuando tenía mi edad. Sin que pasara mucho comprendí que no me encontraría con nada parecido. Además, me sentí incómodo con la voz del escritor que había encontrado dispersa aquí y allá en los cuadernos de mi padre. Pensaba que aquella voz no era la suya, no era auténtica, o al menos no pertenecía a la persona a la que yo reconocía como mi verdadero padre. Ahí yacía una sensación de temor más profunda que la mera molestia de que mi padre

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no hubiera podido ser él mismo al escribir: el miedo interior que yo tenía a no ser auténtico superaba mi preocupación por no encontrar buenos los escritos de mi padre, incluso de ver que mi padre estaba demasiado influido por otros autores, y se convertía en una depresión, en una crisis de identidad que como me pasaba especialmente cuando era joven, me hacía cuestionarme toda mi existencia, mi vida, mis ansias por escribir y mis obras. En los primeros diez años de mi vida como novelista sentí aquel miedo mucho más profundamente y me esforzaba por resistirme a él porque temía que, como me ocurrió con la pintura, algún día será derrotado y dejaría de escribir novelas.

He mencionado los dos sentimientos básicos que en un breve instante despertó en mí la maleta de mi padre, que volví a cerrar enseguida para llevármela de allí: la sensación de vivir en una provincia y la preocupación por ser auténtico. Evidentemente, no era la primera vez que experimentaba con tanta intensidad esos sentimientos inquietantes. Durante años, sentado a mi mesa leyenda y escribiendo, había investigado, descubierto y profundizado en esas sensaciones con todas sus ramificaciones, consecuencias secundarias, terminaciones nerviosas, nudos internos y múltiples colores. Por supuesto, y especialmente durante mi juventud, las había vivido muchas veces en forma de sufrimientos imprecisos, sensibilidades angustiosas y confusiones diversas que cada dos por tres me contagiaban la vida y los libros. Pero solo pude conocer al completo la

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sensación de vivir en provincias y la preocupación por la autenticidad escribiendo novelas y libros sobre ellas (por ejemplo, Nieve y Estambul con respecto al provincianismo y Me llamo Rojo o El libro negro para la preocupación por la autenticidad). En mi opinión, ser escritor significa detenerse en las heridas ocultas que llevamos en nuestro interior, de cuya existencia, como mucho, tenemos una ligera idea, descubrirlas y conocerlas pacientemente, sacarlas bien a la luz y convertir esas heridas y sufrimientos en una parte de nuestra escritura y nuestra personalidad que abrazamos conscientemente. Escribir es hablar de cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Explorar este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo le proporciona al lector el placer de viajar maravillado por un mundo que conoce bien. Por supuesto ese placer también nos lo proporciona la capacidad de expresar por escrito con todo su realismo las cosas que conocemos. A demás, ese mismo autor que trata de desarrollar sus aptitudes y crear un mundo encerrado en una habitación durante años, está demostrando, lo sepa o no, una profunda confianza en el ser humano cuando parte de sus propias heridas ocultas. Yo siempre he tenido esa confianza que te hace sentir que todos los seres humanos se parecen, que los demás tienes heridas parecidas y que por eso te comprenderán. Toda la verdadera literatura se basa en esa confianza infantil y optimista en que la gente se parece. Esa humildad y ese mundo sin centro son a los que quiere dirigirse cualquiera que se encierre durante años a escribir. Pero, como se podía deducir por la maleta de mi

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padre y, por supuesto, por los pálidos colores de la vida que llevamos en Estambul, el mundo si tenía un centro, está alejado de nosotros. En mis libros he hablado mucho del sentimiento chegobiano de provincianismo que provoca el vivir esa realidad fundamental y de la ansiedad por la autenticidad, otro de sus efectos secundarios. Sé de primera mano que la gran mayoría de la población mundial vive albergando esos sentimientos y que incluso les asfixian otros peores: el miedo a la opresión, a la falta de confianza en uno mismo, al desprecio. Si, los principales problemas del ser humano siguen siendo la falta de bienes, la falta de alimentos, la falta de hogar… pero ahora las televisiones y los periódicos nos hablan de estos problemas fundamentales de forma mucho más rápida y simple que la literatura. Lo que la literatura de hoy debe explorar y describir en realidad son las preocupaciones básicas del ser humano: el miedo a quedar apartado y a sentirse como alguien sin importancia, los sentimientos de in utilidad que se relacionen con lo anterior, las humillaciones en su autoestima que viven las sociedades, sus fragilidades, el temor a que las desprecien todo tipo de rencores, susceptibilidades y fantasías inagotables de estar siendo humilladas, y junto con esto sus hermanos: los engreimientos y alardes nación alistas… cada vez que observo las zonas oscuras que hay en mi interior, comprende esas fantasías que en la mayor parte de los casos se expresa con una lengua irracional y extremadamente apasionada. Somos testigos de que las masas, las sociedades y la naciones ajenas a la mundo

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occidental, con las que tan fácilmente me identifico, a veces se dejan arrastrar por unos temores que rosan la estupidez a causa de esas susceptibilidades y miedos a ser humilladas. Sé que en el mundo occidental, con el que identifico de igual facilidad, a veces las naciones y los estados se dejan llevar por un engreimiento cercano a dicha estupidez por el excesivo orgullo que les proporciona sus riquezas y el haber descubierto el renacimiento, la ilustración y la modernidad.

Así pues, no solo mi padre, todos nosotros le damo0s demasiada importancia a las ideas de que el mundo tiene un centro. No obstante, lo que nos impulsa a encerrarnos durante años en una habitación para escribir es la fe en justo lo contrario; es la creencia de que algún día se leerá y se comprenderá lo que escribimos porque los seres humanos se parecen en todas las partes del mundo. Pero eso, lo sé tanto por lo que escribía mi padre como por lo que escribo yo, es un optimismo conflictivo, herido por la rabia de estar al margen, de habernos quedado fuera. En muchas ocasiones he percibido en mi interior el amor y el odio que Dostoievski sintió toda su vida por occidente. Pero lo que en realidad he aprendido de él, la autentica razón de que me guste, es que el mundo que el gran autor fue capaz de crear partiendo de la relación amor-odio que tenia con occidente esta mas allá de ambos sentimientos.

Todos los escritores que han consagrado su vida al oficio con esperanza acaba situándose en un lugar completamente distinto. A partir de la mesa

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a la que nos sentamos con tristeza o rabia, llegamos a un universo completamente distinto más allá de la tristeza o la rabia. ¿Sería posible que mi padre hubiera llegado a un lugar parecido? Ese mundo al que arribamos tras un largo viaje nos proporciona la sensación milagrosa de una isla que va apareciendo lentamente en todos sus colores al entreabrirse la niebla tras una larga travesía. O bien se parece a lo que sentía los viajeros occidentales cuando veían Estambul al levantarse la bruma matutina cuando su barco se acercaba a la ciudad desde el sur. Allí, al final de ese largo viaje que iniciamos con esperanza y curiosidad, ahí todo un universo, toda una ciudad con sus mezquitas, alminares, casas, calles, colinas, puentes y cuestas. Uno quiere entrar y perderse lo antes posible en ese nuevo universo que se aparece ante él, como un buen lector quiere perderse en las páginas de un libro. Hemos descubierto un mundo nuevo que nos hace olvidar que nos habíamos sentados a la mesa porque nos sentíamos al margen, aparte, provincianos furiosos o simplemente tristes.

Al contrario de lo que sentía durante mi niñez y juventud, ahora para mí el centro del mundo es Estambul. No solo porque he pasado allí casi toda mi vida, sino porque además a lo largo de treinta y tres años he descrito uno por uno sus puentes, sus calles, sus gentes, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus extraños héroes, sus tiendas, sus personajes famosos, sus puntos oscuros, sus noches y sus días, identificándome con todos ellos.

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A partir de cierto momento, el mundo que imagino se me escapa de las manos y se hace más real en mi mente que la ciudad en la que vivo. Entonces es como si todas esas personas y calles, todos esos objetos y edificios, se pusieran a hablar entre ellos, a establecer entre ellos unas relaciones que yo nunca antes había notado, como si empezaran a vivir por sí mismos y no en mi imaginación y en mis libros.

Ese universo que me he creado pacientemente como quien cava un pozo con una aguja me parece entonces más real que cualquier otra cosa.

Quizá también mi padre ha descubierto esa felici-dad que sienten los escritores que se han años a esa tarea, no le prejuzguemos, me decía mirando la ma-leta. Además, le estaba agradecido porque no había sido de esos padres normales que ordenan, prohíben, oprimen y castigan, siempre me había dejado libre y me había demostrado un enorme respeto. A veces he pensado que mi imaginación ha podido funcionar libre o infantil porque no he conocido lo que es el temor al padre, al contrario que muchos amigos de infancia y juventud, y a veces he creído sinceramente que he llegado a convertirme en escritor porque mi padre quiso serlo en su juventud. Debía leerle con to-lerancia, debía comprender todo lo que había escrito en cuartos de hotel.

Con esos razonamientos optimistas abrí la maleta de mi padre, que seguía donde él la había dejado días atrás, y leí algunos cuadernos, algunas páginas, empleando toda mi voluntad. ¿Qué era lo

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que había escrito mi padre? Recuerdo imágenes de los hoteles parisinos, algunos poemas, paradojas, argumentaciones…. Ahora mismo me siento como alguien que tras sufrir un accidente de tráfico apenas recuerda lo que le ha ocurrido, y que no solo es que le cueste, sino que además tampoco le apetece demasiado recordarlo. Cuando era niño y mis padres Sr. encontraban en el umbral de iniciar una discusión, o sea, cuando comenzaba uno de aquellos mortales silencios, mi padre enseguida encendía la radio para suavizar el ambiente y la música nos hacia olvidar con mayor rapidez lo que acababa de ocurrir.

¡Y yo voy a cambiar de tema con un par de palabras que cumplan la función de esa música y que espero que sean de su agrado! Como todos ustedes saben, la pregunta que más a menudo se nos hace a los escritores, la que más gusta, es la siguiente: ¿Por qué escribe? ¡Escribo porque me sale de adentro! Escribo porque soy incapaz de hacer un trabajo normal como los demás. Escribo para que se escriban libros parecidos a los míos y yo pueda leerlos. Escribo porque estoy muy, muy enfadado con todos ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta pasarme el día entero en una habitación escribiendo. Escribo porque solo puedo soportar la realidad si la altero. Escribo para que el mundo entero sepa la verdad que hemos llevado y seguimos llevando yo, los otros, nosotros, en Estambul, en Turquía. Escribo porque me gusta el olor del papel, de la pluma, de la tinta. Escribo porque más que en cualquier otra cosa creo en la literatura y en la novela. Escribo porque

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es una costumbre y una pasión. Escribo porque me da miedo ser olvidado. Escribo porque me gustan la fama y la atención que me ha proporcionado la escritura. Escribo para estar solo. Escribo porque puede que así comprenda la razón por la que estoy tan, tan enfadado con ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para ver si acabo de una vez esa novela, ese artículo, esa página que he comenzado. Escribo porque eso es lo que todos esperan de mí. Escribo porque infantilmente creo en la inmortalidad de las bibliotecas y en como mis libros están en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo es increíblemente hermoso y sorprendente. Escribo porque me resulta agradable verter en palabras toda esa belleza y esa riqueza de la vida. Escribo no para contar una historia sino para crear una historia. Escribo para liberarme de la sensación de que hay un sitio al que debo ir pero al que no consigo llegar, como en un sueño. Escribo porqué no consigo ser feliz. Escribo para ser feliz.

Una semana después de que viniera a mi estudio y dejara la maleta, mi padre volvió a visitarme trayendo, como siempre, una caja de chocolatinas (se le olvidaba yo tenía ya cuarenta años). Como siempre hablamos de nuevo de la vida, de política, de cotilleos familiares, y nos reunimos un rato. En cierto momento, los ojos de mi padre se clavaron en el rincón en el que había dejado la maleta y se dio cuenta de que me la había llevado de allí. Nos miramos. Se produjo un silencio agobiante y vergonzoso. No le dije que había abierto la maleta y había trato de leer

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su contenido, si no que aparté las mirada. Pero el comprendió. Yo comprendí que el comprendía. Y el comprendió que yo comprendía que comprendía. Esas comprensiones mutuas se extendieron todo lo que pueden prolongarse en el plazo de unos segundos. Mi padre era un hombre tranquilo, feliz y que confiaba en sí mismo: se echo a reír como siempre y cuando salía de casa me repitió sus dulces y habituales palabras de ánimo, como padre que era. Como siempre, vi marcharse a mi padre, envidiando su felicidad y su carácter despreocupado. Pero recuerdo que ese día rodó por mi interior una bochornosa chispa de felicidad. Puede que no fuera un hombre tan tranquilo como él, que no hubiera llevado una vida tan despreocupada y feliz como la suya, pero el sentimiento de que yo escribía como es debido… ya me entienden… me avergonzaba sentir eso a expensas de mi padre. Además, mi padre no había sido el centro opresivo de mi vida, el me había dejado libre. Todo esto debe servir para recordarnos que la escritura y la literatura se relacionan íntimamente con una carencia en el centro de vuestras vidas, con los sentimientos de felicidad y culpa.

Pero mi historia tenía una segunda parte que recordé poco después ese mismo día, una simetría que despertaba en mi un sentimiento de culpabilidad aun más profundo. Veintitrés años antes de que mi padre me dejara su maleta y cuatro después de que a los veintidós decidiera dejarlo todo y convertirme en escritor encerrándome en una habitación, le entregue a mi padre con manos temblorosas una copia

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mecanografiada de mi primera novela Cevdet Bey y sus hijos, ya terminada pero todavía sin publicar para que la leyera y me dijera lo que pensaba. Par mi era importante obtener su aprobación no solo porque confiaba en su gusto y en su inteligencia, sino también porque mi padre, al contrario que mi madre, no se había opuesto a que yo fuera escritor. Por aquel entonces, mi padre no vivía con nosotros, sino lejos. Espere impacientemente su regreso. Cuando volvió dos semanas más tarde, le abrí la puerta a la carrera. Mi padre no dijo nada, pero me dio tal abrazo que comprendí que mi libro le había gustado mucho. Durante un rato sufrimos un ataque de ese silencio y de esa especie de torpeza que surge en momentos demasiado emotivos. Luego, cuando nos relajamos un poco y empezamos a hablar, mi padre manifestó en un lenguaje excesivamente entusiasta y exagerado su confianza en mí, o en mi primer libro, y me dijo de repente y como si tal cosa que algún día me darían el premio que hoy recibo con enorme alegría. Lo dijo no tanto porque lo creyera o para señalarme este premio como meta, sino como cualquier padre turco que le anuncia a su hijo ¡Algún día serás general!, para apoyarle y estimularle. Y durante años estuvo repitiendo esa frase para darme aliento cada vez que nos veíamos.

Mi padre murió en diciembre de 2002. Distinguidos miembros de la Academia Sueca, que me ha concedido este gran premio, este gran honor, distinguidos invitados, me habría gustado mucho que mi padre estuviera hoy entre nosotros.

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Cap 2. autor implícito

AUTOR IMPLÍCITO

llevo treinta años escribiendo. Y hace bastante que repito esta información. a fuerza de repetirla ha dejado de ser verdad porque he llegado a mi trigésimo primer año. no obstante, es agradable decir que llevo treinta años escribiendo novelas. En fin, tampoco eso es del todo cierto. De vez en cuando escribo otras cosas, ensayos, críticas, artículos sobre estambul o sobre política, o conferencias para ocasiones como esta… pero mi trabajo fundamental, lo que me ata a la vida, es escribir novelas…

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Hay escritores muy brillantes que han estado haciéndolo mucho más tiempo que yo, medio siglo, y no le han dado demasiada importancia al asunto… La vida literaria activa de autores como Tolstói, Dostoievski Thomas Mann, a quienes sigo releyendo con admiración y que tanto me gustan, duró no ya tres, sino más de cinco décadas… Entonces, ¿por qué hablo tanto de los treinta años? Porque me gusta hablar de la actividad de escritor, de novelista, como de una costumbre.

Todos los días necesito ocuparme un tanto de la literatura para ser feliz. Como esos enfermos que tienen que tomar cada día una cucharada de su medicamento para seguir vivos. Cuando siendo niño me enteré de que los diabéticos tenían que inyectarse insulina diariamente para llevar una vida como la de los demás, me dieron mucha pena; pensé que estaban medio muertos. Y mi dependencia de la literatura me ha llevado a estar “medio muerto” en ese sentido. Creía que los que decían que yo estaba “al margen de la vida”, especialmente cuando era un escritor joven, se referían a esa situación mía de estar “medio muerto”. También podríamos llamarle medio fantasmal. Incluso a veces he pensado que estoy muerto y que mediante la literatura intento devolver a la vida el cadáver que hay en mí. La literatura me es tan necesaria como una medicina. Y esa misma literatura que cada día debo “tomar” a cucharadas o inyectándomela, necesita tener ciertas características y un “punto” significativo, como les ocurre a los drogadictos.

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En primer lugar, la “medicina” tiene que ser buena. Y por “buena” entiendo autentica y potente. Un fragmento de novela que me convenza, compacto, intenso y profundo, me hace más feliz que cualquier otra cosa y me une a la vida. También prefiero que el autor esté muerto. Para que ni la más mínima sombra de celos pueda estropearme el disfrute sincero de mi admiración. Según me voy haciendo mayor, veo que los mejores libros los han escrito autores muertos. Y, si no han muerto, la presencia de esos maravillosos escritores entre nosotros se parece a la de los fantasmas. Por eso, cuando nos lo cruzamos por la calle, nos emocionamos como si hubiéramos visto un espectro, no creemos lo que ven nuestros ojos y les observamos de lejos con curiosidad. Muy pocos valientes echan a correr y le piden un autógrafo al fantasma. En ocasiones pienso que ese escritor también morirá y así sus libros ocuparan un lugar más alto en nuestros corazones. Pero no siempre es así, por supuesto…

Si la dosis de literatura que debo tomar a diario la escribo yo, la cosa es completamente distinta. Porque para los que se encuentran en mi situación, el mejor tratamiento, la mayor fuente de felicidad, es escribir cada día media página bien hecha. Desde hace treinta años escribo sentado en mi mesa en la misma habitación unas diez horas casi cada día. Todo lo que he podido pasar, todo lo que he podido publicar de media en estos treinta años, es menos de media página al día. Y además, muy probablemente algo inferior al nivel que yo considero “bueno”.

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Aquí tienen ustedes dos importantes razones para ser infeliz.

Pero que no se me malinterprete. Un adicto a la literatura de mi calibre no es tan superficial como para ser feliz con la belleza, el éxito o el número de libros que han escrito. No busca la literatura para que salve la vida, sino solo para superar ese día difícil que está viviendo. Y los días son siempre duros. La vida es dura cuando no se escribe. Es dura porque no se ha podido escribir. Y también lo es cuando se escribe porque escribir es muy difícil. La cuestión consiste en encontrar la esperanza que permita superar el día entre tantas dificultades, incluso en alegrarse y ser feliz si el libro o la página que te transportan a un nuevo universo son buenos.

Voy a describirles lo que siento si ese día no he podido escribir bien o si, como consuelo, no he podido perderme en un buen libro. En muy poco tiempo, el mundo se convierte ante mis ojos en un lugar insoportable, repugnante; los que me conocen se dan cuenta de inmediato de que empiezo a parecerme a ese mundo. Por ejemplo, mi hija comprende al instante por la expresión desesperada que tengo esa noche que no he podido escribir bien. Me gustaría poder ocultárselo, pero soy incapaz de conseguirlo. Pienso que es lo mismo no vivir que vivir esos malos momentos. No quiero hablar con nadie, y nadie, viéndome así, quiere hablar conmigo. La verdad es que todos los días me sobreviene una situación de ánimo parecida, aunque no tan grave, entre el mediodía y las tres, pero he aprendido bien a

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usar la escritura y los libros como medicina y salvo la situación sin convertirme por completo en un cadáver. Si cualquier obstáculo –viaje, antes el servicio militar o el verme obligado a pagar el recibo del gas y ahora los problemas políticos y quien sabe que mas- me impide tomar esa medicina mía que huele a papel y tinta durante un largo periodo de tiempo, noto que la infidelidad me esta convirtiendo en una especie de hombre de hormigón. Es como si mi cuerpo no se moviera correctamente a izquierda y derecha, como si las articulaciones no se doblaran, como si la cabeza se me petrificara y el sudor me oliera de otra manera. Y esa infelicidad puede prolongarse; de hecho, la vida está llena de castigos que pueden alejarte del consuelo de la literatura. Los parpados se me vuelven pesados y me entra sueño a mitad del día mientras hago cosas como participar en una multitudinaria reunión política, charlar con los compañeros en los pasillos del colegio, comer con la familia los días de fiesta, conversar a la fuerza con una buena persona que tiene la cabeza en otro sitio y llena de todo ese no sé qué de la televisión, acudir a una “entrevista de trabajo” previamente concertada, participar en las reuniones familiares de los días de fiesta, ir de compras, al notario o hacerme fotografías para un visado. En muchos lugares extraños, como me ha resultado imposible regresar a mi habitación para estar a solas, mi único consuelo ha sido quedarme dormido a mitad del día.

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Sí, puede que la autentica necesidad no sea la literatura sino el estar a solas en una habitación y fantasear. Es entonces cuando imagino cosas verdaderamente buenas sobre todos esos espacios multitudinarios, reuniones familiares o escolares y comidas de los días de fiesta y sobre la gente que está allí. Sueño más detalladamente con aquellas personas en comidas festivas mas concurridas y las hago mas divertidas. En mi imaginación todo es interesante, atractivo y real. A partir de ese universo conocido empiezo a soñar un mundo nuevo. Y así llegamos al punto crucial de la cuestión que estamos tratando. Para poder escribir bien tengo que aburrirme como es debido, y para aburrirme como es debido tengo que sumergirme en la vida. Cuando estoy en medio de todo ese barullo, de todos esos despachos, teléfonos, amores, amistades, costa soleadas y entierros, o sea, cuando estoy a punto de zambullirme en el corazón de los acontecimientos, de repente siento que en realidad estoy al margen. Empiezo a fantasear. O, desde una perspectiva pesimista, se puede pensar que empiezo a aburrirme. En cualquier caso, hay una voz interior que me dice “vuelve a tu habitación, siéntate a tu mesa”. No sé qué sistema seguirán otros, pero los que son como yo es así como se convierten en escritores. También intuyo que no es ese el camino de la poesía, sino el de la prosa, el de la novela y el cuento. Y eso proporciona algo más de información sobre las cualidades necesarias de la medicina que debo tomar cada día. Por la densidad de la medicina nos damos cuenta de que la vida y la imaginación deben alimentarla como es debido.

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Esta idea, que he desarrollado con el placer de estar haciendo una confesión y el miedo de decir la verdad sobre mi mismo, tiene una consecuencia importante y muy seria de la que me ocuparé enseguida. Una breve teoría de la novela que estudia minuciosamente la escritura como “medicina” y consuelo. Ciertos novelistas como yo seleccionan los temas y las formas de sus obras de acuerdo con esa necesidad diaria de imaginar. Una novela se escribe pensando mucho, con entusiasmo, rabia y deseo, eso lo sabemos todos. Nos dirigen, de forma expresa u oculta, muchas razones, intereses particulares u obsesiones personales tan incompresible o tontas como gustar a quien queremos, humillar a quienes nos irritan, hablar de algo que nos gusta mucho, el placer de aparentar que sabemos mucho de algo que ignoramos, el gozo de recordar u olvidar, el afán de ser querido o leído, o ambiciones políticas… Y siempre hay sueños que nos gustaría mencionar siguiendo esos impulsos. No sabemos exactamente qué son esos impulsos y sueños que nos ponen en marcha, pero al escribir queremos que nos muevan como una brisa que ignoramos de donde sopla. Incluso nos rendimos un tanto a esos oscuros envites, como un marinero que no sabe adónde va… Pero en un rincón de nuestra mente seguimos siendo conscientes de en qué punto del mapa estamos y adónde queremos llegar. Hasta en los momentos en que más me rindo al viento, siempre puedo predecir mi destino con cierta precisión, comparado con otros autores a quienes conozco y admiro. Hago planes previos, divido en fragmentos la historia que quiero contar, calculo antes

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de emprender el viaje a qué puertos debe ir el barco para cargar y descargar qué mercancías y cuanto tiempo me llevará, y lo marco todo en mi mapa. Con todo, no me opongo cuando la historia cambia de rumbo porque un viento que sopla de repente de un lugar inesperado hincha las velas. De hecho, la sensación que proporciona el barco avanzado a toda vela es de una plenitud buscada. Es entonces cuando encuentro ese lugar y ese tiempo especiales en los que parece que todo se toca, se relaciona, donde todo está al tanto de todo. De repente, el viento va menguando y ahora estoy inmóvil, en calma chicha. Y en esas aguas brumosas y tranquilas noto que hay algo que puede asegurar que mi novela avance despacio… Me gustaría que me ocurriera lo que describo en mi novela Nieve con respecto a la inspiración poética. Es un tipo de inspiración que Coleridge dijo haber experimentado al escribir su poema “Kubla Khan”… Me gustaría que a mi también me llegará la inspiración de la forma mas teatral, como ocurre en ciertas escenas y situaciones novelescas (como el hecho de que a Coleridge o a Ka, el protagonista de Nieve, se les “vinieran” los poemas). Y, después de esperar con paciencia y atención, la verdad es que eso también ocurre. Escribir novelas consiste en estar abierto a todos esos impulsos, vientos, momentos de inspiración, lugares oscuros de la mente y periodos de clama chicha y brumosa que me he mencionado.

Y la novela es una historia que recibe todos esos vientos, que responde a todo tipo de formas de inspiración y que, dándoles un sentido, une

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todos los sueños que queramos crear y con los que pretendamos jugar. Pero hay algo mucho mas importante: la novela es un saco capaz de contener un mundo imaginario que queremos mantener vivo y a punto. La novela une partículas de imaginación en las que nos gustaría sumergirnos lo antes posible para olvidar nuestro aburrido mundo. A fuerza de escribir, ensanchamos los límites de lo imaginario y convertimos ese segundo mundo en algo más amplio, complejo y detallado. Vamos conociendo ese nuevo universo según escribimos, y al conocerlo mejor nos va resultando más fácil llevarlo a la mente. Si estoy en medio de una novela y estoy escribiendo bien, puedo introducirme con mucha facilidad entre las fantasías de ese segundo universo. Las novelas son nuevos mundos en lo que nos introducimos felices si las leemos, y más si las escribimos: están hechas de manera que pueden transportar con facilidad todos los sueños que los novelistas quieran forjarse. Al igual que el buen lector le proporcionan felicidad, al buen escritor le ofrecen un sólido mundo nuevo donde será dichoso, en el que puede confiar y al que puede escapar a cualquier hora del día. Si he sido capaz, aunque solo sea un poco, de crear un universo tan maravilloso, me siento feliz en cuanto me acerco a la mesa y a las páginas ya escritas. En cuestión de un instante que escape del mundo vulgar y corriente que conozco y pase a ese otro universo amplio y libre, en la mayor parte de las ocasiones, ni quiero regresar de él ni llegar al final de la novela y acabar con ese espacio que se va ampliando cada vez más. Esa sensación es compartida fraternalmente por

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el buen lector que sabe que estoy escribiendo una nueva novela: <<¡ Por favor, que esta novela sea bien larga !>>. M enorgullece haber oído esa frase miles de veces más que el deseo de los malos editores de << ¡Que sea breve!>>.

¿Cómo es posible que atraiga el interés de tanta gente el producto de una costumbre orientada y a la felicidad personales de uno mismo? Los lectores de Me llamo Rojo recordarán lo que dice Sekçüre sobre el hecho de que intentar explicarlo toso es una estupidez. Mi propia opinión al respecto no es tan próxima a la de mi tocayo, el pequeño Orhan, a quien ahí su madre desprecia ligeramente, como la de la propia Seküre. Pero, con su permiso, voy a hacer de nuevo una estupidez, voy a comportarme como Orhan e intentaré explicar por qué las fantasías que son la medicina del escritor pueden ser también la cura de otros. Porque si me entrego por completo a la novela estoy escribiendo bien, es decir, si he logrado alejarme de los timbrazos del teléfono, las preguntas, las peticiones y los problemas de la vida cotidiana, las leyes del paraíso libre ingrávido que alcanzo con mi novela me recuerdan a los juegos de mi infancia. Es como si todo se hiciera más simple, y en esa simplicidad, las cosas, los coches, los barcos y los edificios empezaran a revelarme sus secretos porque están hechos de cristal. Mi trabajo es estar intuitivamente atento a tales leyes; observar complacido el interior de los hogares, subirme con mis personajes a coches y autobuses y pasear con ellos por Estambul cambiando intuitivamente lo que veo

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cuando me aburro, divertirme de manera responsable y, como se dice de los niños, aprender mientras me divierto. Lo mejor de escribir, de la escritura creativa, es poder olvidar el mundo como un niño, sentirse sin responsabilidades al tiempo que nos divertimos como más nos apetece, jugar con las reglas y leyes del mundo conocido como si fueran juguetes y, mientras hacemos todo eso, notar con un rincón de la mente la existencia de una profunda responsabilidad que yace tras todas esas diversiones infantiles y libre que luego vinculará por completo a los lectores. Puedes jugar todo el día, pero en lo más profundo sientes que también eres más serio que nadie. Te tomas en serio la esencia y la inmediatez de la vida con una sinceridad de la que solo son capaces los niños. Como tú mismo has establecido con valentía las reglas del juego que libremente te has inventado, sientes que los lectores te seguirán, arrastrados por la atracción de esas normas, de tu lenguaje, de tus frases, de tu historia. La escritura es la capacidad de hacer que el lector diga: << Yo también iba a decir eso pero no he sido capaz de ser tan niño>>.

A veces no puedo regresar a la inocencia infantil de ese mundo que he descubierto, creado y aumentando a fuerza de fantasear, de desplegar las velas a aires inesperados y de mirar mi mapa. A todo escritor le ocurre. O sea, a veces me atasco en algún sitio o después de un tiempo no puedo seguir con la novela allí donde me he quedado. En estas situaciones tan comunes puede que sufra menos que otros escritores; porque puedo volver a mi historia por

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otro agujero aunque no sea por donde la he dejado, puedo continuar con mi novela por otra parte porque he estudiado bien el mapa. Eso no tiene demasiada importancia.

Pero cuando este año me he enfrentado a parecidas dificultades mientras bregaba con ciertos problemas políticos que se me han venido encima, me he dado cuenta de que había descubierto algo sobre cómo se escriben las novelas. Trataré de explicarme.

Un juicio que iniciaron en mi contra, una situación política en la que me vi envuelto, me hicieron más político<<político>>, <<serio>> y <<responsable>> de lo que soy y de lo que me gustaría ser. Me encontré en unas circunstancias tristes y con un estado espiritual aún más triste, diré con una sonrisa. Por eso no podía encontrar la inocencia infantil necesaria para escribir…Era comprensible y no me sorprendía demasiado. Pensaba según todo fuera pasando podría recuperar la <<irresponsabilidad>>, el solaz infantil y el escepticismo que había perdido temporalmente y que podría terminar la novela en la que llevaba tres años trabajando.

No obstante, seguía sentándome a mi mesa cada mañana mucho antes de que despertaran los diez mil de habitantes de Estambul, la ciudad en la que vivo, y en el silencio de la madrugada intentaba entrar de nuevo y lo antes posible en la novela que se me había quedado a medias. Me esforzaba en conseguirlo y me empeñaba en introducirme en ese segundo mundo. Después de aquel excesivo esfuerzo notaba que por mi

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cabeza pasaban fragmentos de una novela que quería escribir… Pero eran escenas que no pertenecían a la que estaba escribiendo sino a otra. En aquellos agobiantes y tristes días, cada mañana se me venían a la mente escenas, frases, personajes y extraños detalles de una novela que no era la que llevaba escribiendo tres años sino otra distinta por completo… Un tiempo después empecé a escribir en un cuaderno fragmentos de esa novela absolutamente nueva y a tomar nota de detalles que nunca antes se me habían ocurrido. Esa novela trataría sobre los cuadros de un pintor contemporáneo ya fallecido… Se me ocurrían ideas tanto sobre el pintor muerto como sobre sus cuadros. Con el paso del tiempo me di cuenta de que podía volver a la irresponsabilidad infantil mientras siguiera viviendo esos días agobiantes. No era capaz de recuperar la inocencia infantil necesaria sino solo de regresar a mi infancia, a los años de mi niñez en los que soñaba constantemente con ser pintor (tal y como he relatado en mi libro Estambul).

Más tarde aquella causa política fue desestimada y pude pasar a la novela que estaba escribiendo en verdad, titulada El museo de la inocencia. Hoy planeo escribir algún día aquella otra novela que se me venía a la mente escena por escena en esos momentos en los que no podía retomar un espíritu infantil, sino solo regresar a los impulsos de mi infancia. No obstante, toda esa experiencia me legó cierto conocimiento sobre la dimensión espiritual de la escritura.

Creo que la mejor forma de explicarlo es dándole un mal uso al concepto de <<lector implícito>> del

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crítico literario y teórico Wolfgang Iser. Iser desarrolló una brillante teoría de la literatura orientada al lector. Decía que el significado de la novela que estamos leyendo no está por completo en el texto ni tampoco en el contexto en que fue escrita sino en algún lugar entre ambos. Según él, el significado de un libro surge cuando se lee, y hablar de lector implícito se refiere a esa función particular del lector.

Me acordé de ese concepto mientras, en lugar de seguir con el libro quería escribir, imaginaba escenas, frases y detalles de una novela completamente distinta, y pensé que cada libro por escribir pero planeado e imaginado –(o sea, como ese libro mío a medias) tiene también un autor implícito. Solo podría acabar la novela si conseguía ser el autor que implicaba… Pero en medio de problemas políticos o, como me ocurre la mayor parte de las veces, empantanado en la vida cotidiana, entre recibos de gas, timbres de teléfonos y reuniones familiares, no puedo ser el autor que implica el libro que imagino. Y en aquellos angustiosos e intensos días de problemas políticos, tampoco podía ser el autor implicado por el libro maravilloso que quería escribir.

Luego todo pasó, pude volver a mi novela como quería y ahora estoy bastante contento de pensar que la terminaré en breve (es una historia de amor que transcurre entre 1975 y nuestros días y que se desa-rrolla en el entorno de los ricos de Estambul, o, como dirían los periódicos, entre <<la alta sociedad>>).

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Cap 2. autor implícito

Pero después de toda aquella experiencia com-prendí que en realidad me había pasado treinta años intentando ser ese autor implícito de los libros que quería escribir. Puede que eso sea importante para mí porque siempre he querido escribir libros largos, gruesos y con grandes pretensiones y porque escribo despacio. No es tan difícil imaginar un libro. Lo hago a menudo, como imaginar que soy otro. Lo difícil es ser el autor que implica tu libro.

Pero no voy a quejarme. Teniendo en cuenta que hasta ahora he escrito y publicado siete novelas, puede que sea un autor capaz de escribir la obra con la que he soñado, aunque sea a duras penas. Ahora sé que, al igual que he dejado atrás los libros que he escrito, he dejado atrás también los fantasmas de los autores que fueron capaces de escribirlos. A lo largo de treinta años, cada uno de esos siete autores implícitos distintos con toda la seriedad y responsabilidad de un niño que juega cómo se ve la vida desde Estambul, desde una situación muy parecida a la mía, lo mejor que habían y creían,

Me gustaría mucho poder seguir escribiendo novelas otros treinta años y, con esa excusa, vivir envolviéndome en otras personalidades.

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EN KARS Y EN FRANKFURT

es un gran placer encontrarme con Frankfurt, donde pasó los últimos años de su vida Ka, el protagonista de uno de mis libros, la novela nieve. mi personaje es turco y tiene con Kafka un parentesco no de sangre sino literario. enseguida volveré sobre el tema del parentesco literario. el verdadero nombre de mi Ka era Kerim alakusoglu, pero dado que no le gustaba, prefería usar la inicial. llegó a Frankfurt a principios de los ochenta como refugiado político. no es que le interesara demasiado la política; de hecho, no le gustaba nada: en lo único que pensaba era la poesía.

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Mi personaje era un poeta que vivía en Frankfurt. En Turquía tropezó con la política por accidente, sin querer. Hoy quiero decir un par de cosas sobre la política por accidente si me da tiempo. Hay muchos que decir. No se preocupen; mis novelas son largas pero yo seré breve. Vine a Frankfurt en 2000, hace cinco años, para describir lo mejor posible en mi novela el Frankfurt de los ochenta y principios de los noventa en que Ka pasó los últimos años de su vida. Dos personas que hoy se encuentran entre el público me ayudaron generosamente y, gracias a ellos, fui al pequeño parque cerca de la Gutleutstrasse, detrás de las viejas fabricas, lugar por donde pasó mi personaje los últimos años de su vida. Luego anduvimos desde el lugar en que vivía Ka hasta la biblioteca municipal, donde cada día pasaba largas horas, para poder imaginar su caminata matutina, desde la plaza de la estación, la Kaiserstrasse con sus sex- shops y la Munchenerstrasse hasta la plaza Hauptwache, pasando ante fruterías, asadores y barberías propiedad de turcos (e incluso ante la iglesia en la que nos encontramos hoy). Fuimos a Kaufhof, donde Ka se había comprado el abrigo que durante años llevaría con orgullo y contento. Durante dos días estuvimos yendo a los barrios viejos y pobres en que viven los turcos, a las mezquitas, a los asadores de carne, a las asociaciones, a los cafés. Era mi séptima novela, pero recuerdo que tome notas innecesariamente detalladas como un novelista novato y meticuloso que escribe su primera obra. Por ejemplo, el hecho de si el tranvía pasaba por esta esquina en los ochenta o no…

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Hice lo mismo en la pequeña ciudad de Kars, en el nordeste de Turquía, donde se desarrolla mi novela. Fui varias veces a aquella ciudad, que tampoco conocía, para que me novela pudiera tener lugar en ella, me quedé allí, conocí a gente, hice amigos y me aprendí la ciudad calle por calle y tienda por tienda. Fui a los barrios más remotos y olvidados de aquella ciudad turca remota y olvidada y hable con los desempleados que llenaban los cafés, a quienes ni siquiera les quedaba la esperanza de encontrar trabajo, con estudiantes de instituto, con los policías de uniforme o de paisano que me seguían contantemente o con directores de periódicos que no alcanzaban los doscientos cincuenta ejemplares de venta.

No cuento todo esto para explicar cómo escribí nieve. Lo hago para introducir una cuestión acerca de la novela de la que cada día que pasa soy más consciente: nuestro objetivo es cambiar la imagen del «otro», del «extranjero», del «enemigo »que tenemos en nuestras mentes. Es obvio que las novelas se escriben para describir gente, para soñar que los conocemos, que hablamos con ellos de nuestras preocupaciones, para imaginarlos en situaciones parecidas a las nuestras. Lo primero que pretendemos de una novela es que nos describa a alguien que se nos parece, puede que incluso a nosotros mismos. Describimos a unos padres, una familia, una casa, una calle que se parece a los nuestros, una ciudad que conocemos, el país que más familiar nos resulta. Pero las extrañas y mágicas normas de la novela de repente convierten nuestra

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Cap 3. en Kars y en Frankfurt

familia, nuestra casa y nuestra ciudad en la familia, la casa y la ciudad de cualquiera.se ha dicho muchas veces que los buddenbrook es una obra demasiado autobiográfica. Pero cuando a los diecisiete años pasaba las paginas de esta novela, la leia no como si fuera la historia de la familia de un escritor a quien no conocía demasiado, sino como la de una familia abstracta que podía identificar fácilmente con mi familia.los maravillosos mecanismos de la novela sirven para ofrecer a la humanidad entera nuestra historia como si fuera la de otro.

La novela es la capacidad de contar nuestra vida como si fuera la de otros, sí. pero este es solo un aspecto de ese gran arte embriagador que lleva cuatro siglos impresionando con toda su fuerza a los lectores y emocionándonos a los autores. El otro aspecto es lo que llevó a las calles de Frankfurt o Kars: la posibilidad de contar las historias de otros como si fueran la nuestra. Y así, gracias a las buenas novelas, intentamos alterar los límites, primero de los demás y luego los nuestros. Los otros se convierten en «nosotros» y nosotros en «los otros». Por supuesto, una novela hace ambas cosas al mismo tiempo. Nos describe nuestras vidas como si fueran las de otros y nos ofrece la posibilidad de escribir las vidas de los demás como si fueran la nuestra. Para eso no hay necesidad de, como hice yo con nieve, ir a otras calles y a otras ciudades, en absoluto. La mayoría de los novelistas acuden a la imaginación para convertirse en otros y escribir de los demás cono si fueran ellos. Para explicar mejor lo que digo, voy a dar un

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ejemplo que además servirá para recordar la idea de parentesco literario: «¿Qué pasaría si una mañana al levantarme me encontrara convertido en un enorme escarabajo?». En mi opinión, tras toda gran novela hay un escritor que se deja arrastrar por el placer de personificar a otro y una creatividad que desafía sus propios límites. Para suponer que si una mañana se despiertan convertido en un enorme escarabajo su familia sus familias les tendrá miedo y asco y sus padres les arrojaran manzanas mientras ustedes corretean por las paredes y los techos, mas que investigar sobre los insectos, hay que ser Kafka. Pero antes de intentar ponernos en el lugar de otro puede que sea necesario investigar un poco, en mi opinión. Sobre todo, tenemos que pensar en lo siguiente: ¿Quién es ese «otro» que debemos imaginar?

Esa persona que no se parece a nosotros se dirige a nuestro mas primitivos impulsos de protección, agresión, odio y miedo. Sabemos que esos sentimientos pondrán en marcha nuestra imaginación y nuestro impulso de escribir. El «novelista» siente que, gracias a las normas literarias que maneja, el identificarse con ese «otro» le dará buen resultado. También sabe que le hará libre su intento de pensar y creer lo contrario que los demás. La historia de la novela también podría escribirse como la historia de la forma en que nos liberamos y nos transformamos mediante la imaginación al ocupar el lugar de otro.

Robinson Crusoe es un libro en el que se imagina, tanto como a Robinson, a su esclavo Viernes. Y el Quijote es una novela en la que se imagina, tanto

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como al caballero que vive en su mundo libresco, a su escudero Sancho Panza. Me gusta leer Anna Karerina, la obra mas brillante de Tolstói, como la novela de un hombre felizmente casado que se imagina a una mujer que tiene un matrimonio infeliz y lo destruye. A Tolstói le sirvió como modelo Flaubert, otro autor que intentó imaginar a la mujer infeliz, Madame Bovary aunque él nunca se casara. El primer gtan clásico alegórico de la novela moderna, Moby Dick de Melville, es un libro en el que, mediante la ballena blanca, se dan rienda suelta a los miedos de la América entonces, es decir, el miedo a los que no eran como ellos. Los amantes de la literatura no podemos pensar en el Sur de los Estados Unidos de hoy sin los negros de Faulkner de tiempos pasados. De la misma manera sentimos que la obra de cualquier novelista alemán que pretenda dirigirse a Alemania entera estaría incompleta si no imaginara, de manera directa o indirecta, abierta o encubierta, al los turcos o la inquietud que provocan. Y creo que hoy también estaría incompleta la obra de un novelista turco actual que no imaginara a los Kurdos, a las minorías o ciertos puntos oscuros de la historia de los que no se puede hablar.

Al contrario de lo que se cree, para un novelista la política no consiste en consagrarse a causas políticas ni en afiliarse a asociaciones, partidos o grupos, para un novelista, la política es algo que se origina en la imaginación, en la capacidad que tiene el autor de una novela de ponerse en el lugar de otro. Esta capacidad le convierte no solo en el descubridor de

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unas realidades humanas que nunca antes habían sido enunciadas, sino también en el portavoz de los que no pueden alzar la voz, de aquellos cuya ira no es escuchada, de la palabra oprimida, de lo inesperado. El novelista, como intuía en mi juventud, pide no tener demasiada intención de mezclarse en política, no quizá sus intenciones son otras completamente distintas…Los endemoniados, la mejor novela política que se haya escrito, hoy no se lee como a Dostoieski le habría gustado, como una novela polémica escrita contra los occidentalistas y los nihilistas rusos, sino como un libro que nos revela un gran secreto sobre el alma esclava, sobre la realidad rusa. Es un secreto que solo puede desvelarse escribiendo una novela. Este tipo de información no podemos conseguir leyendo periódicos y revistas no viendo la televisión. Este conocimiento tan especial e incomparable sobre la historia de los pueblos y los hombres y sobres sus vidas privadas, que nos inquieta, nos zarandea, que nos atemoriza con su profundidad y nos sorprende con su simpleza, lo adquirimos gracias a las grandes novelas que leemos con atención y paciencia. Ahora que ha salido el tema, he de confesar que me siento muy próximo a este secreto encajado entre la opresión y el orgullo, la vergüenza y la rabia que los endemoniados de Dostoievski susurra al oído del lector, este secreto tan profundamente unido a la historia. Por supuesto, tras esta proximidad subyacen las tensiones espirituales de un escritor que se siente entre dos mundos y que no se ve por completo occidental pero a quien le deslumbra el fulgor de la civilización occidental y la relación amor-odio que

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tiene con ese universo. Hemos llegado a la cuestión oriente-occidente. Cuando los periodistas mencionan este tema que tanto les gusta y observo el sentido que cierta prensa occidental le da hoy a esas palabras, pienso que lo mejor sea no hablar en absoluto de la cuestión oriente-occidente. Porque lo que se entiende la mayor parte de las veces por eso es que los países pobres del oriente deben someterse a todo lo que les ordenen Europa Occidental Y Estados Unidos. A partir de ese punto de vista, se insinúa que la cultura, las formas de vida y la política de lugares como aquel del que procedo son una molesta contrariedad para occidente, e incluso se espera a que escritores como yo que ofrezcamos alguna solución a sus problemas. No obstante, tengo que decir que esas maneras despectivas son en sí misma parte del problema. Por supuesto, es cierto que existe una cuestión Oriente-Occidente y no solo un problema de malas maneras de un Occidente malintencionado. Es sobre todo una cuestión de pobreza y riqueza, y de paz.

En el siglo XIX, mientras el estado otomano se enfrentaba a las potencias Occidentales, sufría continuas derrotas ante los ejércitos europeos y el imperio s e desintegraba, los jóvenes Turcos, las generaciones de los futuros gobernantes e incluso los últimos sultanes fueron profundamente influidos por aquella deslumbrante superioridad de occidente e iniciaron una serie de reformas occidentealizadora. Subyace la misma lógica tras la reforma Occidentalizadora de la moderna república de Turquía y de Kemal Ataturk, que sigue estando en

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su corazón. es la creencia de que la tradición, la forma en que estaba organizada entonces la religión y la vieja cultura han sido las causantes de que Turquía haya caído en un estado de pobreza y debilidad. A veces yo mismo, que procedo de una familia de clase media occidentalizada de Estambul, me dejo llevar por esa creencia, bienintencionada pero excesivamente ingenua y simplista. La voluntad occidentalizadora pretende, de forma optimista, transformar y enriquecer la propia cultura y el país imitando a Occidente. Y como el movimiento Occidentalista otomano-turco se puso en marcha con la pretensión de lograr un país más rico, más feliz y más poderoso, también es un movimiento localista, nacionalista, así mismo critica profundamente algunas características fundamentales de la propia cultura y del país, e incluso. Aunque no sea con el mismo espíritu y el mismo estilo que los Occidentales, las encuentra erróneas y sin valor alguno… Y esto provoca que salga a flote otro sentimiento complejo y profundamente enterrado que siempre noto en las reacciones que suscritan mis novelas y en mi propia relación con Occidente: las tensiones entre Oriente y Occidente, o, si lo decimos con palabras que me resultan más próximas, entre tradición y modernidad, o entre mi país y Europa, se desarrollan sobre un sentimiento de vergüenza que nunca llega a desaparecer del todo. Yo siempre trato de interpretar esta vergüenza junto con el sentimiento contrario, el «orgullo» todos sabemos que cuando alguien es demasiado orgulloso, cuando se comporta de forma demasiado altanera, detrás siempre están las sombras de la vergüenza y

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la humillación del «otro ». o bien, de repente surge alguien que imagina estar siempre humillado desplegando un nacionalismo arrogante. Mis novelas están escritas con ese material, la vergüenza, el orgullo, la opresión y la ira. Y como provengo de un país que llama a las puertas de Europa, se cuenta facilidad esos frágiles sentimientos a veces prenden hasta alcanzar dimensiones peligrosas. Me gustaría hablar de esta vergüenza susurrando y como si desvelara un secreto, tal y como pude oírselo a Dostoievski leyendo sus novelas. La novela me ha enseñado que el compartir con los demás esa vergüenza que nos gustaría mantener en secreto pude hacernos libres.

Pero, justo cuando comienza esa liberación, empiezo a sentir dentro de mi las dificultades de representar a otros y los problemas morales que plantea hablar en su nombre. A ese sentimiento frágil que mencionaba, la vergüenza nacionalista o la suspicacia localista, le inquieta tanto la imaginación como el espejo del los novelistas. La realidad, que si se mantiene oculta solo nos avergonzara en silencio, se desvela gracias a la imaginación del novelista y se convierte en un segundo mundo al que tenemos que enfrentarnos. Cuando el novelista, impulsado por una intuición que no acaba de comprender, juega con las leyes del mundo y con la oculta geometría de la vida como lo haría un niño con sus juguetes, inevitablemente molesta en diversos grados a familias, comunidades, equipos deportivos, conciudadanos, tribus, a todo el mundo. Pero se trata de una incomodidad dichosa

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porque es leyendo novelas como sentimos que también el mundo en que vivimos, al igual que los cuentos, no es sino la ficción de alguien, así como la manera en que salen a la luz las palabras escondidas y veladas por familias, escuelas y comunidades; y, lo mas importante, las novelas nos posibilitan reflexionar sobre ese mundo. Todos conocemos el placer de verlas: nos gusta ver como alguien se abre paso entre otras personas, como su mente y su alma chocan con el mundo y cambian, las relaciones que establece con los entornos humanos y los objetos, así como examinar las palabras que usa el escritor y la decisión y el cuidado que pone mientras observa todo ese movimiento. Sabemos que lo que estamos leyendo es producto de la imaginación del autor, pero también que esta hecho con materiales del mundo en que vivimos. Las novelas no son del todo fantasía ni del todo realidad. Leer novelas significa enfrentarnos a la imaginación del autor y a una realidad a la que pertenecemos y en la que hurgamos con curiosidad. Mientras leemos una novela sentados en un rincón o tumbados en una cama o en un sofá, nuestra imaginación trabaja constantemente yendo y viniendo entre el mundo novelesco y el nuestro. Ahora, leyendo esa novela, empezamos a imaginar «otro» mundo al que nunca hemos ido, que no conocemos o bien que ignoramos por completo. O bien hacernos ese mismo viaje a lo mas profundo de alguien cuya alma se parece a la nuestra. Preciso cada una de esas situaciones posibles porque me gustaría contarles como es debido una visión que tengo a veces. En ocasiones trato de traer ante mi mirada,

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uno por uno y en la geografía correspondiente, a los lectores que están leyendo una novela, retirados en un rincón, sentados en una butaca. Entonces cobran vida miles, decenas de miles de lectores dispersos por ciudades de los cuatro puntos cardinales que al leer un libro imaginan los sueños, los personajes y el universo del autor. Ahora esos lectores, como el mismo autor, están usando su imaginación, están intentando ponerse en el lugar de otro. Esos son los momentos en que se agitan en nuestros corazones la tolerancia, la modestia la ternura, la compasión y el amor: la buena literatura no apela a nuestro poder de juzgar sino a nuestra capacidad de ponernos en el lugar de otros.

Cada vez que intento atraer ante mi mirada a esos lectores, repartidos por todo tipo de calles, barrios y ciudades, que ponen en marcha su imaginación gracias a dicha capacidad, comprendo que en realidad estoy pensando en como se imagina así misma una comunidad, un equipo, una nación, llámenlo como quieran. En nuestros días, los pensamientos mas profundos que la comunidades, tribus o naciones tienen sobre si mismas afloran gracias a la novela, y así, cuando la mayoría de nosotros empezamos a leer una novela, aunque sea solo para entretenernos, por puro placer o para escapar de los problemas cotidianos, sin darnos cuenta empezamos a imaginar al grupo, la nación o la sociedad a la que pertenecemos. Eso es lo que provoca que las novelas desvelen de forma tan clara los motivos de alegría y orgullo de las naciones, pero también su ira, su fragilidad y su vergüenza.

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Lamentablemente, a causa de esos sentimientos de fragilidad, vergüenza y orgullo, todavía hay quienes se enfurecen con los novelistas y se ven ejemplos inesperados de intolerancia, se quema libros o se llevan a los autores a los tribunales.

Me crie en una casa en la que se leían novelas. Mi padre tenía una gran biblioteca y cuando yo era niño hablaba de esos grandes novelistas que he estado mencionando, de Mann, de Kafka, de Dostoievski, como en casa de otros padres se hablaba de generales y santos. Todas esas novelas, todos esos grandes novelistas fundieron en mi mente con una cierta idea de Europa cuando aún era niño. No solo porque procedo de una familia estambulí que creía sinceramente en la occidentalización y que por ese mismo motivo pretendía verse, o cándidamente se veía, tanto así misma como a su país, mas occidentalizada de lo que realmente estaba… también porque la novela es uno de los mayores descubrimientos artísticos de Occidente.

En mi opinión, la novela, junto con la música orquestal y la pintura posterior al Renacimiento, es uno de los cimientos que hacen que Europa sea lo que es, que describen y definen su identidad. Soy incapaz de concebir Europa sin novela. Esto es cierto en cuanto a que las novelas representan una forma de pensar, comprender o imaginar, o la capacidad de ponerse en el lugar de otro. Pero también es cierto en cuanto son testigos de toda una cultura, de su historia. En muchas otras partes del mundo, la primera oportunidad que tienen los niños y los

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jóvenes de profundizar en Europa es a través de las novelas; yo fui uno de ellos. Recordemos algunos momentos en que un nuevo continente, una nueva cultura, una civilización mas halla de la fronteras de Europa se ha encontrado con la novela, la utilizado deseosa y con una nueva inspiración para expresarse y así se ha unido a ella… Recordemos la aparición de la gran novela rusa, como la novela latinoamericana forma parte de la cultura Europea… incluso el mero hecho de leer novelas nos demuestra que las fronteras, la historia y la esencia de Europa han cambiado constantemente. La vieja Europa que describían las novelas francesas, rusas y alemanas de la biblioteca de mi padre, o la Europa de posguerra de mi niñez, o la Europa de hoy, son lugares y conceptos en continuo cambio. No obstante, yo tengo una visión de Europa que es permanente y ahora voy a hablar de ella.

Para un turco la cuestión de Europa es muy vidriosa, muy delicada. Yo, como la mayoría de los turcos, llevo dentro de mi los deseos, las buenas intenciones, la curiosidad y la preocupación porque se me rechace que tiene cualquiera que llama a una puerta queriendo que le dejen entrar, y la rabia correspondiente. Es algo íntimamente relacionado con la vergüenza a la que me he referido poco antes. Llamamos a la puerta, esperamos, recibimos promesas, nos esperanzamos, tememos no ser admitidos, y cuando Turquía se aproxima a Europa y aparece la posibilidad real de que sea miembro de la Unión Europea, lamentablemente surgen sentimientos antiturcos manifiestos en parte de Europa y entre determinados políticos. Encuentro

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tan peligroso el estilo de ciertos políticos que en las últimas elecciones han utilizado un discurso contra Turquía y los turcos, como el de alguno de sus colegas turcos aficionados al enfrentamiento con Occidente y con Europa. Una cosa es criticar aspectos como las carencias democráticas del estado turco o, por ejemplo su situación económica, y otra distinta despreciar toda la cultura turca o, como en el caso de Alemania, a los turcos de origen, que llevan una vida mucho más pobre y difícil que los alemanes. Y los turcos escuchan todos los discursos negativos que se pronuncian sobre ellos con la susceptibilidad de quien llama a una puerta queriendo que le dejen entrar. Por desgracia, el hecho de que en Europa se esté avivando un nacionalismo antiturco sirve para provocar un grosero nacionalismo antieuropeo en Turquía. Todos aquellos que creen en la Unión Europea deben comprender lo antes posible que el problema se debate entre la paz y el nacionalismo. Todos tendremos que decidirnos a favor de la una o el otro. O paz o nacionalismo. Pienso que en el corazón de la Unión Europea subyace una idea de paz y creo que no se debe rechazar la oportunidad de paz que la Turquía de hoy ofrece a Europa. La cuestión ha llegado al punto de tener que optar entre la capacidad imaginativa de los novelistas o el nacionalismo de quienes quema libros.

Como en los últimos años a menudo he expresado mis opiniones a favor del ingreso de Turquía en la Unión Europea, he podido oír muchas preguntas escépticas y desdeñosas al respecto.

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Voy a responderlas de inmediato. Lo primero que Turquía y los turcos ofrecen a Europa es, por supuesto, paz; la confianza y la fuerza que le darán a Europa y a Alemania el deseo de un país musulmán de unirse a ellas y la ratificación de esta intención pacifica. Los autores de las grandes novelas que leía en mi niñez y en mi juventud no definían a Europa mediante el cristianismo sino mediante los individuos. Esas novelas me hablaban directamente al corazón porque describían Europa a través de personajes que intentaban hacer realidad sus deseos de libertad, su creatividad, sus aspiraciones. Europa se gana su prestigio en el mundo no occidental haciendo reverdecer los sentimientos de libertad, igualdad y fraternidad. Si el espíritu europeo consiste en la ilustración , la igualdad y la democracia, los turcos debe tener un lugar en esa Europa pacifica. Una Europa que se base solo en el cristianismo, como una Turquía que intente encontrar fuerza solo en la religión, será un lugar nada realista, y que en vez de mirar al futuro mire al pasado, vuelta sobre sí misma. Para aquello que, al igual que yo, han sido criados como niños estambulies occidentalizados y laicos, no es difícil creer en la Unión Europea. No lo olviden, el Fenerbahçe, el equipo del que soy seguidor desde que era un crío, juega en las copas europeas.y, como yo, hay millones de turcos que creen con fuerza y de todo corazón que el lugar de Turquía está en Europa. Pero, lo que es mas importante, hoy la gran mayoría de los turcos conservadores y musulmanes, asi como sus representantes políticos, ven a turquia en la unión europea y desean soñar y crear la europa

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del futuro con ustedes. Es difícil rechazar esta mano que se ofrece amistosa tras siglos de guerras y enfrentamientos sin arrepentirse después. De la misma manera que soy incapaz de pensar en una turquia que no sueñe con europa, sé que no podré creer en una Europa que no sueñe con turquia.

Les pido disculpas por haber hablado tanto de política.

El mundo al que me gustaría pertenecer es, por supuesto al mundo de la imaginación. Entre los siete y los veintidós años quise ser pintor y salía a las calles de Estambul para pintar los paisajes de la ciudad. Después, a los veintidós años, tal y como he contado en mi libro Estambul, deje de pintar y empecé a escribir novelas. Ahora pienso que en realidad siempre he hecho lo mismo, fuera pintando o escribiendo: lo que me une a la escritura es el deseo en refugiarme en un segundo mundo más profundo, más complejo y más rico que el mundo aburrido, sofocante y frustrante que conocemos. Para soñar con todo detalle en ese segundo y maravilloso mundo, lo exprese con trazos y colores como en mi niñez y mi adolescencia o lo forje con palabras como he hecho en los últimos treinta años, necesito estar cada día largo rato a solas en una habitación. Por supuesto, ese segundo y reconfortante mundo que llevo treinta años forjándome a solas en un rincón, lo construyo con materiales del mundo que rodos conocemos, con lo que puedo ver en las calles y en las casas de Estambul, Kars o Frankfurt. Pero nuestra imaginación, la imaginación del novelista, también le da a este

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limitado mundo real un espíritu mágico y particular.Como conclusión quiero hablarles de dicho espíritu, de eso a lo que el novelista entrega su vida para lograr que los lectores lo sientan. En mi opinión, la vida es algo extraordinariamente complejo, extraño y difícil de comprender que solo puede hacernos felices si logramos encajarlo en un marco. La mayor parte de las veces, la razón de nuestra felicidad o nuestra infelicidad es, mas que la vida que llevamos, el significado que le damos. He dedicado mi vida a estudiar ese significado. Lo cual equivale a buscar un principio, difícil y rápido mundo de hoy, entre el alboroto y el estruendo, entre los sorprendentes bucles de la vida… y creo que es algo que solo puede hacerse mediante la novela… Después de escribir y publicar Nieve, cada vez que he salido a esas calles de Frankfurt por las que paseaba mi protagonista K, que algo se me parece, ha sido como si me encontrara con su fantasma y me he sentido como si le hubiera encontrado a la ciudad un significado y un centro particulares para mí. Creo que la frase de Mallarmé «todo en el mundo existe para concluir en un libro» es absolutamente cierta. Y, sin duda, los libros que mejor aceptan en su interior todo lo que hay en el mundo son las novelas. A pesar de que han pasado siglos, las grandes novelas siguen siendo el medio que mejor expresa el talento más importante del ser humano, su imaginación, la capacidad de entender a los demás. Creo que este premio se me ha otorgado por haber servido fielmente durante treinta años al gran arte de la novela y les doy las gracias a todos sinceramente.

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