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Pygmalion 2, 2010, 149-178 Luis GIL, De Aristófanes a Menandro, Madrid, Ediciones Clásicas Fundación Pastor, 2010, 406 pp. SE RECOGEN en el presente volumen veinticuatro artículos del prof. Luis Gil, catedrático emérito de Filología Griega de la Universidad Complutense, dedicados a la comedia griega a lo largo de cuatro décadas, entre los años 1970 y 2007, publicados en revistas, actas de congresos, homenajes y volúmenes colectivos. Tal y como asegura el propio autor en el Prólogo, «con su colección se ofrece al estudioso un cómodo instrumento de consulta hasta ahora inexistente en lengua española» (p. 9). Y es que el prof. Gil, que ya publicara una excelente monografía sobre Aristófanes (Aristófanes, Madrid, Gredos, 1996), recorre todos los aspectos imprescindibles para un cabal conocimiento de la comedia griega, en sus tres fases. La presentación de los trabajos no sigue un orden cronológico sino que se han estructurado temáticamente dando al conjunto la forma de una suerte de «monografía» sobre la comedia griega constituida por una introducción y tres partes dedicadas, respectivamente, a la come- dia antigua, la comedia media y la comedia nueva. Así, sirve de introi- to el trabajo «La risa y lo cómico en el pensamiento antiguo» (1997), que da paso a la primera de las tres partes, la que cuenta con más trabajos, once: LA COMEDIA ANTIGUA: UN TEATRO DE TÍTERES (pp. 37- 184). Los trabajos se articulan siguiendo un orden que va de lo general a lo particular, esto es, desde las reflexiones generales sobre el teatro aristofánico y su relación con Atenas, hasta el análisis de aspectos concretos de determinadas obras, pasando por cuestiones textuales o de escenificación. Los títulos que integran esta primera parte son los siguientes: «Forma y contenido de la comedia aristofánica», «La co- media de Aristófanes y la historia de Atenas», «El Aristófanes perdi- do», «La escenificación de la creatividad intelectual en la comedia aristofánica», «Uso y función de los teónimos en la comedia aristofá- nica», «Los caballeros, de Aristófanes: análisis literario», «», «Note agli Acarnesi di Aristofane», «Aristoph. Ach. 344-46: un ‘visual joke’ obsceno», «Caballeros: problemas de hermenéutica y escenifica- ción», y «Seis notas a Las nubes de Aristófanes». La segunda parte del volumen, LA COMEDIA MEDIA: UN TEATRO DE TIPOS (pp. 185-278), está compuesta por los siguientes seis títulos: «Comedia ática y sociedad ateniense I», «Comedia ática y sociedad ateniense II», «Comedia ática y sociedad ateniense III», «El ‘alazón’ y sus variantes», «Ärztichler Beistand und attische komödie: zur Frage der demosieuontes und Skla- ven-Ärzte», y «Arcágato, Plinio y los médicos». Por último, en LA

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Luis GIL, De Aristófanes a Menandro, Madrid, Ediciones Clásicas – Fundación Pastor, 2010, 406 pp. SE RECOGEN en el presente volumen veinticuatro artículos del prof. Luis Gil, catedrático emérito de Filología Griega de la Universidad Complutense, dedicados a la comedia griega a lo largo de cuatro décadas, entre los años 1970 y 2007, publicados en revistas, actas de congresos, homenajes y volúmenes colectivos. Tal y como asegura el propio autor en el Prólogo, «con su colección se ofrece al estudioso un cómodo instrumento de consulta hasta ahora inexistente en lengua española» (p. 9). Y es que el prof. Gil, que ya publicara una excelente monografía sobre Aristófanes (Aristófanes, Madrid, Gredos, 1996), recorre todos los aspectos imprescindibles para un cabal conocimiento de la comedia griega, en sus tres fases.

La presentación de los trabajos no sigue un orden cronológico sino que se han estructurado temáticamente dando al conjunto la forma de una suerte de «monografía» sobre la comedia griega constituida por una introducción y tres partes dedicadas, respectivamente, a la come-dia antigua, la comedia media y la comedia nueva. Así, sirve de introi-to el trabajo «La risa y lo cómico en el pensamiento antiguo» (1997), que da paso a la primera de las tres partes, la que cuenta con más trabajos, once: LA COMEDIA ANTIGUA: UN TEATRO DE TÍTERES (pp. 37-184). Los trabajos se articulan siguiendo un orden que va de lo general a lo particular, esto es, desde las reflexiones generales sobre el teatro aristofánico y su relación con Atenas, hasta el análisis de aspectos concretos de determinadas obras, pasando por cuestiones textuales o de escenificación. Los títulos que integran esta primera parte son los siguientes: «Forma y contenido de la comedia aristofánica», «La co-media de Aristófanes y la historia de Atenas», «El Aristófanes perdi-do», «La escenificación de la creatividad intelectual en la comedia aristofánica», «Uso y función de los teónimos en la comedia aristofá-nica», «Los caballeros, de Aristófanes: análisis literario», «ANAGUROS», «Note agli Acarnesi di Aristofane», «Aristoph. Ach. 344-46: un ‘visual joke’ obsceno», «Caballeros: problemas de hermenéutica y escenifica-ción», y «Seis notas a Las nubes de Aristófanes». La segunda parte del volumen, LA COMEDIA MEDIA: UN TEATRO DE TIPOS (pp. 185-278), está compuesta por los siguientes seis títulos: «Comedia ática y sociedad ateniense I», «Comedia ática y sociedad ateniense II», «Comedia ática y sociedad ateniense III», «El ‘alazón’ y sus variantes», «Ärztichler Beistand und attische komödie: zur Frage der demosieuontes und Skla-ven-Ärzte», y «Arcágato, Plinio y los médicos». Por último, en LA

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COMEDIA NUEVA: UN TEATRO DE CARACTERES (pp. 279-391), a través de otros seis trabajos, precisamente los más antiguos, escritos entre 1970 y 1972, el prof. Gil nos lleva desde el tránsito de la comedia media a la nueva con Menandro hasta su pervivencia, pasando por diversas cuestiones: «Alexis y Menandro», «Menandro y la religiosidad de su época», «Menandro y su ética social», «El ensueño del Dyskolos», «Menandro, Aspis 439-464: comentario y ensayo de reconstrucción», y «Menandro, hoy».

El prof. Javier Viana se ha encargado de la tarea de confeccionar la amplia bibliografía (pp. 393-406) que agrupa todos los trabajos citados a lo largo del volumen, y en la que se advierten algunas incongruen-cias formales en la forma de citar los títulos. Sirva de ejemplo el hecho de que las revistas unas veces se citan con el título completo y otras de forma abreviada, no coincidiendo siempre la abreviatua (CQ frente a Cl. Quart., por ejemplo), o que en unas ocasiones se cite la editorial en que se publica un libro y en otras no, o que el lugar de publicación aparezca en lengua original o traducido (London junto a Londres). Estas deficiencias formales, si bien afean el listado bibliográfico, no empecen en absoluto la muy positiva valoración que nos merece este conjunto que pone a disposición del estudioso de la comedia griega la producción del prof. Gil, reconocido especialista en la materia. Termi-nemos con unas palabras del propio autor que ayudan a poner en valor la obra: «Tampoco se puede negar que una mirada retrospectiva a lo ya elaborado por los predecesores evita el riesgo ingenuo de des-cubrir mediterráneos» (p. 9).

ANTONIO LÓPEZ FONSECA Instituto del Teatro de Madrid, UCM

PLAUTO, Rudens, introducción, traducción y notas de A. López Fon-seca, Madrid, Ediciones Clásicas, 2010, 95 pp.

NUEVAMENTE nos presenta Ediciones Clásicas una comedia de Plauto traducida por Antonio López Fonseca, una joint venture, por hablar en términos de negocios, con la que estamos ya familiarizados, pues con ésta son ya nueve sus versiones o traducciones del sarsinate que han visto la luz en una colección destinada, en su mayor parte, a servir de libreto para los diferentes grupos dedicados a la puesta en escena de obras clásicas en los escenarios originales romanos, entre otros luga-res: lejos quedan ya El persa (1995), Epídico (1995), El Truculento o Gruñón (1996), del que ahora, por cierto, acaban de publicar una nue-va traducción, Captivi (1998), Cistellaria-La cestita (2002), todos ellos en

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colaboración con Juan Luis Arcaz; más recientemente, ahora en solita-rio, Estico (2008), El mercader (2008) y Rudens (2010).

Lo primero que llama la atención de este volumen, de tamaño muy práctico y muy bien editado, es que es la primera vez de todas las anteriormente mencionadas en las que se ha dejado el título original en latín sin ofrecer siquiera un subtítulo en español. Pero todo tiene su explicación. Según afirma el prof. López Fonseca (p. 29), la comedia ha sido traducida de muchas y variadas maneras, La cuerda, El cabo, El cable, La maroma, pero ninguna de ellas ofrece, en su opinión, una tra-ducción que refleje el verdadero sentido que en latín tiene esta pala-bra, algo así como cable para recuperar la red. En español, continúa diciendo, contamos con el término guindaleza, que sí parece recoger la acepción el vocablo latino, pero, dado su uso extremadamente técnico y especializado, parecía un tanto atrevido y quizás demasiado innovador (esto lo decimos nosotros) poner un título que más que ayudar podría despistar; en consecuencia, se ha optado por mantener el título original, aunque sutilmente acompañado de una fotografía que hace las veces de traducción, puesto que, en efecto, se observa ese cable para recoger las redes.

A diferencia de los primeros volúmenes donde la introducción era muy breve, a partir de Cistellaria las traducciones aparecen siempre precedidas de un estudio donde se sintetizan las características pro-pias de la comedia en cuestión, su modelo griego, su fecha de compo-sición, la peripecia dramática, aspectos sobre los personajes y el con-tenido en general, su pervivencia y traducciones al español. En el caso que nos ocupa la introducción se articula en siete apartados. En el primero de ellos, 1. Rudens: una comedia a orillas del mar, pp. 7-9, se nos pone sobre aviso: no se trata de una comedia en la que sólo se busca la risa, sino que también se pretende la enseñanza moral, característica extraña en Plauto, pero no exclusiva (véase Captivi), que ha provocado que algunos, con los que el prof. López Fonseca manifiesta su des-acuerdo, la hayan calificado como la menos plautina. En efecto, que sea una comedia de mayores pretensiones no excluye en modo alguno que comparta la esencia de la vis comica plautina. Otras características particulares son la extensión de la propia comedia, más del doble que otras, causada sin duda por una cierta lentitud en el desarrollo de la acción y por un acto final que «si no aporta nada a la trama principal, sí supone un divertimento típicamente plautino» (p. 8).

El segundo apartado, con un título, al igual que el tercero y el cuar-to, original y motivador, 2. «Quiso Dífilo que esta ciudad se llamara Cire-ne»: sobre el modelo griego, fecha de composición, técnica compositiva y peri-

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pecia dramática, pp. 9-15, aborda los aspectos más puramente filológi-cos. Que el original griego sobre el que se basó Plauto fuera Dífilo, lo menciona el propio autor, v. 32, pero al no aclarar sobre qué comedia, las hipótesis son todas muy dispares y ninguna de ellas tiene valor absoluto, lo mismo que sucede con la cronología: unos la sitúan en la época de juventud, otros en su último año de vida, otros, a los que se suma el prof. López Fonseca, a un período intermedio. En cuanto a la técnica compositiva se destaca la presencia del elemento griego, pa-tente en el propio tema de la comedia, los personajes y un sinfín de alusiones mitológicas, aunque mucho más interesante resulta la rela-ción existente entre esta comedia y la tragedia, por más que pueda sorprender este fenómeno tratándose de Plauto. La técnica literaria trágica es más que evidente en esta obra y se manifiesta de varias ma-neras como, por ejemplo, la forma en la que los personajes facilitan información de lo que no se ve en escena, el recitado «trágico» de Pa-lestra «contra el cielo y su cruel hado» (p. 14) o la presencia del coro de pescadores.

En el tercer apartado, 3. «Esta noche he tenido un sueño extraño y ab-surdo»: el sueño de Démones, pp. 15-18, se aborda el curioso episodio en el que este personaje sueña que se le aparece una mona. Se pone, además, este sueño en relación con el que aparece en el Mercator, tam-bién protagonizado por un viejo y un mono al tiempo que se nos ofre-cen diversas conjeturas sobre si esta última comedia es posterior o anterior a Rudens o sobre si el sueño ya estaba presente en el modelo griego de Dífilo, aspectos todos ellos que, quizás, sean demasiado específicos para el público al que va destinado esta edición. En defini-tiva, como casi todos los sueños, parece tratarse de algo premonitorio y el propio Démones termina identificando a la mona con el lenón Lábrax.

En el apartado 4. «He visto yo otras veces en las comedias decir máxi-mas sabias por el estilo»: sobre la moral, los dioses y los hombres, pp. 18-23, el prof. López Fonseca destaca los aspectos serios de esta comedia: insiste de nuevo en el carácter moralizante de Rudens, una obra en la que se pone de manifiesto que a los piadosos les terminan sucediendo cosas buenas mientras que malas a los impíos y todo ello gracias a la actuación de los dioses y de los astros, como es el caso de la estrella Arturo, la responsable de la tormenta gracias a la cual se produce el reconocimiento de los padres de Palestra. En este sentido se pueden rastrear en la comedia elementos filosóficos de origen griego, a pesar de que Plauto, escritor antihelenizante, fuera enemigo de los filósofos y en ocasiones se mofara de ellos. El apartado concluye con varias

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reflexiones, apoyadas en textos clásicos, sobre dos aspectos: primero sobre el sentido último de la comedia, desde la Poética de Aristóteles hasta los gramáticos latinos (por cierto, citados en latín sin traduc-ción); segundo, sobre la doble faceta de la literatura: deleitar y ense-ñar, aspecto básico para entender el texto de Rudens, obra donde no sólo se busca la risa sin más sino que hay todo un trasfondo de tipo moral como pocas veces en la obra del sarsinate.

El resto de la introducción se dedica a 5. Traducciones al español y pervivencia, 6. Rudens en escena: nota sobre la versión y 7. Orientación bibliográfica. En cuanto a la pervivencia, a pesar de que se trata de una obra con muy poca repercusión posterior se recogen algunos títulos, especialmente de autores italianos e ingleses, donde la crítica ha con-seguido rastrear pervivencia clásica de Rudens: La Cassaria de Ariosto, Il ruffiano de L. Dolce, La Piovana de G. Beolco, La fantesca de G. della Porta, The captives de H. Heywood y The tempest de Shakespeare, entre los más importantes. La parte dedicada a la puesta en escena tiene en esta edición un lugar muy destacado porque, como decíamos al prin-cipio, los textos de esta colección deben servir, en su mayoría, de libre-to para la representación. En consecuencia se ha deslindado el texto escénico del texto literario para lograr un «texto representable» (p. 25) que, además, en este caso, está basado en una traducción también representable. Lo primero esconde una tarea filológica extremada-mente compleja, puesto que los textos clásicos no presentan acotación escénica alguna y ha de ser el traductor el que, desentrañando el texto, debe encontrar una serie de elementos que luego él «traducirá» como acotaciones escénicas; lo segundo, traducir teatro, tampoco es fácil y lo primero que debe tener en cuenta el traductor es si quiere que su ver-sión pueda ser representada; este hecho condicionará necesariamente la traducción, pues un texto cómico ajustado a la literalidad suele perder su capacidad para provocar la risa, pero una versión demasia-do libre acaba por traicionar la intención original. En este aspecto el prof. López Fonseca se nos presenta como un especialista, capaz in-cluso de trasladar al español los juegos de palabras tan frecuentes en Plauto sin faltar por ello a la literalidad, pero consiguiendo al mismo tiempo la hilaridad del espectador. Asimismo, el léxico empleado reproduce muy bien el lenguaje de Plauto, coloquial, directo, anfi-bológico en multitud de ocasiones, pero nunca soez o vulgar.

En cuanto al último punto de la introducción, la bibliografía, nos parece más que suficiente tratándose de una edición para el público general no especialista. Recoge, entre otros, los repertorios bibliográfi-

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cos al uso así como las últimas actualizaciones de páginas web dedi-cadas al teatro romano y a Plauto en particular.

Esperamos ver pronto en escena, en alguno de los múltiples festi-vales de teatro clásico, esta traducción tan representable; si consigue deleitar con su lectura, no nos cabe la menor duda de que un montaje basado en este texto a buen seguro cosechará tantos aplausos como su original latino.

JOSÉ MANUEL RUIZ VILA CEU San Pablo Montepríncipe

Michel DEGUY, Thomas DOMMANGE, Nicolas DOUTEY, Denis GUENOUN, Esa KIRKKOPELTO & Schirin NOWROUSIAN, Phi-losophie de la scène, Besançon, Editorial Les Solitaires Intempestifs, Coll. «Expériences philosophiques», 2010, 154 pp.

PHILOSOPHIE de la scène, recoge en forma de ensayo las reflexiones de seis escritores, filósofos, profesores, investigadores, ensayistas y direc-tores de escena internacionales, cuyo fin es intentar considerar la es-cena, como objeto del pensamiento desde un punto de vista filosófico. Si cierto es que la reflexión filosófica sobre el teatro es quizás tan re-mota como la filosofía misma y aparece en textos de Platón (La Repu-blica) o Aristóteles (La poética), ha indagado en el arte dramático como metáfora de la sociedad, haciendo especial hincapié en la forma escri-ta, el juego o el papel del actor. Pero estas reflexiones se hicieron des-de un enfoque histórico, social o práctico. Sin embargo, lo que preten-de este libro de forma especialmente pertinente, es reflexionar sobre la noción siguiente: ¿Qué es exactamente la escena? ¿Qué es lo que cons-tituye su esencia y qué es lo que la diferencia de los demás dispositi-vos?

Bajo una mirada filosófica, Michel Deguy (escritor, profesor eméri-to en la Universidad Paris VIII), Thomas Dommange (director del programa en el Collège Internacional de Philosophie, Montreal), Nico-las Doutey (profesor en la Universidad Paris-Sorbonne), Denis Gué-noun (ensayista y hombre de teatro, profesor en la Universidad Paris-Sorbonne), Esa Kirkkopelto (profesor de investigación artística en la Academia de Teatro de Finlandia, Helsinki, dramaturgo y director de escena) y Schirin Nowrousian (doctoranda en la Universidad Paris-Sorbonne, sus investigaciones relacionan, teatro, literatura y filosofía, así como la relación de lo escénico con lo sonoro), consideran la escena como una entidad autónoma fuerte, proporcionando tanto al que la experimenta como el que la mira, una dimensión metafísica. En efecto,

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la originalidad de estas pistas de reflexión, a pesar de las diversas experiencias e identidades de sus autores, es que convergen en un punto común: la dimensión mística de la escena. Sea por una expe-riencia de vacío, una necesidad de asamblea colectiva, una imperiosa dependencia con la noción de ver como visualización de una idea del ser humano o una consideración del cuerpo como instrumento teoló-gico, todos parecen estar de acuerdo: la escena crea un fenómeno de desdoblamiento cuya manifestación se convierte en una operación trascendental del hombre.

Analizaremos a continuación, cada una de las propuestas con el fin de extraer las problemáticas planteadas por cada uno de los pensado-res. Denis Guénoun plantea la escena bajo tres ejes: la escena como espacio, secuencia y plató. Según él, la escena es un atributo del juego: el juego escénico necesita la escena para existir, pero paradójicamente, la condición no sólo está presupuesta sino que está engendrada por lo que lo condiciona. La primera noción, que parte del espacio vacío evocado por Peter Brook. Ese vacío es la condición que permite una pluralidad de espectadores. La segunda noción, desciende de la pri-mera: ¿cuál será entonces la finalidad de este despojamiento escénico? El filosofo contesta haciendo un paralelismo con la idea que tiene Hegel a propósito de las construcciones arquitectónicas. Este despo-jamiento escénico tiene cierta resonancia con las construcciones de culto: la vacuidad convierte en posible el recibimiento de Dios. Dife-renciándose con los lugares de culto, donde la escultura hizo su llega-da para materializar los dioses, el teatro acoge y permite la medita-ción, pero permitiendo el renuevo constante. El teatro, por la acción, es decir, el drama, no admite lo estable, lo duradero. Y éste será el segundo punto de la reflexión: la escena como secuencia. La escena como componente de la acción. Guénoun habla del paso de la escena-espacio (un vacío para mostrar) a la escena-tiempo (una secuencia donde se produce la configuración de acontecimientos). Para termi-nar, el tercer componente de la escena será el plató. El plató asume el valor de la escena como elevación a partir del suelo, como separación de la orchestra. Para resumir, el área escénica separa, trabajando las diferencias de espacio y de alturas. Thomas Dommange parte, para reflexionar sobre una idea de la escena, de tres postulados: la primera consiste en afirmar que la función teórica de la escena es exhibir cuer-pos de forma teológica. La segunda, es averiguar las tensiones que crea esta problemática, ya que, en realidad, el problema de la escena es hacer ver de forma no teológica una nueva disposición ontológica del cuerpo diferenciando la función teológica y la modalidad profana

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de la escena. Y en tercer y último lugar, se trata de encontrar la resolu-ción de estas tensiones. En realidad, se adelanta que la respuesta está en la consideración de la singularidad de las acciones que el actor ejecuta sobre la escena, distinguiendo las acciones dramáticas y las acciones corporales. Nicolas Doutey no aborda la escena desde el mis-terio litúrgico sino desde el léxico. Necesitará reflexionar sobre la no-ción de escena en dos tiempos, en primer lugar, alejándose definiti-vamente de la dicotomía espíritu/cuerpo. La teoría (en léxico griego: la teoría de «ver») del conocimiento esta fundada en la observación, así una sensación, si es consciente, forma parte del espíritu y no del cuerpo por ejemplo. Y en segundo lugar, desarrolla su opinión empe-zando por el cambio de visión de la realidad expuesto por Descartes siguiendo la idea del error de separar cuerpo y espíritu para sustituir-lo por el dualismo interno (el espíritu como espacio interno) frente al externo (el mundo). La novedad es que Doutey afirma que el externo y el interno se complementan, ya que el hombre tiene un «ojo» interno que para considerar los conceptos, los visualiza gracias a imágenes mentales, sacadas del mundo exterior. El espíritu debe «representar» los conceptos para entenderlos. De ahí, el carácter imprescindible de la escena en la teoría moderna del conocimiento: la articulación espíri-tu/cuerpo se realiza a través de la representación. Las investigaciones de Schirin Nowrousian quedarían quizás, en comparación con los demás autores, en construcción, ya que su campo queda mucho más amplio y abierto. Sus propósitos giran en torno a un nuevo concepto llamado escenofonia donde considera la escena como condición óptica y técnica de la representación. Esa Kirkkopelto tiene la convicción de no separar el teatro de la presencia humana. Por otra parte habla de la necesaria «deconstrucción» que deberá experimentar la escena al igual que lo hizo el drama. Su razonamiento consta de dos etapas: la prime-ra, establecer una descripción fenomenológica del teatro y de la teatra-lidad y considerar la historia del pensamiento occidental en su rela-ción con la escena. Michel Deguy parece, de todos los ensayistas, hacer el estudio más sorprendente o al menos, inusual. En efecto, compara la escena primitiva con una escena de caza donde la presa sangrienta (animal o humana) consigue por su condición de víctima, formar un círculo a su alrededor. Esta metáfora de la escena, relacio-nada con el sacrificio, la exhibición y la muerte, queda reforzada con el paralelismo que hace además, de la escena con la última cena en la religión cristiana, considerando esa última comida como metáfora del adiós antes de la muerte donde el hombre, convertido en Dios, asume todos los sacrificios sustituyéndose por sus víctimas, entregando su

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cuerpo como alimento para siempre. En definitiva: el hombre se ex-pone, no sin riesgos, ante el Otro. Este Otro, puede tomar forma de una asamblea, de un alter ego o de una trascendencia, un ideal. Des-emboca a partir de ahí en el dualismo que presencia la escena entre el «realismo» y el «idealismo».

Philosophie de la scène tiene el mérito de presentarse como un ensa-yo que separa la escena del resto de los componentes teatrales, y lejos de considerarla como un constituyente meramente técnico, la presenta como un elemento fundamental, si no metafísico e imprescindible, para acercarse un poco más al arte dramático. Los ensayistas, todos ellos pensadores de la escena contemporánea, y preocupados por el porvenir del teatro, como lo demostró ya Denis Guénoun en Le théâtre est-il nécéssaire?, disecan el panorama postdramático añadiendo quizás una preocupación en cuanto al personaje actual planteado desde la década de los ochenta como el «hombre sin cualidades» por Robert Musil. ¿Esta necesidad escénica evidente de misticismo no indicaría el fin de una figura «ordinaria» para dar paso de nuevo a una escena con grandes figuras heroicas?

CRISTINA VINUESA MUÑOZ Universidad Complutense de Madrid

Jacinto GRAU, El señor de Pigmalión, edición e introducción de Emilio Peral Vega, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, 265 pp.

LA CITA del poeta y dramaturgo alemán admirado por Jacinto Grau, Friedrich Hebbel1, que encabeza la edición de El señor de Pigmalión podría ser la representación del sino funesto del protagonista de la farsa –Pigmalión– que fracasa en su intento para alcanzar la supera-ción del ser humano con sus peleles, pero también podría remitir a la voluntad del profesor Emilio Peral Vega de librar al genio Jacinto Grau (1877-1958) de tantas décadas de silencio. Tal como un fénix que renace de sus cenizas, el universitario resucita con esta edición a uno de los representantes más importantes del teatro español de principios del siglo XX. Pero no se trata únicamente de ofrecer al público una nueva edición de la obra publicada por vez primera en 1921, sino de volver sobre una creación fundamental del teatro vanguardista mal

1 Citado a partir de la edición reseñada: «Toda llama acaba en cenizas; pero la inteligencia es aficionada a juzgar al fuego que animaba el ser con arreglo a la ceniza que al fin le sofocó», p. 11.

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valorada y mal acogida por la crítica española de la época, lo que quizás contribuyó en parte a relegar al olvido El señor de Pigmalión.

En efecto, tal y como otros autores como Valle Inclán o Gómez de la Serna, Jacinto Grau representaba una ruptura con el teatro de aquel entonces, hasta tal punto que se le consideraba como un autor de obras de teatro «leído» o «selecto» más que «representable». Sin lugar a dudas se le veía como un iconoclasta que no podía cuajar con la escena de la época porque su teatro era demasiado independiente, un teatro alejado de los moldes escénicos tradicionales. Fueron esas críti-cas formuladas a partir de las expectativas de aquel momento las que perduraron hasta nuestros días. Por eso, se necesitaba volver sobre una obra despreciada que nunca gozó de un juicio justo.

Después de una breve introducción, Emilio Peral Vega se adentra en el universo personal y teatral de Jacinto Grau con el fin de entender mejor cuáles fueron las características fundamentales de su obra. En cuanto a su vida, se dispone de muy pocos datos por falta de investi-gación. Los únicos de los que tenemos constancia presentan a un hombre ególatra y con una mirada crítica y acerba ante la situación del teatro español de su época. Desde su exilio bonaerense donde se refugió después de varias estancias latinoamericanas al estallar la Guerra Civil, no dejó de fustigar a sus compatriotas que nunca supie-ron estimar sus obras. El profesor Peral Vega da en el blanco cuando lo califica de «genio herido que saca a relucir sus triunfos foráneos ante la incomprensión y miopía de los suyos». Esas características de la vida del autor se plasman, incluso, en su obra ya que el dramaturgo designa a los empresarios como los responsables del anquilosamiento de la escena española, una situación que reproduce en el largo prólo-go de El señor de Pigmalión. Se detiene, después, el editor en un con-temporáneo de Grau, Ricardo Baeza, que tenía la mejor explicación sobre la concepción del teatro por parte del dramaturgo: cuando la industria teatral privilegiaba una forma de obras que Grau rechazaba rotundamente, éste se empeñaba en desarrollar un teatro ideal, en renovar lo existente con técnicas totalmente ajenas a los moldes tradi-cionales y usados en España por aquel entonces. Fueron sin duda las razones por las cuales nunca pudo conocer Grau un éxito que, a poste-riori, merecía de hecho.

Emilio Peral Vega permite al lector que se adentre sencillamente en las posiciones teatrales que defendió Grau. Para los coetáneos que compartían el sentimiento de injusticia frente a tanta indiferencia por parte del mundo teatral español, no era sólo un autor sino un teórico: Grau era un genio consumado y tenía como modelos a los mayores

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dramaturgos de la Historia entre los cuales se encontraban Shakespea-re, Pirandello o Hebbel. Sus vates españoles eran Galdós, Lorca o Be-navente. Parecía, pues, ecléctico. En realidad, vemos que Grau estaba buscando la innovación, el arte, el estilo en vez de enmarcarse en las modas. Se sentía más próximo a Unamuno precisamente porque no sentía amistad hacia los géneros demasiados usados –o abusados– de la época. Fue con Buero Vallejo con quien Grau pudo encontrar lo que Peral Vega califica como «sucesión estética e ideológica», hecho sor-prendente en la medida en que en aquel entonces Antonio Buero Va-llejo era un autor en boga en España cuando se le negaba la celebridad a Grau. El autor de Historia de una escalera se lamentaba de que España había perdido sin duda a «otro Pirandello» en su forma de concebir el teatro por causa de una falta de consideración por parte de la crítica.

No obstante, no dejó de reivindicar su visión del teatro salpicada de unos cuantos análisis muy sutiles de lo que era la situación teatral de aquella época. Quizás por su mirada allí desde su exilio argentino o por su relegación al ámbito de la lectura más que de la representa-ción, siempre abogó por una renovación necesaria del teatro en Espa-ña –incluso imaginando una regeneración del teatro de habla hispana. A riesgo de cometer un pleonasmo, siempre reivindicó un «teatro de arte», o sea un teatro alejado de lo que critica en el prólogo de El señor de Pigmalión cuando exagera el carácter de los empresarios ajenos a la creación artística y más interesados por los beneficios que van a sacar.

Peral Vega sintetiza, pues, perfectamente la concepción grauniana del teatro: la mirada casi infantil –defendida también por Benavente– asociada al asombro ante una obra de teatro son dos constantes im-prescindibles para que el público pueda acceder a la fantasía que se representa. El público forma así una entidad única con la obra y entra en ella para plasmar sus propias interpretaciones. Jacinto Grau reivin-dicaba un teatro renovado en el que las capacidades artísticas no sean apartadas y en el que el público no sea un mero espectador inactivo.

Fue en el género farsesco en el que Jacinto Grau fue más conocido. Cuando emprendió la escritura de El señor de Pigmalión. Farsa tragicó-mica de hombres y muñecos, ya dominaba la técnica de la farsa por haberla practicado desde sus primeras obras. Grau la concebía como la forma más interesante para renovar –casi salvar– el teatro contem-poráneo porque con ella se podía reducir «la comicidad para presen-tarnos a personajes de condición conflictiva» sin abandonar el esque-ma burlador-burlado y haciendo al mismo tiempo una «lectura simbo-lista» de la obra. Esta forma le sirve al autor para reivindicar una re-teatralización. Y el prólogo a su obra es la mejor ilustración de tal vo-

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luntad. En efecto, aquél funciona, si usamos la comparación hecha por Peral Vega, como las loas de los Siglos de Oro: introduce sintética-mente la obra a la par que presenta la teoría grauniana de la escena contemporánea. Y si no fuera suficiente, el dramaturgo deja emerger la crítica hacia el mundo que está representando a través de una re-flexión perfectamente metateatral. El prólogo se convierte aquí tanto en exposición poética como en crítica acerba del mundo teatral. Peral Vega ve en esa exposición una transfiguración de la situación de aque-lla época en la medida en que los que obran por el teatro no piensan en términos de creación, sino de negocio, ya que como dice uno de los empresarios de la obra: «el decoro artístico está en las pesetas». Grau denuncia la falta de interés que suscita el teatro en esas personas que, sin embargo, son las más afectadas. Y fustiga contra la transformación del arte de Talía en un comercio puro. Pero, como así lo indica el edi-tor, en vez de admirar a las marionetas-prodigios de Pigmalión, de las que se habla muchísimo sin poder vislumbrar ni un solo resorte, el público puede por lo menos disfrutar de los títeres de la industria teatral movidos por los hilos del dinero.

Jacinto Grau introduce un cambio en España inspirado en las re-novaciones que trajeron los vanguardistas europeos al defender el «actor artificial». En plena «ola titiritera vanguardista», era lógico que Grau, quien reivindicaba nuevas técnicas teatrales, recurriera a los muñecos siguiendo en particular en este camino a Alfred Jarry, y quizás aún más a Edward Gordon Craig. Se concebía las marionetas como actores con nuevas capacidades, en particular en el juego escé-nico, puesto que permitían representar «la voluntad última del poeta». Sin embargo, no se trataba de la total desaparición del actor de carne y hueso, sino de otro medio de renovación de la escena teatral. En la medida en que funcionan como actores deshumanizados ‒digámoslo así‒ pueden representar todo lo que había imaginado el dramaturgo, intentando alcanzar la perfección, sin que intervinieran todas las con-tingencias humanas. El títere aparece pues como el elemento funda-mental de la regeneración del teatro tanto para el dramaturgo barce-lonés como para su protagonista Pigmalión que en efecto intenta su-perar los rasgos humanos de sus muñecos.

Prosigue el análisis de la obra con otro aspecto que le parece fun-damental al dramaturgo: la creación de unos personajes que puedan pasar las épocas sin que se limiten a los momentos en que fueron creados. Para cumplir con esa voluntad, Peral Vega recuerda que Grau se inspiró en una compilación de Luis Montoto, de 1911, que recopilaba una nómina de personajes de la tradición folclórica. El au-

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tor se basó en ella para idear a los personajes de su farsa. El crítico ofrece entonces un recorrido de cada personaje creado a partir de los referentes españoles y extranjeros, una técnica ya usada por Jacinto Benavente y los partidarios de la renovación literaria modernista.

Pero Grau tuvo otras fuentes de inspiración. En efecto, apoyándose en la tesis doctoral de David Vela Cervera, se demuestra que el dra-maturgo conocía la compañía de títeres dirigida por Francisco Sanz. A partir de artículos de prensa, vuelve sobre las concordancias, a veces sorprendentes, que existían entre el teatro que ofrecía Sanz y los mu-ñecos de Grau. La asociación de esos títeres con la apropiación del mito de Pigmalión le permite al dramaturgo operar el objetivo de la farsa que se puede resumir con el tópico del «burlador burlado».

Y es verdad que a lo largo de su obra Grau presenta a un Pigma-lión que aparece como el parangón de un semidiós, ya que, según él, sus títeres se parecen o superan a los hombres. No obstante, Emilio Peral Vega no ve en el final trágico del creador de esos muñecos un final prometeico en el que Pigmalión hubiera creado a sus marionetas y en el que el sino se hubiera vuelto en contra de él precisamente a causa de su propia creación. Al contrario, el filólogo piensa que la mejor interpretación del desenlace sería más bien «una perspectiva metateatral». Aunque sus muñecos son autómatas geniales y perfec-tos, Pigmalión sufre una muerte que se convierte en acto necesario para seguir produciendo obras aún más perfectas que la suya. Y de-bemos entender esa perfección en cuanto a los autómatas y sobre todo una perfección en la concepción de obras renovadas y regeneradas. Tal debe ser sin duda el mensaje ideado y transmitido por el autor.

Emilio Peral cierra su detallada introducción a la obra de Jacinto Grau con un estudio muy pormenorizado de las fuentes en las que se inspiró el dramaturgo para volver luego sobre la recepción de El señor de Pigmalión tanto en el extranjero –ya que fue representada primero fuera de la península– como en España.

El estudio da constancia de múltiples influencias. Empieza por las que el dramaturgo barcelonés reivindicaba. Y no fue el teatro el que le inspiró primero sino el baile, en particular el ballet Petrushka de Stra-vinsky2. Sin embargo, el teatro tuvo una repercusión también funda-mental en la obra de Jacinto Grau. El editor recuerda las tres obras

2 A partir de la entrevista que Jacinto Grau dio en el ABC, Emilio Peral Vega cita también otras dos obras: Coppelia de Léo Delibes y El hombre de arena de E. T. A. Hoffmann.

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extranjeras que, según la crítica precedente, tuvieron una relación con la obra de Grau. La primera es el Pygmalion, de Bernard Shaw, en la que, si tenemos que encontrar puntos comunes, sólo aparecen un eco mitológico –pero la escultura se convierte en mujer de carne y hueso– y la devoción del hombre por su creación. No obstante, tanto la fanta-sía como el elemento mecánico grauniano no están presentes. La se-gunda obra es R.U.R, de Karel Čapek. Otra vez es una influencia que no es tal, ya que dista radicalmente de Grau en la medida en que los desenlaces no son similares: si Grau piensa que el hombre creado por Pigmalión es tan terrible como el creador mismo, Čapek, por su parte, critica el cientifismo y la sofisticación técnica de la sociedad en la que puede existir a pesar de todo una posibilidad de regeneración. Peral demuestra, pues, que esas influencias pretendidas son más que con-testables. Y se puede aducir lo mismo para la tercera influencia: Seis personajes en busca de autor, de Pirandello. A pesar de ser una de las creaciones más importantes para la representación del teatro dentro del teatro, las dos obras no comparten ningún rasgo. El crítico sólo nota posibles relaciones entre las ideas del prefacio de Pirandello y la concepción del teatro expuesta por Grau en su obra. Añade que nin-guna influencia pirandelliana es posible porque Grau fue el primero en representar su creación. Pero es verdad que tanto Pirandello como Grau tienen ideas a veces parecidas en cuanto a la concepción que tienen del teatro: ambos literatos abogan por la superioridad casi intrínseca de la figura literaria sobre el creador hasta tal punto que los personajes pueden alcanzar una existencia casi independiente.

El profesor Peral Vega se permite una última referencia que se re-vela la más importante. Cuando se representó la obra por primera vez, la crítica puso de relieve reminiscencias unamunianas en la me-dida en que ambos autores compartían opiniones parecidas sobre la situación teatral española a la par que una personalidad egocéntrica e intolerante ante la mediocridad del teatro de la época. Más allá de esas referencias que fue apuntando la crítica, el profesor repara un olvido que sí se revela fundamental precisamente en cuanto a la relación evidente que mantiene Niebla de Unamuno con El señor de Pigmalión en particular cuando los protagonistas se rebelan contra el creador.

Vuelve el editor finalmente sobre la recepción de la obra. Sigue la cronología empezando por las representaciones que tuvieron lugar en París y luego en Praga. El 14 de febrero de 1923 se produjo el estreno de la obra en la capital francesa con la compañía de Charles Dullin «L’Atelier». Actores de renombre como Antonin Artaud desempeña-ron papeles en esa obra que recibió una acogida muy favorable para

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un autor entonces desconocido. Se apoya, en particular, en la crítica de Léo Claretie, que alaba a Grau porque logró la apuesta de mezclar en una misma obra hombres y muñecos pero lamenta la presencia de muchísimos detalles que acaban por apartar el mundo de la fantasía que se había empeñado en crear el autor. Otros críticos hablaron de una «fantasía romántica y misteriosa» que permite alejarse de las co-medias tradicionales de aquella época. No obstante, no faltaron las opiniones virulentas que reprochaban a Grau la necedad de su obra, la cual sólo podía interesar al público al que estaba acostumbrado el autor, a saber «una audiencia de imbéciles», sin dejar de alabar a la Compañía de Dullin que consiguió interpretar la obra y darle relieve. En una de las pocas críticas publicadas en España sobre el estreno francés, García Maroto alababa la creación de Grau y subrayaba la importancia de esta obra en el campo de la innovación teatral. Según él, el dramaturgo barcelonés representa un hito en la renovación del teatro que le permitirá figurar entre los autores más señalados a pesar del desprecio que sufre en España.

Dos años más tarde, el 3 de septiembre de 1925, la obra entró a formar parte del programa del Teatro Nacional de Praga, una ocasión inesperada y un éxito que se perfilaba inaudito. Karel Čapek se en-cargó de la escenografía. A partir de los artículos sobre el estreno de la obra, Emilio Peral Vega revela el triunfo que recibió y el impacto de la puesta en escena en el público. En efecto, cada elemento del decorado tenía un sentido que debía llamar la atención del público sin revelar la magia de la obra. Además, se había trabajado el juego escénico para acentuar las características –grotescas en particular– de cada persona-je. Frente a un éxito tan importante en Praga, Peral recuerda las quejas de Ricardo Baeza en torno a la «sordera» de sus compatriotas españo-les, abogando por una valoración nueva de la obra. En cuanto a la recepción en otros países, el profesor madrileño espiga nuevos testi-monios del éxito de la obra grauniana. En particular, cita la nota a la traducción italiana de El señor de Pigmalión en la que se refiere al éxito que pudo conocer la obra en Europa y sobre la importancia de ésta como «canon de los dramas para marionetas».

En España, la obra conoció un «largo peregrinaje» ya que tuvo que enfrentarse primero con el rechazo de Gregorio Martínez. El autor tuvo que esperar hasta 1928 para ver su obra en las tablas del Teatro Cómico de Madrid. Los empresarios del espectáculo habían apostado en la escenografía para atraer al público. Para este efecto, se contrató a Salvador Bartolozzi, un escenógrafo particularmente conocido e im-portante. Imaginó un decorado diferenciado según los actos que iba a

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crear una osmosis con los personajes. Sin embargo, Emilio Peral de-muestra que este decorado se puede también interpretar como una voluntad de renovar el teatro. Incluso en la escenografía se plasmaba el mensaje de Grau. Si aquélla provocó cierto entusiasmo entre los críticos, la expectativa en torno a la obra antes de su estreno fue parti-cularmente criticada porque muchos pensaban que no se justificaba por sí sola. Se pasa revista a las críticas publicadas después del estre-no. De su lectura resulta el desprecio hacia la creación grauniana: los juicios son virulentos, a veces hirientes; otros se centran en la medio-cridad de la obra. Peral Vega afirma que esas críticas testimonian una falta de entendimiento de sus firmantes.

Peral Vega sintetiza finalmente y con rigor y pulcritud el alcance de la obra: una reflexión metateatral que intenta derrumbar «los ci-mientos del teatro español contemporáneo» para adherirse a las mani-festaciones de la vanguardia que abogaban por «la existencia propia del ser ficticio». Sin embargo, y a pesar de la incomprensión general, Jacinto Grau fue agradecido con los que creyeron en su obra, en parti-cular el escenógrafo Bartolozzi que había contribuido a su éxito. Y todo ello acompañado de una fijación novedosa del texto —que inte-gra las tres versiones que Grau supervisó en vida— y una anotación precisa que, sin ahogar el texto, lo ilumina con precisión.

De este modo, con esa edición, Emilio Peral Vega rinde homenaje a un verdadero creador e innovador de la Vanguardia que no fue con-siderado como tal en su época. En efecto, el filólogo reconoce que el desinterés e incluso el desprecio por parte de los profesionales del teatro hacia Grau y su obra sin duda no se justificaba en la medida en que proponía avances fundamentales ya sea en las ideas, ya sea en las técnicas. Su libro tiene además la ventaja de sintetizar la crítica que generó El señor de Pigmalión además de renovarla.

NICOLAS DIOCHON Universidad de Borgoña (Dijon – Francia)

Gonzalo TORRENTE BALLESTER, Escritos de teoría y crítica teatral, ed. José Antonio Pérez Bowie, Vigo, Editorial Academia del Hispa-nismo, 2009, 437 pp.

EL CENTENARIO de Gonzalo Torrente Ballester nos está ofreciendo la oportunidad no sólo de recordar a quien fue uno de los grandes nove-listas de la segunda mitad del siglo pasado, autor de algún título tan imprescindible como La saga/fuga de JB, sino también la de descubrir otras facetas de su escritura; entre ellas, la de crítico teatral. El profe-

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sor José Antonio Pérez Bowie, admirable conocedor del entorno litera-rio e ideológico en que se movió el escritor gallego, ha recogido en este volumen una selección de los textos teóricos y críticos que, sobre teatro, publicó Torrente Ballester en diversas revistas y periódicos como Escorial, Arriba, Primer Acto y Triunfo. Como señala en su docu-mentado Estudio preliminar («Gonzalo Torrente Ballester, teórico y crítico del teatro»), la heterogeneidad de estos medios es buena prue-ba de la evolución ideológica que experimentó el autor de Javier Mari-ño: desde el compromiso falangista de primera hora a la posición libe-ral que –al igual que otros camaradas suyos: Ridruejo, Laín, Tovar– adoptó a partir de la década de los 50, es decir, desde el momento en que el pragmatismo autoritario del Régimen se fue imponiendo sobre quienes sostenían aún, con mayor o menor ingenuidad, los ideales de la famosa revolución pendiente.

El libro que comento es, por ello, un buen ejercicio no sólo para rastrear la accidentada trayectoria de un intelectual de Falange Espa-ñola tan destacado como lo fue Torrente, sino para entender mejor el panorama dramático de la posguerra en décadas tan decisivas y oscu-ras como los años 50 y 60. Desde un primer momento el teatro estuvo entre sus intereses: como creador –ahí está su contribución al género del auto sacramental– y como teórico, con el ensayo Razón y ser de una dramática del futuro, pues que desde el Régimen se entendió que el teatro debía ser una herramienta principal en el nuevo orden cultural surgido a partir de la Guerra Civil. Lo cierto es que de poco sirvieron estas y otras tentativas, porque los dramaturgos –y entiéndase la pa-labra en su sentido más amplio: autores y directores– no suscribieron la misma opción estética. La Falange propugnó desde sus inicios un teatro antiburgués (pueden consultarse las páginas teatrales de Haz, su órgano de expresión), contrario al que se ofrecía por parte de los sectores más tradicionalistas –fundamentalmente monárquicos–. Se trata de una consigna que el propio Torrente sostiene en Razón y ser: «Un Teatro de plenitud no puede seguir nutriendo su repertorio temá-tico de pequeños líos burgueses». Frente a esos sectores, los directores de escena –Luis Escobar, Felipe Lluch, Modesto Higueras, Huberto Pérez de la Ossa– mantuvieron siempre una actitud mucho más re-novadora y, en cierto modo, continuadora de proyectos anteriores como «La Barraca», de Ugarte y García Lorca, en la que algunos de ellos habían incluso colaborado.

Para un historiador del teatro de la posguerra las críticas de To-rrente Ballester suponen un documento extraordinario, de excelente enjundia literaria, aunque no siempre acertadas en el diagnóstico. Por

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ejemplo, yerra –como la mayoría de la crítica, salvo Alfredo Marque-ríe– al condenar el humor inverosímil de Jardiel Poncela por excesi-vamente deshumanizado (p. 116). En coincidencia con otros compañe-ros de grupo generacional, en particular los poetas, Torrente carga contra la orteguiana deshumanización del arte y exige que el drama ex-prese siempre pasiones y emociones que sean capaces de mover al público. De ahí que justifique el fracaso de Valle-Inclán en su tiempo por haber escrito un teatro «sin la menor piedad por el hombre» (p. 136).

Tampoco acierta en el caso de Arthur Miller, cuya Muerte de un via-jante se le antoja moralmente disgregadora pues –en su opinión– el conflicto entre padre e hijos no es más que una proyección de una sociedad moralmente decadente, indiferente a los valores sacrosantos de la tradición. Aun cuando el estreno español de esta colosal tragedia data de 1952, los prejuicios ideológicos condicionan todavía en exceso el discurso del crítico, que parece acogerse a la equidistancia joseanto-niana para condenar por igual capitalismo y comunismo en tanto que sistemas conducentes a la «conversión del hombre en instrumento» (p. 185). Cuatro años después, con motivo del estreno de Las brujas de Salem (1956), Torrente tiene la oportunidad de rectificar parcialmente su opinión y elogiar al que ya era figura indiscutible de la dramatur-gia norteamericana.

En contraposición, se muestra clarividente cuando repudia el tea-tro de tesis o el drama histórico a lo Marquina, representados por el último Benavente, Pemán o Luca de Tena. Por el contrario, saluda entusiasta el estreno de Tres sombreros de copa, aunque de nuevo sub-raya la «tremenda humanidad» de la comedia por encima de su «apa-riencia grotesca». Mayor mérito tiene –y esto le distingue de la crítica más estéticamente reaccionaria de su tiempo– su muy positiva valo-ración del Teatro del Absurdo, cuya radical novedad sabe apreciar con motivo de los primeros estrenos de Ionesco –La lección, Las sillas, Amadeo, Rinoceronte…– y de Beckett, cuyo Esperando a Godot le parece un ejemplo de «teatro testimonial, no de accidentes y externidades, sino de situaciones humanas profundas y radicales» (p. 227). Asimis-mo, valora en alto grado los aires cosmopolitas que trae a la demasia-do castiza comedia española una pieza tan insólita como El baile, de Edgar Neville.

No es extraño que, siendo la humanización el principio básico de su poética, sea incondicional del neorrealismo que inaugura Buero: de “implacable” califica su modo de ver la realidad en Las cartas boca abajo (1957) y, aunque con ciertas matizaciones respecto de sus desvir-

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tuaciones históricas, elogia también Un soñador para un pueblo y Las Meninas. Mucho más entusiasta se manifiesta a propósito de las pri-meras obras de Alfonso Sastre. Por encima de la depresión a la que aboca su desenlace nihilista, Torrente aprecia «el drama humano» de esta formidable tragedia. El estreno, dos años después, de La mordaza no le lleva sino a reafirmarse en su juicio positivo sobre el autor, «una importante realidad literaria, no una promesa a la que se le ofrezca una segunda oportunidad» (p. 218). Con la misma generosidad se pronuncia en relación con el Muñiz de El grillo (1957) aunque no tanto con el de El tintero (1961), por su tendencia a lo caricaturesco y lo es-perpéntico. Por ello, valora en alto grado La camisa, de Lauro Olmo, cuyo lenguaje, tema y mundo, «por su verdad y por su autenticidad, están urgiendo la sustitución de tanta falsedad como vemos, bien a pesar nuestro» (p. 318).

Los últimos escritos de Torrente Ballester, publicados en Triunfo y Primer acto, son demostrativos de la inflexión ideológica experimenta-da por el autor en la que Pérez Bowie considera su tercera etapa. La urgencia de la crónica de estreno, de cuyas prisas se lamenta el crítico, se ve ahora contrapesada por una reflexión más honda y sosegada, y un tono más acorde con la ironía de que hará gala en su periodo de plenitud creadora, los años 70: «Me llevó a la crítica no sólo una anti-gua vocación, sino el convencimiento de que, con su ejercicio, podía influir en la marcha del teatro y en la orientación del público. Llegué a creerme investido de una especie de magistratura y cargado de buena dosis de responsabilidad. Al cabo de doce años, reconozco mi error» (p. 336).

Errores aparte, hay que insistir en lo que, al inicio de este comenta-rio señalábamos, pero ahora desde la palabra autorizada de Perez Bowie: «Los textos de crítica teatral de Gonzalo Torrente constituyen un valioso documento para acercarse a una etapa crucial de la historia del teatro español. Nos facilitan la comprensión del complejo contexto en que se desarrollan la actividad escénica en aquellos conflictivos años, poniendo en evidencia su riqueza y su heterogeneidad a la vez que el complejo entramado de tensiones subyacentes, todo lo cual nos remite a un panorama muy distinto de la gris uniformidad que pintan los manuales de historia literaria, al referirse a ese periodo de nuestro teatro» (p. 72). En un momento como el actual en que ciertos sectaris-mos hacen estragos en el modo de ver el pasado inmediato, no pode-mos estar más de acuerdo con esta última reflexión.

JAVIER HUERTA CALVO Instituto del Teatro de Madrid, UCM

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Juan Antonio LÓPEZ FÉREZ, La tradición clásica en Antonio Buero Vallejo, México, Universidad Nacional Autónoma de México–Instituto de Investigaciones Filológicas, SVPLEMENTVM I, NOVA

TELLVS , 2009, 219 pp.

LA REVISTA Nova Tellus, del Centro de Estudios Clásicos del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, publica como Supplementum I este estudio realizado por el prof. Juan Antonio López Férez, catedrático de Filología Griega de la UNED, en el que se examima la presencia de la tradición clásica en el gran dramaturgo español Antonio Buero Vallejo (1916-2000), autor de veintiocho obras teatrales y de una considerable producción en poesía, cuentos, ensayo y artículos diversos. El estudio supone un completo rastreo de la tradición clásica en un sentido amplio, tal y como señala el autor (p. 13): «la presencia e influencia del legado clásico grecorro-mano en literatura (citas y ecos literarios; mitos; temas y motivos clásicos) y en otras materias relacionadas con ella (léxico, retórica, poética, historia, filosofía, ciencias, derecho, artes, etcétera)». Combina así el prof. López Férez sus dos grandes especialidades (y pasiones): el estudio de la tradición clásica y el estudio del teatro.

El trabajo está dividido en dos partes en las que se analizan, res-pectivamente, los dramas de Buero y el resto de su producción litera-ria, a partir de la edición de L. Iglesias Feijoo & M. de Paco (ed.), An-tonio Buero Vallejo. Obra completa, 2 vols., Madrid, Espasa Calpe, 1994. Precede al cuerpo de la obra una breve nota (pp. 9-10) sobre el drama-turgo que ayuda a contextualizar su producción con noticias sobre su pasión por la pintura, su participación en la resistencia política clan-destina tras la Guerra Civil que le llevó, incluso, a ser condenado a muerte por adhesión a la rebelión, su liberación en 1946 y el despertar de la vocación literaria, la biblioteca del hogar familiar que le permitió conocer a clásicos y modernos, sus premios, su ingreso en la Real Academia, etc., para terminar con su interés por el ser humano: la violencia, la intolerancia, la opresión como temática de su obra, trági-ca en buena medida.

La primera parte (pp. 11-97) revisa diacrónicamente los dramas buerianos comenzando con El terror inmóvil (tragedia en tres actos, divididos en seis cuadros, escrita en 1949), que no fue estrenada, y terminando con Música cercana (fábula en dos partes), estrenada el 18 de agosto de 1989 en el Teatro Arriaga de Bilbao. El repaso, obviamen-te, no es exhaustivo y supone una suerte de «fogonazo» de cada una de las obras que nos pone frente a las huellas de la tradición clásica

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que el autor encuentra en su estudio. Hay que decir que el conjunto resulta bastante desigual, o mejor asimétrico, en el tratamiento de las obras, hecho éste motivado por la mayor o menor presencia de moti-vos clásicos, o por la importancia del tema tratado. Así, huelga decir que una obra como La tejedora de sueños cuenta con el mayor número de páginas (pp. 15-41) y referencias bibliográficas en las notas que acompañan a todo el estudio al desarrollar el tema de Ulises siguien-do de cerca la Odisea homérica. En todos los casos el autor intercala textos ilustrativos de la cuestión tratada y, como ya se ha señalado, numerosas y exhaustivas notas.

La segunda parte (pp. 99-158) analiza el resto de la producción de Buero: poesía, cuentos, ensayos y artículos. En este caso, y para dar coherencia a los datos recogidos, el autor los ha distribuido en los siguientes apartados: citas y frases latinas; observaciones sobre el co-nocimiento o ignorancia de la lengua latina; referencias a autores y obras de la literatura griega; alusiones a autores y obras de la literatu-ra latina; personajes históricos griegos o latinos; y notas de cultura grecorromana. Este último apartado es, sin duda, el más interesante de todos y el que aporta más información, especialmente relacionada con el ámbito del teatro. Así, además de unas notas generales, conta-mos con reflexiones sobre el teatro griego (coro, espacio escénico, lo dionisiaco y lo apolíneo), el ditirambo, la tragedia y lo trágico, otros aspectos de la tragedia (la explicación de Goethe, la catarsis, Chejov, García Lorca, Pemán, Brecht y el teatro épico, Arthur Miller, el teatro de Buero, esto es, visto por él mismo, y la actualización de los trági-cos), el drama satírico, la filosofía helenística y, por último, el teatro romano.

Se completa el conjunto con una breve bibliografía auxiliar (pp. 158-160), que nos parece excesivamente breve teniendo en cuenta los estudios existentes sobre la obra de Buero, y, nuevamente, desigual puesto que añade, aparte de una sección dedicada a «Alguna biblio-grafía sobre Buero Vallejo», que sí recoge los títulos fundamentales (sólo libros), un apartado «Para La tejedora de sueños», que aunque sea la obra teatral más importante para el estudio de la tradición clásica en Buero no evita que se transmita la impresión de que la bibliografía no responde de forma coherente al conjunto.

A pesar de esa «desigualdad», hemos de destacar el valor del con-junto que nos acerca a la forma en que holló Buero el mundo clásico, un dramaturgo que poseía una clarividente imagen del género trágico entre los griegos: «La tragedia –el género más moral– no es una lec-ción moral o, por lo menos, no exclusivamente. Es tan sólo, y ya es

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bastante en ese sentido, una aproximación positiva a la intuición del complicadísimo orden moral del mundo. Pero este orden es misterio-so; en última instancia encierra también una metafísica no formulada. La tragedia es una viva obra de arte, porque acepta este misterio y nos lleva a sentir su enorme trascendencia» (p. 120).

ANTONIO LÓPEZ FONSECA Instituto del Teatro de Madrid, UCM

Ferdinando TAVIANI, Hombres de escena, hombres de libro. La litera-tura teatral italiana del siglo XX, traducción y edición de Juan Carlos de Miguel y Canuto, Valencia, Universitat de València, 2010, 235 pp.

A LOS QUINCE años de su primera edición en Italia, el libro Hombres de escena, hombres de libro, de Ferdinando Taviani, dedicado al teatro ita-liano del siglo XX, por fin puede ser apreciado también por el público de habla hispana, que hasta hoy echaba de menos una obra de calibre sobre esta materia.

Las ideas expuestas en el volumen giran alrededor de un eje prin-cipal, que constituye el corazón del texto, reflejado en el propio título. El autor, profesor de historia del teatro y del espectáculo en la Univer-sità dell’Aquila –que, entre otras, cuenta con numerosas publicaciones sobre el teatro italiano de los siglos XIX y XX–, subraya la necesidad de corregir la dicotomía que hay entre los estudios literario-dramatúrgicos, los de los hombres de libro, y los estudios orientados a los espectáculos, los de los hombres de escena. Éste será el hilo conduc-tor que guiará al lector a lo largo de toda la publicación.

En los primeros apartados del libro, el autor realiza una interesante labor de revisión metodológica que cuestiona la percepción mayorita-ria del teatro. En el seno de una serie de brillantes reflexiones, en par-ticular, sobre la noción de espacio literario del teatro, Taviani hace hincapié en la necesidad de adscribir dentro de éste último no sólo el conjunto de los textos literarios dramáticos, sino también todos aque-llos elementos que contribuyen a hacer teatro, tales como las llamadas visiones, las memorias y autobiografías de los actores, su producción literaria, así como todo lo que a partir de la actividad teatral se con-vierte en memoria, crónica y relato.

Tras un análisis de la ruptura entre el «teatro dialectal» y el «teatro en lengua», de sus implicaciones y consecuencias, el autor subraya la importancia de ciertos repertorios enciclopédicos y biográficos soste-niendo, con acierto, que además de constituir un precioso patrimonio de noticias e información, éstos, a través de las palabras e imágenes

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que evocan, contribuyen, a su vez, a dar lugar a verdaderos teatros y, en ocasiones, a transmitir una postura ideológica determinada sobre los problemas teatrales, como ocurre en la Enciclopedia dello Spettacolo, ideada y dirigida por Silvio d’Amico.

Una vez determinadas estas premisas, Taviani empieza a seleccio-nar las corrientes y figuras del teatro del siglo XX que considera más interesantes, recorriendo un trayecto de estudio muy personal que, además de abordar los autores italianos más conocidos a nivel inter-nacional, tales como Pirandello, De Filippo y Fo, también pone de relieve a los que suelen considerarse «menores», insertándolos en un amplio marco teórico y comparativo especialmente atento a su homó-logo acontecer artístico europeo.

En primer lugar, el autor ilustra las diferentes facetas del movi-miento futurista, así como sus repercusiones tanto escénicas como ideológicas en la manera de hacer e interpretar el teatro. En particular, resulta muy interesante el análisis de la nueva manera de pensar el espectáculo, donde éste ya no es la representación de una acción, sino más bien una acción que se dirige, de manera directa, a la mente y al cuerpo de los espectadores, cuya unión con los actores se hace posible a través de la abolición del escenario. Junto al clima histórico en el que se enmarca el movimiento, el autor apunta aquí otros elementos clave que lo caracterizan, tales como los medios de comunicación utilizados por los futuristas, su interés por la modernidad y la gran influencia que esta corriente ejerció en la escenografía y coreografía del siglo XX.

En segundo lugar, las numerosas páginas dedicadas a Pirandello suponen una importante contribución a la comprensión de su obra maestra Sei personaggi in cerca d’autore, mediante un análisis que re-chaza con decisión –acompañado de ciertos tintes polémicos– las dife-rentes interpretaciones estereotipadas en boga entre los literatos, y que subraya cómo la obra, además de tratar la historia de una familia destruida, pretende mostrar el carácter noble y a la vez mísero del trabajo teatral. Asimismo, Taviani ilustra, resume y examina un gran número de obras de Pirandello –escritas tanto en lengua italiana como en dialecto siciliano– que preceden y siguen al estreno de Sei personag-gi, sirviéndose de tal estudio como punto de partida para reflexionar sobre las contradicciones internas y externas propias del teatro del siglo XX.

En tercer lugar, cabe señalar la sección que se ocupa del gran poeta napolitano Raffaele Viviani, en la que se subraya, en varias ocasiones, la originalidad de esta figura muy a menudo olvidada, atendiendo a la dimensión nacional e internacional de sus macchiette, –monólogos

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cómicos o irónicos–, así como abordando la singular manera del au-tor-actor napolitano de pasar de las variedades a la comedia, donde diversos «números» se funden a través de una trama unificadora.

En cuarto y último lugar, Taviani ofrece un análisis del repertorio perteneciente al Teatro del Arte dirigido por Pirandello, –cuya princi-pal expresión es el «teatro grotesco»–, que proporciona al lector una muestra significativa de las tendencias dramatúrgicas italianas de la primera mitad del siglo XX. A continuación, entre varias pinceladas que ilustran el contexto histórico-cultural de Italia de la segunda mi-tad del siglo, Taviani aborda el trabajo de diferentes autores de este período, –considerándolos unas «excepciones» dentro del mediocre sistema teatral mayoritario–, e insiste, asimismo, en la excepcionali-dad de la cooperativa teatral napolitana Teatros Unidos, basada en la integración entre escritura escénica y escritura literaria, una fusión también presente en los diversos «teatros-en-forma-de-libro» de la época, ampliamente analizados por el autor. A lo largo de este capítu-lo final, las enriquecedoras incursiones en el mundo de la dramaturgia cinematográfica y radiofónica demuestran la gran capacidad de Ta-viani de tener una completa visión del cuadro de conjunto y mantener un múltiple enfoque de análisis.

En lo que concierne a la edición española, la traducción al castella-no realizada por el profesor de Filología Italiana de la Universidad de Valencia Juan Carlos de Miguel se muestra fiel y respetuosa ante el original –sin por ello ser menos eficaz y fluida– y cuenta con el apoyo de puntuales notas del traductor, particularmente útiles para aclarar ciertos aspectos lingüístico-culturales que, en su ausencia, resultarían al lector de difícil comprensión.

Una de las principales virtudes del libro es la extraordinaria articu-lación conceptual realizada por el autor, quien expone una densa red de nociones y distinciones con suma naturalidad y sencillez, de suerte que incluso las tesis más complejas llegan a ser fácilmente accesibles. Asimismo, ha de apreciarse, sin lugar a dudas, el carácter multidisci-plinar de la obra: lejos de ser un mero manual de historia de teatro, el libro presenta una confluencia de aportaciones pertenecientes a los ámbitos de estudio más dispares, que contienen consideraciones so-ciológicas, históricas y cívicas, así como interpretaciones culturales y antropológicas acerca de la realidad del Novecento italiano. Todo ello se ha llevado a cabo teniendo en cuenta una extensa bibliografía –que abarca la abundante literatura crítica e histórica italiana sobre el teatro del siglo pasado, las diferentes ediciones críticas de las obras analiza-

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das y numerosas revistas teatrales– complementada por testimonios, anécdotas, documentos, etc.

Nada que objetar a un excelente trabajo de literatura teatral italiana del siglo XX, con una escritura ágil, un importante esfuerzo de concep-tualización y una notable variedad temática. Para quienes quisieran situarse en un territorio crítico con respecto a la selección efectuada por el autor, cabe señalar que estamos ante un estudioso que, total-mente consciente de los límites que ésta supone, desde la primera página del libro declara abiertamente la peculiar naturaleza del texto: un relato que en ningún momento pretende cubrir la totalidad de la expresión teatral italiana del Novecento, sino más bien proporcionar una lectura personal sobre ella.

ANDREA ARTUSI Universitat de València

Tom STOPPARD, La costa de Utopía. Viaje. Naufragio. Rescate. Ver-sión de Juan V. Martínez Luciano, Madrid, Centro Dramático Na-cional, 2010, 3 vols., 120, 106 y 120 pp.

NO DEJA DE SER CURIOSO que en una colección dedicada a editar los textos y los materiales de montaje de las obras programadas por un gran teatro público, como son las publicaciones del Centro Dramático Nacional, aparezca una obra como La costa de Utopía, que aún no se ha representado en el Teatro María Guerrero.

La anomalía responde a un propósito y una ambición, manifesta-das por Gerardo Vera en la presentación que hizo junto con Tom Stoppard y Marcos Ordóñez del último estreno del Centro, Realidad, obra del mismo Stoppard dirigida por Natalia Menéndez. En este acto Gerardo Vera manifestó su intención de estrenar La costa de Utopía en 2012, año en que expira su actual contrato al frente del CDN.

La obra viene avalada por sucesivos éxitos: estrenada en 2002 en el National Theatre’s Olivier Auditórium bajo la dirección de Trevor Nunn, se mantuvo en cartel desde el 22 de junio (fecha de estreno de la primera parte, Viaje) hasta el 23 de noviembre del mismo año. En 2006 la obra, dirigida por Jack O’Brian, se presentó en el Lincoln Cen-ter, de Nueva York, en donde tuvo 124 representaciones. Esta produc-ción de Broadway consiguió en 2007 siete premios Tony, incluyendo el de mejor obra. En el mismo año 2007 se estrenó en Moscú y en 2009 en Tokio.

Si consideramos que La costa de Utopía es una trilogía de más de trescientas páginas que en los montajes que se han hecho de ella se

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convierten en nueve horas de representación, hay que reconocer que nos encontramos ante una obra singular. Y, efectivamente, su lectura nos confirma que nos encontramos ante una de las grandes obras que ha producido el teatro de nuestros días.

Basado, como ha reconocido el propio Stoppard3, en un libro de Isaiah Berlin que analiza el pensamiento de la intelligentsia rusa del siglo XIX 4, La costa de Utopía es un emocionante viaje por la Europa decimonónica en compañía de Mijail Bakunin, Vassarion Belinsky, Alexander Herzen, Nikolai Ogarev e Ivan Turguéniev, a los que acompañan decenas de personajes como Karl Marx, George Herwegh, Louis Blanc, Alexandre Ledru-Rollin, Giusseppe Mazzini, Nikolai Chernishevski y tantos otros que jugaron su papel en el debate ideo-lógico que llenó aquel siglo revolucionario. Y a ellos hay que añadir la serie de extraordinarios personajes femeninos que adquieren un in-dudable protagonismo junto a los ilustres pensadores: las cuatro her-manas Bakunin, especialmente Liubov, vida romántica segada prema-turamente, la libérrima Natalie Herzen, que impregna todo Naufragio de una insólita tonalidad pasional y sensual, Natacha Tchukova, no menos libre que su amiga y amante Natalie, esposa de Ogárev y amante a su vez de Herzen, el mejor amigo de su marido...

La costa de Utopía abarca un largo periodo de tiempo: desde el ve-rano de 1833, en que da comienzo Viaje, hasta agosto de 1868, cuando acaba Rescate. Treinta y cinco años de vida intensa que están marcados por tres acontecimientos clave en cada una de las tres partes: la muer-te de Pushkin en Viaje, las revoluciones de 1848 en Naufragio, la libera-ción de los siervos en Rescate. La acción transcurre en distintos luga-res: la hacienda de los Bakunin en Premukhino, Moscú, la propiedad de Herzen en Sokolovo, París, Dresde, Londres, la isla de Wright, Niza, un castillo en Suiza... La diversidad de espacios de la acción se corresponde con la amplitud del panorama representado y la multi-tud de personajes que aparecen en la trilogía: estudiantes, terratenien-tes, revolucionarios, periodistas, políticos, escritores... Decenas de personas que pueblan un tiempo lleno de sucesos históricos y de peri-pecias personales que se van entrecruzando en una red que parece expandirse más allá de los límites de la escritura, en historias no con-tadas, en personajes apenas entrevistos, en figuras que nunca apare-

3 Marcos Ordóñez, «La Utopía de Tom Stoppard», Babelia, 16 de enero de 2010.4 Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, Fondo de Cultura Económica, 1979.

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cen en escena y que, sin embargo, ejercen una influencia definitiva en los demás: el zar, el conde Orlov, George Sand, Gógol...

Este maremagnum, no obstante, mantiene la unidad gracias el hecho de que el eje de todas las historias esté constituido por la figura de Alexander Herzen, personaje aparentemente episódico en Viaje, donde el centro de atención recae en la fascinante familia Bakunin, en la cual el benjamín Mijail ocupa un lugar secundario frente a sus cua-tro hermanas y el patriarca Alexander Bakunin, padre de todos ellos. Sin embargo, a partir de Naufragio Herzen va tomando relevancia hasta convertirse en la figura central de todo el ciclo. No es extraño, ya que en el origen de la obra está la fascinación de Stoppard y de Berlin por el pensamiento y la vida de Herzen:

«Berlin fue el que me abrió la puerta. De alguna manera mi trilogía nace de su libro sobre los pensadores rusos. Él contaba que un día siendo joven había entrado en la biblioteca y se había encontrado con un libro de Alexander Herzen en la estantería. Y como ni lo conocía ni había oído hablar de él se puso a leerlo. Y descubrió una auténtica maravilla. Una vi-vencia increíble y un razonamiento que se convertiría en fundamental en las enseñanzas de Berlin. Gracias a él conocemos hoy en día a Herzen»5.

La fascinación, sin embargo, no supone deslumbramiento. Afortu-nadamente, Stoppard ha construido un personaje de gran compleji-dad, lleno de contradicciones que nunca se ocultan. Herzen es un pensador revolucionario que vive como un burgués acomodado gra-cias a las rentas de sus propiedades en Rusia, incluyendo las “almas” que posee; es un denodado defensor de la libertad personal, pero cae en el abismo de los celos cuando su esposa se enamora de Herwegh, lo cual no le impide enamorarse a su vez de la esposa de su mejor amigo, Ogarev...

Obra de extraordinaria ambición, que busca explicar las raíces del presente en la exposición de un proceso histórico y en la narración de cómo lo vivieron sus protagonistas, con sus logros y sus fracasos, sus contradicciones y sus certezas, La costa de Utopía tiene un indudable aire chejoviano, pero no cabe olvidar al Tolstoi de Guerra y paz, ni al Turguéniev de Padres e hijos. Estamos, en efecto, ante una obra de am-plitud novelesca, comparable a otras como la Orestiada, como las Co-medias bárbaras, en las que el breve mundo de la escena desborda los límites del teatro para adquirir las dimensiones de las grandes nove-las.

5 Marcos Ordóñez, «La Utopía de Tom Stoppard», Babelia, 16 de enero de 2010.

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Editado en tres tomos que corresponden a cada una de las partes de la trilogía, con el tamaño y la prestancia de las colecciones del CDN, la edición La costa de Utopía es un buen prólogo al anunciado y ya esperado estreno en el Teatro María Guerrero.

FERNANDO DOMÉNECH RICO Instituto del Teatro de Madrid, RESAD

Komla AGGOR, Francisco Nieva y el teatro postmodernista, traduc-ción de Maria Roura-Mir, Madrid, Monografías RESAD y Editorial Fundamentos, 2009, 189 pp.

ERA necesario contar con un estudio de estas características para enfo-car el debate sobre el posmodernismo en nuestro teatro contemporá-neo desde un enfoque que combine la atención al análisis teatral y al marco sociocultural e ideológico. Así, esta monografía sobre Francisco Nieva sirve para indagar acerca de la existencia de un teatro posmo-dernista en España.

Propone el libro de Aggor una nueva orientación para la polémica contemporánea, pues la inclusión de Francisco Nieva en el posmoder-nismo conlleva ampliar los límites temporales de este movimiento hasta la más inmediata influencia de la vanguardia histórica, por ser ésta la influencia más manifiesta en nuestro autor. La dimensión que se ofrece es, por tanto, continuista respecto de los movimientos artísti-cos del primer tercio del siglo XX. El resultado es que queda cuestio-nada la crítica teatral que se opone a la teorización posmodernista del teatro español hasta la llegada de los creadores en democracia. Los diferentes enfoques técnicos y estéticos del teatro de Nieva se obser-van, de manera complementaria, a su dimensión ética y sus connota-ciones políticas de signo izquierdista, características que asume Aggor como fundamentales para el movimiento artístico posmodernista.

Un teatro posmodernista el de Nieva donde, a diferencia de lo que sucede en la dramaturgia más visual de los creadores en democracia, la fuerza escénica reside en el texto dramático. Por ello, se dedica el primer capítulo a contextualizar la formación del dramaturgo en el movimiento literario postista de la década de los años cuarenta y a señalar su continuada fidelidad estética a los postulados del grupo. En este mismo apartado se explican simultáneamente la propuesta postis-ta y la poética teatral de Nieva, poniendo de relieve el carácter eclécti-co y revisionista de ambas tendencias, que habrán de ser consideradas como posmodernistas. Entre otras cuestiones, se profundiza en cómo Nieva incorpora a su teatro posmodernista los diferentes «ismos»

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históricos, haciendo especial hincapié en la influencia de figuras como Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna, si bien queda en entredicho la validez de agrupar a estos dramaturgos dentro de la corriente su-rrealista, como hace Aggor para apoyar su tesis.

En el segundo capítulo se presentan otras influencias determinan-tes para el teatro de Francisco Nieva, como son el Teatro de la Cruel-dad de Antonin Artaud y la Estética del Crimen de Jean Genet. Se muestra de qué manera el dramaturgo yuxtapone ambas propuestas en lo que denomina como la «Estética del Delito», la cual se diferencia de las anteriores en el uso constante de la paradoja y de la dinámica de la contradicción; estas técnicas posmodernistas buscan un tipo de teatro abierto que plantee un enfoque relativista y subversivo en con-tra de las dialécticas retóricas y jerárquicas de la mentalidad anterior.

Con la misma pretensión de desvelar los recursos formales pos-modernistas usados por Nieva, se dedica el capítulo tercero a la técni-ca más recurrente del autor: el metateatro: la obra dentro de la obra y la ceremonia dentro de la obra. Nieva pretende así cuestionar la exis-tencia de «la verdad» de la misma manera que lo hace la cultura pos-moderna, y para ello representa al mismo tiempo varias realidades teatrales como producto de la imaginación o la evasión. Con todo esto, el dramaturgo cuestiona los géneros aristotélicos, y se burla de ellos constantemente mediante su peculiar estilo grotesco. Precisamente en torno a lo grotesco giran las reflexiones del capítulo cuarto, que versa sobre las diferentes estrategias heterodoxas que incorpora Nieva a su teatro, todas ellas con el fin de atacar los códigos morales y poner en solfa la cultura del franquismo. Las obras analizadas en este apartado muestran una peculiar versión de los códigos carnavalescos y de la estética del esperpento, mediante un tratamiento paródico del erotis-mo y de las identidades sexuales en respuesta, típicamente posmo-derna, a la censura institucional y a la represión de la libertad sexual y de género.

El último capítulo analiza conjuntamente las reflexiones teóricas y técnicas sobre la puesta en escena de las obras más representativas de Francisco Nieva. Se presenta una breve introducción a la teoría de la representación contemporánea para abordar el trabajo de Nieva como director y escenógrafo de sus propias dramaturgias. Con ello se des-cubren las claves posmodernistas de la puesta en escena de sus textos: la conjunción del uso de formas clásicas –el coro griego, la música religiosa o las convenciones del teatro del Siglo de Oro– con las técni-cas escénicas modernas de mayor prestigio –la pintura escénica pos-

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romántica, la supermarioneta de Craig, el distanciamiento brechtiano– sobre un texto excepcional de gran cuidado literario.

Esta obra viene a fijar las teorías posmodernistas más certeras para el estudio del teatro contemporáneo, y propone el teatro de Nieva como punto de partida para una nueva estética de la escena española. Más allá de los modelos anglosajones, se presenta, sin complejos, una renovada y fresca perspectiva del posmodernismo en relación con el contexto literario y teatral hispánico de la última mitad del siglo XX.

SERGIO CABRERIZO ROMERO Universidad Complutense de Madrid