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Enchiridion Cordis Magisterio pontificio sobre el Sagrado Corazón de Jesús

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la Espiritualidad del Corazón de Jesús (dehonianos) Escritos espirituales. Carisma reparador.

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Enchiridion Cordis

Magisterio pontificio sobre el Sagrado Corazón de Jesús

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Edición preparada por

Juan José Arnaiz Ecker, scj

siguiendo en parte el trabajo titulado Pozycja. Serce Jezusa w dokumentach kościoła publicado por el P. Leszek Poleszak, scj Las versiones de los documentos proceden de los archivos infomáticos de la Santa Sede accesibles en www.vatican.va y del sitio en lengua italiana www.totustuus.biz de cuya traducción se ha ocupado el mismo editor. Noviciado y Escolasticado SCJ de Salamanca © Editorial El Reino, 2008 Hecho en España

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Pío VI (1775-1799)

1794

Auctorem fidei Bula

28 de agosto de 1794

Nota histórica.- Una serie de reformas antiapapales llevadas adelante por algunos obispos y soberanos europeos culminaron en el Sínodo de Pistoia en 1786 donde las doctrinas Jansenistas y de Quesnel fueron sancionadas y la supremacía papal fue eliminada. La Bula Auctorem fidei del 28 de Agosto de 1794 condena los actos y en particular 85 proposiciones de este Sínodo. Y en ella aparece mencionado el culto al Sagrado Corazón de Jesús.

[…] DE LOS OFICIOS, EJERCICIOS, INSTITUCIONES REFERIDAS AL CULTO RELIGIOSO, Y PRIMERAMENTE DEL ADORAR LA HUMANIDAD DE CRISTO. De la Fe, § 3. LXI. La proposición que dice que "adorar directamente la Humanidad de Cristo, y más aún alguna parte de ella, sería siempre un honor divino dado a la Creatura";

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En cuanto con esta palabra directamente entienda reprobar el culto de adoración que los fieles dirigen a la Humanidad de Cristo; como si tal adoración, con la que se adora la Humanidad y la misma Carne vivífica de Cristo, no ya por sí misma y como desnuda carne, sino como unida a la Divinidad, fuese un honor Divino dado a la Creatura, y no ante todo una y misma adoración, con la cual se adora al Verbo Encarnado con la propia Carne de Aquel (Del Concil. C. P. V. Gen. can. 9); FALSA, CAPCIOSA, DETRAYENTE, E INJURIOSA DEL CULTO PÍO DEBIDO A LA HUMANIDAD DE CRISTO, PRESTADO A ELLA POR LOS FIELES, Y DE PRESTARSE.

* * * De la oración, § 10. LXII. La doctrina que rechaza la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús entre las devociones que define nuevas, erróneas, o al menos peligrosas; Entendida esta devoción como ha sido aprobada por la Apostólica Sede; FALSA, TEMERARIA, PERNICIOSA, OFENSIVA A LOS OÍDOS PÍOS, INJURIOSA HACIA LA SEDE APOSTÓLICA.

* * * De la oración, § 10, Apéndice n. 32. LXIII. Similarmente en el hehco que se refiere a los adoradores del Corazón de Jesús, por el motivo que no reflexionan no se pueda adorar con culto de latría la santísima Carne de Cristo, o porción de esta, o también toda la Humanidad separada o cortada de la Divinidad; Como si los fieles adorasen el Corazón de Jesús separado o cortado de la Divinidad, mientras lo adoren como Corazón de Jesús, es decir Corazón de la Persona del Verbo, al cual está inseparablemente unido como el esangue Cuerpo de Cristo fue adorable en el sepulcro durante el triduo de la muerte sin separación o corte; CAPCIOSA, INJURIOSA PARA LOS FIELES ADORADORES DEL CORAZÓN DE CRISTO. […] Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, el año de la Encarnación de Nuestro Señor 1794, el 28 de agosto, año ventésimo de Nuestro Pontificado.

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Pío IX (1846-1878)

1864

Quanta cura Carta Encíclica

8 de diciembre de 1864

Sobre los principales errores de la época Con cuánto cuidado y pastoral vigilancia cumplieron en todo tiempo los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, la misión a ellos confiada por el mismo Cristo Nuestro Señor, en la persona de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles -con el encargo de apacentar las ovejas y corderos, ya nutriendo a toda la grey del Señor con las enseñanzas de la fe, ya imbuyéndola con sanas doctrinas y apartándola de los pastos envenenados-, de todos, pero muy especialmente de vosotros, Venerables Hermanos, es perfectamente conocido y sabido. Porque, en verdad, Nuestros Predecesores, defensores y vindicadores de la sacrosanta religión católica, de la verdad y de la justicia, llenos de solicitud por el bien de las almas en modo extraordinario, nada cuidaron tanto como descubrir y condenar con sus Cartas y Constituciones, llenas de sabiduría, todas las herejías y errores que, contrarios a nuestra fe divina, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a la eterna salvación de los hombres, levantaron con frecuencia graves tormentas, y trajeron lamentables ruinas así sobre la Iglesia como sobre la misma sociedad civil. Por eso

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Nuestros Predecesores, con apostólica fortaleza resistieron sin cesar a las inicuas maquinaciones de los malvados que, lanzando como las olas del fiero mar la espuma de sus conclusiones, y prometiendo libertad, cuando en realidad eran esclavos del mal, trataron con sus engañosas opiniones y con sus escritos perniciosos de destruir los fundamentos del orden religioso y del orden social, de quitar de en medio toda virtud y justicia, de pervertir todas las almas, de separar a los incautos -y, sobre todo, a la inexperta juventud- de la recta norma de las sanas costumbres, corrompiéndola miserablemente, para enredarla en los lazos del error y, por último, arrancarla del seno de la Iglesia católica. 2. Por ello, como bien lo sabéis, Venerables Hermanos, apenas Nos, por un secreto designio de la Divina Providencia, pero sin mérito alguno Nuestro, fuimos elevados a esta Cátedra de Pedro; al ver, con profundo dolor de Nuestro corazón, la horrorosa tormenta levantada por tantas opiniones perversas, así como al examinar los daños tan graves como dignos de lamentar con que tales errores afligían al pueblo cristiano; por deber de Nuestro apostólico ministerio, y siguiendo las huellas ilustres de Nuestros Predecesores, levantamos Nuestra voz, y por medio de varias Cartas encíclicas divulgadas por la imprenta y con las Alocuciones tenidas en el Consistorio, así como por otros Documentos apostólicos, condenamos los errores principales de nuestra época tan desgraciada, excitamos vuestra eximia vigilancia episcopal, y con todo Nuestro poder avisamos y exhortamos a Nuestros carísimos hijos para que abominasen tan horrendas doctrinas y no se contagiaran de ellas. Y especialmente en Nuestra primera Encíclica, del 9 de noviembre de 1846 a vosotros dirigida, y en las dos Alocuciones consistoriales, del 9 de diciembre de 1854 y del 9 de junio de 1862, condenamos las monstruosas opiniones que, con gran daño de las almas y detrimento de la misma sociedad civil, dominan señaladamente a nuestra época; errores que no sólo tratan de arruinar la Iglesia católica, con su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino también la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y aun la recta razón. Errores son éstos, de los cuales se derivan casi todos los demás. 3. Pero, aunque no hemos dejado Nos de proscribir y condenar estos tan importantes errores, sin embargo, la causa de la Iglesia católica y la salvación de las almas de Dios Nos ha confiado, y aun el mismo bien común exigen imperiosos que de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para combatir otras depravadas opiniones que también se derivan de aquellos errores como de su fuente. Opiniones falsas y perversas, que tanto más se han de detestar cuanto que tienden a impedir y aun suprimir el poder saludable que hasta el final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por institución y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos; errores que tratan, igualmente, de destruir la unión y la mutua concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, que siempre fue tan provechosa así a la Iglesia como al mismo Estado (1). Sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en nuestro tiempo hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar "que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin preocuparse para nada de la religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera religión y las falsas". Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de la

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Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que "la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija". Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura (2), esto es, que "la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad -ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera-, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma". Al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición (3), y que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca faltará quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la locuacidad de la sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta vanidad tan dañosa (4). 4. Y como, cuando en la sociedad civil es desterrada la religión y aún repudiada la doctrina y autoridad de la misma revelación, también se oscurece y aun se pierde la verdadera idea de la justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la violencia, claramente se ve por qué ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que "la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho". Pero ¿quién no ve y no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? Por ello, esos hombres, con odio verdaderamente cruel, persiguen a las Ordenes religiosas, tan beneméritas de la sociedad cristiana, civil y aun literaria, y gritan blasfemos que aquellas no tienen razón alguna de existir, haciéndose así eco de los errores de los herejes. Como sabiamente lo enseñó Nuestro Predecesor, de v. m., Pío VI, "la abolición de las Ordenes religiosas hiere al estado de la profesión pública de seguir los consejos evangélicos; hiere a una manera de vivir recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente, ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por Dios" (5). Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de "hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad", y que debe "abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras serviles, para dar culto a Dios": con suma falacia pretenden que aquella facultad y esta ley "se hayan en oposición a los postulados de una verdadera economía política". Y, no contentos con que la religión sea alejada de la sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar. 5. Apoyándose en el funestísimo error del comunismo y socialismo, aseguran que "la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la educación". Con esas máximas tan impías

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como sus tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a la saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción y educación de la juventud, para así inficionar y depravar míseramente las tiernas e inconstantes almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios. En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, siempre hicieron converger todos sus criminales proyectos, actividad y esfuerzo -como ya más arriba dijimos- a engañar y pervertir la inexperta juventud, colocando todas sus esperanzas en la corrupción de la misma. Esta es la razón por qué el clero -el secular y el regular-, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos, así en el orden religioso como en el civil y literario, es objeto de sus más nefandas persecuciones; y andan diciendo que ese Clero "por ser enemigo de la verdad, de la ciencia y del progreso debe ser apartado de toda ingerencia en la instrucción de la juventud". 6. Otros, en cambio, renovando los errores, tantas veces condenados, de los protestantes, se atreven a decir, con desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior. Ni se avergüenzan al afirmar que "las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, sino se promulgan por la autoridad civil; que los documentos y los decretos Romanos Pontífices, aun los tocantes de la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación -o por lo menos del asentimiento- del poder civil; que las Constituciones apostólicas (6) -por los que se condenan las sociedades clandestinas o aquellas en las que se exige el juramento de mantener el secreto, y en las cuales se excomulgan sus adeptos y fautores- no tienen fuerza alguna en aquellos países donde viven toleradas por la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual con el civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a la Sagrada Teología y a los principios del Derecho público que la propiedad de los bienes poseídos por las Iglesias, Ordenes religiosas y otros lugares piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil". No se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, "que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil". Ni podemos pasar en silencio la audacia de quienes, no pudiendo tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden "que a las sentencias y decretos de la Sede Apostólica, que tienen por objeto el bien general de la Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin pecado y sin ningún quebranto de la profesión de católico". Esta pretensión es tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.

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7. En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de Nuestra misión apostólica, y con gran solicitud por la religión, por la sana doctrina y por la salud de las almas a Nos divinamente confiadas, así como aun por el mismo bien de la humana sociedad, hemos juzgado necesario levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. Por lo tanto, todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas determinadamente especificadas en esta Carta, con Nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos; y queremos y mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas, proscritas y condenadas. 8. Aparte de esto, bien sabéis, Venerables Hermanos, como hoy esos enemigos de toda verdad y de toda justicia, adversarios encarnizados de nuestra santísima Religión, por medio de venenosos libros, libelos y periódicos, esparcidos por todo el mundo, engañan a los pueblos, mienten maliciosos y propagan otras doctrinas impías, de las más variadas. 9. No ignoráis que también se encuentran en nuestros tiempos quienes, movidos por el espíritu de Satanás e incitados por él, llegan a tal impiedad que no temen atacar al mismo Rey Señor Nuestro Jesucristo, negando su divinidad con criminal procacidad. Y ahora no podemos menos de alabaros, Venerables Hermanos, con las mejores y más merecidas palabras, pues con apostólico celo nunca habéis dejado de elevar nuestra voz episcopal contra impiedad tan grande. 10. Así, pues, con esta Nuestra carta de nuevo os hablamos a vosotros que, llamados a participar de Nuestra solicitud pastoral, Nos servís -en medio de Nuestros grandes dolores- de consuelo, alegría y ánimo, por la excelsa religiosidad y piedad que os distinguen, así como por el admirable amor, fidelidad y devoción con que, en unión íntima y cordial con Nos y esta Sede Apostólica, os consagráis a llevar la pesada carga de vuestro gravísimo ministerio episcopal. En verdad que de vuestro excelente celo pastoral esperamos que, empuñando la espada del espíritu -la palabra de Dios- y confortados con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, redobléis vuestros esfuerzos y cada día trabajéis más aún para que todos los fieles confiados a vuestro cuidado se abstengan de las malas hierbas, que Jesucristo no cultiva porque no son plantación del Padre (7). Y no dejéis de inculcar siempre a los mismos fieles que toda la verdadera felicidad humana proviene de nuestra augusta religión y de su doctrina y ejercicio; que es feliz aquel pueblo, cuyo Señor es su Dios (8). Enseñad que los reinos subsisten (9) apoyados en el fundamento de la fe católica, y que nada hay tan mortífero y tan cercano al precipicio, tan expuesto a todos los peligros, como pensar que, al bastarnos el libre albedrío recibido al nacer, por ello ya nada más hemos de pedir a Dios: esto es, olvidarnos de nuestro Creador y abjurar su poderío, para así mostrarnos plenamente libres (10). Tampoco omitáis el enseñar que la potestad real no se dio solamente para gobierno del mundo, sino también y sobre todo para la defensa de la Iglesia (11); y que nada hay que pueda dar mayor provecho y gloria a los reyes y príncipes como dejar que la Iglesia católica ponga en práctica sus propias leyes y no permitir que nadie se oponga a su libertad, según enseñaba otro sapientísimo y fortísimo Predecesor Nuestro, San Félix cuando inculcaba al emperador Zenón... Pues cierto es que le será de gran provecho el que, cuando se trata de la causa de Dios conforme a su santa Ley, se afanen los reyes no por anteponer, sino por posponer su regia voluntad a los Sacerdotes de Jesucristo (12).

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11. Pero si siempre fue necesario, Venerables Hermanos, ahora de modo especial, en medio de tan grandes calamidades para la Iglesia y para la sociedad civil, en medio de tan grande conspiración de enemigos contra el catolicismo y esta Sede Apostólica, entre cúmulo tan grande de errores, es absolutamente indispensable que recurramos confiados al Trono de la gracia para conseguir misericordia y encontrar la gracia con el oportuno auxilio. Por lo cual queremos excitar la devoción de todos los fieles, para que, junto con Nos y con Vosotros, en el fervor y humildad de las oraciones, rueguen y supliquen incesantemente al clementísimo Padre de las luces y de la misericordia; y con plena fe recurran siempre a Nuestro Señor Jesucristo, que para Dios nos redimió con su Sangre; y con fervor pidan continuamente a su Corazón dulcísimo, víctima de su ardiente caridad hacia nosotros, para que con los lazos de su amor todo lo atraiga hacia sí, de suerte que inflamados todos los hombres en su amor santísimo caminen rectamente según su Corazón, agradando a Dios en todo y fructificando en toda buena obra. Y siendo, indudablemente, más gratas a Dios las oraciones de los hombres, cuando éstos recurren a El con alma limpia de toda impureza, hemos determinado abrir con Apostólica liberalidad a los fieles cristianos los celestiales tesoros de la Iglesia confiados a Nuestra dispensación, a fin de que los mismos fieles, más fervientemente encendidos en la verdadera piedad y purificados por el sacramento de la Penitencia de las manchas de sus pecados, con mayor confianza dirijan a Dios sus oraciones y consigan su gracia y su misericordia. 12. Por medio, pues, de estas Letras, con Nuestra Autoridad Apostólica, a todos y a cada uno de los fieles del mundo católico, de uno y otro sexo, concedemos la Indulgencia Plenaria en forma de Jubileo, tan sólo por espacio de un mes, hasta terminar el próximo año de 1865, y no más, en la forma que determinéis vosotros Venerables Hermanos, y los demás legítimos Ordinarios, según el modo y manera con que al comienzo de Nuestro Pontificado lo concedimos por Nuestras Letras apostólicas en forma de Breve, dadas el día 20 de noviembre del año 1846, enviadas a todos los Obispos, Arcano Divinae Providentiae consilio, y con todas las facultades que Nos por medio de aquellas Letras concedíamos. Y queremos que se guarden todas las prescripciones de dichas Letras, y se exceptúe lo que declaramos exceptuado. Lo cual concedemos, no obstante cualesquier cosas en contrario, aun las dignas de especial e individual mención y derogación. Y a fin de que desaparezca toda duda y dificultad, hemos ordenado que se os manden sendas copias de dichas letras. Roguemos -Venerables Hermanos- del fondo de nuestro corazón y con toda el alma a la misericordia de Dios, porque El mismo dijo: "No apartaré de ellos mi misericordia". Pidamos, y recibiremos; y si demora y tardanza hubiere en el recibir, porque hemos pecado gravemente, llamemos, porque la puerta le será abierta al que llamare, con tal que a la puerta se llame con oraciones, con gemidos y con lágrimas, insistiendo nosotros y perseverando; y que sea unánime nuestra oración. Cada uno ruegue a Dios no sólo por sí, sino por todos los hermanos, como el Señor nos enseñó a orar (13). Y para que el Señor acceda más fácilmente a Nuestras oraciones y a las Vuestras y a las de todos los fieles, pongamos por intercesora junto a El, con toda confianza, a la Inmaculada y Santísima Virgen María, Madre de Dios, que aniquiló todas las herejías en el universo mundo, y que, Madre amantísima de todos nosotros, es toda dulce... y llena de misericordia..., a todos se ofrece propicia y a todos clementísima; y con singular amor amplísimo tiene compasión de las necesidades de todos (14), y como Reina que está a la diestra de su Unigénito Hijo

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nuestro Señor Jesucristo, con manto de oro y adornada con todas las gracias, nada hay que Ella no pueda obtener de El. Pidamos también el auxilio del beatísimo Pedro, Príncipe de los Apóstoles y de su coapóstol Pablo y de todos los Santos que, amigos de Dios, llegaron ya al reino celestial y coronados poseen la palma, y que, seguros de su inmortalidad, están solícitos por nuestra salvación. Finalmente, pidiendo a Dios de todo corazón para Vosotros la abundancia de sus gracias celestiales, como prenda de Nuestra singular benevolencia, con todo amor os damos de lo íntimo de Nuestro corazón Nuestra Apostólica Bendición, a vosotros mismos, Venerables Hermanos, y a todos los clérigos y fieles confiados a vuestros cuidados. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de diciembre 1864, año décimo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios, año décimonono de Nuestro Pontificado. Notas (1) Gregor. XVI, enc. Mirari 15 aug. 1852. (2) Ibid. (3) S. Aug., Ep. 105 (al. 166). (4) S. Leo M., Ep. 14 (al 133) 2, edit. Ball. (5) Ep. ad Card. De la Rochefoucault, 10 mart. 1791. (6) Clement. XII In eminenti; Bened. XIV Providas Romanorum; Pii VII Ecclesiam; Leon XII Qua graviora. (7) S. Ignatius M. ad Philadelph., 3. (8) Ps. 143. (9) S. Caelest., Ep. 22 ad Syn. Ephes. apud Coust., 1200. (10) S. Innocent. I, Ep. 29 ad episc. conc. Carthag. apud Coust., 891. (11) S. Leo, Ep. 156 (al. 125). (12) Pii VII enc. Diu satis 15 maii 1800. (13) S. Cyprian., Ep. 11. (14) S. Bernard. Sermo de duodecim praerogativis B.M.V. ex verbis Apocalyp

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León XIII (1878-1903)

1899

Annum sacrum Carta Encíclica

25 de mayo de 1899

La consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús

Hace poco, como sabéis, ordenamos por cartas apostólicas que próximamente celebraríamos un jubileo (annum sacrum), siguiendo la costumbre establecida por los antiguos, en esta ciudad santa. Hoy, en la espera, y con la intención de aumentar la piedad en que estará envuelta esta celebración religiosa, nos hemos proyectado y aconsejamos una manifestación fastuosa. Con la condición que todos los fieles Nos obedezcan de corazón y con una buena voluntad unánime y generosa, esperamos que este acto, y no sin razón, produzca resultados preciosos y durables, primero para la religión cristiana y también para el género humano todo entero.

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Muchas veces Nos hemos esforzado en mantener y poner más a la luz del día esta forma excelente de piedad que consiste en honrar al Sacratísimo Corazón de Jesús. Seguimos en esto el ejemplo de Nuestros predecesores Inocencio XII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII y Pío IX. Esta era la finalidad especial de Nuestro decreto publicado el 28 de junio del año 1889 y por el que elevamos a rito de primera clase la fiesta del Sagrado Corazón. Pero ahora soñamos en una forma de veneración más imponente aún, que pueda ser en cierta manera la plenitud y la perfección de todos los homenajes que se acostumbran a rendir al Corazón Sacratísimo. Confiamos que esta manifestación de piedad sea muy agradable a Jesucristo Redentor. Además, no es la primera vez que el proyecto que anunciamos, sea puesto sobre el tapete. En efecto, hace alrededor de 25 años, al acercarse la solemnidad del segundo Centenario del día en que la bienaventurada Margarita María de Alacoque había recibido de Dios la orden de propagar el culto al divino Corazón, hubo muchas cartas apremiantes, que procedían no solamente de particulares, sino también de obispos, que fueron enviadas en gran número, de todas partes y dirigidas a Pío IX. Ellas pretendían obtener que el soberano Pontífice quisiera consagrar al Sagrado Corazón de Jesús, todo el género humano. Se prefirió entonces diferirlo, a fin de ir madurando más seriamente la decisión. A la espera, ciertas ciudades recibieron la autorización de consagrarse por su cuenta, si así lo deseaban y se prescribió una fórmula de consagración. Habiendo sobrevenido ahora otros motivos, pensamos que ha llegado la hora de culminar este proyecto. Este testimonio general y solemne de respeto y de piedad, se le debe a Jesucristo, ya que es el Príncipe y el Maestro supremo. De verdad, su imperio se extiende no solamente a las naciones que profesan la fe católica o a los hombres que, por haber recibido en su día el Bautismo, están unidos de derecho a la Iglesia, aunque se mantengan alejados por sus opiniones erróneas o por un disentimiento que les aparte de su ternura. El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Quien es el Hijo Único de Dios Padre, que tiene la misma substancia que El y que es "el esplendor de su gloria y figura de su substancia" (Hb 1,3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; tiene pues poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí mismo por la boca del profeta: "Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo... El me ha dicho: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Sal 2,6-8). Por estas palabras, Jesucristo declara que ha recibido de Dios el poder, ya sobre la Iglesia, que viene figurada por la montaña de Sión, ya sobre el resto del mundo hasta los límites más alejados. ¿Sobre qué base se apoya este soberano poder? Se desprende claramente de estas palabras: "Tu eres mi Hijo." Por esta razón Jesucristo es el hijo del Rey del mundo que hereda todo poder; de ahí estas palabras: "Yo te daré las naciones por herencia". A estas palabras cabe añadir aquellas otras análogas de San Pablo: "A quien constituyó heredero universal." (Hb 1,2)

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Pero hay que recordar sobre todo que Jesucristo confirmó lo relativo a su imperio, no sólo por los apóstoles o los profetas, sino por su propia boca. Al gobernador romano que le preguntaba:"¿Eres Rey tú?", el contestó sin vacilar: "Tú lo has dicho: ¡Yo soy rey!" (Jn 18,37). La grandeza de este poder y la inmensidad infinita de este reino, están confirmados plenamente por las palabras de Jesucristo a los Apóstoles: "Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra." (Mt 28,18). Si todo poder ha sido dado a Cristo, se deduce necesariamente que su imperio debe ser soberano, absoluto, independiente de la voluntad de cualquier otro ser, de suerte que ningún poder no pueda equipararse al suyo. Y puesto que este imperio le ha sido dado en el cielo y sobre la tierra, se requiere que ambos le estén sometidos. Efectivamente, El ejerció este derecho extraordinario, que le pertenecía, cuando envió a sus apóstoles a propagar su doctrina, a reunir a todos los hombres en una sola Iglesia por el Bautismo de salvación, a fin de imponer leyes que nadie pudiera desconocer sin poner en peligro su eterna salvación. Pero esto no es todo. Jesucristo ordena no sólo en virtud de un derecho natural y como Hijo de Dios sino también en virtud de un derecho adquirido. Pues "nos arrancó del poder de las tinieblas" (Col 1,13) y también "se entregó a si mismo para la Redención de todos" (1Tim 2,6). No solamente los católicos y aquellos que han recibido regularmente el Bautismo cristiano, sino todos los hombres y cada uno de ellos, se han convertido para El "en pueblo adquirido." (1Pe 2,9). También San Agustín tiene razón al decir sobre este punto: "¿Buscáis lo que Jesucristo ha comprado? Ved lo que El dio y sabréis lo que compró: La sangre de Cristo es el precio de la compra. ¿Qué otro objeto podría tener tal valor? ¿Cuál si no es el mundo entero? ¿Cuál sino todas las naciones? ¡Por el universo entero Cristo pagó un precio semejante!" (Tract., XX in Joan.). Santo Tomás nos expone largamente porque los mismos infieles están sometidos al poder de Jesucristo. Después de haberse preguntado si el poder judiciario de Jesucristo se extendía a todos los hombres y de haber afirmado que la autoridad judiciaria emana de la autoridad real, concluye netamente: "Todo está sumido a Cristo en cuanto a la potencia, aunque no lo está todavía sometido en cuanto al ejercicio mismo de esta potencia" (Santo Tomás, III Pars. q. 30, a.4.). Este poder de Cristo y este imperio sobre los hombres, se ejercen por la verdad, la justicia y sobre todo por la caridad. Pero en esta doble base de su poder y de su dominación, Jesucristo nos permite, en su benevolencia, añadir, si de nuestra parte estamos conformes, la consagración voluntaria. Dios y Redentor a la vez, posee plenamente y de un modo perfecto, todo lo que existe. Nosotros, por el contrario, somos tan pobres y tan desprovistos de todo, que no tenemos nada que nos pertenezca y que podamos ofrecerle en obsequio. No obstante, por su bondad y caridad soberanas, no rehúsa nada que le ofrezcamos y que le consagremos lo que ya le pertenece, como si fuera posesión nuestra. No sólo no rehúsa esta ofrenda, sino que la desea y la pide: "Hijo mío, ¡dame tu corazón!" (Pro 23,26). Podemos pues serle enteramente agradables con nuestra buena voluntad y el afecto de nuestras almas. Consagrándonos a El, no solamente reconocemos y aceptamos abiertamente su imperio con alegría, sino que testimoniamos realmente que si lo que le ofrecemos nos perteneciera, se lo ofreceríamos de todo corazón; así pedimos a Dios quiera recibir de nosotros estos mismos objetos que ya le

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pertenecen de un modo absoluto. Esta es la eficacia del acto del que estamos hablando, y este es el sentido de sus palabras. Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a amarnos los unos a los otros, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo. Obrar así, es darse y unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión y de piedad que uno ofrece al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad a Cristo en persona. Nos exhortamos y animamos a todos los fieles a que realicen con fervor este acto de piedad hacia el divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se entreguen a esta manifestación, el mismo día, a fin de que los sentimientos y los votos comunes de tantos millones de fieles sean presentados al mismo tiempo en el templo celestial. Pero, ¿podemos olvidar esa innumerable cantidad de hombres, sobre los que aún no ha aparecido la luz de la verdad cristiana? Nos representamos y ocupamos el lugar de Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido y que vertió su sangre para la salvación del género humano todo entero. Nos soñamos con asiduidad traer a la vida verdadera a todos esos que yacen en las sombras de la muerte; para eso Nos hemos enviado por todas partes a los mensajeros de Cristo, para instruirles. Y ahora, deplorando su triste suerte, Nos los recomendamos con toda nuestra alma y los consagramos, en cuanto depende de Nos, al Corazón Sacratísimo de Jesús. De esta manera, el acto de piedad que aconsejamos a todos, será útil a todos. Después de haberlo realizado, los que conocen y aman a Cristo Jesús, sentirán crecer su fe y su amor hacia El. Los que conociéndole, son remisos a seguir su ley y sus preceptos, podrán obtener y avivar en su Sagrado Corazón la llama de la caridad. Finalmente, imploramos a todos, con un esfuerzo unánime, la ayuda celestial hacia los infortunados que están sumergidos en las tinieblas de la superstición. Pediremos que Jesucristo, a Quien están sometidos "en cuanto a la potencia", les someta un día "en cuanto al ejercicio de esta potencia". Y esto, no solamente "en el siglo futuro, cuando impondrá su voluntad sobre todos los seres recompensando a los unos y castigando a los otros" (Santo Tomás, id, ibidem.), sino aún en esta vida mortal, dándoles la fe y la santidad. Que puedan honrar a Dios en la práctica de la virtud, tal como conviene, y buscar y obtener la felicidad celeste y eterna. Una consagración así, aporta también a los Estados la esperanza de una situación mejor, pues este acto de piedad puede establecer y fortalecer los lazos que unen naturalmente los asuntos públicos con Dios. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha erigido una especie de muro entre la Iglesia y la sociedad civil. En la constitución y administración de los Estados no se tiene en cuenta para nada la jurisdicción sagrada y divina, y se pretende obtener que la religión no tenga ningún papel en la vida pública. Esta actitud desemboca en la pretensión de suprimir en el pueblo la ley cristiana; si les fuera posible hasta expulsarían a Dios de la misma tierra. Siendo los espíritus la presa de un orgullo tan insolente, ¿es que puede sorprender que la mayor parte del género humano se debata en problemas tan profundos y esté atacada por

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una resaca que no deja a nadie al abrigo del miedo y el peligro? Fatalmente acontece que los fundamentos más sólidos del bien público, se desmoronan cuando se ha dejado de lado, a la religión. Dios, para que sus enemigos experimenten el castigo que habían provocado, les ha dejado a merced de sus malas inclinaciones, de suerte que abandonándose a sus pasiones se entreguen a una licencia excesiva. De ahí esa abundancia de males que desde hace tiempo se ciernen sobre el mundo y que Nos obligan a pedir el socorro de Aquel que puede evitarlos. ¿Y quién es éste sino Jesucristo, Hijo Único de Dios, "pues ningún otro nombre le ha sido dado a los hombres, bajo el Cielo, por el que seamos salvados" (Hch 4,12). Hay que recurrir, pues, al que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6). El hombre ha errado: que vuelva a la senda recta de la verdad; las tinieblas han invadido las almas, que esta oscuridad sea disipada por la luz de la verdad; la muerte se ha enseñoreado de nosotros, conquistemos la vida. Entonces nos será permitido sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza en la antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas caerán, las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten el imperio de Cristo y sometan con alegría, y cuando "toda lengua profese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre" (Fil 2,11). En la época en que la Iglesia, aún próxima a sus orígenes, estaba oprimida bajo el yugo de los Césares, un joven emperador percibió en el Cielo una cruz que anunciaba y que preparaba una magnífica y próxima victoria. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: Es el Corazón Sacratísimo de Jesús, sobre él que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres. Finalmente, no queremos pasar en silencio un motivo particular, es verdad, pero legítimo y serio, que nos presiona a llevar a cabo esta manifestación. Y es que Dios, autor de todos los bienes, Nos ha liberado de una enfermedad peligrosa. Nos queremos recordar este beneficio y testimoniar públicamente Nuestra gratitud para aumentar los homenajes rendidos al Sagrado Corazón. Nos decidimos en consecuencia, que el 9, el 10 y el 11 del mes de junio próximo, en la iglesia de cada localidad y en la iglesia principal de cada ciudad, sean recitadas unas oraciones determinadas. Cada uno de esos días, las Letanías del Sagrado Corazón, aprobadas por nuestra autoridad, serán añadidas a las otras invocaciones. El último día se recitará la fórmula de consagración que Nos os hemos enviado, Venerables Hermanos, al mismo tiempo que estas cartas. Como prenda de los favores divinos y en testimonio de Nuestra Benevolencia, Nos concedemos muy afectuosamente en el Señor la bendición Apostólica, a vosotros, a vuestro clero y al pueblo que os está confiado. Dado en Roma, el 25 de mayo de 1899, vigésimosegundo de Nuestro Pontificado.

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1900

Tametsi futura Carta Encíclica

1 de noviembre de 1900

Sobre Jesucristo Redentor Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica 1. Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma en el Año Santo y de los católicos del mundo Aun cuando los fieles que, preocupándose principalmente de la vida futura, están atentos a su salvación, se ven rodeados de amenazas y zozobras, por ser muchos e inminentes los peligros que amenazan su vida, tanto en el orden público como en el privado, no desmayan, sin embargo, teniendo aún en estos calamitosos días del siglo XIX algunas esperanzas y algún consuelo. Y no se crea que nada importan a la salvación de las almas el pensamiento constante de la otra vida y de las cosas referentes a la fe y a la piedad cristiana: hechos a los que no es posible negarles asentimiento, demuestran que estas virtudes se han de confirmar y corroborar con más ahínco que en otros, en los tiempos que corren, pudiendo servir de saludable ejemplo el que, a pesar de los mil halagos del siglo y de tantas ofensas a la piedad como se ven por todas partes, una inmensa multitud de peregrinos de todas las naciones acuden a la sola indicación del Pontífice para prosternarse ante los sepulcros de los santos Apóstoles; y todos, ya pertenezcan a esta o la otra categoría social, dan claras muestras de su religión; y confiados en la indulgencia que les ofrece la Iglesia, buscan con tierna solicitud la manera de conseguir la bienaventuranza eterna. ¿A quién no llaman la atención estos hechos que están a la vista de todos, y a quién no enfervorizan el ánimo, más que de costumbre, para con el Salvador del género humano? Digno es, en verdad, de los mejores tiempos del cristianismo este sublime ardor de la fe cristiana en tantos miles de hombres que, con una sola voluntad y una sola idea invocan el nombre de Dios y pregonan las alabanzas de Cristo desde un confín al otro de la tierra; pues ciertamente que a estas como llamaradas del fervor religioso, ha de seguir un formidable incendio; tan heroico ejemplo no puede pasar inadvertido y ser indiferente a los demás. ¿Qué cosa más necesaria y más conveniente en estos días que restablecer ampliamente en los pueblos el espíritu cristiano y las antiguas virtudes?

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2. La Iglesia debe dar a conocer a Cristo Es peligroso y malvado hacerse sordo a estos llamamientos, mucho más cuando son tan abundantes en número, y cuando desoyéndolos se desoyen y desprecian los medios que influyen en la renovación de esta piedad: si conociesen el don de Dios, y si considerasen que nada puede haber más miserable que el apartarse de las enseñanzas del Libertador del mundo y el abandonar las costumbres e instituciones cristianas, indudablemente resucitarían y procurarían huir de una muerte tan segura y horrible. Ahora bien; el defender y propagar en la tierra el reino del Hijo de Dios y el esforzarse a que los hombres se salven con la comunicación de los divinos beneficios, es precisamente misión de la Iglesia, y tan grande y tan exclusiva de ella, que en esta obra consiste principalmente toda su autoridad y poder. Nos hemos procurado hasta el día, de una manera difícil pero con gran solicitud y en la medida de Nuestras fuerzas aquel beneficio en el ejercicio de Nuestro Pontificado; y vosotros, oh Venerables Hermanos, en lo que os toca habéis obrado también de este modo, y aun habéis consumido en esta obra juntamente con Nos, todos vuestros pensamientos, vigilias y trabajos; pero ante las circunstancias actuales, debemos redoblar Nuestros esfuerzos y propagar ahora, con ocasión del año santo, el conocimiento y amor de Jesucristo enseñando, persuadiendo y exhortando, si es que han de escuchar Nuestra voz no tan sólo los que reciben siempre dócilmente las enseñanzas cristianas, sino también aquellos desgraciados que llamándose cristianos, viven sin fe y sin el verdadero amor de Dios, Nuestro Señor, de los cuales Nos compadecemos grandemente, queriendo atender a ellos de modo expreso para que sepan lo que han de hacer y a dónde han de ir si hacen caso de Nos y no Nos desatienden. 3. Horror de una humanidad sin Cristo El no haber conocido nunca a Jesucristo es una grande desgracia, pero desgracia, al fin, que no envuelve ingratitud ni maldad; mas el repudiarlo u olvidarlo, ya conocido, es un crimen, tan nefando y aborrecible, que parece no puede darse en el hombre; pues Cristo es el origen y el principio de todos los bienes, y el género humano, así como no pudo ser redimido sin su preciosísima sangre, así tampoco pudo ser conservado sin su divino poder. "En ningún otro hay salud; pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre, los hombres, por el cual podamos ser salvos" (Hch 4,12). ¿Qué vida será la de los mortales que arrojen de sí a Jesús que es la virtud y la sabiduría de Dios"? ¿Cuáles serán las costumbres, cuáles los excesos de aquellos hombres que están privados de la luz del Cristianismo? Reflexionando un poco sobre estas cosas, entre las cuales se cuentan la obscura ceguedad de la mente, de que habla san Pablo (Rm 1,21), la depravación de la naturaleza, el libertinaje y el cúmulo de supersticiones que lo inficionan todo, a la vez se siente en el ánimo la compasión y el horror, estando esto en la conciencia del vulgo aunque no medite y reflexione sobre ellas con el detenimiento que merecen. No arrastraría a muchos la soberbia ni la desdicha enervaría sus buenos propósitos si guardaran en la memoria los inmensos beneficios que debe el hombre a Dios, evocando con frecuencia en su ánimo de dónde lo sacó Cristo y hasta qué punto lo ha ensalzado.

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4. La expectación del Mesías Desterrado y desheredado por tanto tiempo el linaje humano, día por día caminaba hacia su destrucción y ruina envuelto en aquellos males y en otros que trajo consigo el delito de nuestros primeros padres, sin que en lo humano cupiera remedio a tantas desgracias hasta que apareció, bajado del cielo, el libertador del género humano, Cristo Señor, con cuya venida se vio cumplida la promesa del Eterno, hecha en el principio del mundo, de que vendría a la tierra el Vencedor y Dominador de la serpiente y Restaurador de la dignidad humana, por lo cual las generaciones sucesivas miraban su venida con gran expectación y deseos. Los ojos fijos en Él, el pueblo había entonado, durante mucho tiempo con toda solemnidad, las profecías de los sagrados vates que con anterioridad habían significado distinta y claramente los varios acontecimientos, las hazañas, las instituciones, las leyes, las ceremonias y los sacrificios del pueblo elegido, diciendo además que la perfecta y absoluta salud del género humano radicaban en Aquel que había de entregarse como Sacerdote futuro y que había de ser la víctima de expiación, el Restaurador de la libertad, el Rey de la paz el Doctor universal y el Fundador del imperio que permanecería en pie mientras durasen los siglos. 5. Cristo Redentor por la Cruz Con estos vaticinios y estos títulos tan varios en la forma, pero tan congruentes en el fondo, era designado aquel que, por la excesiva caridad con que nos amó, se había ofrecido para nuestra salvación. Por tanto, como llegase el tiempo de realizarse el divino decreto, el unigénito Hijo de Dios, hecho hombre satisfizo ubérrima y cumplidamente con su sangre al Dios ofendido por los hombres, y reivindicó para sí al género humano, a tanto precio redimido. No estáis redimidos por el oro y la plata corruptibles, sino por la preciosa sangre de Cristo, que es como la de un cordero inmaculado e inocente (1Pe 1,18-19). Y así, redimiendo verdadera y propiamente a todos los hombres ya sujetos a su imperio y potestad, puesto que Él mismo es su creador y conservador, los hizo de nuevo suyos. No os pertenecéis pues que habéis sido comprados a gran precio (1Cor 6,9-10). De aquí que todas las cosas fueron restablecidas por Dios en Cristo. El arcano de su voluntad, fundado en su mero beneplácito por el cual se propuso restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas (Ef 1,9-10). Y como Jesús borrase el documento de aquel decreto que era contrario a Nosotros, fijándolo en la cruz (Col 2,14) las celestiales iras se aplacaron para siempre, quedando rotos los lazos de la antigua servidumbre en que estaba el conturbado y errante género humano, reconciliada ya la voluntad divina, devuelta la gracia, abiertas de par en par las puertas de la eterna bienaventuranza y restablecido el derecho con los medios de conseguirla.

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6. El retorno a la dignidad humana Entonces, despierto el hombre de aquel mortífero y continuo letargo en que yacía, vio la luz de la verdad tan deseada que buscaron en vano siglos y siglos; desde luego conoció que había nacido para unos bienes más altos y seguros que los que se perciben con los sentidos frágiles y pasajeros, y en los cuales había puesto el fin de todos sus pensamientos y cuidados; conoció también que ésta era la constitución de la vida humana, que esta era la ley suprema y que todas las cosas deben dirigirse a Dios como a su fin para que habiendo salido de Él, a Él volvamos algún día. De este principio y fundamento surgió renovada la conciencia de la dignidad humana, y los corazones recibieron el sentimiento de la fraternal caridad de todos. Entonces los deberes y los derechos, como era consiguiente, en parte fueron perfeccionados y en parte constituidos íntegramente, y a la vez, las virtudes se exaltaron hasta un punto que no lo pudo nunca sospechar siquiera ninguna filosofía; y de aquí que las ideas, las costumbres y la conducta de la vida tomaran otro rumbo, y cuando el conocimiento del Redentor hubo afluido copiosamente, y su virtud, que excluye la ignorancia y los antiguos vicios, se hubo fundido en las íntimas arterias de los pueblos, entonces se obtuvo aquella mudanza de cosas de las gentes que, adquirida por la humanidad cristiana, cambió radicalmente la faz de todo el orbe. 7. Universalidad de la Redención El recuerdo de todas estas cosas que hasta aquí hemos dicho, lleva consigo, Venerables Hermanos, un inmenso consuelo, al mismo tiempo que una gran fuerza para exhortar, puesto que debemos estar agradecidos y mostrar, en cuanto podamos, Nuestro mismo agradecimiento al Divino Salvador. Nos hallamos separados desde muy antiguo de los principios, bases o fundamentos de nuestra restaurada salvación; sin embargo, nos ha de importar esto, cuando es perpetua la virtud de la redención, y sus beneficios son inmortales y han de permanecer eternamente; el que una vez reparó la naturaleza perdida por el pecado, la conserva y la ha de conservar para siempre: Se entregó El para la redención de todos... (1Tim 2,6). En Cristo, todo serán vivificados... (1Cor 15,22). Y su reino no tendrá fin (Lc 1,33). Así, pues, por voluntad eterna de Dios, está en Jesucristo puesta toda salvación no solamente de algunos sino de todos los mortales; pues aquellos que de El se alejan asimismo por esto se condenan a su propia ruina, guiados por un cierto furor; y al mismo tiempo cuanto es de su parte hacen porque la sociedad humana, como arrebatada por gran ímpetu, caiga en aquellos grandes males e infortunios de que nos libró el Redentor por su misericordia y piedad. 8. Sin Cristo no hay salud Incurren en un error harto inconsistente, que los aparta muy lejos del fin deseado, quienes toman por caminos extraviados; del mismo modo, si se rechaza la clara y pura luz de la verdad, es porque los ánimos están ofuscados y como infatuados de la miserable perversidad de las opiniones.

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¿Qué esperanza de salud puede haber para aquellos que abandonan el principio y fuente de la vida? Cristo es únicamente el camino, la verdad y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14); de tal manera, que sin El necesariamente caen por tierra estos tres principios indispensables para la salvación de todos. 9. Nadie ve al Padre si no por Cristo Consideramos ahora lo que la realidad misma enseña diariamente y lo que aun en la mayor afluencia de bienes mortales experimenta todo el mundo, a saber: que nada puede haber fuera de Dios en que la voluntad humana descanse de un modo absoluto y completo. El único fin del hombre es Dios, y la vida que hacemos en la tierra es una verdadera semejanza e imagen de cierta peregrinación. Ahora bien; para nosotros Jesucristo es el camino, porque desde esta vida mortal, tan llena de trabajos y de dudas, no podemos de ninguna manera llegar a Dios, sumo, único y principal de los bienes, si no somos guiados y conducidos por Cristo. Nadie viene al Padre sino por mí (Jn 14,6). ¿Y cómo podríamos conseguir esto sino por El? Pues, en primer lugar y muy principalmente por su gracia, la cual, sin embargo, sería vacía o vana en el hombre que desprecia sus preceptos y leyes. Pues para conseguir esto, una vez adquirida la salud por Cristo, hizo que su ley fuese la custodia y directora del género humano con cuyo gobierno se separasen los hombres de sus maldades y se dirigiesen seguros a su Dios. Id y enseñad a todas las gentes... enseñándoles a observar todo lo que Yo os he mandado... (Mt 28,19-20). Guardad mis mandamientos (Jn 14,15). De donde resulta que es lo más principal y necesario para la profesión de la fe cristiana el mostrarse dócil a los preceptos de Jesucristo y sujetar completamente la voluntad a El como a nuestro dueño y supremo Rey. 10. La naturaleza viciada Cosa grande y difícil de conseguir y que muchas veces requiere trabajo intenso y esfuerzo y constancia, pues aunque la humana naturaleza fue reparada por la misericordia del Redentor, sin embargo, todavía en cada uno de nosotros queda cierta enfermedad, la enfermedad y el vicio de la naturaleza. Los diversos apetitos traen al hombre de acá para allá, y fácilmente lo impelen hacia los halagos de los placeres mundanos para que siga más bien lo que le agrada que lo mandado por Jesucristo. De aquí que hemos de poner todo nuestro empeño en rechazar con todas nuestras fuerzas a las pasiones en obsequio de Cristo; las cuales si no obedecen a la razón se constituyen en dueñas y señoras del hombre haciéndolo su siervo y quitando el hombre entero a Cristo. Los hombres de entendimiento extraviado, réprobos en cuanto a la fe, se ve que son esclavos, pues sirven a una triple pasión, la sensualidad y el orgullo y las diversiones humanas (S. Aug., De vera relig., 37); y en esta lucha de tal manera debe el hombre empeñarse que lleve con agrado por causa de Cristo las molestias e innumerables incomodidades que en este mundo ha de sufrir.

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11. Necesidad del vencimiento Difícil es, en verdad, rechazar lo que con tanta fuerza nos atrae y nos deleita: duro y áspero el despreciar, sujetándose al imperio y voluntad de Cristo Nuestro Señor, aquéllas cosas que consideramos como bienes del cuerpo y de fortuna; pero es necesario que el hombre cristiano se muestre sufrido y fuerte en sobrellevar esto que se le ha dado para su vida, si quiere conducirse bien. ¿Nos hemos olvidado acaso cuyo es el cuerpo y cuya es la cabeza de que somos miembros? Con grande gozo llevó la cruz el que nos prescribió la abnegación de nosotros mismos. Y en esta disposición del alma de que hablamos consiste precisamente la dignidad de la naturaleza humana. Pues los mismos sabios de la antigüedad bien han reconocido que el dominarse a sí mismos y hacer que la parte inferior del alma se sujete a la superior, no indica debilidad o abatimiento de la voluntad, sino antes bien cierta generosa virtud, en gran manera conveniente a la razón, y que es, a la vez, digna del hombre. 12. Esperanza de bienes eternos Por lo demás, hemos de sufrir y padecer mucho: tal es la presente condición del hombre. No puede el hombre gozar una vida exenta de dolores y llena de goces y felicidad sin borrar de algún modo el decreto, la voluntad de su divino Fundador y Creador, que quiso se perpetuasen las consecuencias de aquel primer pecado. Muy conveniente es, por lo tanto, no esperar en la tierra el término de los dolores, sino fortalecer Nuestro ánimo para mejor soportarlos, con lo cual somos instruidos con la esperanza cierta de los mayores bienes. Pues Cristo no asignó a las riquezas, ni a la vida delicada ni a los hombres, ni al poder, sino a la paciencia con lágrimas y afán de justicia y al corazón limpio, la felicidad sempiterna en el cielo. 13. El Reino de Cristo Fácilmente se deduce de lo expuesto qué se puede esperar del error y soberbia de aquellos que, despreciando el reino de Cristo ponen y encumbran al hombre mortal sobre todas las cosas y proclaman que es preciso acatar en todo la humana razón y la naturaleza vana, mientras no pueden ni alcanzan a definir cuál sea este reinado. El reino de Cristo tiene su fuerza y forma en la caridad divina, y su principio y fundamento en el amar santa y ordenadamente. De lo cual fluye necesariamente, que todo deber ha de ser guardado inviolablemente; que en nada se han de mermar los derechos ajenos: que se han de reputar por inferiores las cosas humanas a las celestes, y anteponer el amor de Dios a todas las cosas. Y esta dominación del hombre sobre sí mismo todo estriba en el amor de Cristo, a quien rechazar o empeñarse en no conocer es propio de alma vacía de caridad y falta de devoción. Gobierne, pues, el hombre en nombre de Jesucristo, pero con esta sola y única condición: la de servir a Dios primeramente e inspirar en la ley divina su norma y sistema de vida.

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14. La ley de Cristo Entendemos por ley de Cristo, no solamente los preceptos naturales de las costumbres y todo lo que los antiguos recibieron directamente de Dios y que Cristo perfeccionó a maravilla declarándolo y sancionándolo sabiamente; sino que entendemos además comprendido en ello el resto de su doctrina y todas las cosas verbalmente establecidas por El. Y de todo ello la Cabeza es la Iglesia; aun más, de nada se hace Jesucristo Autor o Legislador que la Iglesia no lo comprenda o abrace como propio. 15. Ministerio de la Iglesia Por fin, con el ministerio de la Iglesia, quiso perpetuar gloriosamente el cargo que le señaló su Padre, dándole y confiriéndole por una parte todos los auxilios conducentes a la salvación del linaje humano, y por otra, sancionando seriamente que en lo sucesivo los hombres obedeciesen a la Iglesia y con todo empeño la tuviesen por guía en la carrera de esta vida mortal: Quien a vosotros oye, a Mí oye; quien a vosotros desprecia, a Mí desprecia (Lc 10,16). Por lo cual la ley de Cristo se ha de buscar totalmente en la Iglesia, y así el camino seguro para el hombre serán Cristo y la Iglesia a la vez; Aquél por sí mismo y por su naturaleza, y ésta por mandato especial y divino y por comunicación de la potestad. De todo lo dicho se sigue con evidencia que todos aquellos que pretenden alcanzar la salvación fuera de la Iglesia siguen caminos extraviados y en vano se esfuerzan para conseguirlo. 16. Carácter público de la ley de Cristo Y lo mismo acaece con los individuos que con las naciones, las cuales forzosamente caen en el abismo de la ruina si se apartan del Camino. El Hijo de Dios procreador y redentor de la naturaleza humana es Rey y Señor de todo el universo mundo y tiene la potestad y sumo dominio sobre cada uno de los hombres en particular y sobre toda sociedad civil que ellos constituyan. Dióle toda potestad y honor y reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas servirán al Mismo (Dn 7,14). Yo, pues; estoy constituido como rey por El... Y te daré las gentes en herencia tuya, y tu posesión tendrá por límites los términos de la tierra (Sal 2). Debe, pues, en toda sociedad humana estar en vigor la ley de Cristo, de suerte que no tenga carácter privado solamente, sino público, y sea a la vez guía y maestra de toda norma de vida. Y porque esto ha sido dispuesto así y así decretado por Dios, a nadie es lícito el impugnarlo; y así mal proveerán los intereses y beneficios de los estados quienes pretendan establecer los cimientos de todo orden social fuera de un régimen genuinamente cristiano. 17. Cristo y la razón humana Apartada de Jesús, la razón humana cae en la abyección privada de luz y de socorro, se oscurece la noción de toda causa, la cual, como tiene a Dios por autor, engendra la sociedad común, la que consiste principalmente en que los ciudadanos por medio de la ayuda de la unión y vínculo civil consigan el bien natural, entendiéndose por tal aquel que está muy por encima de todo lo terreno y es congruente con todo don perfecto y perfectísimo. Ocupadas

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las mentes en tal confusión de ideas entran por un camino dudoso tanto los que mandan como los que obedecen, y no tienen norma segura ni para permanecer firmes. De qué suerte sea desdichado y calamitoso errar el camino recto, se verá por lo pernicioso que sea también apartarse de la verdad. La primera, absoluta y esencial verdad es el mismo Cristo, como que es el Verbo de Dios, consubstancial y coeterno con el Padre y uno mismo con El. Yo soy la Verdad, el Camino y la Vida (Jn 14,6). Así, pues, si se busca la verdad, es menester que la razón humana obedezca en todo a Jesucristo y a su magisterio, por lo mismo que la misma verdad habla por boca del mismo Cristo. 18. Doctrina no humana sino divina Muchísimas cosas hay en las que puede espaciarse libremente el ingenio humano como en un campo ubérrimo y feracísimo, contemplando e investigando y esto no sólo por concesión, sino hasta por exigencia de la naturaleza misma. Pero es ilícito y contra la razón natural no querer limitar los fueros de la mente humana, en sus ciertos y propios linderos, y, rechazando las leyes de la debida modestia, despreciar la autoridad del magisterio de Cristo. Porque la doctrina de la cual depende nuestra salvación, versa toda ella acerca de Dios y acerca de cosas todas divinísimas, y nunca ciencia humana alguna bastó para crearla, antes bien, únicamente el Hijo de Dios la recibió y sacó toda de su Padre Celestial: Las palabras que me diste, son las que a ellos he dado (Jn 17,8). Por lo cual es necesario que comprenda muchas cosas, no que repugnen a la recta razón, ya que esto no puede ser en modo alguno, sino otras cuya alteza no podemos abarcar con el pensamiento ni comprender con nuestro limitado raciocinio, como es el entender tal cual es en sí Dios Nuestro Señor. Ahora bien, si tantas cosas existen ocultas y tan secretas por su naturaleza misma, que no puedan ser investigadas por ninguna humana diligencia, acerca de cuya existencia ningún entendimiento se atreverá a dudar; será ciertamente propio de los que abusan con perversidad de su libre albedrío no admitir la existencia de cosas puestas muy sobre el alcance humano, porque no es dado al hombre percibirlas tales cuales sean. 19. Inclinar el entendimiento ante Dios A esto pertenece el rechazar todo dogma y declarar inadmisible la sagrada religión cristiana. Pero hay que inclinar el entendimiento con humildad y sin condiciones en obsequio de Jesucristo hasta tanto que sea aquel como cautivo de la divinidad e imperio de Este, reduciendo a cautiverio todo entendimiento en obsequio de Jesucristo (2Cor 10,5). Y este total obsequio es el que Cristo quiere se le tribute, y lo quiere con todo derecho, pues es Dios, y por lo mismo, así como ha de imperar en las voluntades de los hombres, ha de hacer lo mismo en las inteligencias. Y al servir el hombre a Cristo con su inteligencia, no lo hace servilmente, sino de un modo muy conforme a la razón y a su cautiva excelencia, pues con su voluntad acata el imperio, no de un hombre cualquiera, sino del autor suyo y monarca de todo, que es Dios mismo, al cual debe estar sujeto por ley de naturaleza. Y no se diga en manera alguna que se oprime su dignidad ante la opinión humana, antes bien, aquélla se ensalza con una verdad eterna e inmutable. Así, pues, todo bien intelectual y toda la plenitud de la libertad se alcanzan en ello.

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20. Así conoceremos la verdad y seremos libres La verdad que se deriva del magisterio de Cristo, pone de manifiesto lo que vale y en lo que debe estimarse cada cosa, y el hombre, imbuido en tal conocimiento, si obedeciere a la verdad que percibe, en lugar de hacer servir su razón a la concupiscencia, haría que ésta sirviese a aquélla, y, apartada de sí la pésima servidumbre del error y del pecado, se regeneraría entre la más excelente de todas las libertades. Conoceréis la verdad, y la verdad ha de libraros (Jn 8,32). Queda bien patente, pues, que toda inteligencia que rechaza el imperio y tutela de Cristo con voluntad pérfida lucha contra Dios. Y emancipados los que así piensan de la potestad divina, no por esto serán más libres; puesto que han de caer en manos de otra cualquiera potestad humana, y han de elegir, como suele acaecer, un hombre cualquiera a quien oigan, obedezcan o sigan como maestro y guía. De ahí, cerrada su inteligencia a la comunicación de las cosas divinas, la hacen revolver en un círculo vicioso de una ciencia limitada y mezquina, y hasta en aquéllas mismas cosas que suelen conocerse más por medio de la razón natural son menos aptos para aprovechar debidamente. 21. Ceguedad de entendimiento Hay en la naturaleza de las cosas muchas a las cuales ayuda no poco la luz de la doctrina de lo alto para comprenderlas o explicarlas, y para castigar muchas veces Dios la culpa de su soberbia, permite que no vean la verdad tal cual ella es para que lleven el castigo en aquello mismo en que pecaron. Por esto se ven hoy día muchísimos ingenios privilegiados por su erudición exquisita, que al investigar los misterios de la naturaleza persiguen teorías tan absurdas que puede decirse que nadie erró más torpemente que ellos. 22. El sacrificio del entendimiento Téngase, pues, por cosa cierta que ha de entregarse totalmente la inteligencia humana, para vivir vida de cristiano, a la autoridad divina. Y si por aquello de que la razón ceda a la autoridad, aquel orgullo íntimo que tanta fuerza tiene en nosotros se rebela y lamenta con dolor, se sigue que es más necesario todavía al cristiano el sacrificio del entendimiento que el de la voluntad. Y por esto queremos recordar que los que se forjan en su mente una ley y manera de sentir y obrar más ancha y muelle en la vida cristiana, de preceptos más suaves y conformes con su floja inclinación y más benignos con la humana naturaleza, no han de ser jamás tolerados ni oídos con benevolencia. No comprenden los tales la fuerza de la fe y de las instituciones cristianas, no ven que a cada paso la Cruz nos sale al encuentro, como estandarte perpetuo y ejemplar para todos aquellos que real y verdaderamente, y no sólo de nombre, quieran seguir a Cristo. 23. Cristo es la Vida Propio es de solo Dios ser Vida verdadera; todas las otras naturalezas son participantes de la Vida, pero no han sido ellas la Vida jamás. Desde toda la eternidad, por su peculiar

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naturaleza, Cristo es la Vida, del mismo modo que es la Verdad, porque es Dios de Dios. Del Mismo, como de altísimo principio, fluye en el mundo toda vida y fluirá perpetuamente todo lo que es, es por El mismo; todo lo que vive, por El mismo vive, porque todas las cosas por el Verbo fueron hechas, y sin El nada se hizo de cuanto hay hecho (Jn 1,3). Esto acaece en cuanto a la vida de la naturaleza, pero muchísimo más en la otra vida más excelente que debemos a Cristo y de la que hemos hecho mención, es a saber: la vida de la gracia, a la cual debemos referir todos nuestros pensamientos y acciones. Y en esto estriba toda la fuerza de la doctrina y leyes cristianas, en que muertos para el pecado vivamos para la justicia (1Pe 2,24), esto es, para la santidad y virtud en que consiste la vida moral de las almas con la esperanza cierta de una bienaventuranza perpetua. 24. La vida de la fe Se puede muy propiamente decir que nada alimenta mejor el espíritu de la justicia que la fe cristiana, la más apta también para la salvación. El justo vive de la fe (Gal 3,11). Sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb 11,6). Así pues, el implantador y padre de la fe, y el que en nuestras almas la mantiene, no es otro que el mismo Jesucristo y El es quien sustenta y conserva en nosotros la vida moral, y esto de un modo muy principal por medio del ministerio de la Iglesia. Y con benigno y providentísimo parecer entregó a ésta todos los medios aptos para engendrar esta vida de fe de que hablamos, y, una vez engendrada, la conservaran y defendieran, y la hiciesen renacer si por acaso se extinguía. Pero toda esta fuerza procreativa y conservadora de las virtudes se estrella si la norma y disciplina de las costumbres se apartan de la fe divina, y es cosa manifiesta que pretenden despojar al hombre de su altísima dignidad, despojándole de la vida sobrenatural y haciéndole revolver en los horrores de naturalismo grosero, los que intentan o quieren enderezar las costumbres hacia la honestidad por medio del magisterio único de la razón. 25. Sin fe no hay salvación No se crea por esto que el hombre no pueda entender y discernir cosas naturales con la luz de su razón; pero aun cuando entendiese con ella todas las cosas, y sin ningún tropiezo guardase todo precepto en su vida, lo que no puede ser sin la gracia del Redentor por auxilio, nadie habría que pudiese confiar en su eterna salvación destituido de la fe. Si alguien no permaneciere en Mí, será echado fuera como una rama, y se secará, y lo recogerán, y lo echarán al fuego y arderá (Jn 15,6). El que no creere será condenado (Mc 16,16).Y por fin, demasiadas pruebas y documentos tenemos ante Nosotros, de los frutos que acarrea este menosprecio de la fe. ¿Por qué causa muchas ciudades trabajan y se esfuerzan hasta debilitarse, sino por establecer y aumentar por todos los medios posibles e imaginables la prosperidad pública? 26. La religión sostén de la sociedad civil Dicen que la sociedad civil está ya harto segura y custodiada por sí misma, y que puede, cómodamente, subsistir sin el auxilio de las instituciones cristianas, y que con solo su esfuerzo puede alanzar la meta apetecida. De ahí viene que los que tienen a su cargo la administración pública, lo hacen de un modo profano y de tal suerte, que en las leyes civiles

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y en la vida pública de los pueblos hoy nadie hallará ningún vestigio de la religión de nuestros antepasados. No ven suficientemente lo que hacen, pues destruida la noción de la Divinidad que sanciona lo bueno y lo malo, es forzoso que las leyes menoscaben la autoridad del jefe del Estado y que la justicia vacile, siendo ambas cosas como son dos vínculos firmes y necesarios de toda conjunción y concordia civil. De igual manera, quitada de una vez la esperanza de los bienes inmortales, es muy natural apetecer con afán las cosas materiales y caducas, cada una de las cuales procura traer a sí con todas sus fuerzas y con ansia desmedida. De aquí nacen los odios, las emulaciones y envidias, las determinaciones criminales, el descaro, la ruina de toda autoridad y el maquinar la disolución más loca y criminal de todo principio social. En el exterior, guerras y amenazas; en el interior, falta de seguridad absoluta; y la vida común de los pueblos aparece manchada con toda suerte de crímenes. 27. El remedio social es más que humano Pero en medio de tanta lucha de pasiones bajas, entre tantos peligros y en tales riesgos que amenazan, hay que buscar un remedio oportuno con madurez y reflexión. Reprimir a los malhechores, restablecer en su primitiva dulzura las costumbres, y por todos los medios evitar los delitos con la paternal tutela de las leyes, es cosa justa y debida, pero no estriba todo en esto. Mucho más encumbrado está el remedio; una autoridad más alta se ha de invocar que la meramente humana, que toque los corazones, recuerde a todos sus deberes y haga a los hombres mejores, y ésta no es otra que aquella fuerza que ya una vez libró a todo el universo de males semejantes y de una perpetua ruina. Quien haga revivir y fortalecer el espíritu cristiano adormecido, y le libre de toda traba e impedimento, hará renacer también la sociedad humana. 28. Cristo y la cuestión social Era peligroso callar la lucha de clases, pero muy sano y conforme recomendar los derechos de ambos con mutua concordia. Si a Cristo oyen, cumplirán todos sus deberes, tanto los dichosos como los infortunados; los unos sentirán que deben cumplir con la caridad y la justicia si quieren ser salvos; los otros, con la resignación y el comedimiento. Admirablemente se afirmarán los cimientos de la sociedad doméstica, así impera el laudable temor a Dios: tanto al prohibir como al mandar, y por la misma razón muchas de las cosas que se prescriben por la naturaleza estarán en pleno vigor en los pueblos y en las naciones. Se verá cómo deba obedecerse a las potestades legítimas y acatar las leyes, según derecho, no armar sedición alguna y no tramar conspiraciones tampoco. 29. Vuelta de la sociedad a Cristo Y así, donde quiera que presida la ley cristiana y ninguna potestad se lo impida, allí espontáneamente se conservará el orden establecido por la Divina Providencia y la

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prosperidad e incolumidad florecerán de consuno. La salud universal reclama, pues, volver allí de donde nunca se debiera haber salido, es a saber, a Aquel que es camino, verdad y vida, y no sólo cada uno en particular, sino toda la sociedad en común. Conviene que ésta sea otra vez restituida a Cristo su Señor, y se ha de conseguir que la vida derivada de El llene a todos los miembros y partes de la sociedad, y se saturen de ella los mandatos y prohibiciones legales, las costumbres populares, las enseñanzas llanas y caseras, los derechos conyugales, la norma de vida doméstica, los alcázares de los opulentos y los talleres de los obreros. Y no ignore nadie que de esto depende en su mayor parte la suavidad de costumbres de las gentes tan deseadas y apetecidas, porque ésta crece y se alimenta no sólo de aquellas cosas que sirven de pábulo al cuerpo, como las riquezas y comodidades, sino de aquellas que pertenecen al espíritu y forman las costumbres loables y el culto de todo linaje de virtudes. 30. Dar a conocer a Cristo Entre los que están lejos de Cristo muchos más lo están por ignorancia que por voluntad perversa, y mientras a muchísimos hallamos deseosos de conocer con todo afán el estado social del orbe y del hombre mismo, a poquísimos vemos ocupados en querer conocer al Hijo de Dios. Primero, pues, hay que destruir la ignorancia con el conocimiento de El, para que desconocido no sea repudiado o despreciado. Y exhortamos a los cristianos de todo lugar, condición y jerarquía que por todos los medios imaginables y según la medida de sus fuerzas trabajen para que sea conocida la persona del Redentor, tal cual ella es y merece, a la cual si cada uno mira y considera con cabal juicio y sinceramente, verá con toda claridad no haber nada más saludable en el mundo que su ley, ni más divino y altísimo que su doctrina. Vuestra autoridad y cooperación, Venerables Hermanos, ha de contribuir por modo muy poderoso a tan noble fin, lo mismo que la diligencia y empeño de todo vuestro clero. Pensad que es la parte principal de Nuestro oficio imprimir en los corazones del pueblo la verdadera noción y la imagen real de Jesucristo, y por medio de la literatura, la oratoria, en los colegios, en las escuelas de enseñanza primaria, y donde quiera que se ofrezca ocasión de explicar sus beneficios y su caridad ardentísima. 31. Enseñar los derechos de Dios De lo que se ha llamado derechos del hombre demasiadas cosas ha oído el pueblo; oiga alguna vez por fin, algo de los derechos de Dios. Que éste sea el tiempo más oportuno para ello lo indican el amor de muchos a las cosas de piedad recientemente despertado, como dijimos, y de un modo particular la devoción tan manifiesta a la persona del Redentor que hemos de legar, Dios mediante, al siglo venidero en prenda de mejores días. Pero como se trata de una cosa que no hay que esperar de otra parte a no ser de la gracia divina, unidos en afán y caridad instemos con súplicas fervientes a la misericordia del Todopoderoso, a fin de que no permita que perezcan aquellos a quienes libró con su preciosa sangre derramada, que mire propicio a la generación presente que mucho ciertamente delinquió, pero mucho también a su vez ha sufrido y muy ásperamente en expiación de su delito y que abrazando

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con benignidad a todos los hombres y pueblos, se acuerde de aquellas palabras suyas: Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas a Mí (Jn 12,32). En prenda, pues, de los dones celestiales y en testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os damos a vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y pueblo vuestro, de todo corazón la Bendición Apostólica. Dado en Roma en San Pedro, el 1º de noviembre de 1900, de Nuestro pontificado el vigésimo tercero.

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Pío X (1903-1914)

1903

E supremi Carta Encíclica

4 de octubre de 1903 El Papa Pio X. Venerables Hermanos, salud y Apostólica Bendición. En el momento en el que dirigimos la palabra por primera vez desde lo alto de esta cátedra apostólica a la cual, por imperscrutable voluntad de Dios, Nos hemos sido elevados, no es el caso de recordar con qué lágrimas y con qué ardientes oraciones Nos hemos intentado alejar de Nos este tremendo peso del Pontificado. De hecho, pese a la absoluta disparidad de méritos, Nos parece poder hacer Nuestro el lamento de San Anselmo, hombre santísimo, cuando, pese a su enérgica oposición, fue obligado a aceptar el honor del episcopado. Los mismos signos de aflicción que él manifestó entonces, están también en Nos, y revelan con qué ánimo y con qué voluntad Nos hemos acogido el gravísimo mandato de apacentar la grey de Cristo. “Están aquí para testimoniarlo — son palabras suyas (Epp. 1. III, ep. 1) —mis lágrimas y las voces y los rugidos de mi corazón afligido, qué no recuerdo haber nunca

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expresado por ningún dolor antes de aquel día en el cual pareció se abatiese sobre mí la grave desventura del arzobispado de Canterbury. Aquel que en aquel día fijó su mirada sobre mi rostro no podrá ignorar tal hecho... Más parecido a un cadáver que a persona viva, estaba pálido de estupor y de consternación. A esta mi elección, o más bien a esta violencia, me he opuesto hasta ahora, en verdad, cuanto he podido. Pero ahora, queriendo o no, estoy obligado a admitir cada momento que la voluntad de Dios siempre más resiste a mis tentativos, si bien de ningún modo puedo sustraerme a ella. Por tanto, no ya vencido por la violencia de los hombres cuanto por la de Dios, contra la cual no existe reparo, tras haber orado cuanto he podido y pedido que se alejase de mí, si fuese posible, este cáliz sin que lo bebiese,... posponiendo mi sentimiento y mi voluntad, me he entregado enteramente a la decisión y a la voluntad de Dios”. Ciertamente no faltaban muchas y serias razones para sustrarerNos al encargo. De hecho, habida cuenta de que por Nuestra fragilidad en ningún caso éramos dignos del honor del Pontificado, ¿quién no se hubiese turbado para ser designado a suceder a aquel que, habiendo gobernado la Iglesia con gran sabiduría por casi veintiséis años, se señaló por tanta vivacidad de ingenio, por tanto esplendor en toda virtud hasta hacerse admirar también por los adversarios y para consagrar la memoria de su nombre con nobilísimas obras? Además, dejando el resto, estábamos aterrorizados por la actual, deplorable condición del género humano. ¿Quién puede ignorar, de hecho, que la sociedad humana está ahora afligida, más aún que en las edades transcurridas, de un gravísimo, íntimo morbo que, agravándose día a día, y corrompiéndola en cada fibra, la conduce al desastre? Vosotros comprendéis, Venerables Hermanos, cuál sea tal enfermedad: el abandono y el rechazo de Dios, a los cuales está inexorablemente asociada la ruina, según las palabras del Profeta: “Aquellos que se alejen de ti perecerán”. Por tanto Nos comprendíamos que, en el nombre de la misión pontifical que se quería confiarNos, era necesario que contrarrestásemos tanto mal. Reteníamos de hecho como dirigido a Nos el precepto de Dios: “Hoy te he puesto sobre las naciones y sobre los reinos, a fin de que tú arranques y destruyas y esparzas y disuelvas y edifiques y plantes”. Pero, conscientes de Nuestra debilidad, temíamos emprender una empresa de la cual nada es más urgente y más difícil. Sin embargo, porque a Dios le place alzar la Nuestra humildad a esta plenitud de poder, dirigimos el ánimo a “Aquel que nos conforta”, y sumergidos por la virtud divina mientras ponemos la mano en la empresa, declaramos que en el ejercicio del Pontificado Nos tenemos un solo propósito: “Renovar todas las cosas en Cristo”, a fin de que en “Todo y en todos Cristo”. Habrá ciertamente algunos que, aplicando a las cosas divinas una medida humana, intentarán espiar Nuestras intenciones y dirigir a objetivos terrenos y a intereses de parte. Para quitar a estos toda vana esperanza, Nos afirmamos con gran determinación que Nos no queremos ser otra cosa — y con la ayuda de Dios lo seremos en la sociedad humana — que ministros de Dios, el cual Nos ha investido de su autoridad. Las razones de Dios son las Nuestras razones; está establecido que a ellas serán entregadas todas Nuestras fuerzas y la vida misma. Por ello si alguno pidiera qué lema sea la expresión de Nuestra voluntad, responderemos que será siempre uno solo: “Renovar todas las cosas en Cristo”. Al emprender y perseguir esta magnífica obra, Venerables Hermanos, infunde en Nos un gran ardor la certeza de tener en vosotros todos los estrechos colaboradores en la

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realización de tal empresa. Si dudásemos, deberemos juzgaros como indiferentes ante esta nefasta guerra que ahora y en todas partes es declarada y conducida contra Dios. De hecho contra su Creador “las naciones tuvieron impulsos de rebelión y los pueblos concibieron ideas insensatas”, y casi unánime es el grito de los enemigos de Dios: “Aléjate de nosotros”. Por ello se ha extinguido del todo en los más la reverencia al eterno Dios, y en la conducta de la vida, sea pública sea privada, no se tiene en cuenta alguna el principio de Su suprema voluntad; es más, que con todas las fuerzas y con todo artificio se tiende a suprimir completamente es más el recuerdo y la noción de Dios. Quien considera esto, debe incluso temer que esta perversión de las almas sea una especie de ensayo y casi un anticipo de los males que están previstos para el fin de los tiempos; y que “el hijo de la perdición”, de quien habla el Apóstol, no pise ya estas tierras. Con suma audacia, con tanto furor es por todas partes agredida la piedad religiosa, son contestados los dogmas de la fe revelada, ¡se intenta obstinadamente suprimir y cancelar toda relación que recorre entre el hombre y Dios! Y en verdad, con una actitud que según el mismo Apóstol es propio del “Anticristo”, el hombre, con inaudita temeridad, toma el puesto de Dios, elevándose “por encima de todo lo que lleva el nombre de Dios”; hasta el punto que, aun no pudiendo extinguir completamente en sí la noción de Dios, rechaza sin embargo Su majestad, y dedica a sí mismo, como un templo, este mundo visible y se ofrece a la adoración de los demás. “Se sienta en el templo de Dios ostentándose a sí mismo como si fuese Dios”. Pero nadie sano de mente puede poner en duda el éxito de la batalla conducida por los mortales contra Dios. Es concedido de hecho al hombre, que abusa de la propia libertad, violar el derecho y la autoridad del Creador del universo; sin embargo es de Dios de quien depende siempre la victoria: que está tanto más próxima la derrota, cuanto más el hombre, esperando en el triunfo, se rebela con mayor audacia. Dios mismo nos advierte en las sagradas Escrituras: “Cierra los ojos a los pecados de los hombres” como si fuese inmémore de la propia potencia y de la propia majestad, pero, tras este aparente repliegue, “manifestándose como un potente inebriado por el vino, romperá las cabezas de sus enemigos” a fin de que todos sepan “que Dios es rey de toda la tierra” y “para que las gentes comprendan que son tan solo hombres”. Todo esto, Venerables Hermanos, forma parte de nuestra fe y de nuestras esperanzas. Sin embargo, tal confianza no nos dispensa, por cuanto depende de nosotros, de propiciar el cumplimiento de la obra de Dios, y esto no solo insistiendo en la oración: “Surge, Señor, para que el hombre no prevalezca”. En verdad, lo que más interesa es que en las obras y en las palabras, en plena luz, sosteniendo y reivindicando el supremo dominio de Dios sobre los hombres y sobre las demás criaturas, sean santamente honrados y respetados por todos Su derecho y Su poder de mandar. Y esto no es solo pedido por el deber impuesto por la naturaleza, sino también por el común interés del género humano. ¿Quién, de hecho, Venerables Hermanos, no se sentirá turbado por la trepidación y la angustia en el ver que los hombres — mientras se exaltan justamente los progresos humanos — se combaten atrozmente la mayor parte entre ellos, así que casi es guerra de todos contra todos? El deseo de paz es ciertamente un sentimiento común a todos, y no hay alguno que no la invoque ardientemente. La paz, sin embargo, una vez que se reniega de la Divinidad es absurdamente invocada: donde está ausente Dios, la justicia es exiliada; y quitada de en medio la justicia, en vano se nutre la esperanza de la paz. “La paz es obra de la justicia”. Nosotros sabemos de hecho que no son pocos aquellos que, sostenidos por el amor de paz y también de “tranquilidad” y de “orden”, se reagrupan en asociación y facciones que definen “de orden”. ¡Qué vanas

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esperanzas y fatigas! Partidos “del orden”, que puedan llevar una paz real en las perturbaciones, hay uno solo: el partido de los partisanos de Dios. Por lo tanto es necesario animarlo y conducir a él cuantas más personas se pueda, si nos solicita el amor por la seguridad. En verdad, Venerables Hermanos, este mismo reclamo de las gentes a la majestad y a la soberanía de Dios, por cuanto nos comprometemos no podrá nunca cumplirse sino por intercesión de Jesucristo. De hecho nos enseña el Apóstol: “Nadie puede poner un fundamento diferente al que ya se encuentra, y que es Cristo Jesús”. Es Él solo el “que el Padre ha consagrado y enviado al mundo; irradiación de su gloria e impronta de su sustancia” en cuanto Dios verdadero y verdadero hombre: sin Él nadie podría conocer a Dios como se debe. De hecho, “nadie conoce al Padre si no el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Hay perfecta concordancia entre el “restablecer todas las cosas en Cristo” y el reconducir a los hombres a la obediencia a Dios. Debemos por lo tanto dirigir nuestro compromiso a esto, con el fin de reconducir el género humano bajo el imperio de Cristo; llegado a tal fin, el hombre volverá a Dios mismo. A un Dios, digamos, no inerte e indiferente hacia los hombres, como lo retrasan, delirando, los materialistas; pero un Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, en tres personas, creador del universo, omnisciente, y en fin justísimo legislador que pena a los culpables y asegura premios a las virtudes. Por tanto es obvio cuál es el camino que nos lleva a Cristo: pasa a través de la Iglesia. Por ello dice justamente Crisóstomo: “Tu esperanza es la Iglesia, tu salvación es la Iglesia, tu refugio es la Iglesia”. Por esto Cristo la fundó, conquistándola a precio de su sangre; a ella confió su doctrina y los preceptos de sus leyes, prodigándole a un tiempo los sobreabundantes dones de la divina gracia para 1a santificación y la salvación de los hombres. Vosotros veis por tanto, Venerables Hermanos, qué misión se nos ha confiado a Nos y a vosotros: volver a llamar a la sociedad humana, que repudia la sabiduría de Cristo, a la disciplina de la Iglesia; la Iglesia a su vez la someterá a Cristo, y Cristo a Dios. Si, con la ayuda de Dios, alcanzaremos esta meta, Nos alegraremos de que la iniquidad haya cedido a la justicia, y entonces oiremos con alegría “una gran voz que en el cielo anuncia: ahora son hechos cumplidos la salvación, la fuerza y el reino de nuestro Dios, y la potencia de su Cristo”. Pero para que este éxito corresponda a los deseos, es necesario que con todo medio y con toda acción extirpemos del todo el inane y detestable crimen (típico de esta edad) por el cual el hombre sustituye a Dios; por ello debemos reconducir a la antigua dignidad las santísimas leyes y las enseñanzas del Evangelio; debemos proclamar a gran voz le verdad olvidada de la Iglesia, todos sus documentos sobre la santidad del matrimonio, sobre la educación y la instrucción de los niños, sobre la posesión y el uso de los bienes, sobre los deberes de los administradores públicos; es necesario reestablecer en fin un cierto equilibrio entre las diferentes clases sociales según las leyes y las instituciones cristianas. En verdad, Nos nos proponemos, durante Nuestro Pontificado, obedeciendo a la divina voluntad, alcanzar estos objetivos, y los perseguiremos con toda energía. Os corresponde, Venerables Hermanos, secundar Nuestros esfuerzos con la santidad, con la doctrina, con la acción y sobre todo con el obsequio a la divina gloria; a ningún otro interés que no sea “formara a Cristo en todos”. Ahora, de qué medios debemos hacer uso en una empresa tan grande, es apenas el caso de decirlo, tanto que son obvios per se. El primer empeño será el

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de formar a Cristo en aquellos que están destinados por vocación a formar a Cristo en los demás. El pensamiento, Venerables Hermanos, se dirige a los sacerdotes. De hecho, todos aquellos que han sido iniciados al sacerdocio deben saber que entre las gentes con las que viven tienen la tarea que Pablo testimoniaba de haber recibido con estas afectuosísimas palabras: “Hijos míos, que de nuevo yo doy a luz hasta que Cristo no sea formado en vosotros”. Pero, ¿quién podría ejercer tal misión si no aquellos que primero se han revestido de Cristo? Revestidos de tal modo, pueden hacer propias las palabras del mismo Apóstol: “Vivo yo, pero no soy yo: en mí vive verdaderamente Cristo. Para mí la vida es Cristo”. Por lo tanto, si bien se dirige a todos los fieles la exhortación a fin de que “lleguemos... al estado de hombre perfecto en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo”, sin embargo esto se refiere sobre todo a aquel que ejerce el sacerdocio; él es por lo tanto llamado “otro Cristo” no por la sola transmisión del poder, sino también por la imitación de las obras, a través de las cuales muestra en sí la clara imagen de Cristo. Estando así las cosas, Venerables Hermanos, ¡qué y cuánto empeño deberéis poner en formar al clero a la santidad! A este fin, pase lo que pase, es necesario que cedan el paso todas las ocupaciones mundanas. Por ello la mayor parte de vuestros cuidados sea dirigida a ordenar y a gobernar como conviene los sacros seminarios, para que florezcan en la integridad de la doctrina y en la santidad de costumbres. Haced del seminario la delicia de vuestro corazón, y para su incremento no omitáis nada de lo que fue providencialmente establecido por el Concilio Tridentino. Cuando venga el tiempo de iniciar a los candidatos a las órdenes sacras, por gracia no se olvido lo que Pablo escribe a Timoteo: “No tenería prisa por imponer las manos a alguno”, reflexionando con suma atención que muchas veces los fieles serán como aquellos que destinéis al sacerdocio. Por ello no tengáis ninguna reserva sobre cualquier interés privado, sino dirigid la mirada solo a Dios y a la Iglesia y a la eterna felicidad de las almas, de modo que se evite, como el Apóstol advierte, participar “en los pecados de los demás”. Además, los sacerdotes recientemente ordenados y salidos del seminario no han de sentir la falta de vuestra solicitud. Desde lo profundo del alma os exhortamos a acercarlos lo más habitualmente posible a vuestro pecho, que debe arder de fuego celeste: encendedlos, inflamadlos, de modo que se empeñen por el único Dios, en ventaja de las almas. Nos, Venerables Hermanos, Nos pondremos con todo Nuestro celo de modo que los miembros del sacro clero no sean capturados por las insidias de una cierta nueva, falaz ciencia, que no tiene sentimiento de Cristo y que, con artificiosos y astutos argumentos, se industria para introducir los errores del racionalismo o del semiracionalismo: errores que el Apóstol invitaba a evitar ya a Timoteo, escribiéndole: “Custodia el depósito, evita las charlas profanas y las objeciones de la llamada ciencia, profesando la cual algunos se han desviado de la fe”. Sin embargo nada Nos llevará a considerar menos dignos de alabanza a aquellos jóvenes sacerdotes que se dedican al estudio de útiles disciplinas en todas las ramas del saber, de modo que después serán más idóneas para defender la verdad y para rechazar las calumnias de los enemigos de la fe. No podemos esconder, sino que abiertamente declaramos, que Nos seremos siempre llevados hacia aquellos que, aún sin olvidar las disciplinas sacras y humanísticas, se dedican en particular al bien de las almas,

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procurándoles aquellos dones que son propios de un sacerdote que se compromete para la gloria de Dios. Tenemos “en el corazón un gran dolor y un sufrimiento continuo” cuando constatamos que se adapta también a nuestra edad el llanto de Jeremías: “Los niños han pedido el pan y no había quien se lo repartiese”. De hecho no faltan entre el clero aquellos que, siguiendo las propias inclinaciones, se dedican a actividades más aparentes que de concreta utilidad: pero quizás no son muchos lo que, a ejemplo de Cristo, hacen suyo el dicho del Profeta: “El espíritu del Señor... me ha consagrado con la unción, y me ha mandado a evangelizar a los pobres, a sanar a los afligidos, a anunciar la liberación a los prisioneros y la vista a los ciegos”. ¿A quién puede escapar, Venerables Hermanos, que cuando los hombres son guiados por la razón y la libertad, la formación religiosa es el medio más eficaz para reestablecer en las almas el imperio de Dios? ¡Cuántos odian a Cristo, que detestan a la Iglesia y el Evangelio más por ignorancia que por maldad de ánimo! De ellos se podría decir justamente: “Blasfeman de todo lo que ignoran”. Esta actitud no se encuentra solo entre la plebe o entre la ínfima multitud que puede ser llevada fácilmente al error; sino que también en las clases cultas e incluso entre aquellos que emergen por una no común erudición. Deriva, en muchos, el venir a menos de la fe. No se debe admitir que la fe pueda ser apagada por los progresos de la ciencia, pero sobre todo por la ignorancia; de hecho, donde mayor es la ignorancia, allí se manifiesta más ampliamente el daño a la fe. Por ello a los Apóstoles les fue ordenado por Cristo: “Id y enseñad a todas las gentes”. Ahora, a fin de que del deber y del compromiso de la enseñanza se obtengan los frutos esperados y en todos “se forme Cristo”, se imprima con fuerza en la memoria, Venerables Hermanos, la convicción de que nada es más eficaz que la caridad. De hecho “el Señor no se encuentra en una emoción”. En vano se espera atraer las almas a Dios con uno celo demasiado áspero; quien enfrenta demasiado severamente los errores, criticar con demasiado ardor los vicios, procura habitualmente más daño que utilidad. El Apóstol por tanto dirigía a Timoteo esta admonición: “Amonesta, reprocha, exhorta”, pero no obstante añadía: “con mucha paciencia”. En verdad, Cristo nos ha ofrecido ejemplos de tal género. Leemos de hecho que Él se expresó así: “Venid, venid a mí, los que estáis enfermos y oprimidos, y Yo os aliviaré”. Los enfermos y los oprimidos no eran otros, para Él, que los esclavos del pecado y del error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué compasión por todos los infelices! Con estas palabras Isaías describe su corazón: “Puse mi espíritu sobre él; ... no alzará la voz; ... no romperá la caña ya doblada, y no apagará el pábilo vacilante”. La caridad, por lo tanto, “paciente” y “benigna” deberá ser ejercida también hacia aquellos que nos son hostiles o que nos persiguen. “Somos maldecidos y bendecimos; — así decía Pablo de sí mismo— somos perseguidos y soportamos; somos calumniados y rezamos”. Quizás parecen peores de lo que son. De hecho, la costumbre con los demás, los prejuicios, los consejos y los ejemplos de los demás, y en fin un malentendido respeto humano le han empujado al partido de los impíos, pero su voluntad no es tan depravada como ellos mismos buscan hacer creer. ¿Por qué por tanto no esperar que la llama de la caridad cristiana pueda hacer huir las tinieblas de las almas y contemporáneamente dar la luz y la

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paz de Dios? Así será quizás tardío el fruto de nuestra misión; pero la caridad no se cansa nunca de socorrer, memore de que Dios no asigna recompensas por los frutos de las fatigas sino por la voluntad con la cual nos compromete. Sin embargo, Venerables Hermanos, no entendemos que — en toda esta obra tan ardua de restitución del género humano a Cristo — vosotros y vuestro clero no tengáis colaboradores. Sabemos que Dios ha recomendado a cada uno el cuidado de su prójimo. Es por tanto necesario que no solo aquellos que se dedicaron al sacerdocio sino que todos los fieles se entreguen a la causa de Dios y de las almas: no que cada uno deba actuar arbitrariamente según el propio punto de vista, sino siempre bajo la guía y el mando de los Obispos. De hecho, en la Iglesia a nadie le es concedido presidir, enseñar y gobernar si no a vosotros, que “el Espíritu Santo puso a regir la Iglesia de Dios”. Nuestros Predecesores desde hace tiempo aprobaron y bendijeron a los católicos que se unen en asociaciones con fines diversos, pero siempre para el bien de la religión. También Nos no tenemos ninguna duda en honrar con Nuestra alabanza un propósito tan noble, y deseamos ardientemente que se difunda ampliamente en las ciudades y en los campos. Sin embargo queremos que tales asociaciones en primer lugar y sobretodo miren a que todos aquellos que sean acogidos en ellas vivan constantemente según la ética cristiana. En verdad, bien poco interesa discutir sutilmente sobre muchos problemas, y disertar con elocuencia sobre leyes y deberes cuando todo esto se separa de la práctica. Los tiempos de hecho exigen la acción; pero esta debe estar totalmente dirigida a respetar integral y santamente las leyes divinas y las prescripciones de la Iglesia, a profesar libre y abiertamente la religión, y en fin a cumplir obras de caridad de todo género, sin ningún respeto para sí ni para los intereses terrenos. Los luminosos ejemplos de tantos soldados de Cristo acudirán aún más a encender y empujar los ánimos que no las palabras y las rebuscadas disquisiciones; y fácilmente sucederá que, removido todo temor, depuestos los prejuicios y los titubeos, muchísimos serán reconducidos a Cristo, y por lo tanto buscarán por todas partes el conocimiento y el amor a él: esta es la vía de la fraterna y duradera felicidad. Ciertamente, si en las ciudades y en cada pueblo son fielmente seguidas las enseñanzas divinas, si se honran las cosas sacras, si es frecuente el uso de los sacramentos, si son observados todos los principios que informan la vida cristiana, entonces, Venerables Hermanos, no habrá ninguna razón de fatiga ulterior porque todo se resuelva en Cristo. Y no se crea que todo esto mire solo a conseguir bienes celestiales: alcanzará muchísimo también a nuestro tiempo y a la pública convivencia. Obtenidos de hecho estos resultados, los notables y los ricos, con sentido de justicia y de caridad, estarán junto a los más pobres, y estos soportarán con tranquilidad y paciencia las angustias de una condición más desafortunada; los ciudadanos no obedecerán a su pasión sino a las leyes; será justo respetar y amar los príncipes y los gobernantes, los cuales “no tienen poder si no de Dios”. ¿Qué decir aún? Entonces, finalmente, todos estarán persuadidos de que la Iglesia, como fue fundada por Cristo, debe gozar de plena e íntegra libertad y no sustraerse a extraño poder; y Nos, al reivindicar esta misma libertad, no solo protegemos los sacrosantos

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derechos de la religión, pero proveemos también al bien común y a la seguridad de los pueblos. “La piedad es útil para todas las cosas”, y allá donde es íntegra y reina “el pueblo reposará en la belleza de la paz”. Dios, “que es rico en misericordia”, acelere benigno esta restauración de las humanas gentes en Cristo Jesús; de hecho “esta no es la obra ni de quien quiere, ni de quien corre, sino de Dios misericordioso”. En verdad, Venerables Hermanos, Nos “en espíritu de humildad” con cotidiana e insistente oración pedimos esta gracia a Dios por los méritos de Jesucristo. Recorramos además a la potentísima intercesión de la Madre de Dios; y para que sea a Nos propicia, en cuanto esta Carta lleva la fecha del día destinado a celebrar el Rosario Mariano, Nos disponemos y confirmamos cuanto Nuestro Predecesor ordenó, dedicando el mes de octubre a la augusta Virgen con la pública recitación del mismo Rosario en todas las iglesias. Además exhortamos a considerar como intercesores también al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia católica, y los santos Pedro y Pablo, príncipes de los Apóstoles. A fin de que todo esto suceda, y todo tenga un éxito conforme a vuestros deseos, invocamos el copioso socorro de las gracias divinas. Como testimonio de la dulcísima caridad con la cual abrazamos a vosotros y a todos los fieles que la providencia de Dios quiera confiarNos, a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a vuestro pueblo impartimos con tanto afecto en el Señor la Apostólica Bendición. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 4 de octubre de 1903, en el primer año de Nuestro Pontificado.

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Pío XI (1922-1939)

1925

Quas primas Carta Encíclica

11 de diciembre 1925

Sobre la fiesta de Cristo Rey En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano. Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

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La «paz de Cristo en el reino de Cristo» 1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo. 2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia. Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo? «Año Santo» 3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey. Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo? 4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro! Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra. 5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica

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Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo. Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

I. LA REALEZA DE CRISTO 6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad (Ef 3,19) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Dn 7,13-14); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas. a) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras. Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob (Nm 24,19); el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra (Sal 2). El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud (Sal 44). Y omitiendo

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otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra (Sal 71). 8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre (Is 9,6-7). Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra (Jer 23,5). Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente (Dn 2,44); y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible (Dn 7 13-14). Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas (Zac 9,9), ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas? b) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada. En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin (Lc 1,32-33.12), es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey (Mt 25,31-40) y públicamente confirmó que es Rey (Jn 18,37), y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra (Ap 1,5), y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan (Ibíd. 19,16). Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas (Hb 1,1), menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos (1Cor 15,25).

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c) En la Liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes. Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia. d) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza (In Luc. 10). Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas. e) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha (1Pe 1,18-19). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande (1Cor 6,20); hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo (Ibíd., 6,15).

II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO a) Triple potestad

13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas

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Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer (Conc. Trid., ses.6 c.21). Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad (Jn 14,15;15,10). El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo (Jn 5,22). En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse. b) Campo de la realeza de Cristo

a) En lo espiritual

14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal título de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

b) En lo temporal 15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.

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Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales (Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.). Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano (Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899).

c) En los individuos y en la sociedad 16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos (Hch 4,12). El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos (S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3). No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido» (Enc. Ubi arcano). 17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres (1Cor 7,23). 18. Y si los príncipes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran

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cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. 19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera. ¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre (Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899). .

III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY 20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey. Las fiestas de la Iglesia Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio. Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal

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manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual. En el momento oportuno 21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio (Sermón 47: De sanctis). Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías. 22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación. Contra el moderno laicismo 23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se

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incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios. 24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad. La fiesta de Cristo Rey 25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor. Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

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Continúa una tradición 26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900. 27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos. Coronada en el Año Santo 28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo el género humano. 29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.

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Condición litúrgica de la fiesta 30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente. Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud —con lo cual interpretamos la de todos los católicos— por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico. 31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo. Con los mejores frutos 32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.

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a) Para la Iglesia

En efecto: tributando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige —por derecho propio e imposible de renunciar— plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie. Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos. b) Para la sociedad civil

33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana. c) Para los fieles

34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios (Rom 6,13), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo

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cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección. 35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria. Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

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1928

Miserentissimus Redemptor Carta Encíclica

8 de mayo de 1928

Sobre la expiación que todos deben al Sagrado Corazón de Jesús

INTRODUCCIÓN Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque 1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (1). Voz dulcísima, prenda de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida. Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad» (2). Pero «no se encogió la mano del Señor» (3) en los tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios. Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo. 2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de nuestro Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la caridad de los fieles se entibiaba, la caridad de

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Dios se presentaba para ser honrada con culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron por aquella forma de devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, «en quien están escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia» (4). Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del humano linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto de amistad «el arco que aparece en las nubes»(5), así en los turbulentísimos tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la más astuta de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que no tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como implacable juez, el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad desplegada sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los hombres». La devoción al Sagrado Corazón de Jesús 3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia? Nadie extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente vindicaran esta probadísima devoción de las recriminaciones de los calumniadores y que la ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la fomentaran, conforme a las circunstancias. Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús. La consagración 4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eterna bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discípula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de la Colombiére, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.

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Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros» (6), por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine (7). Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (8), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano. Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano. Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.

LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN 5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación. Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación. Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de, justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo. Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o

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alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración (9), ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable. Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (10). En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia. Expiación de Cristo 6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí» (11). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades» (12); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (13); «borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz» (14), «para que, muertos al pecado, vivamos a la justicia» (15). Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo 7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados» (16); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (17), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras. 8. Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse» (18); por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan

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como «hostias vivas, santas, agradables a Dios» (19). Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio» (20). Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús» (21), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (22), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (23), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (24), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (25). Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar (26), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real sacerdocio» (27), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios» (28). Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza; «del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor» (29). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (30). Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la infinita caridad del Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más ardientemente correspondiésemos a su caridad. Comunión Reparadora y Hora Santa 9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.

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Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales. Consolar a Cristo 10. Mas, ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo» (31). Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras culpas» (32) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (33). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (34) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé» (35). La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia 11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín (36): «Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo». Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos» (37), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (38); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno

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por su parte miembro» (39), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros (40). Necesidad actual de expiación por tantos pecados 12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, «en poder del malo» (41). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (42). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los principios de aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora» (43). Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre del Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina. Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos» (44). El ansia ardiente de expiar 13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de

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reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia»( 45), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobremanera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas. Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida. Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces del Angel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades.

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS Causa de muchos bienes 14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de la consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a tener su deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la expiación o reparación, desde un principio santamente introducida y santamente propagada. Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por nuestra autoridad apostólica, más solemnemente se practique por todo el universo católico. A este fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús —fiesta que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de doble de primera clase con octava— en todos los templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor. No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta devoción santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y preclaros bienes sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad sagrada, a la civil y a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió a Santa Margarita María «que todos aquellos que con esta devoción honraran su Corazón, serían colmados con gracias celestiales». Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron» (46), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón» (47); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando

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vieren a Aquel a quien hirieron «venir en las nubes del cielo» (48), tarde y en vano lloren sobre Él (49). Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevas fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?» (50); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia» (51). Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de Dios, que por diez justos movido a misericordia perdonó a los de Sodoma, mucho más perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y felizmente aplacada por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo, su Mediador y Cabeza. La Virgen Reparadora 15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de Dios nuestros deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo alimentaba, cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión misteriosa con Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la llama piadosamente, reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo, que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres» (52), quiso asociarse a su Madre como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y mediadora, amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de nuestra paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la grey confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928, séptimo de nuestro pontificado.

* * * * * * *

ORACIÓN EXPIATORIA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio, míranos aquí postrados ante tu altar. Queremos reparar con especiales manifestaciones de honor tan indigna frialdad y las injurias con las que en todas partes es herido por los hombres tu amoroso Corazón. Recordando, sin embargo, que también nosotros nos hemos manchado tantas veces con el mal, y sintiendo ahora vivísimo dolor, imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no sólo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y guía, obstinándose en su infidelidad, y han sacudido el yugo suavísimo de tu ley, pisoteando las promesas del bautismo. A1 mismo tiempo que queremos expiar todo el cúmulo de tan deplorables crímenes, nos proponemos reparar cada uno de ellos en particular: la inmodestia y las torpezas de la vida

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y del vestido, las insidias que la corrupción tiende a las almas inocentes, la profanación de los días festivos, las miserables injurias dirigidas contra ti y contra tus santos, los insultos lanzados contra tu Vicario y el orden sacerdotal, las negligencias y los horribles sacrilegios con que se profana el mismo Sacramento del amor divino y, en fin, las culpas públicas de las naciones que menosprecian los derechos y el magisterio de la Iglesia por ti fundada. ¡Ojalá que podamos nosotros lavar con nuestra sangre estos crímenes! Entre tanto, como reparación del honor divino conculcado, te presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la Virgen, de todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofreciste un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días en los altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros y por los demás: la indiferencia a tan grande amor con la firmeza de la fe, la inocencia de la vida, la observancia perfecta de la ley evangélica, especialmente de la caridad, e impedir además con todas nuestras fuerzas las injurias contra ti, y atraer a cuantos podamos a tu seguimiento. Acepta, te rogamos, benignísimo Jesús, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Reparadora, el voluntario ofrecimiento de expiación; y con el gran don de la perseverancia, consérvanos fidelísimos hasta la muerte en el culto y servicio a ti, para que lleguemos todos un día a la patria donde tú con el Padre y con el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. Notas 1. Mt 28,20. 2. Sab 8,1. 3. Is 59,1. 4. Col 2,3. 5. Gén 2,14. 6. Lc 19,14. 7. 1 Cor 15,25. 8. Ef 1,10. 9. S. Th. II-II q.81, a.8c. 10. Ef 2,3. 11. Heb 10,5.7. 12. Is 53,4-5. 13. 1 Pe 2,24. 14. Col 2,14. 15. 1 Pe 2,24. 16. Col 2,13. 17. Col 1,24. 18. Conc. Trid., sess.22 c.2. 19. Rom 12,1. 20. Epist. 63 n.381. 21. 2 Cor 4,10. 22. Cf. Gál 5,24. 23. 2 Pe 1,4. 24. 2 Cor 4,10.

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25. Heb 5,1. 26. Mal 1-2. 27. 1 Pe 2,9. 28. Heb 5,1. 29. Ef 4,15-16. 30. Jn 17,23. 31. In Ioan. tr.XXVI 4. 32. Is 53,5. 33. Is 5. 34. Lc 22,43. 35. Sal 68,21. 36. In Ps. 86. 37. Hech 91,1. 38. Hech 5. 39. 1 Cor 12,27. 40. Ibíd. 41. 1 Jn 5,19. 42. 2 Pe 2,2. 43. 2 Tes 2,4. 44. Mt 24,12. 45. Rom 5,20. 46. Jn 19,37. 47. Is 46,8. 48. Mt 26,64. 49. Cf. Ap 1,7. 50. Sal 19,10. 51. Lc 15,4. 52. Tim 2,3

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1932

Caritate Christi compulsi Carta Encíclica

3 de mayo de 1932

Sobre la crisis material y espiritual del mundo actual y su remedio: la reparación al Sagrado Corazón de Jesús

Venerables Hermanos: salud y bendición apostólica La caridad de Cristo Nos impulsó a invitar con Nuestra Encíclica "Nova impendet" del 2 de Octubre pasado (1) a todos los hijos de la Iglesia Católica, y a todos los hombres de corazón, a agruparse en una santa cruzada de amor y de socorro para aliviar en algo las terribles consecuencias de la crisis económica en que se debate la humanidad; y en verdad con admirable y concorde arranque contestó a Nuestro llamado la generosidad y actividad de todos. Mas el malestar ha ido creciendo, el número de los desocupados en todas partes ha aumentado, y de ello aprovechan los partidos de ideas subversivas para intensificar su propaganda; por lo que el orden público se encuentra amenazado cada vez más y el peligro del terror o de la anarquía, se cierne siempre mayor sobre la actual sociedad. En tal estado de cosas, la misma caridad de Cristo Nos estimula a dirigirnos de nuevo a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestros feligreses, a todo el mundo, para exhortar a todos a unirse y a oponerse con todas sus fuerzas a los males que oprimen a toda la humanidad, y a aquellos aun peores que la amenazan. Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual; hasta los flagelos más grandes, que han dejado ciertamente en la vida y en la memoria de los pueblos huellas indelebles, cayeron ora sobre una nación ora sobre otra. En cambio, ahora la humanidad entera se encuentra tan tenazmente agobiada por la crisis financiera y económica, que cuanto más se agita, tanto más indisolubles parecen sus lazos; no hay pueblo, no hay Estado, no hay sociedad o familia, que en una u otra forma, directa o indirectamente, más o menos, no sientan su repercusión. Los mismos, escasos por cierto en número, que parecen tener en sus manos, junto con las riquezas más grandes, los destinos del mundo; hasta aquellos poquísimos, que con sus especulaciones han sido o son en gran parte la causa de tanto malestar, son ellos mismos con frecuencia sus primeras y más dolorosas víctimas, que arrastran consigo al abismo las fortunas de innumerables otros; verificándose así en modo

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terrible y en todo el mundo, lo que el Espíritu Santo proclamara para cada uno de los pecadores: Cada cual es atormentado por las mismas cosas con las que ha pecado (2). Lamentable estado de cosas, Venerables Hermanos, que hace gemir Nuestro corazón de padre y Nos hace sentir siempre más íntimamente la necesidad de imitar, en Nuestra pequeñez, el sublime sentimiento del Corazón Sacratísimo de Jesús: Tengo compasión de este pueblo (3) Pero más deplorable aun es la raíz de la cual derivan estas cosas, porque, si es siempre verdad lo que afirma el Espíritu Santo por boca de san Pablo, que la ambición es la raíz de todos los males (4), esto vale sobremanera en el caso actual. ¿Y no es, acaso, esta ambición de los bienes terrenales la que el Poeta pagano llamara ya con justo desdén la execrable sed de oro (5); no es, acaso, aquel sórdido egoísmo, que con mucha frecuencia preside las mutuas relaciones individuales y sociales; no es, en fin, la ambición, cualquiera sea su especie y forma, la que ha arrastrado al mundo a los extremos que todos vemos y deploramos? En efecto, de la ambición proviene la mutua desconfianza, que dificulta todo comercio humano; de la ambición, la detestable envidia, que hace considerar como daño propio el provecho de los demás; de la ambición, el individualismo abyecto que todo lo ordena y subordina al propio provecho sin cuidarse de los demás y más aun, hollando cruelmente todos sus derechos. De ahí el desorden y el injusto desequilibrio, por el cual se ven las riquezas de las naciones acumuladas en las manos de muy pocos favorecidos, que regulan a su antojo el mercado mundial, con daño inmenso de las muchedumbres como ya lo hemos manifestado el pasado año en Nuestra Carta Encíclica "Quadragesimo Anno" (6). Porque abusando del legítimo amor a la patria y llevando a la exageración aquel sentimiento de justo nacionalismo, que el legítimo orden de la caridad cristiana no sólo no desaprueba sino que regulándolo, lo santifica y le da vida; este mismo egoísmo al insinuarse en las relaciones entre pueblo y pueblo, no hay exceso que no parezca justificado, y lo que entre los individuos sería por todos juzgado reprobable se considera lícito y digno de encomio cuando es ejecutado en nombre de tan exagerado nacionalismo. En lugar de la gran ley del amor y de la fraternidad humana, que abraza a todos los individuos y todos los pueblos, y los enlaza en una sola familia, con un solo Padre que está en los cielos, entra en mala hora el odio que arrastra a todos a la ruina. En la vida pública se pisotean los sagrados principios que eran el sostén de toda convivencia social; se alteran los sólidos fundamentos del derecho y de la lealtad sobre los que debería basarse el Estado, se violan y se cierran las fuentes de aquellas antiguas tradiciones que en la fe en Dios y en la fidelidad a su ley veían las bases más seguras del verdadero progreso de los pueblos. Aprovechando de tanta estrechez económica y de tanto desorden moral, los enemigos de todo orden social, llámense comunistas o tengan cualquier otro nombre —y es éste el mal más terrible de nuestros tiempos— audazmente se dedican a romper todo freno, a despedazar todo vínculo de ley divina o humana, a empeñar abierta o secretamente la lucha más encarnizada contra la religión, contra Dios mismo, desarrollando el diabólico programa de arrancar del corazón de todos, hasta de los niños, todo sentimiento religioso, porque

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saben perfectamente que, arrancada del corazón de la humanidad la fe en Dios, podrán conseguir todo lo que quieran. Y así vemos hoy lo que jamás se viera en la historia, a saber: desplegadas al viento sin reparo las banderas satánicas de la guerra contra Dios y contra la religión en medio de todos los pueblos y en todas las partes del mundo. Nunca han faltado los impíos, ni nunca faltaron tampoco los ateos; pero eran relativamente pocos y raros, y no osaban o no creían oportuno descubrir demasiado abiertamente su impío pensamiento, como parece pretende insinuar el mismo inspirado Cantor de los Salmos, cuando exclama: Dijo el necio en su corazón: Dios no existe (7). El impío, el ateo, uno entre muchos, niega a Dios, su Creador, pero en lo íntimo de su corazón. Hoy, en cambio, el ateísmo ha invadido ya grandes multitudes pueblo: con sus organizaciones se insinúa ya en las escuelas públicas, se manifiesta en los teatros y para difundirse se vale de apropiadas películas cinematográficas, del fonógrafo, de la radio; con sus propias tipografías imprime folletos en todos los idiomas; promueve especiales exposiciones y públicas manifestaciones, ha constituido partidos políticos propios, instituciones comerciales y militares propias. Este ateísmo organizado y militante trabaja incansablemente por medio de sus agitadores, con conferencias e ilustraciones, con todos los medios de propaganda oculta y manifiesta, entre todas las clases, en todas las calles, en todo salón, dando a ésta su nefasta actividad la autoridad moral de sus mismas universidades, y estrechando a los incautos con los potentes vínculos de su fuerza organizadora. Al ver tanta laboriosidad puesta al servicio de una causa tan inicua, Nos viene, en verdad, espontáneo a la mente y a los labios el triste lamento de Cristo: Los hijos de ente siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la Luz (8). Además, los corifeos de toda esta campaña de ateísmo, sacando partido de la actual crisis económica, con dialéctica infernal, buscan la causa de esta miseria universal. La Santa Cruz de Nuestro Señor, símbolo de humildad y pobreza, es colocada junto con los símbolos del moderno imperialismo, como si la Religión estuviese aliada con esas fuerzas tenebrosas, que tantos males producen entre los hombres. Así intentan, y no sin éxito, el ligar la guerra contra Dios con la lucha por el pan de cada día, con el ansia de poseer un terreno propio, de tener salarios convenientes, habitaciones decorosas, en resumen, un estado de vida que convenga al hombre. Los más legítimos y necesarios deseos, como los instintos más brutales, todo sirve para su programa antirreligioso; como si la ley divina estuviese en contradicción con el bienestar de la humanidad y no fuese por el contrario su única y segura tutela; como si las fuerzas humanas, por los medios de la moderna técnica, pudieran combatir las fuerzas divinas para introducir un nuevo y mejor orden de cosas. Ahora bien; millones de hombres, en la creencia de luchar por la existencia, se aferran con todo a tales teorías en una total negación de la verdad y gritan contra Dios y la Religión. Y estos asaltos no van solamente dirigidos contra la religión católica, sino contra todos los que aun reconocen a Dios como Creador del cielo y de la tierra, y como absoluto Señor de todas las cosas. Y las sociedades secretas, que están siempre prontas para apoyar la lucha contra Dios y contra la Iglesia, de cualquier lado venga, no cesan de excitar cada vez más este odio insano, que no puede traer ni la paz ni la felicidad a ninguna clase social, sino que conducirá ciertamente todas las naciones a la ruina.

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Así esta nueva forma de ateísmo, mientras desencadena los más violentos instintos del hombre, con cínico descaro, proclama que no podrá haber ni paz ni bienestar sobre la tierra, mientras no se haya desarraigado hasta el último vestigio de religión, y no se haya suprimido su último representante. Como si con ello pudiere sofocarse el admirable concierto, con el cual lo creado canta la gloria del Creador (9).

II Sabemos, perfectamente, Venerables Hermanos, que serán vanos todos estos esfuerzos y que en la hora por El establecida se levantará Dios y se dispersarán sus enemigos (10); sabemos que las puertas del infierno no prevalecerán (11); sabemos que Nuestro Redentor, como lo predijo, golpeará la tierra con el cetro de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al impío (12) y terrible sobremanera será para esos infelices la hora en que caerán en las manos de Dios vivo (13). Y esta confianza inconcusa en el triunfo final de Dios y de su Iglesia Nos viene, por infinita bondad del Señor, confirmada cada día, por la comprobación consoladora del renunciamiento generoso de innumerables almas hacia Dios en todas las partes del mundo y en todas las clases sociales. Y es verdaderamente un soplo potente del Espíritu Santo el que pasa ahora sobre toda la tierra, atrayendo especialmente las almas juveniles a los más sublimes ideales cristianos, elevándolas por encima de todo respeto humano, adaptándolas a cualquier sacrificio por heroico que sea; un soplo divino que sacude todas las almas aun a su pesar y les hace sentir una interna inquietud, una verdadera sed de Dios, aun a aquellas que no se atreven a confesarlo. También Nuestra invitación a los laicos para participar en el apostolado jerárquico desde las filas de la Acción Católica ha sido dócil y generosamente atendida en todas partes; va creciendo continuamente en las ciudades y en los campos, el número de aquellos que con todas las fuerzas se dedican a la propagación de los principios cristianos y a su aplicación práctica en los actos de la vida publica, mientras al mismo tiempo procuran confirmar sus palabras con los ejemplos de su vida perfecta. Sin embargo, ante tanta impiedad, ante tan grande ruina de las más santas tradiciones, ante el estrago de tantas almas inmortales, ante tantas ofensas a la Divina Majestad no podemos, Venerables Hermanos, dejar de desahogar todo el acerbo dolor que sentimos; no podemos dejar de alzar Nuestra voz, y con toda la energía del pecho apostólico tomar la defensa de los derechos de Dios conculcados, y de los más sagrados sentimientos del corazón humano que tienen tan absoluta necesidad de Dios. Tanto más cuanto que en estas falanges, presas de espíritu diabólico, no se contentan con vociferar, sino que unen todos sus esfuerzos para llevar a cabo cuanto antes sus nefastos designios. ¡Ay de la humanidad, si Dios, tan vilipendiado por sus criaturas, diera, en su justicia, libre curso a esa tormenta devastadora y se sirviera de ella como de un flagelo para castigar al mundo! Es, por consiguiente, necesario, Venerables Hermanos, que incansablemente nos pongamos en contra, como muralla para defender la casa de Israel (14), uniendo también nosotros todas nuestras fuerzas en un único y sólido frente compacto contra las malvadas falanges enemigas tanto de Dios como de la humanidad. En efecto, en esta lucha se ventila el

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problema fundamental del universo y se trata la más importante cuestión sometida a la libertad humana; con Dios o contra Dios; es ésta, nuevamente, la elección que debe decidir el destino de la humanidad; en la política, en las finanzas, en la moralidad, en las ciencias, en las artes, en el Estado, en la sociedad civil y doméstica, en Oriente y en Occidente, en todas partes asómase este problema como decisivo por las consecuencias que de él se derivan. De manera que los mismos representantes de una concepción totalmente materialista del mundo ven siempre reaparecer delante de ellos la cuestión de la existencia de Dios que creían ya suprimida para siempre, y se ven obligados a reanudar su discusión. Por ello, pues, conjuramos en el Señor, tanto a los individuos como a las naciones, a deponer ante tales problemas y en estos momentos de tan encarnizadas luchas vitales para la humanidad, ese mezquino individualismo y abyecto egoísmo, que ciega aún las inteligencias más perspicaces y hace fracasar cualquier noble iniciativa, por poco que esta salga de los estrechos límites del restringidísimo cerco de sus pequeños particulares intereses; únanse todos, aún con graves sacrificios, para salvarse a sí mismos y salvar a la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas deben ser naturalmente los primeros quienes se glorían del nombre de cristianos, recordando la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, cuando la multitud de los creyentes formaba un solo corazón y una sola alma (15); mas concurran leal y cordialmente también todos los otros que todavía admiten un Dios y le adoran, para alejar de la humanidad el grave peligro que amenaza a todos. Porque, en efecto, el creer en Dios es la base indestructible de todo orden social y de toda responsabilidad sobre la tierra: y por ello todos los que no quieren la anarquía y el terror deben enérgicamente empeñarse en que los enemigos de la religión no alcancen el objetivo que tan abiertamente han proclamado. Sabemos. Venerables Hermanos, que en esta lucha por la defensa de la religión se deben usar también todos los medios humanos legítimos que están en Nuestra mano. Por esto, Nos, siguiendo las huellas luminosas de Nuestro Predecesor León XIII, de santa memoria con Nuestra Encíclica "Quadragesimo Anno” hemos con toda energía reclamado un más equitativo reparto de los bienes de la tierra y hemos indicado los medios más eficaces que debieran devolver la salud y la fuerza al cuerpo social enfermizo, dando tranquilidad y paz a sus dolientes miembros. Porque la irresistible aspiración a alcanzar una conveniente felicidad, aun sobre la tierra, ha sido puesta por el Creador de todas las cosas en el corazón del hombre; y el Cristianismo ha reconocido siempre y promovido con todo empeño los justos esfuerzos de la verdadera cultura y del sano progreso para el perfeccionamiento y el desarrollo de la humanidad. Pero, frente a este odio satánico contra la religión, que recuerda al misterio de iniquidad de que habla San Pablo (16), los solos medios humanos y las providencias de los hombres no bastan: y Nos, Venerables Hermanos, creeríamos ser indignos de Nuestro apostólico ministerio si no tratáramos de señalar a la humanidad los maravillosos misterios de luz que esconden en sí ellos solos la fuerza para subyugar a las tinieblas. Cuando el Señor, descendiendo de los esplendores del Tabor, devolvió la salud al joven maltratado por el demonio, que sus discípulos no habían podido curar, a la humilde pregunta de éstos: ¿Por qué causa no lo hemos podido nosotros echar?, contestó con las memorables palabras: Esta casta no se arroja sino mediante la oración y el ayuno (17).

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Plácenos, Venerables Hermanos, que estas divinas palabras se deben aplicar exactamente a los males de nuestros tiempos, que sólo por medio de la oración y de la penitencia pueden ser conjurados. Teniendo presente, pues, nuestra condición de seres esencialmente limitados y absolutamente dependientes del Ser Supremo, recurramos, antes que nada, a la oración. Sabemos por la fe cuál sea el poder de la oración humilde, confiada, perseverante; a ninguna otra obra piadosa fueron jamás acordadas por el Omnipotente Señor tan amplias, tan universales, tan solemnes promesas como a la oración: Pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad y os abrirán. Porque todo aquel que pide recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá (18). En verdad, en verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá (19). ¿Y qué motivo más digno de nuestra plegaria, y más relacionado con la persona adorable de Aquél, que es el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre (20), que implorarle la conservación sobre la tierra de la fe en el solo Dios vivo y verdadero? Tal ruego lleva ya en sí una parte de su cumplimiento; porque donde un hombre ruega, allí se une a Dios, y mantiene, por tanto, por decirlo así, sobre la tierra la idea de Dios. El hombre que ruega, con misma humilde posición, ya profesa ante el mundo su fe en el Creador y Señor de todas las cosas; al reunirse con los demás en oración común reconoce con ello que no sólo el individuo, sino también la sociedad humana tiene sobre sí, en forma absoluta, un Supremo Señor. ¡Qué espectáculo no es para los cielos y para la tierra, la Iglesia en oración! Desde siglos, sin interrupción, desde una a otra medianoche, se viene repitiendo sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados; no hay hora del día que no esté santificada por su liturgia especial; no hay un solo período, pequeño o grande de la vida, que no tenga un lugar en el agradecimiento, en la alabanza, en la oración, en la reparación de la plegaria común del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Así la plegaria misma asegura la presencia de Dios entre los hombres, como lo prometió el Divino Redentor: Donde dos o tres personas se hallan congregadas en mi nombre, allí me hallo yo en de ellas (21). La oración quita el obstáculo dando el recto concepto de los bienes ríales. La oración, además, quitará de en medio, precisamente, la causa misma de las actuales dificultades, más arriba indicadas por Nos, a saber: la insaciable ambición de los bienes terrenales. El hombre que ruega mira arriba, es decir, a los bienes del cielo que medita y desea, todo su ser se hunde en la contemplación del admirable orden creado por Dios, que no conoce el frenesí de los acontecimientos ni se pierde en fútiles competencias de siempre mayor velocidad; y entonces, casi por sí solo, se restablecerá aquel equilibrio entre el trabajo y el descanso que con grave daño di la vida física, económica y moral, falta en absoluto a la moderna sociedad. Y si aquellos que por la superproducción industrial han caído en la desocupación y en la miseria, quisieran dar el tiempo conveniente a la oración, el trabajo y la producción volverían bien pronto a sus límites razonables, y la lucha que ahora divide a la humanidad en dos grandes campos de combate por los intereses

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transitorios, quedaría absorbida en la noble contienda por la adquisición de bienes celestiales y eternos. En esta forma se abriría camino también a la tan suspirada paz, como muy brillantemente lo señala San Pablo, en la página donde une precisamente el precepto de la oración con los santos deseos de paz y de la salvación de todos los hombres. Recomiendo, pues, en primer lugar, que se hagan súplicas, oraciones, votos, acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en alto puesto, a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad honestidad. Esto, en efecto, es cosa buena y agradable a los ojos de Dios, Salvador nuestro, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen conocimiento de la verdad (22). Pídase la paz para todos los hombres, y especialmente para aquellos que en la sociedad humana tienen las graves responsabilidades del gobierno; ¿cómo podrán dar paz a sus pueblos si no la tienen consigo mismos?, y es precisamente la oración la que según el Apóstol, debe traernos el regalo de la paz; la oración que se dirige al Padre celestial, que es el Padre de todos los hombres; la plegaria que es la expresión común de los sentimientos de familia, de aquella gran familia que se extiende más allá de los confines de cualquier país y de cualquier continente. Hombres que en toda nación ruegan mismo Dios por la paz sobre la tierra, no pueden ser al mismo tiempo portadores de discordia entre los pueblos; hombres que se dirigen en su plegaria a la Divina Majestad no pueden fomentar aquel imperialismo nacionalista que de cada pueblo hace su propio Dios: hombres que miran al Dios de la paz y de la caridad (23) que a El recurren por medio de Cristo, que es nuestra paz (24), no encontrarán descanso hasta que la paz, que no puede dar el mundo, descienda del Dador de todo bien, sobre los hombres de buena voluntad (25). La paz sea con vosotros (26), fue el saludo pascual del Señor a sus Apóstoles y primeros discípulos; y este saludo de bendición, desde aquellos tiempos primitivos hasta nuestros días, jamás ha faltado en la sagrada liturgia de la Iglesia, y hoy, más que nunca, debe confortar y reanimar de nuevo los exacerbados y oprimidos corazones humanos. Mas a la oración hay que agregar también la penitencia, el espíritu de penitencia, la práctica de la penitencia cristiana. Así nos lo enseña el Divino Maestro, cuya primera predicación fue, precisamente, la penitencia: Empezó Jesús a predicar y decir: Haced penitencia (27). Así nos lo enseña también toda la tradición cristiana, toda la historia de la Iglesia; en las grandes calamidades, en las grandes tribulaciones del Cristianismo, cuando era más urgente la necesidad de la ayuda de Dios, los fieles espontáneamente, o, lo que era más frecuente, siguiendo el ejemplo y la exhortación de sus sagrados Pastores, han echado mano de las dos valiosísimas armas de la vida espiritual: la oración y la penitencia. Por aquel sagrado instinto, del que casi inconscientemente se deja guiar el pueblo cristiano cuando no ha sido extraviado por los sembradores de cizaña y que por otra parte no es otra cosa que aquel sentimiento de Cristo (28), de que nos habla el Apóstol, los fieles siempre han experimentado en tales casos la necesidad de purificar sus almas del pecado mediante la contrición de corazón, con el sacramento de la reconciliación; y de aplacar la Divina Justicia aun con externas obras de penitencia.

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Bien sabemos y con vosotros, Venerables Hermanos, deploramos, que en nuestros días la idea y el nombre de expiación y de penitencia, en muchos han perdido en gran parte la virtud de suscitar aquellos arranques del corazón y aquellos heroísmos de sacrificio que otrora sabían infundir, mostrándose a los ojos de los hombres de fe como marcados por un carácter divino a imitación de Cristo y de sus Santos: ni faltan quienes quieran eliminar las mortificaciones externas, como cosas de tiempos remotos; sin hablar del moderno hombre autónomo, que desprecia la penitencia como expresión de índole servil, y es así lógico que cuanto más se debilite la fe en Dios, tanto más se confunda y desvanezca la idea de un pecado original y de una primitiva rebelión del hombre contra Dios, y, por tanto, se pierda aun más el concepto de la necesidad de la penitencia y de expiación. Pero nosotros, Venerables Hermanos, debemos, en cambio, por Nuestra obligación pastoral, tener bien en alto estos nombres y estos conceptos y conservarlos en su verdadero significado, en su genuina nobleza y más todavía en su práctica y necesaria aplicación a la vida cristiana. A ello nos incita la defensa misma de Dios y de la Religión, que venimos amparando, porque la penitencia es por su naturaleza un reconocimiento y restablecimiento del orden moral en el mundo, fundado en la ley eterna, es decir, en Dios vivo. Quien da a Dios la cumplida satisfacción por el pecado, reconoce en ello la santidad de los supremos principios de la moral, su fuerza interior de obligación, y la necesidad de una sanción contra sus violaciones. Y es en verdad uno de los más peligrosos errores de nuestra época el haber pretendido separar la moral de la religión, quitando así la solidez de toda base para cualquier legislación. Error intelectual éste, que podía quizás pasar desapercibido y aparecer menos peligroso cuando se limitaba a pocos y la fe en Dios era aún patrimonio común de la humanidad y tácitamente se presumía también aceptada por aquellos que no hacían de ella profesión declarada. Mas hoy, cuando el ateísmo se difunde entre las masas del pueblo las consecuencias prácticas de ese error se tornan terriblemente tangibles y entran en el campo de la tristísima realidad. En lugar de las leyes morales que se desvanecen junto con la pérdida de la fe en Dios, se impone la fuerza violenta que pisotea todo derecho. La lealtad y corrección de antaño en el proceder y en el comercio mutuo, tan celebrada hasta por los retóricos y poetas del paganismo, da lugar ahora a las especulaciones sin conciencia tanto en los negocios propios como en los ajenos. Y, en efecto, ¿cómo puede mantenerse un contrato cualquiera, y qué valor puede tener un tratado, donde falta toda garantía de conciencia? ¿Y cómo se puede hablar de garantía de conciencia, donde se ha perdido toda fe en Dios, todo temor de Dios? Desaparecida esta base, cualquier ley moral cae con ella, y no hay remedio alguno que pueda impedir la gradual, pero inevitable ruina de los pueblos, de las familias, del Estado, de la misma civilización humana.

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Es, por tanto, la penitencia un arma saludable, que está puesta en las manos de los intrépidos soldados Cristo, que quieren luchar por la defensa y el restablecimiento del orden moral del universo. Es arma que va directamente a la raíz de todos los males, a saber: a la concupiscencia de las riquezas materiales y de los placeres disolutos de la vida. Mediante sacrificios voluntarios, mediante prácticos renunciamientos, quizá dolorosos, mediante las varias obras de penitencia, el cristiano generoso sujeta las bajas pasiones que tienden a arrastrarlo a la violación del orden moral. Mas si el celo de la ley divina y la caridad fraterna son en él tan grandes como deben serlo, entonces no sólo se da al ejercicio de la penitencia por sí y por sus pecados, sino que se impone también la expiación de los pecados ajenos, a imitación de los Santos, que con frecuencia se hacían heroicamente víctimas de reparación por los pecados de generaciones enteras; más aún, a imitación del Divino Redentor, que se hizo Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (29). ¿No hay acaso, Venerables Hermanos, en este espíritu de penitencia, también un dulce misterio de paz? No hay paz para los impíos (30), dice el Espíritu Santo, porque viven en continua lucha y oposición con el orden de la naturaleza establecido por su Creador. Solamente cuando se haya restablecido este orden, cuando todos los pueblos lo reconozcan fiel y espontáneamente y lo confiesen; cuando las internas condiciones de los pueblos y las externas relaciones con las demás naciones se funden sobre esta base, sólo entonces será posible una paz estable sobre la tierra. Mas no bastarán a crear esta atmósfera de paz duradera ni los tratados de paz, ni los más solemnes pactos, ni los convenios o conferencias internacionales, ni los más nobles y desinteresados esfuerzos de cualquier hombre de Estado, si antes no se reconocen los sagrados derechos de la ley natural y divina. Ningún dirigente de la economía pública, ninguna fuerza organizadora podrá llevar jamás las condiciones sociales a una pacífica solución, si antes en el mismo campo de la economía no triunfa la ley moral basada en Dios y en la conciencia. Este es el valor fundamental de todo valor, tanto en la vida política como en la vida económica de las naciones; ésta es la moneda más segura, considerada la más firme, por la que las demás serán también estables ya que están garantizadas por la inmutable y eterna ley de Dios. También para los hombres individualmente es la penitencia base y vehículo de paz verdadera, alejándolos de las riquezas terrenales y caducas, elevándolos hacia los bienes eternos, dándoles aún en medio de las privaciones y adversidades una paz que el mundo con todas sus riquezas y placeres no puede darles. Uno de los cánticos más serenos y jubilosos que jamás se oyera en este valle de lágrimas ¿no es acaso el célebre "Cántico al Sol" de san francisco? Pues bien; quien lo compuso, quien lo escribió, quien lo cantó, era uno de los más grandes penitentes, el Pobrecito de Asís, que nada absolutamente poseía sobre la tierra y llevaba en su cuerpo extenuado los dolorosos estigmas de su Señor Crucificado. Por consiguiente, la oración y la penitencia son las dos poderosas fuerzas espirituales que en este tiempo nos ha dado Dios para que le reconduzcamos la humanidad extraviada que vaga sin guía por doquiera; fuerzas espirituales, que deben disipar y reparar la primera y principal causa de toda rebelión y de toda revolución: es decir, la rebelión contra Dios. Pero los mismos pueblos están llamados a decidirse por una elección definitiva: o ellos se entregan a estas benévolas y benéficas fuerzas espirituales, y se vuelven, humildes y

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contritos, a su Señor, Padre de misericordia; o se abandonan, junto con lo poco que aún queda de felicidad sobre la tierra, en poder de! enemigo de Dios, a saber: al espíritu de la venganza y de la destrucción. No Nos queda, pues, otra cosa sino invitar a esta pobre humanidad que ha derramado tanta sangre, que ha abierto tantas tumbas, que ha destruido tantas obras, que ha privado de pan y de trabajo a tantos hombres, no Nos queda, repetimos, sino invitarla con las tiernas palabras de la sagrada Liturgia: ¡Conviértete al Señor tu Dios! (31).

IV ¿Y qué ocasión más oportuna Nosotros podríamos indicaros, oh Venerables Hermanos, para tal unión de plegarias y reparaciones, que la próxima fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? El verdadero espíritu de tal solemnidad, como lo hemos ampliamente demostrado hace cuatro años, en Nuestra Carta Encíclica "Misserentisimus Redemptor” (32) es precisamente el espíritu de amorosa reparación y por ello hemos querido que en tal día de cada año y para siempre se rinda, en todas las iglesias del mundo, público acto de reparación por tantas ofensas que hieren a ese Divino Corazón. Sea, pues, este año la la fiesta del Sagrado Corazón para toda la Iglesia, una santa emulación de reparación y de impetración. Acudan numerosos los fieles a la mesa eucarística, acudan al pie de los altares a adorar al Salvador del mundo bajo el velo del Sacramento, que vosotros, Venerables Hermanos, procuraréis esté en ese día solemnemente expuesto en todas las Iglesias; desahoguen en aquel Corazón misericordioso, que ha conocido todas las penas del corazón humano, el desborde de su dolor, la firmeza de su fe, la confianza de su esperanza, el ardor de su caridad. Ruéguenle, interponiendo el poderoso patrocinio de María Santísima, Mediadora de todas las gracias, por sí y por sus familias, por su patria, por la Iglesia; ruéguenle por el Vicario de Cristo en la tierra y por los demás pastores, que con El soportan el formidable peso del gobierno espiritual las almas; ruéguenle por los hermanos creyentes, por los hermanos extraviados, por los incrédulos, por los infieles; y, finalmente, por los mismos enemigos de Dios y de la Iglesia, para que se conviertan. Manténgase después el espíritu de oración y de reparación intensamente vivo y activo en todos los fieles durante toda la octava, privilegio litúrgico del que Nos hemos querido fuese enriquecida esta fiesta: háganse durante estos días, en la forma que cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, según las circunstancias locales, creyera oportuno prescribir o aconsejar, públicas rogativas y otros devotos actos de piedad según las intenciones brevemente mencionadas más arriba: a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia, para ser socorridos en el oportuno (33). Sea ella en realidad para todo el pueblo cristiano una octava de reparación y de santa tristeza; sean días de mortificación y de plegaria. Absténgase los fieles de espectáculos y diversiones aun lícitas; prívense los más acomodados, voluntariamente, en espíritu de austeridad, de alguna cosa del acostumbrado método de vida, aún cuando este fuera

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moderado; antes bien prodiguen a los pobres el fruto de aquella economía, ya que la limosna es también un óptimo medio para aplacar la Divina Justicia y atraerse las divinas misericordias. Y los pobres, y todos aquellos que en este tiempo se encuentran bajo la dura prueba de la falta de trabajo y de pan, ofrezcan con igual espíritu de penitencia, con mayor resignación, las privaciones que les son impuestas por los difíciles tiempos y por la condición social que la Divina Providencia les ha señalado en sus inescrutables pero siempre amorosos designios; acepten ánimo humilde y confiado, de la mano de Dios, los efectos de la pobreza agravados por las estrecheces en se agita actualmente la humanidad, elévense más generosamente hasta divina sublimidad de la Cruz de Cristo, reflexionando que si el trabajo es uno de los mayores valores de la vida, ha sido, sin embargo, el amor de un Dios paciente el que ha salvado al mundo; confórtense en la seguridad de que sus sacrificios y penas cristianamente soportados concurrirán eficazmente a apresurar la hora de la misericordia y de la paz. El Corazón Divino de Jesús no podrá dejar de conmoverse por las preces y por los sacrificios de su Iglesia y terminará por decir a su Esposa que gime a sus pies bajo el peso de tantas penas y de tantos males: Grande es tu fe. Hágase conforme tú lo deseas (34). Con esta fe, avalorada por el recuerdo de la Cruz, sagrada señal y precioso instrumento de nuestra santa redención, de la que hoy celebramos la gloriosa invención, a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y pueblo, a todo el orbe católico, impartimos con paternal afecto la Apostólica Bendición. Dado en Roma, en San Pedro, en la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, 3 de Mayo del año 1932, undécimo de Nuestro Pontificado. Notas 1. Pío XI, AAS. 23 (1931) 393-97. 2. Sab. 11. 17. 3. Marc. 8, 2. 4. I Tim. 6, 10. 5. Virgilio, Eneida, Til, 57. 6. Enc. Quadragesimo Anno, 15-V-1931: AAS. 23 (1931 177-228.) 7. Salm. 13, 1; 52, 1. 8. Luc. 16, 8. 9. Salm. 18, 2. 10. Salm. 67, 2. 11. Ver Mat. 16, 18. 12. Ver Isaías 11, 4. 13. Hebr. 10, 31. 14. Ezeq. 13,5. 15. Act. 4, 32. 16. II Tes. 2, 7. 17. Mat. 17, 18-20.

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18. Mat. 7, 7-8. 19. Juan 16, 23. 20. I Tim. 2, 5. 21. Mat. 18, 20. 22. I Tim. 2, 1-4. 23. II Cor. 13, 11. 24. Efes. 2, 14. 25. Luc. 2, 14. 26. Juan 20, 19. 26. 27. Mat. 4, 17. 28. I Cor. 2, 16. 29. Juan 1, 29. 30. Isaías 48, 22. 31. Ecles. 17, 21: Oficio de la Semana Santa. Lamentaciones de Jeremías en Maitines. 32. Encíclica Misserentisimus Redemptor, 8-V- 1928. AAS. 20 (1928 165-172) 33. Hebr. 4, 16. 34. Mat. 15, 28.

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Pío XII (1939-1958)

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Summi pontificatus Carta Encíclica

20 de octubre de 1939 1. Dios, en su secreto designio, nos ha confiado, sin mérito alguno nuestro, la dignidad y las graves preocupaciones del supremo pontificado precisamente en el año en que se cumple el cuadragésimo aniversario de la consagración del género humano al Sacratísimo Corazón del Redentor, que nuestro inmortal predecesor León XIII intimó a todo el orbe, al declinar el pasado siglo, en los umbrales del Año Santo. 2. Con suma alegría e íntimo gozo acogimos entonces como mensaje del cielo la encíclica Annum Sacrum , precisamente cuando recién ordenados de sacerdote, habíamos podido recitar el Introibo ad altare Dei (Sal 42,4) . Y ¡con qué ardiente entusiasmo unimos nuestro corazón a los pensamientos y a las intenciones que animaban y guiaban aquel acto, llevado a cabo, no sin una especial providencia, por un Pontífice que con tan profunda agudeza conocía las necesidades y los males manifiestos y ocultos de su tiempo! Por esto, no podemos dejar de manifestar nuestro agradecimiento a la divina Providencia, que ha querido hacer coincidir nuestro primer año de pontificado con un recuerdo tan trascendental

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y querido de nuestro primer año de sacerdocio. Aprovechando de buena gana esta oportunidad, Nos queremos que el culto debido al Rey de reyes y al Señor de los señores (1Tim 6,15; Ap 19,16) sea como la plegaria introductoria de nuestro pontificado, cumpliendo así los deseos de nuestro santo predecesor. Sea este culto también el fundamento en que se apoyan y el propósito que pretenden tanto nuestra voluntad esperanzada como nuestra enseñanza y pastoral actividad, y, finalmente, el sufrimiento de los trabajos y penas, que consagramos exclusivamente a la difusión del reino de Cristo. 3. Si contemplamos a la luz de la eternidad los acontecimientos externos y el crecimiento de vida interior logrado durante los últimos cuarenta años y medimos, por una parte, sus grandezas y, por otra, sus deficiencias, aquella consagración del género humano a Jesucristo Rey revela cada vez más a nuestro espíritu su hondo significado sagrado, su simbolismo exhortador, su fuerza purificadora, elevante, defensora y consolidadora de las almas, y al mismo tiempo, con no menor evidencia, observan nuestros ojos con cuánta sabiduría procura esa consagración restablecer por completo la salud de toda la sociedad humana y promover la verdadera prosperidad de ésta. Esta consagración nos parece como un mensaje de exhortación y de gracia divina no sólo para la Iglesia, sino también para toda la humanidad, que, necesitada de estímulo y de guía, se apartaba del camino recto y, hundiéndose en las cosas de la tierra y poniendo en ellas de manera exclusiva su deseo, perecía miserablemente; mensaje para todos los hombres que, en número cada día mayor, se alejaban de la fe en Cristo e incluso también del reconocimiento y de la observancia de su ley; mensaje, finalmente, que se alzaba contra una concepción de la vida, muy extendida, para la cual el precepto del amor y la doctrina de la renuncia de sí mismo promulgada en el sermón evangélico de la montaña, e igualmente la divina gesta de amor realizada en la cruz, parecían un escándalo y una locura. De la misma manera que en otro tiempo el Precursor del Redentor, para responder a los que le preguntaban con deseo de instruirse, proclamaba: He aquí el Cordero de Dios (Jn 1,29) , para avisarles que el Deseado de los pueblos (Ag 2,8) , si bien todavía desconocido, vivía ya en medio de ellos, así también el Vicario de Jesucristo a todos aquellos que —renegados, dudosos, fluctuantes— se negaban a seguir al Redentor glorioso, viviente y operante siempre en su Iglesia, o le seguían con descuido y flojedad, con poderosa voz les conjuraba diciendo: He aquí vuestro Rey (Jn 19,14) . 4. De la propagación y del arraigo cada día mayor del culto al Sagrado Corazón de Jesús —derivados no sólo de la consagración del género humano, hecha al declinar el pasado siglo, sino también de la institución de la fiesta de Jesucristo Rey, creada por nuestro inmediato predecesor, de feliz memoria — han brotado innumerables bienes para los fieles como un impetuoso río que alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5) ¿Qué época ha tenido mayor necesidad de estos bienes que la nuestra? ¿Qué época más que la nuestra, a pesar de los progresos de toda clase que ha producido en el orden técnico y puramente exterior, ha sufrido un vacío interior tan crecido y una indigencia espiritual tan íntima? Se le puede aplicar con exactitud la palabra aleccionadora del Apocalipsis: Dices: Rico soy y opulento y de nada necesito, y no sabes que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo (Ap 3, 17). 5. No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al viento las banderas de nuestro Rey

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ante aquellos que han seguido banderas falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones, desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y dejará de prestar gustosamente su ayuda? Todo el que pertenece a la milicia de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo? Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo, cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos sangrientos del divino Redentor. 6. Que en esta situación, venerables hermanos, la ya próxima fiesta de Cristo Rey, en cuya fecha os llegará esta nuestra encíclica, os conceda los dones de la divina gracia, con los cuales puedan renovarse los hambres en las virtudes evangélicas y pueda renacer el reino de Cristo por todas partes. Que la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús, que en este día se celebrará de modo solemne y con especial devoción, reúna junto al altar del eterno Rey a los fieles de todos los pueblos y de todas las naciones en adoración y en reparación, para renovarle a Él y a su ley de verdad y de amor, ahora y siempre, el juramento de fidelidad. Beban en ese día la gracia divina todos los cristianos, para que en ellos el fuego que el Señor vino a traer a la tierra se convierta en llama cada vez más luminosa y pura. Sea día de gracia también para los tibios, los cansados, los hastiados, y renueven así todos ellos la integridad y la fortaleza de su espíritu. Sea también, por último, día de gracia para los que no han conocido a Cristo o lo han abandonado miserablemente, y la multitud de los fieles, muchos millones de hambres, rueguen juntos a Dios en ese solemne día que la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9) les ilumine y señale el camino de la salvación, y su divina gracia suscite en el inquieto espíritu de los extraviados la nostalgia de los bienes eternos, nostalgia que los impela a volver a Aquel que desde el doloroso trono de la cruz tiene sed de sus almas y ardiente deseo de ser también para ellos camino, verdad y vida (Jn 14,6). 7. Al poner esta primera encíclica de nuestro pontificado, con el corazón rebosante de confiada esperanza, bajo la bandera de Cristo Rey, Nos estamos absolutamente seguros de la unánime y entusiasta aprobación de toda la grey del Señor. Las experiencias y las ansiedades de la época presente despiertan la solidaridad entre todos los miembros de la familia católica y agudizan y purifican el sentimiento de esta solidaridad en grado raras veces conseguido. E igualmente excitan en todos los que crecen en Dios y siguen a Cristo como guía y maestro el reconocimiento de un peligro común que está amenazando sobre todos sin excepción.

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8. Este espíritu de mutua solidaridad entre los católicos, que, como hemos dicho, se ha visto aumentado por la peligrosa situación presente, y que confirma a los espíritus haciéndoles entrar dentro de sí y alimenta al mismo tiempo el propósito de futuras victorias, nos produjo un suave deleite y un sumo consuelo en aquellos días en que con trémulo paso, pero confiando en Dios, tomamos posesión de la Cátedra que la muerte de nuestro gran predecesor había dejado vacante. 9. Hoy, recordando el sinnúmero de testimonios de estrecha adhesión filial a la Iglesia y al Vicario de Cristo que libre y espontáneamente llegaron a Nos con motivo de nuestra elección y coronación, no podemos dejar de daros a vosotros, venerables hermanos, y a todos cuantos pertenecen a la familia católica, las gracias más conmovidas por los testimonios de amor reverente y de inquebrantable fidelidad al Papado enviados de todas partes al Pontífice, en el cual se reconocía la misión providencial del Sumo Sacerdote y del Pastor Supremo. Porque estas manifestaciones no estaban dirigidas a nuestra humilde persona, sino únicamente al alto y grave oficio a cuyo cumplimiento el Señor nos llamaba. Y si ya entonces experimentábamos la extraordinaria gravedad de la carga recibida que nos había impuesto la suma potestad que nos confería la Providencia divina, sin embargo, sentíamos el gran consuelo de ver aquella grandiosa y palpable demostración de la indivisible unidad de la Iglesia católica, que, levantada como muralla y baluarte, con tanta mayor firmeza y energía se une a la roca invicta de Pedro cuanto mayor aparece la jactancia de los enemigos de Cristo. 10. Este universal plebiscito de la unidad católica y de la fraterna y divina solidaridad de los pueblos ofrecido al Padre común nos parecía dar una esperanza tanto más feliz y más fecunda cuanto más trágicas eran las circunstancias materiales y espirituales del momento. Y su gozoso recuerdo nos siguió confortando durante los primeros meses de nuestro pontificado, cuando debimos padecer las fatigas, las ansiedades, y soportar las pruebas de que está sembrado el camino de la Esposa de Cristo. 11. No queremos tampoco pasar en silencio el reconocimiento que suscitó en nuestro corazón la felicitación de aquellos que, sin pertenecer al cuerpo visible de la Iglesia católica, en su nobleza y sinceridad, no han querido olvidar todo aquello que, en el amor a la persona de Cristo o en la fe en Dios, les une con Nos. Vaya a todos ellos la expresión de nuestra gratitud. Nos los encomendamos a todos y a cada uno a la protección y a la dirección del Señor, y aseguramos solemnemente que solo un pensamiento domina nuestra mente: imitar cuidadosamente el ejemplo del Buen Pastor, para conducir a todos a la verdadera felicidad y para que tengan vida, y la tengan más abundante (Jn 10,10) . 12. Pero de manera particular Nos deseamos mostrar aquí nuestro agradecimiento a los soberanos, a los jefes de Estado y a las autoridades públicas que, en nombre de sus respectivas naciones, con las cuales la Santa Sede se halla en amigables relaciones, han querido ofrecernos en aquella ocasión el homenaje de su reverencia. En este número y con ocasión de esta primera encíclica, dirigida a todos los pueblos del universo, con particular alegría nos es permitido incluir a Italia; Italia, que, como fecundo jardín de la fe católica, plantada por el Príncipe de los Apóstoles, después de los providenciales pactos lateranenses, ocupa un puesto de honor entre aquellos Estados que oficialmente se hallan

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representados cerca del Romano Pontífice. De estos pactos volvió a lucir como una aurora feliz la «paz de Cristo devuelta a Italia», anunciando una tranquila y fraterna unión de espíritus tanto en la vida religiosa como en los asuntos civiles; paz que, aportando siempre tiempos serenos, como pedimos al Señor, penetre, consuele, dilate y corrobore profundamente el alma del pueblo italiano, tan cercano a Nos y que goza del mismo ambiente de vida que Nos. Con ruegos suplicantes deseamos de todo corazón que este pueblo, tan querido a nuestros predecesores y a Nos, fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y asegurado por el divino auxilio, experimente cada día más la divina verdad de las palabras del salmista: Bienaventurado el pueblo que tiene al Señor por su Dios (Sal 143,15) . 13. Este nuevo y deseado orden jurídico y espiritual que para Italia y para todo el orbe católico creó y selló aquel hecho, digno de memoria indeleble para toda la historia, jamás nos pareció demostrar una tan grandiosa unión de espíritus como cuando desde la alta loggia de la Basílica Vaticana abrimos y levantamos por primera vez nuestros brazos y nuestra mano para bendecir a Roma, sede del Papado y nuestra amadísima ciudad natal; a Italia, reconciliada con la Iglesia católica, y a los pueblos del mundo entero. 14. Como Vicario de Aquel que, en una hora decisiva, delante del representante de la más alta autoridad de aquel tiempo, pronunció la augusta palabra: Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, oye mi voz (Jn 18,37), declaramos que el principal deber que nos impone nuestro oficio y nuestro tiempo es «dar testimonio de la verdad». Este deber, que debemos cumplir con firmeza apostólica, exige necesariamente la exposición y la refutación de los errores y de los pecados de los hombres, para que, vistos y conocidos a fondo, sea posible el tratamiento médico y la cura: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,32). En el cumplimiento de este oficio no nos dejaremos influir por consideraciones humanas o terrenas, del mismo modo, no cejaremos en el propósito emprendido ni por las desconfianzas, ni por las contradicciones, ni por las repulsas, no nos apartará tampoco de esta determinación el temor de que nuestra acción sea incomprendida o falsamente interpretada. Sin embargo, aun trabajando con cuidadosa diligencia para este fin, nuestra conducta estará animada por aquella caridad paterna que mientras nos ordena trabajar con suma tristeza a causa de los males que atormentan a los hijos, nos manda también señalar estos mismos hijos los oportunos remedios, imitando así al divino modelo de los pastores, Cristo, Señor nuestro, que nos da al mismo tiempo luz y amor: Practicando la verdad con amor (Ef 4, 15). 15. Ahora bien, el nefasto esfuerzo con que no pocos pretenden arrojar a Cristo de su reino, niegan la ley de la verdad por Él revelada y rechazan el precepto de aquella caridad que abriga y corrobora su imperio como con un vivificante y divino soplo, es la raíz de los males que precipitan a nuestra época por un camino resbaladizo hacia la indigencia espiritual y la carencia de virtudes en las almas. Por lo cual, la reverencia a la realeza de Cristo, el reconocimiento de los derechos de su regia potestad y el procurar la vuelta de los particulares y de toda la sociedad humana a la ley de su verdad y de su amor, son los únicos medios que pueden hacer volver a los hombres al camino de la salvación.

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16. Mientras escribimos estas líneas, venerables hermanos nos llega la terrible noticia de que, por desgracia, a pesar de todos nuestros esfuerzos por evitarlo, el terrible incendio de la guerra se ha desencadenado ya. Nuestra pluma casi se detiene cuando pensamos en las innumerables calamidades de aquellos que hasta ayer se gozaban con la modesta prosperidad de su propio hogar familiar. Nuestro corazón paterno se siente lleno de angustia al prever todos los males que podrán brotar de la tenebrosa semilla de la violencia y del odio, a los que la espada está abriendo ya sangrientos surcos. Sin embargo, cuando consideramos este diluvio de males presentes y tememos calamidades aún mayores para el futuro, juzgamos deber nuestro dirigir con creciente insistencia los ojos y los corazones de cuantos conservan todavía una voluntad recta hacia Aquel de quien únicamente viene la salvación del mundo, hacia Aquel cuya mano omnipotente y misericordiosa es la única que puede poner fin a esta tempestad; hacia Aquel, finalmente, cuya verdad y amor son los únicos que pueden iluminar las inteligencias y encender los espíritus de tantos hombres que, combatidos por las olas del error y por el ansia de un egoísmo inmoderado y casi sumergidos por las ondas de las contiendas, deben ser reformados nuevamente y devueltos al gobierno y al espíritu de Jesucristo. 17. Tal vez se puede esperar —y pedimos a Dios que así sea— que esta época de máximas calamidades mejore la manera de pensar y de sentir de muchos que, ciegamente confiados hasta ahora en las engañosas opiniones tan difundidas hoy día, despreocupados e imprudentes, pisaban un camino incierto lleno de peligros. Y muchos que no apreciaban la importancia y el valor de la misión pastoral de la Iglesia para la recta educación de los espíritus, comprenderán tal vez ahora mejor y estimarán más las amonestaciones de la Iglesia que ellos desatendieron en un tiempo más fácil y seguro. Las angustias presentes y la calamitosa situación actual constituyen una apología tan definitiva de la doctrina cristiana, que es tal vez esta situación la que puede mover a los hombres más que cualquier otro argumento. Porque de este ingente cúmulo de errores y de este diluvio de movimientos anticristianos se han cosechado frutos tan envenenados, que constituyen una reprobación y una condenación de esos errores, cuya fuerza probativa supera a toda refutación racional. 18. Porque, mientras las esperanzas fallan y desilusionan, la gracia divina sonríe a las almas temblorosas: se percibe el paso del Señor (Ex 12,11) y a la palabra del Redentor: He aquí que estoy a la puerta y llamo (Ap 3,20); se abren con frecuencia puertas que, de otro modo, nunca se abrirían. Dios es testigo de la ardorosa compasión, del santo gozo con que se vuelve nuestro corazón a aquellos que, experimentando tan dolorosas pruebas, sienten nacer en su interior el deseo impelente y saludable de la verdad, de la justicia y de la paz cristiana. Pero, incluso hacia aquellos para quienes no ha sonado todavía la hora de la iluminación celeste, nuestro corazón no conoce sino amor, y nuestros labios pronuncian plegarias a Dios para que en sus almas, indiferentes o enemigas de Cristo, haga brillar un rayo de aquella luz que un día transformó a Saulo en Pablo, y que ha demostrado su fuerza misteriosa precisamente en los tiempos más difíciles de la Iglesia. 19. En la hora presente, en que las calamitosas perturbaciones ocupan la mente de todos, no es nuestro propósito exponer una refutación completa de los errores de esta época —refutación que haremos cuando se presente ocasión oportuna—, sino desarrollar por escrito solamente algunas observaciones fundamentales sobre este tema.

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20. Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido. 21. Esta ley natural tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnisciente y justo juez de las acciones humanas. Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio de moralidad queda vacilando y perece, la voz de la naturaleza calla o al menos se debilita paulatinamente, voz que enseña también a los ignorantes y aun a las tribus no civilizadas lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito y lo ilícito, y les hace sentir que darán cuenta alguna vez de sus propias acciones buenas y malas ante un Juez supremo. 22. Como bien sabéis, venerables hermanos, el fundamento de toda la moralidad comenzó a ser rechazado en Europa, porque muchos hombres se separaron de la doctrina de Cristo, de la que es depositaria y maestra la Cátedra de San Pedro. Esta doctrina dio durante siglos tal cohesión y tal formación cristiana a los pueblos de Europa, que éstos, educados, ennoblecidos y civilizados por la cruz, llegaron a tal grado de progreso político y civil, que fueron para los restantes pueblos y continentes maestros de todas las disciplinas. Pero desde que muchos hermanos, separados ya de Nos, abandonaron el magisterio infalible de la Iglesia, llegaron, por desgracia, hasta negar la misma divinidad del Salvador, dogma capital y centro del cristianismo, acelerando así el proceso de disolución religiosa. 23. Narra el sagrado Evangelio que, cuando Jesús fue crucificado, las tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mt 27,45); símbolo luctuoso de lo que ha sucedido, y sigue sucediendo, cuando la incredulidad religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la vida moderna, y especialmente de la pública y, junto con la fe en Cristo, debilita también la fe en Dios. De aquí se sigue que todas las normas y principios morales según los cuales eran juzgadas en otros tiempos las acciones de la vida privada y de la vida pública, hayan caído en desuso, y se sigue también que donde el Estado se ajusta por completo a los prejuicios del llamado laicismo —fenómeno que cada día adquiere más rápidos progresos y obtiene mayores alabanzas— y donde el laicismo logra substraer al hombre, a la familia y al Estado del influjo benéfico y regenerador de Dios y de la Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas regiones en las que durante tantos siglos brillaron los fulgores de la civilización cristiana: las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a Jesús (Brev. Rom., Viernes Santo, resp.4). 24. Pero muchos, tal vez, al separarse de la doctrina de Cristo, no advertían que eran engañados por el falso espejismo de unas frases brillantes, que presentaban esta separación del cristianismo como liberación de una servidumbre impuesta; ni preveían las amargas consecuencias que se seguirían del cambio que venía a sustituir la verdad, que libera, con el error, que esclaviza; ni pensaban, finalmente, que, renunciando a la ley de Dios,

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infinitamente sabia y paterna, y a la amorosa, unificante y ennoblecedora doctrina de amor de Cristo, se entregaban al arbitrio de una prudencia humana lábil y pobre. Alardeaban de un progreso en todos los campos, siendo así que retrocedían a cosas peores; pensaban; elevarse a las más altas cimas, siendo así que se apartaban de su propia dignidad; afirmaban que este siglo nuestro había de traer una perfecta madurez, mientras estaban volviendo precisamente a la antigua esclavitud. No percibían que todo esfuerzo humano para sustituir la ley de Cristo por algo semejante está condenado al fracaso: Se entontecieron en sus razonamientos (Rom 1,21) . 25. Así debilitada y perdida la fe en Dios y en el divino Redentor y apagada en las almas la luz que brota de los principios universales de moralidad, queda inmediatamente destruido el único e insustituible fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el orden interno y externo de la vida privada y pública, que es el único que puede engendrar y salvaguardar la prosperidad de los Estados. 26. Es cierto que, cuando los pueblos de Europa estaban vinculados por una fraterna unión, alimentada por las instituciones y los preceptos del cristianismo, no faltaban disensiones, ni trastornos, ni guerras asoladoras; pero tal vez jamás como en el presente los hombres se han encontrado con un ánimo tan quebrantado y afligido, porque ven con temor indecible la extraordinaria dificultad para curar sus propios males. Mientras que, por el contrario, en los siglos anteriores estaba presente en los espíritus de todos la noción de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito; lo cual facilita los acuerdos, refrena las pasiones desordenadas y deja abierta la vía a una honesta inteligencia mutua. En nuestros días, sin embargo, las disensiones no provienen únicamente del ímpetu vehemente de un espíritu destemplado, sino más bien de una profunda perturbación e la conciencia interior, que ha trastornado temerariamente los sanos principios de la moral privada y pública. 27. Entre los múltiples errores que brotan, como de fuente envenenada, del agnosticismo religioso y moral, hay dos principales que queremos proponer de manera particular a vuestra diligente consideración, venerables hermanos, porque hacen casi imposible, o al menos precaria e incierta, la tranquila y pacífica convivencia de los pueblos. 28. El primero de estos dos errores, en la actualidad enormemente extendido por desgracia, consiste en el olvido de aquella ley de mutua solidaridad y caridad humana impuesta por el origen común y por la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, sea cual fuere el pueblo a que pertenecen, y por el sacrificio de la redención, ofrecido por Jesucristo en el ara de la cruz a su Padre celestial en favor de la humanidad pecadora. 29. La primera página de la Sagrada Escritura refiere con grandiosa simplicidad que Dios, para coronar su obra creadora, hizo al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gén 1,26-27); y la misma Escritura enseña que el hombre, enriquecido con dones y privilegios sobrenaturales, fue destinado a una eterna e inefable felicidad. Refiere, además, que de la primera unión matrimonial proceden todos los demás hombres, los cuales, como enseña la Escritura con extraordinaria viveza y plasticidad de lenguaje, se dividieron después en varias tribus y pueblos, diseminándose por las diversas partes del mundo. Y enseña también que, aunque se alejaron miserablemente de su Creador, Dios no dejó de considerarlos como

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hijos, a los cuales, según sus misericordiosos designios, había de traer de nuevo un día al seno de su amistad (cf. Gén 12,3) . 30. El Apóstol de las Gentes, como heraldo de esta verdad que hermana a los hombres en una gran familia, anuncia estas realidades al mundo griego: Sacó [Dios] de un mismo tronco todo el linaje de los hombres, para que habitase la vasta extensión de la tierra, fijando el orden de los tiempos y los limites de la habitación de cada pueblo para que buscasen a Dios (Hch 17, 26-27). Razón por la cual podemos contemplar con admiración del espíritu al género humano unificado por la unidad de su origen común en Dios, según aquel texto: Uno el Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y habita en todos nosotros (Ef 4,6); por la unidad de naturaleza, que consta de cuerpo material y de alma espiritual e inmortal; por la unidad del fin próximo de todos y por la misión común que todos tienen que realizar en esta vida presente; por la unidad de habitación, la tierra, de cuyos bienes todos los hombres pueden disfrutar por derecho natural, para sustentarse y adquirir la propia perfección; por la unidad del fin supremo, Dios mismo, al cual todos deben tender, y por la unidad de los medios para poder conseguir este supremo fin. 31. Y el mismo Apóstol de las Gentes demuestra la unidad de la familia humana con aquellas razones por medio de las cuales estamos unidos con el Hijo de Dios, imagen eterna de Dios invisible, en quien todas las cosas han sido creadas (Col 1,16); e igualmente con la unidad de la redención, que Cristo donó a todos los hombres por medio de su acerbísima pasión, cuando restableció la destruida amistad originaria con Dios y se constituyó mediador celestial entre Dios y los hombres: porque uno es Dios y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre (1Tim 2,5). 32. Y para hacer más íntima y firme esta amistad entre Dios y la humanidad, el Mediador universal de la salvación y de la paz, en el silencio del cenáculo, cuando iba ya a realizar el sacrificio supremo de sí mismo, pronunció aquellas profundas palabras que resuenan a través de los siglos, y que a las almas carentes de amor y destrozadas por el odio muestran los heroísmos más altos de la caridad: Este es mi precepto, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12) . 33. Estos puntos capitales de la verdad revelada constituyen el fundamento y el vínculo más estrecho de la unidad común de todos los hombres, reforzados por el amor de Dios y del Redentor divino, de quien todos reciben la salud para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, al conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto según la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 2, 12.13). 34. Por lo cual, si consideramos atentamente esta unidad de derecho y de hecho de toda la humanidad, los ciudadanos de cada Estado no se nos muestran desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas, según la diversidad de los tiempos, en virtud del impulso y del destino natural y sobrenatural. Y si bien los pueblos van desarrollando formas más perfectas de civilización y, de acuerdo con las condiciones de vida y de medio se van diferenciando unos de otros, no por esto deben romper la unidad de la familia humana, sino más bien enriquecerla con la comunicación mutua de sus peculiares dotes espirituales y con el recíproco intercambio de bienes, que solamente puede ser eficaz cuando una viva y ardiente

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caridad cohesiona fraternalmente a todos los hijos de un mismo Padre y a todos los hombres redimidos por una misma sangre divina. 35. La Iglesia de Jesucristo, como fidelísima depositaria de la vivificante sabiduría divina, no pretende menoscabar o menospreciar las características particulares que constituyen el modo de ser de cada pueblo; características que con razón defienden los pueblos religiosa y celosamente como sagrada herencia. La Iglesia busca la profunda unidad, configurada por un amor sobrenatural en el que todos los pueblos se ejerciten intensamente, no busca una uniformidad absoluta, exclusivamente externa, que debilite las fuerzas naturales propias. Todas las normas y disposiciones que sirven para el desenvolvimiento prudente y para el aumento equilibrado de las propias energías y facultades —que nacen de las más recónditas entrañas de toda estirpe—, la Iglesia las aprueba y las secunda con amor de madre, con tal que no se opongan a las obligaciones que impone el origen común y el común destino de todos los hombres. Proceder demostrado repetidas veces por el inmenso esfuerzo que realizan los predicadores en los territorios de misiones. La Iglesia confiesa que esta finalidad es como la estrella polar, a la cual dirige su vista en el camino de su apostolado universal. Estos predicadores de la palabra divina, con un sinnúmero de investigaciones realizadas a lo largo de los siglos con ingente trabajo y suma consagración, procuraron conocer a fondo la civilización y las instituciones de los pueblos más diversos y cultivar y favorecer sus cualidades espirituales para que el Evangelio de Cristo obtuviere allí con mayor facilidad frutos más abundantes. Todo lo que en las costumbres de un pueblo no se halla indisolublemente ligado a errores y supersticiones, encuentra siempre un examen benévolo, y, en cuanto es posible, es conservado y favorecido por la Iglesia. Nuestro inmediato predecesor, de santa memoria, en una cuestión de este género que requería mucha prudencia y consejo, adoptó una noble decisión que constituye una perenne alabanza de su aguda inteligencia y del ardor de su espíritu apostólico. No es necesario declararos, venerables hermanos, que Nos continuaremos sin vacilación por este mismo camino. Todos aquellos que ingresan en la Iglesia católica, sean cuales sean su origen y su lengua, deben tener por seguro que todos ellos disfrutan de los mismos derechos de hijos en la casa del Padre, donde todos gozan de la ley y de la paz de Cristo. Para realizar progresivamente estas normas de igualdad, la Iglesia selecciona de entre los pueblos indígenas algunos hombres escogidos que aumenten gradualmente el sacerdocio y el episcopado en su propia nación. Y por esta causa, es decir, para dar a nuestras intenciones una demostración palpable, hemos escogido la próxima fiesta de Cristo Rey para elevar a la dignidad episcopal, sobre el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, a doce sacerdotes representantes de sus propios pueblos y estirpes. 36. De esta manera, mientras una dura contienda hace sufrir a las almas y divide la unidad de la familia humana, este rito solemne dará a entender a todos nuestros hijos, diseminados por el mundo, que la doctrina, la acción y la voluntad de la Iglesia jamás podrán ser contrario a la predicación del Apóstol de las Gentes: Vestíos del [hombre] nuevo, que por el conocimiento de la fe se renueva según la imagen de Aquel que lo ha criado; para El no existe griego ni judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, esclavo o libre, sino que Cristo está en todo y en todos.(Col 3,10-11) 37. Juzgamos necesaria aquí una advertencia: la conciencia de una universal solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana despierta y favorece, no se opone al amor, a la tradición y

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a las glorias de la propia patria, ni prohíbe el fomento de una creciente prosperidad y la legítima producción de los bienes necesarios, porque la misma doctrina nos enseña que en el ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios, según el cual se debe amar más intensamente y se debe ayudar preferentemente a aquellos que están unidos a nosotros con especiales vínculos. El divino Maestro en persona dio ejemplo de esta manera de obrar, amando con especial amor a su tierra y a su patria y llorando tristemente a causa de la inminente ruina de la Ciudad Santa. Pero el amor a la propia patria, que con razón debe ser fomentado, no debe impedir, no debe ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal, precepto que coloca igualmente a todos los demás y su personal prosperidad en la luz pacificadora del amor. 38. Esta maravillosa doctrina ha contribuido de muchas maneras al progreso civil y religioso de la humanidad. Porque los heraldos de esta doctrina, animados de una ardorosa caridad sobrenatural, no sólo roturaron terrenos e intentaron curar toda clase de enfermedades, sino que principalmente procuraron levantar las almas de aquellos que estaban a ellos confiados a las realidades divinas, conformarlos a éstas y elevarlos hasta las cumbres más altas de la santidad, donde todo se ve en la claridad de la mirada simplicísima de Dios. Levantaron monumentos y templos, que demuestran a que alturas tan grandes eleva el ideal de la perfección cristiana; pero sobre todo, hicieron de los hombres, sabios e ignorantes, poderosos o débiles, templos vivos de Dios y sarmientos de aquella vid que es Cristo. Transmitieron a las generaciones venideras los tesoros del arte y de la sabiduría antiguos, pero su principal propósito fue éste: hacer a estas generaciones partícipes de aquel inefable don de la sabiduría eterna, que une a los hombres, hijos de Dios por la gracia, con los vínculos de una fraterna amistad. 39. Pero si el olvido de la ley, venerables hermanos, que manda amar a todos los hombres y que, apagando los odios y disminuyendo desavenencias, es la única que puede consolidar la paz, es fuente de tantos y tan gravísimos males para la pacífica convivencia de los pueblos, sin embargo, no menos nocivo para el bienestar de las naciones y de toda la sociedad humana es el error de aquellos que con intento temerario pretenden separar el poder político de toda relación con Dios, del cual dependen, como de causa primera y de supremo señor, tanto los individuos como las sociedades humanas; tanto más cuanto que desligan el poder político de todas aquellas normas superiores que brotan de Dios como fuente primaria y atribuyen a ese mismo poder una facultad ilimitada de acción entregándola exclusivamente al lábil y fluctuante capricho o a las meras exigencias configuradas por las circunstancias históricas y por el logro de ciertos bienes particulares. 40. Despreciada de esta manera la autoridad de Dios y el imperio de su ley, se sigue forzosamente la usurpación por el poder político de aquella absoluta autonomía que es propia exclusivamente del supremo Hacedor, y la elevación del Estado o de la comunidad social, puesta en el lugar del mismo Creador, como fin supremo de la vida humana y como norma suprema del orden jurídico y moral; prohibiendo así toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana. 41. No ignoramos, es verdad, que los principios erróneos de esta concepción no siempre ejercen absolutamente su influjo en la vida moral; cosa que sucede principalmente cuando la tradición de una vida cristiana, de la que se han nutrido durante siglos los pueblos, ha

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echado, aunque no se advierta, hondas raíces en las almas. A pesar de lo cual, hay que advertir con insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, se inspire en motivos meramente terrenos y haga consistir toda su fuerza eficaz en la sanción de una autoridad puramente externa. 42. Donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios. 43. Bien es verdad que a veces el poder público, aunque apoyado sobre fundamentos tan débiles y vacilantes, puede conseguir por casualidad y por la fuerza de las circunstancias, ciertos éxitos materiales que provocan la admiración de los observadores superficiales; pero llega necesariamente el momento en que aparece triunfante aquella ineluctable ley que tira por tierra todo cuanto se ha construido velada o manifiestamente sobre una razón totalmente desproporcionada, esto es, cuando la grandeza del éxito externo alcanzado no responde en su vigor interior a las normas de una sana moral. Desproporción que aparece por fuerza siempre que la autoridad política desconoce o niega el dominio del Legislador supremo, que, al dar a los gobernantes el poder, les ha señalado también los límites de este mismo poder. 44. Porque el poder político, como sabiamente enseña en la encíclica Immortale Dei nuestro predecesor León XIII, de piadosa memoria, ha sido establecido por el supremo Creador para regular la vida pública según las prescripciones de aquel orden inmutable que se apoya y es regido por principios universales; para facilitar a la persona humana, en esta vida presente, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y para ayudar a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural, que constituye su destino supremo. 45. El Estado, por tanto, tiene esta noble misión: reconocer, regular y promover en la vida nacional las actividades y las iniciativas privadas de los individuos; dirigir convenientemente estas actividades al bien común, el cual no puede quedar determinado por el capricho de nadie ni por la exclusiva prosperidad temporal de la sociedad civil, sino que debe ser definido de acuerdo con la perfección natural del hombre, a la cual está destinado el Estado por el Creador como medio y como garantía. 46. El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño absoluto y totalmente independiente. 47. Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas, estas iniciativas —que se rigen por múltiples normas peculiares y propias, que garantizan la segura

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consecución del fin que les es propio— pueden recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable. 48. De esta concepción teórica y práctica puede surgir un peligro: considerar la familia, fuente primera y necesaria de la sociedad humana, y su bienestar y crecimiento, como institución destinada exclusivamente al dominio político de la nación, y se corre también el peligro de olvidar que el hombre y la familia son, por su propia naturaleza, anteriores al Estado, y que el Criador dio al hombre y a la familia peculiares derechos y facultades y les señaló una misión, que responde a inequívocas exigencias naturales. 49. Según esta concepción política, la educación de las nuevas generaciones no pretende un desarrollo equilibrado y armónico de las fuerzas físicas, intelectuales y morales, sino la formación unilateral y el fomento excesivo de aquella virtud cívica que se considera necesaria para el logro del éxito político, por lo cual son menos cultivadas las virtudes de la nobleza, de la humanidad y del respeto, como si éstas deprimiesen la gallarda fortaleza de los temperamentos jóvenes. 50. Por todo lo cual, se alzan ante nuestra vista los tremendos peligros que tememos puedan venir sobre la actual y las futuras generaciones, de la disminución y de la progresiva abolición de los derechos de la familia. Juzgamos, por tanto, obligación nuestra, impuesta por la conciencia del deber exigido por nuestro grave ministerio apostólico, defender religiosa y abiertamente estos derechos de la familia; porque nadie, sin duda, padece tan amargamente como la familia las angustias de nuestro tiempo, tanto materiales como espirituales, y los múltiples errores con sus dolorosas consecuencias. Hasta tal punto es esto así, que el paso diario de las desgracias y la indigencia creciente por todas partes, tan luctuosa que tal vez ningún siglo anterior la experimentó mayor, y cuya razón o necesidad verdadera son consecuencias imposibles de discernir, resultan hoy intolerables sin una firmeza y una grandeza de alma capaz de despertar la admiración universal. Los que, por el ministerio pastoral que desempeñan, ven los repliegues íntimos de la conciencia y pueden conocer las lágrimas ocultas de las madres, el callado dolor de los padres y las innumerables amarguras —de las que ninguna estadística pública habla ni puede hablar—, ven con mirada hondamente preocupada el crecimiento cada día mayor de este cúmulo de sufrimientos, y saben muy bien que las tenebrosas fuerzas de la impiedad, cuya única finalidad es, abusando de la dura situación, la revolución y el trastorno social, están al acecho buscando la oportunidad que les permita realizar sus impíos propósitos. 51. ¿Qué hombre sensato, prudente, en esta grave situación, negará al Estado unos derechos más amplios que los ordinarios, que respondan a la situación y con los que se pueda atender a las necesidades del pueblo? Sin embargo, el orden moral establecido por Dios exige que se determine con todo cuidado, según la norma del bien común, la licitud o ilicitud de las medidas que aconsejen los tiempos como también la verdadera necesidad de estas medidas. 52. De todos modos, cuanto más gravosos son los sacrificios materiales exigidos por el Estado a los ciudadanos y a la familia tanto más sagrados e inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias. El Estado puede exigir los bienes y la sangre pero nunca el alma redimida por Dios. Por esta razón, la misión que Dios ha encomendado a los

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padres de proveer al bien temporal y al bien eterno de la prole y de procurar a los hijos una adecuada formación religiosa, nadie puede arrebatarla a los padres sin una grave lesión del derecho. Esta adecuada formación debe, sin duda, tener también como finalidad preparar la juventud para la aceptación de aquellos deberes de noble patriotismo, con cuyo cumplimiento inteligente, voluntario y alegre s e demuestre prácticamente el amor a la tierra patria. Pero, por otra parte, una educación de la juventud que se despreocupe, con olvido voluntario, de orientar la mirada de la juventud también a la patria sobrenatural, será totalmente injusta tanto contra la propia juventud como contra los deberes y los derechos totalmente inalienables de la familia cristiana; y, consiguientemente, por haberse incurrido en una extralimitación, el mismo bien del pueblo y del Estado exige que se pongan los remedios necesarios. Una educación semejante podrá, tal vez, parecer a los gobernantes responsables de ella una fuente de aumento de fuerza y de vigor; pero las tristes consecuencias que de aquélla se deriven demostrarán su radical falacia. El crimen de lesa majestad contra el Rey de los reyes y Señor de los que dominan (1Tim 6,15; Ap 19,16) cometido con una educación de los niños indiferente y contraria al espíritu y a sentimiento cristianos, al estorbar e impedir el precepto de Jesucristo: Dejad que los niños vengan a mí (Mc 10,14), producirá, sin duda alguna, frutos amarguísimos. Por el contrario, el Estado que libera estas preocupaciones a las madres y a los padres cristianos, entristecidos por esta clase de peligros, y mantiene enteros los derechos de la familia, fomenta la paz interna del Estado y asienta el fundamento firme sobre el cual podrá levantarse la futura prosperidad de la patria. Las almas de los hijos que Dios entregó a los padres, purificadas con el bautismo y señaladas con el sello real de Jesucristo, son como un tesoro sagrado, sobre el que vigila con amor solícito el mismo Dios. El divino Redentor, que dijo a los apóstoles: Dejad que los niños vengan a mí, no obstante su misericordiosa bondad, ha amenazado con terribles castigos a los que escandalizan a los niños, objeto predilecto de su corazón. Y ¿qué escándalo puede haber más dañoso, qué escándalo puede haber más criminal y duradero que una educación moral de la juventud dirigida equivocadamente hacia una meta que, totalmente alejada de Cristo, camino, verdad y vida, conduce a una apostasía oculta o manifiesta del divino Redentor? Este divino Redentor que se le roba criminalmente a las nuevas generaciones presentes y futuras es el mismo que ha recibido de su Eterno Padre todo poder y tiene en sus manos el destino de los Estados, de los pueblos y de las naciones. El cese o la prolongación de la vida de los Estados, el crecimiento y la grandeza de los pueblos, todo depende exclusivamente de Cristo. De todo cuanto existe en la tierra, sólo el alma es inmortal. Por eso, un sistema educativo que no respete el recinto sagrado de la familia cristiana, protegido por la ley de Dios; que tire por tierra sus bases y cierre a la juventud el camino hacia Cristo, para impedirle beber el agua en las fuentes del Salvador (cf Is 12,3), y que, finalmente, proclame la apostasía de Cristo y de la Iglesia como señal de fidelidad a la nación o a una clase determinada, este sistema, sin duda alguna al obrar así, pronunciará contra sí mismo la sentencia de condenación y experimentará a su tiempo la ineluctable verdad del aviso del profeta: Los que se apartan de ti serán escritos en la tierra (Jer 17,13) . 53. La concepción que atribuye al Estado un poder casi infinito, no sólo es, venerables hermanos, un error pernicioso para la vida interna de las naciones y para el logro armónico de una prosperidad creciente, sino que es además dañosa para las mutuas relaciones internacionales, porque rompe la unidad que vincula entre sí a todos los Estados, despoja al

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derecho de gentes de todo firme valor, abre camino a la violación de los derechos ajenos y hace muy difícil la inteligencia y la convivencia pacífica. 54. Porque el género humano, aunque, por disposición del orden natural establecido por Dios, está dividido en grupos sociales, naciones y Estados, independientes mutuamente en lo que respecta a la organización de su régimen político interno, está ligado, sin embargo, con vínculos mutuos en el orden jurídico y en el orden moral y constituye una universal comunidad de pueblos, destinada a lograr el bien de todas las gentes y regulada por leyes propias que mantienen su unidad y promueven una prosperidad siempre creciente. 55. Ahora bien: todos ven fácilmente que aquellos supuestos derechos del Estado, absolutos y enteramente independientes, son totalmente contrarios a esta inmanente ley natural; más aún, la niegan radicalmente, es igualmente evidente que esos derechos absolutos entregan al capricho de los gobernantes del Estado las legítimas relaciones internacionales e impiden al mismo tiempo la posibilidad de una unión verdadera y de una colaboración fecunda en el orden de los intereses generales. Porque, venerables hermanos, las relaciones internacionales normales y estables, la amistad internacional fructuosa exigen que los pueblos reconozcan y observen los principios normativos del derecho natural regulador de la convivencia internacional. Igualmente, estos principios exigen el respeto íntegro de la libertad de todos y la concesión a todos de aquellos derechos que son necesarios para la vida y para el desenvolvimiento progresivo de una prosperidad por el camino del sano progreso civil; exigen por último, la fidelidad íntegra e inviolable a los pactos estipulados y sancionados de acuerdo con las normas del derecho de gentes. 56. No cabe duda que el presupuesto indispensable de toda pacífica convivencia entre los pueblos y la condición indispensable de las relaciones jurídicas del derecho público vigentes entre los pueblos es la mutua confianza, la general persuasión de que todas las partes deben ser fieles a la palabra empeñada; la admisión, finalmente, por todos de la verdad de este principio: Es mejor la sabiduría que las armas bélicas (Ecl 9,18), y, además, la disposición de ánimo para discutir e investigar los propios intereses y no para solucionar las diferencias con la amenaza de la fuerza cuando surjan demoras, controversias, dificultades y cambios, cosas todas que pueden nacer no solamente de mala voluntad, sino también del cambio de las circunstancias y del cruce de intereses opuestos. 57. Pero separar el derecho de gentes del derecho divino para apoyarlo en la voluntad autónoma del Estado como fundamento exclusivo, equivale a destronar ese derecho del solio de su honor y de su firmeza y entregarlo a la apresurada y destemplada ambición del interés privado y del egoísmo colectivo, que sólo buscan la afirmación de sus derechos propios y la negación de los derechos ajenos. 58. Hay que afirmar, es cierto, que, con el transcurso del tiempo y el cambio substancial de las circunstancias —no previstas y tal vez imprevisibles al tiempo de la estipulación—, un tratado entero o alguna de sus cláusulas pueden resultar o pueden parecer injustas, o demasiado gravosas, o incluso inaplicables para alguna de las partes contratantes. Si esto llega a suceder, es necesario recurrir a tiempo a una leal discusión para modificar en lo que sea conveniente o sustituir por completo el pacto establecido. Pero considerar los convenios ratificados como cosa efímera y caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos cuando

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la propia utilidad parezca aconsejarlo, o atribuirse la facultad de quebrantarlos unilateralmente, sin consultar a la otra parte contratante, es un proceder que echa por tierra la seguridad de la confianza recíproca entre los Estados, de esta manera queda totalmente derribado el orden natural y los pueblos quedan separados por un inmenso vacío, imposible de salvar. 59. Hoy día, venerables hermanos, todos miran con espanto el cúmulo de males al que han llevado los errores y el falso derecho de que hemos hablado y sus consecuencias prácticas. Se ha desvanecido el espejismo de un falso e indefinido progreso, que engañaba a muchos; la trágica actualidad de las ruinas presentes parece despertar de su sueño a los que seguían dormidos, repitiendo la sentencia del profeta: Sordos, oíd, y, ciegos, mirad (Is 42,18). Lo que externamente parecía ordenado, en realidad no era otra cosa que una perturbación general invasora de todo; perturbación que ha alcanzado a las mismas normas de la vida moral, una vez que éstas, separadas de la majestad de la ley divina, han contaminado todos los campos de la actividad humana. Pero dejemos ahora el pasado y volvamos los ojos hacia ese porvenir que, según las promesas de aquellos que tienen en sus manos los destinos de los pueblos —cuando cesen los sangrientos conflictos presentes—, traerá consigo una nueva organización, fundada en la justicia y en la prosperidad. Pero ¿es que acaso ese porvenir será en realidad diverso, y, lo que es más importante, llegará a ser mejor y más feliz? Los nuevos tratados de paz y el establecimiento de un nuevo orden internacional que surgirán cuando termine la guerra, ¿estarán acaso animados de la justicia y de la equidad hacia todos y de un espíritu pacífico y restaurador, o constituirán más bien una luctuosa repetición de los errores antiguos y de los errores recientes? Es totalmente vano, es engañoso, y la experiencia lo demuestra, poner la esperanza de un nuevo orden exclusivamente en la conflagración bélica y en el desenlace final de ésta. El día de la victoria es un día de triunfo para quien tiene la fortuna de conseguirla; pero es al mismo tiempo una hora de peligro mientras el ángel de la justicia lucha con el demonio de la violencia. Porque, con demasiada frecuencia, el corazón del vencedor se endurece, y la moderación y la prudencia sagaz y previsora se le antojan enfermiza debilidad de ánimo. Y, además, la excitación de las pasiones populares, exacerbadas por los innumerables y enormes sacrificios y sufrimientos soportados, muchas veces parece anublar la vista de los hombres responsables de las determinaciones, y les hace cerrar sus oídos a la amonestadora voz de la equidad humana que parece vencida o extinguida por el inhumano clamor de ¡Ay de los vencidos! Por este motivo, si en tales circunstancias se adoptan resoluciones y se toman decisiones judiciales sobre las cuestiones planteadas, puede suceder que auténticos hechos injustos tengan la mera apariencia de una externa justicia. 60. La salvación de los pueblos, venerables hermanos, no nace de los medios externos, no nace de la espada, que puede imponer condiciones de paz, pero no puede crear la paz. Las energías que han de renovar la faz de la tierra tienen que proceder del interior de las almas. El orden nuevo del mundo que regirá la vida nacional y dirigirá las relaciones internacionales —cuando cesen las crueles atrocidades de esta guerra sin precedentes—, no deberá en adelante apoyarse sobre la movediza e incierta arena de normas efímeras, inventadas por el arbitrio de un egoísmo utilitario, colectivo o individual, sino que deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento del derecho natural y de la revelación divina. Es aquí donde debe buscar el legislador el espíritu de equilibrio y la conciencia de su responsabilidad, sin los cuales fácilmente se desconocen los límites exactos que separan

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el uso legítimo del uso ilegítimo del poder. Únicamente así tendrán sus determinaciones consistencia interna, noble dignidad y sanción religiosa, y no servir meramente para satisfacer las exigencias del egoísmo y de las pasiones humanas. Porque, si bien es verdad que los males que aquejan actualmente a la humanidad provienen de una perturbada y desequilibrada economía y de la enconada lucha por una más equitativa distribución de los bienes que Dios ha concedido a los hombres para el sustento y progreso de éstos, sin embargo, es un hecho evidente que la raíz de estos males es más profunda, pues toca a la creencia religiosa y a los principios normativos del orden moral, corrompidos y destruidos por haberse separado progresivamente los pueblos de la moral verdadera, de la unidad de la fe y de la enseñanza cristiana que en otro tiempo procuró y logró con su infatigable y benéfica labor la Iglesia. La reeducación de la humanidad, si quiere ser efectiva, ha de quedar saturada de un espíritu principalmente religioso; ha de partir de Cristo como fundamento indispensable, ha de tener como ejecutor eficaz una íntegra justicia y como corona la caridad. 61. Llevar a cabo esta obra de renovación espiritual, que deberá adaptar sus medios al cambio de los tiempos y al cambio de las necesidades del género humano, es deber principalmente de la materna misión de la Iglesia. La predicación del Evangelio, que le ha confiado su divino Fundador, con la cual se inculcan a los hombres los preceptos de la verdad, de la justicia y de la caridad, e igualmente el esfuerzo por arraigar sólida y profundamente estos preceptos en las almas, son medios tan idóneos para el logro de la paz, es una labor tan noble y eficaz, que no hay ni puede haber otros que se les igualen. Esta misión, por su amplitud y su gravedad, debería, a primera vista, desalentar los corazones de los miembros de la Iglesia militante; sin embargo, el procurar con todas las fuerzas posibles la difusión del reino de Dios —misión realizada por la Iglesia a lo largo de los siglos de modos muy diversos, no sin graves y duras dificultades— es un deber al que están obligados todos cuantos, liberados por la gracia del Señor de la esclavitud de Satanás, han sido llamados por medio del santo bautismo a formar parte del reino de Dios. Y si el formar parte de este reino, y el vivir conforme a su espíritu, y el trabajar por su difusión y por hacer asequibles sus bienes espirituales a un número cada vez mayor de hombres, exigen en nuestros días tener que luchar con toda clase de oposiciones y de dificultades perfectamente organizadas y tan serias como tal vez jamás lo han sido en tiempos anteriores, esto no dispensa a los fieles de la franca y valerosa profesión de la fe católica, sino que más bien los estimula incesantemente a mantenerse firmes en la defensa de su causa, aun a costa de la pérdida de los propios bienes y del sacrificio de la propia vida. El que vive del espíritu de Cristo no se abate por las dificultades que surgen, sino que, totalmente confiado en Dios, soporta con ánimo esforzado toda clase de trabajos; no huye las angustias ni las necesidades de la hora presente, sino que sale a su encuentro, dispuesto siempre a ayudar con aquel amor que, más fuerte que la muerte, no rehúye el sacrificio ni se deja ahogar por el oleaje de las tribulaciones. 62. Nos sentimos, venerables hermanos, un íntimo consuelo y un gozo sobrenatural, y diariamente damos a Dios gracias por ello, al contemplar en todas las regiones del mundo católico evidentes y heroicos ejemplos de un encendido espíritu cristiano, que valerosamente se enfrenta con todas las exigencias de nuestra época y que con noble esfuerzo procura alcanzar la propia santificación —que es lo primero y lo esencial— y desarrolla una labor de iniciativas apostólicas para aumentar el reino de Dios. De los

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frecuentes congresos eucarísticos, promovidos sin descanso por nuestros predecesores con suma solicitud, y de la colaboración de los seglares, formados eficazmente por la Acción Católica en el profundo convencimiento de su misión, brotan fuentes de gracia y de virtudes tan abundantes, que en un siglo como el presente, que parece multiplicar las amenazas y provocar necesidades cada vez mayores, y mientras el cristianismo se ve atacado con virulencia cada día mayor por las fuerzas de la impiedad, tienen tanta importancia y oportunidad, que difícilmente pueden ser estimados en su verdadero valor. 63. Hoy día, en que, por desgracia, el número de sacerdotes es inferior al número de necesidades que deben cubrir, y en que se aplica también la palabra del Salvador: La mies es mucha y los operarios pocos (Mt 9,37; Lc 10,2), la colaboración de los seglares prestada a la Jerarquía eclesiástica, y cada día creciente y animada de un ardiente celo y de una total entrega, ofrece a los ministros sagrados una valiosa fuerza auxiliar y promete tales frutos que justifican las más bellas esperanzas. La súplica de la Iglesia dirigida al Señor de la mies para que envíe operarios a su viña (Mt 9,38; Lc 10,2) parece haber sido oída de la manera que convenía a las necesidades de la hora presente, supliendo felizmente y completando el trabajo, muchas veces insuficiente y obstaculizado, del apostolado sacerdotal. Grupos fervorosos de hombres y mujeres, de jóvenes de ambos sexos, obedientes a la voz del Sumo Pontífice y a las normas de sus respectivos obispos, se consagran con todo el ardor de su espíritu a las obras del apostolado, para devolver a Cristo las masas populares, que, por desgracia, se habían alejado de Él. A ellos vayan dirigidos, en este momento tan grave para la Iglesia y para la humanidad, nuestro saludo paterno, nuestro sentido agradecimiento, y sepan que Nos les seguimos con paterna y confiada esperanza. Ellos, que siguen con amor la bandera de Cristo Rey y le han consagrado su persona, su vida y su obra, pueden apropiarse justamente las palabras del salmista: Yo consagro mis obras al Rey (Sal 44,1); y no sólo con la oración, sino también con las obras procuran realizar la venida del reino de Dios. En todas las clases y categorías sociales, esta colaboración de los seglares con el sacerdocio encierra valiosas energías, a las que está confiada una misión, que los corazones nobles y fieles no pueden desear más alta y consoladora. Este trabajo apostólico, realizado según el espíritu y las normas de la Iglesia, consagra al seglar como ministro de Cristo, en el sentido que San Agustín explica de esta manera: «Cuando oís, hermanos, decir al Señor: Donde estoy yo, allí estará también mi ministro, no penséis únicamente en los obispos y clérigos santos. También vosotros, a vuestra manera, sed ministros de Cristo, viviendo bien, haciendo limosna, predicando a cuantos podáis su nombre y su doctrina, para que cada uno, aun el padre de familia reconozca en este nombre que debe un amor paterno a su familia. Por Cristo y por la vida eterna, a todos los suyos debe amonestar, enseñar, exhortar, corregir, usar con ellos de benevolencia, ejercitar la disciplina; de esta manera desempeñará en su casa un oficio eclesiástico y en cierto modo episcopal, sirviendo a Cristo para vivir eternamente con Él» (In Evang. Joan., tract. 52,18s). 64. Hay que advertir aquí que la familia tiene una parte muy principal en el fomento de esta colaboración de los seglares, tan importante, como hemos dicho, en nuestros tiempos, porque el gobierno equilibrado de la familia ejerce un influjo extraordinario en la formación espiritual de los hijos. Mientras en el hogar doméstico brille la llama sagrada de la fe cristiana y los padres imbuyan con esta fe las almas de los hijos, no hay duda alguna que nuestra juventud estará siempre dispuesta a reconocer prácticamente la realeza de Jesucristo y a oponerse valiente y virilmente a todos cuantos intenten desterrar al Redentor

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de la sociedad humana y profanar sacrílegamente sus sagrados derechos. Donde se cierran las iglesias, donde se quitan de las escuelas y de la enseñanza la imagen de Jesús crucificado, queda el hogar familiar como el único refugio impenetrable de la vida cristiana, preparado providencialmente por la benignidad divina. Damos infinitas gracias a Dios al ver el número innumerable de familias que cumplen esta misión con una fidelidad que no se deja amedrentar ni por los ataques ni por los sacrificios. Un poderoso ejército de jóvenes de ambos sexos, aun en aquellas regiones en las que la fe en Cristo implica una persecución inicua y toda clase de sufrimientos, permanece impávido junto al trono del Redentor con una fortaleza tan segura que hace recordar los heroicos ejemplos del martirologio cristiano. Si en todas partes se diera a la Iglesia, maestra de la justicia y de la caridad, la libertad de acción a la que tiene un sagrado e incontrovertible derecho en virtud del mandato divino, brotarían por todas partes riquísimas fuentes de bienes, nacería la luz para las almas y un orden tranquilo para los Estados, se tendrían fuerzas necesariamente valiosas para promover la auténtica prosperidad del género humano. Y si los esfuerzos que tienden a establecer una paz definitiva en el interior de los Estados y en la vida internacional se dejasen regular por las normas del Evangelio —que predican y subrayan el amor cristiano frente al inmoderado afán de los intereses propios que sacude a los individuos y a las masas—, se evitarían, sin duda alguna, muchas y graves desdichas y se concedería a la humanidad una tranquila felicidad. 65. Porque entre las leyes reguladoras de la vida cristiana y los postulados de una auténtica humanidad fraterna no existe oposición, sino consonancia recíproca y mutuo apoyo. Nos, por consiguiente, que tanto deseamos procurar el bien de la humanidad doliente y perturbada en el orden material y en el orden espiritual, no tenemos mayor deseo que el de que las actuales angustias abran los ojos de muchos para que consideren atentamente en su verdadera luz a Jesucristo, Señor nuestro, y la misión de su Iglesia sobre la tierra, y que todos cuantos rigen el timón del Estado dejen libre el camino a la Iglesia para que ésta pueda así trabajar en la formación de una nueva época, según los principios de la justicia y de la paz. Esta obra de paz exige que no se pongan obstáculos al ejercicio de la misión confiada por Dios a la Iglesia; que no se limite injustamente el campo de su actividad; que no se substraigan, por último, las masas, y especialmente la juventud, a su benéfico influjo. Por lo cual Nos, como representante en la tierra de Aquel que fue llamado por el profeta Príncipe de la Paz (Is 9,6), exhortamos y conjuramos a los gobernantes y a todos los que de alguna manera tienen influencia en la vida política para que la Iglesia goce siempre de la plena libertad debida, y pueda así realizar su obra educadora, comunicar a las mentes la verdad, inculcar en los espíritus la justicia y enfervorizar los corazones con la caridad divina de Cristo. 66. Porque, así como la Iglesia no puede renunciar al ejercicio de su misión, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar en Cristo todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10), así también su obra resulta hoy día más necesaria que nunca, pues la experiencia nos enseña que los medios puramente externos, las precauciones humanas y los expedientes políticos no pueden dar lenitivo alguno eficaz a los gravísimos males que aquejan a la humanidad. 67. Aleccionados por el doloroso fracaso de los esfuerzos humanos dirigidos a impedir y frenar las tempestades que amenazan destruir la civilización humana, muchos dirigen su

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mirada, con renovada esperanza, a la Iglesia, ciudadela de la verdad y del amor y a esta Cátedra de San Pedro, que saben puede restituir al género humano aquella unidad de doctrina religiosa y moral que en los siglos pasados dio consistente seguridad a una tranquila relación de convivencia entre los pueblos. A esta unidad miran con encendida nostalgia tantos hombres, responsables del destino de las naciones, que experimentan diariamente la falsía de aquellas realidades en las que un día cifraron su gran confianza; unidad que innumerables multitudes de hijos nuestros ansían ardientemente, los cuales invocan a diario al Dios de la paz y del amor (cf. 2Cor 13,11), unidad que anhelan, finalmente, tantos espíritus nobles separados de Nos, que en su hambre y sed de justicia y de paz, vuelven sus ojos a la Sede de Pedro, esperando de ésta la luz y el consejo. 68. Todos ellos reconocen la inconmovida firmeza dos voces milenaria de la Iglesia católica en la profesión de la fe y en la defensa de la moral cristiana, reconocen también la estrecha unidad de la jerarquía eclesiástica, que, ligada al sucesor del Príncipe de los Apóstoles, ilumina las mentes con la doctrina del Evangelio dirige a los hombres a la santidad y, mientras es maternalmente condescendiente con todos, se mantiene firme, soportando incluso los tormentos más duros y el mismo martirio, cuando hay que decidir un asunto con aquellas palabras: Non licet! 69. No obstante, venerables hermanos, la doctrina de Cristo, que es la única que puede dar al hombre las verdades fundamentales de la fe, y es la que aguza las inteligencias, y enriquece las almas con la gracia sobrenatural, y propone remedios idóneos para las graves dificultades actuales, e igualmente la actividad apostólica de la Iglesia, que enseña a la humanidad esa misma doctrina propagada por todo el mundo y que modela a los hombres según los principios del Evangelio, son a veces objeto de hostiles sospechas, como si sacudieran los quicios de la autoridad política y usurpasen los derechos de ésta. 70. Contra estos recelos, Nos —manteniendo en todo su vigor las enseñanzas expuestas por nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío XI , en su encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, sobre el poder de Cristo Rey y el poder de la Iglesia— declaramos con sinceridad apostólica que la Iglesia es totalmente ajena a semejantes propósitos, porque la Iglesia abre sus maternales brazos a todos los hombres, no para dominarlos políticamente, sino para prestarles toda la ayuda que le es posible. Ni tampoco pretende la Iglesia invadir la esfera de competencia propia de las restantes autoridades legítimas, sino que más bien les ofrece su ayuda, penetrada del espíritu de su divino Fundador y siguiendo el ejemplo de Aquel que pasó haciendo el bien (Hch 10,38) . 71. La Iglesia predica e inculca el deber de obedecer y de respetar a la autoridad terrena, que recibe de Dios su noble origen y se atiene a la enseñanza del divino Maestro, que dice: Dad a César lo que es del César (Mt 22,21). No pretende usurpar los derechos ajenos aquella que canta en su sagrada liturgia: No arrebata reinos mortales quien da los celestiales (Himno de la Fiesta de la Epifanía). La Iglesia no menoscaba las energías humanas, sino que las levanta a las cimas más altas y nobles, formando caracteres firmes, que nunca traicionen los deberes de su conciencia. La Iglesia, que ha civilizado tantos pueblos y naciones nunca ha retardado el progreso de la humanidad, sino que, por el contrario con materno orgullo se complace en ese progreso. El fin que la Iglesia pretende ha sido declarado de modo admirable por los ángeles sobre la cuna del Verbo encarnado cuando

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cantaron gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Esta paz, que el mundo no puede dar, el divino Redentor la ha dejado a sus discípulos como herencia: Os dejo la paz, os doy mi paz (Jn 14,27); esta paz la han conseguido, la consiguen y la conseguirán innumerables hombres que han abrazado amorosamente la doctrina de Cristo, compendiada por Él mismo en el doble precepto del amor a Dios y el amor al prójimo. La historia de casi veinte siglos, la historia llamada sabiamente por el gran orador maestra de la vida (Cic., Orat. 1,2,9), demuestra la verdad de aquella sentencia de la Sagrada Escritura: No tiene paz el que resiste a Dios (Job 9,4), porque la única piedra angular (Ef 2,20) sobre la que tanto el Estado como el individuo pueden hallar salvación segura es Cristo. 72. Ahora bien, como la Iglesia está fundada sobre esta piedra angular, por esto las potencias adversarias nunca podrán destruirla, nunca podrán debilitarla: Portae inferi non praevalebunt (Mt 16,18); las luchas internas y externas contribuyen más bien a acrecentar su fuerza sus virtudes y, al mismo tiempo, le proporcionan la corona gloriosa de nuevas victorias. Por el contrario, todo otro edificio que no tenga como fundamento la doctrina de Cristo, está levantado sobre una arena movediza, y su destino es, más pronto o más tarde, una inevitable caída (Mt 7,26-27). 73. Mientras os escribimos, venerables hermanos, esta nuestra primera encíclica nos parece, por muchas causas, que una hora de tinieblas (Lc 22,53) está cayendo sobre la humanidad, hora en que las tormentas de una violenta discordia derraman la copa sangrienta de innumerables dolores y lutos. ¿Es acaso necesario que os declaremos que nuestro corazón de Padre, lleno de amor compasivo, está al lado de todos sus hijos, y de modo especial al lado de los atribulados y perseguidos? Porque, aunque los pueblos arrastrados por el trágico torbellino de la guerra hasta ahora sólo sufren tal vez los comienzos de los dolores (Mt 24,8), sin embargo, reina ya en innumerables familias la muerte y la desolación, el lamento y la miseria. La sangre de tantos hombres, incluso de no combatientes, que han perecido levanta un fúnebre llanto, sobre todo desde una amada nación, Polonia, que por su tenaz fidelidad a la Iglesia y por sus méritos en la defensa de la civilización cristiana, escritos con caracteres indelebles en los fastos de la historia, tiene derecho a la compasión humana y fraterna de todo el mundo, y, confiando en la Virgen Madre de Dios, Auxilium Christianorum, espera el día deseado en que pueda salir salva de la tormenta presente, de acuerdo con los principios, de una paz sólida y justa. 74. Lo que ha sucedido hace poco y está sucediendo también en estos días, se presentaba ya a nuestros ojos como una visión anticipada cuando, no habiendo desaparecido todavía la última esperanza de conciliación, hicimos todo lo posible, en la medida que nos sugerían nuestro ministerio apostólico y los medios de que disponíamos, para impedir el recurso a las armas y mantener abierto el camino de una solución honrosa para las dos partes. Convencidos como estábamos de que al uso de la fuerza por una parte se respondería con el recurso a las armas por la otra, consideramos entonces obligación de nuestro apostólico ministerio y del amor cristiano hacer todas las gestiones posibles para evitar a la humanidad entera y a la cristiandad los horrores que se seguirían de una conflagración mundial, aun temiendo que la manifestación de nuestras intenciones y nuestros fines fuese mal interpretada. Pero nuestras amonestaciones, si bien fueron escuchadas con respetuosa atención no fueron, sin embargo, obedecidas. Y mientras nuestro corazón de pastor mira

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dolorido y preocupado la gravedad de la situación, se presenta ante nuestra vista la imagen del Buen Pastor, y, tomando sus propias palabras, nos juzgamos obligados a repetir en su nombre a la humanidad entera aquel lamento: ¡Si hubieses conocido... lo que te conducía a la paz, pero ahora está oculto a tus ojos! (Lc 19,42). 75. En medio de un mundo que actualmente es tan contrario a la paz de Cristo en el reino de Cristo, la Iglesia y sus fieles experimentan unas dificultades que rara vez conocieron en su larga historia de luchas y contradicciones. Pero los que precisamente en tiempos tan difíciles permanecen firmes en su fe y tienen un corazón inquebrantable, saben que Cristo Rey está en la hora de la prueba, que es la hora de la fidelidad, más cerca que nunca de nosotros. Consumida por la tristeza de tantos hijos suyos que sufren males innumerables, pero sostenida por la firme fortaleza que proviene de las promesas divinas, la Esposa de Cristo, en medio de sus sufrimientos, avanza al encuentro de amenazadoras tempestades. Sabe la Iglesia que la verdad que ella anuncia y el amor que ella enseña y pone en práctica serán los mejores estímulos y los mejores medios que tendrán a su alcance los hombres de buena voluntad en la reconstrucción de un nuevo orden nacional e internacional establecido según la justicia y el amor, una vez que la humanidad, cansada del camino del error, haya saboreado hasta la saciedad los amargos frutos del odio y de la violencia. 76. Entretanto, venerables hermanos, hay que esforzarse por que todos, y principalmente los que sufren la calamidad de la guerra, experimenten que el deber de la caridad cristiana, quicio fundamental del reino de Cristo, no es palabra vacía, sino práctica realidad viviente. Un vasto campo de ocasiones se abre hoy día a la caridad cristiana en todas sus formas. Confiamos plenamente en que todos nuestros hijos, especialmente aquellos que se ven libres del azote de la guerra, imitando al divino Samaritano, aliviarán en la medida de sus fuerzas a todos los que, por ser víctimas de la guerra, tienen derecho especial no sólo a la compasión, sino también al socorro. 77. La Iglesia católica, civitas Dei, «cuyo rey es la verdad, cuya ley la caridad, cuya medida la eternidad» (S. Agustín, Ep CXXXVIII ad Marcellinum, c.3 n.17), predicando la verdad cristiana, exenta de errores y de contemporizaciones, y consagrándose con amor de madre a las obras de la caridad cristiana destaca sobre el oleaje de los errores y de las pasiones como una bienaventurada visión de paz y espera el día en que la omnipotente mano de Cristo, su Rey, calme el tumulto de las tempestades y destierre el espíritu de la discordia que las ha provocado. Todo cuanto esta a nuestro alcance para acelerar el día en que la paloma de la paz halle dónde reposar su pie sobre esta tierra sumergida en el diluvio de la discordia, todo ello lo utilizaremos, confiando tanto en los hombres de Estado que antes de desencadenarse la guerra trabajaron noblemente por alejar de los pueblos tan terrible azote como también en los millones de hombres de todos los países y de todas las clases sociales que piden a gritos no sólo la justicia, sino también la caridad y la misericordia, y confiando, finalmente y sobre todo, en Dios omnipotente, a quien diariamente dirigimos esta plegaria: A la sombra de tus alas esperaré hasta que pase la iniquidad (Sal 56,2) . 78. Dios tiene un poder infinito; tiene en sus manos lo mismo la felicidad y el destino de los pueblos que las intenciones de cada hombre, y dulcemente inclina a unos y otros en la dirección que El quiere; y hasta tal punto es esto verdad, que incluso los mismos obstáculos que se le ponen quedan convertidos por su omnipotencia en medios idóneos para modelar el

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curso de los acontecimientos y para enderezar las mentes y las voluntades de los hombres a sus altísimos fines. 79. Orad, pues, a Dios, venerables hermanos; orad sin interrupción, orad sobre todo cuando ofrecéis la Hostia divina del amor. Orad a Dios vosotros, a quienes la valiente profesión de vuestra fe impone duros, penosos y, no raras voces, sobrehumanos sacrificios; orad a Jesucristo vosotros, miembros pacientes y dolientes de la Iglesia, cuando Jesús viene a consolar y aliviar vuestras penas. 80. Y con un recto espíritu de mortificación y con el ejercicio de dignas obras de penitencia, no dejéis de hacer vuestras plegarias más agradables a Aquel que levanta a los que caen y anima a los deprimidos (Sal 144,14), para que el Redentor misericordioso abrevie los días de la prueba y se cumplan así las palabras del Salmo: Clamaron al Señor en sus tribulaciones y los libró de sus necesidades (Sal 106,13). 81. Y vosotros, cándidas legiones de niños, en quienes Jesús tiene puestas sus delicias, cuando os alimentáis con el Pan de los ángeles, alzad vuestras ingenuas y puras plegarias unidas a las de toda la Iglesia. El Corazón Sacratísimo de Jesús, que tanto os ama, no puede en modo alguno rechazar la oración de vuestras almas inocentes. Orad todos, orad sin interrupción: sine intermissione orate (1Tes 5,17) . 82. Así practicaréis el precepto del divino Maestro, el testamento sagrado de su corazón, ut omnes unum sint (Jn 17,21): que todos vivan en aquella unidad de fe y de amor, a través de la cual el mundo pueda reconocer la potencia y la eficacia de la redención de Cristo y de la obra de la Iglesia, por Él establecida. 83. La Iglesia primitiva, que comprendió y practicó este divino precepto, lo resumió en una significativa oración; unidos con ella, expresad también vosotros en vuestra oración aquellos sentimientos que tan bien responden a las necesidades de nuestra época: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para que la libres de todo mal y la perfecciones en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela santificada en tu reino, que preparaste para ella; pues tuya es la virtud y la gloria por los siglos de los siglos» (Doctrina de los Doce Apóstoles, c.10) . Finalmente, deseando con ardor que Dios, autor y amante de la paz, escuche benigno las súplicas de su Iglesia, como prenda de las gracias divinas y testimonio de nuestra benévola voluntad os damos a todos paternalmente la bendición apostólica. Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de octubre de 1939, año primero de nuestro pontificado.

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1947

Mediator Dei Carta Encíclica

20 de noviembre de 1947

Sobre la Sagrada Liturgia […] 70. A esta evolución y a estos cambios contribuyeron notablemente las iniciativas y las prácticas piadosas no estrictamente litúrgicas, que, nacidas en épocas posteriores por admirable providencia de Dios, tanto se difundieron por el pueblo: como por ejemplo, el culto más extenso y fervoroso del Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo. […] 155. La Sagrada Liturgia, lejos de sofocar los sentimientos íntimos de cada cristiano, los capacita y los estimula para que se asimilen a Jesucristo y, por medio de El, sean dirigidos al Padre; de aquí que exija que quien se haya acercado a la Mesa Eucarística, dé gracias a Dios como es debido. Al divino Redentor le agrada escuchar nuestras plegarias, hablar con nosotros con el Corazón abierto y ofrecernos refugio en su Corazón inflamado de Amor. […] 212. Entre los santos tiene un culto preeminente la Virgen María, Madre de Dios. Su vida, por la misión que le fue confiada por Dios, está estrechamente unida a los misterios de Jesucristo y seguramente nadie ha seguido más de cerca y con mayor eficacia que ella el camino trazado por el Verbo Encarnado, ni nadie goza de mayor gracia y poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios y a través del Hijo cerca del Padre. 213. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y sin ningún parangón, más gloriosa que todos los demás santos, siendo «llena de gracia» (Luc. 1, 28) y Madre de Dios, y habiéndonos dado con su feliz parto al Redentor. A Ella, que es «Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra» (Salve Regina), recurrimos todos nosotros, «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas» y encomendamos con confianza a nosotros mismos y todas nuestras cosas a su protección. Ella se convirtió en nuestra Madre al hacer el Divino Redentor el sacrificio de Si mismo y, por esto, con este mismo título, nosotros somos hijos suyos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos da a su Hijo y, con El, todos los

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auxilios que nos son necesarios, porque Dios «ha querido que todo lo tuviéramos por medio de María» (S. Bern. In Nativ. B.M.V., 7.). […] 225. Hay, además, otros ejercicios de piedad que si bien en rigor de derecho no pertenecen a la sagrada liturgia, revisten particular dignidad e importancia, de forma que pueden ser considerados como incluidos de alguna manera en el ordenamiento litúrgico y gozan de las repetidas aprobaciones y alabanzas de esta Sede Apostólica y de los Obispos. Entre ellos se deben citar las oraciones que se suelen rezar durante el mes de mayo en honor de la Virgen María, Madre de Dios, o durante el mes de junio en honor del Corazón Sacratísimo de Jesús, los triduos y las novenas, los vía-crucis y otros semejantes. […] Dado en Roma, junto a S. Pedro, el día 20 de Noviembre de 1947, octavo de Nuestro Pontificado.

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1956

Haurietis Aquas Carta Encíclica

15 de mayo de 1956

Sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús 1. «Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador» (1). Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal. Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: «Toda dádiva, buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces» (2), razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su Divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: «En el último gran día de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: "El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí". Pues, como dice la Escritura, "de su seno manarán ríos de agua viva". Y esto lo dijo El del Espíritu que habían de recibir lo que creyeran en El» (3). Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno «ríos de agua viva», fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los que se profetizaba el reino del Mesías, y también con la simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua (4). 2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: «La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (5).

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Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto; manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: «Quien al Señor se adhiere, un espíritu es con El» (6).

I. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA Dificultades y objeciones 3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo y del sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia santificación. «Si tú conocieses el don de Dios» (7). Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituidos guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el Divino Redentor ha confiado a la Iglesia, conscientes del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno pueda practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados.

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Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo. La doctrina de los papas 4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena oposición entre estas opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción que nuestro predecesor, de i. m., León XIII, llamó «práctica religiosa dignísima de todo encomio», y en la que vio un poderoso remedio para los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la sociedad? «Esta devoción —decía—, que a todos recomendamos, a todos será de provecho». Y añadía este aviso y exhortación que se refiere a la devoción al Sagrado Corazón: «Ante la amenaza de las graves desgracias que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único, que puede alejarlas. Mas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios? "Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos" (8). Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es "camino, verdad y vida"» (9). No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo juzgó nuestro inmediato predecesor, de f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus Redemptor: «¿No están acaso contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, puesto que constituye el medio más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarle con mayor fidelidad y eficacia?» (10). Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores, hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos por los innumerables frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos que nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica (11). Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado —llenos de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos—, no se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se aumentaron. Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina; piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo Corazón

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de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado nuestra paternal complacencia (12). Fundamentación del culto 5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos, venerables hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: «Al que es poderoso para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén» (13). Pero, después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos por medio de esta encíclica exhortaros a vosotros y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios doctrinales —contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en los teólogos—, sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadido de que sólo cuando a la luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo Corazón a la Iglesia universal. Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes, nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar al amor que El y las otras Personas de la Santísima Trinidad tienen a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será más fácil a los cristianos de ver «con gozo las aguas en las fuentes del Salvador» (14); es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable renovación en sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de Cristo. Culto de latría 6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia

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tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio Ecuménico de Éfeso y en el II de Constantinopla (15). El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. «Es innata al Sagrado Corazón», observaba nuestro predecesor León XIII, de f. m., «la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor» (16). Es indudable que los Libros Sagrados nunca hacen una mención clara de un culto de especial veneración y amor, tributado al Corazón físico del Verbo Encarnado como a símbolo de su encendidísima caridad. Este hecho, que se debe reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros —razón principal de este culto— es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino. Antiguo Testamento 7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creemos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas —cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés (17) e interpretaron los profetas—; alianza, ratificada por los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel, la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas, que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón» (18). No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a quien con toda razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido (19), comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación, recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con severas

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imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor. Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: «Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros» (20). Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor: «Cuando Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor... Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano» (21). Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: «Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque esta se olvidare, yo no me olvidaré de ti» (22). Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: «Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las doncellas... Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre lirios... Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas» (23). 8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es así, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza. Porque, en verdad sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne «lleno de gracia y de verdad» (24), al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que

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había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece preanunciar en cierto modo el profeta Jeremías con estas palabras: «Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia... He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; ... Este será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo...; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su pecado» (25).

II. NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN 9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad —de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios, fue tan solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de Jeremías una mera predicción— es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque a diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a quienes aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (26). Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista san Juan: «De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido» (27). Introducidos por estas palabras del discípulo «al que amaba Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús» (28), en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Éfeso: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios» (29). 10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de amor; esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: «Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios por el género humano» (30). Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos (31), Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado

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por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo escogido. Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo» (32). Amor divino y humano 11. Pero a fin de que podamos en cuanto es dado a los hombres mortales, «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad» (33) del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que «Dios es espíritu» (34). Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos y símbolos del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol san Juan: «Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo (35). En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo (36). Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos: «Entero en sus propiedades, entero en las nuestras»

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(37); «perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad» (38); «todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios» (39). 12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía (40). Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos «escándalo y necedad», como de hecho pareció a los judíos y gentiles «Cristo crucificado» (41). Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: «Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: "Anunciaré tu nombre a mis hermanos...". Y también: "Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado". Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también participó de las mismas cosas... Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados» (42). Santos Padres 13. Los Santos Padres, testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol san Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible. San Justino, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: «Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias,

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nos procurase su remedio» (43). Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: «Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida» (44). Igualmente, San Juan Crisóstomo, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las conmociones sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su integridad: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza» (45). Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. San Ambrosio afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimentó: «Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni morir» (46). En estas mismas reacciones apoya San Jerónimo el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: «Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana» (47). Particularmente, San Agustín nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encarnado y la finalidad de la Redención humana: «Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, no por imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria, a fin de transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones no eran indicios de pecados, sino de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona, así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer» (48). Doctrina de la Iglesia, que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de san Juan Damasceno: «En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió» (49). «Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados» (50). Corazón físico 14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.

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Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad —divina y humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: «La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lengua» (51). Símbolo del triple amor de Cristo 15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que en «El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (52). Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa (53). Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos (54). 16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe, sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo «de Dios nuestro Salvador» (55). Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros —como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros—, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en

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el que, como atestiguan los Evangelistas, «Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: "Todo está consumado". E inclinado la cabeza, entregó su espíritu» (56). Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro. Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística.

III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS 17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz, con la cual, iluminados y fortalecidos, podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes «las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo» (57). 18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, «al entrar en el mundo dijo: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad..." Por esta "voluntad" hemos sido santificados mediante la "oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre» (58). De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, san José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice san Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: «Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos» (59). Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: «Me da compasión esta multitud de gentes» (60); y cuando, a

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la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido!» (61). Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: «Escrito está: "Mi casa será llamada casa de oración"; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones» (62). 19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz» (63); vibró luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: «Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?» (64); en cambio, se desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, las dijo así: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?» (65). Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (66); «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (67); «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso» (68); «Tengo sed» (69); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (70). Eucaristía, María, Cruz 20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal? Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (71); conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando «tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: "Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros"» (72). Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el

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nacimiento del sol hasta su ocaso (73), y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús. Don también muy precioso del sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella san Agustín: «Evidentemente Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza» (74). Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor, con estas palabras: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (75). De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: «En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (76). Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (77). Iglesia, sacramentos 21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado y, al haber sido, por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina (78), por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: «Sufrió la pasión por amor a la Iglesia que había de unir a sí como Esposa» (79). Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: «Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo... Tú, que del Corazón haces manar la gracia» (80). De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: «Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo» (81). Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.

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Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: «Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo» (82). Ascensión 22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva, además, en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando escribe: «Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una grande multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres... El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas» (83). Pentecostés 23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del munífico amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: «Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente» (84). El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, «en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (85). Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.

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A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algún modo se opone al establecimiento del divino Reino del amor entre los hombres: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo, la persecución?, ¿la espada? ... Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amó. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor» (86). Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo 24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el Corazón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico. Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada» (87). Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado (88), y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, «siempre vivo para interceder por nosotros» (89). La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como «en los días de su vida en la carne» (90), también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a Aquel que «amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna» (91). El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: «Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor» (92).

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Luego no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (93), por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.

IV. HISTORIA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN 25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al Corazón de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado (94): «Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla!» (95). Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del Corazón traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales. De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora. Y, ¿cómo no reconocer en aquellas palabras «¡Señor mío y Dios mío!» (96) pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su improvisa transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina? Mas si el Corazón traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista san Juan aplicó a Jesús Crucificado: «Verán a Quien traspasaron» (97), obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encarnado.

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Santos, Santa Margarita María 26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar como los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al Corazón Sacratísimo de Jesús: san Buenaventura, san Alberto Magno, santa Gertrudis, santa Catalina de Siena, el beato Enrique Suso, san Pedro Canisio y san Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672. Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual —el beato Claudio de la Colombiere—, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana (98). Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del Corazón de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor. No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su importancia consiste en que —al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo— de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos. 1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX 27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuentes mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada

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Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era «reavivar simbólicamente el recuerdo del amor divino» (99), que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres. A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio y aún limitada para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica (100). Fecha ésta, digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad, «desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico». De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y aumento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: «Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo..., para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la plenitud de Dios» (101). De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual «Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres» (102; pues «no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve» (103). Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad 28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: «Ya llega tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores

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adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad» (104). Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro predecesor Inocencio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: «No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo» (105). Los que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo del Corazón de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales santo Tomás escribe así: «A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta» (106). Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado. Y así del elemento corpóreo —el Corazón de Jesucristo— y de su natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.

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La más completa profesión de la religión cristiana 29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de persona en Cristo —con la distinción e integridad de sus dos naturalezas. Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí» (107). Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento «nuevo» que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: «Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado... El precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado» (108). Mandamiento éste, en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como dice santo Tomás de Aquino: «Poca diferencia hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, "Haré un pacto nuevo con la casa de Israel" (109). Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que, si este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva» (110). V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente conscientes del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a san Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.

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Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad, que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si «la devoción —según el tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico— no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona» (111), ¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor constituye «el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?» (112). Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios. 31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran al sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravísimo, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y a toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas» (113). Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud. Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a saber, el deber de amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual. Difusión de este culto 32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor, como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos

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miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen estos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón (114). Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora. Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, nos sentimos ciertamente llenos de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoros infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto. Penas actuales de la Iglesia 33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso (115) y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra Aquel que en la tierra representa a la persona del Divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) «es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos dejaba como "vicario de su amor"» (116). 34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y

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destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia (117). Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: «Por la inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos» (118). Un culto providencial 35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios? (119). Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo —que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más— para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: «Obra de la justicia será la paz» (120)? Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor, queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: «Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo Corazón de Jesús... que brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación» (121). Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e, intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia, venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar —como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a santa Gertrudis y a santa Margarita María— que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado, si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con

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que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual, si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual —para valernos de las palabras de nuestro predecesor, de f. m., León XIII— nos recuerda «aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía» (122). Ciertamente, «no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio» (123). Final 36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina, en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de p. m.: «El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas» (124). Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María (125). 37. Cumpliéndose felizmente este año como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por nuestro predecesor Pío IX, de f. m., es vivo deseo nuestro, venerables hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad —en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles— en aquella nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa Virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.

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Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de redundar —en la Iglesia— de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que ésta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos: a la vez que expresamos, también la esperanza de que, con la divina gracia, como fruto de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (126). Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro pontificado. Notas 1. Is 12, 3. 2. Sant 1, 17. 3. Jn 7, 37-39. 4. Cf. Is 12, 3; Ez 47, 1-12; Zac 13, 1; Ex 17, 1-7; Núm 20, 7-13; 1 Cor 10, 4; Ap 7, 17; 22, 1. 5. Rom 5, 5. 6. 1 Cor 6, 17. 7. Jn 4, 10. 8. Hech 4, 12. 9. Enc. Annum Sacrum, 25 mayo 1899; AL 19 (1900) 71, 77-78. 10. Enc. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928 AAS 20 (1928) 167. 11. Cf. enc. Summi Pontificatus, 20 octubre 1939 AAS 31 (1939) 415. 12. Cf. AAS 32 (1940) 276; 35 (1943) 170; 37 (1945) 263-264; 40 (1948) 501; 41 (1949) 331. 13. Ef 3, 20-21. 14. Is 12, 3. 15. Conc. Ephes. can. 8; cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum ampliss. Collectio, 4, 1083 C.; Conc. Const. II, can. 9; cf. ibíd. 9, 382 E. 16. Cf. enc. Annum sacrum: AL 19 (1900) 76. 17. Cf. Ex. 34, 27-28. 18. Dt 6, 4-6. 19. 2. 2.ae 2, 7: ed. Leon. 8 (1895) 34. 20. Dt 32, 11. 21. Os 11, 1, 3-4; 14, 5-6. 22. Is 49, 14-15.

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23. Cant 2, 2; 6, 2; 8, 6. 24. Jn 1, 14. 25. Jer 31, 3; 31, 33-34. 26. Cf. Jn 1, 29; Heb 9, 18-28; 10, 1-17. 27. Jn 1, 16-17. 28. Ibíd., 21. 29. Ef 3, 17-19. 30. Sum. theol. 3, 48, 2: ed. Leon. 11 (1903) 464. 31. Cf. enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170. 32. Ef 2, 4; Sum. theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436. 33. Ef 3, 18. 34. Jn 4, 24. 35. 2 Jn 7. 36. Cf. Lc 1, 35. 37. S. León Magno, Ep. dogm. «Lectis dilectionis tuae» ad Flavianum Const. Patr. 13 jun. a. 449: cf. PL 54, 763. 38. Conc. Chalced. a. 451: cf. Mansi, op. cit. 7, 115 B. 39. S. Gelasio Papa, tr. 3: «Necessarium», de duabus naturis in Christo: cf. A. Thiel Epist. Rom. Pont. a S. Hilaro usque ad Pelagium II, p. 532. 40. Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 15, 4; 18, 6: ed. León. 11 (1903) 189 et 237. 41. Cf. 1 Cor 1, 23. 42. Heb 2, 11-14. 17-18. 43. Apol. 2, 13 PG 6, 465. 44. Ep. 261, 3 PG 32, 972. 45. In Io. homil. 63, 2 PG 59, 350. 46. De fide ad Gratianum 2, 7, 56 PL 16, 594. 47. Cf. Super Mt 26, 37 PL 26, 205. 48. Enarr. in Ps. 87, 3 PL 37, 1111. 49. De fide orth. 3, 6 PG 94, 1006. 50. Ibíd. 3, 20 PG 94, 1081. 51. 1. 2.ae 48, 4: ed. Leon. 6 (1891) 306. 52. Col 2, 9. 53. Cf. Sum. theol. 3, 9, 1-3; ed. Leon. 11 (1903) 142. 54. Cf. ibíd. 3, 33, 2 ad 3; 46, 6: ed. Leon. 11 (1903) 342, 433. 55. Tit 3, 4. 56. Mt 27, 50; Jn 19, 30. 57. Ef 2, 7. 58. Heb 10, 5-7, 10. 59. Registr. epist. 4, ep. 31 ad Theodorum medicum PL 77, 706. 60. Mc 8, 2. 61. Mt 23, 37. 62. Ibíd. 21, 13. 63. Ibíd. 26, 39. 64. Ibíd. 26, 50; Lc 22, 48. 65. Lc 23, 28. 31. 66. Ibíd. 23, 34. 67. Mt 27, 46.

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68. Lc 23, 43. 69. Jn 19, 28. 70. Lc 23, 46. 71. Ibíd. 22, 15. 72. Ibíd. 22, 19-20. 73. Mal 1, 11. 74. De sancta virginitate 6 PL 40, 399. 75. Jn 15, 13. 76. 1 Jn 3, 16. 77. Gál 2, 20. 78. Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 19, 1: ed. Leon. 11 (1903) 329. 79. Sum. theol. Suppl. 42, 1 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 81. 80. Hymn. ad Vesp. Festi Ssmi. Cordis Iesu. 81. 3, 66, 3 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 65. 82. Ef 5, 2. 83. Ibíd. 4, 8. 10. 84. Jn 14, 16. 85. Col 2, 3. 86. Rom 8, 35. 37-39. 87. Ef 5, 25-27. 88. Cf. 1 Jn 2, 1. 89. Heb 7, 25. 90. Ibíd. 5, 7. 91. Jn 3, 16. 92. S. Buenaventura, Opusc. X Vitis mystica 3, 5: Opera Omnia; Ad Claras Aquas (Quaracchi) 1898, 8, 164. -Cf. S. Th. 3, 54, 4: ed. Leon. 11 (1903) 513. 93. Rom 8, 32. 94. Cf. 3. 48, 5: ed. Leon 11 (1903) 467. 95. Lc 12, 50. 96. Jn 20, 28. 97. Ibíd. 19, 37; cf. Zac 12, 10. 98. Cf. litt. enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 167-168. 99. Cf. A. Gardellini, Decreta authentica (1857) n. 4579, tomo 3, 174. 100. Cf. Decr. S. C. Rit. apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratissimi Cordis Iesu et purissimi Cordis Mariae, 5a. ed. Innsbruck, 1885, tomo 1, 167. 101. Ef 3, 14, 16-19. 102. Tit 3, 4. 103. Jn 3, 17. 104. Ibíd. 4, 23-24. 105. Inocencio XI, constit. ap. Coelestis Pastor, 19 nov. 1687: Bullarium Romanum, Romae 1734, tomo 8, 443. 106. 2. 2.ae 81, 3 ad 3: ed. Leon. 9 (1897) 180. 107. Jn 14, 6. 108. Ibíd. 13, 34; 15, 12. 109. Jer 31, 31. 110. Comment. in Evang. S. Ioann. 13, lect. 7, 3: ed. Parmae, 1860, tomo 10, p. 541. 111. 2. 2.ae 82, 1: ed. Leon. 9 (1897) 187.

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112. Ibíd. 1, 38, 2: ed. Leon. 4 (1888) 393. 113. Mc 12, 30; Mt 22, 37. 114. Cf. León XIII, enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900) 71 s. Decr. S. C. Rituum, 28 jun. 1899, in Decr. Auth. 3, n. 3712. Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 177 s. Decr. S. C. Rit. 29 enero 1929 AAS 21 (1929) 77. 115. Lc 15, 22. 116. Exposit. in Evang. sec. Lucam, 10, 175 PL 15, 1942. 117. Cf. S. Th. Sum. theol. 2. 2.ae 34, 2 ed. Leon. 8 (1895) 274. 118. Mt 24, 12. 119- Cf. enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 166. 120. Is 32, 17. 121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900) 79. Enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 167. 122. Litt. ap. quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Ioachim de Urbe erigitur, 17 febr. 1903; AL 22 (1903) 307 s.; cf. enc. Mirae caritatis, 22 mayo 1902: AL 22 (1903) 116. 123. S. Alberto M., De Eucharistia, dist. 6, tr. 1, c. 1: Opera Omnia ed. Borgnet, vol. 38, Parisiis 1890, p. 358. 124. Enc. Tametsi: AL 20 (1900) 303. 125. Cf. AAS 34 (1942) 345 sq. 126. Ex. Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis

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Juan XXIII (1958-1963)

1960

A los alumnos de los seminarios y colegios eclesiásticos de Roma

(Primer Sínodo diocesano de Roma) Discurso

28 de enero de 1960 Queridos hijos: Un vivo deseo de nuestro corazón nos ha sugerido la decisión de este encuentro para confiaros algunos pensamientos surgidos en Nos por los acontecimientos, tan importantes y solemnes, de las jornadas sinodales. Vuestra presencia innumerable y serena, varia por la diversa procedencia, gratísima por el encanto de la juventud, es la más bella y pronta respuesta de la providencia del Señor a los cuidados de hoy y a la ansiedad de la Santa Iglesia con miras al clero de mañana, a su calidad, a su número y a las empresas apostólicas de sus miembros. El Sínodo Romano se

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embellece así con vuestra prometedora floración y refleja su belleza sobre todas las diócesis del mundo de las que provenís. Piadosos y queridos recuerdos La celebración del máximo acontecimiento de la vida religiosa de la Urbe y los recuerdos gloriosos que esta iglesia de San Ignacio guarda celosamente —como testimonio del alto servicio prestado por el anexo Colegio Romano a la ciencia sagrada y al apostolado— contribuyen a hacer feliz y expresivo este encuentro. Especialmente digno de respeto es el mausoleo del Papa Gregorio XV —Alejandro Ludovisi—, a quien bastó un pontificado de pocos meses (1621-1623) para adquirir insignes méritos en favor de la glorificación de San Ignacio y de San Francisco Javier y de la cooperación misionera en el mundo entero. Os diremos, como en voz baja, que en los años de la vida seminarística romana, vinimos a menudo a este templo, al altar de San Luis y de San Juan Berchmans a pedirles su intercesión, como podéis imaginar, para que nos conservasen por siempre, sin atenuaciones de delicadeza y de esplendor, la gracia de la castidad. Eran los años en que nuestra alma joven se preparaba bajo la égida y bendición de las hieráticas figuras del gran León XIII y más tarde de San Pío X, singularmente amable y paternal. Es natural que también para este coloquio con vosotros, que sois los hijos más jóvenes, hayamos ido a buscar inspiración en la Sagrada Escritura, como ya hemos hecho en los tres días anteriores, dirigiéndonos a la solemne asamblea de los sacerdotes de nuestra diócesis. Para este fin viene en nuestra ayuda el Libro de los Jueces que, como bien sabéis, narra las gestas de los hombres que recogieron la herencia de Moisés y prepararon el difícil camino del pueblo elegido en su vida y en su historia. Gedeón, conductor de una inmensa turba aparentemente pronta a afrontar todos los peligros y dificultades, oye cómo el Señor le dice que en las grandes empresas es preciso contar no con muchos sino con pocos. La selección es ley de vida, de progreso, de perfección. Queridos hijos: queremos pensar que vosotros, después de los años de preparación en vuestra patria, sois soldados escogidos y segregados, según la llamada divina, para las futuras conquistas del reino de Dios. Una magnífica similitud de esta realidad la encontramos precisamente en el capítulo VII del Libro de los Jueces. Oíd: Dixitque Dominus ad Gedeón: Multus tecum est populus, nec tradetur Madian in manus eius, ne glorietur contra me Israel et dicat: Meis viribus liberatus sum. Loquere ad populum, et cunctis audientibus praedica. Qui formidolosus et timidus est revertatur (Libro de los Jueces 7,2-3). Como diciendo: quien no tenga valor y se sienta tímido que vuelva atrás. Después de estas palabras, los veinte mil de aquella muchedumbre se redujeron a diez mil; y éstos descendieron todavía a solo trescientos, según la precisa indicación del Señor: Duc eos ad aquas, et ibi probaba illos. Y he aquí la prueba que pone de relieve la fortaleza, la seriedad, el espíritu de sacrificio de cada uno: qui lingua lambuerint aquas... separabis eos seorsum; qui autem curvatis genibus biberint, in altera parte erunt... (Jc 7,4-5).

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La aplicación es clara. El que se detiene, el que se para en las comodidades, el que quiere satisfacer toda la sed de los conocimientos y experiencias humanos no es, no puede ser un soldado del reino de Dios. Queridos hijos. En el espíritu de este desprendimiento está encerrado el secreto de la fecundidad y del éxito de vuestra acción futura. Dejad, pues, que a vosotros, centinelas nuevos de los tiempos modernos, dispuestos para bien diversas empresas que nada tienen que ver con el gesto de la conquista y del dominio terreno, sino más bien de las nuevas condiciones de una más ordenada convivencia de los pueblos, a quienes se vuelve y se proyectan el deseo y la actuación intrépida para unificar en Cristo a toda la humanidad, permitidnos que os confiemos tres pensamientos que llevamos muy en el corazón. No los hemos extraído de una revelación celestial, como en el caso de Gedeón, pero sí de las intimidades de nuestra prolongada oración. Helas aquí: 1. Digne ambulate; 2. Accipite librum et devorate illum; 3. Psallite sapienter et frequenter. 1. Caminad dignamente Ante todo os decimos: Digne ambulate. En estas palabras queda indicada la necesaria claridad de vida, de ideales, de propósitos, del carácter sacerdotal. Llegados a Roma desde todas las partes del mundo os hermanáis aquí en vuestros diarios contactos. No hay diferencia sustancial entre vosotros que tenéis un patrimonio común y una aspiración común de servir a Dios y a las almas. Viniendo al centro del orbe católico, cada uno de vosotros ha traído consigo, desde su región de origen, la riqueza de antiguas enseñanzas, de tradiciones sanas, nobles y gloriosas. Y, aquí aprendéis a conoceros y, por ello, a mejor apreciaros; y a participar y fundir los dones de naturaleza y de gracia de que sois depositarios. Como bien conoce vuestra alma, ardiente en juventud y anhelante ante las mieses que aguardan, no estáis en Roma para prepararos un puesto de privilegio; antes al contrario, para haceros los más prontos, los más expertos, los más humildes, los más generosos colaboradores de vuestros obispos e incluso de vuestros futuros hermanos que tanto confían en vosotros. Es este, por tanto, el período más fecundo de vuestra formación. De ahí que con el corazón tembloroso os digamos: Digne ambulate. Que es como subrayar la invitación del Señor al fiel Abraham: Ambula coram me et esto perfectus (Gn 17,1). Ante todo, caminar dignamente significa moverse hacia el enriquecimiento de la mente que debe abrirse a todo lo bello y lo santo, a la luz de Dios; moverse hacia la perfecta purificación del corazón, libre del dominio de las criaturas y por ello apto para comprender a quien se alegra y a quien sufre; moverse hacia las conquistas de la experiencia que debe robustecerse y madurarse con miras a las responsabilidades futuras; moverse hacia el logro de un trato siempre amable y cautivador. En una palabra, moverse en la dirección de «todo aquello que es verdadero, honesto, justo y santo; de todo aquello que hace amables, que da

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buen nombre» (Flp 4,8). Moverse desde esta Roma de los Apóstoles y de los mártires, de los monjes y de los misioneros hacia las nuevas conquistas. Porque cuando uno se detiene para situarse cómodamente y escuchar la voz de la carne y de la sangre, se corre entonces, el peligro de convertirse en aguas estancadas. Moveos, pues: pero moveos dignamente. Todo, en realidad, debe ser esplendoroso en vuestra formación; todo debe ser abierto y claro a vuestros ojos: no solo pregustando las castas alegrías de la misa santamente celebrada, sino también conociendo las dificultades que encontraréis, las incertidumbres y las dudas que parecerán querer nublaros y paralizaros. Dignate ambulate. Atentos al corazón, a la sensibilidad, a las relaciones y reacciones. El eclesiástico no es un impulsivo; un sentimental, un hombre parcial, retraído, tímido, triste. El eclesiástico no se contenta con mediocridades. Ya desde los preciosos años de su formación quiere conocerse a sí mismo para superar las eventuales faltas y formarse en aquel ideal de perfección que el Señor exige: et esto perfectus. 2. Recibid el libro y asimiladlo El segundo pensamiento os invita a las firmes delicias de la Sagrada Escritura: Accipite librum et devorate illum (Ap 10,9). La figura profética del Apocalipsis esté siempre ante vuestros ojos; es el ángel del mar y de la tierra que por invitación de la voz del cielo os presenta a vosotros, como a Juan Apóstol, el Libro Sagrado. ¡Qué eficaz símbolo de la Iglesia extendiéndose sobre todos los continentes y ofreciéndoos su tesoro precioso! En el Libro está consignada para cada uno la voluntas Dei; os está indicada la dirección de la vida y el secreto del éxito de todo buen apostolado que no se vanagloria nunca por los resultados humanos que pueden también faltar. Ved cómo actúa la Iglesia: con sus Concilios, con los Sínodos, con las prescripciones canónicas siembra en un siglo y recoge en los siglos sucesivos. Aprended, pues, en el Libro Sagrado las indicaciones que se inspiran en la piedad más segura y nutrida y en la vida sacerdotal más esplendorosa. De los escritos del Protopatriarca de Venecia, San Lorenzo Justiniano, quisimos recoger en su día maravillosas concordancias de acentos sobre los beneficios del Libro divino; y queremos ahora traer ante vosotros sus palabras sacadas de la obra De Casto connubio Verbi Dei, tan profundas y luminosas: «La Sagrada Escritura es realmente el espejo que refleja la sabiduría del Verbo: es el arca santa de la divinidad —divinitatis armarium—. Nadie que a ella se acerque con pureza con prudencia, con humildad se retira de vacío. Aquella contiene la ciencia del bien vivir; bajo la corteza de las palabras, ¡qué desfilar de altísimas verdades, de misteriosos sacramentos! Las maravillas de la Omnipotencia Divina creadora del mundo están allí; allí la cooperación del ministerio angélico y la instrumental del ministerio del hombre. Sobre todo aquellas santas páginas manifiestan admirablemente la bondad del Creador, el cual ha querido instruir la ignorancia humana, formarla en la fe, dar fundamento a la esperanza, distraer al espíritu de las cosas visibles apacentándole en las invisibles y eterna» (D. Laur.

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Lustiniani... Opera Omnia, Venecia 1721 p. 157; cf. A. G. Card. Roncalli, La Sacra Scritura e San Lorenzo Giustiniani, en Rivista Biblica, 195. pp. 291-21). He aquí el alimento sustancial que solo os puede proporcionar el Libro Divino. He aquí el porqué de la invitación: Accipite Librum et devorate illum. En el punto de partida para las manifestaciones más sólidas de la piedad y de la acción ministerial, él puede abriros los horizontes de una vida interior profunda y misteriosa; e indicaros las devociones que caracterizan al buen eclesiástico de todos los tiempos y de todo lugar: la Eucaristía, el Sagrado Corazón, la Preciosísima Sangre; y después la Santísima Virgen; por último los Santos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Es toda una composición ordenada y admirable que debe ante todo estar en vuestra mente a fin de que podáis educar al pueblo santo de Dios en la ascesis de la piedad y de la práctica cristiana de 1a vida. 3. Alabad sabia y frecuentemente a Dios Un último pensamiento, queridos hijos: Psallite sapienter et frequenter. La invitación de Jesús es, a este propósito, clara y programática: Oportet semper orare, et non deficire (Lc 18,1). Que vuestra oración sea, pues, continua, meditada y reflexiva. Sea vuestro alimento, sea para vosotros como el aire que respiráis y que os mantiene con vida, preservándoos de los miasmas de una mentalidad mundana que podría poner en serio peligro vuestra vocación. Poned, por tanto, en práctica la gozosa invitación del apóstol: Verbum Christi habitet in vobis abundanter in omni sapientia, docentes et commonentes vosmetipsos psalmis, hymnis et canticis spiritualibus, in gratia cantates in cordibus vestri Deo (Col 3,16). Fuente preciosísima de oración es el Salterio que un día habrá de seros familiar y hacerse pensamiento de vuestros pensamientos, sustancia viva de vuestra vida consagrada. Deseamos que ya desde ahora os sea familiar; por ello, estudiadlo y conocedlo en su conjunto y en sus partes. Meditad cada uno de los Salmos para descubrir sus recónditas bellezas y formaros un seguro sensus Dei y un sensus Ecclesiae; repasadlos despacio; elevaos desde los Salmos a la contemplación de las cosas celestiales y desde éstas volved la valoración mesurada y exacta de las cosas de la tierra, de la cultura y de la historia e incluso de los acontecimientos de cada día. Se ha dicho que en los labios del sacerdote debe haber una continua oración. Pero esto, como todas las cosas del espíritu, no se puede improvisar ni reservar al tiempo que ha de seguir a la ordenación sacerdotal, porque entonces, si no está ya formado ese espíritu de oración, no faltarán las ocasiones, quizás por desgracia también las presuntas justificaciones —en nombre de la actividad y del trabajo— para un debilitamiento de aquél. Es esta la hora en que debéis haceros hombres de oración; y entonces cuánta luz, suavidad, calma, equilibrio; y también cuánto atractivo sobre las almas os resultarán de la familiaridad con el Salterio, alimento sólido de vuestra piedad. ¡Queridos hijos! Os hemos confiado tres pensamientos; y tenemos la firme esperanza y convicción de que serán germen de nuevo fervor para vosotros y para vuestros hermanos seminaristas de todo el mundo.

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El Papa os ama con especial afecto, y muchas veces al día, pero especialmente en la mañana, durante la santa misa, y por la tarde, en el rosario, ruega insistentemente por vosotros. El Papa os quiere bien. Cuando en las audiencias, en los actos litúrgicos, nuestros ojos se vuelven hacia los jóvenes seminaristas, sentimos que también los corazones exultan y están en perfecta consonancia. Uno de los signos de confianza y de seguridad para el futuro sois vosotros. La Iglesia, en efecto, os ama y os confía las ansias y los cuidados de su mañana que no conoce cansancio ni vejez. Vosotros sois la perfumada primavera del mañana que nuestros ojos, como el corazón lo advierte con seguridad, gustan contemplar rica de santas afirmaciones para la Iglesia de Dios, mientras las manos se elevan alentadoras y bendicientes. Proseguid, pues, dignamente, vuestro camino; sacad de la sagrada Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento, la fuerza de la piedad, la prontitud de la obediencia a la voz de la Iglesia, el esplendor de la castidad, la generosidad del apostolado. Que podáis ser el consuelo de vuestros obispos, la gloria más pura de la tierra que os vio nacer. Humildemente conscientes de vuestra fragilidad, confiad siempre en la fortaleza de Jesucristo que os ha llamado a ser los continuadores de su obra de redención. El clérigo camina sobre la tierra pero sus pensamientos, su corazón, sus ojos, miran al cielo. Et videbunt faciem eius, et nomen eius in frontibus eorum. Et nox ultra non erit, et non egebunt lumine lucernae, neque lumine solis, quoniam Dominus Deus illuminabit illus, et regnabunt in saecula saeculorum (Ap 22, 4-5). A este espectáculo se vuelven conmovidos los ojos mientras las voces concordes y bien moduladas preparan y prolongan la exaltación de los tres cánticos: el Benedictus, el Magnificat, el Nunc dimitis, que en las primeras páginas del Evangelio están señalando el cumplimiento de las antiguas profecías y el comienzo de los tiempos nuevos, del Evangelio eterno, del Evangelio de libertad, de unidad de la familia humana y de paz. Este Evangelio lo confía la Iglesia, animosa y siempre moderna, a vuestras manos. Queridos hijos, tal como lo recibís, custodiadlo: in corde et in labiis vestris ut digne illud annutietis! Con esta aspiración celestial os dejamos; y en trance de invocar sobre vosotros y sobre vuestros estudios la continua riqueza de los dones de Dios, os damos una amplia y bendición apostólica que queremos extender también a vuestros superiores y a vuestros padres que han comprendido el don inefable de la vocación sacerdotal, y a cuantos son desde ahora el objeto de vuestros pensamientos y de las primicias de vuestro apostolado de oración y de sacrificio.

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1960

Inde a primis Carta apostólica

30 de junio de 1960 Venerables Hermanos, ¡Salud y Apostólica Bendición! Muchas veces nos ha ocurrido desde los primeros meses de Nuestro servicio pontificio, y la palabra fue habitualmente recurrente ansiosa e inocente de Nuestro mismo sentimiento, invitar a los fieles en materia de devoción viva y cotidiana a dirigirse con ardiente fervor a la expresión divina de la misericordia del Señor sobre cada alma, sobre su Iglesia y sobre el mundo entero, del que Jesús queda como redentor y Salvador. Queremos decir la devoción a la Preciosísima Sangre. Esta devoción nos fue introducida en el mismo ambiente doméstico en el que floreció nuestra infancia, y aun hoy recordamos con viva emoción la recitación de las Letanías de la Preciosísima Sangre que nuestros mayores hacían en el mes de julio. Memores de la saludable exhortación del Apóstol: "Cuidaos; cuidad a la grey en medio a la cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, adquirida por él con la propia sangre", creemos, oh Venerables Hermanos, que entre las solicitudes de Nuestro universal ministerio pastoral, tras la vigilancia sobre la sana doctrina, debe tener un lugar de privilegio la que se refiere al recto desarrollo y el incremento de la piedad religiosa, en las manifestaciones del culto litúrgico y privado. Nos parece por lo tanto particularmente oportuno llamar la atención de nuestros queridos hijos sobre el nexo indisoluble que debe unir las dos devociones, tan difundidas en el seno del pueblo cristiano, es decir, al Nombre Santísimo de Jesús y a su Corazón Sacratísimo, la que busca honorar la Sangre preciosísima del Verbo encarnado, "derramada por muchos en remisión de los pecados". Si, de hecho, es de suma importancia que entre el Credo católico y la acción litúrgica de la Iglesia reine una saludable armonía, porque "Lex credendi legem statuat supplicandi", y no sean nunca consentidas formas de culto que no nazcan de las fuentes purísimas de la verdadera fe, es junto que florezca una similar armonía entre las diferentes devociones, de modo que no haya contraste o disociación entre aquellas que son estimadas como fundamentales y más santificantes, y al mismo tiempo sobre las devociones personales y secundarias tengan el primado en la estima y en la práctica las que mejor actúan la economía de la universal salvación obrada por el "solo Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, aquel que se dio a sí mismo como precio de rescate por todos".

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Moviéndose en esta atmósfera de recta fe y de sana piedad, los creyentes están seguros de "sentire cum Ecclesia", o sea de vivir en comunión de oración y de caridad con Jesucristo, fundador y Sumo Sacerdote de la sublime religión, que de él obtiene con el nombre, toda su dignidad y valor. Si damos ahora una rápida mirada a las admirables progresos que la Iglesia Católica ha obrado en el campo de la piedad litúrgica, en saludable consonancia con el desarrollo de su fe en la penetración de las verdades divinas, es indudablemente consolador el constatar que en los siglos más cercanos a nosotros no ha faltado por parte de esta Apostólica Sede claros y repetidos testimonios de consenso y de ánimo, para las tres devociones arriba mencionadas: devociones que fueron practicadas desde el medioevo por muchas almas pías y fueron después difundidas en varias Diócesis, Órdenes y Congregaciones religiosas, pero que esperaban de la Cátedra de Pedro el sello de la ortodoxia y de la aprobación por la Iglesia universal. Bástenos recordar que Nuestros Predecesores desde el siglo XVI han enriquecido de espirituales favores la devoción al Nombre Santísimo de Jesús, del que se había hecho en el siglo precedente apóstol infatigable, en Italia, San Bernardino de Siena. En honor de este Santísimo Nombre fueron ante todo aprobados el Oficio, la Misa, y seguidamente las Letanías. Ni menos insignes fueron los privilegios concedidos por los Romanos Pontífices al culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, en cuya admirable propagación tanta parte tuvieron las revelaciones hechas por el Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque. Y así alta y unánime fue la estima de los Sumos Pontífices a esta devoción, que ellos se complacieron en ilustrar su naturaleza, defender su legitimidad, inculcar su práctica con muchos actos oficiales, que han puesto corona tres importantes Encíclicas sobre este argumento. Pero también la devoción a la Sangre Preciosísima, de la que fue propagador admirable en el siglo pasado el sacerdote romano San Gaspar del Búfalo, tuvo el meritorio consenso y el favor de esta Sede Apostólica. De hecho no es preciso recordar que por orden de Benedicto XIV fueron compuestos la Misa y el Oficio en honor de la Sangre adorable del Salvador divino; y que Pío IX, en satisfacción de un voto hecho en Gaeta, quiso extender la fiesta litúrgica a la Iglesia universal. Fue en fin Pío XI, de feliz memoria, quien en recuerdo del XIX Centenario de la Redención, elevó dicha fiesta a rito doble de primera clase, a fin de que de la incrementada solemnidad litúrgica más intensa se hiciese la misma devoción y más copiosos se derramasen sobre los hombres los frutos de la Sangre redentora. Siguiendo por tanto el ejemplo de Nuestros Predecesores, con el objeto del favorecer ulteriormente el culto a la Sangre preciosa del Cordero inmaculado Cristo Jesús, hemos aprobado las Letanías, según el orden compilado por la Sacra Congregación de Ritos, animado la recitación en todo el mundo católico; sea en privado que en público, con el alargamiento de especiales indulgencias. Pueda este nuevo acto del "cuidado de todas las Iglesias", propia del Supremo Pontificado, en tiempos de muy graves y urgentes necesidades espirituales, despertar en el ánimo de los creyentes la convicción del valor perenne, universal, sumamente práctico de las tres devociones arriba elogiadas.

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Al aproximarse la fiesta y el mes dedicados al culto de la Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, signo de salvación y de vida eterna, hagan los fieles objeto de las más devotas meditaciones y de más frecuentes comuniones sacramentales. Reflexionen, iluminados por las saludables enseñanzas que emanan de los Libros Sacros y de la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia, en el valor sobreabundante, infinito, de esta Sangre verdaderamente preciosísima, "cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere", como canta la Iglesia con el Angélico Doctor, y como ha sabiamente confirmado Nuestro Predecesor Clemente VI. Qué, si infinito es el valor de la Sangre del Hombre-Dios e infinita fue la caridad que lo empujó a efundirla hasta el día octavo de su nacimiento y después con sobreabundancia en la agonía del huerto, en la flagelación y coronación de espinas, en la subida al Calvario y en la Crucifixión, y en fin por la amplia herida del costado, en símbolo de la misma Sangre divina que corre en todos los Sacramentos de la Iglesia, es no solo conveniente sino sumamente obligatorio que a ella le sean tributados homenajes de adoración y de amoroso reconocimiento por parte de todos los regenerados en sus ondas saludables. Y al culto de latría, a rendirse al Cáliz de la Sangre del Nuevo Testamento, sobretodo en el momento de su elevación en el sacrificio de la Misa, es cuanto menos decoroso y saludable que tenga detrás la Comunión con aquella misma Sangre, indisolublemente unida al Cuerpo del Salvador nuestro en el sacramento de la Eucaristía. En unión con el Sacerdote celebrante, los fieles podrán con plena verdad repetir mentalmente las palabras que él pronuncia en el momento de la Comunión: "Calicem salutaris accipiam et nomen Domini invocabo... Sanguis Domini Nostri Jesu Christi custodiat animam meam in vitam aeternam. Amen". De tal modo los fieles, que se acerquen dignamente, percibirán más abundantes los frutos de redención, de resurrección y de vida eterna, que la Sangre derramada por Cristo "por impulso del Espíritu Santo" ha merecido al mundo entero. Y nutridos por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hechos partícipes de su vida divina que ha hecho surgir legiones de mártires, irán al encuentro de las luchas cotidianas, a los sacrificios, hasta el martirio, si fuese necesario, en defensa de la virtud y del reino de Dios, sintiendo en sí mismos el ardor de caridad, que hacía exclamar a san Juan Crisóstomo: "Partimos de esa Mesa como leones inspirando llamas, convertidos en terribles para el demonio, pensando que sea nuestra Cabeza, y cuanto amor ha tenido por nosotros... Esta Sangre, si se recibe dignamente, aleja los demonios, llama junto a nosotros a los ángeles, y al mismo Señor de los ángeles... Esta Sangre, derramada, purifica todo el mundo… Este es el precio del universo, con esto Cristo redime la Iglesia… Tal pensamiento debe frenar nuestras pasiones. ¿Hasta cuando, de hecho, permaneceremos pegados al mundo presente? ¿Hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Has cuándo olvidaremos pensar en nuestra salvación? Reflexionemos sobre los bienes que el Señor se ha dignado concedernos, seámosle gratos, glorifiquémoslo no solo con la fe, sino también con las obras". ¡Oh! si los cristianos reflexionasen más a menudo en la paterna admonición del primer papa: "Vivid con temor en el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo bien que no por medio de cosas corruptibles, como el oro y la plata, habéis sido rescatados... ¡sino con la preciosa Sangre de Cristo, del Cordero inmaculado e incontaminado!"; si ellos pusiesen más atenta escucha a la exhortación del Apóstol de las gentes: "Habéis sido comprados a caro precio. Glorificad pues a Dios, y llevadlo en vuestro cuerpo". ¡Cuánto más dignos, más edificantes serían sus costumbres; cuánto más saludable para la humanidad entera la presencia en el mundo de la Iglesia de

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Cristo! Y si todos los hombres secundasen las invitaciones de la gracia de Dios, que quiere salvar a todos, porque quiso que todos fuesen redimidos por la Sangre de su Unigénito y a todos llama a ser miembros de un solo místico Cuerpo, del que Cristo es la Cabeza, cuánto más fraternas serían las relaciones entre los individuos, los pueblos, las naciones; cuánto más pacífica, más digna de Dios y de la humana naturaleza, creada a imagen y semejanza del Altísimo, resultaría la social convivencia. Es en la contemplación de esta sublime vocación como san Pablo invitaba a los fieles procedentes del pueblo elegido, tentados en pensar con nostalgia y un pasado que había sido solo una pálida figura y el preludio de la Nueva Alianza: "Vosotros os habéis acercado al monte Sión y a la ciudad de Dios vivo, a la Jerusalén celeste, y a miríadas de ángeles, asamblea reunida de los primogénitos inscritos en los cielos, a Dios juez, y a los espíritus de los justos llegados a la perfección, y a Jesús mediador del Nuevo Pacto, y a la Sangre de la aspersión, que habla mejor que la de Abel". Plenamente confiados, Venerables Hermanos, que estas Nuestras paternas exhortaciones, dadas a conocer por vosotros en el modo que creáis más oportuno al Clero y a los fieles a vosotros confiados, no solo con gusto serán saludablemente actuadas, sino con férvido celo, en auspicio de las gracias celestiales y en signo de Nuestra particular benevolencia, con efusión de corazón impartimos la Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y a toda vuestra grey, de modo particular a aquellos que responderán generosamente y píamente a Nuestra invitación. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de junio de 1960, vigilia de la Fiesta de la Preciosísima Sangre de N.S.J.C., año segundo de Nuestro Pontificado.

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Pablo VI (1963-1978)

1963-1965

Documentos del Concilio Vaticano II

CONSTITUCIÓN SACROSANCTUM CONCILIUM SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

4 de diciembre de 1963 5. Dios, que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim., 2,4), "habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres por medio de los profetas" (Hebr., 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como "médico corporal y espiritual", mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto en Cristo se realizó plenamente

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nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino. Esta obra de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión. Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, "con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado de Cristo dormido en la cruz nació "el sacramento admirable de la Iglesia entera".

CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA LUMEN GENTIUM

SOBRE LA IGLESIA

21 de noviembre de 1964

3. Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complació restaurar todas las cosas (cfr. Ef., 1,4-5, 10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19,34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn., 12,32). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado (1Cor., 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1Cor., 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

DECRETO AD GENTES

SOBRE LA ACTIVIDAD MISIONERA DE LA IGLESIA

7 de diciembre de 1965 24. El hombre debe responder al llamamiento de Dios, de suerte que no asintiendo a la carne ni a la sangre, se entregue totalmente a la obra del Evangelio. Pero no puede dar esta respuesta, si no le mueve y fortalece el Espíritu Santo. El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que "se anonadó tomando la forma de siervo". Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que poseía y a "hacerse todo a todos".

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El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio de Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de El como conviene, no avergonzándose del escándalo de la cruz. Siguiendo las huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida enteramente evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre. Dios le concederá valor y fortaleza para que vea la abundancia de gozo que se encierra en la experiencia intensa de la tribulación y de la absoluta pobreza. Esté convencido de que la obediencia es la virtud característica del ministro de Cristo, que redimió al mundo con su obediencia. A fin de no descuidar la gracia que poseen, los heraldos del Evangelio han de renovar su espíritu constantemente. Los ordinarios y superiores reúnan en tiempos determinados a los misioneros para que se tonifiquen en la esperanza de la vocación y se renueven en el ministerio apostólico, estableciendo incluso algunas casas apropiadas para ello.

CONSTITUCIÓN PASTORAL GAUDIUM ET SPES

SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL

7 de diciembre de 1965 22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir

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sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido. El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre!

DECLARACIÓN DIGNITATIS HUMANAE

SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

7 de diciembre del año 1965 11. Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad, y por eso éstos quedan obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó perfectamente a sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo pacientemente e invitó a los discípulos. Es verdad que apoyó y confirmó su predicación con milagros, para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos. Reprobó ciertamente la incredulidad de los que le oían, pero dejando a Dios el castigo para el día del juicio . Al enviar a los Apóstoles al mundo les dijo: "El que creyere y fuere bautizado se salvará; mas el que no creyere se condenará" (Mc., 16, 16). Pero El, sabiendo que se había sembrado cizaña juntamente con el trigo, mandó que los dejaran crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que se efectuará al fin del mundo. Renunciando a ser Mesías político y

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dominador por la fuerza, prefirió llamarse Hijo del Hombre, que ha venido "a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45). Se manifestó como perfecto Siervo de Dios, que "no rompe la caña quebrada y no extingue la mecha humeante" (Mt., 12, 20). Reconoció la autoridad civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero avisó claramente que había que guardar los derechos superiores de Dios: "dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt., 22, 21). Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la redención, para adquirir la salvación y la verdadera libertad de los hombres, completó su revelación. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a Sí mismo. Los Apóstoles, enseñados por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, "que quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim., 2, 4); pero al mismo tiempo respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo "cada cual dará a Dios cuenta de sí" (Rom., 14, 12), debiendo obedecer entretanto a su conciencia. Lo mismo que Cristo, los Apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, "la palabra de Dios con confianza" (Hech., 4, 31). Pues creían con fe firme que el Evangelio mismo era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree. Despreciando, pues, todas "las armas de la carne", y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: "no hay autoridad que no provenga de Dios", enseña el Apóstol, que en consecuencia manda: "toda persona esté sometida a las potestades superiores...; quien resiste a la autoridad, resiste al orden establecido por Dios" (Rom., 13, 1-2). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech., 5, 29). Este camino siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo.

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1965

Investigabiles divitias Christi Carta apostólica

6 de febrero de 1965

En el segundo centenario de la institución de la fiesta litúrgica en honor del Sagrado Corazón de Jesús

Venerables Hermanos, Salud y apostólica bendición. La imperscrutable riqueza de Cristo (Ef 3, 8), surgida del costado abierto del Redentor divino en el momento en el que, muriendo sobre la cruz, reconcilió con el Padre celeste el género humano, fue iluminación tan fúlgida en estos últimos tiempos por los progresos del culto al Sagrado Corazón de Jesús, que felicísimos frutos se han derivado en beneficio de la Iglesia. De hecho, después que nuestro misericordioso Salvador, aparecindo, como se refiere, a la elegida religiosa Margarita María Alacoque en la ciudad de Paray-le-Monial, repetidamente pidió que todos los hombres, como en una pública carrera de oraciones, honrasen su Corazón, herido por nuestro amor, y en todos los modos reparasen las ofensas contra él cometidas, el culto al Sagrado Corazón – ya en diferentes lugares dado por obra e impulso de san Juan Eudes - maravillosamente floreció entre el clero y el pueblo cristiano, y se difundió en todos los continentes. La Sede Apostólica había llevado a la coronación esta veneración, cuando, el 6 de febrero de 1765, Clemente XIII, Nuestro Predecesor de f. m., acogiendo las peticiones de los Obispos de Polonia y de la Archiconfradía Romana dedicada al Corazón de Jesús, concedió a la noble Nación Polaca y a la mencionada Fraternidad romana celebrar la fiesta litúrgica en honor del Sagrado Corazón, con el Oficio y la Misa propia, y aprobó así el relativo decreto, emanado de la S. Congregación de Ritos el 26 de enero de aquel año (Cf. Haurietis aquas: AAS 48 (1956), p. 341; A. Gardellini, Decreta authentica S.R.C., T. II, 1856, n. 4324; T. III, n. 4579, 3). De tal modo, ocurría que, tras apenas setenta y cinco años de la muerte de la humilde hermana Visitandina, entrasen en uso la fiesta litúrgica y particulares ritos en honor del Sagrado Corazón de Jesús: y todo esto era acogido no solo por el Rey, los Obispos y los fieles de Polonia junto con los miembros de la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón, sino también por las hermanas de la Orden de la Visitación, por toda esta amada Ciudad, por los Obispos y por la Reina de la Nación Francesa, por los superiores y los religiosos de la Compañía de Jesús, de modo que en breve tiempo el culto del Sagrado Corazón se extendió a casi toda la Iglesia, suscitando en las almas conspicuos frutos de santidad.

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Por tanto, hemos tomado con vivo placer que se están aquí y allí preparando solemnes conmemoraciones, recurriendo el segundo centenario de la fausta institución: y que sobretodo esto acontece en la diócesis de Autun, en la cual se encuentra la población de Paray-le-Monial, y especialmente en el espléndido templo, que allá surge, donde confluyen de todas partes las pías masas de peregrinos, que vienen a venerar el lugar donde, como se cree, los secretos del Corazón de Jesús fueron maravillosamente revelados y se difundieron en todo el mundo. He aquí pues Nuestros deseos, Nuestra voluntad: es decir, que en esta ocasión, la institución de la fiesta del Sagrado Corazón, resaltada oportunamente, sea celebrada con digno relieve por todos vosotros, Venerables Hermanos, que sois los Obispos de la Iglesia de Dios, y por la poblaciones a vosotros confiadas. Deseamos que a todas las categorias de fieles le sean explicadas del modo más adecuado y completo los profundos y recónditos fundamentos doctrinales, que ilustran los infinitos tesoros de caridad del Sagrado Corazón; y que se indiquen particulares funciones sagradas, que enciendan cada vez más la devoción hacia tal culto, digno de la más alta consideración, con el objetivo de obtener que todos los cristianos, animados por nuevas disposiciones de espíritu, presten el debido honor a aquel Corazón divino, reparen los innumerables pecados con testimonios de obsequio siempre más fervorosos, y conformen toda la vida a los preceptos de la verdadera caridad, que es el cumplimiento de la ley (cf. Rom 13,10). Porque de hecho el Sagrado Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad, es símbolo y expresiva imagen del eterno amor, en el cual Dios amó al mundo, hasta dar a su Hijo unigénito (Jn 3,16), estamos ciertos de que dichas conmemoraciones contribuirán muchísimo a hace que las riquezas del amor divino sean profundamente escrutadas y bien comprendidas; y nutrimos la confianza de que los fieles sepan obtener inspiración siempre más resuelta en configurar al Evangelio la propia vida, a enmendar diligentemente las costumbres, a poner en práctica la ley del Señor. Pero en primer lugar deseamos que, por medio de una más intensa participación en el Sacramento del altar, sea honrado el Corazón de Jesús, cuyo don más grande es justamente la Eucaristía. En el sacrificio eucarístico, de hecho, se inmola y se recibe a nuestro Salvador, siempre vivo para interceder por nosotros (Hb 7,25), cuyo Corazón fue abierto por la lanza del soldado, y derramó sobre el género humano el flujo de su Sangre preciosa, mezclada con agua; en este excelso sacramento, además, que es vértice y centro de los demás Sacramentos, la dulzura espiritual es gustada en su misma fuente y se recuerda aquella insigne caridad que Cristo demostró en su pasión (S. Tomás de Aquino, Opusculum 57). Es necesario por tanto que - para usar las palabras de san Juan Damasceno – nos acerquemos a él con deseo ardiente... a fin de que el fuego de nuestro deseo, recibido como el ardor de las brasas, destruya, quemándolos, nuestros pecados e ilumine los corazones, de tal modo, en el contacto habitual con el fuego divino, nos seamos hechos ardientes también nosotros y semejantes a Dios (S. Juan Damasceno, De fide orthod., 4, 13: PG 94, 1150). Esta razón nos parece por lo tanto máximamente idónea a hacer sí que el culto al Sagrado Corazón, que - lo decimos con dolor – en alguno se ha atenuado, reflorezca cada día más, y sea por todos considerado como una forma nobilísima y digna de la verdadera piedad, que en nuestro tiempo, especialmente por obra del Concilio Vaticano II, viene insistentemente

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requerida a Cristo Jesús, rey y centro de todos los corazones, cabeza del cuerpo, que es la Iglesia... el principio, el primogénito de los redivivos, a fin de que en todo tenga él el primado (Col 1,18). Y como el Sacrosanto Concilio Ecuménico manda grandemente los píos ejercicios del pueblo cristiano... especialmente cuando son hechos por voluntad de la Sede Apostólica (SC 13), esta forma de devoción parece deberse sumamente inculcar: de hecho, como hemos arriba recordado, consiste esencialmente en la adoración y en la reparación, dignamente prestada a Cristo, y está fundada sobre todo en el augusto misterio de la Eucaristía, de la cual, como de las demás acciones litúrgicas, consigue esa santificación de los hombres en Cristo, y la glorificación de Dios, al que tienden todas las demás obras de la Iglesia, como a su fin (SC 10). Con el deseo de que las celebraciones, que queréis dirigir, puedan contribuir del modo más eficaz a duraderos progresos de la vida cristiana, invocamos sobre vosotros los dones abundantes del divino Redentor, mientase, en signo de Nuestra benevolencia, impartimos con gran afecto a vosotros, Venerables Hermanos, a todos los sacerdotes, a las comunidades religiosas y a los fieles, confiados a vuestros cuidados, nuestra Bendición Apostólica. Roma, junto a la basílica de San Pedro, el 6 de febrero del año 1965, segundo de nuestro pontificado.

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1965

Diserti interpretes Carta

25 de mayo de 1965

A los superiores mayores de los institutos religiosos que toman nombre del Corazón de Jesús

1. Intérpretes elocuentes de los Institutos religiosos que premurosamente dirigís, y en nombre también de los demás Institutos que, como el vuestro, toman nombre e impulso del Corazón Sacratísimo de Jesús, habéis querido expresar, con filial devoción, vuestra gratitud por la Carta Apostólica "Investigabiles divitias", por Nos enviada a los sagrados Pastores de la Iglesia universal, el 6 de febrero pasado, con ocasión del segundo centenario de la institución de la Fiesta en honor del Sagrado Corazón, hecha por esta Sede de Pedro. Con veradero gozo y profunda conmoción del ánimo hemos acogido la expresión de vuestra deferencia y considerado atentamente las palabras procedentes de lo íntimo de vuestro corazón. Ellas nos han claramente mostrado cuan ardiente es el amor que vosotros y los religiosos de vuestro Instituto, nutrís hacia el Corazón Sacratísimo del Salvador Divino y los misterios de su amor eterno y con cuanta fidelidad queréis adheriros a ese augusto nombre, del que trae motivo y origen el estilo de vida de vuestros Institutos, el incentivo a la práctica de las virtudes y vuestro compromiso misionero. Comprometerse en difundir la devoción al Corazón de Jesús 2. Deseamos ardientemente, como hemos manifestado en la Carta citada, que "el culto al Corazón de Jesús... florezca siempre más y sea estimado por todos una forma verdaderamente excelente de auténtica piedad" (AAS LVII, 1925, 300). Nos alegramos por ello vivamente al constatar con cuánta generosidad y humildad vuestros hermanos, según el carácter del propio Instituto, con su ejemplo y su enseñanza, muestran a los hombres de nuestro tiempo de qué modo pueden practicar esta sublime devoción y sacar de ella vigor "para armonizar decididamente su vida con el Evangelio, para enmendar diligentemente la propia conducta de vida y poner práctica los preceptos de la ley divina" (ib). Retenemos, por lo tanto, que éste es vuestro deber y vuestro compromiso específico: que, conformándoos a la sagrada vocación espontáneamente abrazada, difundáis siempre más ampliamente el amor al Corazón Sacratísimo de Jesús y con la palara y con el ejemplo mostréis a todos los hombres que de Él principalmente es necesario obtener inspiración e impulso sea para obtener la auspiciada renovación de las almas y la reforma de la conducta

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de vida, sea la mayor eficacia y energía de las instituciones de la Iglesia, como pidió el Concilio Vaticano II. Sin el Corazón de Jesús no se comprende la Iglesia 3. El Sacrosanto Sínodo, de hecho, como es conocido, mira especialmente a obtener la renovación del modo de vivir público y privado en toda la extensión de la vida cristiana y en todos los campos, y por ello ha sacado a la luz el fúlgido misterio de la Iglesia. Pero este misterio no puede ser bien entendido si las almas no se dirigen al eterno amor del Verbo Encarnado, del que es espléndido símbolo su Corazón traspasado. Y la razón es que "la Iglesia, come dice la Constitución dogmática a ella dedicada (LG 3), o sea el reino de Cristo ya presente en misterio, por obra de Dios crece visiblemente en el mundo. Tal inicio y crecimiento son significados por la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Jesús Crucificado". La Iglesia, de hecho, nació del Corazón abierto del Redentor y de aquel Corazón recibe alimento, ya que Cristo "se dio a sí mismo por ella, para hacerla santa, purificándola por medio del lavado del agua acompañada de la palabra" (Ef 5, 25-26). Culto necesario y de gran actualidad 4. Es por ello absolutamente necesario que los fieles expresen la devoción a ese Corazón, de cuya plenitud todos hemos recibido, con íntimos sentimientos de piedad y con actos públicos de culto y de eso aprendan el modo justo de ordenar la propia vida, de modo que responda plenamente a las esperanzas de nuestro tiempo. En el Corazón de Jesús de hecho se encuentra el origen y el principio de la S. Liturgia, siendo el templo santo de Dios, del cual sube hacia el Eterno Padre el sacrificio de expiación, que puede "salvar perfectamente a aquellos que por medio de él se acercan a Dios" (Hb 7,25). Es de ahí de donde la Iglesia saca la incitación para buscar todos aquellos medios y subsidios que ayudan a nuestros hermanos separados a alcanzar la plena unión con la Cátedra de Pedro; y para aquellos que no son cristianos, lleguen junto a nosotros "a conocer al único verdadero Dios y a Aquel que Él envió, Jesucristo" (cf. Jn 17,3). Y, en fin, no hay duda que el empeño pastoral y el celo misionero arderán de manera vivísima, si, sacerdotes y fieles, con el fin de propagar la gloria de Dios, contemplarán el ejemplo del amor eterno que Cristo nos ha mostrado, y dirigiremos sus esfuerzos para hacer partícipes a todos los hombres de las imperscrutables riquezas de Cristo. Estos son, como ve cada uno, los ardientísimos deseos que el Sínodo Ecuménico, con providencial sabiduría y bajo la inspiración del Espíritu Santo, busca alimentar en el ánimo de los fieles.

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Mientras debemos prepararnos para que las esperanzas presentes se conviertan en feliz realidad, debemos insistentemente impetrar luz y vigor del Divino Salvador, cuyo Corazón herido ofrece tantas incitaciones para cumplir tales votos. 5. Mientras con paterna espera manifestamos estos nuestros sentimientos a vosotros y vuestros hermanos, que con particular título di vocación estáis ligados al Corazón Sacratísimo de Jesús, os exhortamos a desarrollar con resuelta y serena constancia, los compromisos de apostolado que habéis asumido como vuestra tarea particular en la Iglesia y aportar vuestra contribución a esta gran noble empresa. Alimente vuestros santos propósitos el Corazón Sacratísimo de Jesús por vosotros invocado; os proteja la Madre de Dios, María, suavísima Madre de la Iglesia, estrechamente unida a la obra y al misterio de la Redención. Y para que abundantemente afluyan sobre vosotros los dones divinos, impartimos con gran afecto la Bendición Apostólica, expresión de nuestra benevolencia, a vosotros, a las familias religiosas a las que encabezáis, a todos los religiosos y religiosas que de algún modo toman nombre o practican de modo especial el culto del Corazón de Jesús. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 25 del mes de Mayo, consagrado a la Ascensión del Señor, del año 1965, segundo de nuestro Pontificado.

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Juan Pablo II

(1978-2005)

1979

Redemptor hominis Carta encíclica

4 de marzo de 1979

I. HERENCIA

Venerables Hermanos y Hermanas, Amadisimos Hijos e Hijas: Salud y Bendición Apostólica 1. A finales del segundo Milenio EL REDENTOR DEL HOMBRE, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más

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que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido —aunque de manera desigual— hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos estamos acercando ya a tal fecha que —aun respetando todas las correcciones debidas a la exactitud cronológica— nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (1), y en otro pasaje: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (2). También nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento, que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo...» (3), por medio del Hijo-Verbo, que se hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva —de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina— y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» (4). 2. Primeras palabras del nuevo Pontificado A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de octubre del año pasado, cuando después de la elección canónica, me fue hecha la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces: «En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto». Quiero hacer conocer públicamente esta mi respuesta a todos sin excepción, para poner así de manifiesto que con esa verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya recordada, está vinculado el ministerio, que con la aceptación de la elección a Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber específico en su misma Cátedra. He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo Predecesor Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios.

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A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo XX y de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los Apóstoles la víspera de su Pasión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré» (5). «Cuando venga el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (6). «Pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras» (7). 3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado e inaugurado por Juan XXIII y, después, felizmente concluido y actuado con perseverancia por Pablo VI, cuya actividad he podido observar de cerca. Me maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado. Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad. Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia mediante el Concilio de nuestro tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias (8) no puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica. Precisamente de esta conciencia contemporánea de la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con las palabras Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado. Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta conciencia la que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor por su parte contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (9).

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4. En relación con la primera Encíclica de Pablo VI Precisamente por esta razón, la conciencia de la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella «la insondable riqueza de Cristo» (10), de que habla el Apóstol de las gentes. Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza, con la certeza de la propia verdad, de la que dijo Cristo: «no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (11), determina el dinamismo apostólico, es decir, misionero de la Iglesia, profesando y proclamando íntegramente toda la verdad transmitida por Cristo. Ella debe conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó «diálogo de la salvación», distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los cuales debe ser llevado a cabo (12). Cuando hoy me refiero a este documento programático del pontificado de Pablo VI, no ceso de dar gracias a Dios, porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en el período posconciliar, ha sabido presentar «ad extra», al exterior, su auténtico rostro. De este modo, también una gran parte de la familia humana, en los distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho, a mi parecer, más consciente de cómo sea verdaderamente necesaria para ella la Iglesia de Cristo, su misión y su servicio. Esta conciencia se ha demostrado a veces más fuerte que las diversas orientaciones críticas, que atacaban «ab intra», desde dentro, a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los hombres de la Iglesia y a su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin duda causas diversas y estamos seguros, por otra parte, de que no ha estado siempre privado de un sincero amor a la Iglesia. Indudablemente, se ha manifestado en él, entre otras cosas, la tendencia a superar el así llamado triunfalismo, del que se discutía frecuentemente en el Concilio. Pero si es justo que la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Maestro que era «humilde de corazón» (13), esté fundada asimismo en la humildad, que tenga el sentido crítico respecto a todo lo que constituye su carácter y su actividad humana, que sea siempre muy exigente consigo misma, del mismo modo el criticismo debe tener también sus justos límites. En caso contrario, deja de ser constructivo, no revela la verdad, el amor y la gratitud por la gracia, de la que nos hacemos principal y plenamente partícipes en la Iglesia y mediante la Iglesia. Además el espíritu crítico no sería expresión de la actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de dirigir la opinión de los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera demasiado desconsiderada. Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Barca (14). La Iglesia que —a través de Juan Pablo I— me ha sido confiada casi inmediatamente después de él, no está ciertamente exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero al mismo tiempo se siente interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas «novedades», más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro «cosas nuevas y cosas viejas» (15), más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación de todos: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (16).

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5. Colegialidad y apostolado Esta Iglesia está —contra todas las apariencias— mucho más unida en la comunión de servicio y en la conciencia del apostolado. Tal unión brota de aquel principio de colegialidad, recordado por el Concilio Vaticano II, que Cristo mismo injertó en el Colegio apostólico de los Doce con Pedro a la cabeza y que renueva continuamente en el Colegio de los Obispos, que crece cada vez más en toda la tierra, permaneciendo unido con el Sucesor de San Pedro y bajo su guía. El Concilio no sólo ha recordado este principio de colegialidad de los Obispos, sino que lo ha vivificado inmensamente, entre otras cosas propiciando la institución de un organismo permanente que Pablo VI estableció al crear el Sínodo de los Obispos, cuya actividad no sólo ha dado una nueva dimensión a su pontificado, sino que se ha reflejado claramente después, desde los primeros días, en el pontificado de Juan Pablo I y en el de su indigno Sucesor. El principio de colegialidad se ha demostrado particularmente actual en el difícil período posconciliar, cuando la postura común y unánime del Colegio de los Obispos —la cual, sobre todo a través del Sínodo, ha manifestado su unión con el Sucesor de Pedro— contribuía a disipar dudas e indicaba al mismo tiempo los caminos justos para la renovación de la Iglesia, en su dimensión universal. Del Sínodo ha brotado, entre otras cosas, ese impulso esencial para la evangelización que ha encontrado su expresión en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (17), acogida con tanta alegría como programa de renovación de carácter apostólico y también pastoral. La misma línea se ha seguido en los trabajos de la última sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar casi un año antes de la desaparición del Pontífice Pablo VI y que fue dedicada —como es sabido— a la catequesis. Los resultados de aquellos trabajos requieren aún una sistematización y un enunciado por parte de la Sede Apostólica. Dado que estamos tratando del evidente desarrollo de la forma en que se expresa la colegialidad episcopal, hay que recordar al menos el proceso de consolidación de las Conferencias Episcopales Nacionales en toda la Iglesia y de otras estructuras colegiales de carácter internacional o continental. Refiriéndonos por otra parte a la tradición secular de la Iglesia, conviene subrayar la actividad de los diversos Sínodos locales. Fue en efecto idea del Concilio, coherentemente ejecutada por Pablo VI, que las estructuras de este tipo, experimentadas desde hace siglos por la Iglesia, así como otras formas de colaboración colegial de los Obispos, por ejemplo, la provincia eclesiástica, por no hablar ya de cada una de las diócesis, pulsasen con plena conciencia de la propia identidad y a la vez de la propia originalidad, en la unidad universal de la Iglesia. El mismo espíritu de colaboración y de corresponsabilidad se está difundiendo también entre los sacerdotes, lo cual se confirma por los numerosos Consejos Presbiterales que han surgido después del Concilio. Este espíritu se ha extendido asimismo entre los laicos, confirmando no sólo las organizaciones de apostolado seglar ya existentes, sino también creando otras nuevas con perfil muchas veces distinto y con un dinamismo excepcional. Por otra parte, los laicos, conscientes de su responsabilidad en la Iglesia, se han empeñado de buen grado en la colaboración con los Pastores, con los representantes de los Institutos de vida consagrada en el ámbito de los Sínodos diocesanos o de los Consejos pastorales en las parroquias y en las diócesis.

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Me es necesario tener en la mente todo esto al comienzo de mi pontificado, para dar gracias a Dios, para dar nuevos ánimos a todos los Hermanos y Hermanas y para recordar además con viva gratitud la obra del Concilio Vaticano II y a mis grandes Predecesores que han puesto en marcha esta nueva «ola» de la vida de la Iglesia, movimiento mucho más potente que los síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis. 6. Hacia la unión de los cristianos Y ¿qué decir de todas las iniciativas brotadas de la nueva orientación ecuménica? El inolvidable Papa Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su muerte: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (18). El Concilio Vaticano II respondió a esta exigencia de manera concisa con el Decreto sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI, valiéndose de la actividad del Secretariado para la unión de los Cristianos inició los primeros pasos difíciles por el camino de la consecución de tal unión. ¿Hemos ido lejos por este camino? Sin querer dar una respuesta concreta podemos decir que hemos conseguido unos progresos verdaderos e importantes. Una cosa es cierta: hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía, y con nosotros se han empeñado también los representantes de otras Iglesias y de otras Comunidades cristianas, por lo cual les estamos sinceramente reconocidos. Es cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la Iglesia, en lo concerniente a los problemas ecuménicos, que la de buscar lealmente, con perseverancia, humildad y con valentía, las vías de acercamiento y de unión, tal como nos ha dado ejemplo personal el Papa Pablo VI. Debemos por tanto buscar la unión sin desanimarnos frente a las dificultades que pueden presentarse o acumularse a lo largo de este camino; de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su testamento. ¿Es lícito correr este riesgo? Hay personas que, encontrándose frente a las dificultades o también juzgando negativos los resultados de los trabajos iniciales ecuménicos, hubieran preferido echarse atrás. Algunos incluso expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas en las cuestiones de la fe y de la moral, abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será bueno que los portavoces de tales opiniones expresen sus temores; no obstante, también en este aspecto hay que mantener los justos límites. Es obvio que esta nueva etapa de la vida de la Iglesia exije de nosotros una fe particularmente consciente, profunda y responsable. La verdadera actividad ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad al diálogo, búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y cristiano; pero de ningún modo significa ni puede significar renunciar o causar perjuicio de alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente confesada y enseñada por la Iglesia. A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo? ¿Podemos no tener confianza —no obstante toda la debilidad humana, todas las deficiencias acumuladas a lo largo de los siglos pasados— en la gracia de nuestro Señor, tal cual se ha revelado en los últimos tiempos a través de la palabra del Espíritu Santo, que

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hemos escuchado durante el Concilio? Obrando así, negaríamos la verdad que concierne a nosotros mismos y que el Apóstol ha expresado de modo tan elocuente: «Mas por gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no resultó vana» (19). Aunque de modo distinto y con las debidas diferencias, hay que aplicar lo que se ha dicho a la actividad que tiende al acercamiento con los representantes de las religiones no cristianas, y que se expresa a través del diálogo, los contactos, la oración comunitaria, la búsqueda de los tesoros de la espiritualidad humana que —como bien sabemos— no faltan tampoco a los miembros de estas religiones. ¿No sucede quizá a veces que la creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas, —creencia que es efecto también del Espíritu de verdad, que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico— haga quedar cunfundidos a los cristianos, muchas veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas por Dios y proclamadas por la Iglesia, tan propensos al relajamiento de los principios de la moral y a abrir el camino al permisivismo ético? Es cosa noble estar predispuestos a comprender a todo hombre, a analizar todo sistema, a dar razón a todo lo que es justo; esto no significa absolutamente perder la certeza de la propia fe (20), o debilitar los principios de la moral, cuya falta se hará sentir bien pronto en la vida de sociedades enteras, determinando entre otras cosas consecuencias deplorables.

II. EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN 7. En el Misterio de Cristo Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia —vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI— permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi? (21) Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos» (22), que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos» (23). Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (24). A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza» (25), a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros»(26), a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» (27) y «la resurrección y la vida» (28), a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre (29), a Aquel que debía irse de nosotros(30) —se

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refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad (31). En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (32), y la Iglesia es su Cuerpo (33). La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (34) y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor! La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (35). Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad» (36), el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (36). La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión 8. Redención: creación renovada ¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: «Y vio Dios ser bueno» (38). El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre(29) —el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad— (40) adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo» (41). Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo (42). ¿ Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de «la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto» (43) y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (44), acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-

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nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que «gime y sufre» (45) y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»? (46). El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante «del mundo contemporáneo», llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre bajando —como Cristo— a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (47). ¡Él, el Redentor del hombre! 9. Dimensión divina del misterio de la Redención Al reflexionar nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre (48). Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo «poco menor que Dios» (49), en cuanto creado «a imagen y semejanza de Dios» (50); e igualmente ha dado satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza (51) y de las posteriores que Dios «ha ofrecido en diversas ocasiones a los hombres» (52). La redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada (53)— es en su raíz más profunda «la plenitud de la justicia en un Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios (54) y llamados a la gracia, llamados al amor. La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret— «deja» este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo «Espíritu de verdad» (55). Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a

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sí mismo (56), fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios» (57). Si «trató como pecado» a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque «Dios es amor» (58). Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación» (59), más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo (60), siempre a la búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios» (61), que están llamados a la gloria (62). Esta revelación del amor es definida también misericordia (63), y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo. 10. Dimensión humana del misterio de la Redención El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! «Ya no es judío ni griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (64). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor» (65), si «Dios ha dado a su Hijo», a fin de que él, el hombre, «no muera sino que tenga la vida eterna»! (66). En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, «en el mundo contemporáneo». Este estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo. Él determina también su puesto, su —por así decirlo— particular derecho de ciudadanía en la historia del hombre y de la humanidad. La Iglesia que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta razón la Redención

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se ha cumplido en el misterio pascual que a través de la cruz y la muerte conduce a la resurrección. El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús. Contemporáneamente, se toca también la más profunda obra del hombre, la esfera —queremos decir— de los corazones humanos, de las conciencias humanas y de las vicisitudes humanas. 11. El Misterio de Cristo en la base de la misión de la Iglesia y del cristianismo El Concilio Vaticano II ha llevado a cabo un trabajo inmenso para formar la conciencia plena y universal de la Iglesia, a la que se refería el Papa Pablo VI en su primera Encíclica. Tal conciencia —o más bien, autoconciencia de la Iglesia— se forma «en el diálogo», el cual, antes de hacerse coloquio, debe dirigir la propia atención al «otro», es decir, a aquél con el cual queremos hablar. El Concilio ecuménico ha dado un impulso fundamental para formar la autoconciencia de la Iglesia, dándonos, de manera tan adecuada y competente, la visión del orbe terrestre como de un «mapa» de varias religiones. Además, ha demostrado cómo a este mapa de las religiones del mundo se sobrepone en estratos —antes nunca conocidos y característicos de nuestro tiempo— el fenómeno del ateísmo en sus diversas formas, comenzando por el ateísmo programado, organizado y estructurado en un sistema político. Por lo que se refiere a la religión, se trata ante todo de la religión como fenómeno universal, unido a la historia del hombre desde el principio; seguidamente de las diversas religiones no cristianas y finalmente del mismo cristianismo. El documento conciliar dedicado a las religiones no cristianas está particularmente lleno de profunda estima por los grandes valores espirituales, es más, por la primacía de lo que es espiritual y que en la vida de la humanidad encuentra su expresión en la religión y después en la moralidad que refleja en toda la cultura. Justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos reflejos de una única verdad «como gérmenes del Verbo» (67), los cuales testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la tensión hacia Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido de la vida humana. El Concilio ha dedicado una atención especial a la religión judía, recordando el gran patrimonio espiritual y común a los cristianos y a los judíos, y ha expresado su estima hacia los creyentes del Islam, cuya fe se refiere también a Abrahán. Es sabido por otra parte que la religión de Israel tiene un pasado en común con la historia del cristianismo: el pasado relativo a la Antigua Alianza 68). Con la apertura realizada por el Concilio Vaticano II, la Iglesia y todos los cristianos han podido alcanzar una conciencia más completa del misterio de Cristo, «misterio escondido desde los siglos» (69) en Dios, para ser revelado en el tiempo: en el Hombre Jesucristo, y para revelarse continuamente, en todos los tiempos. En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella y, al mismo

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tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor transcendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia. Es necesario por tanto que todos nosotros, cuantos somos seguidores de Cristo, nos encontremos y nos unamos en torno a Él mismo. Esta unión, en los diversos sectores de la vida, de la tradición, de las estructuras y disciplinas de cada una de las Iglesias y Comunidades eclesiales, no puede actuarse sin un valioso trabajo que tienda al conocimiento recíproco y a la remoción de los obstáculos en el camino de una perfecta unidad. No obstante podemos y debemos, ya desde ahora, alcanzar y manifestar al mundo nuestra unidad: en el anuncio del misterio de Cristo, en la revelación de la dimensión divina y humana también de la Redención, en la lucha con perseverancia incansable en favor de esta dignidad que todo hombre ha alcanzado y puede alcanzar continuamente en Cristo, que es la dignidad de la gracia de adopción divina y también dignidad de la verdad interior de la humanidad, la cual —si ha alcanzado en la conciencia común del mundo contemporáneo un relieve tan fundamental— sobresale aún más para nosotros a la luz de la realidad que es él: Cristo Jesús. Jesucristo es principio estable y centro permanente de la misión que Dios mismo ha confiado al hombre. En esta misión debemos participar todos, en ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas, siendo ella necesaria más que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal misión parece encontrar en nuestra época oposiciones más grandes que en cualquier otro tiempo, tal circunstancia demuestra también que es en nuestra época aún más necesaria y —no obstante las oposiciones— es más esperada que nunca. Aquí tocamos indirectamente el misterio de la economía divina que ha unido la salvación y la gracia con la Cruz. No en vano Jesucristo dijo que el «reino de los cielos está en tensión, y los esforzados lo arrebatan» (70); y además que «los hijos de este siglo son más avisados... que los hijos de la luz» (71). Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos «violentos de Dios» que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y que descubrimos todavía hoy para unirnos conscientemente a la gran misión, es decir: revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las «insondables riquezas de Cristo» (72), porque éstas son para todo hombre y constituyen el bien de cada uno. 12. Misión de la Iglesia y libertad del hombre En esta unión la misión, de la que decide sobre todo Cristo mismo, todos los cristianos deben descubrir lo que les une, incluso antes de que se realice su plena comunión. Esta es la unión apostólica y misionera, misionera y apostólica. Gracias a esta unión podemos acercarnos juntos al magnífico patrimonio del espíritu humano, que se ha manifestado en todas las religiones, como dice la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra aetate (73). Gracias a ella, nos acercamos igualmente a todas las culturas, a todas las concepciones ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad. Nos aproximamos con aquella estima, respeto y discernimiento que, desde los tiempos de los Apóstoles, distinguía la actitud misionera y del misionero. Basta recordar a San Pablo y, por ejemplo, su discurso en el

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Areópago de Atenas (74). La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que «en el hombre había» (75), por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere» (76). La misión no es nunca una destrucción, sino una purificación y una nueva construcción por más que en la práctica no siempre haya habido una plena correspondencia con un ideal tan elevado. La conversión que de ella ha de tomar comienzo, sabemos bien que es obra de la gracia, en la que el hombre debe hallarse plenamente a sí mismo. Por esto la Iglesia de nuestro tiempo da gran importancia a todo lo que el Concilio Vaticano II ha expuesto en la Declaración sobre la libertad religiosa, tanto en la primera como en la segunda parte del documento (77). Sentimos profundamente el carácter empeñativo de la verdad que Dios nos ha revelado. Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante esta verdad. La Iglesia, por institución de Cristo, es su custodia y maestra, estando precisamente dotada de una singular asistencia del Espíritu Santo para que pueda custodiarla fielmente y enseñarla en su más exacta integridad (78). Cumpliendo esta misión, miramos a Cristo mismo, que es el primer evangelizador (79) y miramos también a los Apóstoles, Mártires y Confesores. La Declaración sobre la libertad religiosa nos muestra de manera convincente cómo Cristo y, después sus Apóstoles, al anunciar la verdad que no proviene de los hombres sino de Dios («mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (80), esto es, del Padre), incluso actuando con toda la fuerza del espíritu, conservan una profunda estima por el hombre, por su entendimiento, su voluntad, su conciencia y su libertad (81). De este modo, la misma dignidad de la persona humana se hace contenido de aquel anuncio, incluso sin palabras, a través del comportamiento respecto de ella. Tal comportamiento parece corresponder a las necesidades particulares de nuestro tiempo. Dado que no en todo aquello que los diversos sistemas, y también los hombres en particular, ven y propagan como libertad está la verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión divina, se hace custodia de esta libertad que es condición y base de la verdadera dignidad de la persona humana. Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: «Conoceréis la verdad y la verdad os librará» (82). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda de lo que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en Cristo, han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de constricción exterior! Jesucristo mismo, cuando compareció como prisionero ante el tribunal de Pilatos y fue preguntado por él acerca de la acusación hecha contra él por los representantes del Sanedrín, ¿no respondió acaso: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad»? (83). Con estas palabras pronunciadas ante el juez, en el momento decisivo, era

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como si confirmase, una vez más, la frase ya dicha anteriormente: «Conoced la verdad y la verdad os hará libres». En el curso de tantos siglos y de tantas generaciones, comenzando por los tiempos de los Apóstoles, ¿no es acaso Jesucristo mismo el que tantas veces ha comparecido junto a hombres juzgados a causa de la verdad y no ha ido quizá a la muerte con hombres condenados a causa de la verdad? ¿Acaso cesa el de ser continuamente portavoz y abogado del hombre que vive «en espíritu y en verdad»? (84). Del mismo modo que no cesa de serlo ante el Padre, así lo es también con respecto a la historia del hombre. La Iglesia a su vez, no obstante todas las debilidades que forman parte de la historia humana, no cesa de seguir a Aquel que dijo: «ya llega la hora y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad» (85).

III. EL HOMBRE REDIMIDO Y SU SITUACIÓN EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

13. Cristo se ha unido a todo hombre Cuando, a través de la experiencia de la familia humana que aumenta continuamente a ritmo acelerado, penetramos en el misterio de Jesucristo, comprendemos con mayor claridad que, en la base de todos estos caminos a lo largo de los cuales en conformidad con las sabias indicaciones del Pontífice Pablo VI (86) debe proseguir la Iglesia de nuestro tiempo, hay un solo camino: es el camino experimentado desde hace siglos y es al mismo tiempo el camino del futuro. Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» (87). La Iglesia divisa por tanto su cometido fundamental en lograr que tal unión pueda actuarse y renovarse continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella. En el trasfondo de procesos siempre crecientes en la historia, que en nuestra época parecen fructificar de manera particular en el ámbito de varios sistemas, concepciones ideológicas del mundo y regímenes, Jesucristo se hace en cierto modo nuevamente presente, a pesar de todas sus aparentes ausencias, a pesar de todas las limitaciones de la presencia o de la actividad institucional de la Iglesia. Jesucristo se hace presente con la potencia de la verdad y del amor, que se han manifestado en Él como plenitud única e irrepetible, por más que su vida en la tierra fuese breve y más breve aún su actividad pública. Jesucristo es el camino principal de la Iglesia. Él mismo es nuestro camino «hacia la casa del Padre» (88) y es también el camino hacia cada hombre. En este camino que conduce de Cristo al hombre, en este camino por el que Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por nadie. Esta es la exigencia del bien temporal y del bien eterno del hombre. La Iglesia, en consideración de Cristo y en razón del misterio, que constituye la vida de la Iglesia misma, no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede permanecer indiferente a lo que lo amenaza. El Concilio Vaticano II, en diversos pasajes de sus documentos, ha expresado esta solicitud

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fundamental de la Iglesia, a fin de que «la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente dignidad del hombre» (89), en todos sus aspectos, para hacerla «cada vez más humana» (90). Esta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres. En nombre de tal solicitud, como leemos en la Constitución pastoral del Concilio, «la Iglesia que por razón de su ministerio y de su competencia, de ninguna manera se confunde con la comunidad política y no está vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo el signo y la salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana» (91). Aquí se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre «abstracto» sino real, del hombre «concreto», «histórico». Se trata de «cada» hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio. Todo hombre viene al mundo concebido en el seno materno, naciendo de madre y es precisamente por razón del misterio de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la Iglesia. Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo (92). El Concilio indica esto precisamente, cuando, hablando de tal semejanza, recuerda que «el hombre es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma» (93). El hombre tal como ha sido «querido» por Dios, tal como Él lo ha «elegido» eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente «cada» hombre, el hombre «más concreto», el «más real»; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la madre. 14. Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya «suerte», es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo. Y se trata precisamente de cada hombre de este planeta, en esta tierra que el Creador entregó al primer hombre, diciendo al hombre y a la mujer: «henchid la tierra; sometedla» (94); todo hombre, en toda su irrepetible realidad del ser y del obrar, del entendimiento y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. El hombre en su realidad singular (porque es «persona»), tiene una historia propia de su vida y sobre todo una historia propia de su alma. El hombre que conforme a la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su existencia temporal, escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de su nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social —en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad— este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención.

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A este hombre precisamente en toda la verdad de su vida, en su conciencia, en su continua inclinación al pecado y a la vez en su continua aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al amor, a este hombre tenía ante sus ojos el Concilio Vaticano II cuando, al delinear su situación en el mundo contemporáneo, se trasladaba siempre de los elementos externos que componen esta situación a la verdad inmanente de la humanidad: «Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraido por muchas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere hacer y deja de hacer lo que quería llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provocan en la sociedad» (95). Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello, «Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» —a todo hombre y a todos los hombres— «... su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima vocación» (96). Siendo pues este hombre el camino de la Iglesia, camino de su vida y experiencia cotidianas, de su misión y de su fatiga, la Iglesia de nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la «situación» de él. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades, que toman siempre nueva orientación y de este modo se manifiestan; la Iglesia, al mismo tiempo, debe ser consciente de las amenazas que se presentan al hombre. Debe ser consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo para que «la vida humana sea cada vez más humana» (97), para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre. En una palabra, debe ser consciente de todo lo que es contrario a aquel proceso. 15. De qué tiene miedo el hombre contemporáneo Conservando pues viva en la memoria la imagen que de modo perspicaz y autorizado ha trazado el Concilio Vaticano II, trataremos una vez más de adaptar este cuadro a los «signos de los tiempos», así como a las exigencias de la situación que cambia continuamente y se desenvuelve en determinadas direcciones. El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de «alienación», es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial

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de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo; teme que puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción inimaginable, frente a la cual todos los cataclismos y las catástrofes de la historia que conocemos parecen palidecer. Debe nacer pues un interrogante: ¿por qué razón este poder, dado al hombre desde el principio —poder por medio del cual debía él dominar la tierra (98)— se dirige contra sí mismo, provocando un comprensible estado de inquietud, de miedo consciente o inconsciente, de amenaza que de varios modos se comunica a toda la familia humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos? Este estado de amenaza para el hombre, por parte de sus productos, tiene varias direcciones y varios grados de intensidad. Parece que somos cada vez más conscientes del hecho de que la explotación de la tierra, del planeta sobre el cual vivimos, exige una planificación racional y honesta. Al mismo tiempo, tal explotación para fines no solamente industriales, sino también militares, el desarrollo de la técnica no controlado ni encuadrado en un plan a radio universal y auténticamente humanístico, llevan muchas veces consigo la amenaza del ambiente natural del hombre, lo enajenan en sus relaciones con la naturaleza y lo apartan de ella. El hombre parece, a veces, no percibir otros significados de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo. En cambio era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como «dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y «destructor» sin ningún reparo. El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse quedado atrás. Por esto, este progreso, por lo demás tan maravilloso en el que es difícil no descubrir también auténticos signos de la grandeza del hombre que nos han sido revelados en sus gérmenes creativos en las páginas del Libro del Génesis, en la descripción de la creación (99), no puede menos de engendrar múltiples inquietudes. La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental: ¿este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace más «digna del hombre»? No puede dudarse de que, bajos muchos aspectos, la haga así. No obstante esta pregunta vuelve a plantearse obstinadamente por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos. Esta es la pregunta que deben hacerse los cristianos, precisamente porque Jesucristo les ha sensibilizado así universalmente en torno al problema del hombre. La misma pregunta deben formularse además todos los hombres, especialmente los que pertenecen a los ambientes sociales que se dedican activamente al desarrollo y al progreso en nuestros tiempos. Observando estos procesos y tomando parte en ellos, no podemos dejarnos llevar solamente por la euforia ni por un entusiasmo unilateral por nuestras conquistas, sino que todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral, los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas las conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro ¿van de acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En este contexto, el

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hombre en cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa, o por el contrario retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los hombres, «en el mundo del hombre» que es en sí mismo un mundo de bien y de mal moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás —para todo hombre, nación o pueblo—, o por el contrario crecen los egoísmos de varias dimensiones, los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor de patria, y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos legítimos, y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico-productivo exclusivamente con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual imperialismo? He ahí los interrogantes esenciales que la Iglesia no puede menos de plantearse, porque de manera más o menos explícita se los plantean millones y millones de hombres que viven hoy en el mundo. El tema del desarrollo y del progreso está en boca de todos y aparece en las columnas de periódicos y publicaciones, en casi todas las lenguas del mundo contemporáneo. No olvidemos sin embargo que este tema no contiene solamente afirmaciones o certezas, sino también preguntas e inquietudes angustiosas. Estas últimas no son menos importantes que las primeras. Responden a la naturaleza del conocimiento humano y más aún responden a la necesidad fundamental de la solicitud del hombre por el hombre, por la misma humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra. La Iglesia, que está animada por la fe escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolublemente unido con ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla continuamente en él, «redescubriendo» la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según los más importantes signos de nuestro tiempo. 16. ¿Progreso o amenaza? Consiguientemente, si nuestro tiempo, el tiempo de nuestra generación, el tiempo que se está acercando al final del segundo Milenio de nuestra era cristiana, se nos revela como tiempo de gran progreso, aparece también como tiempo de múltiples amenazas para el hombre, de las que la Iglesia debe hablar a todos los hombres de buena voluntad y en torno a las cuales debe mantener siempre un diálogo con ellos. En efecto, la situación del hombre en el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias objetivas del orden moral, como de las exigencias de la justicia o aún más del amor social. No se trata aquí más que de aquello que ha encontrado su expresión en el primer mensaje del Creador, dirigido al hombre en el momento en que le daba la tierra para que la «sometiese» (100). Este primer mensaje quedó confirmado, en el misterio de la Redención, por Cristo Señor. Esto está expresado por el Concilio Vaticano II en los bellísimos capítulos de sus enseñanzas sobre la «realeza» del hombre, es decir, sobre su vocación a participar en el ministerio regio —munus regale— de Cristo mismo (101). El sentido esencial de esta «realeza» y de este «dominio» del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia.

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Por esto es necesario seguir atentamente todas las fases del progreso actual: es necesario hacer, por decirlo así, la radiografía de cada una de las etapas, precisamente desde este punto de vista. Se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas, de las que los hombres pueden servirse. Se trata —como ha dicho un filósofo contemporáneo y como ha afirmado el Concilio— no tanto de «tener más» cuanto de «ser más» (102). En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas; de este dominio suyo pierda los hilos esenciales, y de diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación social. El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Una civilización con perfil puramente materialista condena al hombre a tal esclavitud, por más que tal vez, indudablemente, esto suceda contra las intenciones y las premisas de sus pioneros. En la raíz de la actual solicitud por el hombre está sin duda este problema. No se trata aquí solamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre; sino que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización. Se trata del sentido de las diversas iniciativas de la vida cotidiana y al mismo tiempo de las premisas para numerosos programas de civilización, programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros muchos. Si nos atrevemos a definir la situación del hombre en el mundo contemporáneo como distante de las exigencias objetivas del orden moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún, del amor social, es porque esto está comfirmado por hechos bien conocidos y confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas de las formulaciones pontificias, conciliares y sinodales (103). La situación del hombre en nuestra época no es ciertamente uniforme, sino diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen sus causas históricas, pero tienen también una gran resonancia ética propia. En efecto, es bien conocido el cuadro de la civilización consumística, que consiste en un cierto exceso de bienes necesarios al hombre, a las sociedades enteras —y aquí se trata precisamente de las sociedades ricas y muy desarrolladas— mientras las demás, al menos amplios estratos de las mismas, sufren el hambre, y muchas personas mueren a diario por inedia y desnutrición. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad, que va unido precisamente a un comportamiento consumístico no controlado por la moral, lo cual limita contemporáneamente la libertad de los demás, es decir, de aquellos que sufren deficiencias relevantes y son empujados hacia condiciones de ulterior miseria e indigencia. Esta confrontación, universalmente conocida, y el contraste al que se han remitido en los documentos de su magisterio los Pontífices de nuestro siglo, más recientemente Juan XXIII como también Pablo VI (104), representan como el gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico epulón y del pobre Lázaro (105). La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que, apoyados en diversas presiones políticas, rigen la economía mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las

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exigencias éticas. Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por él mismo, dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el ambiente geofísico, estas estructuras hacen extenderse continuamente las zonas de miseria y con ella la angustia, frustración y amargura (106). Nos encontramos ante un grave drama que no puede dejarnos indiferentes: el sujeto que, por un lado, trata de sacar el máximo provecho y el que, por otro lado, sufre los daños y las injurias es siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por la proximidad de grupos sociales privilegiados y de los de países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza se convierte de modo abusivo, en causa de diversos males. Añádanse la fiebre de la inflación y la plaga del paro; son otros tantos síntomas de este desorden moral, que se hace notar en la situación mundial y que reclama por ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con la auténtica dignidad del hombre (107). La tarea no es imposible. El principio de solidaridad, en sentido amplio, debe inspirar la búsqueda eficaz de instituciones y de mecanismos adecuados, tanto en el orden de los intercambios, donde hay que dejarse guiar por las leyes de una sana competición, como en el orden de una más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las mismas, para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo colmar sus exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente. No se avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios. Demasiado frecuentemente se confunde la libertad con el instinto del interés —individual o colectivo—, o incluso con el instinto de lucha y de dominio, cualesquiera sean los colores ideológicos que revisten. Es obvio que tales instintos existen y operan, pero no habrá economía humana si no son asumidos, orientados y dominados por las fuerzas más profundas que se encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los pueblos. Precisamente de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con el que se expresará la verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el campo de la economía. El desarrollo económico, con todo lo que forma parte de su adecuado funcionamiento, debe ser constantemente programado y realizado en una perspectiva de desarrollo universal y solidario de los hombres y de los pueblos, como lo recordaba de manera convincente mi predecesor Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio. Sin ello la mera categoría del «progreso» económico se convierte en una categoría superior que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en sus propias tensiones y en sus mismos excesos. Es posible asumir este deber; lo atestiguan hechos ciertos y resultados, que es difícil enumerar aquí analíticamente. Una cosa es cierta: en la base de este gigantesco campo hay que establecer, aceptar y profundizar el sentido de la responsabilidad moral, que debe asumir el hombre. Una vez más y siempre, el hombre.

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Para nosotros los cristianos esta responsabilidad se hace particularmente evidente, cuando recordamos —y debemos recordarlo siempre— la escena del juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas en el evangelio de San Mateo (108). Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre, debe ser siempre «medida» de los actos humanos como un esquema esencial de un examen de conciencia para cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me disteis de comer; ... estuve desnudo, y no me vestisteis; ... en la cárcel, y no me visitasteis» (109). Estas palabras adquieren una mayor carga amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural a los nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente, se les ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción, puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una exigencia de la defensa de sus justos derechos y de su soberanía sino más bien una forma de «patriotería», de imperialismo, de neocolonialismo de distinto tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que existen en nuestro globo, hubieran podido ser «fertilizadas» en breve tiempo, si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y a la destrucción, hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento que sirvan a la vida. Es posible que esta consideración quede parcialmente «abstracta», es posible que ofrezca la ocasión a una y otra parte para acusarse recíprocamente, olvidando cada una las propias culpas. Es posible que provoque también nuevas acusaciones contra la Iglesia. Esta, en cambio, no disponiendo de otras armas, sino las del espíritu, de la palabra y del amor, no puede renunciar a anunciar «la palabra... a tiempo y a destiempo» (110). Por esto no cesa de pedir a cada una de las dos partes, y de pedir a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno! 17. Derechos del hombre: "letra" o "espíritu" Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales, más aún, quizá sobre todo morales. Ciertamente, no es fácil comparar bajo este aspecto, épocas y siglos, porque esto depende de los criterios históricos que cambian. No obstante, sin aplicar estas comparaciones, es necesario constatar que hasta ahora este siglo ha sido un siglo en el que los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos. ¿Ha sido frenado decididamente este proceso? En todo caso no se puede menos de recordar aquí, con estima y profunda esperanza para el futuro, el magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar vida a la Organización de las Naciones Unidas, un esfuerzo que tiende a definir y establecer los derechos objetivos e inviolables del hombre, obligándose recíprocamente los Estados miembros a una observancia rigurosa de los mismos. Este empeño ha sido aceptado y ratificado por casi todos los Estados de nuestro tiempo y esto debería constituir una garantía para que los derechos del hombre lleguen a ser en todo el mundo, principio fundamental del esfuerzo por el bien del hombre. La Iglesia no tiene necesidad de confirmar cuán estrechamente vinculado está este problema con su misión en el mundo contemporáneo. En efecto, él está en las bases mismas

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de la paz social e internacional, como han declarado al respecto Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y posteriormente Pablo VI en documentos específicos. En definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre, —«opus iustitiae pax»—, mientras la guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en tiempo de paz, esto es particularmente doloroso y, desde el punto de vista del progreso, representa un fenómeno incomprensible de la lucha contra el hombre, que no puede concordarse de ningún modo con cualquier programa que se defina «humanístico». Y ¿qué tipo de programa social, económico, político, cultural podría renunciar a esta definición? Nutrimos la profunda convicción de que no hay en el mundo ningún programa en el que, incluso sobre la plataforma de ideologías opuestas acerca de la concepción del mundo, no se ponga siempre en primer plano al hombre. Ahora bien, si a pesar de tales premisas, los derechos del hombre son violados de distintos modos, si en práctica somos testigos de los campos de concentración, de la violencia, de la tortura, del terrorismo o de múltiples discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras premisas que minan, o a veces anulan casi toda la eficacia de las premisas humanísticas de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces necesariamente el deber de someter los mismos programas a una continua revisión desde el punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre. La Declaración de estos derechos, junto con la institución de la Organización de las Naciones Unidas, no tenía ciertamente sólo el fin de separarse de las horribles experiencias de la última guerra mundial, sino el de crear una base para una continua revisión de los programas, de los sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista fundamental que es el bien del hombre —digamos de la persona en la comunidad— y que como factor fundamental del bien común debe constituir el criterio esencial de todos los programas, sistemas, regímenes. En caso contrario, la vida humana, incluso en tiempo de paz, está condenada a distintos sufrimientos y al mismo tiempo, junto con ellos se desarrollan varias formas de dominio totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que amenazan también la convivencia entre las naciones. En verdad, es un hecho significativo y confirmado repetidas veces por las experiencias de la historia, cómo la violación de los derechos del hombre va acompañada de la violación de los derechos de la nación, con la que el hombre está unido por vínculos orgánicos como a una familia más grande. Ya desde la primera mitad de este siglo, en el período en que se estaban desarrollando varios totalitarismos de Estado, los cuales —como es sabido— llevaron a la horrible catástrofe bélica, la Iglesia había delineado claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia actuaban por un bien superior, como es el bien del Estado, mientras la historia demostraría en cambio que se trataba solamente del bien de un partido, identificado con el estado (111). En realidad aquellos regímenes habían coartado los derechos de los ciudadanos, negándoles el reconocimiento debido de los inviolables derechos del hombre que, hacia la mitad de nuestro siglo, han obtenido su formulación en sede internacional. Al compartir la alegría de esta conquista con todos los hombres de buena voluntad, con todos los hombres que aman de veras la justicia y la paz, la Iglesia, consciente de que la sola «letra» puede matar, mientras solamente «el espíritu da vida» (112), debe preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena voluntad si la Declaración de los derechos

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del hombre y la aceptación de su «letra» significan también por todas partes la realización de su «espíritu». Surgen en efecto temores fundados de que muchas veces estamos aún lejos de esta realización y que tal vez el espíritu de la vida social y pública se halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los derechos del hombre. Este estado de cosas, gravoso para las respectivas sociedades, haría particularmente responsable, frente a estas sociedades y a la historia del hombre, a aquellos que contribuyen a determinarlo. El sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse, si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de esta sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad, teniendo en cuenta las condiciones de cada pueblo y del vigor necesario de la autoridad pública (113). Estos son, pues, problemas de primordial importancia desde el punto de vista del progreso del hombre mismo y del desarrollo global de su humanidad. La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella, además, ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre. El bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo. Es así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente el sector de la justicia social y se convierte en medida para su verificación fundamental en la vida de los Organismos políticos. Entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia. El Concilio Vaticano II ha considerado particularmente necesaria la elaboración de una Declaración más amplia sobre este tema. Es el documento que se titula Dignitatis humanae (114), en el cual se expresa no sólo la concepción teológica del problema, sino también la concepción desde el punto de vista del derecho natural, es decir, de la postura «puramente humana», sobre la base de las premisas dictadas por la misma experiencia del hombre, por su razón y por el sentido de su dignidad. Ciertamente, la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos. El mencionado Documento conciliar dice bastante claramente lo que es tal limitación y violación de la libertad religiosa, Indudablemente, nos encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo que es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es auténticamente humano.

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De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad, arreligiosidad y ateísmo, como fenómeno humano, se comprende solamente en relación con el fenómeno de la religión y de la fe. Es por tanto difícil, incluso desde un punto de vista «puramente humano», aceptar una postura según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e incluso —cosa que ya ha ocurrido— son privados totalmente de los derechos de ciudadanía. Hay que tratar también, aunque sea brevemente, este tema porque entra dentro del complejo de situaciones del hombre en el mundo actual, porque da testimonio de cuánto se ha agravado esta situación debido a prejuicios e injusticias de distinto orden. Prescindiendo de entrar en detalles precisamente en este campo, en el que tendríamos un especial derecho y deber de hacerlo, es sobre todo porque, juntamente con todos los que sufren los tormentos de la discriminación y de la persecución por el nombre de Dios, estamos guiados por la fe en la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Sin embargo, en el ejercicio de mi ministerio específico, deseo, en nombre de todos los hombres creyentes del mundo entero, dirigirme a aquellos de quienes, de algún modo, depende la organización de la vida social y pública, pidiéndoles ardientemente que respeten los derechos de la religión y de la actividad de la Iglesia. No se trata de pedir ningún privilegio, sino el respeto de un derecho fundamental. La actuación de este derecho es una de las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad sistema o ambiente.

IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE 18. La Iglesia solícita por la vocación del hombre en Cristo Esta mirada, necesariamente sumaria, a la situación del hombre en el mundo contemporáneo nos hace dirigir aún más nuestros pensamientos y nuestros corazones a Jesucristo, hacia el misterio de la Redención, donde el problema del hombre está inscrito con una fuerza especial de verdad y de amor. Si Cristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre» (115), la Iglesia, penetrando en lo íntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive también más profundamente la propia naturaleza y misión. No en vano el Apóstol habla del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (116). Si este Cuerpo Místico es Pueblo de Dios —como dirá enseguida el Concilio Vaticano II, basándose en toda la tradición bíblica y patrística— esto significa que todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. De este modo, también el fijarse en el hombre, en sus problemas reales, en sus esperanzas y sufrimientos, conquistas y caídas, hace que la Iglesia misma como cuerpo, como organismo, como unidad social perciba los mismos impulsos divinos, las luces y las fuerzas del Espíritu que provienen de Cristo crucificado y resucitado, y es así como ella vive su vida. La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redención se ha unido a ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre. Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace el «hombre nuevo» (117), llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (118). La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio:

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«Dios dioles poder de venir a ser hijos» (119). Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna (120). Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos» (121) de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta meta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí ... no morirá para siempre» (122). En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y después resucitado, «brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección ..., la promesa de la futura inmortalidad» (123), hacia la cual el hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar cada vez más el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado en la frase: «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (124). Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el espíritu. La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti» (125). En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que debe crecer continuamente. En efecto, el Señor Jesús dijo: «El que no está conmigo, está contra mí» (126). El tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación divina (127), de la gracia de «adopción» (128) en el Unigénito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a Dios «¡Abbá!, ¡Padre!» (129), es también una fuerza poderosa que unifica a la Iglesia, sobre todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta fuerza, la Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que el Redentor había prometido, que comunica constantemente y cuya venida, revelada el día de Pentecostés, perdura siempre. De este modo en los hombres se revelan las fuerzas del Espíritu (130), los dones del Espíritu (131), los frutos del Espíritu Santo (132). La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven! ¡Riega la tierra en sequía! ¡Sana el corazón enfermo! ¡Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo! ¡Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero!» (133). Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente a obtener el Espíritu, es la respuesta a todos «los materialismos» de nuestra época. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del corazón humano. Esta súplica se hace sentir en diversas partes y parece

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que fructifica también de modos diversos. ¿Se puede decir que en esta súplica la Iglesia no está sola? Sí, se puede decir porque «la necesidad» de lo que es espiritual es manifestada también por personas que se encuentran fuera de los confines visibles de la Iglesia (134). ¿No lo confirma quizá esto aquella verdad sobre la Iglesia, puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente Concilio en la Constitución dogmática Lumen gentium, allí donde enseña que la Iglesia es «sacramento» o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano?» (135). Esta invocación al Espíritu y por el Espíritu no es más que un constante introducirse en la plena dimensión del misterio de la Redención, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos comunica continuamente el Espíritu que infunde en nosotros los sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre (136). Por esta razón la Iglesia de nuestro tiempo —época particularmente hambrienta de Espíritu, porque está hambrienta de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de dignidad humana— debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio, encontrando en él la luz y la fuerza indispensables para la propria misión. Si, en efecto, —como se dijo anteriormente— el hombre es el camino de vida cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre consciente de la dignidad de la adopción divina que obtiene el hombre en Cristo, por la gracia del Espíritu Santo (137) y de la destinación a la gracia y a la gloria (138). Reflexionando siempre de nuevo sobre todo esto, aceptándolo con una fe cada vez más consciente y con un amor cada vez más firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo más idónea al servicio del hombre, al que Cristo Señor la llama cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (139). La Iglesia cumple este ministerio suyo, participando en el «triple oficio» que es propio de su mismo Maestro y Redentor. Esta doctrina, con su fundamento bíblico, ha sido expuesta con plena claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano II, con gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos hacemos conscientes de la participación en la triple misión de Cristo, en su triple oficio —sacerdotal, profético y real— (140), nos hacemos también más conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cuál debe ser la participación de cada uno de nosotros en esta misión y servicio. 19. La Iglesia responsable de la verdad Así, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabiIidad de la verdad divina. Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado» (141). En esta afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte quizás la responsabilidad por la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios mismo, si incluso Él, «Hijo unigénito» que vive «en el seno del Padre» (142), cuando la transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en fidelidad plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural específica infundida en el espíritu humano, nos hace partícipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y enseña la fe, esté intimamente unida a la verdad divina (143) y la traduzca en conductas vividas de «rationabile obsequium» (144), obsequio conforme con la razón. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad (145) a aquellos a quienes ha confiado el

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mandato de transmitir esta verdad y de enseñarla (146) —como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I (147) y, después, repitió el Concilio Vaticano II (148)— y dotó, además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe (149). Por consiguiente, hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo, profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la verdad divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta aspiración a comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de los Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la auténtica luz que aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneración y amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y, luego, amor a su expresión humana en el Evangelio, en la tradición y en la teología. También hoy son necesarias, ante todo, esta comprensión y esta interpretación de la Palabra divina; es necesaria esta teología. La teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda de manera creativa y fecunda participar en la misión profética de Cristo. Por esto, los teólogos, como servidores de la verdad divina, dedican sus estudios y trabajos a una comprensión siempre más penetrante de la misma, no pueden nunca perder de vista el significado de su servicio en la Iglesia, incluido en el concepto del «intellectus fidei». Este concepto funciona, por así decirlo, con ritmo bilateral, según la expresión de S. Agustín: «intellege, ut credas; crede, ut intellegas» (150), y funciona de manera correcta cuando ellos buscan servir al Magisterio, confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el vínculo de la comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, y cuando ponen al servicio su solicitud en la enseñanza y en la pastoral, como también cuando se ponen al servicio de los compromisos apostólicos de todo el Pueblo de Dios. Como en las épocas anteriores, así también hoy —y quizás todavía más— los teólogos y todos los hombres de ciencia en la Iglesia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría, para contribuir a su recíproca compenetración, como leemos en la oración litúrgica en la fiesta de San Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha ampliado enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus métodos y de sus conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, así como también a la filosofía, cuya estrecha trabazón con la teología ha sido recordada por el Concilio Vaticano II (151). En este campo del conocimiento humano, que continuamente se amplía y al mismo tiempo se diferencia, también la fe debe profundizarse constantemente, manifestando la dimensión del misterio revelado y tendiendo a la comprensión de la verdad, que tiene en Dios la única fuente suprema. Si es lícito —y es necesario incluso desearlo— que el enorme trabajo por desarrollar en este sentido tome en consideración un cierto pluralismo de métodos, sin embargo dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental en la enseñanza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por tanto, indispensable una estrecha colaboración de la teología con el Magisterio. Cada teólogo debe ser particularmente consciente de lo que Cristo mismo expresó, cuando dijo: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado» (152). Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser

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consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia. La participación en la misión profética de Cristo mismo forja la vida de toda la Iglesia, en su dimensión fundamental. Una participación particular en esta misión compete a los Pastores de la Iglesia, los cuales enseñan y, sin interrupción y de diversos modos, anuncian y transmiten la doctrina de la fe y de la moral cristiana. Esta enseñanza, tanto bajo el aspecto misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo de Dios en torno a Cristo, prepara a la participación en la Eucaristía, indica los caminos de la vida sacramental. El Sínodo de los Obispos, en 1977, dedicó una atención especial a la catequesis en el mundo contemporáneo, y el fruto maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrará, dentro de poco, su concreción —según la propuesta de los participantes en el Sínodo— en un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye, ciertamente, una forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad de la Iglesia, en la que se manifiesta su carisma profético: testimonio y enseñanza van unidos. Y aunque aquí se habla en primer lugar de los Sacerdotes, no es posible no recordar también el gran número de Religiosos y Religiosas, que se dedican a la actividad catequística por amor al divino Maestro. Sería, en fin, difícil no mencionar a tantos laicos, que en esta actividad encuentran la expresión de su fe y de la responsabilidad apostólica. Además, es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus diversos campos —empezando por la forma fundamental, que es la catequesis «familiar», es decir, la catequesis de los padres a sus propios hijos— atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo. Conviene que, unida a este hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez más, y de distintos modos, compartida por todos. ¿Y qué decir aquí de los especialistas en las distintas materias, de los representantes de las ciencias naturales, de las letras, de los médicos, de los juristas, de los hombres del arte y de la técnica, de los profesores de los distintos grados y especializaciones? Todos ellos —como miembros del Pueblo de Dios— tienen su propia parte en la misión profética de Cristo, en su servicio a la verdad divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en cualquier campo que ésta pertenezca, mientras educan a los otros en la verdad y los enseñan a madurar en el amor y la justicia. Así, pues, el sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales de encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamenales, que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de Cristo mismo: «Como me envió mi Padre, así os envio yo ... Recibid el Espíritu Santo» (153). 20. Eucaristía y penitencia En el misterio de la Redención, es decir, de la acción salvífica realizada por Jesucristo, la Iglesia participa en el Evangelio de su Maestro no sólo mediante la fidelidad a la Palabra y por medio del servicio a la verdad, sino igualmente mediante la sumisión, llena de esperanza y de amor, participa en la fuerza de la acción redentora, que Él había expresado y concretado en forma sacramental, sobre todo en la Eucaristía (154). Este es el centro y el

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vértice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención, empezando por el misterio del Bautismo, en el que somos sumergidos en la muerte de Cristo, para ser partícipes de su Resurrección (155) como enseña el Apóstol. A la luz de esta doctrina, resulta aún más clara la razón por la que toda la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su vértice y su plenitud precisamente en la Eucaristía. En efecto, en este Sacramento se renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del sacrificio, que Él hizo de sí mismo al Padre sobre el altar de la Cruz: sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo que se hizo «obediente hasta la muerte»(156) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio. Aquella vida nueva, que implica la glorificación corporal de Cristo crucificado, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo (157), es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo. La Eucaristía es el Sacramento más perfecto de esta unión. Celebrando y al mismo tiempo participando en la Eucaristía, nosotros nos unimos a Cristo terrestre y celestial que intercede por nosotros al Padre (158), pero nos unimos siempre por medio del acto redentor de su sacrificio, por medio del cual Él nos ha redimido, de tal forma que hemos sido «comprados a precio» (159). El precio «de nuestra redención demuestra, igualmente, el valor que Dios mismo atribuye al hombre, demuestra nuestra dignidad en Cristo. Llegando a ser, en efecto, «hijos de Dios» (160), hijos de adopción (161), a su semejanza llegamos a ser al mismo tiempo «reino y sacerdotes», obtenemos «el sacerdocio regio» (152), es decir, participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, Hijo eterno (163) y al mismo tiempo verdadero Hombre, hizo de una vez para siempre. La Eucaristía es el Sacramento en que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser, en el que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva, «certifica» en el Espíritu Santo a nuestro espíritu (164) que cada uno de nosotros, como partícipe del misterio de la Redención, tiene acceso a los frutos de la filial reconciliación con Dios (165), que Él mismo había realizado y siempre realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia. Es verdad esencial, no sólo doctrinal sino también existencial, que la Eucaristía construye la Iglesia (166), y la construye como auténtica comunidad del Pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo carácter de unidad, del cual participaron los Apóstoles y los primeros discípulos del Señor. La Eucaristía la construye y la regenera a base del sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz (167), con cuyo precio hemos sido redimidos por Él. Por esto, en la Eucaristía tocamos en cierta manera el misterio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor, como atestiguan las mismas palabras en el momento de la institución, las cuales, en virtud de ésta, han llegado a ser las palabras de la celebración perenne de la Eucaristía por parte de los llamados a este ministerio en la Iglesia. La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento, cuyo maravilloso contenido y significado han encontrado a menudo su expresión en el Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (168).

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Sin embargo, podemos decir con certeza que esta enseñanza —sostenida por la agudeza de los teólogos, por los hombres de fe profunda y de oración, por los ascetas y místicos, en toda su fidelidad al misterio eucarístico— queda casi sobre el umbral, siendo incapaz de alcanzar y de traducir en palabras lo que es la Eucaristía en toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza. En efecto, ella es el Sacramento inefable. El empeño esencial y, sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en la vida eucarística, en la piedad eucarística, el desarrollo espiritual en el clima de la Eucaristía. Con mayor razón, pues, no es lícito ni en el pensamiento ni en la vida ni en la acción, quitar a este Sacramento, verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia. Y aunque es verdad que la Eucaristía fue siempre y debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad humana de los discípulos y confesores de Cristo, no puede ser tratada sólo como una «ocasión» para manifestar esta fraternidad. Al celebrar el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es necesario respetar la plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente es recibido, el alma es llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria (169). De aquí deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas litúrgicas y de todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto más porque, en este signo sacramental, Él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo «amor por amor», para que Él llegue a ser verdaderamente «vida de nuestras almas» (170). Ni, por otra parte, podremos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo: «Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz» (171). Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era «arrepentíos y creed en el Evangelio» (metanoeîte) (172), el Sacramento de la Pasión, de la Cruz y Resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el «arrepentíos» (173). Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual (174), en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo. En Cristo, en efecto, el sacerdocio está unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros —hombres sujetos a múltiples limitaciones— la necesidad de dirigirnos hacia Dios de forma siempre más madura y con una constante conversión, siempre más profunda.

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En los últimos años se ha hecho mucho para poner en evidencia —en conformidad, por otra parte, con la antigua tradición de la Iglesia— el aspecto comunitario de la penitencia y, sobre todo, del sacramento de la Penitencia en la práctica de la Iglesia. Estas iniciativas son útiles y servirán ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la Iglesia contemporánea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse «reemplazar» por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante Él, como el salmista, para confesar: «contra ti solo he pecado» (175). La Iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia —la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción— defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: «tus pecados te son perdonados» (176); «vete y no peques más» (177). Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. La Iglesia, custodiando el sacramento de la Penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la Redención, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y también a los deseos de la conciencia humana. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos» (178). El sacramento de la Penitencia es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor. En la Iglesia, que especialmente en nuestro tiempo se reúne en torno a la Eucaristía, y desea que la auténtica comunión eucarística sea signo de la unidad de todos los cristianos —unidad que está madurando gradualmente— debe ser viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental (179), como en lo referente a la penitencia como virtud. Este segundo aspecto fue expresado por Pablo VI en la Constitución Apostólica Paenitemini (180). Una de las tareas de la Iglesia es poner en práctica la enseñanza allí contenida. Se trata de un tema que deberá ciertamente ser profundizado por nosotros en la reflexión común, y hecho objeto de muchas decisiones posteriores, en espíritu de colegialidad pastoral, respetando las diversas tradiciones a este propósito y las diversas circunstancias de la vida de los hombres de nuestro tiempo. Sin embargo, es cierto que la Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha revelado el Concilio Vaticano II. 21. Vocación cristiana: servir y reinar El Concilio Vaticano II, construyendo desde la misma base la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios —a través de la indicación de la triple misión del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos verdaderamente parte del pueblo de Dios— ha

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puesto de relieve también esta característica de la vocación cristiana, que puede definirse «real». Para presentar toda la riqueza de la doctrina conciliar, haría falta citar numerosos capítulos y párrafos de la Constitución Lumen gentium y otros documentos conciliares. En medio de tanta riqueza, parece que emerge un elemento: la participación en la misión real de Cristo, o sea el hecho de re-descubrir en sí y en los demás la particular dignidad de nuestra vocación, que puede definirse como «realeza». Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que «no ha venido para ser servido, sino para servir» (181). Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente «reinar» sólo «sirviendo», a la vez el «servir» exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el «reinar». Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participación en la misión real de Cristo —concretamente en su «función real» (munus— está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana. El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la Jerarquía, sino además los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen únicamente de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser también examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero estas categorías son insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno de sus miembros, no se trata sólo de una específica «pertenencia social», sino que es más bien esencial, para cada uno y para todos, una concreta «vocación». En efecto, la Iglesia como Pueblo de Dios —según la enseñanza antes citada de San Pablo y recordada admirablemente por Pío XII— es también «Cuerpo Místico de Cristo» (182). La pertenencia al mismo proviene de una llamada particular, unida a la acción salvífica de la gracia. Si, por consiguiente, queremos tener presente esta comunidad del Pueblo de Dios, tan amplia y tan diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada miembro de esta comunidad: «Sígueme» (183). Esta es la comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo. En esto se manifiesta también la faceta profundamente «personal» y la dimensión de esta sociedad, la cual —a pesar de todas las deficiencias de la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra— es una comunidad por el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras razones por que llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano. El Concilio Vaticano II ha dedicado una especial atención a demostrar de qué modo esta comunidad «ontológica» de los discípulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez más, incluso «humanamente», una comunidad consciente de la propia vida y actividad. Las iniciativas del Concilio en este campo han encontrado su continuidad en las numerosas y ulteriores iniciativas de carácter sinodal, apostólico y organizativo. Debemos, sin embargo, ser siempre conscientes de que cada iniciativa en tanto sirve a la verdadera renovación de la Iglesia, y en tanto contribuye a aportar la auténtica luz que es Cristo (184), en cuanto se basa en el adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e irrepetible, mediante la cual todo cristiano en la comunidad del Pueblo de

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Dios construye el Cuerpo de Cristo. Este principio, regla-clave de toda la praxis cristiana —praxis apostólica y pastoral, praxis de la vida interior y de la social— debe aplicarse de modo justo a todos los hombres y a cada uno de los mismos. También el Papa, como cada Obispo, debe aplicarla en su vida. Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser fieles a este principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos y finalizando por los que desempeñan las tareas más humildes. Este es precisamente el principio de aquel «servicio real», que nos impone a cada uno, según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que —para responder a la vocación— nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocación recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella solidaria responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II quiere educar a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la comunidad del Pueblo de Dios, guiada por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene «el propio don», como enseña San Pablo (185). Este «don», a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra. La fidelidad a la vocación, o sea la perseverante disponibilidad al «servicio real», tiene un significado particular en esta múltiple construcción, sobre todo en lo concerniente a las tareas más comprometidas, que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro prójimo y de la sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental del matrimonio. En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento del Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la Iglesia Latina nos comprometemos consciente y libremente a vivir el celibato, y por lo tanto cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al vínculo aceptado para siempre. Esto, al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar en la unión matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar también ellos toda su vida a la propia vocación, o sea, a aquel «servicio real», cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que todos nosotros formamos, es «para los hombres» en el sentido que, basándonos en el ejemplo de Cristo (186) y colaborando con la gracia que Él nos ha alcanzado, podamos conseguir aquel «reinar», o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros. Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realización en la donación sin reservas de toda la persona humana concreta, en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos aquellos a los que Él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a Él según los consejos evangélicos. He aquí el ideal de la vida religiosa, aceptado por las Órdenes y Congregaciones, tanto antiguas como recientes, y por los Institutos de vida consagrada. En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida

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de los individuos y de las sociedades. La libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal «libertad nos ha liberado Cristo» (187) y nos libera siempre. La Iglesia saca de aquí la inspiración constante, la invitación y el impulso para su misión y para su servicio a todos los hombres. La Iglesia sirve de veras a la humanidad, cuando tutela esta verdad con atención incansable, con amor ferviente, con empeño maduro y cuando en toda la propia comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los cristianos a la vocación, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De este modo se confirma aquello, a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es decir, que el hombre es y se hace siempre la «vía» de la vida cotidiana de la Iglesia. 22. La Madre de nuestra confianza Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi corazón, deseo con ello entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante (188). Esta plenitud de vida que está en Él, lo es contemporáneamente para el hombre. Por esto, la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del «Espíritu de verdad» (189), y visitados por el amor que el Espíritu Santo infunde en sus corazones (190). La finalidad de cualquier servicio en la Iglesia, bien sea apostólico, pastoral, sacerdotal o episcopal, es la de mantener este vínculo dinámico del misterio de la Redención con todo hombre. Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre (191) y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constitución Lumen Gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella (192). Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo «Madre de la Iglesia»(193) y dado que tal denominación ha encontrado una gran resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre Eterno (194) y bajo la acción particular del Espíritu de Amor (195), ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las cosas» (196) y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo (197). El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad (198). Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesany aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su casa (199) a esta Madre, que así, desde los mismos

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comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues todos nosotros que formamos la generación contempóranea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas. Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la Redención. Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su «fiat». Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre. El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (200), este amor se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios. Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de una profunda vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por Él: «sin mí

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nada podéis hacer» (201). No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración, deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de Jesús (202), al igual que perseveraban los Apóstoles y los discipulos del Señor, después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén (203). Suplico sobre todo a Maria, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Mistico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros (204) y convertirnos de este modo en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra» (205), como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés. Con la Bendición Apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, el dia 4 de marzo, primer domingo de cuaresma del año 1979, primero de mi Pontificado. Notas 1. Jn 1, 14. 2. Jn 3, 16. 3. Heb 1, 1s. 4. Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual. 5. Jn 16, 7. 6. Jn 15, 26s. 7. Jn 16, 13. 8. Cfr. Ap 2, 7. 9. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5. 10. Ef 3, 8. 11. Jn 14, 24. 12. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 650 ss. 13. Mt 11, 29. 14. Hay que señalar aquí los documentos más salientes del pontificado de Pablo VI, alguno de los cuales fue recordado por él mismo en la homilía pronunciada durante la Misa de la Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, el año 1978: Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Exhort. apost. Investigabiles divitias Christi: AAS 57 (1965) 298-301; Enc. Mysterium Fidei: AAS 57 (1965) 753-774; Enc. Sacerdotalis caelibatus: AAS 59 (1967) 657-697; Sollemnis professio Fidei: AAS 60 (1968) 433-445; Exhort. apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 97-106; Exhort. apost. Evangelica testificatio: AAS 63 (1971) 497-535; Exhort. apost. Paterna cum benevolentia: AAS 67 (1975) 5-23; Exhort. apost. Gaudete in Domino: AAS 67 (1975) 289-322; Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76. 15. Mt 13, 52.

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16. 1 Tim 2, 4. 17. Cfr. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 58 (1976) 5-76. 18. Jn 17, 21; cfr. ibid. 11, 22-23; 10, 16; Lc 9, 49-50.54. 19. 1 Cor 15, 10. 20. Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, can. III De fide, n. 6: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed. Istituto per le Scienze religiose, Bologna 1973³, p. 811. 21. Is 9, 6. 22. Jn 21, 15. 23. Lc 22, 32. 24. Jn 6, 68; cfr. Heb 4, 8-12. 25. Cfr. Ef 1, 10.22; 4, 25; Col 1, 18. 26. 1 Cor 8, 6; Cfr. Col 1, 17. 27. Jn. 14:6. 28. Jn 11:25. 29. Cfr. Jn 14, 9. 30. Cfr. Jn 16, 7. 31. Cfr. Jn 16, 7.13. 32. Col 2, 3. 33. Cfr. Rom 12, 5; 1 Cor 6, 15; 10, 17; 12, 12.27; Ef 1, 23; 2, 16; 4, 4; Col 1, 24; 3, 15. 34. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5. 35. Mt 16, 16. 36. Cfr. Letanías del Sagrado Corazón. 37. 1 Cor 2, 2. 38. Cfr. Gén 1. 39. Cfr. Gén 1, 26-30. 40. Rom 8, 20; cfr. ibid. 8, 19-22; Conc Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 2; 13: AAS 58 (1966) 1026; 1034 s. 41. Jn 3, 16. 42. Cfr. Rom 5, 12-21. 43. Rom 8, 22. 44. Rom 8, 19-20. 45. Rom 8, 22. 46. Rom 8, 19. 47. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042s. 48. Cfr. Rom 5, 11; Col 1, 20. 49. Sal 8, 6. 50. Cfr. Gén 1, 26. 51. Cfr. Gén 3, 6-13. 52. Cfr. IV Plegaria Eucarística. 53. Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 37: AAS 58 (1966) 1054s; Const. dogm. Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 53s. 54. Cf. Rom 8, 29s; Ef 1,8. 55. Cf. Jn 16, 13. 56. Cf. 1 Tes 5, 24. 57. 2 Cor 5, 21; cf. Gál 3, 13. 58. 1 Jn 4, 8.16. 59. Cf. Rom 8, 20.

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60. Cf. Lc 15, 11-32. 61. Rom 8, 19. 62. Cf. Rom 8, 18. 63. Cf. Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 46, a. l ad 3. 64. Gál 3,28. 65. Misal Romano, himno Exultet de la Vigilia pascual. 66. Cf. Jn 3, 16. 67. Cf. S. Justino, I Apologia, 46, 1-4; II Apologia, 7 (8), 1-4; 10, 1-3; 13, 3-4; Florilegium Patristicum II, Bonn 1911², p. 81, 125, 129, 133; Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91.94: S. C. 30, p. 117s,.; 119 s.; Conc. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11: AAS 58 (1966) 960; Const. dogm. Lumen gentium, 17: AAS 57 (1965) 21. 68. Cf. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 3-4: AAS 58 (1966) 741-743. 69. Col 1,26. 70. Mt 11, 12. 71. Lc 16, 8. 72. Ef 3, 8. 73. Cf. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, l s: AAS 58 (1966) 740s. 74. Heb 17, 22-31. 75. Jn 2, 25. 76. Jn 3, 8. 77. Cf. AAS 58 (1966) 929-946. 78. Cf. Jn 14, 26. 79. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 6: AAS 68 (1976) 9. 80. Jn 7, 16. 81. Cf. AAS 58 (1966) 936 ss. 82. Jn 8, 32. 83. Jn 18, 37. 84. Cf. Jn 4, 23. 85. Jn 4, 23s. 86. Cf. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659. 87. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042. 88. Cf. Jn 14, 1 ss. 89. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 91: AAS 58 (1966) 1113. 90. Ibid., 38: l.c., p.1056. 91. Ibid., 76: l.c., p.1099. 92. Cf. Gén 1,27. 93. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045. 94. Gén 1, 28. 95. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966) 1032. 96. Ibid., 10: l.c., p.1033. 97. Ibid., 38: l.c., p.1056; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 21: AAS 59 (1967) 267 s. 98. Cf. Gén 1, 28. 99. Cf. Gén 1-2. 100. Gén 1, 28; Conc. Vat. II, Decr. Inter mirifica, 6: AAS 56 (1964) 147; Const. past. Gaudium et spes, 74, 78: AAS 58 (1966) 1095s; 1101 s. 101. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; 36: AAS 57 (1965) 14-15; 41-42.

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102. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 35: AAS (1966) 1053; Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplomático, 7 enero 1965: AAS 57 (1965) 232; Enc. Populorum progressio, 14: AAS 59 (1967) 264. 103. Cf. Pío XII, Radiomensaje para el 50 aniversario de la Encícl. «Rerum novarum» de Leon XIII (1 de junio de 1941): AAS 33 (1941 ) 195-205; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942) 10-21; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942): AAS 35 (1943) 9-24; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1943): AAS 36 (1944) 1124; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 10-23; Discurso a los Cardenales (24 de diciembre de 1946): AAS 39 (1947) 7-17; Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1947): AAS 40 (1948) 8-16; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961 ) 401-464; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 257-304; Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965): AAS 57 (1965) 877-885; Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299; Discurso a los Campesinos colombianos (23 de agosto de 1968): AAS 60 (1968) 619-623; Discurso a la Asamblea General del Episcopado Latino-Americano (24 de agosto de 1968): AAS 60 (1968) 639-649; Discurso a la Conferencia de la FAO (16 de noviembre de 1970): AAS 62 (1970) 830-838; Carta apost. Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441; Discurso a los Cardenales (23 de junio de 1972): AAS 64 (1972) 496-505; Juan Pablo II, Discurso a la III Conferencia General del Episcopado Latino-Americano (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979) 187ss; Discurso a los Indios de Cuilapán (29 de enero de 1979): l.c., p.207ss; Discurso a los Obreros de Guadalajara (30 de enero de 1979): l.c., p.221ss; Discurso a los Obreros de Monterrey (31 de enero de 1979): l.c., p.240ss; Conc. VatT. II, Decl. Dignitatis humanae: AAS 58 (1966) 929-941; Const. past. Gaudium et spes: AAS 58 (1966) 1025-1115: Documenta Synodi Episcoporum, De iustitia in mundo: AAS 63 (1971 ) 923-941. 104. Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961 ) 418ss; Enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289ss; Pablo VI, Enc. Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299. 105. Cf. Lc 16,19-31. 106. Cf. Juan Pablo II, Homilla en Santo Domingo, 3: AAS 71 (1979) 157ss; Discurso a los Indios y a los Campesinos de Oaxaca, 2: l.c., p.207ss; Discurso a los Obreros de Monterrey, 4: l.c., p. 242. 107. Cf. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971 ) 431. 108. Cf. Mt 25,31-46. 109. Mt 25,42.43. 110. 2 Tim 4,2. 111. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931 ) 213; Enc. Non abbiamo bisogno: AAS 23 (1931) 285-312; Enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 65-106; Enc. Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 145-167; Pío XII, Enc. Summi Pontificatus: AAS 31 (1934) 413-453. 112. Cf. 2 Cor 3, 6. 113. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 31: AAS 58 (1966) 1050. 114. Cf. AAS 58 (1966) 929-946. 115. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042. 116. Cf. 1 Cor 6, 15; 11, 3; 12, 12s; Ef 1, 22s; 2, 15s; 4, 4s; 5, 30; Col 1, 18; 3, 15; Rom 12, 4s; Gál 3, 28. 117. 2 Pe 1, 4. 118. Cf. Ef 2, 10; Jn 1,14. 16.

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119. Jn 1, 12. 120. Cf. Jn 4, 14. 121. Cf. Gál 4.4. 122. Jn 11, 25s. 123. Misal Romano, Prefacio de difuntos I. 124. Jn 6, 63. 125. Confesiones, I, 1: CSL 33, p. 1. 126. Mt 12, 30. 127. Cf. Jn 1, 12. 128. Gál 4, 5. 129. Gál 4, 6; Rom 8, 15. 130.Cf. Rom 15,13; 1 Cor 1,24. 131. Cf. Is 11, 21; He 2, 38. 132. Cf. Gál 5, 22s. 133. Misal Romano, secuencia de la Misa de Pentecostés. 134. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 16: AAS 57 (1965) 20. 135. Ibid., 1: l.c., p.5. 136. Cf. Rom 8, 15; Gál 4,6. 137. Cf. Rom 8, 15. 138. Cf. Rom 8, 30. 139. Mt 20, 28. 140. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31-36: AAS 57 (1965) 37-42. 141. Jn 14, 24. 142. Jn 1, 18. 143. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5, 10, 21: AAS 58 (1966) 819; 822; 827s. 144. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 3; Denz-Schönm., 3009. 145. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c. 146. Cf. Mt 28, 19. 147. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c. 148. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-27: AAS 57 (1965) 21-33. 149. Ibid., 12, 35: l.c., p.16-17; 40-41. 150. Cf. S. Agustín, Sermo 43, 7-9: PL 38,257s. 151.Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 44.57.59.62: AAS 58 (1966) 1064s; 1077ss; 1079s; 1082ss; Decr. Optatam totius, 15: AAS 58 (1966) 722. 152. Jn 14, 24. 153. Jn 20, 21s. 154. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 10: AAS 56 (1964) 102. 155. Cf. Rom 6, 3ss. 156. Fil 2, 8. 157. Cf. Jn 5, 26; 1 Jn 5, 11. 158. Heb 9, 24; 1 Jn 2,1. 159. 1 Cor 6, 20. 160. Jn 1, 12. 161. Cf. Rom 8, 23; 1 Pe 2, 9. 162. 1 Pe 5, 10.

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163. Cf. Jn 1, 1-4.18; Mt 3, 17; 11, 27; 17, 5; Mc 1, 11; Lc 1, 32.35; 3, 22; Rom 1, 4; 2 Cor 1, 19; 1 Jn 5, 5.20; 2 Pe 1, 17; Heb 1, 2. 164. Cf. 1 Jn 5, 5-11. 165. Cf. Rom 5, l0s; 2 Cor 5, 18s; Col 1, 20-22. 166. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15s; Pablo VI, Discurso del 15 de septiembre de 1965: Ensenanzas de Pablo VI, III (1965) 1036. 167. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964) 113. 168. Cf. Pablo VI, Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 533-574. 169. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964) 113. 170. Cf. Jn 6, 52.58; 14, 6; Gál 2,20. 171. 1 Cor 11, 28. 172. Mc 1, 15. 173. Ibid. 174. Cf. 1 Pe 2, 5. 175. Psal 50 (51), 6. 176. Mc 2, 5. 177. Jn 8, 11. 178. Mt 5,6. 179. Cf. S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam: AAS 64 (1972) 510-514; Pablo VI, Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de América, en su visita «ad liminam» (20 de abril de 1978): AAS 70 (1978) 328-332; Juan Pablo II, Discurso a un grupo de Obispos de Canadá durante su visita «ad liminam» (17 de noviembre de 1978): AAS 71 (1979) 32-36. 180. Cf. AAS 58 (1966) 177-198. 181. Mt 20, 28. 182. Pío XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 193-248. 183. Jn 1, 43. 184. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5. 185. 1 Cor 7, 7; cfr. 12, 7. 27; Rom 12, 6; Ef 4, 7. 186. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 36: AAS 57 (1965) 41 s. 187. Gál 5, 1; cfr. ibid 13. 188. Cfr. Jn 10, 10. 189. Jn 16, 13. 190. Cfr. Rom 5, 5. 191. Cfr Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 63-64: AAS 57 (1965) 64. 192. Cfr. cap. VIII, 52-69: AAS 57 (1965) 58-67. 193. Pablo VI, Discurso de Clausura de la III Sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015. 194. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 56: AAS 57 (1965) 60. 195. Ibid. 196. He 2, 10. 197. Cfr. Jn 19, 26. 198. Cfr. He 1, 14; 2. 199. Cfr. Jn 19, 27. 200. Jn 3, 16. 201. Jn 15, 5. 202. Cfr. He 1, 14.

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203. Cfr. He 1, 13. 204. Cfr. He 1, 8. 205. Ibid.

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1979

A los Capitulares de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón

de Jesús (Dehonianos) Discurso

22 de junio de 1979

Hermanos carísimos: 1. Quiero manifestaros mi más sincera alegría por este encuentro de hoy, y ante todo por la peculiar circunstancia que interesa a toda vuestra congregación: desde hace un mes, aproximadamente, celebráis el capítulo general, en el que habéis elegido el nuevo consejo general, así como el nuevo superior general (P. Antonio Panteghini), al que expreso mi más cordial y afectuosa felicitación. Además, ayudados por la oración de todos vuestros hermanos, esparcidos por todo el mundo, y animados por vuestro específico carisma, habéis meditado acerca de la vida de vuestra congregación, que desde hace un siglo contribuye con su espiritualidad e iniciativas apostólicas a la vida de todo el Pueblo de Dios. Pero este encuentro vuestro con el Papa adquiere hoy un nuevo y especial significado, porque se desarrolla en la solemnidad litúrgica del Sacratísimo Corazón de Jesús, de que vuestro instituto ha tomado el nombre y la inspiración. Toda la Iglesia celebra hoy el amor divino y humano del Verbo Encarnado y el amor que el Padre y el Espíritu Santo tienen al hombre. Es ésta la fiesta del amor infinito de Dios, Uno y Trino, del que Jesús, con su costado abierto sobre la cruz (cf. Jn 19, 31-37), es la revelación suprema y definitiva. 2. Sois —y debéis serlo siempre— "Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús". Así lo quiso vuestro fundador, el siervo de Dios Léon Jean Dehón, que instituyó una congregación dedicada por entero al amor y a la reparación del Sagrado Corazón. Vuestro fundador, que vivió —como es sabido— de 1843 a 1925, en un período histórico de diversos y amplios cambios espirituales, culturales, políticos y sociales, supo ser un sacerdote de profunda e intensa vida interior y, al mismo tiempo, un apóstol incansable de la acción social, según las directrices de las grandes Encíclicas de mi predecesor León XIII. "El espíritu de la congregación —escribía el p. Dehón a sus hijos en una de sus cartas circulares— es un amor ardiente hacia el Sagrado Corazón, una fiel imitación de sus virtudes, principalmente de la humildad, del celo, de la dulzura, del espíritu de inmolación; y es también un celo incansable por encontrarle amigos y reparadores, que le consuelen con

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el propio amor". Son éstas, palabras que sintetizan admirablemente todo el programa de vuestro instituto y mantienen intacta su fuerte raigambre y su perfecta actualidad. Sea, por tanto, Jesucristo el centro de vuestra vida, de vuestros ideales, de vuestros intereses, de vuestros objetivos. Con la palabra, con la predicación, con los escritos, con los medios de comunicación social, difundid "la anchura, longitud, altura y profundidad" del amor de Cristo "que sobrepasa todo conocimiento" (cf. Ef 3, 18 y ss.); pero, especialmente, predicadlo y difundidlo con el ejemplo de vuestra vida sacerdotal y religiosa, animada por la fe, por la visión sobrenatural de la realidad y corroborada por la fidelidad, absoluta y llena de celo, a los consejos evangélicos de la pobreza, castidad y obediencia, que os configuran con Cristo. Reproducid en vuestro corazón —según la expresión feliz del p. Dehón— la "santidad del Corazón de Jesús". 3. De modo especial, en esta feliz circunstancia, quisiera recomendaros también dos aspectos típicos de la espiritualidad de vuestro fundador: el amor fiel a la Sede Apostólica y la devoción filial a la Virgen. Su obediencia a las directrices y a las decisiones de la Santa Sede fue siempre absolutamente incondicional, sin titubeo alguno, sin sutiles y cómodas distinciones, incluso —más aún, especialmente— cuando esas decisiones le costaban lágrimas y sacrificios. Su devoción a la Virgen Santísima era límpida, serena, profunda. Deseo sinceramente que todos los hijos del p. Dehón sigan estos ejemplos, para dar comienzo al segundo siglo de vida de su congregación, con juvenil y renovado fervor apostólico, para gloria de Dios y edificación de la Iglesia. Al nuevo superior general, al consejo general, a vosotros, padres capitulares y a todos vuestros hermanos esparcidos por todos los continentes, especialmente en las misiones, mi estímulo y la promesa de mis oraciones para que los sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús sean siempre fieles a su carisma fundacional y repitan siempre con gozo y entusiasmo: Vivat Cor lesu, per Cor Mariae! Con mi especial bendición apostólica.

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1980

Dives in misericordia Carta encíclica

30 de noviembre de 1980

Sobre la Misericordia Divina

Venerables Hermanos, amadísimos Hijos e Hijas: ¡salud y Bendición Apostólica!

I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14, 9) 1. Revelación de la misericordia «Dios rico en misericordia» 1 es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer.2 A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: « Señor, muéstranos al Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre ».3 Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que « Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo ».4 Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la Encíclica Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso y Dios de todo consuelo ».5 Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes leemos: « Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación »: y esto lo hace « en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor ».6 Las palabras citadas son un claro testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza no puede tener lugar sin la referencia —no sólo conceptual, sino también íntegramente

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existencial— a Dios. El hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amor. Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que todo hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia —como dije en la encíclica Redemptor Hominis—, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición nos están indicando constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.7 En Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos. Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo « revela plenamente el hombre al mismo hombre », no puede llevarse a efecto más que a través de una referencia cada vez más madura al Padre y a su amor. 2. Encarnación de la misericordia Dios, que « habita una luz inaccesible »,8 habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: « en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras ».9 Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no es aún « visión del Padre ». « A Dios nadie lo ha visto », escribe San Juan para dar mayor relieve a la verdad, según la cual « precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer ».10 Esta « revelación » manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de « luz inaccesible ».11 No obstante, mediante esta « revelación » de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su « filantropía ».12 Es justamente ahí donde « sus perfecciones invisibles » se hacen de modo especial « visibles », incomparablemente más visibles que a través de todas las demás « obras realizadas por él »: tales perfecciones se

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hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección. De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió « misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia ».13 La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de « misericordia » parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado.14 Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia. A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera provechosa a la imagen « de la condición del hombre en el mundo contemporáneo », tal cual es delineada al comienzo de la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases: « De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle».15 La situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones tales que hacen esperar en un futuro mejor del hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas. Sin cesar de denunciar tales amenazas en diversas circunstancias (como en las intervenciones ante la ONU, la UNESCO, la FAO y en otras partes) la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la luz de la verdad recibida de Dios. Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como « Padre de la misericordia »,16 nos permite « verlo » especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios « Padre de la misericordia » constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia. En la presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno —y al mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad— de la revelación y de la fe,

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para expresar precisamente con él una vez más, ante Dios y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo. En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como « Padre de la misericordia », cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que « ve en secreto »,17 espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor? 18 Deseo pues que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio y que sean al mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.

II. MENSAJE MESIÁNICO 3. Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor ».19 Estas frases, según san Lucas, son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidos a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres, carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre. Es significativo que, cuando los mensajeros enviados por Juan Bautista llegaron donde estaba Jesús para preguntarle: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? »,20 El, recordando el mismo testimonio con que había inaugurado sus enseñanzas en Nazaret, haya respondido: « Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados », para concluir diciendo: « y bienaventurado quien no se escandaliza de mí ».21 Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado « misericordia » en el lenguaje bíblico.

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Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es « amor », como dirá san Juan en su primera Carta;22 revela a Dios « rico de misericordia », como leemos en san Pablo.23 Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por El primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y antes los enviados por Juan Bautista. En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente « en parábolas », debido a que éstas expresan mejor la esencia misma de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo 24 o la del buen Samaritano 25 y también —como contraste— la parábola del siervo inicuo.26 Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada 27 o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida.28 El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado « el evangelio de la misericordia ». Cuando se habla de la predicación, se plantea un problema de capital importancia por lo que se refiere al significado de los términos y al contenido del concepto, sobre todo del concepto de «misericordia » (en su relación con el concepto de «amor »). Comprender esos contenidos es la clave para entender la realidad misma de la misericordia. Y es esto lo que realmente nos importa. No obstante, antes de dedicar ulteriormente una parte de nuestras consideraciones a este tema, es decir, antes de establecer el significado de los vocablos y el contenido propio del concepto de « misericordia », es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande »,29 bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».30 De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto cumplimiento de las profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más plenamente al Padre, que es Dios « rico en misericordia ». Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo del amor misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras, más que con las palabras, la apelación a la misericordia que es una de las componentes esenciales del ethos evangélico. En este caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: ...los misericordiosos... alcanzarán misericordia.

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III. EL ANTIGUO TESTAMENTO 4. El concepto de «misericordia» en el Antiguo Testamento El concepto de « misericordia » tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, El se estaba dirigiendo a hombres, que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior. Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de la propia infidelidad —y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal conciencia— se apelaba a la misericordia. A este respecto los Libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces,31 la oración de Salomón al inaugurar el Templo,32 una parte de la intervención profética de Miqueas,33 las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías,34 la súplica de los hebreos desterrados,35 la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio.36 Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo,37 y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo.38 En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido. En este amplio contexto « social », la misericordia aparece como elemento correlativo de la experiencia interior de las personas en particular, que versan en estado de culpa o padecen toda clase de sufrimientos y desventuras. Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con la conciencia de la gravedad de su culpa.39 Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura.40 A él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo.41 En los Libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos.42 En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo.43 En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individuar su amor y compasión.44 Es aquí precisamente donde radica la seguridad que

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abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas. A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como « Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad ».45 Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que El había revelado de sí mismo 46 y para implorar su perdón. Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: él es su padre,47 ya que Israel es su hijo primogénito;48 él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, «muy amada », porque será tratada con misericordia.49 Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera.50 Es fácil entonces comprender por qué los Salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes del Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad.51 De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con El. Bajo este aspecto precisamente la misericordia es expresada en los Libros del Antiguo Testamento con una gran riqueza de expresiones. Sería quizá difícil buscar en estos Libros una respuesta puramente teórica a la pregunta sobre en qué consiste la misericordia en sí misma. No obstante, ya la terminología que en ellos se utiliza, puede decirnos mucho a tal respecto.52 El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden —podríamos decir— desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y al mismo tiempo acercarla al hombre bajo distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes versan bajo el peso del pecado —al igual que a todo Israel que se había adherido a la alianza con Dios— a recurrir a la misericordia y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Seguidamente, de gracias y gloria cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.

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De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la más « grande » que ella: es superior en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los Salmistas y a los Profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia.53 La misericordia difiere de la justicia pero no está en contraste con ella, siempre que admitamos en la historia del hombre —como lo hace el Antiguo Testamento— la presencia de Dios, el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial amor a su criatura. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo de mal, respecto a aquel que una vez ha hecho donación de sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: « nada aborreces de lo que has hecho ».54 Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación, remontándonos al « principio », en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios que « es amor ».55 Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera peculiar la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran familia humana: « Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor ».56 « Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará ».57 Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica.58 Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo El al apóstol Felipe estas memorables palabras: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre ».59

IV. LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO 5. Analogía Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el evangelio de san Lucas una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición veterotestamentaria. Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos vinculados a la terminología diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a María que, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor « por su misericordia », de la que « de generación en generación » se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Poco después, recordando la elección de Israel, ella proclama la misericordia, de la que « se recuerda » desde siempre el

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que la escogió a ella.60 Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha concedido « a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza ».61 En las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del Antiguo Testamento se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo,62 donde la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra « misericordia » no se encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida. A ello contribuye no sólo la terminología, como en los libros veterotestamentarios, sino la analogía que permite comprender más plenamente el misterio mismo de la misericordia en cuanto drama profundo, que se desarrolla entre el amor del padre y la prodigalidad y el pecado del hijo. Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, « viviendo disolutamente », es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado. En esta analogía se pone menos de relieve la infidelidad del pueblo de Israel, respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque también a esa infidelidad se puede aplicar la analogía del hijo pródigo. Aquel hijo, « cuando hubo gastado todo..., comenzó a sentir necesidad », tanto más cuanto que sobrevino una gran carestía « en el país », al que había emigrado después de abandonar la casa paterna. En este estado de cosas « hubiera querido saciarse » con algo, incluso « con las bellotas que comían los puercos » que él mismo pastoreaba por cuenta de « uno de los habitantes de aquella región ». Pero también esto le estaba prohibido. La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales, pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por necesidad, de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente, cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía, con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando se dice a sí mismo: « ¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! ». El se mide a sí mismo con el metro de los bienes que había perdido y que ya « no posee », mientras que los asalariados en casa de su padre los « poseen ». Estas palabras se refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante, bajo estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación echada a perder. Es entonces cuando toma la decisión: « Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros ».63 Palabras, éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está

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impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino. En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el término « justicia »; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra « misericordia »; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas de su padre, merece —a su vuelta— ganarse la vida trabajando como jornalero en la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero quizá nunca en tanta cantidad como había malgastado. Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más cuanto que aquel hijo no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo incluso implicarlo. Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre. 6. Reflexión particular sobre la dignidad humana Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola, su modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite hallar cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había abandonado la casa. La fidelidad a sí mismo por parte del padre —un comportamiento ya conocido por el término veterotestamentario « hesed »— es expresada al mismo tiempo de manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, « le salió conmovido al encuentro, le echó los brazos al

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cuello y lo besó ».64 Está obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad. Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien de la humanidad de su hijo. Si bien éste había malgastado el patrimonio, no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al hijo mayor: « Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado ».65 En el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la oveja extraviada 66 y sucesivamente de la dracma perdida.67 Se pone siempre de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido, en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta a casa. Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido al padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye la medida de su amor, como escribirá san Pablo: « La caridad es paciente, es benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera » y « no pasa jamás ».68 La misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo— tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y « revalorizado ». El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido « hallado de nuevo » y por « haber resucitado ». Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo. Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo, en la parábola de Cristo, no se puede valorar « desde fuera ». Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente en la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre, sobre la común experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia común hace que el hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad (semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio para el padre, y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien particular: el padre ve el bien que se ha realizado con una claridad tan límpida, gracias a una irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que parece olvidarse de todo el mal que el hijo había cometido. La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado verdadero y propio de la misericordia en

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el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión. Así entendían también y practicaban la misericordia sus discípulos y seguidores. Ella no cesó nunca de revelarse en sus corazones y en sus acciones, como una prueba singularmente creadora del amor que no se deja « vencer por el mal », sino que « vence con el bien al mal »,69 Es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre desvelado de nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente necesaria en nuestros tiempos.

V. EL MISTERIO PASCUAL 7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor,70 al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e « histórico », desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el « principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria. Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo el bien y sanando »,71 « curando toda clase de dolencias y enfermedades »,72 él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos.73 Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: « por sus llagas hemos sido curados ».74 Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: « a quien no conoció el

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pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,75 escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado por nosotros » 76— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una « sobreabundancia » de la justicia, ya que los pecados del hombre son « compensados » por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia « a medida » de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es « a medida » de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama desea darse a sí mismo. La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabile commercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto « luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero »,77 ha venido para dar el testimonio último de la admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta alianza tan antigua como el hombre —se remonta al misterio mismo de la creación— restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo elegido, es asimismo la alianza

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nueva y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno. ¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: « Ha resucitado ». Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo el testimonio mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre, ya que « tanto amó al mundo —por tanto al hombre en el mundo— que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna ».78 Creer en el Hijo crucificado significa « ver al Padre »,79 significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle « perecer en la gehenna ».80 8. Amor más fuerte que la muerte mas fuerte que el pecado La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del pecado original. Y he ahí que, precisamente en El, en Cristo, se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia « hasta la muerte »,81 Al que estaba sin pecado, « Dios lo hizo pecado en favor nuestro ».82 Se hace también justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que podía —mediante la propia muerte— infligir la muerte a la misma muerte.83 De este modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte. La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de Nazaret 84 y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista.85 Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías,86 tal programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual es

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superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo « ha resucitado al tercer día » 87 constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia « un cielo nuevo y una tierra nueva »,88 cuando Dios « enjugará las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado ».89 En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, —programa de misericordia— se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras « las cosas de antes no hayan pasado »,90 la cruz permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo ».91 De manera particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la « misericordia » hacia su Hijo, hacia el Crucificado. Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa;92 es el que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre,93 sin coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto de solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino también, en cierto modo, « misericordia » manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del Padre eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la revelación de la misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él, experimentando la misericordia, es también en cierto sentido el que « manifiesta contemporáneamente la misericordia »? En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando dice: « cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos..., lo habéis hecho a mí »?94 Las palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia »,95 ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el « cambio admirable » (admirabile commercium) en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y « dulce » a la vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del « corazón humano » en su punto de partida (« ser misericordiosos »), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?

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El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el Cenáculo: « Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre ».96 Efectivamente, Cristo, a quien el Padre « no perdonó » 97 en bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. « No es un Dios de muertos, sino de vivos ».98 En su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que « la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado... se presentó en medio de ellos » en el Cenáculo, « donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos ».99 Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: « Cantaré eternamente las misericordias del Señor ».100 9. La Madre de la Misericordia En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel, mujer de Zacarías: « Su misericordia de generación en generación ».101 Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva perspectiva en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección, « selladas » 102 a su vez con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de su pariente: « su misericordia de generación en generación ».103 Además María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación definitivamente cumplida a

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través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el « beso » dado por la misericordia a la justicia.104 Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo. María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que « por todas la generaciones » 105 nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad. Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, « merece » de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret 106 y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista.107 Precisamente, en este amor « misericordioso », manifestado ante todo en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado —participaba María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación. «Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se expresa el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada».108

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VI. « MISERICORDIA... DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN » 10. Imagen de nuestra generación Tenemos pleno derecho a creer que también nuestra generación está comprendida en las palabras de la Madre de Dios, cuando glorificaba la misericordia, de la que « de generación en generación » son partícipes cuantos se dejan guiar por el temor de Dios. Las palabras del Magnificat mariano tienen un contenido profético, que afecta no sólo al pasado de Israel, sino también al futuro del Pueblo de Dios sobre la tierra. Somos en efecto todos nosotros, los que vivimos hoy en la tierra, la generación que es consciente del aproximarse del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que se está verificando en la historia. La presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. La actividad creadora del hombre, su inteligencia y su trabajo, han provocado cambios profundos, tanto en el dominio de la ciencia y de la técnica como en la vida social y cultural. El hombre ha extendido su poder sobre la naturaleza; ha adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de su comportamiento social. Ha visto derrumbarse o atenuarse los obstáculos y distancias que separan hombres y naciones por un sentido acrecentado de lo universal, por una conciencia más clara de la unidad del género humano, por la aceptación de la dependencia recíproca dentro de una solidaridad auténtica, finalmente por el deseo —y la posibilidad— de entrar en contacto con sus hermanos y hermanas por encima de las divisiones artificiales de la geografía o las fronteras nacionales o raciales. Los jóvenes de hoy día, sobre todo, saben que los progresos de la ciencia y de la técnica son capaces de aportar no sólo nuevos bienes materiales, sino también una participación más amplia a su conocimiento. El desarrollo de la informática, por ejemplo, multiplicará la capacidad creadora del hombre y le permitirá el acceso a las riquezas intelectuales y culturales de otros pueblos. Las nuevas técnicas de la comunicación favorecerán una mayor participación en los acontecimientos y un intercambio creciente de las ideas. Las adquisiciones de la ciencia biológica, psicológica o social ayudarán al hombre a penetrar mejor en la riqueza de su propio ser. Y si es verdad que ese progreso sigue siendo todavía muy a menudo el privilegio de los países industrializados, no se puede negar que la perspectiva de hacer beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es ya una simple utopía, dado que existe una real voluntad política a este respecto. Pero al lado de todo esto —o más bien en todo esto— existen al mismo tiempo dificultades que se manifiestan en todo crecimiento. Existen inquietudes e imposibilidades que atañen a la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y desequilibrios no siempre superficiales. La Constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II no es ciertamente el único documento que trata de la vida de la generación contemporánea, pero es un documento de particular importancia. « En verdad, los desequilibrios que sufre el mundo moderno —leemos en ella— están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por

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muchas solicitaciones tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad ».109 Hacia el final de la exposición introductoria de la misma, leemos: « ... ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ».110 En el marco de estos quince años, a partir de la conclusión del Concilio Vaticano II, ¿se ha hecho quizá menos inquietante aquel cuadro de tensiones y de amenazas propias de nuestra época? Parece que no. Al contrario, las tensiones y amenazas que en el documento conciliar parecían solamente delinearse y no manifestar hasta el fondo todo el peligro que escondían dentro de sí, en el espacio de estos años se han ido revelando mayormente, han confirmado aquel peligro y no permiten nutrir las ilusiones de un tiempo. 11. Fuentes de inquietud De ahí que aumente en nuestro mundo la sensación de amenaza. Aumenta el temor existencial ligado sobre todo —como ya insinué en la Encíclica Redemptor Hominis— a la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la autodestrucción parcial de la humanidad. Sin embargo, la amenaza no concierne únicamente a lo que los hombres pueden hacer a los hombres, valiéndose de los medios de la técnica militar; afecta también a otros muchos peligros, que son el producto de una civilización materialística, la cual —no obstante declaraciones « humanísticas »— acepta la primacía de las cosas sobre la persona. El hombre contemporáneo tiene pues miedo de que con el uso de los medios inventados por este tipo de civilización, cada individuo, lo mismo que los ambientes, las comunidades, las sociedades, las naciones, pueda ser víctima del atropello de otros individuos, ambientes, sociedades. La historia de nuestro siglo ofrece abundantes ejemplos. A pesar de todas las declaraciones sobre los derechos del hombre en su dimensión integral, esto es, en su existencial corporal y espiritual, no podemos decir que estos ejemplos sean solamente cosa del pasado. El hombre tiene precisamente miedo de ser víctima de una opresión que lo prive de la libertad interior, de la posibilidad de manifestar exteriormente la verdad de la que está convencido, de la fe que profesa, de la facultad de obedecer a la voz de la conciencia que le indica la recta vía a seguir. Los medios técnicos a disposición de la civilización actual, ocultan, en efecto, no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía de un conflicto militar, sino también la posibilidad de una subyugación « pacífica » de los individuos, de los ambientes de vida, de sociedades enteras y de naciones, que por cualquier motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos. Se piense también en la tortura, todavía existente en el mundo, ejercida sistemáticamente por la autoridad como instrumento de dominio y de atropello político, y practicada impunemente por los subalternos.

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Así pues, junto a la conciencia de la amenaza biológica, crece la conciencia de otra amenaza, que destruye aún más lo que es esencialmente humano, lo que está en conexión íntima con la dignidad de la persona, con su derecho a la verdad y a la libertad. Todo esto se desarrolla sobre el fondo de un gigantesco remordimiento constituido por el hecho de que, al lado de los hombres y de las sociedades bien acomodadas y saciadas, que viven en la abundancia, sujetas al consumismo y al disfrute, no faltan dentro de la misma familia humana individuos ni grupos sociales que sufren el hambre. No faltan niños que mueren de hambre a la vista de sus madres. No faltan en diversas partes del mundo, en diversos sistemas socioeconómicos, áreas enteras de miseria, de deficiencia y de subdesarrollo. Este hecho es universalmente conocido. El estado de desigualdad entre hombres y pueblos no sólo perdura, sino que va en aumento. Sucede todavía que, al lado de los que viven acomodados y en la abundancia, existen otros que viven en la indigencia, sufren la miseria y con frecuencia mueren incluso de hambre; y su número alcanza decenas y centenares de millones. Por esto, la inquietud moral está destinada a hacerse más profunda. Evidentemente, un defecto fundamental o más bien un conjunto de defectos, más aún, un mecanismo defectuoso está en la base de la economía contemporánea y de la civilización materialista, que no permite a la familia humana alejarse, yo diría, de situaciones tan radicalmente injustas Esta imagen del mundo de hoy, donde existe tanto mal físico y moral como para hacer de él un mundo enredado en contradicciones y tensiones y, al mismo tiempo, lleno de amenazas dirigidas contra la libertad humana, la conciencia y la religión, explica la inquietud a la que está sujeto el hombre contemporáneo Tal inquietud es experimentada no sólo por quienes son marginados u oprimidos, sino también por quienes disfrutan de los privilegios de la riqueza, del progreso, del poder. Y. si bien no faltan tampoco quienes buscan poner al descubierto las causas de tales inquietudes o reaccionar con medios inmediatos puestos a su alcance por la técnica, la riqueza o el poder, sin embargo en lo más profundo del ánimo humano esa inquietud supera todos los medios provisionales. Afecta —como han puesto justamente de relieve los análisis del Concilio Vaticano II— los problemas fundamentales de toda la existencia humana Esta inquietud está vinculada con el sentido mismo de la existencia del hombre en el mundo; es inquietud para el futuro del hombre y de toda la humanidad, y exige resoluciones decisivas que ya parecen imponerse al género humano 12. ¿Basta la justicia? No es difícil constatar que el sentido de la justicia se ha despertado a gran escala en el mundo contemporáneo; sin duda, ello pone mayormente de relieve lo que está en contraste con la justicia tanto en las relaciones entre los hombres, los grupos sociales o las « clases », como entre cada uno de los pueblos y estados, y entre los sistemas políticos, más aún, entre los diversos mundos Esta corriente profunda y multiforme, en cuya base la conciencia humana contemporánea ha situado la justicia, atestigua el carácter ético de las tensiones y de las luchas que invaden el mundo. La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión los diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de los hombres y de las sociedades

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Prueba de ello es el campo de la doctrina social católica ampliamente desarrollada en el arco del último siglo. Siguiendo las huellas de tal enseñanza procede la educación y la formación de las conciencias humanas en el espíritu de la justicia, lo mismo que las iniciativas concretas, sobre todo en el ámbito del apostolado de los seglares, que se van desarrollando en tal sentido. No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufren deformaciones. Por más que sucesivamente recurran a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia y la alteración práctica de ella atestiguan hasta qué punto la acción humana puede alejarse de la misma justicia, por más que se haya emprendido en su nombre. No en vano Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras: « Ojo por ojo y diente por diente ».111 Tal era la forma de alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo en ella su modelo. En efecto, es obvio que, en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan el orden mismo de la justicia. Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en « deshumanización »: el hombre y la sociedad para quienes nada es « sacro » van decayendo oralmente, a pesar de las apariencias.

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VII. LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA En relación con esta imagen de nuestra generación, que no deja de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras que, con motivo de la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magnificat de María y que cantan la misericordia... de generación en generación ». Conservando siempre en el corazón la elocuencia de estas palabras inspiradas y aplicándolas a las experiencias y sufrimientos propios de la gran familia humana, es menester que la Iglesia de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión, siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva Alianza, en primer lugar del mismo Cristo y de sus Apóstoles. La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías, profesándola principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una vida coherente con la misma fe, tratando después de introducirla y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien sea—en cuanto posible—en la de todos los hombres de buena voluntad. Finalmente, la Iglesia—profesando la misericordia y permaneciendo siempre fiel a ella—tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos los fenómenos del mal físico y moral, ante todas las amenazas que pesan sobre el entero horizonte de la vida de la humanidad contemporánea. 13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama La Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación. En las páginas precedentes de este documento hemos tratado de delinear al menos el perfil de esta verdad que encuentra tan rica expresión en toda la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la vida cotidiana de la Iglesia la verdad acerca de la misericordia de Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco perenne a través de numerosas lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe el auténtico sentido de la fe del Pueblo de Dios, como atestiguan varias expresiones de la piedad personal y comunitaria. Sería ciertamente difícil enumerarlas y resumirlas todas, ya que la mayor parte de ellas están vivamente inscritas en lo íntimo de los corazones y de las conciencias humanas. Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del Pueblo de Dios dan testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad intima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a Felipe,112 « la visión del Padre »—visión de Dios mediante la fe—halla precisamente en el encuentro con su misericordia un momento singular de sencillez interior y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola del hijo pródigo. « Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre ».113 La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en EL, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma la « visión » de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la « visión del Padre » en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En efecto, precisamente

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el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano humano—de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre. La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, « cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz », no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria.114 El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Se ha hablado ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis; convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema fundamental. Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que « Dios amó tanto.. que lo dio su Hijo unigénito »,115 Dios que « es amor » 116 no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal. La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno 117 a medida del Creador y Padre: el amor, al que « Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo » 118 es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del « reencuentro » de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior,

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sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo « ven » así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris. Es evidente que la Iglesia profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este testimonio de vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios, misión que es participación y, en cierto sentido, continuación de la misión mesiánica del mismo Cristo. La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la doctrina del Concilio Vaticano II, en primer lugar el cometido ecuménico que tiende a unir a todos los que confiesan a Cristo. Iniciando múltiples esfuerzos en tal dirección, la Iglesia confiesa con humildad que solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las divisiones humanas, puede realizar definitivamente la unidad por la que oraba Cristo al Padre y que el Espíritu no cesa de pedir para nosotros « con gemidos inenarrables ».119 14. La Iglesia trata de practicar la misericordia Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a « usar misericordia » con los demás: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».120 La Iglesia ve en estas palabras una llamada a la acción y se esfuerza por practicar la misericordia. Si todas las bienaventuranzas del sermón de la montaña indican el camino de la conversión y del cambio de vida, la que se refiere a los misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo. Este proceso auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual realizada de una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor en cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: —a pesar de todas las dificultades de naturaleza psicológica o social—se trata, en efecto, de un amor misericordioso que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o se encuentra en estado de ser objeto de misericordia. Cristo crucificado, en este sentido, es para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda humildad manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a sí

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mismo.121 Sobre la base de este modelo, debemos purificar también continuamente todas nuestras acciones y todas nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por El. Así pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña con la bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos observar a veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un acto o proceso unilateral que presupone y mantiene las distancias entre el que usa misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el bien y el que lo recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia. No obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación fundamental entre la misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición bíblica, y en particular la misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para servir de « árbitro » entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el amor, (también ese amor benigno que llamamos « misericordia ») es capaz de restituir el hombre a sí mismo. La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de la « igualdad » entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la « igualdad » de los hombres mediante el amor « paciente y benigno » 122 no borra las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don; viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir a los hombres entre si de manera más profunda. Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable « corrección » por parte del amor que—como proclama san Pablo—es « paciente » y « benigno », o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor misericordioso

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indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo 123 o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida.124 Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral. Su radio de acción, no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó en más de una ocasión la « civilización del amor » 125 como fin al que deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio del « ojo por ojo, diente por diente » 126 y no tendemos en cambio a transformarlo esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano,127 individúa la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el « amor misericordioso » que constituye el mensaje mesiánico del evangelio. El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros. Por esto, la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales—en cada etapa de la historia y especialmente en la edad contemporánea—el de proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús. Este misterio, no sólo para la misma Iglesia en cuanto comunidad de creyentes, sino también en cierto sentido para todos los hombres, es fuente de una vida diversa de la que el hombre, expuesto a las fuerzas prepotentes de la triple concupiscencia que obran en él,128 está en condiciones de construir. Precisamente en nombre de este misterio Cristo nos enseña a perdonar siempre. ¡Cuántas veces repetimos las palabras de la oración que El mismo nos enseñó, pidiendo: « perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores », es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a nosotros!129 Es en verdad difícil expresar el valor profundo de la actitud que tales palabras trazan e inculcan. ¡Cuántas cosas dicen estas palabras a todo hombre acerca de su semejante y también acerca de sí mismo! La conciencia de ser deudores unos de otros va pareja con la llamada a la solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la invitación concisa a soportarnos « mutuamente con amor »,130 ¡Qué lección de humildad se encierra aquí respecto del

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hombre, del prójimo y de sí mismo a la vez! ¡Qué escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas condiciones de nuestra existencia! Si desatendiéramos esta lección, ¿qué quedaría de cualquier programa « humanístico » de la vida y de la educación? Cristo subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro, el cual le había preguntado cuántas veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra simbólica de « setenta veces siete »,131 queriendo decir con ello que debería saber perdonar a todos y siempre. Es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición del perdón. Así pues la estructura fundamental de la justicia penetra siempre en el campo de la misericordia. Esta, sin embargo, tiene la fuerza de conferir a la justicia un contenido nuevo que se expresa de la manera más sencilla y plena en el perdón. Este en efecto manifiesta que, además del proceso de « compensación » y de « tregua » que es específico de la justicia, es necesario el amor, para que el hombre se corrobore como tal. El cumplimiento de las condiciones de la justicia es indispensable, sobre todo, a fin de que el amor pueda revelar el propio rostro. Al analizar la parábola del hijo pródigo, hemos llamado ya la atención sobre el hecho de que aquél que perdona y aquél que es perdonado se encuentran en un punto esencial, que es la dignidad, es decir, el valor esencial del hombre que no puede dejarse perder y cuya afirmación o cuyo reencuentro es fuente de la más grande alegría.132 La Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en la educación y en la pastoral. Ella no la protege de otro modo más que custodiando la fuente, esto es, el misterio de la misericordia de Dios mismo, revelado en Jesucristo. En la base de la misión de la Iglesia, en todas las esferas de que hablan numerosas indicaciones del reciente Concilio y la plurisecular experiencia del apostolado, no hay más que el « sacar de las fuentes del Salvador »:133 es esto lo que traza múltiples orientaciones a la misión de la Iglesia en la vida de cada uno de los cristianos, de las comunidades y también de todo el Pueblo de Dios. Este « sacar de las fuentes del Salvador » no puede ser realizado de otro modo, si no es en el espíritu de aquella pobreza a la que nos ha llamado el Señor con la palabra y el ejemplo: « lo que habéis recibido gratuitamente, dadlo gratuitamente ».134 Así, en todos los cambios de la vida y del ministerio de la Iglesia—a través de la pobreza evangélica de los ministros y dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio « de todas las obras del Señor »—se ha manifestado aún mejor el Dios « rico en misericordia ».

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VIII. ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS 15. La Iglesia recurre a la misericordia divina La Iglesia proclama la verdad de la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado, y la profesa de varios modos. Además, trata de practicar la misericordia para con los hombres a través de los hombres, viendo en ello una condición indispensable de la solicitud por un mundo mejor y « más humano », hoy y mañana. Sin embargo, en ningún momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra—la Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. Precisamente éste es el fundamental derecho-deber de la Iglesia en Jesucristo: es el derecho-deber de la Iglesia para con Dios y para con los hombres. La conciencia humana, cuanto más pierde el sentido del significado mismo de la palabra « misericordia », sucumbiendo a la secularización; cuanto más se distancia del misterio de la misericordia alejándose de Dios, tanto más la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la misericordia « con poderosos clamores ».135 Estos poderosos clamores deben estar presentes en la Iglesia de nuestros tiempos, dirigidos a Dios, para implorar su misericordia, cuya manifestación ella profesa y proclama en cuanto realizada en Jesús crucificado y resucitado, esto es, en el misterio pascual. Es este misterio el que lleva en sí la más completa revelación de la misericordia, es decir, del amor que es más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que todo mal, del amor que eleva al hombre de las caídas graves y lo libera de las más grandes amenazas. El hombre contemporáneo siente estas amenazas. Lo que, a este respecto, ha sido dicho más arriba es solamente un simple esbozo. El hombre contemporáneo se interroga con frecuencia, con ansia profunda, sobre la solución de las terribles tensiones que se han acumulado sobre el mundo y que se entrelazan en medio de los hombres. Y si tal vez no tiene la valentía de pronunciar la palabra « misericordia », o en su conciencia privada de todo contenido religioso no encuentra su equivalente, tanto más se hace necesario que la Iglesia pronuncie esta palabra, no sólo en nombre propio sino también en nombre de todos los hombres contemporáneos. Es pues necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre la misericordia se transforme continuamente en una ferviente plegaria: en un grito que implore la misericordia en conformidad con las necesidades del hombre en el mundo contemporáneo. Que este grito condense toda la verdad sobre la misericordia, que ha hallado tan rica expresión en la Sagrada Escritura y en la Tradición, así como en la auténtica vida de fe de tantas generaciones del Pueblo de Dios. Con tal grito nos volvemos, como todos los escritores sagrados, al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado,136 al Dios que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor. Y al igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja extraviada, aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo « diluvio », como lo mereció en su tiempo la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado en su misión mesiánica y que alcanza su culmen en la cruz, en su muerte y resurrección. Recurramos a

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Dios mediante Cristo, recordando las palabras del Magnificat de María, que proclama la misericordia « de generación en generación ». Imploremos la misericordia divina para la generación contemporánea. La Iglesia que, siguiendo el ejemplo de María, trata de ser también madre de los hombres en Dios, exprese en esta plegaria su materna solicitud y al mismo tiempo su amor confiado, del que nace la más ardiente necesidad de la oración. Elevemos nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza, la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones. Esta actitud es asimismo amor hacia Dios, a quien a veces el hombre contemporáneo ha alejado de sí ha hecho ajeno a sí, proclamando de diversas maneras que es algo « superfluo ». Esto es pues amor a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del hombre contemporáneo sentimos profundamente, dispuestos a gritar con Cristo en la cruz: « Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen ».137 Esto es al mismo tiempo amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción y división alguna: sin diferencias de raza, cultura, lengua, concepción del mundo, sin distinción entre amigos y enemigos. Esto es amor a los hombres que desea todo bien verdadero a cada uno y a toda la comunidad humana, a toda familia, nación, grupo social; a los jóvenes, los adultos, los padres, los ancianos, los enfermos: es amor a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir, solicitud premurosa para garantizar a cada uno todo bien auténtico y alejar y conjurar el mal. Y si alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la esperanza que me inducen, en cuanto siervo de Cristo y ministro de los misterios de Dios,138 a implorar en esta hora de la historia la misericordia de Dios en favor de la humanidad, que trate al menos de comprender el motivo de esta premura. Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso. El misterio de Cristo que, desvelándonos la gran vocación del hombre, me ha impulsado a confirmar en la Encíclica Redemptor Hominis su incomparable dignidad, me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo, Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo, mientras nos encaminamos al final del segundo Milenio. En el nombre de Jesucristo, crucificado y resucitado, en el espíritu de su misión mesiánica, que permanece en la historia de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en esta etapa de la historia se revele una vez más aquel Amor que está en el Padre y que por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal: más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por intercesión de Aquella que no cesa de proclamar « la misericordia de generación en generación », y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia ».139 Al continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano II, en el que podemos ver justamente una nueva fase de la autorrealización de la Iglesia—a medida de la época en que nos ha tocado vivir—la Iglesia misma debe guiarse por la plena conciencia de que en esta obra no le es lícito, en modo alguno, replegarse sobre sí misma. La razón de su ser es en efecto la de revelar a Dios, esto es, al Padre que nos permite « verlo » en Cristo.140 Por muy fuerte que pueda ser la resistencia de la historia humana; por muy marcada que sea la

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heterogeneidad de la civilización contemporánea; por muy grande que sea la negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la proximidad a ese misterio que, escondido desde los siglos en Dios, ha sido después realmente participado al hombre en el tiempo mediante Jesucristo. Con mi Bendición Apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, del año 1980, tercero de mi Pontificado. Notas 1 Ef 2, 4. 2 Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s. 3 Jn 14, 8 s. 4 Ef 2, 4 s 5 2 Cor 1, 3. 6 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S. 58 (1966), p. 1042. 7 Cfr. ib. 8 1 Tim 6, 16. 9 Rom 1, 20. 10 Jn 1, 18. 11 1 Tim 6 16. 12 Tit 3, 4. 13 Ef 2, 4. 14 Cfr. Gén 1, 28. 15 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 9: A.A.S. 58 (1966), p. 1032. 16 2 Cor 1, 3. 17 Mt 6, 4. 6. 18. 18 Cfr. Ef 3, 18; además Lc 11, 5-13. 19 Lc 4, 18 s. 20 Lc 7, 19. 21 Lc 7, 22 s. 22 1 Jn 4, 16. 23 Ef 2, 4. 24 Lc 15, 11-32 25 Lc 10, 30-37. 26 Mt 18, 23-35. 27 Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7 28 Lc 15, 8-10. 29 Mt 22, 38. 30 Mt 5, 7. 31 Cfr. Jue 3, 7-9 32 Cfr. 1 Re 8, 22-53

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33 Cfr. Miq 7, 18-20. 34 Cfr. Is 1, 18; 51, 4-16. 35 Cfr. Bar 2, 11-3, 8. 36 Cfr. Neh 9. 37 Cfr. p. ej. Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8. 38 Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29. 39 Cfr. 2 Sam 11, 12, 24, 10. 40 Job passim. 41 Est 4, 17k ss. 42 Cfr. p. ej. Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3. 11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24. 43 Cfr. Ex 3, 7 s. 44 Cfr. Is 63, 9. 45 Ex 34, 6. 46 Cfr. Num 14, 18; 2 Par 30, 9; Neh 9, 17; Sal 86 (85), 15; Sab 15, 1; Eclo 2, 11; Jl 2, 13. 47 Cfr. Is 63, 16. 48 Cfr. Ex 4, 22. 49 Cfr. Os 2 3. 50 Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 s. 51 Sal 103 (102) y 145 (144). 52 Al definir la misericordia los Libros del Antiguo Testamento usan sobre todo dos expresiones, cada una de las cuales tiene un matiz semántico distinto. Ante todo está el término hesed, que indica una actitud profunda de « bondad ». Cuando esa actitud se da entre dos hombres, éstos son no solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo tiempo recíprocamenre fieles en virtud de un compromiso interior, por tanto también en virtud de una fidelidad hacia sí mismos. Si además hesed significa también « gracia » o «amor», esto es precisamente en base a tal fidelidad. El hecho de que el compromiso en cuestión tenga un carácter no sólo moral, sino casi jurídico, no cambia nada. Cuando en el Antiguo Testamento el vocablo hesed es referido el Señor, esto tiene lugar siempre en relación con la alianza que Dios ha hecho con Israel. Esa alianza fue, por parte de Dios, un don y una gracia para Israel. Sin embargo, puesto que en coherencia con la alianza hecha Dios se habia comprometido a respetarla, hesed cobraba, en cierto modo, un contenido legal. El compromiso juridico por parte de Dios dejaba de obligar cuando Israel infringía la alianza y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces hesed, dejando de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifiesta lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado. Esta fidelidad para con la « hija de mi pueblo » infiel (cfr. Lam 4, 3. 6) es, en definitiva, por parte de Dios, fidelidad a sí mismo. Esto resulta frecuente sobre todo en el recurso frecuente al binomio hesed we'emet (=gracia y fidelidad), que podría considerarse una endíadis (cfr. por ej. Ex 34, 6; 2 Sam 2, 6; 15, 20; Sal 25 [24], 10; 40 [39], 11 s.; 85 [84], 11; 138 [137], 2; Miq 7, 20). « No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de mi nombre » (Ez 36, 22). Por tanto también Israel, aunque lleno de culpas por haber roto la alianza, no puede recurrir al hesed de Dios en base a una justicia legal; no obstante, puede y debe continuar esperando y tener confianza en obtenerlo, siendo el Dios de la alianza realmente « responsable de su amor ». Frutos de ese amor son el perdón, la restauración en la gracia y el restablecimiento de la alianza interior.

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El segundo vocablo, que en la termenología del Antiguo Testamento sirve para definir la misericordia, es rahamim. Este tiene un matiz distinto del hesed. Mientras éste pone en evidencia los caracteres de la fidelidad hacia sí mismo y de la « responsabilidad del propio amor » (que son cartacteres en cierto modo masculinos ), rahamin, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem= regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi « femenina » de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico, rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar. El Antiguo Testamento atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando habla de él sirviéndose del término rahamim. Leemos en Isaías: « ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría » (Is 49, 15). Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los texos véterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados —respecto de cada individuo así como también de todo Israel— y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: « Yo curaré su rebeldía y los amaré generosamente » (Os 14, 5). En la terminología del Antiguo Testamento encontramos todavía otras expresiones, referidas diversamente al mismo contenido fundamental. Sin embargo, las dos antedichas merecen una atención particular. En ellas se manifiesta claramente su original aspecto antropomórfico: al presentar la misericordia divina, los autores bíblicos se sirven de los términos que corresponden a la conciencia y a la experiencia del hombre contemporáneo suyo. La terminología griega usada por los Setenta muestra una riqueza menor que la hebraica: no ofrece, pues, todos los matices semánticos propios del texto original. En cada caso, el Nuevo Testamento construye sobre la riqueza y profundidad, que ya distinguía el Antiguo. De ese modo heredamos del Antiguo Testamento —casi en una síntesis especial— no solamente la riqueza de las expresiones usadas por aquellos Libros para definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica « psicología » de Dios: la palpitante imagen de su amor, que en contacto con el mal y en particular, con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia. Esa imagen está compuesta, además del contenido más bien general del verbo h nan, también por el contenido de hesed y por el de rahamim. El término hanan expresa un concepto más amplio; significa, en efecto, la manifestación de la gracia, que comporta, por así decir, una constante predisposición magnánima, benévola y clemente. Además de estos elementos semánticos fundamentales, el concepto de misericordia en el Antiguo Testamento está compuesto también por lo que encierra el verbo hamal, que literalmente significa « perdonar (al enemigo vencido) », pero también « manifestar piedad y compasión » y, como consecuencia, perdón y remisión de la culpa. También el término hus expresa piedad y compasión, pero sobre todo en sentido afectivo. Estos términos aparecen en los textos bíblicos más raramente para indicar la misericordia. Además, conviene destacar el ya recordado vocablo 'emet, que significa en primer lugar « solidez,

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seguridad » (en el griego de los LXX: « verdad ») y en segundo lugar, « fidelidad », y en ese sentido parece relacionarse con el contenido semántico propio del término hesed. 53 Sal 40, 11; 98, 2 s.; Is 45, 21; 51, 5. 8; 56, 1. 54 Sab 11, 24. 55 1 Jn 4, 16. 56 Jer 31, 3. 57 Is 54, 10. 58 Jon 4, 2. 11; Sal 145, 9; Eclo 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1. 59 Jn 14, 9. 60 En ambos casos se trata de hesed, es decir de la fidelidad que Dios manifiesta al propio amor hada su pueblo; fidelidad a las promesas, que precisamente en la maternidad de la Madre de Dios encontrarán su cumplimiento definitivo (cfr. Lc 1, 49-54). 61 Lc 1, 66-72. También en este caso se trata de la misericordia con el significado de hesed, en cuanto en las frases siguientes, en las que Zacarías habla de las « entrañas misericordiosas de nuestro Dios », se expresa claramente el segundo significado, el de rahamim (traducción latina: viscera misericordiae), que identifica más bien la misericordia divina con el amor materno. 62 Cfr. Lc 15, 11-32 63 Lc 15, 18 s. 64 Lc 15, 20 65 Lc 15, 32 66 Cfr. Lc 15, 3-6 67 Cfr. Lc 15, 8 s. 68 1 Cor 13, 4-8. 69 Cfr. Rom 12, 21. 70 Cfr. Liturgia de la Vigilia pascual: « Exsultet ». 71 Act 10, 38. 72 Mt 9, 35. 73 Cfr. Mc 15, 37; Jn 19, 30. 74 Is 53, 5. 75 2 Cor 5, 21. 76 Ib. 77 Credo nicenoconstantinopolitano. 78 Jn 3, 16. 79 Cfr. Jn 14, 9. 80 Mt 10, 28. 81 Flp 2, 8. 82 2 Cor 5, 21. 83 Cfr. 1 Cor 15, 54 s. 84 Cfr. Lc 4, 18-21. 85 Cfr. Lc 7, 20-23. 86 Cfr. Is 35, 5; 61, 1-3 87 1 Cor 15, 4. 88 Ap 21, 1. 89 Ap 21, 4. 90 Cfr. ib. 91 Ap 3, 20.

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92 Cfr. Mt 24, 35. 93 Cfr. Ap 3, 20. 94 Mt 25, 40. 95 Mt 5, 7. 96 Jn 14, 9. 97 Rom 8, 32. 98 Mc 12, 27. 99 Jn 20, 19-23. 100 Cfr. Sal 89 (88), 2. 101 Lc 1, 50. 102 Cfr. 2 Cor 1, 21 s. 103 Lc 1, 50. 104 Cfr. Sal 85 (84), 11. 105 Lc 1, 50. 106 Cfr. Lc 4, 18. 107 Cfr. Lc 7, 22. 108 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63. 109 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 10: A.A.S. 58 (1966), p. 1032. 110 Ib. 111 Mt 5, 38. 112 Cfr. Jn 14, 9 s. 113 Ib. 114 Cfr. 1 Cor 11, 26; aclamación en el « Misal Romano ». 115 Jn 3, 16. 116 1 Jn 4, 8. 117 Cfr. 1 Cor 13, 4 118 2 Cor 1, 3. 119 Rm 8, 26. 120 Mt 5, 7. 121 Cfr. Mt 25, 34-40. 122 Cfr. 1Cor 13, 4. 123 Cfr. Lc 15, 11-32. 124 Cfr. Lc 15, 1-10. 125 Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios (1975), p. 482 (Clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975). 126 Mt 5, 38. 127 Cfr. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 40: A.A.S. 58 (1966), p. 1057 ss. Pablo VI, Exhort. Apost. Paterna cum benevolentia, esp. nn. 1 y 6: A.A.S. 67 (1975), p. 7-9; 17-23. 128 Cfr. 1 Jn 2, 16. 129 Mt 6, 12. 130 Ef 4, 2; cfr. Gal 6, 2. 131 Mt 18, 22. 132 Cfr. Lc 15, 32. 133 Cfr. Is 12, 3. 134 Mt 10, 8.

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135 Cfr. Heb 5, 7. 136 Cfr. Sab 11, 24; Sal 145 (144), 9; Gén 1, 31. 137 Lc 23, 34. 138 Cfr. 1 Cor 4, 1. 139 Mt 5, 7. 140 Cfr. Jn 14, 9.

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1992

Pastores dabo vobis Exhortación apostólica post-sinodal

25 de marzo de 1992

Sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual

INTRODUCCIÓN

1. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen: «Pondré al frente de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4). La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio profético y, con alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios: «Yo soy el buen Pastor» (Jn 10, 11). Él, «el gran Pastor de las ovejas» (Heb 13, 20), encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2). Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) y «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo. Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar. Precisamente esta promesa es la razón y fuerza que infunde alegría a la Iglesia ante el florecimiento y aumento de las vocaciones sacerdotales, que hoy se da en algunas partes del mundo; y representa también el fundamento y estímulo para un acto de fe más grande y de esperanza más viva, ante la grave escasez de sacerdotes que afecta a otras partes del mundo. Todos estamos llamados a compartir la confianza en el cumplimiento ininterrumpido de la promesa de Dios, que los Padres sinodales han querido testimoniar de un modo claro y decidido: «El Sínodo, con plena confianza en la promesa de Cristo, que ha dicho: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28, 20), y consciente de la acción constante del Espíritu Santo en la Iglesia, cree firmemente que nunca faltarán del todo los ministros sagrados en la Iglesia... Aunque en algunas regiones haya escasez de

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clero, sin embargo la acción del Padre, que suscita las vocaciones, nunca cesará en la Iglesia».(1) Como he dicho en la clausura del Sínodo, ante la crisis de las vocaciones sacerdotales, «la primera respuesta que la Iglesia da, consiste en un acto de confianza total en el Espíritu Santo. Estamos profundamente convencidos de que esta entrega confiada no será defraudada, si, por nuestra parte, nos mantenemos fieles a la gracia recibida».(2) 2. ¡Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto, el don de Dios no anula la libertad del hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la exige. Por esto, la confianza total en la incondicional fidelidad de Dios a su promesa va unida en la Iglesia a la grave responsabilidad de cooperar con la acción de Dios que llama y, a la vez, contribuir a crear y mantener las condiciones en las cuales la buena semilla, sembrada por Dios, pueda echar raíces y dar frutos abundantes. La Iglesia no puede dejar jamás de rogar al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a las nuevas generaciones una nítida y valiente propuesta vocacional, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios para que respondan a ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado especial a la formación de los candidatos al presbiterado. En realidad, la formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, y la atención asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificación personal en el ministerio y mediante la actualización constante de su dedicación pastoral lo considera la Iglesia como una de las tareas de máxima importancia para el futuro de la evangelización de la humanidad. Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo la acción de Cristo, que el evangelista Marcos indica con estas palabras: «Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15). Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles, ya que se siente apremiada por las profundas y rápidas transformaciones de la sociedad y de las culturas de nuestro tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de contextos en los que anuncia y da testimonio del Evangelio; también por el favorable aumento de las vocaciones sacerdotales en diversas diócesis del mundo; por la urgencia de una nueva verificación de los contenidos y métodos de la formación sacerdotal; por la preocupación de los Obispos y de sus comunidades a causa de la persistente escasez de clero; y por la absoluta necesidad de que la nueva evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros «nuevos evangelizadores». Precisamente en este contexto histórico y cultural se ha situado la última Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a «la formación de los sacerdotes en la situación actual», con la intención, después de veinticinco años de la clausura del Concilio,

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de poner en práctica la doctrina conciliar sobre este tema y hacerla más actual e incisiva en las circunstancias actuales».(3) 3. En línea con el Concilio Vaticano II acerca del Orden de los presbíteros y su formación,(4) y deseando aplicar concretamente a las diversas situaciones esa rica y probada doctrina, la Iglesia ha afrontado en muchas ocasiones los problemas de la vida, ministerio y formación de los sacerdotes. Las ocasiones más solemnes han sido los Sínodos de los Obispos. Ya en la primera Asamblea general, celebrada en octubre de 1967, el Sínodo dedicó cinco congregaciones generales al tema de la renovación de los seminarios. Este trabajo dio un impulso decisivo a la elaboración del documento de la Congregación para la Educación Católica titulado «Normas fundamentales para la formación sacerdotal».(5) La segunda Asamblea general ordinaria de 1971 dedicó la mitad de sus trabajos al sacerdocio ministerial. Los frutos de este largo estudio sinodal, recogidos y condensados en algunas «recomendaciones», sometidas a mi predecesor el Papa Pablo VI y leídas en la apertura del Sínodo de 1974, se referían principalmente a la doctrina sobre el sacerdocio ministerial y a algunos aspectos de la espiritualidad y del ministerio sacerdotal. También en otras muchas ocasiones el Magisterio de la Iglesia ha seguido manifestando su solicitud por la vida y el ministerio de los sacerdotes. Se puede decir que en los años posconciliares no ha habido ninguna intervención magisterial que, en alguna medida, no se haya referido, de modo explícito o implícito, al significado de la presencia de los sacerdotes en la comunidad, a su misión y su necesidad en la Iglesia y para la vida del mundo. En estos últimos años y desde varias partes se ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio, afrontándolo desde un punto de vista relativamente nuevo y más adecuado a las presentes circunstancias eclesiales y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en el problema de la identidad del sacerdote cuanto en problemas relacionados con el itinerario formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes. En realidad, las nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio ministerial presentan características bastante distintas respecto a las de sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos aspectos es nuevo y que está en continua y rápida evolución. Todo esto debe ser tenido en cuenta en la programación y realización de los planes de formación para el sacerdocio ministerial. Además, los sacerdotes que están ya en el ejercicio de su ministerio, parece que hoy sufren una excesiva dispersión en las crecientes actividades pastorales y, frente a la problemática de la sociedad y de la cultura contemporánea, se sienten impulsados a replantearse su estilo de vida y las prioridades de los trabajos pastorales, a la vez que notan, cada vez más, la necesidad de una formación permanente. Por ello, la atención y las reflexiones del Sínodo de los Obispos de 1990 se ha centrado en el aumento de las vocaciones para el presbiterado; en la formación básica para que los candidatos conozcan y sigan a Jesús, preparándose a celebrar y vivir el sacramento del Orden que los configura con Cristo, Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia; en el

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estudio específico de los programas de formación permanente, capaces de sostener, de una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes. El mismo Sínodo quería responder también a una petición hecha por el Sínodo anterior, que trató sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Los mismos laicos habían pedido la dedicación de los sacerdotes a su formación, para ser ayudados oportunamente en el cumplimiento de su común misión eclesial. Y en realidad, «cuanto más se desarrolla el apostolado de los laicos, tanto más fuertemente se percibe la necesidad de contar con sacerdotes bien formados, sacerdotes santos. De esta manera, la vida misma del pueblo de Dios pone de manifiesto la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial o jerárquico, pues en el misterio de la Iglesia la jerarquía tiene un carácter ministerial (cf. Lumen gentium, 10). Cuanto más se profundiza el sentido de la vocación propia de los laicos, más se evidencia lo que es propio del sacerdocio».(6) 4. En la experiencia eclesial típica del Sínodo, aquella «singular experiencia de comunión episcopal en la universalidad, que refuerza el sentido de la Iglesia universal, la responsabilidad de los Obispos en relación con la Iglesia universal y su misión, en comunión afectiva y efectiva en torno a Pedro»,(7) se ha dejado oír claramente la voz de las diversas Iglesias particulares, y en este Sínodo, por vez primera, la de algunas Iglesias del Este. Las Iglesias han proclamado su fe en el cumplimiento de la promesa de Dios: «Os daré Pastores según mi corazón» (Jer 3, 15), y han renovado su compromiso pastoral por la atención a las vocaciones y por la formación de los sacerdotes, con el convencimiento de que de ello depende el futuro de la Iglesia, su desarrollo y su misión universal de salvación. Considerando ahora el rico patrimonio de las reflexiones, orientaciones e indicaciones que han preparado y acompañado los trabajos de los Padres sinodales, uno a la de ellos mi voz de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, con esta Exhortación Apostólica postsinodal; y la dirijo al corazón de todos los fieles y de cada uno de ellos, en particular al corazón de los sacerdotes y de cuantos están dedicados al delicado ministerio de su formación. Con esta Exhortación Apostólica deseo salir al encuentro y unirme a todos y cada uno de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos. Con la voz y el corazón de los Padres sinodales hago mías las palabras y los sentimientos del «Mensaje final del Sínodo al Pueblo de Dios»: «Con ánimo agradecido y lleno de admiración nos dirigimos a vosotros, que sois nuestros primeros cooperadores en el servicio apostólico. Vuestra tarea en la Iglesia es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el Sacramento de la Penitencia, los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida». «Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios».

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«El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo».(8)

CAPÍTULO I

TOMADO DE ENTRE LOS HOMBRES La formación sacerdotal ante los desafíos del final del segundo milenio

El sacerdote en su tiempo 5. «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). La Carta a los Hebreos subraya claramente la «humanidad» del ministro de Dios: pues procede de los hombres y está al servicio de los hombres, imitando a Jesucristo, «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo. Por eso el Sínodo ha estudiado el tema de los sacerdotes en su contexto actual, situándolo en el hoy de la sociedad y de la Iglesia y abriéndolo a las perspectivas del tercer milenio, como se deduce claramente de la misma formulación del tema: «La formación de los sacerdotes en la situación actual». Ciertamente «hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo».(9) Pero ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben también «adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida... Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar, y así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas».(10) Por ser necesario conjugar la verdad permanente del ministerio presbiteral con las instancias y características del hoy, los Padres sinodales han tratado de responder a algunas preguntas urgentes: ¿qué problemas y, al mismo tiempo, qué estímulos positivos suscita el actual contexto sociocultural y eclesial en los muchachos, en los adolescentes y en los jóvenes, que han de madurar un proyecto de vida sacerdotal para toda su existencia?, ¿qué

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dificultades y qué nuevas posibilidades ofrece nuestro tiempo para el ejercicio de un ministerio sacerdotal coherente con el don del Sacramento recibido y con la exigencia de una vida espiritual correspondiente? Presento ahora algunos elementos del análisis de la situación que los Padres sinodales han desarrollado, conscientes de que la gran variedad de circunstancias socioculturales y eclesiales presentes en los diversos países aconseja señalar sólo los fenómenos más profundos y extendidos, particularmente aquellos que se refieren a los problemas educativos y a la formación sacerdotal. El Evangelio hoy: esperanzas y obstáculos 6. Múltiples factores parecen favorecer en los hombres de hoy una conciencia más madura de la dignidad de la persona y una nueva apertura a los valores religiosos, al Evangelio y al ministerio sacerdotal. En la sociedad encontramos, a pesar de tantas contradicciones, una sed de justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia más viva del cuidado del hombre por la creación y por el respeto a la naturaleza; una búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el compromiso creciente, en muchas zonas de la población mundial, por una solidaridad internacional más concreta y por un nuevo orden mundial, en la libertad y en la justicia. Junto al desarrollo cada vez mayor del potencial de energías ofrecido por las ciencias y las técnicas, y la difusión de la información y de la cultura, surge también una nueva pregunta ética; la pregunta sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores que permita establecer las posibilidades y los límites del progreso. En el campo más propiamente religioso y cristiano, caen prejuicios ideológicos y cerrazones violentas al anuncio de los valores espirituales y religiosos, mientras surgen nuevas e inesperadas posibilidades para la evangelización y la renovación de la vida eclesial en muchas partes del mundo. Tiene lugar así una creciente difusión del conocimiento de las Sagradas Escrituras; una nueva vitalidad y fuerza expansiva de muchas Iglesias jóvenes, con un papel cada vez más relevante en la defensa y promoción de los valores de la persona y de la vida humana; un espléndido testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeo, como también un testimonio de la fidelidad y firmeza de otras Iglesias que todavía están sometidas a persecuciones y tribulaciones por la fe.(11) El deseo de Dios y de una relación viva y significativa con Él se presenta hoy tan intenso, que favorecen, allí donde falta el auténtico e íntegro anuncio del Evangelio de Jesús, la difusión de formas de religiosidad sin Dios y de múltiples sectas. Su expansión, incluso en algunos ambientes tradicionalmente cristianos, es ciertamente para todos los hijos de la Iglesia, y para los sacerdotes en particular, un motivo constante de examen de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio del Evangelio, pero es también signo de cuán profunda y difundida está la búsqueda de Dios. 7. Pero con estos y otros factores positivos están relacionados muchos elementos problemáticos o negativos.

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Todavía está muy difundido el racionalismo que, en nombre de una concepción reductiva de «ciencia», hace insensible la razón humana al encuentro con la Revelación y con la trascendencia divina. Hay que constatar también una defensa exacerbada de la subjetividad de la persona, que tiende a encerrarla en el individualismo incapaz de relaciones humanas auténticas. De este modo, muchos, principalmente muchachos y jóvenes, buscan compensar esta soledad con sucedáneos de varias clases, con formas más o menos agudas de hedonismo, de huida de las responsabilidades; prisioneros del instante fugaz, intentan «consumir» experiencias individuales lo más intensas posibles y gratificantes en el plano de las emociones y de las sensaciones inmediatas, pero se muestran indiferentes y como paralizados ante la oferta de un proyecto de vida que incluya una dimensión espiritual y religiosa y un compromiso de solidaridad. Además, se extiende por todo el mundo —incluso después de la caída de las ideologías que habían hecho del materialismo un dogma y del rechazo de la religión un programa— una especie de ateísmo práctico y existencial, que coincide con una visión secularizada de la vida y del destino del hombre. Este hombre «enteramente lleno de sí, este hombre que no sólo se pone como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad»,(12) se encuentra cada vez más empobrecido de aquel «suplemento de alma» que le es tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de Él. En este contexto hay que destacar en particular la disgregación de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad humana. Son fenómenos que influyen, de modo muy negativo, en la educación de los jóvenes y en su disponibilidad para toda vocación religiosa. Igualmente debe tenerse en cuenta el agravarse de las injusticias sociales y la concentración de la riqueza en manos de pocos, como fruto de un capitalismo inhumano,(13) que hace cada vez mayor la distancia entre pueblos ricos y pueblos pobres; de esta manera se crean en la convivencia humana tensiones e inquietudes que perturban profundamente la vida de las personas y de las comunidades. Incluso en el campo eclesial se dan fenómenos preocupantes y negativos, que influyen directamente en la vida y el ministerio de los sacerdotes, como la ignorancia religiosa que persiste en muchos creyentes; la escasa incidencia de la catequesis, sofocada por los mensajes más difundidos y persuasivos de los medios de comunicación de masas; el mal entendido pluralismo teológico, cultural y pastoral que, aun partiendo a veces de buenas intenciones, termina por hacer difícil el diálogo ecuménico y atentar contra la necesaria unidad de la fe; la persistencia de un sentido de desconfianza y casi de intolerancia hacia el magisterio jerárquico; las presentaciones unilaterales y reductivas de la riqueza del mensaje evangélico, que transforman el anuncio y el testimonio de la fe en un factor exclusivo de liberación humana y social o en un refugio alienante en la superstición y en la religiosidad sin Dios.(14)

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Un fenómeno de gran relieve, aunque relativamente reciente en muchos países de antigua tradición cristiana, es la presencia en un mismo territorio de consistentes núcleos de razas y religiones diversas. Se desarrolla así cada vez más la sociedad multirracial y multirreligiosa. Si, por un lado, esto puede ser ocasión de un ejercicio más frecuente y fructuoso del diálogo, de una apertura de mentalidad, de una experiencia de acogida y de justa tolerancia, por otro lado, puede ser causa de confusión y relativismo, sobre todo en personas y poblaciones de una fe menos madura. A estos factores, y en relación íntima con el crecimiento del individualismo, hay que añadir el fenómeno de la concepción subjetiva de la fe. Por parte de un número creciente de cristianos se da una menor sensibilidad al conjunto global y objetivo de la doctrina de la fe en favor de una adhesión subjetiva a lo que agrada, que corresponde a la propia experiencia y que no afecta a las propias costumbres. Incluso apelar a la inviolabilidad de la conciencia individual, cosa legítima en sí misma, no deja de ser, en este contexto, peligrosamente ambiguo. De aquí se sigue también el fenómeno de los modos cada vez más parciales y condicionados de pertenecer a la Iglesia, que ejercen un influjo negativo sobre el nacimiento de nuevas vocaciones al sacerdocio, sobre la autoconciencia misma del sacerdote y su ministerio en la comunidad. Finalmente, la escasa presencia y disponibilidad de sacerdotes crea todavía hoy en muchos ambientes eclesiales graves problemas. Los fieles quedan con frecuencia abandonados durante largos períodos y sin la adecuada asistencia pastoral; esto perjudica el crecimiento de su vida cristiana en su conjunto y, más aún, su capacidad de ser ulteriormente promotores de evangelización. Los jóvenes ante la vocación y la formación sacerdotal 8. Las numerosas contradicciones y posibilidades que presentan nuestras sociedades y culturas y, al mismo tiempo, las comunidades eclesiales, son percibidas, vividas y experimentadas con una intensidad muy particular por el mundo de los jóvenes, con repercusiones inmediatas y más que nunca incisivas en su proceso educativo. En este sentido el nacimiento y desarrollo de la vocación sacerdotal en los niños, adolescentes y jóvenes encuentran continuamente obstáculos y estímulos. Los jóvenes sienten más que nunca el atractivo de la llamada «sociedad de consumo», que los hace dependientes y prisioneros de una interpretación individualista, materialista y hedonista de la existencia humana. El «bienestar» materialísticamente entendido tiende a imponerse como único ideal de vida, un bienestar que hay que lograr a cualquier condición y precio. De aquí el rechazo de todo aquello que sepa a sacrificio y renuncia al esfuerzo de buscar y vivir los valores espirituales y religiosos. La «preocupación» exclusiva por el tener suplanta la primacía del ser, con la consecuencia de interpretar y de vivir los valores personales e interpersonales no según la lógica del don y de la gratuidad, sino según la de la posesión egoísta y de la instrumentalización del otro.

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Esto se refleja, en particular, sobre la visión de la sexualidad humana, a la que se priva de su dignidad de servicio a la comunión y a la entrega entre las personas, para quedar reducida simplemente a un bien de consumo. Así, la experiencia afectiva de muchos jóvenes no conduce a un crecimiento armonioso y gozoso de la propia personalidad, que se abre al otro en el don de sí mismo, sino a una grave involución psicológica y ética, que no dejará de tener influencias graves para su porvenir. En la raíz de estas tendencias se halla, en no pocos jóvenes, una experiencia desviada de la libertad: lejos de ser obediencia a la verdad objetiva y universal, la libertad se vive como un asentimiento ciego a las fuerzas instintivas y a la voluntad de poder del individuo. Se hacen así, en cierto modo, naturales en el plano de la mentalidad y del comportamiento el resquebrajamiento de la aceptación de los principios éticos, y en el plano religioso —aunque no haya siempre un rechazo de Dios explícito— una amplia indiferencia y desde luego una vida que, incluso en sus momentos más significativos y en las opciones más decisivas, es vivida como si Dios no existiese. En este contexto se hace difícil no sólo la realización, sino la misma comprensión del sentido de una vocación al sacerdocio, que es un testimonio específico de la primacía del ser sobre el tener; es un reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de sí mismo a los demás, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio del Evangelio y del Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio. Incluso en el ámbito de la comunidad eclesial, el mundo de los jóvenes constituye, no pocas veces, un «problema». En realidad, si en los jóvenes, todavía más que en los adultos, se dan una fuerte tendencia a la concepción subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y condicionada a la vida y a la misión de la Iglesia, cuesta emprender en la comunidad eclesial, por una serie de razones, una pastoral juvenil actualizada y entusiasta. Los jóvenes corren el riesgo de ser abandonados a sí mismos, al arbitrio de su fragilidad psicológica, insatisfechos y críticos frente a un mundo de adultos que, no viviendo de forma coherente y madura la fe, no se presentan ante ellos como modelos creíbles. Se hace entonces evidente la dificultad de proponer a los jóvenes una experiencia integral y comprometida de vida cristiana y eclesial, y de educarlos para la misma. De esta manera, la perspectiva de la vocación al sacerdocio queda lejana a los intereses concretos y vivos de los jóvenes. 9. Sin embargo, no faltan situaciones y estímulos positivos, que suscitan y alimentan en el corazón de los adolescentes y jóvenes una nueva disponibilidad, así como una verdadera y propia búsqueda de valores éticos y espirituales, que por su naturaleza ofrecen terreno propicio para un camino vocacional a la entrega total de sí mismos a Cristo y a la Iglesia en el sacerdocio. Hay que decir, antes que nada, que se han atenuado algunos fenómenos que en un pasado reciente habían provocado no pocos problemas, como la contestación radical, los movimientos libertarios, las reivindicaciones utópicas, las formas indiscriminadas de socialización, la violencia.

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Hay que reconocer además que también los jóvenes de hoy, con la fuerza y la ilusión típicas de la edad, son portadores de los ideales que se abren camino en la historia: la sed de libertad; el reconocimiento del valor inconmensurable de la persona; la necesidad de autenticidad y de transparencia; un nuevo concepto y estilo de reciprocidad en las relaciones entre hombre y mujer; la búsqueda convencida y apasionada de un mundo más justo, más solidario, más unido; la apertura y el diálogo con todos; el compromiso por la paz. El desarrollo, tan rico y vivaz en tantos jóvenes de nuestro tiempo, de numerosas y variadas formas de voluntariado dirigidas a las situaciones más olvidadas y pobres de nuestra sociedad, representa hoy un recurso educativo particularmente importante, porque estimula y sostiene a los jóvenes hacia un estilo de vida más desinteresado, abierto y solidario con los necesitados. Este estilo de vida puede facilitar la comprensión, el deseo y la respuesta a una vocación de servicio estable y total a los demás, incluso en el camino de una plena consagración a Dios mediante la vida sacerdotal. La reciente caída de las ideologías, la forma tan crítica de situarse ante el mundo de los adultos, que no siempre ofrecen un testimonio de vida entregada a los valores morales y trascendentes, la misma experiencia de compañeros que buscan evasiones en la droga y en la violencia, contribuyen a hacer más aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que son verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al sufrimiento y a la muerte. En muchos jóvenes se hacen más explícitos el interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual. De ahí el deseo de experiencias "de desierto" y de oración, el retorno a una lectura más personal y habitual de la Palabra de Dios, y al estudio de la teología. Al igual que eran ya activos y protagonistas en el ámbito del voluntariado social, los jóvenes lo son también cada vez más en el ámbito de la comunidad eclesial, sobre todo con la participación en las diversas agrupaciones, desde las más tradicionales, aunque renovadas, hasta las más recientes. La experiencia de una Iglesia llamada a la «nueva evangelización» por su fidelidad al Espíritu que la anima y por las exigencias del mundo alejado de Cristo pero necesitado de Él, como también la experiencia de una Iglesia cada vez más solidaria con el hombre y con los pueblos en la defensa y en la promoción de la dignidad personal y de los derechos humanos de todos y cada uno, abren el corazón y la vida de los jóvenes a ideales muy atrayentes y que exigen un compromiso, que puede encontrar su realización concreta en el seguimiento de Cristo y en el sacerdocio. Es natural que de esta situación humana y eclesial, caracterizada por una fuerte ambivalencia, no se pueda prescindir de hecho ni en la pastoral de las vocaciones y en la labor de formación de los futuros sacerdotes ni tampoco en el ámbito de la vida y del ministerio de los sacerdotes, así como en el de su formación permanente. Por ello, si bien se pueden comprender los diversos tipos de «crisis», que padecen algunos sacerdotes de hoy en el ejercicio del ministerio, en su vida espiritual y también en la misma interpretación de la naturaleza y significado del sacerdocio ministerial, también hay que constatar, con alegría y esperanza, las nuevas posibilidades positivas que el momento histórico actual ofrece a los sacerdotes para el cumplimiento de su misión.

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El discernimiento evangélico 10. La compleja situación actual, someramente expuesta mediante alusiones y a modo de ejemplo, exige no sólo ser conocida, sino sobre todo interpretada. Únicamente así se podrá responder de forma adecuada a la pregunta fundamental: ¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?(15) Es importante el conocimiento de la situación. No basta una simple descripción de los datos; hace falta una investigación científica con la que se pueda delinear un cuadro exacto de las circunstancias socioculturales y eclesiales concretas. Pero es aún más importante la interpretación de la situación. Ello lo exige la ambivalencia y a veces el carácter contradictorio que caracterizan las situaciones, las cuales presentan a la vez dificultades y posibilidades, elementos negativos y razones de esperanza, obstáculos y aperturas, a semejanza del campo evangélico en el que han sido sembrados y «conviven» el trigo y la cizaña (cf.Mt 13, 24ss.). No siempre es fácil una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre signos de esperanza y peligros. En la formación de los sacerdotes no se trata sólo y simplemente de acoger los factores positivos y constatar abiertamente los negativos. Se trata de someter los mismos factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se aíslen el uno del otro ni estén en contraste entre sí, absolutizándose y oponiéndose recíprocamente. Lo mismo puede decirse de los factores negativos: no hay que rechazarlos en bloque y sin distinción, porque en cada uno de ellos puede esconderse algún valor, que espera ser descubierto y reconducido a su plena verdad. Para el creyente, la interpretación de la situación histórica encuentra el principio cognoscitivo y el criterio de las opciones de actuación consiguientes en una realidad nueva y original, a saber, en el discernimiento evangélico; es la interpretación que nace a la luz y bajo la fuerza del Evangelio, del Evangelio vivo y personal que es Jesucristo, y con el don del Espíritu Santo. De ese modo, el discernimiento evangélico toma de la situación histórica y de sus vicisitudes y circunstancias no un simple «dato», que hay que registrar con precisión y frente al cual se puede permanecer indiferentes o pasivos, sino un «deber», un reto a la libertad responsable, tanto de la persona individual como de la comunidad. Es un «reto» vinculado a una «llamada» que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente; pero antes aún llama a la Iglesia, para que mediante «el Evangelio de la vocación y del sacerdocio» exprese su verdad perenne en las diversas circunstancias de la vida. También deben aplicarse a la formación de los sacerdotes las palabras del Concilio Vaticano II: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza».(16)

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Este discernimiento evangélico se funda en la confianza en el amor de Jesucristo, que siempre e incansablemente cuida de su Iglesia (cf. Ef 5, 29); Él es el Señor y el Maestro, piedra angular, centro y fin de toda la historia humana.(17) Este discernimiento se alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de Jesús, el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada por nadie (cf. 1 Cor 2, 15); y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas. De este modo, la Iglesia sabe que puede afrontar las dificultades y los retos de este nuevo período de la historia sabiendo que puede asegurar, incluso para el presente y para el futuro, sacerdotes bien formados, que sean ministros convencidos y fervorosos de la «nueva evangelización», servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres. Mas no ocultemos las dificultades. No son pocas, ni leves. Pero para vencerlas están nuestra esperanza, nuestra fe en el amor indefectible de Cristo, nuestra certeza de que el ministerio sacerdotal es insustituible para la vida de la Iglesia y del mundo.

CAPÍTULO II

ME HA UNGIDO Y ME HA ENVIADO Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial

Mirada al sacerdote 11. «En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lc 4, 20). Lo que dice el evangelista san Lucas de quienes estaban presentes aquel sábado en la sinagoga de Nazaret, escuchando el comentario que Jesús haría del texto del profeta Isaías leído por él mismo, puede aplicarse a todos los cristianos, llamados a reconocer siempre en Jesús de Nazaret el cumplimiento definitivo del anuncio profético: «Comenzó, pues, a decirles: Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Y la «escritura» era ésta: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). En efecto, Jesús se presenta a sí mismo como lleno del Espíritu, «ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva»; es el Mesías, el Mesías sacerdote, profeta y rey. Es éste el rostro de Cristo en el que deben fijarse los ojos de la fe y del amor de los cristianos. Precisamente a partir de esta «contemplación» y en relación con ella los Padres sinodales han reflexionado sobre el problema de la formación de los sacerdotes en la situación actual. Este problema sólo puede encontrar respuesta partiendo de una reflexión previa sobre la meta a la que está dirigido el proceso formativo, es decir, el sacerdocio ministerial como participación en la Iglesia del sacerdocio mismo de Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado.

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El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino que es preciso seguir, y que el Sínodo ha seguido de hecho, para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal. «Esta crisis —decía en el Discurso al final del Sínodo— había nacido en los años inmediatamente siguientes al Concilio. Se fundaba en una comprensión errónea, y tal vez hasta intencionadamente tendenciosa, de la doctrina del magisterio conciliar. Y aquí está indudablemente una de las causas del gran número de pérdidas padecidas entonces por la Iglesia, pérdidas que han afectado gravemente al servicio pastoral y a las vocaciones al sacerdocio, en particular a las vocaciones misioneras. Es como si el Sínodo de 1990, redescubriendo toda la profundidad de la identidad sacerdotal, a través de tantas intervenciones que hemos escuchado en esta aula, hubiese llegado a infundir la esperanza después de esas pérdidas dolorosas. Estas intervenciones han manifestado la conciencia de la ligazón ontológica específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y buen Pastor. Esta identidad está en la raíz de la naturaleza de la formación que debe darse en vista del sacerdocio y, por tanto, a lo largo de toda la vida sacerdotal. Ésta era precisamente la finalidad del Sínodo».(18) Por esto el Sínodo ha creído necesario volver a recordar, de manera sintética y fundamental, la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial, tal y como la fe de la Iglesia las ha reconocido a través de los siglos de su historia y como el Concilio Vaticano II las ha vuelto a presentar a los hombres de nuestro tiempo.(19) En la Iglesia misterio, comunión y misión 12. «La identidad sacerdotal —han afirmado los Padres sinodales—, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad»,(20) que se revela y se autocomunica a los hombres en Cristo, constituyendo en Él y por medio del Espíritu la Iglesia como «el germen y el principio de ese reino».(21) La Exhortación Christifideles laici, sintetizando la enseñanza conciliar, presenta la Iglesia como misterio, comunión y misión: ella «es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la comunión misma de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)».(22) Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana y, por tanto, también la identidad específica del sacerdote y de su ministerio. En efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo.(23) Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional de la identidad del presbítero. Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o sea, del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don de la unidad del Espíritu Santo, el presbítero está inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo y con los otros presbíteros,(24) para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo,

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según la oración del Señor: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros... Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 11.21). Por tanto, no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano.(25) Por ello, la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la definición de la identidad del presbítero. En efecto, en cuanto misterio la Iglesia está esencialmente relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su esposa. Es el «signo» y el «memorial» vivo de su presencia permanente y de su acción entre nosotros y para nosotros. El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta «novedad» en la historia de la salvación, constituye la única fuente y el paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, en particular, del presbítero. La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales. Relación fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor 13. Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la nueva Alianza.(26) Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasión, muerte y resurrección. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como nosotros y a la vez el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre y la humanidad (cf. Heb 8-9); Aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 6; cf. Rom 8,15). Jesús lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa del Padre (cf. Heb 9, 24-26). Comparados con Jesús, Moisés y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y su pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas— son sólo como «figuras» y «sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf. Heb 10, 1). Jesús es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas una a una, que ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en «un solo rebaño y un solo pastor» (cf. Jn 10, 11-16). Es el Pastor que ha venido «no para ser servido, sino para servir» (cf. Mt 20, 24-28), el que, en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20), deja a los suyos el modelo de servicio que deberán ejercer los unos con los otros, a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado para nuestra redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5, 6.12).

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Con el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús comunica a todos sus discípulos la dignidad y la misión de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. Se cumple así la promesa que Dios hizo a Israel: «Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Y todo el pueblo de la nueva Alianza —escribe San Pedro— queda constituido como «un edificio espiritual», «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2, 5). Los bautizados son las «piedras vivas» que construyen el edificio espiritual uniéndose a Cristo «piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1 Pe 2, 4.5). El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su propia imagen auténtica, sino que también recibe de Él una participación real y ontológica en su eterno y único sacerdocio, al que debe conformarse toda su vida. 14. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza, Jesús llamó consigo, durante su misión terrena, a algunos discípulos (cf. Lc 10, 1-12) y con una autoridad y un mandato específicos llamó y constituyó a los Doce para que «estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 14-15). Por esto, ya durante su ministerio público (cf. Mt 16, 18) y de modo pleno después de su muerte y resurrección (cf. Mt 28; Jn 20, 21), Jesús confiere a Pedro y a los Doce poderes muy particulares sobre la futura comunidad y para la evangelización de todos los pueblos. Después de haberles llamado a seguirle, los tiene cerca y vive con ellos, impartiendo con el ejemplo y con la palabra su enseñanza de salvación, y finalmente los envía a todos los hombres. Y para el cumplimiento de esta misión Jesús confiere a los apóstoles, en virtud de una especial efusión pascual del Espíritu Santo, la misma autoridad mesiánica que le viene del Padre y que le ha sido conferida en plenitud con la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20). Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión: «quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,40); «quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16). Es más, el cuarto evangelio, a la luz del acontecimiento pascual de la muerte y resurrección, afirma con gran fuerza y claridad: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 13, 20; 17, 18). Igual que Jesús tiene una misión que recibe directamente de Dios y que concretiza la autoridad misma de Dios (cf. Mt 7, 29; 21, 23; Mc 1, 27; 11, 28; Lc 20, 2; 24, 19), así los apóstoles tienen una misión que reciben de Jesús. Y de la misma manera que «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30) —de suerte que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo ha enviado (cf. Jn 7, 16)— Jesús dice a los apóstoles: «separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5): su misión no es propia, sino que es la misma misión de Jesús. Y esto es posible no por las fuerzas humanas, sino sólo con el «don» de Cristo y de su Espíritu, con el «sacramento»: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Y así los apóstoles, no por algún mérito particular, sino por la participación gratuita en la gracia de Cristo, prolongan en la historia,

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hasta el final de los tiempos, la misma misión de salvación de Jesús en favor de los hombres. Signo y presupuesto de la autenticidad y fecundidad de esta misión es la unidad de los apóstoles con Jesús y, en Él, entre sí y con el Padre, como dice la oración sacerdotal del Señor, síntesis de su misión (cf. Jn 17, 20-23). 15. A su vez, los apóstoles instituidos por el Señor llevarán a cabo su misión llamando, de diversas formas pero todas convergentes, a otros hombres, como Obispos, presbíteros y diáconos, para cumplir el mandato de Jesús resucitado, que los ha enviado a todos los hombres de todos los tiempos. El Nuevo Testamento es unánime al subrayar que es el mismo Espíritu de Cristo el que introduce en el ministerio a estos hombres, escogidos de entre los hermanos. Mediante el gesto de la imposición de manos (Hch 6, 6; 1 Tim 4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6), que transmite el don del Espíritu, ellos son llamados y capacitados para continuar el mismo ministerio apostólico de reconciliar, apacentar el rebaño de Dios y enseñar (cf. Hch 20, 28; 1 Pe 5, 2). Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado. Como escribe de manera clara y precisa la primera carta de san Pedro: «A los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, como copresbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado guiar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5, 1-4). Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre.(27) Éste es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores auto rizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados. La verdad del presbítero, tal como emerge de la Palabra de Dios, o sea, Jesucristo mismo y su plan constitutivo de la Iglesia, es cantada con agradecimiento gozoso por la Liturgia en el Prefacio de la Misa Crismal: «Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar

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en la Iglesia su único sacerdocio. Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos al banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu amor, se alimenta de tu palabra y se fortalece con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por Ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor». Al servicio de la Iglesia y del mundo 16. El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, Cabeza y Pastor. Así participa, de manera específica y auténtica, de la «unción» y de la «misión» de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de «relaciones» simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la «representación sacramental» de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia. En este sentido los Padres sinodales han dicho: «El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios; está ordenado no sólo para la Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal (cf. Presbyterorum Ordinis, 10), en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero, como los apóstoles, hace de embajador de Cristo (cf. 2 Cor 5, 20). En esto se funda el carácter misionero de todo sacerdote.(28) Por tanto, el ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene en los Obispos, y en relación y comunión con ellos también en los presbíteros, una referencia particular al ministerio originario de los apóstoles, al cual sucede realmente, aunque el mismo tenga unas modalidades diversas. De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado como si fuese anterior a la Iglesia, porque está totalmente al servicio de la misma; pero tampoco como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio. La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en Él con su Iglesia, —en virtud de la unción sacramental— se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, «el sacerdote ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comunión y misión. Por el hecho de participar en la "unción" y en la "misión" de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la

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presencia de Cristo resucitado. Es servidor de la Iglesia comunión porque —unido al Obispo y en estrecha relación con el presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios. Por último, es servidor de la Iglesia misión porque hace a la comunidad anunciadora y testigo del Evangelio».(29) De este modo, por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y gratuidad de la gracia que Cristo resucitado ha dado a su Iglesia. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de Cristo, Cabeza y Pastor, han sido puestos —con su ministerio— al frente de la Iglesia, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, que también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación, Él, que es «el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23). 17. El ministerio ordenado, por su propia naturaleza, puede ser desempeñado sólo en la medida en que el presbítero esté unido con Cristo mediante la inserción sacramental en el orden presbiteral, y por tanto en la medida que esté en comunión jerárquica con el propio Obispo. El ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria» y puede ser ejercido sólo como «una tarea colectiva».(30) Sobre este carácter de comunión del sacerdocio ha hablado largamente el Concilio,(31) examinando claramente la relación del presbítero con el propio Obispo, con los demás presbíteros y con los fieles laicos. El ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión y colaboración responsable y necesaria con el ministerio del Obispo, en su solicitud por la Iglesia universal y por cada una de las Iglesias particulares, al servicio de las cuales constituyen con el Obispo un único presbiterio. Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, está unido a los demás miembros de este presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con vínculos particulares de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad. En efecto, todos los presbíteros, sean diocesanos o religiosos, participan en el único sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor, «trabajan por la misma causa, esto es, para la edificación del cuerpo de Cristo, que exige funciones diversas y nuevas adaptaciones, principalmente en estos tiempos»,(32) y se enriquece a través de los siglos con carismas siempre nuevos. Finalmente, los presbíteros se encuentran en relación positiva y animadora con los laicos, ya que su figura y su misión en la Iglesia no sustituye sino que más bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial. Están al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en el ámbito de la misión de la Iglesia.(33) El sacerdocio ministerial, conferido por el sacramento del Orden, y el sacerdocio común o «real» de los fieles, aunque diferentes esencialmente entre sí y no sólo en grado,(34) están recíprocamente coordinados, derivando ambos —de manera diversa— del único sacerdocio

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de Cristo. En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido.(35) 18. Como subraya el Concilio, «el don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles».(36) Por la naturaleza misma de su ministerio, deben por tanto estar llenos y animados de un profundo espíritu misionero y «de un espíritu genuinamente católico que les habitúe a trascender los límites de la propia diócesis, nación o rito y proyectarse en una generosa ayuda a las necesidades de toda la Iglesia y con ánimo dispuesto a predicar el Evangelio en todas partes».(37) Además, precisamente porque dentro de la Iglesia es el hombre de la comunión, el presbítero debe ser, en su relación con todos los hombres, el hombre de la misión y del diálogo. Enraizado profundamente en la verdad y en la caridad de Cristo, y animado por el deseo y el mandato de anunciar a todos su salvación, está llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz. En primer lugar con los hermanos de las otras Iglesias y confesiones cristianas; pero también con los fieles de las otras religiones; con los hombres de buena voluntad, de manera especial con los pobres y los más débiles, y con todos aquellos que buscan, aun sin saberlo ni decirlo, la verdad y la salvación de Cristo, según las palabras de Jesús, que dijo: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17). Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado por la profunda comunión con el Papa, con los Obispos y entre sí, y por una colaboración fecunda con los fieles laicos, en el respeto y la promoción de los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad eclesial.(38) «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Escuchemos una vez más estas palabras de Jesús, a la luz del sacerdocio ministerial que hemos presentado en su naturaleza y en su misión. El «hoy» del que habla Jesús indica el tiempo de la Iglesia, precisamente porque pertenece a la «plenitud del tiempo», o sea, el tiempo de la salvación plena y definitiva. La consagración y la misión de Cristo: «El Espíritu del Señor... me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18), son la raíz viva de la que brotan la consagración y la misión de la Iglesia «plenitud» de Cristo (cf. Ef 1, 23). Con la regeneración bautismal desciende sobre todos los creyentes el Espíritu del Señor, que los consagra para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo y los envía a dar a conocer los prodigios de Aquel que, desde las tinieblas, los ha llamado a su luz admirable (cf. 1 Pe 2, 4-10). El presbítero participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual está

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configurado en su ser con Cristo, Cabeza y Pastor, y comparte la misión de «anunciar a los pobres la Buena Noticia», en el nombre y en la persona del mismo Cristo. En su Mensaje final los Padres sinodales han resumido, en pocas pero muy ricas palabras, la «verdad», más aún el «misterio» y el «don» del sacerdocio ministerial, diciendo: «Nuestra identidad tiene su fuente última en la caridad del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la acción del Espíritu Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como Sumo Sacerdote y buen Pastor. La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida».(39)

CAPÍTULO III

EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ La vida espiritual del sacerdote

Una vocación específica a la santidad 19. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva ... (Lc 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. Así el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación. Este mismo «Espíritu del Señor» está «sobre» todo el Pueblo de Dios, constituido como pueblo «consagrado» a Él y «enviado» por Él para anunciar el Evangelio que salva. Los miembros del Pueblo de Dios son «embebidos» y «marcados» por el Espíritu (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21ss; Ef 1, 13; 4, 30), y llamados a la santidad. En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocación a ser «santos e inmaculados en su presencia, en el amor», en virtud de la predestinación «para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5) . Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente de su realización: él, el Espíritu del Hijo (cf.Gál 4, 6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos. «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25). Con estas palabras el apóstol Pablo nos recuerda que la existencia cristiana es «vida espiritual», o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. La afirmación del Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»,(40) encuentra una particular aplicación referida a los presbíteros. Éstos son llamados no sólo en cuanto

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bautizados, sino también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden. 20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la «vida espiritual» de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse «santos». «Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del bautismo —al igual que todos los fieles de Cristo— recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la palabra del Señor: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo, es también enriquecido de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pontífice "santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26)».(41) El Concilio afirma, ante todo, la «común» vocación a la santidad. Esta vocación se fundamenta en el Bautismo, que caracteriza al presbítero como un «fiel» (Christifidelis), como un «hermano entre hermanos», inserto y unido al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvación (cf. Ef 4, 4-6) y el esfuerzo común de caminar «según el Espíritu», siguiendo al único Maestro y Señor. Recordemos la célebre frase de San Agustín: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es un nombre de oficio recibido, éste es un nombre de gracia; aquél es un nombre de peligro, éste de salvación».(42) Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación «específica» a la santidad, y más precisamente de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la ordenación. A esta vocación específica alude también San Agustín, que, a la afirmación «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano», añade esta otra: «Siendo, pues, para mí causa del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que el haber sido puesto a la cabeza, siguiendo el mandato del Señor, me dedicaré con el mayor empeño a serviros, para no ser ingrato a quien me ha rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro consiervo».(43) El texto del Concilio va más allá, señalando algunos elementos necesarios para definir el contenido de la «especificidad» de la vida espiritual de los presbíteros. Son éstos elementos que se refieren a la «consagración» propia de los presbíteros, que los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura

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en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico».(44) La configuración con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la caridad pastoral 21. Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una «potestad espiritual», que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia.(45) Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral. Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es «Cabeza» en el sentido nuevo y original de ser «Siervo», según sus mismas palabras: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). El servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y el amor: «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz ...» (Flp 2, 78). La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor, Sacerdote y Víctima a la vez. Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia.(46) San Agustín exhortaba de esta forma a un obispo en el día de su ordenación: «El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta de que es servidor de muchos. Y no se desdeñe de serlo, repito, no se desdeñe de ser el servidor de muchos, porque el Señor de los señores no se desdeñó de hacerse nuestro siervo».(47) La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de «tiranizar» la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los «ancianos» de la comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser «modelo» de la grey del Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral. 22. La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos y más sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Verificándose el anuncio profético del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jesús se presenta a sí mismo como «el buen Pastor» (Jn 10, 11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres

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(cf. Jn 10, 16). Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su «caridad pastoral». Él siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal 22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrección, como canta la liturgia romana de la Iglesia: «Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya».(48) Pedro llama a Jesús el «supremo Pastor» (1 Pe 5, 4), porque su obra y misión continúan en la Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn 21, 15-17) y sus sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a través de los presbíteros. En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, buen Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral. La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados. Jesús es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvación a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). Él, que es «Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23), «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela a sí mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que está presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la cruz; por esto Cristo está «al frente» de la Iglesia, «la alimenta y la cuida» (Ef 5, 29) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia.(49) Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados por el Espíritu, pero en virtud de su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, se encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad. «En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia».(50) Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de «celo» divino (cf.2 Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los «dolores de parto» hasta que «Cristo no sea formado» en los fieles (cf. Gál 4, 19). 23. El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero. El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es

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sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente para nosotros...».(51) El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria la Iglesia. Así lo ha hecho Cristo «que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25); así debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como «amoris officium»,(52) «el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un esposo hacia su esposa».(53) El don de sí no tiene límites, ya que está marcado por la misma fuerza apostólica y misionera de Cristo, el buen Pastor, que ha dicho: «también tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16). Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote le pide y exige de manera particular y específica una relación personal con el presbiterio, unido en y con el Obispo, come dice expresamente el Concilio: «La caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre los presbíteros en vínculo de comunión con los Obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio».(54) El don de sí mismo a la Iglesia se refiere a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la caridad del sacerdote se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo, Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo. Ésta ha sido la conciencia clara y profunda del apóstol Pablo, que escribe a los cristianos de la Iglesia de Corinto: somos «siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4, 5). Ésta es, sobre todo, la enseñanza explícita y programática de Jesús, cuando confía a Pedro el ministerio de apacentar la grey sólo después de su triple confesión de amor e incluso de un amor de predilección: «Le dice por tercera vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?"... Pedro... le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas"» (Jn 21, 17). La caridad pastoral, que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, encuentra su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía: «Esta caridad pastoral —dice el Concilio— fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial».(55) En efecto, en la Eucaristía es donde se representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio de la cruz, el don total de Cristo a su Iglesia, el don de su cuerpo entregado y de su sangre derramada, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera «sacrificial» toda su existencia.

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Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de vida —nos recuerda el Concilio— pueden construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra ... Así, desempeñando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción».(56) La vida espiritual en el ejercicio del ministerio 24. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio (cf. Lc 4, 18). La misión no es un elemento extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador. Así fue en Jesús. Así fue en los apóstoles y en sus sucesores. Así es en toda la Iglesia y en sus presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y llamada a la santificación en el cumplimiento de la misión y a través de ella.(57) Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio,(58) descrita así por el Concilio: «Al ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor 3, 8-9), (los presbíteros) si son dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y guía, se afirman en la vida del espíritu. Ya que por las mismas acciones sagradas de cada día, como por todo su ministerio, que ejercen unidos con el Obispo y los presbíteros, ellos mismos se ordenan a la perfección de vida. Por otra parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio».(59) «Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Ésta es la invitación, la exhortación que la Iglesia hace al presbítero en el rito de la ordenación, cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico. El «misterio», cuyo «dispensador» es el presbítero (cf. 1 Cor 4,1), es, en definitiva, Jesucristo mismo, que en el Espíritu Santo es fuente de santidad y llamada a la santificación. El «misterio» requiere ser vivido por el presbítero. Por esto exige gran vigilancia y viva conciencia. Y así, el rito de la ordenación antepone a esas palabras la recomendación: «Considera lo que realizas». Ya exhortaba Pablo al obispo Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti» (1 Tim 4, 14; cf. 2 Tim 1, 6). La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio sacerdotal puede encontrar su explicación también a partir de la caridad pastoral otorgada por el sacramento del Orden.

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El ministerio del sacerdote, precisamente porque es una participación del ministerio salvífico de Jesucristo, Cabeza y Pastor, expresa y revive su caridad pastoral, que es a la vez fuente y espíritu de su servicio y del don de sí mismo. En su realidad objetiva el ministerio sacerdotal es «amoris officium», según la ya citada expresión de San Agustín. Precisamente esta realidad objetiva es el fundamento y la llamada para un ethos correspondiente, que es el vivir el amor, como dice el mismo San Agustín: «Sit amoris officium pascere dominicum gregem».(60) Este ethos, y también la vida espiritual, es la acogida de la «verdad» del ministerio sacerdotal como «amoris officium» en la conciencia y en la libertad, y por tanto en la mente y el corazón, en las decisiones y las acciones. 25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a través del ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la configuración con Él, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Esa conciencia no sólo corresponde a la verdadera naturaleza de la misión que el sacerdote desarrolla en favor de la Iglesia y de la humanidad, sino que influye también en la vida espiritual del sacerdote que cumple esa misión. En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una «cosa», sino como una «persona» No es un instrumento inerte y pasivo, sino un «instrumento vivo», como dice el Concilio, precisamente al hablar de la obligación de tender a la perfección.(61) Y el mismo Concilio habla de los sacerdotes como «compañeros y colaboradores» del Dios «santo y santificador».(62) En este sentido, en el ejercicio del ministerio está profundamente comprometida la persona consciente, libre y responsable del sacerdote. Su relación con Jesucristo, asegurada por la consagración y configuración del sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior relación que procede de la intención, es decir, de la voluntad consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la Iglesia. Semejante relación tiende, por su propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie de «disposiciones» morales y espirituales correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza. No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente la celebración de los Sacramentos, recibe su eficacia salvífica de la acción misma de Jesucristo, hecha presente en los Sacramentos. Pero por un designio divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvación, haciendo del hombre un «salvado» a la vez que un «salvador» —siempre y sólo con Jesucristo—, la eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada también por la mayor o menor acogida y participación humana.(63) En particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: «La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2, 20)».(64)

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La conciencia de ser ministro de Jesucristo, Cabeza y Pastor, lleva consigo también la conciencia agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Señor como «instrumento vivo» de la obra de salvación. Esta elección demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, más que cualquier otro amor, exige correspondencia. Después de su resurrección Jesús hace a Pedro una pregunta fundamental sobre el amor: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?». Y a la respuesta de Pedro sigue la entrega de la misión: «Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15). Jesús pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y precedente de Jesús mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega de «sus» ovejas. Y así, todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios en Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo determina el crecimiento del amor a la Iglesia: «Somos vuestros pastores (pascimus vobis), con vosotros somos apacentados (pascimur vobiscum). El Señor nos dé la fuerza de amaros hasta el punto de poder morir real o afectivamente por vosotros (aut effectu aut affectu)».(65) 26. Gracias a la preciosa enseñanza del Concilio Vaticano II,(66) podemos recordar las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima relación que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad. El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: «la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), de modo que sus palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio. Solamente «permaneciendo» en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre, superando todo condicionamiento contrario o extraño al Evangelio (cf. Jn 8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer «creyente» de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son «suyas», sino de Aquel que lo ha enviado. Él no es el dueño de esta Palabra: es su servidor. Él no es el único poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado.(67) Él anuncia la Palabra en su calidad de ministro, partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en sí mismo y ofrecer a los fieles la garantía de que transmite el Evangelio en su integridad, el sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico.(68)

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Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote está llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de santidad y llamada a la santificación. También para el sacerdote el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucaristía, porque en ella «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que mediante su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo».(69) De los diversos Sacramentos y, en particular, de la gracia específica y propia de cada uno de ellos, la vida espiritual del presbítero recibe unas connotaciones particulares. En efecto, se estructura y es plasmada por las múltiples características y exigencias de los diversos Sacramentos celebrados y vividos. Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor».(70) Por último, el sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando la comunidad eclesial, o sea, reuniendo «la familia de Dios, como una fraternidad animada en la unidad» y conduciéndola «al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo».(71) Este «munus regendi» es una misión muy delicada y compleja, que incluye, además de la atención a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre en unión con los Obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que preside y «guía» una comunidad; del «anciano» en el sentido más noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8).

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Existencia sacerdotal y radicalismo evangélico 27. «El Espíritu del Señor sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu Santo recibido en el sacramento del Orden es fuente de santidad y llamada a la santificación, no sólo porque configura al sacerdote con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y le confía la misión profética, sacerdotal y real para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino también porque anima y vivifica su existencia de cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad pastoral. Esta caridad es síntesis unificante de los valores y de las virtudes evangélicas y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la perfección cristiana.(72) Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con él, realizada por el Espíritu (cf. Mt 8, 18ss; 10, 37ss; Mc 8, 34-38; 10, 17-21; Lc 9, 57ss). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo porque están «en» la Iglesia, sino también porque están «al frente» de ella, al estar configurados con Cristo, Cabeza y Pastor, capacitados y comprometidos para el ministerio ordenado, vivificados por la caridad pastoral. Ahora bien, dentro del radicalismo evangélico y como manifestación del mismo se encuentra un rico florecimiento de múltiples virtudes y exigencias éticas, que son decisivas para la vida pastoral y espiritual del sacerdote, como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el misterio de Dios, la misericordia, la prudencia. Expresión privilegiada del radicalismo son los varios consejos evangélicos que Jesús propone en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7), y entre ellos los consejos, íntimamente relacionados entre sí, de obediencia, castidad y pobreza:(73) el sacerdote está llamado a vivirlos según el estilo, es más, según las finalidades y el significado original que nacen de la identidad propia del presbítero y la expresan. 28. «Entre las virtudes más necesarias en el ministerio de los presbíteros, recordemos la disposición de ánimo para estar siempre prontos para buscar no la propia voluntad, sino el cumplimiento de la voluntad de aquel que los ha enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38)».(74) Se trata de la obediencia, que, en el caso de la vida espiritual del sacerdote, presenta algunas características peculiares. Es, ante todo, una obediencia «apostólica», en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en su estructura jerárquica. En verdad no se da ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano, hacia los que debe observarse la «obediencia y respeto» filial, prometidos en el rito de la ordenación. Esta sumisión a cuantos están revestidos de la autoridad eclesial no tiene nada de humillante, sino que nace de la libertad responsable del presbítero, que acoge no sólo las exigencias de una vida eclesial orgánica y organizada, sino también aquella gracia de discernimiento y de responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jesús ha garantizado a sus apóstoles y a sus sucesores, para que sea guardado fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto de la comunidad cristiana sea servida en su camino unitario hacia la salvación. La obediencia cristiana, auténtica, motivada y vivida rectamente sin servilismos, ayuda al presbítero a ejercer con transparencia evangélica la autoridad que le ha sido confiada en

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relación con el Pueblo de Dios: sin autoritarismos y sin decisiones demagógicas. Sólo el que sabe obedecer en Cristo, sabe cómo pedir, según el Evangelio, la obediencia de los demás. La obediencia del presbítero presenta además una exigencia comunitaria; en efecto, no se trata de la obediencia de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad, sino que el presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en estrecha colaboración con el Obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro.(75) Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista, como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, más allá de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único presbiterio y que siempre dentro de él y con él aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables. Por último, la obediencia sacerdotal tiene un especial «carácter de pastoralidad». Es decir, se vive en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la vida del presbítero está ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de modo más o menos consciente está presente en el Pueblo de Dios que le ha sido confiado. 29. Entre los consejos evangélicos —dice el Concilio—, «destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que se consagren sólo a Dios con un corazón que en la virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo».(76) En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de donación interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el «significado esponsalicio» del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comunión y la donación perfectas y definitivas del más allá: «En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna».(77) A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo —a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos—, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y perpetuo.

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Los Padres sinodales han expresado con claridad y fuerza su pensamiento con una Proposición importante, que merece ser transcrita íntegra y literalmente: «Quedando en pie la disciplina de las Iglesias Orientales, el Sínodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye un don inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor profético para el mundo actual. Este Sínodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la vocación a la castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepción en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como enriquecimiento positivo del sacerdocio».(78) Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor. Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientación positiva, específica y característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios. Por tanto, el celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisión, que debe ser continuamente renovada, como don inestimable de Dios, como «estímulo de la caridad pastoral»,(79) como participación singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del Reino escatológico. Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y espirituales del celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oración humilde y confiada, como nos recuerda el Concilio: «Cuanto más imposible se considera por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo de hoy, tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden, empleando, al mismo tiempo, todos los medios sobrenaturales y naturales, que están al alcance de todos».(80) Será la oración, unida a los Sacramentos de la Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza en las dificultades, perdón en las faltas, confianza y ánimo en el volver a comenzar.

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30. De la pobreza evangélica los Padres sinodales han dado una descripción muy concisa y profunda, presentándola como «sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su Reino».(81) En realidad, sólo el que contempla y vive el misterio de Dios como único y sumo Bien, como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es ciertamente desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus designios. La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración sacramental con Cristo, Cabeza y Pastor, tiene características «pastorales» bien precisas, en las que se han fijado los Padres sinodales, recordando y desarrollando las enseñanzas conciliares.(82) Afirman, entre otras cosas: «Los sacerdotes, siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor (cf. 2 Cor 8, 9), deben considerar a los pobres y a los más débiles como confiados a ellos de un modo especial y deben ser capaces de testimoniar la pobreza con una vida sencilla y austera, habituados ya a renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius, 9; C.I.C., can. 282)».(83) Es verdad que «el obrero merece su salario» (Lc 10, 7) y que «el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio» (1 Cor 9, 14); pero también es verdad que este derecho del apóstol no puede absolutamente confundirse con una especie de pretensión de someter el servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas e intereses que del mismo puedan derivarse. Sólo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí donde su trabajo sea más útil y urgente, aunque comporte sacrificio personal. Ésta es una condición y una premisa indispensable a la docilidad que el apóstol ha de tener al Espíritu, el cual lo impulsa para «ir», sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad del Maestro (cf. Lc 9, 57-62; Mc 10, 17-22). Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote debe ofrecer también el testimonio de una total «transparencia» en la administración de los bienes de la misma comunidad, que no tratará jamás como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Además, la conciencia de pertenecer al único presbiterio lo llevará a comprometerse para favorecer una distribución más justa de los bienes entre los hermanos, así como un cierto uso en común de los bienes (cf. Hch 2, 42-47). La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción preferencial por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal (cf. Lc 4, 18). No hay que olvidar el significado profético de la pobreza sacerdotal, particularmente urgente en las sociedades opulentas y de consumo, pues «el sacerdote verdaderamente pobre es ciertamente un signo concreto de la separación, de la renuncia y de la no sumisión

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a la tiranía del mundo contemporáneo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material».(84) Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote está llamado a vivir como expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San Pablo a los Filipenses, el sacerdote debe tener «los mismos sentimientos» de Jesús, despojándose de su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp 2, 5). Pertenencia y dedicación a la Iglesia particular 31. Como toda vida espiritual auténticamente cristiana, también la del sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensión eclesial: es participación en la santidad de la misma Iglesia, que en el Credo profesamos como «Comunión de los Santos». La santidad del cristiano deriva de la de la Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta dimensión eclesial reviste modalidades, finalidades y significados particulares en la vida espiritual del presbítero, en razón de su relación especial con la Iglesia, basándose siempre en su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral. En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente por razones organizativas y disciplinares; al contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida espiritual. En este sentido la «incardinación» no se agota en un vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero. Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su «estar en una Iglesia particular» constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su vida espiritual. En el caminar hacia la perfección pueden ayudar también otras inspiraciones o referencias a otras tradiciones de vida espiritual, capaces de enriquecer la vida sacerdotal de cada uno y de animar el presbiterio con ricos dones espirituales. Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales —antiguas y nuevas—, que acogen en su seno también a sacerdotes: desde las sociedades de vida apostólica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias formas de comunión y participación espiritual a los movimientos eclesiales. Los sacerdotes que pertenecen a Órdenes y a Congregaciones religiosas son una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que contribuyen con carismas específicos y

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ministerios especializados; con su presencia estimulan la Iglesia particular a vivir más intensamente su apertura universal.(85) La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicación, hasta el don de la propia vida, para la edificación de la Iglesia —«in persona Christi», Cabeza y Pastor—, al servicio de toda la comunidad cristiana, en cordial y filial relación con el Obispo, han de ser favorecidas por todo carisma que forme parte de una existencia sacerdotal o esté cercano a la misma.(86) Para que la abundancia de los dones del Espíritu Santo sea acogida con gozo y dé frutos para gloria de Dios y bien de la Iglesia entera, se exige por parte de todos, en primer lugar, el conocimiento y discernimiento de los carismas propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos acompañado siempre por la humildad cristiana, la valentía de la autocrítica y la intención —por encima de cualquier otra preocupación—, de ayudar a la edificación de toda la comunidad, a cuyo servicio está puesto todo carisma particular. Se pide, además, a todos un sincero esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y de valoración coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote. 32. La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la actividad y la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular(87) y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueder reducirse a estrechos límites. El Concilio enseña sobre esto: «El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles».(88) Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe estar profundamente marcada por el anhelo y el dinamismo misionero. Corresponde a ellos, en el ejercicio del ministerio y en el testimonio de su vida, plasmar la comunidad que se les ha confiado para que sea una comunidad auténticamente misionera. Como he señalado en la encíclica Redemptoris missio, «todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad de misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo, atentos a los más lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad entera».(89) Si este espíritu misionero anima generosamente la vida de los sacerdotes, será fácil la respuesta a una necesidad cada día más grave en la Iglesia, que nace de una desigual distribución del clero. En este sentido ya el Concilio se mostró preciso y enérgico: «Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto, los presbíteros de aquellas diócesis que son más ricas en abundancia de vocaciones, muéstrense de buen grado dispuestos, con permiso o por exhortación de su propio Obispo, a ejercer su ministerio en regiones, misiones u obras que padecen escasez de clero».(90)

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«Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad» 33. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva...» (Lc 4, 18). Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón de sacerdotes las palabras que pronunció en la sinagoga de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden. Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el «corazón nuevo», lo anima y lo guía con la «ley nueva» de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual. Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso grupo de ellos, «La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad... »¿Cómo no reflexionar... sobre la función esencial que el Espíritu Santo ejerce en la específica llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la Ordenación sacerdotal, que se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida". »Mediante la Ordenación, amadísimos hermanos, habéis recibido el mismo Espíritu de Cristo, que os hace semejantes a Él, para que podáis actuar en su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta íntima comunión con el Espíritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de la acción sacramental que realizáis "in persona Christi", debe expresarse también en el fervor de la oración, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido incansablemente a la salvación de los hermanos. Requiere, en una palabra, vuestra santificación personal.»(91)

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CAPÍTULO IV

VENID Y LO VERÉIS La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia

Buscar, seguir, permanecer 34. «Venid y lo veréis» (Jn 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas palabras encontramos el significado de la vocación. Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: "¡Éste es el cordero de Dios!" Los dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Ellos contestaron: "Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?" Él les respondió: "Venid y lo veréis". Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir Cristo)". Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)"» (Jn 1, 35-42). Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se describe el «misterio» de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt 19, 21). Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con Él. La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia»,(92) la pastoral vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la pastoral general de cada Iglesia particular,(93) de una atención que debe integrarse e identificarse plenamente con la lla mada "cura de almas"

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ordinaria,(94) de una dimensión connatural y esencial de la pastoral eclesial, o sea, de su vida y de su misión.(95) La dimensión vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar. En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica».(96) Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como mysterium vocationis. La Iglesia y el don de la vocación 35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita y precedente de parte del Padre, «que desde lo alto del cielo nos ha bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5). Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente».(97) La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»,(98) lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni enviado por nadie (cf.Rom 11, 33-35), llama a todos para santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo. La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo» e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad. Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación, no sólo se reconoce y se cumple «en»

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la Iglesia, sino que —en el servicio fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el mundo.(99) Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico en la vocación sacerdotal. Ésta es una llamada, a través del sacramento del Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la autoridad para actuar en su nombre «et in persona» de quien es Cabeza y Pastor de la Iglesia. En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales: «La vocación de cada uno de los presbíteros existe en la Iglesia y para la Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad que a ella compete».(100) El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre 36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a él» (3, 13). Por un lado está la decisión absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el «seguir» a Jesús. Éste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de toda persona. Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones"» (Jr 1, 4-5). Y es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4. 5). La primacía absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige respeto absoluto, y en modo

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alguno puede ser forzada por presiones humanas, ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal».(101) De este modo, queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Dios que llama. «Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «'Venid conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron las redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago y Juan (cf. Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él. En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el joven rico contesta con el rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta. No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio».(102) La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un cuerpo ... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Heb 10, 5.7). En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios.(103)

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37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles, cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión. Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente adaptarse y resignarse con total pasividad. Pero no es éste el rostro de Dios, que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre que, con amor eterno y precedente, llama al hombre y lo sitúa en un maravilloso y permanente diálogo con Él, invitándolo a compartir su misma vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma que la vocación no puede ser ni percibida ni vivida en su valor auténtico; puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable. También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia con aparentes argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo, psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre. En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil, que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el sacerdocio común de los fieles.(104) El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la mentalidad y praxis de los cristianos.(105)

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De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la «mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros— así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal, pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega total y con gozo profundo. Contenidos y medios de la pastoral vocacional 38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la relación que Dios establece con el hombre, como ser único e irrepetible, un misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo profundo de la conciencia, esto es, en aquel «sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia intimidad».(106) Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en concreto, eclesial de la vocación: la Iglesia está realmente presente y operante en la vocación de cada sacerdote. En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento, discernimiento y acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar un modelo en Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano lo que le había sucedido: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)» (Jn 1, 41). Y la narración de este «descubrimiento» abre el camino al encuentro: «Y lo llevó a Jesús» (Jn 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa absolutamente libre ni sobre la decisión soberana de Jesús: es Jesús el que llama a Simón y le da un nuevo nombre: «Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro)"» (Jn 1, 42). Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha favorecido el encuentro del hermano con Jesús. «Y lo llevó a Jesús». Éste es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones, sirviéndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia, como pueblo sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educación en la fe, con la guía y el testimonio de la caridad. En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra en la oración y en la celebración de la liturgia los momentos esenciales y primarios de la pastoral vocacional. En efecto, la oración cristiana, alimentándose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que cada uno pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida, personal e irrepetible, que el Padre le confía. Por eso es necesario educar, especialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud y generosidad.

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La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de Jesús, que nos pide que «roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las vocaciones —mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión— reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica incesante y confiada. Ahora bien, esta oración, centro de toda la pastoral vocacional, debe comprometer no sólo a cada persona sino también a todas las comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de las iniciativas de oración y de los momentos especiales reservados a ésta —comenzando por la Jornada Mundial anual por las Vocaciones— así como el compromiso explícito de personas y grupos particularmente sensibles al problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera suplicante de nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. Así se podrá revivir la experiencia de los apóstoles, que en el Cenáculo, unidos con María, esperan en oración la venida del Espíritu (cf. Hch 1, 14), que no dejará de suscitar también hoy en el Pueblo de Dios «dignos ministros del altar, testigos valientes y humildes del Evangelio».(107) También la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia(108) y, en particular, de toda oración cristiana, tiene un papel indispensable así como una incidencia privilegiada en la pastoral de las vocaciones. En efecto, la liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebración litúrgica, y sobre todo la eucarística, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en comunicación con el misterio de la Pascua, o sea, con la «hora» por la que Jesús vino al mundo y hacia la que se encaminó libre y voluntariamente en obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn 13, 1); nos manifiesta el rostro de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la variedad y complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio redentor de Cristo, que la Iglesia celebra sacramentalmente, da un valor particularmente precioso al sufrimiento vivido en unión con el Señor Jesús. Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que «a través de la oblación de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el cristiano enfermo se ofrece a sí mismo como víctima a Dios, a imagen de Cristo, que se inmoló a sí mismo por todos nosotros (cf. Jn 17, 19)», y que «el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intención es de gran provecho para la promoción de las vocaciones».(109) 39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la vocación: lo que podríamos llamar «el Evangelio de la vocación». También en este campo descubre la urgencia de las palabras del apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar siempre su intrínseca dimensión vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal. Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una predicación directa sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el valor del sacerdocio

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ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo de Dios. (110) Una catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la Iglesia, además de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica. Por lo demás, la historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas. 40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la «ley del Espíritu que da la vida» (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant 1, 25). Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad. En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños, adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde también a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el Espíritu, que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible, y para escuchar las palabras que el Espíritu de Dios le dirige. En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones, este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda psicológica.(111) Invítese a los niños, los adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don de la dirección espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los llamados. Finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del Espíritu, a la «plena madurez de Cristo» (Ef 4, 13). Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su

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caridad, se hace de toda la vida propia un servicio de amor (cf. Jn 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual agradable a Dios (cf. Rom 12, 1) y entregándose a los hermanos. El servicio de amor es el sentido fundamental de toda vocación, que encuentra una realización específica en la vocación del sacerdote. En efecto, él es llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral de Jesús, o sea, el amor del buen Pastor, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicionada de sí mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la experiencia del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos jóvenes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente, capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en la vida consagrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo practica, le hará más sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podría aceptar la invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc 10, 21); y la podría aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y «perder» su vida. Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales 41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios. Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana».(112) Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad. La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo,(113) que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral

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ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales.(114) El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación».(115) «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios».(116) La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional.(117) Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia, maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente "como iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen "como un primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia».(118) En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal».(119) También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal. En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

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También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad.(120) Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional. Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal —empezando por la parroquia-g— para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusiva a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular), pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia»,(121) debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

CAPÍTULO V

INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL

Formación de los candidatos al sacerdocio Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de Cristo 42. «Subió al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15). «Que estuvieran con él». No es difícil entender el significado de estas palabras, esto es, «el acompañamiento vocacional» de los apóstoles por parte de Jesús. Después de haberlos llamado y antes de enviarlos, es más, para poder mandarlos a predicar, Jesús les pide un «tiempo» de formación, destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él. Dedica a ellos una catequesis más intensa que al resto de la gente (cf. Mt 13, 11) y quiere que sean testigos de su oración silenciosa al Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45). En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los tiempos se inspira en el ejemplo de Cristo. Han sido —y en parte lo son todavía— muy diversas las formas concretas con las que la Iglesia se ha dedicado a la pastoral vocacional, destinada no sólo a discernir, sino también a «acompañar» las vocaciones al sacerdocio. Pero el espíritu que debe animarlas y sostenerlas es idéntico: el de promover al sacerdocio solamente los que han sido llamados y llevarlos debidamente preparados, esto es, mediante una respuesta consciente y libre que implica a toda la persona en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar en su misión salvífica. En este sentido el Seminario en sus

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diversas formas y, de modo análogo, la casa de formación de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio material, debe ser un ambiente espiritual, un itinerario de vida, una atmósfera que favorezca y asegure un proceso formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los Padres sinodales, en su Mensaje final, han expuesto de forma inmediata y profunda el significado original y específico de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo que «vivir en el seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de Cristo como los apóstoles; es dejarse educar por Él para el servicio del Padre y de los hombres, bajo la conducción del Espíritu Santo. Más aún, es dejarse configurar con Cristo, buen Pastor, para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia y en el mundo. Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: "¿Me amas?" (Jn 21, 15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida».(122) Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca deberá faltar en la Iglesia— en las condiciones sociales, psicológicas, políticas y culturales del mundo actual, tan variadas y complejas, como han puesto de relieve los Padres sinodales en relación con las Iglesias particulares. Los mismos Padres, manifestando su grave preocupación, pero también su grande esperanza, han podido conocer y reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de búsqueda y actualización de los métodos de formación de los aspirantes al sacerdocio, puestos en práctica en todas sus Iglesias. La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los trabajos sinodales, señalando algunos objetivos logrados, mostrando algunas metas irrenunciables, poniendo a disposición de todos la riqueza de experiencias y de procesos formativos experimentados ya en modo positivo. En esta Exhortación se exponen separadamente la formación «inicial» y la formación «permanente», pero sin olvidar nunca la profunda relación que tienen entre sí y que debe hacer de las dos un solo proyecto orgánico de vida cristiana y sacerdotal. La Exhortación trata sobre las diversas dimensiones de la formación, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como también sobre los ambientes y sobre los responsables de la formación de los candidatos al sacerdocio. I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal 43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario».(123) Esta afirmación de los Padres sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su ministerio. El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote consiste en anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la

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caridad a la comunidad cristiana «personificando a Cristo y en su nombre», pero todo esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres concretos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por esto la formación humana del sacerdote expresa una particular importancia en relación con los destinatarios de su misión: precisamente para que su ministerio sea humanamente lo más creíble y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que, a ejemplo de Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos. Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí mismo, sino también con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros deben cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades pastorales. Se hace así necesaria la educación a amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.(124) Un programa sencillo y exigente para esta formación lo propone el apóstol Pablo a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8). Es interesante señalar cómo Pablo se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles precisamente en estas cualidades profundamente humanas: «Todo cuanto habéis aprendido —sigue diciendo— y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra» (Flp 4, 9). De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y «hombre de comunión». Esto exige que el sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero en sus palabras y en su corazón,(125) prudente y discreto, generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad sobre todo en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías más eficaces del mensaje evangélico. En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la formación del candidato al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado de la educación al amor verdadero y responsable. 44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».(126)

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Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y cultural difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta».(127) Con frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios. En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una educación en la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como «virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el "significado esponsal" del cuerpo».(128) Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegría».(129) Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn 11, 5). La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal.(130) Entendida así, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario.(131)

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Íntimamente relacionada con la formación para la libertad responsable está también la educación de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad del propio «yo» la obediencia a las obligaciones morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta consciente y libre —y, por tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La madurez humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su voluntad».(132) La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo 45. La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de una antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual. Todo hombre, creado por Dios y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado «por el agua y el Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser «hijo en el Hijo». En este designio eficaz de Dios está el fundamento de la dimensión constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida también por la simple razón: el hombre está abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un corazón que está inquieto hasta que no descanse en el Señor.(133) De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida como relación y comunión con Dios. Según la revelación y la experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la «novedad» evangélica. En efecto, «es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual».(134) Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos los fieles, pero que requiere ser estructurada según los significados y características que derivan de la identidad del presbítero y de su ministerio. Así como para todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu, de la misma manera, para todo presbítero la formación espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman que «sin la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de fundamento»(135) y que la formación espiritual constituye «un elemento de máxima importancia en la educación sacerdotal».(136) El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, está expresado en el decreto conciliar Optatam totius: «La formación espiritual... debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que

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sepan iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles. Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y veneren con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al discípulo».(137) 46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa, de la que fácilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del candidato al sacerdocio. Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía, exige que sea expresada en la vida de cada día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la Santísima Trinidad, o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la «novedad» del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye el «misterio» de la existencia cristiana que está bajo el influjo del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el «ethos» de la vida del cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con la alegoría de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 1. 4-5). Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y religiosos, y el hombre —a pesar de toda apariencia contraria— sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser considerada como una religión entre tantas o quedar reducida a una pura ética social al servicio del hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante novedad en la historia: es «misterio»; es el acontecimiento del Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo acogen el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12); es el anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios con el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás este anuncio sorprendente y gratificante si, a través de una adecuada formación espiritual, logran el conocimiento profundo y la experiencia creciente de este «misterio» (cf. 1 Jn 1, 1-4). El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio cristiano, relaciona la íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad. No es ésta una pretensión absurda del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus apóstoles: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la búsqueda de Jesús. «Enséñeseles a buscar a Cristo». Es éste, junto al quaerere Deum, un tema clásico de

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la espiritualidad cristiana, que encuentra su aplicación específica precisamente en el contexto de la vocación de los apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el mismo Jesús el que pregunta: «¿Qué buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí... ¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 37-39). En cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro» con el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión con Él. También en el ministerio y en la vida sacerdotal deberá continuar esta «búsqueda», pues es inagotable el misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así como también deberá continuar este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a los demás y, mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás una «experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena compartir. Éste ha sido el camino seguido por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe el evangelista Juan, «se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" —que quiere decir Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así también Simón es llamado —como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas" —que quiere decir, "Pedro"—» (Jn 1, 42). Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro, ¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio. 47. Elemento esencial de la formación espiritual es la lectura meditada y orante de la Palabra de Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente. En efecto, a la luz y con la fuerza de la Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y seguirse la propia vocación; y también cumplirse la propia misión, hasta tal punto que toda la existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el fin de la Palabra de Dios que llama al hombre, y el principio de la palabra del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra de Dios facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido de apartarse del mal para adherirse al bien, sino también en el sentido de alimentar en el corazón los pensamientos de Dios, de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas. Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como es, pues hace encontrar a Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad que a la vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6). Se trata de leer las «escrituras» escuchando las «palabras», la «Palabra» de Dios, como nos recuerda el Concilio: «La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios».(138) Y el mismo Concilio: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía».(139)

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El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios revisten un significado específico en el ministerio profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado son una condición imprescindible, principalmente en el contexto de la «nueva evangelización», a la que hoy la Iglesia está llamada. El Concilio exhorta: «Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse "predicadores vacíos de la palabra, que no la escucha por dentro" (San Agustín, Serm. 179, 1: PL 38, 966)».(140) La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oración, que constituye sin duda un valor y una exigencia primarios de la formación espiritual. Ésta debe llevar a los candidatos al sacerdocio a conocer y experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de la misión del sacerdote es el de ser «maestro de oración». Pero el sacerdote solamente podrá formar a los demás en la escuela de Jesús orante, si él mismo se ha formado y continúa formándose en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote: «El sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a los Hebreos habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel en lo que toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia Él. Es preciso, pues, que el sacerdote esté formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de Cristo, al Padre».(141) En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra sociedad, un elemento pedagógico necesario para la oración es la educación en el significado humano profundo y en el valor religioso del silencio, como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar por ella (cf. 1 Re 19, 11ss.). 48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para la formación espiritual de todo cristiano, y en especial de todo sacerdote, es muy necesaria la educación litúrgica, en el sentido pleno de una inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las decisiones, opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia» que hace «nueva» la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espíritu santo y santificador en los sacramentos; igualmente la «ley nueva», que debe ser guía y norma de la existencia del cristiano, está escrita por los sacramentos en el «corazón nuevo». Y es ley de caridad para con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre, significada y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta

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participación «plena, consciente y activa»(142) en las celebraciones sacramentales, gracias al don y acción de aquella «caridad pastoral» que constituye el alma del ministerio sacerdotal. Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad»,(143) banquete pascual en el que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura».(144) Ahora bien, los sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa:(145) su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico. Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la máxima concreción deseo repetir que «es necesario que los seminaristas participen diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración eucarística como el momento esencial de su jornada, en el que participarán activamente, sin contentarse nunca con una asistencia meramente habitual. Fórmese también a los aspirantes al sacerdocio según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas».(146) Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación espiritual, la belleza y la alegría del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de autojustificación, se corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en consecuencia, la alegría consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4), urge educar a los futuros presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su plenitud en el sacramento de la Reconciliación. De aquí provienen el significado de la ascesis y de la disciplina interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente difíciles para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación social, incluso en los países donde las condiciones de vida son más pobres y la situación de los jóvenes más austera. Por esta razón, pero sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen Pastor— «la donación radical de sí mismo» propia del sacerdote, los Padres sinodales señalan que «es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia y hedonismo».(147)

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49. La formación espiritual comporta también buscar a Cristo en los hombres. En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios, vida de oración y contemplación. Pero del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace precisamente la exigencia indeclinable del encuentro con el prójimo, de la propia entrega a los demás, en el servicio humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto a todos como programa de vida en el lavatorio de los pies a los apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15). La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida también por la vida comunitaria seguida en la preparación al sacerdocio, representa una condición irrenunciable para quien está llamado a hacerse epifanía y transparencia del buen Pastor, que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo este aspecto la formación espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión pastoral o caritativa intrínseca, y puede servirse útilmente de una justa —profunda y tierna, a la vez— devoción al Corazón de Cristo, como han indicado los Padres del Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes en la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida».(148) Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está llamado a educar a los demás en la imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación en la caridad, en particular en el amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y en el amor misericordioso por los pecadores. En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por amor, encuentra su lugar en la formación espiritual del futuro sacerdote la educación en la obediencia, en el celibato y en la pobreza.(149) En este sentido invitaba el Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado».(150) 50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar... un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno».(151) El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas características de las cuales ellos, «renunciando a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se

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unen al Señor con un amor indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a mano una ayuda importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal».(152) En este sentido el celibato sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma jurídica ni como una condición totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don que «no todos entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11). Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva consigo también la gracia para que el que lo recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato sacerdotal deberá asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios»,(153) que llevará a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido de todo aquello que pueda amenazarlo. Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar a los esposos cristianos a vivir en plenitud el «gran sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su esposa, así como su fidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad de los esposos.(154) La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han llevado a los Padres sinodales a una serie de cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la castidad en el celibato: «Los Obispos, junto con los rectores y directores espirituales de los seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y proporcionen ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de máxima importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en su programa de formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual. El director espiritual debe ayudar al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello los seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio Vaticano II, la encíclica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la formación del celibato sacerdotal, publicada por la Congregación para la Educación Católica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones

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evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la amistad, comprensión y colaboración».(155) Formación intelectual: inteligencia de la fe 51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en efec to, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión.(156) La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su justificación específica en la naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva evangelización a la que el Señor llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. «Si todo cristiano —afirman los Padres sinodales— debe estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15), mucho más los candidatos al sacerdocio y los presbíteros deben cuidar diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación y en la actividad pastoral, dado que, para la salvación de los hermanos y hermanas, deben buscar un conocimiento más profundo de los misterios divinos».(157) Además, la situación actual, marcada gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad de la razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los problemas y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y tecnológicos, exige un excelente nivel de formación intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en ese contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las legítimas exigencias de la razón huma na. Añádase, además, que el actual fenómeno del pluralismo, acentuado más que nunca en el ámbito no sólo de la sociedad humana sino también de la misma comunidad eclesial, requiere una aptitud especial para el discernimiento crítico: es un motivo ulterior que demuestra la necesidad de una formación intelectual más sólida que nunca. Esta exigencia «pastoral» de la formación intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extrínseco y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a través del estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad múltiple y unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio(158) y propuesta nuevamente por el Instrumentum laboris del Sínodo con las siguientes palabras: «Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la formación intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocionística y llegar a aquella inteligencia del corazón que sabe "ver" primero y es capaz después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos».(159) 52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio de la filosofía, que lleva a un conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de

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sus relaciones con el mundo y con Dios. Ello es muy urgente, no sólo por la relación que existe entre los argumentos filosóficos y los misterios de la salvación estudiados en teología a la luz superior de la fe,(160) sino también frente a una situación cultural muy difundida, que exalta el subjetivismo como criterio y medida de la verdad. Sólo una sana filosofía puede ayudar a los candidatos al sacerdocio a desarrollar una conciencia refleja de la relación constitutiva que existe entre el espíritu humano y la verdad, la cual se nos revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar la importancia de la filosofía para garantizar aquella «certeza de verdad», la única que puede estar en la base de la entrega personal total a Jesús y a la Iglesia. No es difícil entender cómo algunas cuestiones muy concretas —como lo son la identidad del sacerdote y su compromiso apostólico y misionero— están profundamente ligadas a la cuestión, nada abstracta, de la verdad: si no se está seguro de la verdad, ¿cómo se podrá poner en juego la propia vida y tener fuerzas para interpelar seriamente la vida de los demás? La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer su formación intelectual con el «culto de la verdad», es decir, una especie de veneración amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que ésta no es creada y medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades, la razón humana puede alcanzar la verdad objetiva y universal, incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la razón ni del esfuerzo de «pensar» sus contenidos, como testimoniaba la gran mente de Agustín: «He deseado ver con el entendimiento aquello que he creído, y he discutido y trabajado mucho».(161) Para una comprensión más profunda del hombre y de los fenómenos y líneas de evolución de la sociedad, en orden al ejercicio, «encarnado» lo más posible, del ministerio pastoral, pueden ser de gran utilidad las llamadas «ciencias del hombre», como la sociología, la psicología, la pedagogía, la ciencia de la economía y de la política, y la ciencia de la comunicación social. Aunque sólo sea en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas o descriptivas, éstas ayudan al futuro sacerdote a prolongar la «contemporaneidad» vivida por Cristo. «Cristo, decía Pablo VI, se ha hecho contemporáneo a algunos hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a Él requiere que continúe esta contemporaneidad».(162) 53. La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de la teología. El valor y la autenticidad de la formación teológica dependen del respeto escrupuloso de la naturaleza propia de la teología, que los Padres sinodales han resumido así: «La verdadera teología proviene de la fe y trata de conducir a la fe».(163) Ésta es la concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia católica mediante su Magisterio. Ésta es también la línea seguida por los grandes teólogos, que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia católica a través de los siglos. Santo Tomás es muy explícito cuando afirma que la fe es como el habitus de la teología, o sea, su principio operativo permanente,(164) y que «toda la teología está ordenada a alimentar la fe».(165) Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre de fe. Pero es un creyente que se pregunta sobre su fe (fides quaerens intellectum), que se pregunta para llegar a una comprensión más profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe y la reflexión madura,

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están profundamente relacionados entre sí; precisamente su íntima coordinación y compenetración es decisiva para la verdadera naturaleza de la teología, y, por consiguiente, es decisiva para los contenidos, modalidades y espíritu según los cuales hay que elaborar y estudiar la sagrada doctrina. Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la teología, opera una relación personal del creyente con Jesucristo en la Iglesia, la teología tiene también características cristológicas y eclesiales intrínsecas, que el candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente, no sólo por las implicaciones que afectan a su vida personal, sino también por aquellas que afectan a su ministerio pastoral. Por ser la fe aceptación de la Palabra de Dios, lleva a un «sí» radical del creyente a Jesucristo, Palabra plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por consiguiente, la reflexión teológica tiene su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría de Dios. La misma reflexión madura debe considerarse como una participación de la «mente» de Cristo (cf. 1 Cor 2, 16) en la forma humana de una ciencia (scientia fidei). Al mismo tiempo la fe introduce al creyente en la Iglesia y lo hace partícipe de su vida, como comunidad de fe. En consecuencia, la teología posee una dimensión eclesial, porque es una reflexión madura sobre la fe de la Iglesia hecha por el teólogo, que es miembro de la Iglesia.(166) Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son connaturales a la teología, ayudan a desarrollar en los candidatos al sacerdocio, además del rigor científico, un grande y vivo amor a Jesucristo y a su Iglesia: este amor, a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta para el ejercicio generoso de su ministerio. Tal era precisamente la intención del Concilio Vaticano II, cuando pedía la reforma de los estudios eclesiásticos, mediante una más adecuada estructuración de las diversas disciplinas filosóficas y teológicas para hacer que «concurran armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo, que afecta a toda la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo por obra del ministerio sacerdotal».(167) La formación intelectual teológica y la vida espiritual —en particular la vida de oración— se encuentran y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad de la investigación ni al gusto espiritual de la oración. San Buenaventura advierte: «Nadie crea que le baste la lectura sin la unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la observacion sin el júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina, la investigación sin la sabiduría de la inspiración sobrenatural».(168) 54. La formación teológica es una tarea sumamente compleja y comprometida. Ella debe llevar al candidato al sacerdocio a poseer una visión completa y unitaria de las verdades reveladas por Dios en Jesucristo y de la experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer «todas» las verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica, sin hacer selecciones arbitrarias. Esto exige ayudar al alumno a elaborar una síntesis que sea fruto de las aportaciones de las diversas disciplinas teológicas, cuyo carácter específico alcanza auténtico valor sólo en la profunda coordinación de todas ellas. En su reflexión madura sobre la fe, la teología se mueve en dos direcciones. La primera es la del estudio de la Palabra de Dios: la palabra escrita en el Libro sagrado, celebrada y

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transmitida en la Tradición viva de la Iglesia e interpretada auténticamente por su Magisterio. De aquí el estudio de la Sagrada Escritura, «la cual debe ser como el alma de toda la teología»:(169) de los Padres de la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica, de las declaraciones del Magisterio. La segunda dirección es la del hombre, interlocutor de Dios: el hombre llamado a «creer», a «vivir» y a «comunicar» a los demás la fides y el ethos cristiano. De aquí el estudio de la dogmática, de la teología moral, de la teología espiritual, del derecho canónico y de la teología pastoral. La referencia al hombre creyente lleva la teología a dedicar una particular atención, por un lado, a las consecuencias fundamentales y permanentes de la relación fe-razón; por otro, a algunas exigencias más relacionadas con la situación social y cultural de hoy. Bajo el primer punto de vista se sitúa el estudio de la teología fundamental, que tiene como objeto el hecho de la revelación cristiana y su transmisión en la Iglesia. En la segunda perspectiva se colocan aquellas disciplinas que han tenido y tienen un desarrollo más decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia, que «pertenece al ámbito... de la teología y especialmente de la teología moral»,(170) y que es uno de los «componentes esenciales» de la «nueva evangelización», de la que es instrumento;(171) igualmente el estudio de la misión, del ecumenismo, del judaísmo, del Islam y de otras religiones no cristianas. 55. La formación teológica actual debe prestar particular atención a algunos problemas que no pocas veces suscitan dificultades, tensiones, desorientación en la vida de la Iglesia. Piénsese en la relación entre las declaraciones del Magisterio y las discusiones teológicas; relación que no siempre se desarrolla como debería ser, o sea, en la perspectiva de la colaboración. Ciertamente «el Magisterio vivo de la Iglesia y la teología —aun desempeñado funciones diversas— tienen en definitiva el mismo fin: mantener al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la "luz de las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los Apóstoles y, sacando provecho del trabajo teológico, replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo además, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas profundizaciones, explicitaciones y aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la Tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, a la vez que se esfuerza por aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias de la razón y le da una forma orgánica y sistemática».(172) Pero cuando, por una serie de motivos, disminuye esta colaboración, es preciso no prestarse a equívocos y confusiones, sabiendo distinguir cuidadosamente «la doctrina común de la Iglesia, de las opiniones de los teólogos y de las tendencias que se desvanecen con el pasar del tiempo (las llamadas "modas")».(173) No existe un magisterio «paralelo», porque el único magisterio es el de Pedro y los apóstoles, el del Papa y los Obispos.(174) Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminarísticos están encomendados a instituciones académicas, se refiere a la relación entre el rigor científico de la teología y su aplicación pastoral, y, por tanto, la naturaleza pastoral de la teología. En realidad, se trata de dos características de la teología y de su enseñanza que no sólo no se oponen entre sí, sino que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una

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más completa «inteligencia de la fe». En efecto, el caracter pastoral de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o incluso que esté privada de su carácter científico; por el contrario, significa que prepara a los futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de su tiempo y a plantear la acción pastoral según una auténtica vision teológica. Y así, por un lado, un estudio respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la teología verdaderamente formativo para los futuros presbíteros. Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente sentida— de la evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe. Es éste un problema eminentemente pastoral, que debe ser incluido con mayor amplitud y particular sensibilidad en la formación de los candidatos al sacerdocio: «En las actuales circunstancias, en que en algunas regiones del mundo la religión cristiana se considera como algo extraño a las culturas, tanto antiguas como modernas, es de gran importancia que en toda la formación intelectual y humana se considere necesaria y esencial la dimensión de la inculturación.(175) Pero esto exige previamente una teología auténtica, inspirada en los principios católicos sobre esa inculturación. Estos principios se relacionan con el misterio de la encarnación del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e iluminan el sentido auténtico de la inculturación; ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación, que proviene de Cristo.(176) El problema de esta inculturación puede tener un interés específico cuando los candidatos al sacerdocio provienen de culturas autóctonas; entonces, necesitarán métodos adecuados de formación, sea para superar el peligro de ser menos exigentes y desarrollar una educación más débil de los valores humanos, cristianos y sacerdotales, sea para revalorizar los elementos buenos y auténticos de sus culturas y tradiciones».(177) 56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II y las normas de aplicación de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una amplia actualización de la enseñanza de las disciplinas filosóficas y, sobre todo, teológicas en los seminarios. Aun necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta actualización ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez más el proyecto educativo en el ámbito de la formación intelectual. A este respecto, «los Padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia y claridad, la necesidad —más aún, la urgencia-g— de que se aplique en los seminarios y en las casas de formación el plan fundamental de estudios, tanto el universal como el de cada nación o Conferencia episcopal».(178) Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la seriedad y el esfuerzo en los estudios, que se deja sentir en algunos ambientes eclesiales, como consecuencia de una preparación básica insuficiente y con lagunas en los alumnos que comienzan el período

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filosófico y teológico. Esta misma situación contemporánea exige cada vez más maestros que estén realmente a la altura de la complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar, con competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales del hombre de hoy, a los que sólo el Evangelio de Jesús da la plena y definitiva respuesta. La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor 57. Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor. Por tanto, esta formación, en sus diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral. Lo afirma claramente el decreto conciliar Optatam totius, refiriéndose a los seminarios mayores: «La educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio del Pastor: para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del mundo" (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)».(179) El texto conciliar insiste en la profunda coordinación que hay entre los diversos aspectos de la formación humana, espiritual e intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad pastoral específica. En este sentido, la finalidad pastoral asegura a la formación humana, espiritual e intelectual algunos contenidos y características concretas, a la vez que unifica y determina toda la formación de los futuros sacerdotes. Como cualquier otra formación, también la formación pastoral se desarrolla mediante la reflexión madura y la aplicación práctica, y tiene sus raíces profundas en un espíritu que es el soporte y la fuerza impulsora y de desarrollo de todo. Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia disciplina teológica: la teología pastoral o práctica, que es una reflexión científica sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza del Espíritu, a través de la historia; una reflexión, sobre la Iglesia como «sacramento universal de salvación»,(180) como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo en la Palabra, en los Sacramentos y en el servicio de la caridad. La pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de exhortaciones, experiencias y métodos; posee una categoría teológica plena, porque recibe de la fe los principios y criterios de la acción pastoral de la Iglesia en la historia, de una Iglesia que «engendra» cada día a la Iglesia misma, según la feliz expresión de San Beda el Venerable: «Nam et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam».(181) Entre estos principios y criterios se encuentra aquel especialmente importante del discernimiento evangélico sobre la situación sociocultural y eclesial, en cuyo ámbito se desarrolla la acción pastoral. El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación práctica mediante la entrega y algunos servicios pastorales, que los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera

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progresiva y siempre en armonía con las demás tareas formativas; se trata de «experiencias» pastorales, que han de confluir en un verdadero «aprendizaje pastoral», que puede durar incluso algún tiempo y que requiere una verificación de manera metódica. Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que la formación deberá custodiar y valorarizar: se trata de la comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús, la cual, así como ha sido el principio y fuerza de su acción salvífica, también, gracias a la efusión del Espíritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del ministerio del presbítero. Se trata de una formación destinada no sólo a asegurar una competencia pastoral científica y una preparación práctica, sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). 58. Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a familiarizarse con una técnica pastoral. El proyecto educativo del seminario se encarga de una verdadera y propia iniciación en la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura sus responsabilidades, en el hábito interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y los medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y según las exigencias teológicas de la pastoral misma. A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los futuros sacerdotes podrán ser introducidos en la tradición pastoral viva de su Iglesia particular; aprenderán a abrir el horizonte de su mente y de su corazón a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán en algunas formas iniciales de colaboración entre sí y con los presbíteros a los cuales serán enviados. En estos últimos recae —en coordinación con el programa del seminario— una responsabilidad educativa pastoral de no poca importancia. En la elección de los lugares y servicios adecuados para la experiencia pastoral se debe prestar especial atención a la parroquia,(182) célula vital de dichas experiencias sectoriales y especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio se encontrarán frente a los problemas inherentes a su futuro ministerio. Los Padres sinodales han propuesto una serie de ejemplos concretos, como la visita a los enfermos, la atención a los emigrantes, exiliados y nómadas, el celo de la caridad que se traduce en diversas obras sociales. En particular dicen: «Es necesario que el presbítero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38); el presbítero debe ser también el signo visíble de la solicitud de la Iglesia, que es Madre y Maestra. Y puesto que el hombre de hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los que viven sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo, es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf. 2 Tim 3, 17), reivindique los derechos y la dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideologías y olvidar, cuando trata de promover el bien, que el mundo es redimido sólo por la cruz de Cristo».(183) El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al futuro sacerdote a vivir como «servicio» la propia misión de «autoridad» en la comunidad, alejándose de toda actitud de superioridad o ejercicio de un poder que no esté siempre y exclusivamente justificado por la caridad pastoral.

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Para una adecuada formación es necesario que las diversas experiencias de los candidatos al sacerdocio asuman un claro carácter «ministerial», siempre en íntima conexión con todas las exigencias propias de la preparación al presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio) relacionadas con el triple servicio de la Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos servicios pueden ser la traducción concreta de los ministerios del Lectorado, Acolitado y Diaconado. 59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su naturaleza a animar la Iglesia, que es esencialmente «misterio», «comunión», y «misión», la formación pastoral deberá conocer y vivir estas dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio. Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es «misterio», obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana; esta conciencia, a la vez que no disminuirá el sentido de responsabilidad propio del pastor, lo convencerá de que el crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu y que su servicio —encomendado por la misma gracia divina a la libre responsabilidad humana— es el servicio evangélico del «siervo inútil» (cf. Lc 17, 10). En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión» ayudará al candidato al sacerdocio a realizar una pastoral comunitaria, en colaboración cordial con los diversos agentes eclesiales: sacerdotes y Obispo, sacerdotes diocesanos y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero esta colaboración supone el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas, de las diversas vocaciones y responsabilidades que el Espíritu ofrece y confía a los miembros del Cuerpo de Cristo; requiere un sentido vivo y preciso de la propia identidad y de la de las demás personas en la Iglesia; exige mutua confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de espera; se basa sobre todo en un amor a la Iglesia más grande que el amor a sí mismos y a las agrupaciones a las cuales se pertenece. Es especialmente importante preparar a los futuros sacerdotes para la colaboración con los laicos. «Oigan de buen grado —dice el Concilio— a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos».(184) El Sínodo ha insistido también en la atención pastoral a los laicos: «Es necesario que el alumno sea capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos, especialmente los jóvenes, las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales, apostolado, ministerios y responsabilidades en las actividades pastorales, vida consagrada, dirección de la vida política y social, investigación científica, enseñanza). Sobre todo es necesario enseñar y ayudar a los laicos en su vocación de impregnar y transformar el mundo con la luz del Evangelio, reconociendo su propio cometido y respetándolo».(185) Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión «misionera» ayudará al candidato al sacerdocio a amar y vivir la dimensión misionera esencial de la Iglesia y de las diversas actividades pastorales; a estar abierto y disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para el anuncio del Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los medios de comunicación social;(186) y a prepararse para un ministerio que podrá exigirle la disponibilidad concreta al Espíritu Santo y al Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su país.(187)

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II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL La comunidad formativa del Seminario mayor 60. La necesidad del Seminario mayor —y de una análoga Casa religiosa de formación— para la preparación de los candidatos al sacerdocio, como fue afirmada categóricamente por el Concilio Vaticano II,(l88) ha sido reiterada por el Sínodo con estas palabras: «La institución del Seminario mayor, como lugar óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia para la formación de los candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y continúa dándolos en todo el mundo».(189) El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce. En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de trato íntimo y prolongado con Jesús como condición necesaria para el ministerio apostólico. Esa vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y específico, el desprendimiento —propuesto en cierta medida a todos los discípulos— del ambiente de origen, del trabajo habitual, de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la narración de Marcos, que subraya la relación profunda que une a los apóstoles con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados «para que estuvieran con él» (Mc 3, 14). La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión. Esta identidad constituye el ideal formativo que —en las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como institución humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a encontrar su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en los que se inspira y capaz de responder a las situaciones y necesidades de los tiempos. El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia; en él el Obispo se hace presente a través del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores, para el crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad, colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor. Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de ser «una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría».(190) Desde un punto de vista

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cristiano, el Seminario debe configurarse —continúan los Padres sinodales—, como «comunidad eclesial», como «comunidad de discípulos del Señor, en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida del espíritu de oración), formada cada día en la lectura y meditación de la Palabra de Dios y con el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia; una comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de cada miembro, resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a la Iglesia».(191) Confirmando y desarrollando concretamente esta esencial dimensión eclesial del Seminario, los Padres sinodales afirman: «como comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o también religiosa, el Seminario debe alimentar el sentido de comunión de los candidatos con su Obispo y con su Presbiterio, de modo que participen en su esperanza y en sus angustias, y sepan extender esta apertura a las necesidades de la Iglesia universal».(192) Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al ministerio pastoral —eclesial por naturaleza— que se viva en el Seminario no de un modo extrínseco y superficial, como si fuera un simple lugar de habitación y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una comunidad específicamente eclesial, una comunidad que revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a Jesús.(193) 61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, más aún, es una especial comunidad educativa. Y lo que determina su fisonomía es el fin específico, o sea, el acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto el discernimiento de la vocación, la ayuda para corresponder a ella y la preparación para recibir el sacramento del Orden con las gracias y responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir su misión de salvación en la Iglesia y en el mundo. En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus más diversas expresiones, está intensamente dedicada a la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presbíteros; se trata de una formación que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la formación humana y cristiana de todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y características que nacen de manera específica de la finalidad que se persigue, esto es, de preparar al sacerdocio. Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de vida que se caracterice tanto por ser orgánico-unitario, como por su sintonía o correspondencia con el único fin que justifica la existencia del Seminario: la preparación de los futuros presbíteros. En este sentido, escriben los Padres sinodales: «en cuanto comunidad educativa, (el Seminario) está al servicio de un programa claramente definido que, como nota característica, tenga la unidad de dirección, manifestada en la figura del Rector y sus colaboradores, en la coherencia de toda la ordenación de la vida y actividad formativa y de las exigencias fundamentales de la vida comunitaria, que lleva consigo también aspectos esenciales de la labor de formación. Este programa debe estar al servicio —sin titubeos ni vaguedades— de la finalidad específica, la única que justifica la existencia del Seminario, a saber, la formación de los futuros presbíteros, pastores de la Iglesia.(194) Y para que la

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programación sea verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso que las grandes líneas del programa se traduzcan más concretamente y al detalle, mediante algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria, estableciendo determinados instrumentos y algunos ritmos temporales precisos. Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa que, por su naturaleza, es el acompañamiento de estas personas históricas y concretas que caminan hacia la opción y la adhesión a determinados ideales de vida. Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar armónicamente la propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de caminar con seriedad hacia ella, la atención al «viandante», es decir al sujeto concreto empeñado en esta aventura y, consiguientemente, a una serie de situaciones, problemas, dificultades, ritmos diversos de andadura y de crecimiento. Esto exige una sabia elasticidad, que no significa precisamente transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio. Esto vale no sólo respecto a cada una de las personas, sino también en relación con los diversos contextos sociales y culturales en los que se desenvuelven los Seminarios y con la diversa historia que cada uno de ellos tienen. En este sentido la obra educativa exige una constante renovación. Por ello, los Padres sinodales han subrayado también con fuerza, en relación con la configuración de los Seminarios: «Salva la validez de las formas clásicas del Seminario, el Sínodo desea que continúe el trabajo de consulta de las Conferencias Episcopales sobre las necesidades actuales de la formación, como se mandaba en el decreto Optatan totius (n. 1) y en el Sínodo de 1967. Revísense oportunamente las Rationes de cada nación o rito, ya sea con ocasión de las consultas hechas por las Conferencias Episcopales, ya sea en las visitas apostólicas a los Seminarios de las diversas naciones, para integrar en ellas diversos modelos comprobados de formación, que respondan a las necesidades de los pueblos de cultura así llamada indígena, de las vocaciones de adultos, de las vocaciones misioneras, etc».1(95) 62. La finalidad y la forma educativa específica del Seminario mayor exige que los candidatos al sacerdocio entren en él con alguna preparación previa. Esta preparación no creaba —al menos hasta hace algún decenio— problemas particulares, ya que los aspirantes provenían habitualmente de los Seminarios menores y la vida cristiana de las comunidades eclesiales ofrecía con facilidad a todos indistintamente una discreta instrucción y educación cristiana. La situación en muchos lugares ha cambiado bastante. En efecto, se da una fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparación básica, de los chicos, adolescentes y jóvenes —aunque sean cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia—, por un lado, y, por otro, el estilo de vida del Seminario y sus exigencias formativas. En este punto, en comunión con los Padres sinodales, pido que haya un período adecuado de preparación que preceda la formación del Seminario: «Es útil que haya un período de preparación humana, cristiana, intelectual y espiritual para los candidatos al Seminario mayor. Estos candidatos deben tener determinadas cualidades: la recta intención, un grado suficiente de madurez humana, un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna introducción a los métodos de oración y costumbres conformes con la tradición

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cristiana. Tengan también las aptitudes propias de sus regiones, mediante las cuales se expresa el esfuerzo de encontrar a Dios y la fe (cf. Evangelii nuntiandi, 48).(196) «Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe», de que hablan los Padres sinodales, se exige igualmente antes de la teología, pues no se puede desarrollar una «intelligentia fidei» si no se conoce la «fides» en su contenido. Una tal laguna podrá ser más fácilmente colmada mediante el próximo Catecismo universal. Mientras que, por una parte, se hace común el convencimiento de la necesidad de esta preparación previa al Seminario mayor, por otra, se da diversa valoración de sus contenidos y características, o sea: si la finalidad prioritaria ha de ser la formación espiritual para el discernimiento vocacional, o la formación intelectual o cultural. Además, no pueden olvidarse las muchas y profundas diversidades que existen, no sólo en relación con cada uno de los candidatos, sino también en relación con las varias regiones y países. Esto aconseja una fase todavía de estudio y experimentación, para que puedan definirse de una manera más oportuna y detallada los diversos elementos de esta preparación previa o «período propedéutico»: tiempo, lugar, forma, temas de este período, que desde luego han de estar en coordinación con los años sucesivos de la formación en el Seminario. En este sentido, asumo y propongo a la Congregación para la Educación Católica la petición hecha por los Padres sinodales: «El Sínodo pide que la Congregación para la Educación Católica recoja todas las informaciones sobre las primeras experiencias ya hechas o que se están haciendo. En su momento, la Congregación comunique a las Conferencias Episcopales las informaciones sobre este tema».(197) El Seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional 63. Como demuestra una larga experiencia, la vocación sacerdotal tiene, con frecuencia, un primer momento de manifestación en los años de la preadolescencia o en los primerísimos años de la juventud. E incluso en quienes deciden su ingreso en el Seminario más adelante, no es raro constatar la presencia de la llamada de Dios en períodos muy anteriores. La historia de la Iglesia es un testimonio continuo de llamadas que el Señor hace en edad tierna todavía. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, explica la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan «por su tierna edad» y saca de ahí la siguiente conclusión: «esto nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud».(198) La Iglesia, con la institución de los Seminarios menores, toma bajo su especial cuidado, discerniendo y acompañando, estos brotes de vocación sembrados en los corazones de los muchachos. En varias partes del mundo estos Seminarios continúan desarrollando una preciosa labor educativa, dirigida a custodiar y desarrollar los brotes de vocación sacerdotal, para que los alumnos la puedan reconocer más fácilmente y se hagan más capaces de corresponder a ella. Su propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y gradualmente aquella formación humana, cultural y espiritual que llevará al joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una base adecuada y sólida.

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Prepararse «a seguir a Cristo Redentor con espíritu de generosidad y pureza de intención»: éste es el fin del Seminario menor indicado por el Concilio en el decreto Optatam totius, donde se describe de la siguiente forma su carácter educativo: los alumnos «bajo la dirección paterna de sus superiores, secundada por la oportuna cooperación de los padres, lleven un género de vida que se avenga bien con la edad, espíritu y evolución de los adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana psicología, sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas humanas y el trato con la propia familia».(199) El Seminario menor podrá ser también en la diócesis un punto de referencia de la pastoral vocacional, con oportunas formas de acogida y oferta de informaciones para aquellos adolescentes que están en búsqueda de la vocación o que, decididos ya a seguirla, se ven obligados a retrasar el ingreso en el Seminario por diversas circunstancias, familiares o escolares. 64. Donde no se dé la posibilidad de tener el Seminario menor -—«necesario y muy útil en muchas regiones»— es preciso crear otras «instituciones»,(200) como podrían ser los grupos vocacionales para adolescentes y jóvenes. Aunque no sean permanentes, estos grupos podrán ofrecer en un ambiente comunitario una guía sistemática para el análisis y el crecimiento vocacional. Incluso viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en su camino formativo, estos muchachos y estos jóvenes no deben ser dejados solos. Ellos tienen necesidad de un grupo particular o de una comunidad de referencia en la que apoyarse para seguir el itinerario vocacional concreto que el don del Espíritu Santo ha comenzado en ellos. Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con alguna característica de esperanzadora novedad y frecuencia en las actuales circunstancias, se constata el fenómeno de vocaciones sacerdotales que se dan en la edad adulta, después de una más o menos larga experiencia de vida laical y de compromiso profesional. No siempre es posible, y con frecuencia no es ni siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir el itinerario educativo del Seminario mayor. Se debe más bien programar, después de un cuidadoso discernimiento sobre la autenticidad de estas vocaciones, cualquier forma específica de acompañamiento formativo, de modo que se asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación espiritual e intelectual.(201) Una adecuada relación con los otros aspirantes al sacerdocio y los períodos de presencia en la comunidad del Seminario mayor, podrán garantizar la inserción plena de estas vocaciones en el único presbiterio, y su íntima y cordial comunión con el mismo. III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL La Iglesia y el Obispo 65. Puesto que la formación de los aspirantes al sacerdocio pertenece a la pastoral vocacional de la Iglesia, se debe decir que la Iglesia como tal es el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio.

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En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda a precisar mejor el puesto y la misión que sus diversos miembros —individualmente y también como miembros de un cuerpo— tienen en la formación de los aspirantes al presbiterado. Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la «memoria», el «sacramento» de la presencia y de la acción de Jesucristo en medio de nosotros y para nosotros. A su misión salvadora se debe la llamada al sacerdocio; y no sólo la llamada, sino también el acompañamiento para que la persona que se siente llamada pueda reconocer la gracia del Señor y responda a ella con libertad y con amor. Es el Espíritu de Jesús el que da la luz y la fuerza en el discernimiento y en el camino vocacional. No hay, por tanto, auténtica labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del Espíritu de Cristo. Todo formador humano debe ser plenamente consciente de esto. ¿Cómo no ver una «riqueza» totalmente gratuita y radicalmente eficaz, que tiene su «peso» decisivo en el trabajo formativo hacia el sacerdocio? ¿Y cómo no gozar ante la dignidad de todo formador humano, que, en cierto sentido, se presenta al aspirante al sacerdocio como visible representante de Cristo? Si la preparación al sacerdocio es esencialmente la formación del futuro pastor a imagen de Jesucristo, buen Pastor ¿quién mejor que el mismo Jesús, mediante la infusión de su Espíritu, puede donar y llevar hasta la madurez aquella caridad pastoral que Él ha vivido hasta el don total de sí mismo (cf. Jn 15, 13; 10, 11) y que quiere que sea vivida también por todos los presbíteros? El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal es el Obispo. Del Obispo, de cada Obispo, se podría afirmar lo que el evangelista Marcos nos dice en el texto reiteradamente citado: «Llamó a los que él quiso: y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos...» (Mc 3, 13-14). En realidad la llamada interior del Espíritu tiene necesidad de ser reconocida por el Obispo como auténtica llamada. Si todos pueden «acercarse» al Obispo, porque es Pastor y Padre de todos, lo pueden de un modo particular sus presbíteros, por la común participación al mismo sacerdocio y ministerio. El Obispo —dice el Concilio— debe considerarlos y tratarlos como «hermanos y amigos».(202) Y esto se puede decir, por analogía, de cuantos se preparan al sacerdocio. Por lo que se refiere al «estar con él» —del texto evangélico—, esto es, con el Obispo, es ya un gran signo de la responsabilidad formativa de éste para con los aspirantes al sacerdocio el hecho de que los visite con frecuencia y en cierto modo «esté» con ellos. La presencia del Obispo tiene un valor particular, no sólo porque ayuda a la comunidad del Seminario a vivir su inserción en la Iglesia particular y su comunión con el Pastor que la guía, sino también porque autentifica y estimula la finalidad pastoral, que constituye lo específico de toda la formación de los aspirantes al sacerdocio. Sobre todo, con su presencia y con la co-participación con los aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se refiere a la pastoral de la Iglesia particular, el Obispo contribuye fundamentalmente a la formación del «sentido de Iglesia», como valor espiritual y pastoral central en el ejercicio del ministerio sacerdotal. La comunidad educativa del Seminario 66. La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los diversos formadores: el rector, el director o padre espiritual, los superiores y los profesores. Ellos se deben sentir

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profundamente unidos al Obispo, al que, con diverso título y de modo distinto representan, y entre ellos debe existir una comunión y colaboración convencida y cordial. Esta unidad de los educadores no sólo hace posible una realización adecuada del programa educativo, sino que también y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo significativo y el acceso a aquella comunión eclesial que constituye un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral. Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la personalidad madura y recia de los formadores, bajo el punto de visto humano y evangélico. Por esto son particularmente importantes, por un lado, la selección cuidada de los formadores y, por otro, el estimularles para que se hagan cada vez más idóneos para la misión que les ha sido confiada. Conscientes de que precisamente en la selección y formación de los formadores radica el porvenir de la preparación de los candidatos al sacerdocio, los Padres sinodales se han detenido ampliamente a precisar la identidad de los educadores. En particular, han escrito: «La misión de la formación de los aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no sólo una preparación especial de los formadores, que sea verdaderamente técnica, pedagógica, espiritual, humana y teológica, sino también el espíritu de comunión y colaboración en la unidad para desarrollar el programa, de modo que siempre se salve la unidad en la acción pastoral del Seminario bajo la guía del rector. El grupo de formadores dé testimonio de una vida verdaderamente evangélica y de total entrega al Señor. Es oportuno que tenga una cierta estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del Seminario y que esté íntimamente unido al Obispo, como primer responsable de la formación de los sacerdotes».(203) Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad en la formación de los encargados de la educación de los futuros presbíteros. Para este ministerio deben elegirse sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades: «la madurez humana y espiritual, la experiencia pastoral, la competencia profesional, la solidez en la propia vocación, la capacidad de colaboración, la preparación doctrinal en las ciencias humanas (especialmente la psicología), que son propias de su oficio, y el conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo».(204) Respetando la distinción entre foro interno y externo, la conveniente libertad para escoger confesores, y la prudencia y discreción del ministerio del director espiritual, la comunidad presbiteral de los educadores debe sentirse solidaria en la responsabilidad de educar a los aspirantes al sacerdocio. A ella, siempre contando con la conjunta valoración del Obispo y del rector, corresponde en primer lugar la misión de procurar y comprobar la idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales, principalmente en cuanto al espíritu de oración, asimilación profunda de la doctrina de la fe, capacidad de auténtica fraternidad y carisma del celibato.(205) Teniendo presente —como también lo han recordado los Padres sinodales— las indicaciones de la Exhortación Christifideles laici(206) y de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, que advierten la utilidad de un sano influjo de la espiritualidad laical y del carisma de la feminidad en todo itinerario educativo, es oportuno contar también —de forma prudente y adaptada a los diversos contextos culturales— con la colaboración de fieles laicos, hombres y mujeres, en la labor formativa de los futuros sacerdotes. Habrán de

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ser escogidos con particular atención, en el cuadro de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares carismas y probadas competencias. De su colaboración, oportunamente coordenada e integrada en las responsabilidades educativas primarias de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia y para una percepción más exacta de la propia identidad sacerdotal, por parte de los aspirantes al presbiterado.(207) Los profesores de teología 67. Cuantos introducen y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada doctrina mediante la enseñanza teológica tienen una particular responsabilidad educativa, que con frecuencia —como enseña la experiencia— es más decisiva que la de los otros educadores, en el desarrollo de la personalidad presbiteral. La responsabilidad de los profesores de teología, antes que en la relación de docencia que deben entablar con los aspirantes al sacerdocio, radica en la concepción que ellos deben tener de la naturaleza de la teología y del ministerio sacerdotal, como también en el espíritu y estilo con el que deben desarrollar su enseñanza teológica. En este sentido, los Padres sinodales han afirmado justamente que el «teólogo debe ser siempre consciente de que a su enseñanza no le viene la autoridad de él mismo, sino que debe abrir y comunicar la inteligencia de la fe últimamente en el nombre del Señor Jesús y de la Iglesia. Así, el teólogo, aun en el uso de todas las posibilidades científicas, ejerce su misión por mandato de la Iglesia y colabora con el Obispo en el oficio de enseñar. Y porque los teólogos y los Obispos están al servicio de la misma Iglesia en la promoción de la fe, deben desarrollar y cultivar una confianza recíproca y, con este espíritu, superar también las tensiones y los conflictos (cf. más ampliamente la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre La vocación eclesial del teólogo)».(208) El profesor de teología, como cualquier otro educador, debe estar en comunión y colaborar abiertamente con todas las demás personas dedicadas a la formación de los futuros sacerdotes, y presentar con rigor científico, generosidad, humildad y entusiasmo su aportación original y cualificada, que no es sólo la simple comunicación de una doctrina —aunque ésta sea la doctrina sagrada—, sino que es sobre todo la oferta de la perspectiva que, en el designio de Dios, unifica todos los diversos saberes humanos y las diversas expresiones de vida. En particular, la fuerza específica e incisiva de los profesores de teología se mide, sobre todo, por ser «hombres de fe y llenos de amor a la Iglesia, convencidos de que el sujeto adecuado del conocimiento del misterio cristiano es la Iglesia como tal, persuadidos por tanto de que su misión de enseñar es un auténtico ministerio eclesial, llenos de sentido pastoral para discernir no sólo los contenidos, sino también las formas mejores en el ejercicio de este ministerio. De modo especial, a los profesores se les pide la plena fidelidad al Magisterio porque enseñan en nombre de la Iglesia y por esto son testigos de la fe».(209)

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Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles 68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun teniendo en cuenta la separación que la opción vocacional lleva consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en la formación del futuro sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte específica de responsabilidad. Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos, como también los hermanos, hermanas y otros miembros del núcleo familiar, no deben nunca intentar llevar al futuro presbítero a los límites estrechos de una lógica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a esto sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados ellos mismos por el mismo propósito de «cumplir la voluntad de Dios», sepan acompañar el camino formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de las virtudes domésticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en los momentos difíciles. La experiencia enseña que, en muchos casos, esta ayuda múltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en el caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a la opción vocacional, la confrontación clara y serena con la posición del joven y los incentivos que de ahí se deriven, pueden ser de gran ayuda para que la vocación sacerdotal madure de un modo más consciente y firme. En estrecha relación con las familias está la comunidad parroquial: ambas se unen en el plano de la educación en la fe; además, con frecuencia, la parroquia, mediante una específica pastoral juvenil y vocacional, ejerce un papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la realización local más inmediata del misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación original y particularmente preciosa a la formación del futuro sacerdote. La comunidad parroquial debe continuar sintiendo como parte viva de sí misma al joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe acompañar con la oración, acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones, respetar y favorecer la formación de su identidad presbiteral, ofreciéndole ocasiones oportunas y estímulos vigorosos para probar su vocación a la misión. También las asociaciones y los movimientos juveniles, signo y confirmación de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formación de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica de estas instituciones. Los jóvenes que han recibido su formación de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional ni tienen por qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí aprendieron y vivieron, en todo aquello que tienen de bueno, edificante y enriquecedor.(210) También para ellos este ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio. Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento cristiano y eclesial que el Espíritu ofrece a tantos jóvenes a través de las múltiples formas de grupos, movimientos y asociaciones de variada inspiración evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo del espíritu que anima la institución eclesial y está a su servicio. En efecto, un movimiento o una espiritualidad particular «no es una estructura alternativa a la institución. Al

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contrario, es fuente de una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su fidelidad».(211) Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario —que el Obispo ha congregado—, los jóvenes provenientes de asociaciones y movimientos eclesiales aprendan «el respeto a los otros caminos espirituales y el espíritu de diálogo y cooperación», se atengan con coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del Seminario, confiándose con actitud sincera a su dirección y a sus valoraciones.(212) Dicha actitud prepara y, de algún modo, anticipa la genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo de Dios, en la comunión fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo. La participación del seminarista y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal. Pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el cual «sigue siendo siempre pastor de todo el conjunto. No sólo es el "hombre permanente", siempre disponible para todos, sino el que va al encuentro de todos —en particular está a la cabeza de las parroquias— para que todos descubran en él la acogida que tienen derecho a esperar en la comunidad y en la Eucaristía que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su dedicación pastoral».(213) El mismo aspirante 69. Por último, no se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es también protagonista necesario e insustituible de su formación: toda formación -incluida la sacerdotal es en definitiva una auto-formación. Nadie nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como persona. Ciertamente también el futuro sacerdote —él el primero— debe crecer en la conciencia de que el Protagonista por antonomasia de su formación es el Espíritu Santo, que, con el don de un corazón nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en este sentido, el aspirante fortalecerá de una manera más radical su libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu. Pero acoger esta acción significa también, por parte del aspirante al sacerdocio, acoger las «mediaciones» humanas de las que el Espíritu se sirve. Por esto la acción de los varios educadores resulta verdadera y plenamente eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su colaboración personal, convencida y cordial.

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CAPÍTULO VI

TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE ESTÁ EN TI

Formación permanente de los sacerdotes Razones teológicas de la formación permanente 70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6). Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a la formación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del «don de Dios» que han recibido con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la originalidad inconfundible de la formación permanente de los presbíteros. También contribuye a ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1 Tim 4, 14-16). El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a encender el don divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella «novedad permanente» que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5)— y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza originaria. Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad personal de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su propio don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en él se encierran. Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no sólo del «poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino también de su «amor»; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido. De esta manera, la formación permanente encuentra su propio fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden.

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Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente. Ello es una exigencia de la realización personal progresiva, pues toda vida es un camino incesante hacia la madurez y ésta exige la formación continua. Es también una exigencia del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza genérica y común a las demás profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua actualización, si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad de «mantener el paso» con la marcha de la historia es otra razón humana que justifica la formación permanente. Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones teológicas que se han recordado y que se pueden profundizar ulteriormente. El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo», propia de todos los sacramentos, puede considerarse —como realmente es— Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama y envía es la expresión más profunda de la vocación y de la misión del sacerdote. Mediante el sacramento del Orden Dios llama 'coram Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El «ven y sígueme» de Jesús encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento de su Iglesia: se manifiesta y se comunica mediante la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del Obispo que ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe, a la llamada de Jesús: «vengo y te sigo». Desde este momento comienza aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse y reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el «sí» del Orden sagrado. En este sentido, se puede hablar de una vocación «en» el sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la formación permanente; ésta es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es llamado a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado le ha confiado su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta mis ovejas'. 'En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras'. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: 'Sígueme'» (Jn 21, 17-19). Por tanto, hay un «sígueme» que acompaña toda la vida y misión del apóstol. Es un «sígueme» que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf. Jn 21, 22), un «sígueme» que puede significar una«sequela Christi» con el don total de sí en el martirio.(214) Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola como «fidelidad» al ministerio sacerdotal y como «proceso de continua conversión».(215) Es el Espíritu Santo, infundido con el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del Espíritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente y asuma la formación permanente como un deber que se le confía. De esta manera, la formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo

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mismo. Pero es también un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de justicia verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho» fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo de Dios. Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad pastoral: el Espíritu Santo, que infunde la caridad pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profundamente el misterio de Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y, consiguientemente, a conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral empuja al sacerdote a conocer cada vez más las esperanzas, necesidades, problemas, sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales han de ser contemplados en sus situaciones personales concretas, familiares y sociales. A todo esto tiende la formación permanente, entendida como opción consciente y libre que impulse el dinamismo de la caridad pastoral y del Espíritu Santo, que es su fuente primera y su alimento continuo. En este sentido la formación permanente es una exigencia intrínseca del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino también por la «nueva evangelización», que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo milenio. Los diversos aspectos de la formación permanente 71. La formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, es la continuación natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuración de la personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante el proceso formativo para la Ordenación. Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros, particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la formación del Seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni solución de continuidad. Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.

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Precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que podría decirse, «profesional», conseguida mediante el aprendizaje de algunas técnicas pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un proceso general e integral de continua maduración, mediante la profundización, tanto de los diversos aspectos de la formación —humana, espiritual, intelectual y pastoral—, como de su específica orientación vital e íntima, a partir de la caridad pastoral y en relación con ella. 72. Una primera profundización se refiere a la dimensión humana de la formación sacerdotal. En el trato con los hombres y en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre. Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote recibe una ayuda particular de la gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad del buen Pastor se manifestó no sólo con el don de la salvación a los hombres, sino también con la participación de su vida, de la que el Verbo, que se ha hecho «carne» (cf. Jn 1, 14), ha querido conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar la fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre entre los hombres y con los hombres, Jesucristo ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión de humanidad; lo vemos festejar las bodas de Caná, visitar a una familia amiga, conmoverse ante la multitud hambrienta que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos o muertos, llorar la pérdida de Lázaro... Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha de poder decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús dice la Carta a los Hebreos: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella «vida según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico» al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes:

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«No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás».(216) En concreto, la vida de oración debe ser «renovada» constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu. Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles. También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre.(217) Pero esto exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así puede darlo a conocer a los demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios, ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15). Además, «el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradición».(218) El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien expresado en las palabras del apóstol Pedro: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 Pe 4, 10). Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a

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acoger la caridad pastoral de Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento recibido. Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias más radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá los esfuerzos humanos del sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una formación pastoral permanente. El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús, buen Pastor. La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación de llevar su ministerio a un activismo finalizado en sí mismo, a una prestación impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a una especie de empleo en la organización eclesiástica. Sólo la formación permanente ayuda al «sacerdote» a custodiar con amor vigilante el «misterio» del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad. Significado profundo de la formación permanente 73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente nos ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús buen Pastor. ¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de esta manera: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los sacerdotes están llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15) su identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a tomar conciencia cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo continuamente. He aquí la invitación de Pablo a Timoteo: «Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 14). En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el profundo significado de la formación permanente del sacerdote en orden a su presencia y acción en la Iglesia «mysterium, communio et missio». En la Iglesia «misterio» el sacerdote está llamado, mediante la formación permanente, a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues él es «ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios» (cf. 1

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Cor 4, 1). Pablo pide expresamente a los cristianos que lo consideren según esta identidad; pero él mismo es el primero en ser consciente del don sublime recibido del Señor. Así debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y los ojos de Cristo. En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos. 74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia «comunión», a madurar la conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.(219) El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo «al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en» la Iglesia. Es hermano entre hermanos. Revestido por el bautismo con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo unigénito, el sacerdote es miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 16). La conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su profunda comunión con todos, como escribía Pablo VI: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio».(220) Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal. El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que existe entre las diversas Iglesias particulares, una comunión enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Esta conciencia de comunión

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intereclesial favorecerá el «intercambio de dones», comenzando por los dones vivos y personales, como son los mismos sacerdotes. De aquí la disponibilidad, es más, el empeño generoso por llegar a una justa distribución del clero.(221) Entre estas Iglesias particulares hay que recordar a las que, «privadas de libertad, no pueden tener vocaciones propias», como también las «Iglesias recientemente salidas de la persecución y las Iglesias pobres a las que, ya desde hace tiempo, muchos, con espíritu generoso y fraterno, han enviado ayudas y continúan enviándolas».(222) Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los presbíteros, mediante el sacramento del Orden, están unidos con un vínculo personal e indisoluble a Cristo, único Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero quedan insertos en la comunión del presbiterio unido con el Obispo (Lumen gentium, 28; Presbyterorum ordinis, 7 y 8)».(223) Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La unidad de los presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo añadido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Santísima Trinidad».(224) Esta unidad del presbiterio, vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre «para que todos sean uno» (Jn 17, 21). La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraterna».(225) También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una invitación para que los presbíteros crezcan en la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular y acompañar la formación permanente de los sacerdotes. El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompañado de sincera estima y justo respeto de las particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad

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tradicional, amplía el horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación y recíproco influjo entre los valores de la Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren garantizar un espíritu de verdadera comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de la diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposición el propio carisma para la edificación de todos en la caridad.(226) Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote».(227) Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la vida del sacerdote: «aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo, el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano».(228) Se podría decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt 14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad. 75. La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la formación permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria, sino también medio indispensable para centrar constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y generosa. Con esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligación que no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 6, 16)— y es también, una exigencia, explícita o implícita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente a la salvación. Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las

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condiciones más adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo y estímulo para todo sacerdote: «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de Corinto—, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6, 3-10). En cualquier edad y situación 76. La formación permanente, precisamente porque es «permanente», debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas. La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes y ha de tener aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros a comprender y vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos. Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad», que ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formación presbiteral concluya con su estancia en el Seminario. Participando en los encuentros de la formación permanente, los jóvenes sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicación concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los años del Seminario. Al mismo tiempo, su participación activa en los encuentros formativos del presbiterio podrá servir de ejemplo y estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en años, testimoniando así el propio amor a todo el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes bien preparados. Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio

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sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados. 77. La formación permanente constituye también un deber para los presbíteros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como «hombrede Dios». La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación permanente no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes. También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condicíón de debilidad física o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formación permanente que los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia participan en la Pasión del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de Pablo que decía: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24).(229)

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Los responsables de la formación permanente 78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse de tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas en particular; el activismo y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías indispensables para «velar por sí mismos» (cf. 1 Tim 4, 16). Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se superen las dificultades e incluso que éstas sean un reto para programar y llevar a cabo un plan de formación permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro tiempo. Por ello, los responsables de la formación permanente de los sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia «comunión». En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la guía del Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos modos la formación permanente de los sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por eso, la formación permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio recíproco entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles. Precisamente la participación de vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación fundamental a la formación permanente, que no se puede reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende todo el ministerio y vida del presbítero. En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas de Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por parte de los cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el presbítero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las más variadas situaciones personales y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente en el corazón del presbítero que, buscando respuestas para los demás, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para sí mismo. De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino «colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).

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La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación con los sacerdotes se concretiza y especifica en relación con los diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote mismo. 79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente, pues sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud». Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la del presbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los presbíteros reciben su sacerdocio a través de él y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente, destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formación permanente, sino haciéndose personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formación permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial. El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teológicos y pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles laicos— comprometidas en la formación presbiteral. En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel significativo; ellas, como «Iglesias domésticas», tienen una relación concreta con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de origen, pues ella, en unión y comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una ayuda específica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional, e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el más absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador de su misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega y respeto.

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Momentos, formas y medios de la formación permanente 80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable» (cf. 2 Cor 6, 2) en el que el Espíritu Santo lleva al sacerdote a un crecimiento directo en la oración, el estudio y la conciencia de las propias responsabilidades pastorales, hay sin embargo momentos «privilegiados», aunque sean más comunes y establecidos previamente. Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio, tanto litúrgicos (en particular la concelebración de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales, dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas teológicos. Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los Ejercicios espirituales, los días de retiro o de espiritualidad. Son ocasión para un crecimiento espiritual y pastoral; para una oración más prolongada y tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral. Son también importantes los encuentros de estudio y de reflexión común, que impiden el empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones cómodas incluso en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una síntesis más madura entre los diversos elementos de la vida espiritual, cultural y apostólica; abren la mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y a las nuevas llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia. 81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la formación permanente sea cada vez más una valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre éstos hay que recordar las diversas formas de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes: «Hoy no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o están comprometidos pastoralmente en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción apostólica, esta vida común del clero ofrece a todos, presbíteros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de unidad».(230) También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota específica la diocesaneidad, en virtud de la cual los sacerdotes se unen más estrechamente al Obispo y forman «un estado de consagración en el que los sacerdotes, mediante votos u otros vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida los consejos evangélicos».(231) Todas las formas de «fraternidad sacerdotal» aprobadas por la Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual, sino también para la vida apostólica y pastoral. Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye no poco a favorecer la formación permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio clásico, que no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Como decía el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene una función

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hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe».(232)

CONCLUSIÓN 82. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). Esta promesa de Dios está, todavía hoy, viva y operante en la Iglesia, la cual se siente, en todo tiempo, destinataria afortunada de estas palabras proféticas y ve cómo se cumplen diariamente en tantas partes del mundo, mejor aún, en tantos corazones humanos, sobre todo de jóvenes. Y desea, ante las graves y urgentes necesidades propias y del mundo, que en los umbrales del tercer milenio se cumpla esta promesa divina de un modo nuevo, más amplio, intenso, eficaz: como una extraordinaria efusión del Espíritu de Pentecostés. La promesa del Señor suscita en el corazón de la Iglesia la oración, la petición confiada y ardiente en el amor del Padre que, igual que ha enviado a Jesús, el buen Pastor, a los Apóstoles, a sus sucesores y a una multitud de presbíteros, siga así manifestando a los hombres de hoy su fidelidad y su bondad. Y la Iglesia está dispuesta a responder a esta gracia. Siente que el don de Dios exige una respuesta comunitaria y generosa: todo el Pueblo de Dios debe orar intensamente y trabajar por las vocaciones sacerdotales; los candidatos al sacerdocio deben prepararse con gran seriedad a acoger y vivir el don de Dios, conscientes de que la Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad de ellos; deben enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio corazón a imagen del suyo; estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como imagen suya para proclamar a todos a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y especialmente las madres, sean generosos en entregar sus hijos al Señor, que los llama al sacerdocio, y que colaboren con alegría en su itinerario vocacional, conscientes de que así será más grande y profunda su fecundidad cristiana y eclesial, y que pueden experimentar, en cierto modo, la bienaventuranza de María, la Virgen Madre: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42). También digo a los jóvenes de hoy: sed más dóciles a la voz del Espíritu; dejad que resuenen en la intimidad de vuestro corazón las grandes expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no tengáis miedo en abrir vuestro espíritu a la llamada de Cristo, el Señor; sentid sobre vosotros la mirada amorosa de Jesús y responded con entusiasmo a la invitación de un seguimiento radical.

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La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los sacerdotes asumen para llevar a cabo aquella formación permanente que exige la dignidad y responsabilidad que el sacramento del Orden les confirió. Todos los sacerdotes están llamados a ser conscientes de la especial urgencia de su formación en la hora presente: la nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad. La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino unos pastores «según su corazón». El «corazón» de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en el Corazón de Cristo, buen Pastor. Y el Corazón de Cristo sigue hoy teniendo compasión de las muchedumbres y dándoles el pan de la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea palpitar en otros corazones —los de los sacerdotes—: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6, 37). La gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y llamada por su nombre; caminar segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se pierde; ser amada; recibir la salvación como don supremo del amor de Dios; precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él y sus presbíteros con Él. Y ahora, al terminar esta Exhortación, dirijo mi mirada a la multitud de aspirantes al sacerdocio, de seminaristas y de sacerdotes que —en todas las partes del mundo, en situaciones incluso las más difíciles y a veces dramáticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de fidelidad al Señor y del incansable servicio a su grey— ofrecen a diario su propia vida por el crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad en el corazón y en la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Vosotros, amadísimos sacerdotes, hacéis esto porque el mismo Señor, con la fuerza de su Espíritu, os ha llamado a presentar de nuevo, en los vasos de barro de vuestra vida sencilla, el tesoro inestimable de su amor de buen Pastor. En comunión con los Padres sinodales y en nombre de todos los Obispos del mundo y de toda la comunidad eclesial, os expreso todo el reconocimiento que vuestra fidelidad y vuestro servicio se merecen.(233) Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio. Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.

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Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente. Oh María, Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes: acepta este título con el que hoy te honramos para exaltar tu maternidad y contemplar contigo el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos, oh Santa Madre de Dios. Madre de Cristo, que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne por la unción del Espíritu Santo para salvar a los pobres y contritos de corazón: custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes, oh Madre del Salvador. Madre de la fe, que acompañaste al templo al Hijo del hombre, en cumplimiento de las promesas hechas a nuestros Padres: presenta a Dios Padre, para su gloria, a los sacerdotes de tu Hijo, oh Arca de la Alianza. Madre de la Iglesia, que con los discípulos en el Cenáculo implorabas el Espíritu para el nuevo Pueblo y sus Pastores: alcanza para el orden de los presbíteros la plenitud de los dones, oh Reina de los Apóstoles. Madre de Jesucristo, que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión, lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre, lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y eterno, y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo: acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio, protégelos en su formación y acompaña a tus hijos en su vida y en su ministerio, oh Madre de los sacerdotes. Amén.

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Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado. Notas 1. Proposición 2. 2. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: L'Osservatore Romano,edición en lengua española, 2 de noviembre de 1990, pág. 11 3. Cf. Proposición 1. 4. Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 28; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius. 5. Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970): AAS 62 (1970), 321-384. 6. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 3: l.c. 7. Ibid., 1: l.c. 8. Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990), III: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de noviembre de 1990, pág. 12. 9. Angelus (14 enero 1990), 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 1990, pág. 4. 10. Ibid., 3: l.c. 11. Cf. Proposición 3. 12. Pablo VI, Homilía en la IX sesión pública del Conc. Ecum. Vat. II (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55. 13. Cf. Proposición 3. 14. Cf. ibid. 15. Cf. Sínodo de los Obispos, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales - Lineamenta, 5-6. 16. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 4. 17. Cf. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. Mensaje de los Padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre 1990), I: l.c. 18. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 4: l.c.; cf. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo 1991 (10 marzo 1991): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 marzo de 1991. 19. Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970): l.c. 321-384; Sínodo de los Obispos, II Asam. Gen. Ord., 1971. 20. Proposición 7. 21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 5. 22. Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 8: AAS 81 (1989), 405; cf. Sínodo de los Obispos II Asam. Gen. Extraord., 1985. 23. Cf. Proposición7. 24. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-8. 25. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1. 26. Cf. Proposición 7.

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27. Ibid. 28. Proposición 7. 29. Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum laboris», 16; cf. Proposición 7. 30. Angelus (25 febrero 1990): L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de marzo de 1990, pág. 12. 31. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-9. 32. Ibid, 8; cf. Proposición 7. 33. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 9. 34. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10. 35. Cf. Proposición 7. 36. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10. 37. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 20. 38. Cf. Proposición 12. 39. Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990), III: l.c. 40. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40. 41. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12. 42. Sermo 340, 1: PL 38, 1483. 43. Ibid.: l.c. 44. Cf. Proposición 8. 45. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 2; 12. 46. Cf. Proposición 8. 47. Sermo Morin Guelferbytanus, 32, 1: PLS 2, 637. 48. Misal Romano, Antífona de comunión de la Misa del IV domingo de Pascua. 49. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716. 50. Proposición 7. 51. Homilía durante la adoración eucarística en Seúl (7 octubre 1989), 2: Insegnamenti XII/2 (1989), 785; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de octubre de 1989, pág. 2. 52. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 123,5: CCL 36, 678. 53. A los sacerdotes partecipantes en un encuentro convocado por la Conf. Episcopal Italiana (4 noviembre 1980): Insegnamenti, III/ 2 (1980), 1055. 54. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14. 55. Ibid. 56. Ibid. 57. Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64-67. 58. Cf. Proposición 8. 59. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12. 60. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: l.c. 61. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12. 62. Ibid. 5. 63. Cf. Conc. Ecum. Trident. Decretum de iustificatione, cap. 7; Decretum de sacramentis, can. 6, (DS 1529; 1606). 64. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.

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65. S. Agustín, Sermo de Nat. sanct. Apost. Petri et Pauli ex Evangelio in quo ait: Simon Iohannis diligis me?: ex Bibliot. Casin. in Miscellanea Augustiniana, vol. I, dir. G. Morin O.S.B., Roma, Tip. Poligl. Vat., 1930, p. 404. 66. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 4-6; 13. 67. Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975). 15: l.c., 13-15. 68. Cf. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8; 10. 69. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 5. 70. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 31, VI: AAS 77 (1985), 265-266. 71. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6. 72. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42. 73. Cf. Proposición 9. 74. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 15. 75. Cf. ibid. 76. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42. 77. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 16: AAS 74 (1982), 98. 78. Proposición 11. 79. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, 16. 80. Ibid. 81. Proposición 8. 82. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 17. 83. Proposición 10. 84. Ibid. 85. Cf. S. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y S. Congregación para los Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 18: AAS 70 (1978), 484-485. 86. Cf. Proposición 25; 38. 87. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10. 88. cf. Proposición 12. 89. Carta Enc. Redemptoris missio, (7 diciembre 1990), 67: AAS 83 (1991) 315-316. 90. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10. 91. Homilía a 5.000 sacerdotes provenientes de todo el mundo (9 octubre 1984), 2: Insegnamenti, VII/2 (1984), 839; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de octubre de 1984, pág. 9. 92. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990), 5: l.c. 93. Cf. Proposición 6. 94. Cf. Proposición 13. 95. Cf. Proposición 4. 96. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 9. 97. Ibid. 98. S. Cipriano, De dominica Oratione, 23: CCL 3/A, 105.

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99. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 3. 100. Proposición 5. 101. Angelus (3 diciembre 1989), 2: Insegnamenti, XII/2 (1989), 1417;L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de dicembre de 1989, pág. 4 102. Mensaje para la V Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (19 abril 1968): Insegnamenti, VI (1968), 134-135. 103. Cf. Proposición 5. 104. Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12. 105. Cf. Proposición, 13. 106. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 16. 107. Misal Romano, Colecta de la Misa por las vocaciones a las Órdenes sagradas. 108. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosantum concilium, 10. 109. Proposición 15. 110. Ibid. 111. Cf. C.I.C can. 220: «A nadie es lícito (...) violar el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad»; cf. can. 642. 112. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2. 113. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, 15. 114. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius 2. 115. Decreto sobre el ministerio vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6. 116. Ibid., 11. 117. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2. 118. Proposición 14. 119. Proposición 15. 120. Cf. Proposición 16. 121. Mensaje para la XXII Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales (13 abril 1985) 1: AAS 77 (1985) 982. 122. Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de Dios (28 octubre 1990) IV: l.c. 123. Proposición 21. 124. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 11; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 3; S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), 51: l.c., 356-357. 125. Cf. Proposición 21. 126. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979) 10: AAS 71 (1979), 274. 127. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981) 37: l.c., 128. 128. Ibid. 129. Proposición 21. 130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 24. 131. Cf. Proposición 21. 132. Proposición 22. 133. Cf. S. Agustín, Confes., I. 1: CSEL 33, 1.

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134. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 30. 135. Proposición 22. 136. Proposición 23. 137. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 8. 138. Const. dogm. sobre la divina rivelación Dei Verbum, 24. 139. Ibid., 2. 140. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 25. 141. Angelus (4 marzo 1990), 2-3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de marzo de 1990, pág. 1. 142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosantum concilium, 14. 143. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 26, 13: l.c., 266. 144. Liturgia de las Horas, Antífona al «Magnificat» de las segundas Vísperas en la Solemnidad del S. Cuerpo y Sangre de Cristo. 145. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 13. 146. Angelus (1 julio 1990), 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de julio de 1990, pág. 12. 147. Proposición 23. 148. Ibid. 149. Cf. Ibid. 150. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 9. 151. S. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), l.c., 354. 152. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Opatatam totius, 10. 153. Ibid. 154. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo (8 abril 1979): Insegnamenti II/I (1979), 841-862; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de 1979, pág. 1. 155. Proposición 24. 156. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 15. 157. Proposición 26. 158. Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16. 159. La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 39. 160. Cf. Congregación para la Educación Católica, Carta a los obispos sobre la enseñanza de la filosofía en los seminarios (20 enero 1972). 161. «Desideravi intellectu videre quod credidi et multum disputavi et laboravi», De Trinitate XV, 28: CCL 50/A, 534. 162. Discurso a los participantes en la XXI Semana Bíblica italiana (25 septiembre 1970): AAS 62 (1970), 618. 163. Proposición 26. 164. «Fides, quae est quasi habitus theologiae»: In Lib. Boetii de Trinitate V, 4, ad 8. 165. Cf. S. Tomás de Aquino, In I Sent., Q. 1, a. 2. 166. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 11; 40: AAS 82 (1990), 1554-1555; 1568-1569.

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167. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 14. 168. Itineranium mentis in Deum, Prol., n. 4: Opera omnia, tomus V, Ad Claras Aquas 1891, 296. 169. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16. 170. Carta Enc. Sollecitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988), 571. 17.1 Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 54: AAS 83 (1991), 859-860. 172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 21: l.c., 1559. 173. Proposición 26. 174. Así, por ejemplo, escribía S. Tomás de Aquino: «Es necesario atenerse más a la autoridad de la Iglesia que a la autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier otro Doctor»: Summa Theol., II-II, q. 10, a. 12; añade que nadie puede defenderse con la autoridad de Jerónimo o de Agustín o de cualquier otro Doctor en contra de la autoridad de Pedro: cf. Ibid. II-II, q. 11, a. 2 ad 3. 175. Proposición 32. 176. Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990) 67: l.c., 315-316. 177. Cf. Proposición 32. 178. Proposición 27. 179. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4. 180. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. sobre la Iglesia Lumen gentium, 48. 181. Explanatio Apocalypsis, lib. II, 12: PL 93, 166. 182. Cf. Proposición 28. 183. Ibid. 184. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 9; cf. Exhort. Ap. Christifideles laici (30 diciembre 1988), 61: l.c., 512-514. 185. Proposición 28. 186. Cf. Ibid. 187. Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990) 678: l.c., 315-316. 188. Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 4. 189. Proposición 20. 190. Ibid. 191. Ibid. 192. Ibid. 193. Cf. Discurso a los alumnos y ex-alumnos del Colegio Capránica (21 enero 1983): Insegnamenti VI/I (1983) 173-178; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de abril de 1983, pág. 11. 194. Proposición 20. 195. Ibid. 196. Proposición 19. 197. Ibid. 198. In Iohannem Evangelistam Expositio, c. 21, lect. V, 2. 199. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 3. 200. Cf. Proposición 17. 201. Cf. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970) 19: l.c., 342. 202. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7. 203. Proposición 29.

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204. Ibid. 205. Cf. Proposición 23. 206. Cf. Exhort. Ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 61; 63: l.c., 512-514; 517-518; Cart. ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 29-31: l.c., 1721-1729. 207. Cf. Proposición 29. 208. Proposición 30. 209. Ibid. 210. Cf. Proposición 25. 211. Discurso a los sacerdotes colaboradores con el movimiento «Comunión y Liberación» (12 septiembre 1985): AAS 78 (1986), 256; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de 1985, pág. 11. 212. Cf. Proposición 25. 213. Encuentro con los representanes del clero suizo en Einsiedeln (15 junio 1984), 10: Insegnamenti VII/I (1984), 1798; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de julio de 1984, pág. 14. 214. Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus. 123, 5: l.c., 678-680. 215. Cf. Proposición 31. 216. S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, 1178. 217. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22. 218. Sínodo de los Obispos Asam. Gen. Ord., La formación de los presbíteros en las circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 55. 219. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 6. 220. Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964) III: AAS 56 (1964), 647. 221. Cf. Congregación para el Cero, Notas directivas para la promoción de la cooperación mutua entre las Iglesias particulares y especialmente para la distribución más adecuada del clero Postquam apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980), 343-364. 222. Proposición 39. 223. Proposición 34. 224. Ibid. 225. Ibid. 226. Cf. Proposición 38; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 1; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 1; Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978) 2; 10: l.c., 475; 479-480. 227. Proposición 35. 228. Ibid. 229. Cf. Proposición 36. 230. Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum laboris», 60; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 30; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8; C.I.C., can. 550, 2. 231. Proposición 37. 232. J. B. Montini, Carta pastoral Sobre el sentido moral, 1961. 233. Cf. Proposición 40.

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1997

A los religiosos dehonianos reunidos en Capítulo

Discurso

30 de mayo de 1997 Amadísimos Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús: 1. Bienvenidos a este encuentro, que se celebra con ocasión del vigésimo capítulo general ordinario de vuestra congregación. Agradezco cordialmente al superior general, padre Virginio Bressanelli, las palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros y ha ilustrado el tema y los objetivos de vuestras jornadas de oración, reflexión y discernimiento. He sabido con placer que vuestro instituto está presente hoy en cuatro continentes con casi dos mil cuatrocientos religiosos, constituyendo así una realidad eclesial rica y articulada. La finalidad de vuestra asamblea capitular es trazar algunas líneas que orienten el camino y la actividad de la congregación en sus diversas provincias, para valorar mejor a las personas y los dones que vuestra familia religiosa posee, al servicio de la Iglesia y del Evangelio. En este propósito, por la comunión de los santos, ciertamente os acompaña vuestro venerado padre fundador, León Juan Dehon, cuyo decreto de virtudes heroicas tuve la alegría de promulgar. Sé que para vuestra congregación se trata de un intenso momento de gracia y un motivo de renovado fervor, por lo que me uno a vuestra alegría. La vida cristiana, y con mayor razón la vida consagrada, es vida de amor oblativo (cf. Vita consecrata, 75). Estaba realmente convencido de esto el padre Dehon, quien, siendo aún joven sacerdote, se sintió llamado a responder al amor del Corazón de Cristo con una consagración de amor misionero y reparador. Amadísimos hermanos, proseguid generosamente por este sendero, conscientes de que, para ser fieles al carisma de vuestro fundador, necesitáis ante todo cultivar en vosotros mismos la docilidad al Espíritu Santo que le permitió adherirse plenamente a la inspiración divina. Precisamente de esta intensidad de vida espiritual, actuada principalmente en la oración, depende la vitalidad de vuestra familia religiosa. Amadísimos hermanos, el Corazón de Cristo es el punto focal de vuestra consagración. Jesús, en quien toda la Iglesia fija su mirada especialmente durante este año, primera etapa del trienio de preparación para el jubileo del año 2000, muestra al hombre contemporáneo su Corazón, fuente de vida y santidad. Cristo, Rey y centro de todos los corazones, pide a los consagrados no sólo que lo

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contemplen, sino también que entren en su Corazón, para poder vivir y actuar en constante comunión con sus sentimientos. La radicalidad del seguimiento, la fidelidad a los votos, la fraternidad, el servicio apostólico y la comunión eclesial: todo deriva de aquí, de esta fuente inagotable de gracia. 2. Entre los objetivos prioritarios de vuestra asamblea capitular, se encuentra con razón el de una formación cualificada, permanente y adecuada a las diversas etapas de la vida del candidato y del consagrado. He escrito en la exhortación postsinodal Vita consecrata: «La vida consagrada necesita también en su interior un renovado amor por el empeño cultural, una dedicación al estudio como medio para la formación integral y como camino ascético, extraordinariamente actual, ante la diversidad de las culturas. Una disminución de la preocupación por el estudio puede tener graves consecuencias también en el apostolado, generando un sentido de marginación y de inferioridad, o favoreciendo la superficialidad y ligereza en las iniciativas» (n. 98). Por tanto, es parte integrante de la formación inicial y permanente el estudio, la profundización teológica, indispensable para la calidad de la vida personal y el servicio que hay que prestar al encuentro entre el Evangelio y las culturas. Una ferviente vida espiritual y cultural, en sintonía con la tradición y las enseñanzas del magisterio de la Iglesia, permite superar las posibles tentaciones de encerrarse y aislarse en las metas ya alcanzadas, aunque sean notables. Amadísimos hijos del padre Dehon, fieles a vuestro fundador, amad a la Iglesia y a sus pastores. Son admirables los vínculos de estima, e incluso de amistad, que unieron al padre Dehon con los Romanos Pontífices, durante su larga vida. León XIII, por ejemplo, lo consideraba un óptimo intérprete de su magisterio. Benedicto XV fue su amigo personal y le encomendó la construcción de la basílica de Cristo Rey en Roma. Esforzaos para que vuestras actitudes e iniciativas estén orientadas siempre a la colaboración efectiva con la jerarquía eclesiástica, sobre todo en la delicada tarea de formar e iluminar las conciencias de los fieles, frecuentemente desorientadas y confundidas. Os repito a vosotros cuanto he escrito dirigiéndome a todas las personas consagradas: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (Vita consecrata, 110). El carisma del padre Dehon es un don fecundo para la construcción de la civilización del amor, ya que el alma de la nueva evangelización es el testimonio de la caridad divina: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único...» (Jn 3, 16). 3. ¡Conservad siempre vivo el anhelo misionero! Hace cien años partieron hacia el Congo los primeros misioneros de vuestro Instituto, guiados por el padre Gabriele Grison, que vivió entre las poblaciones de la región de Kisangani, llegando a ser su vicario apostólico. Me complace recordar que me arrodillé ante su tumba durante mi primer viaje apostólico a África, en mayo de 1980. Con viva admiración he sabido que no habéis dejado ninguna de vuestras misiones en el Congo-Zaire, aceptando todos los riesgos del momento actual. Dios bendecirá seguramente vuestro valiente testimonio de amor a Cristo y a las poblaciones

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locales, tan duramente probadas. Amadísimos hermanos, junto con vosotros, quisiera encomendar, una vez más, al Señor a los hijos e hijas de esas martirizadas regiones del continente africano, para que encuentren el camino de la reconciliación y del desarrollo. Amadísimos hermanos, veo asimismo con placer que deseáis animar con espíritu misionero cada aspecto y cada actividad de vuestra congregación. En efecto, todo en la Iglesia está orientado al anuncio de Cristo. Deseo cordialmente que, con una fecunda armonía, conjuguéis siempre la comunión fraterna y el compromiso apostólico, la proyección en el mundo y la plena sintonía con los legítimos pastores, la atención a vuestros hermanos, especialmente ancianos, enfermos y necesitados, y la valoración de cada uno para la misión común. ¡Ojalá que este anhelo apostólico anime también a las demás «ramas» de la familia que sigue la espiritualidad del padre Dehon, es decir, la de las personas consagradas en el mundo y la de los laicos dehonianos! 4. Queridos hermanos, dentro de pocos días celebraremos la solemnidad del Sagrado Corazón: la liturgia de la Iglesia os ofrece la fuente más rica de inspiración para vuestro capítulo. Pido al Señor que, por intercesión de María santísima, os colme de su sabiduría a cada uno, para que vuestra asamblea produzca los frutos esperados. Con este fin, os imparto de corazón a vosotros y a todos los sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús una bendición apostólica especial, que extiendo con mucho gusto a toda la familia dehoniana.

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2003

Al Capítulo general de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús

(Dehonianos) Discurso

10 de junio de 2003 Queridos Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús y miembros de la familia religiosa dehoniana: 1. Me alegra acogeros en esta audiencia especial, mientras los trabajos de vuestro capítulo general están a punto de entrar en su fase conclusiva. ¡Gracias por vuestra visita! A todos os dirijo un saludo cordial, en particular al recién elegido superior general, padre José Ornelas Carvalho, a quien agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes y de todo vuestro instituto, extendido por treinta y siete naciones. A él y a los miembros del consejo general les expreso mis más fervientes deseos para un servicio de guía y animación que favorezca el auténtico progreso de la Congregación, conservando intacta su fisonomía originaria, querida por el fundador. 2. Este año se celebra el 125° aniversario de vida religiosa del venerable León Dehon. Habéis querido recordar este significativo acontecimiento con un especial Año dehoniano, que culminará el 28 de junio, día en que se conmemora la profesión de sus primeros votos religiosos, y día que él mismo reconoció como inicio de vuestra congregación. Espero que esto os estimule a volver a los orígenes, con la "fidelidad creativa" (cf. Vita consecrata, 37) que conserva inalterado vuestro carisma, caracterizado por una contemplación constante del Corazón de Cristo, por la participación consciente en su oblación reparadora y por una entrega solícita a difundir el reino del Señor en las almas y en la sociedad, porque precisamente el rechazo del amor de Dios es la causa más profunda de los males del mundo (cf. Constituciones, 4). Esta inspiración originaria fue lo que llevó a León Dehon, en la segunda mitad del siglo XIX, a comenzar, en San Quintín (Francia), una original experiencia espiritual y misionera. El mismo entusiasmo de vuestro fundador debe guiaros, amadísimos hermanos, al discernir y reconsiderar los ámbitos de vuestra acción apostólica, implicando en el "proyecto dehoniano" también a los laicos.

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3. El capítulo, que está a punto de concluir, os ha permitido "revisar" los fundamentos de vuestro carisma, con el compromiso de traducirlos a nuestro tiempo, conscientes de la valiosa actualidad de vuestra misión. Espero que atesoréis las indicaciones que han surgido de los trabajos de estos días, de modo que, a través de su actuación precisa, el camino de la Congregación prosiga con seguridad y dé frutos abundantes para la Iglesia y para el mundo. Pero, para que esto suceda es necesario ante todo que Cristo siga siendo el centro de vuestra vida y de vuestras obras. El padre Dehon deseaba que sus discípulos, siguiendo fielmente al divino Maestro, fueran profetas del Amor y servidores de la reconciliación, personas totalmente orientadas a la santidad y capaces de comunicar la reconciliación y el amor que el Sagrado Corazón de Jesús, con su muerte, obtuvo para la humanidad de todos los tiempos. 4. Vosotros, amadísimos hermanos, estáis llamados en vuestro trabajo a confrontaros con los desafíos del actual momento histórico, y seguramente experimentáis que la verdadera necesidad de todo ser humano es conocer y encontrar a Dios. Pero sólo con la oración personal y comunitaria se puede obtener la energía espiritual indispensable para cumplir esta ardua misión. Como sugiere el tema del capítulo, sed "Dehonianos en misión: corazón abierto y solidario", dispuestos a confrontaros con las exigencias de nuestra época y a reconsiderar vuestro apostolado en los ámbitos de la espiritualidad, de la misión ad gentes, de la presencia en el campo social y de una atención singular a la cultura (cf. Constituciones, n. 31). Es conocida también vuestra actividad en el campo de la información y de la documentación religiosa. Atentos a escrutar "los signos de los tiempos", no debe debilitarse jamás en vosotros la fidelidad a la doctrina católica y al magisterio de la Iglesia, para que prestéis, también con vuestras publicaciones, el servicio indispensable a la verdad, primera forma de caridad. 5. Queridos hermanos, la historia de vuestro instituto ha alcanzado ya la meta de los 125 años de vida y de actividad; es un camino rico en méritos y en frutos apostólicos. Proseguid con valentía y entrega. Encomiendo a la intercesión celestial de la Virgen María, Reina del rosario, y del beato Juan María de la Cruz, protomártir de vuestra congregación, los propósitos y las opciones operativas que han surgido de los trabajos capitulares. Pido a Dios que avancéis con renovado impulso por el camino de la santidad y del servicio al reino de Dios. Os acompaño con mi afectuoso recuerdo, a la vez que os imparto de corazón una bendición especial a vosotros aquí presentes, a vuestros hermanos y a cuantos forman parte de vuestra familia espiritual esparcida por el mundo.

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Benedicto XVI

(2005-)

2005

En la Solemnidad de Pentecostés Homilía

15 de mayo de 2005 Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos ordenandos; queridos hermanos y hermanas: La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.

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Para Israel, Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Dios había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, después le había dado su ley, los diez mandamientos. Sólo así la obra de liberación, que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente: la libertad humana es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común. Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Así, Israel llegó a ser pueblo de forma plena precisamente a través de la alianza con Dios en el Sinaí. El encuentro con Dios en el Sinaí podría considerarse como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo. El viento y el fuego, que bajaron sobre la comunidad de los discípulos de Cristo reunida en el Cenáculo, constituyeron un desarrollo ulterior del acontecimiento del Sinaí y le dieron nueva amplitud. En aquel día, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, "judíos piadosos (...) de todas las naciones que hay bajo el cielo" (Hch 2, 5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo: todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles: "La gente (...) les oía hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda. San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres. El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice: en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.

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La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: "La paz con vosotros". Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. "La paz con vosotros": este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él. Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios: Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano. Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo. Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad. Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar. Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el

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mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz. Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés, el viento impetuoso del quincuagésimo día y el soplo leve de Jesús en el atardecer de Pascua, podemos pensar en el contraste entre dos episodios que sucedieron en el Sinaí, de los que nos habla el Antiguo Testamento. Por una parte, está el relato del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los diez mandamientos y a la conclusión de la alianza (cf. Ex 19 ss); por otra, el misterioso relato de Elías en el Horeb. Después de los dramáticos acontecimientos del monte Carmelo, Elías había escapado de la ira de Ajab y Jezabel. Luego, cumpliendo el mandato de Dios, había peregrinado hasta el monte Horeb. El don de la alianza divina, de la fe en el Dios único, parecía haber desaparecido en Israel. Elías, en cierto modo, debía reavivar en el monte de Dios la llama de la fe y llevarla a Israel. En aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro de una brisa suave. Y Dios le habla desde esa brisa suave (cf. 1 R 19, 11-18). ¿No es precisamente lo que sucedió en la tarde de Pascua, cuando Jesús se apareció a sus Apóstoles, lo que nos enseña qué es lo que se quiere decir aquí? ¿No podemos ver aquí una prefiguración del siervo de Yahveh, del que Isaías dice: "No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz"? (Is 42, 2) ¿No se presenta así la humilde figura de Jesús como la verdadera revelación en la que Dios se manifiesta a nosotros y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios? Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence. Queridos ordenandos, de este modo el mensaje de Pentecostés se dirige ahora directamente a vosotros. La escena de Pentecostés, en el evangelio de san Juan, habla de vosotros y a vosotros. A cada uno de vosotros, de modo muy personal, el Señor le dice: ¡la paz con vosotros!, ¡la paz contigo! Cuando el Señor dice esto, no da algo, sino que se da a sí mismo, pues él mismo es la paz (cf. Ef 2, 14). En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz. Así, este saludo se sitúa en el centro de vuestra misión sacerdotal: el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir: "este es mi cuerpo", "esta es mi sangre". Dejaos atraer siempre de nuevo a la santa Eucaristía, a la comunión de vida con Cristo.

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Considerad como centro de toda jornada el poder celebrarla de modo digno. Conducid siempre de nuevo a los hombres a este misterio. A partir de ella, ayudadles a llevar la paz de Cristo al mundo. En el evangelio que acabamos de escuchar resuena también una segunda expresión del Resucitado: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Cristo os dice esto, de modo muy personal, a cada uno de vosotros. Con la ordenación sacerdotal, os insertáis en la misión de los Apóstoles. El Espíritu Santo es viento, pero no es amorfo. Es un Espíritu ordenado. Se manifiesta precisamente ordenando la misión, en el sacramento del sacerdocio, con la que continúa el ministerio de los Apóstoles. A través de este ministerio, os insertáis en la gran multitud de quienes, desde Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el Sucesor de san Pedro, que aquí, en Roma, es también vuestro obispo. Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios. Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón. Finalmente, queridos ordenandos, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.

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2005

El viernes pasado Ángelus

5 de junio de 2005 Queridos hermanos y hermanas: El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, devoción profundamente arraigada en el pueblo cristiano. En el lenguaje bíblico el "corazón" indica el centro de la persona, la sede de sus sentimientos y de sus intenciones. En el corazón del Redentor adoramos el amor de Dios a la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia. Por tanto, rendir culto al Sagrado Corazón de Cristo significa adorar aquel Corazón que, después de habernos amado hasta el fin, fue traspasado por una lanza y, desde lo alto de la cruz, derramó sangre y agua, fuente inagotable de vida nueva. Con la fiesta del Sagrado Corazón coincidió la celebración de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, ocasión propicia para orar a fin de que los presbíteros no antepongan nada al amor de Cristo. El beato Juan Bautista Scalabrini, obispo y patrono de los emigrantes, de cuya muerte el 1 de junio recordamos el centenario, tuvo una profunda devoción al Corazón de Cristo. Fundó los Misioneros y las Misioneras de San Carlos Borromeo, llamados "escalabrinianos", para el anuncio del Evangelio entre los emigrantes italianos. Al recordar a este gran obispo, dirijo mi pensamiento a quienes se hallan lejos de su patria y a menudo también de su familia, y les deseo que encuentren siempre en su camino rostros amigos y corazones acogedores, que puedan sostenerlos en las dificultades de cada día. El corazón que más se asemeja al de Cristo es, sin duda alguna, el corazón de María, su Madre inmaculada, y precisamente por eso la liturgia los propone juntos a nuestra veneración. Respondiendo a la invitación dirigida por la Virgen en Fátima, encomendemos a su Corazón inmaculado, que ayer contemplamos en particular, el mundo entero, para que experimente el amor misericordioso de Dios y conozca la verdadera paz.

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2005

Deus caritas est Carta Encíclica

25 de diciembre de 2005

Sobre el amor cristiano

INTRODUCCIÓN 1. « Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él ». Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: « Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas » (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro. En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás. Quedan así delineadas las dos grandes partes de esta Carta, íntimamente relacionadas entre sí. La primera tendrá un carácter más especulativo, puesto que en ella quisiera precisar —al comienzo de mi pontificado— algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de dicho amor con la realidad

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del amor humano. La segunda parte tendrá una índole más concreta, pues tratará de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo. El argumento es sumamente amplio; sin embargo, el propósito de la Encíclica no es ofrecer un tratado exhaustivo. Mi deseo es insistir sobre algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino.

PRIMERA PARTE

LA UNIDAD DEL AMOR EN LA CREACIÓN

Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN Un problema de lenguaje 2. El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A este respecto, nos encontramos de entrada ante un problema de lenguaje. El término « amor » se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se concentra en la cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso omiso del significado que tiene este vocablo en las diversas culturas y en el lenguaje actual. En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra « amor »: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien de una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes? « Eros » y « agapé », diferencia y unidad 3. Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al

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cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio (1). El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? 4. Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: « Omnia vincit amor », dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: « et nos cedamus amori », rindámonos también nosotros al amor (2). En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad. A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la « locura divina »: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, « éxtasis » hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser. 5. En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza. Esto depende ante todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre

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pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: « ¡Oh Alma! ». Y Descartes replicó: « ¡Oh Carne! » (3). Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza. Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. El eros, degradado a puro « sexo », se convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros quiere remontarnos « en éxtasis » hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación. 6. ¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina? Una primera indicación importante podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares. Según la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el « amor ». Primero, la palabra « dodim », un plural que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término « ahabá », que la traducción griega del Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética similar, « agapé », el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.

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El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del « para siempre ». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis », pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general. 7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente bastante filosóficas, nos han llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los significados de la palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre todo, ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la común experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella. A este propósito, nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el amor « mundano » y agapé como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella. Con frecuencia, ambas se contraponen, una como amor « ascendente », y como amor « descendente » la otra. Hay otras clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor que tiende al propio provecho. A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará « ser para » el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente

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del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34). En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: « per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferat » (4). En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. « Dentro [del tabernáculo] se extasía en la contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve apremiado por los asuntos de los afligidos: intus in contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur » (5). 8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más bien genérica, a las dos preguntas formuladas antes: en el fondo, el « amor » es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre. La novedad de la fe bíblica 9. Ante todo, está la nueva imagen de Dios. En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses, al fin y al cabo, queda poco clara y es contradictoria en sí misma. En el camino de la fe bíblica, por el contrario, resulta cada vez más claro y unívoco lo que se resume en las palabras de la oración fundamental de Israel, la Shema: « Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno » (Dt 6, 4). Existe un solo Dios, que es el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos los hombres. En esta puntualización hay dos elementos singulares: que realmente todos los otros dioses no son Dios y que toda la realidad en la que vivimos se remite a Dios, es creación suya. Ciertamente, la idea de una creación existe también en otros lugares, pero

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sólo aquí queda absolutamente claro que no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad; ésta proviene del poder de su Palabra creadora. Lo cual significa que estima a esta criatura, precisamente porque ha sido Él quien la ha querido, quien la ha « hecho ». Y así se pone de manifiesto el segundo elemento importante: este Dios ama al hombre. La potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo (6)—, pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente. Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente agapé. (7) Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo, han descrito esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas audaces. La relación de Dios con Israel es ilustrada con la metáfora del noviazgo y del matrimonio; por consiguiente, la idolatría es adulterio y prostitución. Con eso se alude concretamente —como hemos visto— a los ritos de la fertilidad con su abuso del eros, pero al mismo tiempo se describe la relación de fidelidad entre Israel y su Dios. La historia de amor de Dios con Israel consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah, es decir, abre los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le indica el camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial: « ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar junto a Dios » (Sal 73 [72], 25. 28). 10. El eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: « ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti » (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor. El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión de la Biblia es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé. Por eso podemos comprender que la recepción del Cantar de los Cantares en el canon de la Sagrada Escritura se haya justificado muy pronto, porque el

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sentido de sus cantos de amor describen en el fondo la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De este modo, tanto en la literatura cristiana como en la judía, el Cantar de los Cantares se ha convertido en una fuente de conocimiento y de experiencia mística, en la cual se expresa la esencia de la fe bíblica: se da ciertamente una unificación del hombre con Dios —sueño originario del hombre—, pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios y el hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa: « El que se une al Señor, es un espíritu con él », dice san Pablo (1 Co 6, 17). 11. La primera novedad de la fe bíblica, como hemos visto, consiste en la imagen de Dios; la segunda, relacionada esencialmente con ella, la encontramos en la imagen del hombre. La narración bíblica de la creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere darle una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: « ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! » (Gn 2, 23). En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su integridad (8). En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse « completo ». Así, pues, el pasaje bíblico concluye con una profecía sobre Adán: « Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne » (Gn 2, 24). En esta profecía hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y « abandona a su padre y a su madre » para unirse a su mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en « una sola carne ». No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella. Jesucristo, el amor de Dios encarnado 12. Aunque hasta ahora hemos hablado principalmente del Antiguo Testamento, ya se ha dejado entrever la íntima compenetración de los dos Testamentos como única Escritura de la fe cristiana. La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito. Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste simplemente en

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nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar. 13. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La « mística » del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar. 14. Pero ahora se ha de prestar atención a otro aspecto: la « mística » del Sacramento tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: « El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan », dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos « un cuerpo », aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor. El paso desde la Ley y los Profetas al doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo, el hacer derivar de este precepto toda la existencia de fe, no es simplemente moral, que podría darse autónomamente, paralelamente a la fe en Cristo y a su actualización en el Sacramento: fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el « culto » mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros. Una Eucaristía que no

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comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más detalladamente aún—, el « mandamiento » del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser « mandado » porque antes es dado. 15. Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse también a partir de este principio. El rico epulón (cf. Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así, acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al recto camino. La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de « prójimo » hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. « Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios. Amor a Dios y amor al prójimo 16. Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve » (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.

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17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta. En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, (9) querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío (10). Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28). 18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo

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con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).

SEGUNDA PARTE

CARITAS EL EJERCICIO DEL AMOR POR PARTE DE LA IGLESIA

COMO « COMUNIDAD DE AMOR » La caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario 19. « Ves la Trinidad si ves el amor », escribió san Agustín (11). En las reflexiones precedentes hemos podido fijar nuestra mirada sobre el Traspasado (cf. Jn 19, 37; Za 12, 10), reconociendo el designio del Padre que, movido por el amor (cf. Jn 3, 16), ha enviado el Hijo unigénito al mundo para redimir al hombre. Al morir en la cruz —como narra el evangelista—, Jesús « entregó el espíritu » (cf. Jn 19, 30), preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección (cf. Jn 20, 22). Se cumpliría así la promesa de los « torrentes de agua viva » que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13).

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El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres. Es este aspecto, este servicio de la caridad, al que deseo referirme en esta parte de la Encíclica. La caridad como tarea de la Iglesia 20. El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor. En consecuencia, el amor necesita también una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado. La Iglesia ha sido consciente de que esta tarea ha tenido una importancia constitutiva para ella desde sus comienzos: « Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno » (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos constitutivos enumera la adhesión a la « enseñanza de los Apóstoles », a la « comunión » (koinonia), a la « fracción del pan » y a la « oración » (cf. Hch 2, 42). La « comunión » (koinonia), mencionada inicialmente sin especificar, se concreta después en los versículos antes citados: consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37). A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa. 21. Un paso decisivo en la difícil búsqueda de soluciones para realizar este principio eclesial fundamental se puede ver en la elección de los siete varones, que fue el principio del ministerio diaconal (cf. Hch 6, 5-6). En efecto, en la Iglesia de los primeros momentos, se había producido una disparidad en el suministro cotidiano a las viudas entre la parte de lengua hebrea y la de lengua griega. Los Apóstoles, a los que estaba encomendado sobre todo « la oración » (Eucaristía y Liturgia) y el « servicio de la Palabra », se sintieron excesivamente cargados con el « servicio de la mesa »; decidieron, pues, reservar para sí su oficio principal y crear para el otro, también necesario en la Iglesia, un grupo de siete personas. Pero este grupo tampoco debía limitarse a un servicio meramente técnico de distribución: debían ser hombres « llenos de Espíritu y de sabiduría » (cf. Hch 6, 1-6). Lo cual significa que el servicio social que desempeñaban era absolutamente concreto, pero sin duda también espiritual al mismo tiempo; por tanto, era un verdadero oficio espiritual el suyo, que realizaba un cometido esencial de la Iglesia, precisamente el del amor bien ordenado al prójimo. Con la formación de este grupo de los Siete, la « diaconía » —el

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servicio del amor al prójimo ejercido comunitariamente y de modo orgánico— quedaba ya instaurada en la estructura fundamental de la Iglesia misma. 22. Con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra. Para demostrarlo, basten algunas referencias. El mártir Justino († ca. 155), en el contexto de la celebración dominical de los cristianos, describe también su actividad caritativa, unida con la Eucaristía misma. Los que poseen, según sus posibilidades y cada uno cuanto quiere, entregan sus ofrendas al Obispo; éste, con lo recibido, sustenta a los huérfanos, a las viudas y a los que se encuentran en necesidad por enfermedad u otros motivos, así como también a los presos y forasteros (12). El gran escritor cristiano Tertuliano († después de 220), cuenta cómo la solicitud de los cristianos por los necesitados de cualquier tipo suscitaba el asombro de los paganos (13). Y cuando Ignacio de Antioquía († ca. 117) llamaba a la Iglesia de Roma como la que « preside en la caridad (agapé) » (14), se puede pensar que con esta definición quería expresar de algún modo también la actividad caritativa concreta. 23. En este contexto, puede ser útil una referencia a las primitivas estructuras jurídicas del servicio de la caridad en la Iglesia. Hacia la mitad del siglo IV, se va formando en Egipto la llamada « diaconía »; es la estructura que en cada monasterio tenía la responsabilidad sobre el conjunto de las actividades asistenciales, el servicio de la caridad precisamente. A partir de esto, se desarrolla en Egipto hasta el siglo VI una corporación con plena capacidad jurídica, a la que las autoridades civiles confían incluso una cantidad de grano para su distribución pública. No sólo cada monasterio, sino también cada diócesis llegó a tener su diaconía, una institución que se desarrolla sucesivamente, tanto en Oriente como en Occidente. El Papa Gregorio Magno († 604) habla de la diaconía de Nápoles; por lo que se refiere a Roma, las diaconías están documentadas a partir del siglo VII y VIII; pero, naturalmente, ya antes, desde los comienzos, la actividad asistencial a los pobres y necesitados, según los principios de la vida cristiana expuestos en los Hechos de los Apóstoles, era parte esencial en la Iglesia de Roma. Esta función se manifiesta vigorosamente en la figura del diácono Lorenzo († 258). La descripción dramática de su martirio fue conocida ya por san Ambrosio († 397) y, en lo esencial, nos muestra seguramente la auténtica figura de este Santo. A él, como responsable de la asistencia a los pobres de Roma, tras ser apresados sus compañeros y el Papa, se le concedió un cierto tiempo para recoger los tesoros de la Iglesia y entregarlos a las autoridades. Lorenzo distribuyó el dinero disponible a los pobres y luego presentó a éstos a las autoridades como el verdadero tesoro de la Iglesia (15). Cualquiera que sea la fiabilidad histórica de tales detalles, Lorenzo ha quedado en la memoria de la Iglesia como un gran exponente de la caridad eclesial. 24. Una alusión a la figura del emperador Juliano el Apóstata († 363) puede ilustrar una vez más lo esencial que era para la Iglesia de los primeros siglos la caridad ejercida y organizada. A los seis años, Juliano asistió al asesinato de su padre, de su hermano y de otros parientes a manos de los guardias del palacio imperial; él imputó esta brutalidad —

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con razón o sin ella— al emperador Constancio, que se tenía por un gran cristiano. Por eso, para él la fe cristiana quedó desacreditada definitivamente. Una vez emperador, decidió restaurar el paganismo, la antigua religión romana, pero también reformarlo, de manera que fuera realmente la fuerza impulsora del imperio. En esta perspectiva, se inspiró ampliamente en el cristianismo. Estableció una jerarquía de metropolitas y sacerdotes. Los sacerdotes debían promover el amor a Dios y al prójimo. Escribía en una de sus cartas (16) que el único aspecto que le impresionaba del cristianismo era la actividad caritativa de la Iglesia. Así pues, un punto determinante para su nuevo paganismo fue dotar a la nueva religión de un sistema paralelo al de la caridad de la Iglesia. Los « Galileos » —así los llamaba— habían logrado con ello su popularidad. Se les debía emular y superar. De este modo, el emperador confirmaba, pues, cómo la caridad era una característica determinante de la comunidad cristiana, de la Iglesia. 25. Llegados a este punto, tomamos de nuestras reflexiones dos datos esenciales: a) La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia (17). b) La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a los Gálatas: « Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6, 10). Justicia y caridad 26. Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha subrayado también la

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doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia. La cuestión del orden justo de la colectividad, desde un punto de vista histórico, ha entrado en una nueva fase con la formación de la sociedad industrial en el siglo XIX. El surgir de la industria moderna ha desbaratado las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados, ha provocado un cambio radical en la configuración de la sociedad, en la cual la relación entre el capital y el trabajo se ha convertido en la cuestión decisiva, una cuestión que, en estos términos, era desconocida hasta entonces. Desde ese momento, los medios de producción y el capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos, comportaba para las masas obreras una privación de derechos contra la cual había que rebelarse. 27. Se debe admitir que los representantes de la Iglesia percibieron sólo lentamente que el problema de la estructura justa de la sociedad se planteaba de un modo nuevo. No faltaron pioneros: uno de ellos, por ejemplo, fue el Obispo Ketteler de Maguncia († 1877). Para hacer frente a las necesidades concretas surgieron también círculos, asociaciones, uniones, federaciones y, sobre todo, nuevas Congregaciones religiosas, que en el siglo XIX se dedicaron a combatir la pobreza, las enfermedades y las situaciones de carencia en el campo educativo. En 1891, se interesó también el magisterio pontificio con la Encíclica Rerum novarum de León XIII. Siguió con la Encíclica de Pío XI Quadragesimo anno, en 1931. En 1961, el beato Papa Juan XXIII publicó la Encíclica Mater et Magistra, mientras que Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio (1967) y en la Carta apostólica Octogesima adveniens (1971), afrontó con insistencia la problemática social que, entre tanto, se había agudizado sobre todo en Latinoamérica. Mi gran predecesor Juan Pablo II nos ha dejado una trilogía de Encíclicas sociales: Laborem exercens (1981), Sollicitudo rei socialis (1987) y Centesimus annus (1991). Así pues, cotejando situaciones y problemas nuevos cada vez, se ha ido desarrollando una doctrina social católica, que en 2004 ha sido presentada de modo orgánico en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, redactado por el Consejo Pontificio Iustitia et Pax. El marxismo había presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente colectivización de los medios de producción —se afirmaba en dicha doctrina— todo iría repentinamente de modo diferente y mejor. Este sueño se ha desvanecido. En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo. 28. Para definir con más precisión la relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho: a) El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín: « Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia? » (18). Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales (19). El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su

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independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca. La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica. La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano. Y sabe que no es tarea de la Iglesia el que ella misma haga valer políticamente esta doctrina: quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales. Esto significa que la construcción de un orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero, como al mismo tiempo es una tarea humana primaria, la Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables. La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien.

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b) El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo (20). El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive « sólo de pan » (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano. 29. De este modo podemos ahora determinar con mayor precisión la relación que existe en la vida de la Iglesia entre el empeño por el orden justo del Estado y la sociedad, por un lado y, por otro, la actividad caritativa organizada. Ya se ha dicho que el establecimiento de estructuras justas no es un cometido inmediato de la Iglesia, sino que pertenece a la esfera de la política, es decir, de la razón auto-responsable. En esto, la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo. El deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la « multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común » (21). La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad (22). Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad política, vivida como « caridad social » (23). Las organizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor.

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Las múltiples estructuras de servicio caritativo en el contexto social actual 30. Antes de intentar definir el perfil específico de la actividad eclesial al servicio del hombre, quisiera considerar ahora la situación general del compromiso por la justicia y el amor en el mundo actual. a) Los medios de comunicación de masas han como empequeñecido hoy nuestro planeta, acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien este « estar juntos » suscita a veces incomprensiones y tensiones, el hecho de que ahora se conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de los hombres es también una llamada sobre todo a compartir situaciones y dificultades. Vemos cada día lo mucho que se sufre en el mundo a causa de tantas formas de miseria material o espiritual, no obstante los grandes progresos en el campo de la ciencia y de la técnica. Así pues, el momento actual requiere una nueva disponibilidad para socorrer al prójimo necesitado. El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con palabras muy claras: « Al ser más rápidos los medios de comunicación, se ha acortado en cierto modo la distancia entre los hombres y todos los habitantes del mundo [...]. La acción caritativa puede y debe abarcar hoy a todos los hombres y todas sus necesidades » (24). Por otra parte —y éste es un aspecto provocativo y a la vez estimulante del proceso de globalización—, ahora se puede contar con innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, como son los modernos sistemas para la distribución de comida y ropa, así como también para ofrecer alojamiento y acogida. La solicitud por el prójimo, pues, superando los confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo entero. El Concilio Vaticano II ha hecho notar oportunamente que « entre los signos de nuestro tiempo es digno de mención especial el creciente e inexcusable sentido de solidaridad entre todos los pueblos » (25). Los organismos del Estado y las asociaciones humanitarias favorecen iniciativas orientadas a este fin, generalmente mediante subsidios o desgravaciones fiscales en un caso, o poniendo a disposición considerables recursos, en otro. De este modo, la solidaridad expresada por la sociedad civil supera de manera notable a la realizada por las personas individualmente. b) En esta situación han surgido numerosas formas nuevas de colaboración entre entidades estatales y eclesiales, que se han demostrado fructíferas. Las entidades eclesiales, con la transparencia en su gestión y la fidelidad al deber de testimoniar el amor, podrán animar cristianamente también a las instituciones civiles, favoreciendo una coordinación mutua que seguramente ayudará a la eficacia del servicio caritativo (26). También se han formado en este contexto múltiples organizaciones con objetivos caritativos o filantrópicos, que se esfuerzan por lograr soluciones satisfactorias desde el punto de vista humanitario a los problemas sociales y políticos existentes. Un fenómeno importante de nuestro tiempo es el nacimiento y difusión de muchas formas de voluntariado que se hacen cargo de múltiples servicios (27). A este propósito, quisiera dirigir una palabra especial de aprecio y gratitud a todos los que participan de diversos modos en estas actividades. Esta labor tan difundida es una escuela de vida para los jóvenes, que educa a la solidaridad y a estar disponibles para dar no sólo algo, sino a sí mismos. De este modo, frente a la anticultura de la muerte, que se manifiesta por ejemplo en la droga, se contrapone el amor, que no se busca a sí mismo, sino

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que, precisamente en la disponibilidad a « perderse a sí mismo » (cf. Lc 17, 33 y par.) en favor del otro, se manifiesta como cultura de la vida. También en la Iglesia católica y en otras Iglesias y Comunidades eclesiales han aparecido nuevas formas de actividad caritativa y otras antiguas han resurgido con renovado impulso. Son formas en las que frecuentemente se logra establecer un acertado nexo entre evangelización y obras de caridad. Deseo corroborar aquí expresamente lo que mi gran predecesor Juan Pablo II dijo en su Encíclica Sollicitudo rei socialis (28), cuando declaró la disponibilidad de la Iglesia católica a colaborar con las organizaciones caritativas de estas Iglesias y Comunidades, puesto que todos nos movemos por la misma motivación fundamental y tenemos los ojos puestos en el mismo objetivo: un verdadero humanismo, que reconoce en el hombre la imagen de Dios y quiere ayudarlo a realizar una vida conforme a esta dignidad. La Encíclica Ut unum sint destacó después, una vez más, que para un mejor desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso « para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos » (29). Quisiera expresar mi alegría por el hecho de que este deseo haya encontrado amplio eco en numerosas iniciativas en todo el mundo. El perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia 31. En el fondo, el aumento de organizaciones diversificadas que trabajan en favor del hombre en sus diversas necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo del amor al prójimo ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del hombre. Pero es también un efecto de la presencia del cristianismo en el mundo, que reaviva continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan empañado a lo largo de la historia. La mencionada reforma del paganismo intentada por el emperador Juliano el Apóstata, es sólo un testimonio inicial de dicha eficacia. En este sentido, la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana. Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes. Pero, ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial? a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por

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no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6). b) La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras instituciones similares. c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos (30). Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio del amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su actuación —así como por su hablar, su silencio, su ejemplo— sean testigos creíbles de Cristo.

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Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia 32. Finalmente, debemos dirigir nuestra atención a los responsables de la acción caritativa de la Iglesia ya mencionados. En las reflexiones precedentes se ha visto claro que el verdadero sujeto de las diversas organizaciones católicas que desempeñan un servicio de caridad es la Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las parroquias, a través de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal. Por esto fue muy oportuno que mi venerado predecesor Pablo VI instituyera el Consejo Pontificio Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable para la orientación y coordinación entre las organizaciones y las actividades caritativas promovidas por la Iglesia católica. Además, es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir, también hoy, el programa expuesto en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-44): la Iglesia, como familia de Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a cuantos fuera de ella necesitan ayuda. Durante el rito de la ordenación episcopal, el acto de consagración propiamente dicho está precedido por algunas preguntas al candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su oficio y se le recuerdan los deberes de su futuro ministerio. En este contexto, el ordenando promete expresamente que será, en nombre del Señor, acogedor y misericordioso para con los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda (31). El Código de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio episcopal, no habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la actividad episcopal, sino sólo, de modo general, del deber del Obispo de coordinar las diversas obras de apostolado respetando su propia índole (32). Recientemente, no obstante, el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos ha profundizado más concretamente el deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su diócesis (33), y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de la Iglesia como tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el servicio de la Palabra y los Sacramentos (34). 33. Por lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse en los esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejarse guiar por la fe que actúa por el amor (cf. Ga 5, 6). Han de ser, pues, personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. El criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda carta a los Corintios: « Nos apremia el amor de Cristo » (5, 14). La conciencia de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo. Por su participación en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente.

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34. La apertura interior a la dimensión católica de la Iglesia ha de predisponer al colaborador a sintonizar con las otras organizaciones en el servicio a las diversas formas de necesidad; pero esto debe hacerse respetando la fisonomía específica del servicio que Cristo pidió a sus discípulos. En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: « Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona. 35. Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: « Nos apremia el amor de Cristo » (2 Co 5, 14). 36. La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la ideología que pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La piedad no escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del prójimo. La beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello. En

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su carta para la Cuaresma de 1996 la beata escribía a sus colaboradores laicos: « Nosotros necesitamos esta unión íntima con Dios en nuestra vida cotidiana. Y ¿cómo podemos conseguirla? A través de la oración ». 37. Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo. La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente? 38. Es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: « ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!... Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar conmigo?... Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente me ha aterrorizado » (23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la cruz: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? » (Mt 27, 46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo orante: « ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres santo y veraz? » (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento nuestro la respuesta de la fe: « Si comprehendis, non est Deus », si lo comprendes, entonces no es Dios (35). Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien que « tal vez esté dormido » (1 R 18, 27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como en la boca de Jesús en la cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la « bondad de Dios y su amor al hombre » (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros. 39. Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es

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una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica.

CONCLUSIÓN 40. Contemplemos finalmente a los Santos, a quienes han ejercido de modo ejemplar la caridad. Pienso particularmente en Martín de Tours († 397), que primero fue soldado y después monje y obispo: casi como un icono, muestra el valor insustituible del testimonio individual de la caridad. A las puertas de Amiens compartió su manto con un pobre; durante la noche, Jesús mismo se le apareció en sueños revestido de aquel manto, confirmando la perenne validez de las palabras del Evangelio: « Estuve desnudo y me vestisteis... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis » (Mt 25, 36. 40) (36). Pero ¡cuántos testimonios más de caridad pueden citarse en la historia de la Iglesia! Particularmente todo el movimiento monástico, desde sus comienzos con san Antonio Abad († 356), muestra un servicio ingente de caridad hacia el prójimo. Al confrontarse « cara a cara » con ese Dios que es Amor, el monje percibe la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al prójimo, además de servir a Dios. Así se explican las grandes estructuras de acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican también las innumerables iniciativas de promoción humana y de formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres de las que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y Mendicantes primero, y después los diversos Institutos religiosos masculinos y femeninos a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Figuras de Santos como Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cottolengo, Juan Bosco, Luis Orione, Teresa de Calcuta —por citar sólo algunos nombres— siguen siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad. Los Santos son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor. 41. Entre los Santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció « unos tres meses » (1, 56) para atenderla durante el embarazo. « Magnificat anima mea Dominum », dice con ocasión de esta visita —« proclama mi alma la grandeza del Señor »— (Lc 1, 46), y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: « ¡Dichosa tú, que has creído! », le dice Isabel (Lc 1, 45). El Magníficat —un retrato de su alma, por decirlo así— está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con

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toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). 42. La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los Santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo —a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: « Ahí tienes a tu madre » (Jn 19, 27)— se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón. Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial « del que manarán torrentes de agua viva » (Jn 7, 38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor: Santa María, Madre de Dios, tú has dado al mundo la verdadera luz, Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios. Te has entregado por completo a la llamada de Dios y te has convertido así en fuente de la bondad que mana de Él. Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él. Enséñanos a conocerlo y amarlo, para que también nosotros podamos llegar a ser capaces

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de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento. Dado en Roma, junto a San Pedro, 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor, del año 2005, primero de mi Pontificado. Notas 1. Cf. Jenseits von Gut und Böse, IV, 168. 2. X, 69. 3. Cf. R. Descartes, Œuvres, ed. V. Cousin, vol. 12, París, 1824, pp. 95ss. 4. II, 5: SCh 381, 196. 5. Ibíd., 198. 6. Cf. Metafísica, XII, 7. 7. Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, Los nombres de Dios, IV, 12-14: PG 3, 709-713, donde llama a Dios eros y agapé al mismo tiempo. 8. Cf. El Banquete, XIV-XV, 189c-192d. 9. Salustio, De coniuratione Catilinae, XX, 4. 10. Cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11: CCL 27, 32. 11. De Trinitate, VIII, 8, 12: CCL 50, 287. 12. Cf. I Apologia, 67: PG 6, 429. 13. Cf. Apologeticum 39, 7: PL 1, 468. 14. Ep. ad Rom., Inscr.: PG 5, 801. 15. Cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, II, 28, 140: PL 16, 141. 16. Cf. Ep. 83: J. Bidez, L'Empereur Julien. Œuvres complètes, París 19602, I, 2a, p. 145. 17. Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 194: Ciudad del Vaticano, 2004, 210-211. 18. De Civitate Dei, IV, 4: CCL 47, 102. 19. Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36. 20. Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 197: Ciudad del Vaticano, 2004, 213-214. 21. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 42: AAS 81 (1989), 472. 22. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública (24 noviembre 2002), 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (24 enero 2003), 6. 23. Catecismo de la Iglesia Católica, 1939. 24. Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 8. 25. Ibíd., 14. 26. Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 195: Ciudad del Vaticano, 2004, 212. 27. Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 41: AAS 81 (1989), 470-472. 28. Cf. n. 32: AAS 80 (1988), 556. 29. N. 43: AAS 87 (1995), 946.

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30. Cf. Congregación para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos Apostolorum Successores (22 febrero 2004), 196: Ciudad del Vaticano, 2004, 213. 31. Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, 43. 32. Cf. can. 394; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 203. 33. Cf. nn. 193-198: pp. 209-215. 34. Cf. ibíd., 194: p. 210. 35. Sermo 52, 16: PL 38, 360. 36. Cf. Sulpicio Severo, Vita Sancti Martini, 3, 1-3: SCh 133, 256-258.

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2006

En la encíclica publicada Ángelus

29 de enero de 2006 Queridos hermanos y hermanas: En la encíclica publicada el miércoles pasado, refiriéndome a la primacía de la caridad en la vida del cristiano y de la Iglesia, quise recordar que los testigos privilegiados de esta primacía son los santos, que han hecho de su existencia un himno a Dios Amor, con mil tonalidades diversas. La liturgia nos invita a celebrarlos cada día del año. Pienso, por ejemplo, en los que hemos conmemorado estos días: el apóstol san Pablo, con sus discípulos Timoteo y Tito, santa Ángela de Mérici, santo Tomás de Aquino y san Juan Bosco. Son santos muy diferentes entre sí: los primeros pertenecen a los comienzos de la Iglesia, y son misioneros de la primera evangelización; en la Edad Media, santo Tomás de Aquino es el modelo del teólogo católico, que encuentra en Cristo la suprema síntesis de la verdad y del amor; en el Renacimiento, santa Ángela de Mérici propone un camino de santidad también para quien vive en un ámbito laico; en la época moderna, don Bosco, inflamado por la caridad de Jesús buen Pastor, se preocupa de los niños más necesitados, y se convierte en su padre y maestro. En realidad, toda la historia de la Iglesia es historia de santidad, animada por el único amor que tiene su fuente en Dios. En efecto, sólo la caridad sobrenatural, como la que brota siempre nueva del corazón de Cristo, puede explicar el prodigioso florecimiento, a lo largo de los siglos, de órdenes, institutos religiosos masculinos y femeninos y de otras formas de vida consagrada. En la encíclica cité, entre los santos más conocidos por su caridad, a Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, José Cottolengo, Luis Orione y Teresa de Calcuta (cf. n. 40). Esta muchedumbre de hombres y mujeres, que el Espíritu Santo ha forjado, transformándolos en modelos de entrega evangélica, nos lleva a considerar la importancia de la vida consagrada como expresión y escuela de caridad. El concilio Vaticano II puso de relieve que la imitación de Cristo en la castidad, en la pobreza y en la obediencia está totalmente orientada a alcanzar la caridad perfecta (cf. Perfectae caritatis, 1). Precisamente para destacar la importancia y el valor de la vida consagrada, la Iglesia celebra el próximo 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor en el templo, la Jornada de la vida consagrada. Por la tarde, como solía hacer Juan Pablo II, presidiré en la basílica vaticana la santa misa, a la que están invitados de modo especial los consagrados y las

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consagradas que viven en Roma. Juntos daremos gracias a Dios por el don de la vida consagrada, y oraremos para que siga siendo en el mundo signo elocuente de su amor misericordioso. Nos dirigimos ahora a María santísima, espejo de caridad. Que con su ayuda materna los cristianos, y en especial los consagrados, caminen con decisión y gozo por la senda de la santidad.

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2006

A los participantes en la asamblea plenaria

de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Discurso

10 de febrero de 2006 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos hermanos y hermanas: Me alegra reunirme, al final de su sesión plenaria, con la Congregación para la doctrina de la fe, Congregación que tuve la alegría de presidir durante más de veinte años, por mandato de mi predecesor, el venerado Papa Juan Pablo II. Vuestros rostros me traen a la memoria también los de todos aquellos que durante estos años han colaborado con el dicasterio: pienso en todos con gratitud y afecto. No puedo menos de recordar, con cierta emoción, ese período tan intenso y fecundo que pasé en la Congregación, que tiene la misión de promover y defender la doctrina sobre la fe y las costumbres en toda la Iglesia católica (cf. Pastor bonus, 48). En la vida de la Iglesia la fe tiene una importancia fundamental, porque es fundamental el don que Dios hace de sí mismo en la Revelación, y esta autodonación de Dios se acoge en la fe. Aparece aquí la relevancia de vuestra Congregación que, en su servicio a toda la Iglesia, y en particular a los obispos como maestros de la fe y pastores, está llamada, con espíritu de colegialidad, a favorecer y recordar precisamente la centralidad de la fe católica, en su expresión auténtica. Cuando se debilita la percepción de esta centralidad, también el entramado de la vida eclesial pierde su vivacidad original y se gasta, cayendo en un activismo estéril o reduciéndose a astucia política de sabor mundano. En cambio, si la verdad de la fe se sitúa con sencillez y determinación en el centro de la existencia cristiana, la vida del hombre se renueva y reanima gracias a un amor que no conoce pausas ni confines, como recordé también en mi reciente carta encíclica Deus caritas est. La caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo. Este amor nace del encuentro con Cristo en la fe: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una

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gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Jesucristo es la Verdad hecha Persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es él y a él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad. Por eso Jesús dona al hombre la plena familiaridad con la verdad y lo invita continuamente a vivir en ella. Es una verdad ofrecida como realidad que conforta al hombre y, al mismo tiempo, lo supera y rebasa; como Misterio que acoge y excede al mismo tiempo el impulso de su inteligencia. Y nada mejor que el amor a la verdad logra impulsar la inteligencia humana hacia horizontes inexplorados. Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, sólo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud. Esta alegría ensancha las dimensiones del alma humana, librándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico. La experiencia de esta alegría conmueve, atrae al hombre a una adoración libre, no a un postrarse servil, sino a inclinar su corazón ante la Verdad que ha encontrado. Por eso el servicio a la fe, que es testimonio de Aquel que es la Verdad total, es también un servicio a la alegría, y esta es la alegría que Cristo quiere difundir en el mundo: es la alegría de la fe en él, de la verdad que se comunica por medio de él, de la salvación que viene de él. Esta es la alegría que experimenta el corazón cuando nos arrodillamos para adorar a Jesús en la fe. Este amor a la verdad inspira y orienta también el acercamiento cristiano al mundo contemporáneo y el compromiso evangelizador de la Iglesia, temas que habéis estudiado durante los trabajos de la plenaria. La Iglesia acoge con alegría las auténticas conquistas del conocimiento humano y reconoce que la evangelización exige también afrontar realmente los horizontes y los desafíos que plantea el saber moderno. En realidad, los grandes progresos del saber científico realizados en el siglo pasado han ayudado a comprender mejor el misterio de la creación, marcando profundamente la conciencia de todos los pueblos. Sin embargo, los progresos de la ciencia han sido a veces tan rápidos que ha sido bastante complejo descubrir si eran compatibles con las verdades reveladas por Dios sobre el hombre y sobre el mundo. A veces, algunas afirmaciones del saber científico se han contrapuesto incluso a estas verdades. Esto ha podido provocar cierta confusión en los fieles y también ha constituido una dificultad para el anuncio y la recepción del Evangelio. Por eso, es de vital importancia todo estudio que se proponga profundizar el conocimiento de las verdades descubiertas por la razón, con la certeza de que no existe "competitividad alguna entre la razón y la fe" (Fides et ratio, 17). No debemos tener ningún temor de afrontar este desafío: en efecto, Jesucristo es el Señor de toda la creación y de toda la historia. El creyente sabe bien que "todo fue creado por él y para él, (...) y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16. 17). Profundizando continuamente el conocimiento de Cristo, centro del cosmos y de la historia, podemos mostrar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo que la fe en él tiene relevancia

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para el destino de la humanidad: más aún, es la realización de todo lo que es auténticamente humano. Sólo desde esta perspectiva podremos dar respuestas convincentes al hombre que busca. Este compromiso es de importancia decisiva para el anuncio y la transmisión de la fe en el mundo contemporáneo. En realidad, ese compromiso constituye una prioridad urgente en la misión de evangelizar. El diálogo entre la fe y la razón, entre la religión y la ciencia, no sólo ofrece la posibilidad de mostrar al hombre de hoy, de modo más eficaz y convincente, la racionalidad de la fe en Dios, sino también la de mostrar que en Jesucristo reside la realización definitiva de toda auténtica aspiración humana. En este sentido, un serio esfuerzo evangelizador no puede ignorar los interrogantes que plantean también los descubrimientos científicos y las cuestiones filosóficas actuales. El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre, y toda la creación es una inmensa invitación a buscar las respuestas que abren la razón humana a la gran respuesta que desde siempre busca y espera: "La verdad de la revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el "misterio" de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)" (Fides et ratio, 15). La Congregación encuentra aquí el motivo de su compromiso y el horizonte de su servicio. Vuestro servicio a la plenitud de la fe es un servicio a la verdad y, por eso, a la alegría, una alegría que proviene de lo más íntimo del corazón y brota de los abismos de amor que Cristo ha abierto de par en par con su corazón traspasado en la cruz y que su Espíritu difunde con inagotable generosidad en el mundo. Desde este punto de vista, vuestro ministerio doctrinal puede definirse, de modo apropiado, "pastoral". En efecto, vuestro servicio es un servicio a la plena difusión de la luz de Dios en el mundo. Que la luz de la fe, expresada en su plenitud e integridad, ilumine siempre vuestro trabajo y sea la "estrella" que os guíe y os ayude a dirigir el corazón de los hombres a Cristo. Este es el difícil y fascinante compromiso que compete a la misión del Sucesor de Pedro, en la cual estáis llamados a colaborar. Gracias por vuestro trabajo y por vuestro servicio. Con estos sentimientos, os imparto a todos mi bendición.

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2006

A la comunidad del Seminario Romano Mayor

Discurso

25 de febrero de 2006 […] Hace poco, cuando me arrodillé para orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto, pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad. Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para las tareas futuras que se os encomendarán. […]

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2006

El Evangelio de San Marcos Ángelus

26 de febrero de 2006 Queridos hermanos y hermanas: El evangelio de san Marcos, que constituye el hilo conductor de las celebraciones dominicales de este Año litúrgico, ofrece un itinerario catecumenal, que lleva al discípulo a reconocer en Jesús al Hijo de Dios. Por una feliz coincidencia, el pasaje de hoy aborda el tema del ayuno: como sabéis, el próximo miércoles, con el rito de la imposición de la ceniza y el ayuno penitencial, comenzará el tiempo de Cuaresma. Por tanto, la página evangélica resulta particularmente adecuada, pues narra que, mientras Jesús se encontraba a la mesa en casa de Leví, el publicano, los fariseos y los seguidores de Juan Bautista le preguntaron por qué sus discípulos no ayunaban como ellos. Jesús les respondió que los invitados a la boda no pueden ayunar mientras el novio está con ellos; ya ayunarán cuando se lleven al novio (cf. Mc 2, 18-20). Al decir esto, Cristo revela su identidad de Mesías, Novio de Israel, que vino para la boda con su pueblo. Los que lo reconocen y lo acogen con fe están de fiesta. Pero deberá ser rechazado y asesinado precisamente por los suyos: en aquel momento, durante su pasión y muerte, llegará la hora del luto y del ayuno. Como decía, el episodio evangélico anticipa el significado de la Cuaresma, la cual, en su conjunto, constituye un gran memorial de la pasión del Señor, en preparación para la Pascua de Resurrección. Durante este período no se canta el Aleluya, y se nos invita a practicar formas oportunas de renuncia penitencial. El tiempo de Cuaresma no se afronta con un espíritu "viejo", como si fuese un quehacer pesado y fastidioso, sino con el espíritu nuevo de quien ha encontrado en Jesús y en su misterio pascual el sentido de la vida, y comprende que ahora todo debe referirse a él. Esta era la actitud del apóstol san Pablo, quien afirmaba que había renunciado a todo para poder conocer a Cristo, "el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 10-11). Que en el itinerario cuaresmal sea nuestra guía y maestra María santísima, quien, cuando Jesús se dirigió decididamente a Jerusalén para sufrir allí la Pasión, lo siguió con fe total. Como "odre nuevo", recibió el "vino nuevo" llevado por el Hijo a la boda mesiánica (cf. Mc 2, 22). Así, la gracia que ella misma, con instinto de Madre, había pedido para los

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esposos de Caná, la recibió antes que nadie al pie de la cruz, derramada del Corazón traspasado del Hijo, encarnación del amor de Dios a la humanidad (cf. Deus caritas est, 13-15).

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2006

A la luz del misterio pascual Regina coeli

17 de marzo de 2006 Queridos hermanos y hermanas: A la luz del misterio pascual, que la liturgia nos invita a celebrar durante toda esta semana, me alegra volver a encontrarme con vosotros y renovar el anuncio cristiano más hermoso: ¡Cristo ha resucitado, aleluya! El típico carácter mariano de nuestra cita nos impulsa a vivir la alegría espiritual de la Pascua en comunión con María santísima, pensando en la gran alegría que debió de sentir por la resurrección de Jesús. En la oración del Regina caeli, que en este tiempo pascual se reza en lugar del Ángelus, nos dirigimos a la Virgen, invitándola a alegrarse porque Aquel que llevó en su seno ha resucitado: "Quia quem meruisti portare, resurrexit, sicut dixit". María guardó en su corazón la "buena nueva" de la resurrección, fuente y secreto de la verdadera alegría y de la auténtica paz, que Cristo muerto y resucitado nos ha obtenido con el sacrificio de la cruz. Pidamos a María que, así como nos ha acompañado durante los días de la Pasión, siga guiando nuestros pasos en este tiempo de alegría pascual y espiritual, para que crezcamos cada vez más en el conocimiento y en el amor al Señor, y nos convirtamos en testigos y apóstoles de su paz. En el contexto pascual, también me complace compartir hoy con vosotros la alegría de un aniversario muy significativo: hace quinientos años, precisamente el 18 de abril de 1506, el Papa Julio II ponía la primera piedra de la nueva basílica de San Pedro, que todo el mundo admira en la grandiosa armonía de sus formas. Deseo recordar con gratitud a los Sumos Pontífices que promovieron la construcción de esta obra extraordinaria sobre la tumba del apóstol san Pedro. Recuerdo con admiración a los artistas que contribuyeron con su genio a edificarla y decorarla; asimismo, expreso mi agradecimiento al personal de la Fábrica de San Pedro, que provee con esmero a la manutención y a la conservación de tan singular obra maestra de arte y fe. Ojalá que la feliz circunstancia del 500° aniversario despierte en todos los católicos el deseo de ser "piedras vivas" (1 P 2, 5) para la construcción de la Iglesia viva, santa, en la que resplandece la "luz de Cristo" (cf. Lumen gentium 1), a través de la caridad vivida y testimoniada ante el mundo (cf. Jn 13, 34-35). La Virgen María, a quien las letanías lauretanas nos invitan a invocar como "Causa nostrae laetitiae", "Causa de nuestra alegría", nos obtenga experimentar siempre la alegría de formar parte del edificio espiritual de la Iglesia, "comunidad de amor" nacida del Corazón de Cristo.

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En este año Homilía

6 de mayo de 2006 Queridos hermanos y hermanas: Este año estamos conmemorando algunos acontecimientos significativos acaecidos en 1506, hace exactamente quinientos años: el descubrimiento del grupo escultórico del Laocoonte, al que se remonta el origen de los Museos vaticanos; la colocación de la primera piedra de esta basílica de San Pedro, reconstruida sobre la de Constantino; y el nacimiento de la Guardia Suiza pontificia. Hoy queremos recordar de modo especial este último acontecimiento. En efecto, el 22 de enero de hace 500 años los primeros 150 guardias llegaron a Roma por petición expresa del Papa Julio II y entraron a su servicio en el palacio apostólico. Aquel Cuerpo elegido tuvo que demostrar muy pronto su fidelidad al Pontífice: en 1527 Roma fue invadida y saqueada, y el 6 de mayo 147 guardias suizos murieron por defender al Papa Clemente VII, mientras los restantes 42 lo pusieron a salvo en el castillo del Santo Ángel. ¿Por qué recordar hoy esos hechos tan lejanos, ocurridos en una Roma y en una Europa tan diversas de la situación actual? Ante todo, para rendir homenaje al cuerpo de la Guardia Suiza, que desde entonces ha sido confirmado siempre en su misión, incluso en 1970, cuando el siervo de Dios Pablo VI suprimió todos los demás cuerpos militares del Vaticano. Pero al mismo tiempo y sobre todo recordamos esos acontecimientos históricos para sacar una lección a la luz de la palabra de Dios. A ello nos ayudan las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy, y Cristo resucitado, a quien celebramos con especial alegría en el tiempo pascual, nos abre la mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45), para que podamos reconocer el designio de Dios y seguir su voluntad. La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría, atribuido tradicionalmente al gran rey Salomón. Todo este libro es un himno de alabanza a la Sabiduría divina, presentada como el tesoro más valioso que el hombre puede desear y descubrir, el bien más grande, del que dependen todos los demás bienes. Por la Sabiduría vale la pena renunciar a todo lo demás, porque sólo ella da pleno sentido a la vida, un sentido que supera incluso la muerte, pues pone en comunión real con Dios. La Sabiduría —dice el texto— "forma amigos de Dios" (Sb 7, 27), bellísima expresión que pone de relieve, por una parte, el aspecto "formativo", es decir, que la Sabiduría forma a la persona, la hace crecer desde dentro hacia la plena medida de su madurez; y, al mismo tiempo, afirma que esta plenitud de vida consiste en la amistad con Dios, en la armonía íntima con su ser y su querer.

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El lugar interior en el que actúa la Sabiduría divina es lo que la Biblia llama el corazón, centro espiritual de la persona. Por eso, con el estribillo del salmo responsorial hemos rezado: "Danos, oh Dios, la sabiduría del corazón". El salmo 89 recuerda también que esta sabiduría se concede a quien aprende a "calcular sus años" (v. 12), es decir, a reconocer que todo lo demás en la vida es pasajero, efímero, caduco; y que el hombre pecador no puede y no debe esconderse delante de Dios, sino reconocerse como lo que es, criatura necesitada de piedad y de gracia. Quien acepta esta verdad y se dispone a acoger la Sabiduría, la recibe como don. Así pues, por la sabiduría vale la pena renunciar a todo. Este tema de "dejar" para "encontrar" está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del capítulo 19 de san Mateo. Después del episodio del "joven rico", que no había tenido la valentía de separarse de sus "muchas riquezas" para seguir a Jesús (cf. Mt 19, 22), el apóstol san Pedro pregunta al Señor qué recompensa les tocará a ellos, los discípulos, que en cambio han dejado todo para estar con él (cf. Mt 19, 27). La respuesta de Cristo revela la inmensa generosidad de su corazón: a los Doce les promete que participarán en su autoridad sobre el nuevo Israel; además, asegura a todos que "quien haya dejado" los bienes terrenos por su nombre, "recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29). Quien elige a Jesús encuentra el tesoro mayor, la perla preciosa (cf. Mt 13, 44-46), que da valor a todo lo demás, porque él es la Sabiduría divina encarnada (cf. Jn 1, 14) que vino al mundo para que la humanidad tenga vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Y quien acoge la bondad, la belleza y la verdad superiores de Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios (cf. Col 2, 9), entra con él en su reino, donde los criterios de valor de este mundo ya no cuentan e incluso quedan completamente invertidos. Una de las definiciones más bellas del reino de Dios la encontramos en la segunda lectura, un texto que pertenece a la parte exhortativa de la carta a los Romanos. El apóstol san Pablo, después de exhortar a los cristianos a dejarse guiar siempre por la caridad y a no dar escándalo a los que son débiles en la fe, recuerda que el reino de Dios "es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Y añade: "Quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación" (Rm 14, 18-19). "Lo que fomente la paz" constituye una expresión sintética y perfecta de la sabiduría bíblica, a la luz de la revelación de Cristo y de su misterio de salvación. La persona que ha reconocido en él la Sabiduría encarnada y ha dejado todo lo demás por él se transforma en "artífice de paz", tanto en la comunidad cristiana como en el mundo; es decir, se transforma en semilla del reino de Dios, que ya está presente y crece hacia su plena manifestación. Por tanto, desde la perspectiva del binomio Sabiduría-Cristo, la palabra de Dios nos ofrece una visión completa del hombre en la historia: la persona que, fascinada por la sabiduría, la busca y la encuentra en Cristo, deja todo por él, recibiendo en cambio el don inestimable del reino de Dios, y revestida de templanza, prudencia, justicia y fortaleza —las virtudes "cardinales"— vive en la Iglesia el testimonio de la caridad.

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Podríamos preguntarnos si esta visión del hombre puede constituir un ideal de vida también para los hombres de nuestro tiempo, en particular para los jóvenes. Los innumerables testimonios de vida cristiana, personal y comunitaria, que abundan también hoy en el pueblo de Dios peregrino en la historia, demuestran que eso es posible. Entre las múltiples expresiones de la presencia de los laicos en la Iglesia católica figura también la presencia totalmente singular de los guardias suizos pontificios, jóvenes que, motivados por el amor a Cristo y a la Iglesia, se ponen al servicio del Sucesor de Pedro. Para algunos de ellos, la pertenencia al cuerpo de la Guardia Suiza se limita a un período de tiempo; para otros, se prolonga hasta convertirse en la elección de toda su vida. A algunos, lo digo con gran satisfacción, el servicio en el Vaticano los ha llevado a madurar la respuesta a una vocación sacerdotal o religiosa. Pero para todos ser guardias suizos significa adherirse sin reservas a Cristo y a la Iglesia, estando dispuestos a dar su vida por esto. El servicio efectivo puede cesar, pero en su interior se sigue siendo siempre guardia suizo. Este es el testimonio que quisieron dar los cerca de ochenta antiguos guardias que, del 7 de abril al 4 de mayo, realizaron una marcha extraordinaria desde Suiza hasta Roma, siguiendo lo más posible el itinerario de la Vía Francígena. A cada uno de ellos y a todos los guardias suizos deseo renovar mi más cordial saludo. Saludo también a las autoridades que han venido expresamente de Suiza y a las demás autoridades civiles y militares, a los capellanes que han animado con el Evangelio y la Eucaristía el servicio diario de los guardias, así como a los numerosos familiares y amigos. Queridos amigos, por vosotros y por los miembros de vuestro Cuerpo fallecidos ofrezco de modo especial esta Eucaristía, que constituye el momento espiritualmente más elevado de vuestra fiesta. Alimentaos con el Pan eucarístico y sed en primer lugar hombres de oración, para que la Sabiduría divina haga de vosotros auténticos amigos de Dios y servidores de su reino de amor y de paz. En el sacrificio de Cristo alcanza su pleno significado y valor el servicio prestado por vuestros numerosos miembros durante estos 500 años. Haciéndome idealmente intérprete de los Pontífices a quienes a lo largo de los siglos vuestro Cuerpo ha servido fielmente, expreso el merecido y sincero agradecimiento; y, mirando al futuro, os invito a seguir adelante acriter et fideliter, con valentía y fidelidad. La Virgen María y vuestros patronos, san Martín, san Sebastián y san Nicolás de Flüe os ayuden a prestar vuestro servicio diario con generosa entrega, animados siempre por espíritu de fe y de amor a la Iglesia.

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2006

A la Asamblea plenaria de los Directores nacionales

de las Obras Misionales Pontificias Discurso

8 de mayo de 2006 Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias: Os dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros. Saludo en particular al señor cardenal Crescenzio Sepe, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y a monseñor Henryk Hoser, presidente de las Obras misionales pontificias. Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar con ocasión de la asamblea general ordinaria anual de vuestro Consejo superior. Vuestra presencia testimonia el compromiso misionero de la Iglesia en los diferentes continentes, y el carácter "pontificio" que distingue a vuestra asociación subraya el vínculo especial que os une con la Sede de Pedro. Sé que, después de un intenso trabajo de "actualización", habéis concluido la redacción y logrado la aprobación de vuestro nuevo Estatuto. Ojalá que contribuya a abrir más perspectivas aún al trabajo de animación misionera y de ayuda a la Iglesia que estáis llevando a cabo. En vuestra asamblea general queréis reflexionar sobre el mandato misionero que Jesús encomendó a sus discípulos y que representa una urgencia pastoral experimentada por todas las Iglesias locales, recordando también lo que afirma el concilio Vaticano II, es decir, que la actividad misionera es esencial para la comunidad cristiana. Al ponerse al servicio de la evangelización, las Obras misionales pontificias, desde su fundación en el siglo XIX, han experimentado que la acción misionera consiste en definitiva en comunicar a los hermanos el amor de Dios que se reveló en el designio de la salvación. En efecto, como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. n. 2), conocer y acoger este Amor salvífico es fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A través de actos de caridad concreta y generosa, las Obras de la Propagación de la fe, de San Pedro Apóstol y de la Santa Infancia, han difundido el anuncio de la buena nueva y han contribuido a fundar y consolidar las Iglesias en nuevos territorios; la Unión Misional del Clero ha hecho que el clero y los religiosos presten mayor

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atención a la evangelización. Todo esto ha suscitado en el pueblo cristiano un despertar de fe y de amor, así como un gran entusiasmo misionero. Queridos amigos de las Obras misionales pontificias, también gracias a la animación misionera que realizáis en las parroquias y en las diócesis, hoy la oración y la ayuda concreta a las misiones se consideran parte integrante de la vida de todo cristiano. Del mismo modo que la Iglesia primitiva enviaba a Jerusalén las "colectas" recogidas en Macedonia y Acaya para los cristianos de aquella Iglesia (cf. Rm 15, 25-27), así hoy los fieles de todas las comunidades se sienten animados por un espíritu de participación y de comunión responsable para apoyar a las tierras de misión en sus necesidades y esto constituye un signo elocuente de la catolicidad de la Iglesia. Vuestro Estatuto, poniendo de relieve que la misión, obra de Dios en la historia, "no es un mero instrumento, sino un acontecimiento que pone a todos a disposición del Evangelio y del Espíritu" (art. 1), os alienta a trabajar para que crezca en los cristianos la conciencia de que el compromiso misionero los implica en el dinamismo espiritual del bautismo, reuniéndolos en comunión en torno a Cristo para participar en su misión (cf. ib.). Este intenso movimiento misionero, en el que deben participar las comunidades eclesiales y cada uno de los fieles, se ha desarrollado en estos años con una prometedora cooperación misionera. Vosotros sois un testimonio significativo de esa cooperación, pues ayudáis a alimentar por doquier ese espíritu de misión universal, que ha sido el signo distintivo de vuestro nacimiento como Obras misionales y la fuerza de vuestro desarrollo. Seguid prestando ese valioso servicio a las comunidades eclesiales, fomentando su cooperación recíproca. La armonía de objetivos y la anhelada unidad de acción evangelizadora crecen en la medida en que toda actividad tiene como punto de referencia a Dios, que es Amor, y al corazón traspasado de Cristo, en el que ese amor se manifiesta en su máximo grado (cf. Deus caritas est, 12). De este modo, cada una de vuestras acciones, queridos amigos, no se reducirá nunca a mera eficiencia organizativa, ni quedará vinculada a intereses particulares de cualquier tipo, sino que siempre será una manifestación del Amor divino. El hecho de que provengáis de diferentes diócesis muestra claramente que las Obras misionales pontificias, "aun siendo las Obras del Papa, lo son también del Episcopado entero y de todo el pueblo de Dios" (Cooperatio missionalis, 4). Queridos directores nacionales, a vosotros os agradezco en particular todo lo que hacéis para salir al paso de las exigencias de la evangelización. Que vuestro compromiso estimule a todos los que se benefician de vuestra ayuda a acoger el don inestimable de la salvación y a abrir el corazón a Cristo, único Redentor. Con estos sentimientos, invocando la materna asistencia de María, Reina de los Apóstoles, os imparto a vosotros, aquí presentes, y a las Iglesias particulares a las que representáis, una especial bendición apostólica.

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2006

Al Prepósito general de la Compañía de Jesús con motivo del 50° aniversario de

la encíclica Haurietis Aquas Carta

15 de mayo de 2006 Las palabras del profeta Isaías, "sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación" (Is 12, 3), con las que comienza la encíclica con la que Pío XII recordaba el primer centenario de la extensión a toda la Iglesia de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, no han perdido nada de su significado hoy, cincuenta años después. La encíclica Haurietis aquas, al promover el culto al Corazón de Jesús, exhortaba a los creyentes a abrirse al misterio de Dios y de su amor, dejándose transformar por él. Cincuenta años después, sigue siendo siempre actual la tarea de los cristianos de continuar profundizando en su relación con el Corazón de Jesús para reavivar en sí mismos la fe en el amor salvífico de Dios, acogiéndolo cada vez mejor en su vida. El costado traspasado del Redentor es la fuente a la que nos invita a acudir la encíclica Haurietis aquas: debemos recurrir a esta fuente para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. Así podremos comprender mejor lo que significa conocer en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo teniendo puesta nuestra mirada en él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor, para poderlo testimoniar después a los demás. En efecto, como escribió mi venerado predecesor Juan Pablo II, "junto al Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así -y esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la civilización del Corazón de Cristo" (Carta de Juan Pablo II al prepósito general de la Compañía de Jesús, 5 de octubre de 1986: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de octubre de 1986, p. 4). En la encíclica Deus caritas est cité la afirmación de la primera carta de san Juan: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él", para subrayar que en el origen del ser cristianos está el encuentro con una Persona (cf. n. 1). Dado que Dios se manifestó del modo más profundo a través de la encarnación de su Hijo, haciéndose "visible" en él, es en la relación con Cristo donde podemos reconocer quién es

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verdaderamente Dios (cf. Haurietis aquas, 29-41; Deus caritas est, 12-15). Más aún, dado que el amor de Dios encontró su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la cruz, es sobre todo al contemplar su sufrimiento y su muerte como podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites que Dios nos tiene: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Por lo demás, este misterio del amor que Dios nos tiene no sólo constituye el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el cristianismo. En efecto, sólo se puede ser cristiano dirigiendo la mirada a la cruz de nuestro Redentor, "al que traspasaron" (Jn 19, 37; cf. Zc 12, 10). La encíclica Haurietis aquas recuerda, con razón, que la herida del costado y las de los clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha transformado cada vez más eficazmente su vida (cf. n. 52). Reconocer el amor de Dios en el Crucificado se ha convertido para ellas en una experiencia interior que les ha llevado a confesar, como santo Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda acogiendo sin reservas el amor de Dios (cf. Haurietis aquas, 49). El significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino también, y sobre todo, a la experiencia personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio (cf. ib., 62). Obviamente, experiencia y conocimiento no pueden separarse: están íntimamente relacionados. Por lo demás, conviene destacar que un auténtico conocimiento del amor de Dios sólo es posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de generosa disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en el costado traspasado por la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada puesta en el costado traspasado del Señor, del que brotan "sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de allí proceden (cf. Haurietis aquas, 34-41) y nos abre a todas las demás formas de devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús. La fe, entendida como fruto de la experiencia del amor de Dios, es una gracia, un don de Dios. Pero el hombre sólo podrá experimentar la fe como una gracia en la medida en la que la acepta dentro de sí como un don, del que trata de vivir. El culto del amor de Dios, al que la encíclica Haurietis aquas (cf. n. 72) invitaba a los fieles, debe ayudarnos a recordar incesantemente que él cargó con este sufrimiento voluntariamente "por nosotros", "por mí". Cuando practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez más modelada por él. Dios, que ha derramado su amor "en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (cf. Rm 5, 5), nos invita incesantemente a acoger su amor. Por consiguiente, la invitación a entregarse totalmente al amor salvífico de Cristo (cf. Haurietis aquas, 4) tiene como primera finalidad la relación con Dios. Por eso, este culto, totalmente orientado al

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amor de Dios que se sacrifica por nosotros, reviste una importancia insustituible para nuestra fe y para nuestra vida en el amor. Quien acepta el amor de Dios interiormente queda modelado por él. El hombre vive la experiencia del amor de Dios como una "llamada" a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor, que "tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las necesidades de los demás. La contemplación, en la adoración, del costado traspasado por la lanza nos hace sensibles a la voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de abandonarnos a su amor salvífico y misericordioso, y al mismo tiempo nos fortalece en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos. Los dones recibidos del costado abierto, del que brotaron "sangre y agua" (cf. Jn 19, 34), hacen que nuestra vida se convierta también para los demás en fuente de la que brotan "ríos de agua viva" (Jn 7, 38) (cf. Deus caritas est, 7). La experiencia del amor vivida mediante el culto del costado traspasado del Redentor nos protege del peligro de encerrarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los demás. "En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16) (cf. Haurietis aquas, 38). La respuesta al mandamiento del amor sólo se hace posible experimentando que este amor ya nos ha sido dado antes por Dios (cf. Deus caritas est, 14). Por tanto, el culto del amor que se hace visible en el misterio de la cruz, actualizado en toda celebración eucarística, constituye el fundamento para que podamos convertirnos en personas capaces de amar y entregarse (cf. Haurietis aquas, 69), siendo instrumentos en las manos de Cristo: sólo así se puede ser heraldos creíbles de su amor. Sin embargo, esta disponibilidad a la voluntad de Dios debe renovarse en todo momento: "El amor nunca se da por "concluido" y completado" (cf. Deus caritas est, 17). Así pues, la contemplación del "costado traspasado por la lanza", en el que resplandece la ilimitada voluntad salvífica por parte de Dios, no puede considerarse como una forma pasajera de culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el símbolo del "corazón traspasado" su expresión histórico-devocional, sigue siendo imprescindible para una relación viva con Dios (cf. Haurietis aquas, 62). Con el deseo de que el 50° aniversario contribuya a impulsar en muchos corazones una respuesta cada vez más fervorosa al amor del Corazón de Cristo, le imparto una especial bendición apostólica a usted, reverendísimo padre, y a todos los religiosos de la Compañía de Jesús, siempre muy activos en la promoción de esta devoción fundamental.

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Encuentro con el clero polaco Discurso

25 de mayo de 2006 […] Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a servirlo en el nuevo milenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, constituidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras "yo" o "mi" ("Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo..."), no lo hacéis en vuestro nombre, sino en nombre de Cristo, "in persona Christi", que quiere servirse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón. Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor. […]

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2006

¡Alabado sea Jesucristo! Homilía

26 de mayo de 2006 ¡Alabado sea Jesucristo! Queridos hermanos y hermanas en Cristo Señor, "junto con vosotros deseo cantar un himno de gratitud a la divina Providencia, que me permite encontrarme aquí como peregrino". Con estas palabras, hace 27 años, comenzó su homilía en Varsovia mi amado predecesor, Juan Pablo II (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6). Las hago mías y doy gracias al Señor que me ha concedido poder llegar hoy a esta histórica plaza. Aquí, en la vigilia de Pentecostés, Juan Pablo II pronunció las significativas palabras de la oración: "¡Descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra!". Y añadió, "¡de esta tierra!" (cf. ib.). En este mismo lugar fue despedido en una solemne ceremonia fúnebre el gran primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, de cuya muerte recordamos en estos días el 25° aniversario. Dios unió a estas dos personas no sólo mediante la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor, sino también mediante las mismas vicisitudes humanas, que los vincularon estrechamente con la historia de este pueblo y de la Iglesia que vive en él. Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II escribió al cardenal Wyszynski: "No estaría sobre la cátedra de Pedro este Papa polaco que hoy, lleno de temor de Dios pero también de confianza, inicia un nuevo pontificado, si no hubiese sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos; si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia; si no hubiese existido Jasna Góra y todo el período que en la historia de la Iglesia en nuestra patria abarca tu servicio de obispo y primado" (Carta de Juan Pablo II a los polacos, 23 de octubre de 1978: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1978, pp. 9-10). ¿Cómo no dar gracias hoy a Dios por todo lo que se realizó en vuestra patria y en todo el mundo durante el pontificado de Juan Pablo II? Ante nuestros ojos tuvieron lugar cambios de enteros sistemas políticos, económicos y sociales. La gente de muchos países recobró la libertad y el sentido de la dignidad. "No olvidemos las maravillas obradas por Dios" (cf. Sal 78, 7). Yo también os doy las gracias por vuestra presencia y por vuestra oración. Gracias al cardenal primado por las palabras que me ha dirigido. Saludo a todos los obispos aquí presentes. Me alegra la participación del señor presidente y de las autoridades estatales y locales. Abrazo con el corazón a todos los polacos que viven en la patria y en el extranjero. "Permaneced firmes en la fe". Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté

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con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 15-17). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la Verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como él los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea. "Él os dará otro Consolador, el Espíritu de la verdad". La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, "viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo", dice san Pablo (Rm 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los Apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia. Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas. Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación. En efecto, Jesucristo dice: "Si me amáis...". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección. Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la

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oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente. Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los Apóstoles: "Si me amáis guardaréis mis mandamientos". Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. "No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la ley sin que todo suceda" (Mt 5, 17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: "Amar (a Dios) con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios" (Mc 12, 33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el "yugo" de la ley, que así se convierte en una "carga ligera" (Mt 11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-12). Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro. Hace 27 años, en este lugar, Juan Pablo II dijo: "Polonia se ha convertido en nuestros tiempos en tierra de testimonio especialmente responsable" (Varsovia, 2 de junio de 1979). Conservad este rico patrimonio de fe que os han transmitido las generaciones precedentes, el patrimonio del pensamiento y del servicio de ese gran polaco que fue el Papa Juan Pablo II. Permaneced fuertes en la fe, transmitidla a vuestros hijos, dad testimonio de la gracia que habéis experimentado de un modo tan abundante a través del Espíritu Santo en vuestra historia. Que María, Reina de Polonia, os muestre el camino hacia su Hijo y os acompañe en el camino hacia un futuro feliz y lleno de paz. Que no falte nunca en vuestro corazón el amor a Cristo y a su Iglesia. Amén.

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Expreso viva alegría Audiencia general

7 de junio de 2006 Saludos Expreso viva alegría porque en Polonia, en este mes de junio, seguís conservando la tradición de la devoción al Sagrado Corazón. Este Corazón es el símbolo del amor de Jesús al Padre, pero también del amor a cada uno de nosotros. Que vuestra oración sea una ofrenda a Cristo en reparación por las culpas y los pecados de los hombres y obtenga la conversión de los corazones y la paz del mundo.

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Este domingo Ángelus

25 de junio de 2006 Queridos hermanos y hermanas: Este domingo, XII del tiempo ordinario, en cierto modo se encuentra "rodeado" por solemnidades litúrgicas significativas. El viernes pasado celebramos el Sagrado Corazón de Jesús, solemnidad en la que se unen felizmente la devoción popular y la profundidad teológica. Era tradición —y en algunos países lo sigue siendo— la consagración de las familias al Sagrado Corazón, que conservaban una imagen suya en su casa. Esta devoción hunde sus raíces en el misterio de la Encarnación; precisamente a través del Corazón de Jesús se manifestó de modo sublime el amor de Dios a la humanidad. Por eso, el culto auténtico al Sagrado Corazón conserva toda su validez y atrae especialmente a las almas sedientas de la misericordia de Dios, que encuentran en él la fuente inagotable de la que pueden sacar el agua de la vida, capaz de regar los desiertos del alma y hacer florecer la esperanza. La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús es también la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes: aprovecho la ocasión para invitaros a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a rezar siempre por los sacerdotes, para que sean auténticos testigos del amor de Cristo. Ayer la liturgia nos invitó a celebrar la Natividad de san Juan Bautista, el único santo cuyo nacimiento se conmemora, porque marcó el inicio del cumplimiento de las promesas divinas: Juan es el "profeta", identificado con Elías, que estaba destinado a preceder inmediatamente al Mesías a fin de preparar al pueblo de Israel para su venida (cf. Mt 11, 14; 17, 10-13). Su fiesta nos recuerda que toda nuestra vida está siempre "en relación con" Cristo y se realiza acogiéndolo a él, Palabra, Luz y Esposo, de quien somos voces, lámparas y amigos (cf. Jn 1, 1. 23; 1, 7-8; 3, 29). "Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen un programa para todo cristiano. Dejar que el "yo" de Cristo ocupe el lugar de nuestro "yo" fue de modo ejemplar el anhelo de los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia venerará con solemnidad el próximo 29 de junio. San Pablo escribió de sí mismo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Antes que ellos y que cualquier otro santo vivió esta realidad María santísima, que guardó en su corazón las palabras de su Hijo Jesús. Ayer contemplamos su Corazón inmaculado, Corazón de Madre, que sigue velando con tierna

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solicitud sobre todos nosotros. Que su intercesión nos obtenga ser siempre fieles a la vocación cristiana.

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A los obispos de Canadá Discurso

8 de septiembre de 2006 Eminencia; queridos hermanos en el episcopado: 1. "Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Con afecto fraterno os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, obispos de Ontario, y agradezco a monseñor Smith los amables sentimientos expresados en vuestro nombre. Correspondo a ellos afectuosamente y os aseguro a vosotros, y a quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral, mis oraciones y mi solicitud. Vuestra visita ad limina Apostolorum, y al Sucesor de Pedro, es una ocasión para confirmar vuestro compromiso de hacer que Cristo sea cada vez más visible en la Iglesia y en la sociedad a través del testimonio gozoso del Evangelio, que es Jesucristo mismo. Las numerosas exhortaciones del evangelista san Juan a permanecer en el amor y en la verdad de Cristo evocan una imagen espléndida de una morada segura y cierta. Dios nos ama primero (cf. 1 Jn 4, 10) y luego nosotros, impulsados hacia este don, encontramos una morada para descansar donde podemos "seguir bebiendo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (cf. Deus caritas est, 7). San Juan también fue impulsado a exhortar a sus comunidades a permanecer en ese amor, pues algunas ya se habían debilitado por las disputas y distracciones, que pueden llevar a divisiones. 2. Queridos hermanos, vuestras comunidades diocesanas están llamadas a hacer que resuene la proclamación viva de fe: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). Estas palabras, que manifiestan con gran elocuencia la fe como adhesión personal a Dios y al mismo tiempo asienten a toda la verdad que Dios revela (cf. Dominus Iesus, 7), sólo pueden proclamarse de modo creíble como consecuencia de un encuentro con Cristo. Impulsado por su amor, el creyente se encomienda totalmente a Dios y así llega a ser uno con el Señor (cf. 1 Co 6, 17). En la Eucaristía esta unión se fortalece y se renueva, entrando en la dinámica de la entrega de Cristo para participar en la vida divina: "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56; cf. Deus caritas est, 13). Sin embargo, la exhortación de san Juan sigue siendo siempre actual. En las sociedades cada vez más secularizadas vosotros mismos experimentáis cómo el amor a la humanidad que brota del corazón de Dios puede pasar desapercibido o incluso ser rechazado. El

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hombre, pensando que sustraerse a esta relación constituye, de una manera u otra, una solución para su propia liberación, se transforma de hecho en extraño a sí mismo, puesto que "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22). Numerosos hombres y mujeres, mostrando poco interés por el amor que revela la plenitud de la verdad del ser humano, siguen alejándose de la morada de Dios para vivir en el desierto del aislamiento individual, de la fractura social y de la pérdida de identidad cultural. 3. Desde esta perspectiva, la tarea fundamental de la evangelización de la cultura es el desafío de hacer visible a Dios en el rostro humano de Jesús. Ayudando a las personas a reconocer y experimentar el amor de Cristo, despertaréis en ellas el deseo de habitar en la casa del Señor, abrazando la vida de la Iglesia. Esta es nuestra misión, que expresa nuestra naturaleza eclesial y asegura que toda iniciativa de evangelización fortalece al mismo tiempo la identidad cristiana. A este respecto, debemos reconocer que cualquier reducción del mensaje central de Jesús, es decir, el "reino de Dios", a un discurso indefinido sobre "valores del reino" debilita la identidad cristiana y disminuye la contribución de la Iglesia a la regeneración de la sociedad. Cuando creer se reemplaza por "hacer", y el testimonio por discursos sobre "cuestiones", urge recuperar la alegría profunda y el estupor de los primeros discípulos, cuyo corazón, en presencia del Señor, "ardía en su interior", impulsándolos a "contar lo que les había pasado" (cf. Lc 24, 32. 35). Hoy se experimentan muy dramáticamente los obstáculos a la difusión del reino de Cristo en la separación entre Evangelio y cultura, excluyendo a Dios de la esfera pública. Canadá tiene una merecida reputación de país comprometido generosa y prácticamente en favor de la justicia y la paz; y en vuestras ciudades multiculturales existe un atractivo clima de vitalidad y oportunidad. Sin embargo, al mismo tiempo, algunos valores separados de sus raíces morales y de su pleno significado, que se encuentra en Cristo, se han desarrollado de un modo muy preocupante. En nombre de la "tolerancia" vuestro país ha tenido que soportar la insensatez de la redefinición del término "cónyuge", y en nombre de la "libertad de elección" afronta la destrucción diaria de niños no nacidos. Cuando se ignora el plan divino del Creador, se pierde la verdad de la naturaleza humana. En el seno de la misma comunidad cristiana existen falsas dicotomías, que son particularmente dañinas cuando los líderes cristianos de la vida civil sacrifican la unidad de la fe y sancionan la desintegración de la razón y los principios de la ética natural, rindiéndose a efímeras tendencias sociales y a falsas exigencias de los sondeos de opinión. La democracia sólo tiene éxito si se basa en la verdad y en una correcta comprensión de la persona humana. Los católicos que participan en la vida política no pueden aceptar componendas con respecto a este principio; de lo contrario, se silenciaría el testimonio cristiano del esplendor de la verdad en la esfera pública y se proclamaría la autonomía de la moral (cf. Nota doctrinal La participación de los católicos en la vida política, 2-3, 6). Os exhorto a que, en vuestros debates con los líderes de la vida política y civil, demostréis que nuestra fe cristiana, lejos de ser un obstáculo para el diálogo, es un puente, precisamente porque une razón y cultura.

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4. En el contexto de la evangelización de la cultura, deseo mencionar la excelente red de escuelas católicas en el centro de la vida eclesial de vuestras provincias. La catequesis y la educación religiosa constituyen un arduo apostolado. Doy las gracias y aliento a los numerosos laicos, hombres y mujeres, que, juntamente con los religiosos, se esfuerzan por asegurar que vuestros jóvenes aprecien cada día más el don de la fe que han recibido. Hoy más que nunca esto exige que el testimonio, alimentado por la oración, sea el medio principal de toda escuela católica. Los maestros, en cuanto testigos, deben dar razón de la esperanza que alimenta su vida (cf. 1 P 3, 15), viviendo la verdad que proponen a sus alumnos, siempre en referencia a Aquel con quien se han encontrado y cuya gran bondad han experimentado con alegría (cf. Discurso a la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6 de junio de 2005). Y así, con san Agustín, dicen: "Tanto nosotros, que hablamos, como vosotros, que escucháis, somos discípulos y seguidores de un solo Maestro" (Sermón 23, 2). Como mencionáis en vuestras relaciones, un obstáculo muy insidioso para la educación en la actualidad es la marcada presencia en la sociedad del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, considera como criterio último sólo la propia voluntad y los propios deseos. Dentro de este horizonte relativista se produce un eclipse de los sublimes objetivos de la vida, así como una reducción del nivel de excelencia, una timidez ante la categoría de bien y una búsqueda de novedades tenaz pero sin sentido, que se ostenta como realización de la libertad. Esas tendencias perjudiciales ponen de relieve la particular urgencia del apostolado de "caridad intelectual" que sostiene la unidad esencial de conocimiento, guía a los jóvenes a la sublime satisfacción de ejercer su libertad en relación con la verdad, y articula la conexión entre la fe y todos los aspectos de la familia y de la vida civil. Confío en que los jóvenes canadienses, iniciados en el amor a la verdad, quieran acudir a la casa del Señor, que "ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (Jn 1, 9) y satisface todo deseo de humanidad. 5. Queridos hermanos, con afecto y gratitud fraterna os ofrezco estas reflexiones y os animo en vuestro anuncio de la buena nueva de Jesucristo. Experimentad su amor y, de este modo, haced que la luz de Dios ilumine el mundo (cf. Deus caritas est, 39). Invocando sobre vosotros la intercesión de María, Sede de la Sabiduría, os imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros y a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis.

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2006

Mirarán al que trasasaron Mensaje

21 de noviembre de 2006 Queridos hermanos y hermanas: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37). Este es el tema bíblico que guía este año nuestra reflexión cuaresmal. La Cuaresma es un tiempo propicio para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la cruz consuma el sacrificio de su vida por toda la humanidad (cf. Jn 19, 25). Por tanto, con una atención más viva, dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios. En la encíclica Deus caritas est traté con detenimiento el tema del amor, destacando sus dos formas fundamentales: el agapé y el eros. El amor de Dios: agapé y eros El término agapé, que aparece muchas veces en el Nuevo Testamento, indica el amor oblativo de quien busca exclusivamente el bien del otro; la palabra eros denota, en cambio, el amor de quien desea poseer lo que le falta y anhela la unión con el amado. El amor con que Dios nos envuelve es sin duda agapé. En efecto, ¿acaso puede el hombre dar a Dios algo bueno que él no posea ya? Todo lo que la criatura humana es y tiene es don divino; por tanto, es la criatura la que tiene necesidad de Dios en todo. Pero el amor de Dios es también eros. En el Antiguo Testamento el Creador del universo muestra hacia el pueblo que eligió una predilección que trasciende toda motivación humana. El profeta Oseas expresa esta pasión divina con imágenes audaces como la del amor de un hombre por una mujer adúltera (cf. Os 3, 1-3); Ezequiel, por su parte, hablando de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje ardiente y apasionado (cf. Ez 16, 1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el «sí» de sus criaturas como un joven esposo el de su esposa. Por desgracia, desde sus orígenes, la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con el espejismo de una autosuficiencia imposible (cf. Gn 3, 1-7). Replegándose en sí mismo, Adán se alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se convirtió en el primero de «los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 15). Dios, sin embargo, no se dio por vencido; más aún, el «no» del hombre fue como el impulso decisivo que lo indujo a manifestar su amor con toda su fuerza redentora.

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La cruz revela la plenitud del amor de Dios En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo Adán. Así pues, podemos afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo «murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente» (Ambigua, 91, 1056). En la cruz se manifiesta el eros de Dios por nosotros. Efectivamente, eros es —como dice el Pseudo Dionisio Areopagita— la fuerza «que hace que los amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman» (De divinis nominibus, IV, 13: PG 3, 712). ¿Qué mayor «eros loco» (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 648) que el que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias? «Al que traspasaron» Queridos hermanos y hermanas, miremos a Cristo traspasado en la cruz. Él es la revelación más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y agapé, lejos de contraponerse, se iluminan mutuamente. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como «Señor y Dios» cuando metió la mano en la herida de su costado. No es de extrañar que, entre los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de Jesús la expresión más conmovedora de este misterio de amor. Se podría decir, incluso, que la revelación del eros de Dios hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su agapé. En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros. Jesús dijo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor. Sangre y agua «Mirarán al que traspasaron». Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió «sangre y agua» (Jn 19, 34). Los Padres de la Iglesia consideraron estos elementos como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. Con el agua del bautismo, gracias a la acción del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor trinitario. En el camino cuaresmal, recordando nuestro bautismo, se nos exhorta a salir de nosotros mismos para abrirnos, con un abandono confiado, al abrazo misericordioso del

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Padre (cf. san Juan Crisóstomo, Catequesis, 3, 14 ss). La sangre, símbolo del amor del buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús (...); nos implicamos en la dinámica de su entrega» (Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo «eucarístico», en el que, aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y cada palabra. De ese modo, contemplar «al que traspasaron» nos llevará a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; y nos llevará, en especial, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas personas. Que la Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que también nosotros cada día debemos «volver a dar» al prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado. Sólo así podremos participar plenamente en la alegría de la Pascua. Que María, la Madre del Amor Hermoso, nos guíe en este itinerario cuaresmal, camino de auténtica conversión al amor de Cristo. A vosotros, queridos hermanos y hermanas, os deseo un provechoso camino cuaresmal y con afecto os envío a todos una bendición apostólica especial.

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2007

Dios sale a nuestro encuentro Homilía

11 de mayo de 2007 Queridos hermanos y hermanas: […] Dios sale a nuestro encuentro, "trata de atraernos, llegando hasta la última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las cuales él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente" (Deus caritas est, 17). Se revela a través de su Palabra, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Por eso, la vida de la Iglesia es esencialmente eucarística. El Señor, en su amorosa providencia, nos dejó una señal visible de su presencia. […] Jesús abre su corazón y nos revela el centro de todo su mensaje redentor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Él mismo amó hasta dar su vida por nosotros en la cruz. También la acción de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad debe poseer esta misma inspiración. Las iniciativas de pastoral social, si se orientan al bien de los pobres y de los enfermos, llevan en sí mismas este sello divino. El Señor cuenta con nosotros y nos llama amigos, pues sólo a los que amamos de esta manera somos capaces de darles la vida proporcionada por Jesús con su gracia. […]

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2008

En nuestro itinerario cuaresmal Ángelus

9 de marzo de 2008 Queridos hermanos y hermanas: En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). Se trata del último gran "signo" realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte. En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar. Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento. Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida. Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.

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La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz. Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.

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2008

Es una gran alegría Homilía

17 de mayo de 2008 Queridos hermanos y hermanas: Es una gran alegría para mí encontrarme en medio de vosotros y celebrar para vosotros la Eucaristía, en la fiesta solemne de la Santísima Trinidad. Saludo con afecto a vuestro pastor, monseñor Vittorio Lupi, al que agradezco las palabras con que, al inicio de la celebración, me ha presentado a la comunidad diocesana, y aún más, los sentimientos de caridad y de esperanza pastoral que ha manifestado. Agradezco también al señor alcalde el saludo cordial que me ha dirigido en nombre de toda la ciudad. Saludo a las autoridades civiles, a los sacerdotes, a los religiosos, a los diáconos y a los responsables de asociaciones, movimientos y comunidades eclesiales. A todos renuevo en Cristo mi augurio de gracia y de paz. En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador del universo y Señor de la historia. Hoy hemos escuchado un pasaje del libro del Éxodo en el que —algo del todo excepcional— Dios proclama incluso su propio nombre. Lo hace en presencia de Moisés, con el que hablaba cara a cara, como con un amigo. ¿Y cuál es este nombre de Dios? Es siempre conmovedor escucharlo: "Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad" (Ex 34, 6). Son palabras humanas, pero sugeridas y casi pronuncias por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios: eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas siempre; nos permiten ver con los ojos de la mente el rostro del Invisible, nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia, Fidelidad. Queridos amigos, al encontrarme aquí, en Savona, no puedo menos de alegrarme con vosotros por el hecho de que este es precisamente el nombre con el que se presentó la Virgen María cuando se apareció, el 18 de marzo de 1536, a un campesino, hijo de esta tierra. "Virgen de la Misericordia" es el título con el que se la venera —desde hace algunos años también tenemos una imagen suya en los jardines vaticanos—. Pero María no hablaba

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de sí misma, nunca habla de sí misma, sino siempre de Dios, y lo hizo con este nombre tan antiguo y siempre nuevo: misericordia, que es sinónimo de amor, de gracia. Aquí radica toda la esencia del cristianismo, porque es la esencia de Dios mismo. Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero, precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia, perdón. Dios ha creado todo para la existencia, y su voluntad es siempre y solamente vida. Para quien se encuentra en peligro, es salvación. Acabamos de escucharlo en el evangelio de san Juan: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16). En este entregarse de Dios en la persona del Hijo actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra disposición lo que más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad. Para esta obra de su misericordia, Dios, disponiéndose a tomar nuestra carne, quiso necesitar un "sí" humano, el "sí" de una mujer que se convirtiera en la Madre de su Verbo encarnado, Jesús, el Rostro humano de la Misericordia divina. Así, María llegó a ser, y es para siempre, la "Madre de la Misericordia", como se dio a conocer también aquí, en Savona. A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más que invitar a sus hijos a volver a Dios, a encomendarse a él en la oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón misericordioso. En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de su gracia. "Misericordia y no justicia", imploró María, sabiendo que su Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de igual modo consciente de la necesidad de conversión del corazón de los pecadores. Por eso, invitó a la oración y a la penitencia. Por tanto, mi visita a Savona, en el día de la Santísima Trinidad, es ante todo una peregrinación, mediante María, a los manantiales de la fe, de la esperanza y del amor. Una peregrinación que es también memoria y homenaje a mi venerado predecesor Pío VII, cuya dramática historia está indisolublemente unida a esta ciudad y a su santuario mariano. A distancia de dos siglos, vengo a renovar la expresión de la gratitud de la Santa Sede y de toda la Iglesia por la fe, el amor y la valentía con que vuestros conciudadanos sostuvieron al Papa en la residencia forzada que le impuso Napoleón Bonaparte en esta ciudad. Se conservan numerosos testimonios de las muestras de solidaridad dadas al Pontífice por los savoneses, a veces incluso corriendo riesgos personales. Son acontecimientos que hoy los savoneses pueden recordar con sano orgullo. Como ha observado con razón vuestro obispo, aquella página oscura de la historia de Europa ha llegado a ser, por la fuerza del Espíritu Santo, rica en gracias y enseñanzas, también para nuestros días. Nos enseña la valentía para afrontar los desafíos del mundo: el materialismo, el relativismo, el laicismo, sin ceder jamás a componendas, dispuestos a pagar personalmente con tal de permanecer fieles al Señor y a su Iglesia. El ejemplo de serena firmeza que dio el Papa Pío VII nos invita a conservar inalterada en las pruebas la confianza en Dios, conscientes de que él, aunque permita que su Iglesia pase

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por momentos difíciles, no la abandona jamás. Las vicisitudes que vivió ese gran Pontífice en vuestra tierra nos invitan a confiar siempre en la intercesión y en la asistencia materna de María santísima. La aparición de la Virgen, en un momento trágico de la historia de Savona, y la experiencia tremenda que afrontó aquí el Sucesor de Pedro, concurren a transmitir a las generaciones cristianas de nuestro tiempo un mensaje de esperanza, nos animan a tener confianza en los instrumentos de la gracia que el Señor pone a nuestra disposición en cada situación. Y, entre estos medios de salvación, quiero recordar ante todo la oración: la oración personal, familiar y comunitaria. En esta fiesta de la Trinidad deseo subrayar la dimensión de alabanza, de contemplación, de adoración. Pienso en las familias jóvenes, y quiero invitarlas a no tener miedo de experimentar, desde los primeros años de matrimonio, un estilo sencillo de oración doméstica, favorecido por la presencia de niños pequeños, muy predispuestos a dirigirse espontáneamente al Señor y a la Virgen. Exhorto a las parroquias y a las asociaciones a dedicar tiempo y espacio a la oración, porque las actividades son pastoralmente estériles si no están precedidas, acompañadas y sostenidas constantemente por la oración. ¿Y qué decir de la celebración eucarística, especialmente de la misa dominical? El día del Señor ocupa con razón el centro de la atención pastoral de los obispos italianos: es preciso redescubrir la raíz cristiana del domingo, a partir de la celebración del Señor resucitado, encontrado en la palabra de Dios y reconocido en la fracción del Pan eucarístico. Y luego también se ha de revalorizar el sacramento de la Reconciliación como medio fundamental para el crecimiento espiritual y para poder afrontar con fuerza y valentía los desafíos actuales. Junto con la oración y los sacramentos, otros instrumentos inseparables de crecimiento son las obras de caridad, que se han de practicar con fe viva. Sobre este aspecto de la vida cristiana quise reflexionar también en la encíclica Deus caritas est. En el mundo moderno, que a menudo hace de la belleza y de la eficiencia física un ideal que se ha de perseguir de cualquier modo, como cristianos estamos llamados a encontrar el rostro de Jesucristo, "el más hermoso de los hijos de Adán" (Sal 45, 3), precisamente en las personas que sufren y en las marginadas. Por desagracia, hoy son numerosas las emergencias morales y materiales que nos preocupan. A este propósito, aprovecho de buen grado esta ocasión para dirigir un saludo a los detenidos y al personal del centro penitenciario "San Agustín" de Savona, que viven desde hace tiempo una situación particularmente difícil. También saludo con afecto a los enfermos que están en el hospital, en las clínicas o en sus domicilios particulares. Deseo dirigiros unas palabras en particular a vosotros, queridos sacerdotes, para expresaros mi aprecio por vuestro trabajo silencioso y por la ardua fidelidad con que lo lleváis a cabo. Queridos hermanos en Cristo, creed siempre en la eficacia de vuestro servicio sacerdotal diario. Es muy valioso a los ojos de Dios y de los fieles; su valor no puede cuantificarse en cifras y estadísticas: sólo conoceremos sus resultados en el Paraíso. Muchos de vosotros sois de edad avanzada: esto me hace pensar en aquel estupendo pasaje del profeta Isaías, que dice: "Los jóvenes se cansan, se fatigan; los adultos tropiezan y vacilan; mientras que a

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los que esperan en el Señor él les renovará el vigor; subirán con alas como de águilas; correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse" (Is 40, 30-31). Junto con los diáconos que están al servicio de la diócesis, vivid la comunión con el obispo y entre vosotros, manifestándola mediante una colaboración activa, el apoyo recíproco y una coordinación pastoral común. Dad testimonio valiente y gozoso de vuestro servicio. Id en busca de la gente, como hacía el Señor Jesús: en la visita a las familias, en el contacto con los enfermos, en el diálogo con los jóvenes, haciéndoos presentes en todos los ambientes de trabajo y de vida. A vosotros, queridos religiosos y religiosas, además de agradeceros vuestra presencia, os reafirmo que el mundo necesita vuestro testimonio y vuestra oración. Vivid vuestra vocación en la fidelidad diaria y haced de vuestra vida una ofrenda agradable a Dios: la Iglesia os está agradecida y os alienta a perseverar en vuestro servicio. Naturalmente, quiero reservaros un saludo especial y afectuoso a vosotros, jóvenes. Queridos amigos, poned vuestra juventud al servicio de Dios y de los hermanos. Seguir a Cristo implica siempre la audacia de ir contra corriente. Pero vale la pena: este es el camino de la verdadera realización personal y, por tanto, de la verdadera felicidad, pues con Cristo se experimenta que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20, 35). Por eso, os animo a tomar en serio el ideal de la santidad. En una de sus obras, un famoso escritor francés nos ha dejado una frase que hoy quiero compartir con vosotros: "Hay una sola tristeza: no ser santos" (Léon Bloy, La femme pauvre, II, 27). Queridos jóvenes, atreveos a comprometer vuestra vida en opciones valientes; naturalmente, no solos, sino con el Señor. Dad a esta ciudad el impulso y el entusiasmo que derivan de vuestra experiencia viva de fe, una experiencia que no mortifica las expectativas de la vida humana, sino que las exalta al participar en la misma experiencia de Cristo. Y esto vale también para los cristianos de más edad. A todos deseo que la fe en Dios uno y trino infunda en cada persona y en cada comunidad el fervor del amor y de la esperanza, la alegría de amarse entre hermanos y ponerse humildemente al servicio de los demás. Esta es la "levadura" que hace crecer a la humanidad, la luz que brilla en el mundo. María santísima, Madre de la Misericordia, juntamente con todos vuestros santos patronos, os ayude a encarnar en la vida diaria la exhortación del Apóstol que acabamos de escuchar. Con gran afecto la hago mía: "Alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros" (2 Co 13, 11). Amén.

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Me complace recordar Ángelus

1 de junio de 2008 Queridos hermanos y hermanas: Me complace recordar, en este domingo que coincide con el inicio de junio, que este mes está dedicado tradicionalmente al Corazón de Cristo, símbolo de la fe cristiana particularmente apreciado tanto por el pueblo como por los místicos y teólogos, porque expresa de modo sencillo y auténtico la "buena nueva" del amor, resumiendo en sí el misterio de la Encarnación y de la Redención. El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, tercera y última de las fiestas que siguen al tiempo pascual, después de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Esta sucesión nos hace pensar en un movimiento hacia el centro: un movimiento del espíritu, que Dios mismo guía. En efecto, desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el Nazareno. En mi primera encíclica, sobre el tema del amor, el punto de partida fue precisamente la mirada puesta en el costado traspasado de Cristo, del que habla san Juan en su evangelio (cf. Jn 19, 37; Deus caritas est, 12). Y este centro de la fe es también la fuente de la esperanza en la que hemos sido salvados, esperanza que fue objeto de mi segunda encíclica. Toda persona necesita tener un "centro" de su vida, un manantial de verdad y de bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo. Por tanto, os invito a cada uno a renovar durante el mes de junio vuestra devoción al Corazón de Cristo, valorando también la tradicional oración de ofrecimiento de la jornada y teniendo presentes las intenciones que propuse a toda la Iglesia. La liturgia no sólo nos invita a venerar al Sagrado Corazón de Jesús, sino también al Inmaculado Corazón de María. Encomendémonos siempre a ella con gran confianza. Invoco una vez más la intercesión materna de la Virgen en favor de las poblaciones de China y Myanmar, azotadas por calamidades naturales, y en favor de cuantos atraviesan las

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numerosas situaciones de dolor, enfermedad y miseria material y espiritual que marcan el camino de la humanidad.

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A los alumnos de la Academia Eclesiástica Pontificia

Discurso

9 de junio de 2008 Venerado hermano; queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica pontificia: Me alegra acogeros, y os doy a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo, en primer lugar, a vuestro presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco los devotos sentimientos que me ha manifestado en nombre de todos. Saludo a sus colaboradores y, con especial afecto, os saludo a vosotros, queridos alumnos. Nuestro encuentro tiene lugar en este mes de junio, durante el cual es particularmente viva en el pueblo cristiano la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, hoguera inagotable donde podemos obtener amor y misericordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del pueblo de Dios. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los sacerdotes, para poder comunicar a los demás la ternura divina al desempeñar los diversos ministerios que la Providencia nos confía. Cada uno de vosotros, queridos sacerdotes, ha de crecer cada vez más en el conocimiento de este amor divino, pues sólo así podréis cumplir, con una fidelidad sin componendas, la misión para la que os estáis preparando durante estos años de estudio. El ministerio apostólico y diplomático al servicio de la Santa Sede, que desempeñaréis en los lugares a donde seáis enviados, requiere una competencia que no se puede improvisar. Por tanto, aprovechad este período de vuestra formación para estar después en condiciones de afrontar de modo adecuado cualquier situación. En vuestro trabajo diario entraréis en contacto con realidades eclesiales que es preciso comprender y sostener; viviréis a menudo lejos de vuestra tierra de origen, en países que aprenderéis a conocer y amar; deberéis frecuentar el mundo de la diplomacia bilateral y multilateral, y estar dispuestos a dar no sólo la aportación de vuestra experiencia diplomática, sino también, y sobre todo, vuestro testimonio sacerdotal. Por eso, además de la necesaria y obligatoria preparación jurídica, teológica y diplomática, lo que más cuenta es que centréis vuestra vida y vuestra actividad en un amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora solicitud pastoral con respecto a todos. Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe del Hijo de Dios" (Ga 2, 20), es decir, esforzaos por ser pastores según el corazón de Cristo, manteniendo con él

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un coloquio diario e íntimo. La unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia, preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles. La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a menudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras cierta cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testimoniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en proclamar con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el anuncio gozoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy alejados de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes dóciles de la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente en vuestra actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan de cada día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no sólo para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno. Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la comunión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos conquistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie interiormente. La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo, fruto de una unión constante con Cristo. Queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica, gracias de nuevo por vuestra visita, que me permite subrayar la importancia del papel y la función de los nuncios apostólicos, y al mismo tiempo me brinda la ocasión de dar las gracias a todos los que trabajan en las nunciaturas y en el servicio diplomático de la Santa Sede. Dirijo mi saludo y mis mejores deseos en particular a cuantos de entre vosotros están a punto de dejar la Academia para asumir su primera misión. Que el Señor os sostenga y os acompañe con su gracia. Queridos hermanos, os encomiendo a todos a la protección de la santísima Madre de Dios, modelo y consuelo para cuantos tienden a la santidad y se dedican a la causa del Reino. Que velen sobre vosotros el patrono de la Academia eclesiástica, san Antonio abad, san Pedro y san Pablo, de quien nos disponemos a celebrar un Año jubilar con ocasión del bimilenario de su nacimiento. Que os acompañe siempre también mi oración y mi bendición, que imparto de corazón a cada uno de vosotros, a las religiosas, al personal de la Academia y a todos vuestros seres queridos.

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En el centro de mi visita Homilía

15 de junio de 2008 Queridos hermanos y hermanas: En el centro de mi visita a Brindisi celebramos, en el día del Señor, el misterio que es fuente y cumbre de toda la vida de la Iglesia. Celebramos a Cristo en la Eucaristía, el mayor don que ha brotado de su Corazón divino y humano, el Pan de vida partido y compartido, para que lleguemos a ser uno con él y entre nosotros. Os saludo con afecto a todos los que os habéis dado cita en este lugar tan simbólico, el puerto, que evoca los viajes misioneros de san Pedro y san Pablo. Veo con alegría a numerosos jóvenes, que han animado la vigilia esta noche, preparándose a la celebración eucarística. También os saludo a vosotros, que participáis espiritualmente a través de la radio y la televisión. Dirijo un saludo particular al pastor de esta amada Iglesia, mons. Rocco Talucci, agradeciéndole las palabras que ha pronunciado al inicio de la santa misa. Saludo asimismo a los demás obispos de Puglia, que han querido estar aquí con nosotros en comunión fraterna de sentimientos. Me alegra en especial la presencia del metropolita Gennadios, al que expreso mi cordial saludo, extendiéndolo a todos los hermanos ortodoxos y de las demás confesiones, desde esta Iglesia de Brindisi que, por su vocación ecuménica, nos invita a orar y comprometernos en favor de la unidad plena de todos los cristianos. Saludo con gratitud a las autoridades civiles y militares que participan en esta liturgia, con los mejores deseos para su servicio. Mi saludo afectuoso va también a los presbíteros y a los diáconos, a las religiosas y a los religiosos, así como a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a los enfermos del hospital y a los reclusos de la cárcel, a los que aseguro un recuerdo en mi oración. ¡Gracia y paz de parte del Señor a cada uno y a toda la ciudad de Brindisi! Los textos bíblicos que hemos escuchado en este undécimo domingo del tiempo ordinario nos ayudan a comprender la realidad de la Iglesia: la primera lectura (cf. Ex 19, 2-6) evoca la alianza establecida en el monte Sinaí durante el éxodo de Egipto; el pasaje evangélico (cf. Mt 9, 3610, 8) recoge la llamada y la misión de los doce Apóstoles. Aquí se nos presenta la "constitución" de la Iglesia. ¿Cómo no percibir la invitación implícita que se dirige a cada comunidad a renovarse en su vocación y en su impulso misionero?

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En la primera lectura, el autor sagrado narra el pacto de Dios con Moisés y con Israel en el Sinaí. Es una de las grandes etapas de la historia de la salvación, uno de los momentos que trascienden la historia misma, en los que el confín entre Antiguo y Nuevo Testamento desaparece y se manifiesta el plan perenne del Dios de la alianza: el plan de salvar a todos los hombres mediante la santificación de un pueblo, al que Dios propone convertirse en "su propiedad personal entre todos los pueblos" (Ex 19, 5). En esta perspectiva el pueblo está llamado a ser una "nación santa", no sólo en sentido moral, sino antes aún y sobre todo en su misma realidad ontológica, en su ser de pueblo. Ya en el Antiguo Testamento, a través de los acontecimientos salvíficos, se fue manifestando poco a poco cómo se debía entender la identidad de este pueblo; y luego se reveló plenamente con la venida de Jesucristo. El pasaje evangélico de hoy nos presenta un momento decisivo de esa revelación. Cuando Jesús llamó a los Doce, quería referirse simbólicamente a las tribus de Israel, que se remontan a los doce hijos de Jacob. Por eso, al poner en el centro de su nueva comunidad a los Doce, dio a entender que vino a cumplir el plan del Padre celestial, aunque solamente en Pentecostés aparecerá el rostro nuevo de la Iglesia: cuando los Doce, "llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4), proclamarán el Evangelio hablando en todas las lenguas. Entonces se manifestará la Iglesia universal, reunida en un solo Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo resucitado, y al mismo tiempo enviada por él a todas las naciones, hasta los últimos confines de la tierra (cf. Mt 28, 20). El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cf. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal. Como hemos escuchado, a los Doce "les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia" (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor. Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía

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de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera. Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: sólo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal. Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio "santidad-misión" —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo diocesano. Al respecto, es útil tener presente que los doce Apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos. En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo. A la luz de esta providencial palabra de Dios, tengo hoy la alegría de confirmar el camino de vuestra Iglesia. Es un camino de santidad y de misión, sobre el que vuestro arzobispo os ha invitado a reflexionar en su reciente carta pastoral; es un camino que él ha verificado ampliamente en el transcurso de la visita pastoral y que ahora quiere promover mediante el Sínodo diocesano. El pasaje evangélico de hoy nos sugiere el estilo de la misión, es decir, la actitud interior que se traduce en vida real. No puede menos de ser el estilo de Jesús: el estilo de la "compasión". El evangelista lo pone de relieve atrayendo la atención hacia el modo como Cristo mira a la muchedumbre: "Al verla, sintió compasión de ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor" (Mt 9, 36). Y, después de la llamada de los Doce, vuelve esta actitud en el mandato que les da de dirigirse "a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 10, 6).

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En esas expresiones se refleja el amor de Cristo por los hombres, especialmente por los pequeños y los pobres. La compasión cristiana no tiene nada que ver con el pietismo, con el asistencialismo. Más bien, es sinónimo de solidaridad, de compartir, y está animada por la esperanza. ¿No nacen de la esperanza las palabras que Jesús dice a los Apóstoles: "Id proclamando que el reino de los cielos está cerca"? (Mt 10, 7). Esta esperanza se funda en la venida de Cristo y, en definitiva, coincide con su Persona y con su misterio de salvación —donde está él está el reino de Dios, está la novedad del mundo—, como lo recordaba bien en su título la cuarta Asamblea eclesial italiana, celebrada en Verona: Cristo resucitado es la "esperanza del mundo". También vosotros, queridos hermanos y hermanas de esta antigua Iglesia de Brindisi, animados por la esperanza en la que habéis sido salvados, sed signos e instrumentos de la compasión, de la misericordia de Cristo. Al obispo y a los presbíteros les repito con fervor las palabras del Maestro divino: "Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10, 8). Este mandato se dirige también hoy en primer lugar a vosotros. El Espíritu que actuaba en Cristo y en los Doce es el mismo que actúa en vosotros y que os permite realizar entre vuestra gente, en este territorio, los signos del reino de amor, de justicia y de paz que viene, más aún, que ya está en el mundo. Pero, por la gracia del Bautismo y de la Confirmación, todos los miembros del pueblo de Dios participan, de maneras diversas, en la misión de Jesús. Pienso en las personas consagradas, que han hecho los votos de pobreza, virginidad y obediencia; pienso en los cónyuges cristianos y en vosotros, fieles laicos, comprometidos en la comunidad eclesial y en la sociedad tanto de forma individual como en asociaciones. Queridos hermanos y hermanas, todos sois destinatarios del deseo de Jesús de multiplicar los obreros de la mies del Señor (cf. Mt 9, 38). Este deseo, que debe convertirse en oración, nos lleva a pensar, en primer lugar, en los seminaristas y en el nuevo seminario de esta archidiócesis; nos hace considerar que la Iglesia es, en sentido amplio, un gran "seminario", comenzando por la familia, hasta las comunidades parroquiales, las asociaciones y los movimientos de compromiso apostólico. Todos, en la variedad de los carismas y de los ministerios, estamos llamados a trabajar en la viña del Señor. Queridos hermanos y hermanas de Brindisi, seguid por el camino emprendido con este espíritu. Que velen sobre vosotros vuestros patronos, san Leucio y san Oroncio, que llegaron de Oriente en el siglo II para regar esta tierra con el agua viva de la palabra de Dios. Las reliquias de san Teodoro de Amasea, veneradas en la catedral de Brindisi, os recuerden que dar la vida por Cristo es la predicación más eficaz. San Lorenzo, hijo de esta ciudad, que siguiendo las huellas de san Francisco de Asís se convirtió en apóstol de paz en una Europa desgarrada por guerras y discordias, os obtenga el don de una auténtica fraternidad. Os encomiendo a todos a la protección de la Virgen María, Madre de la esperanza y Estrella de la evangelización. Que os ayude la Virgen santísima a permanecer en el amor de

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Cristo, para que podáis dar frutos abundantes para gloria de Dios Padre y para la salvación del mundo. Amén.

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Índice

Pío VI (1775-1799) 1794 Auctorem fidei (extractos); Bula; 28 de agosto

Pío IX (1846-1878) 1864 Quanta cura; Carta Encíclica; 8 de diciembre

León XIII (1878-1903) 1899 Annum sacrum; Carta Encíclica; 25 de mayo 1900 Tametsi futura; Carta Encíclica; 1 de noviembre

1. Motivo: La profunda piedad de los peregrinos a Roma en el Año Santo y de los católicos del mundo 2. La Iglesia debe dar a conocer a Cristo 3. Horror de una humanidad sin Cristo 4. La expectación del Mesías 5. Cristo Redentor por la Cruz 6. El retorno a la dignidad humana 7. Universalidad de la Redención 8. Sin Cristo no hay salud 9. Nadie ve al Padre si no por Cristo 10. La naturaleza viciada 11. Necesidad del vencimiento 12. Esperanza de bienes eternos 13. El Reino de Cristo 14. La ley de Cristo 15. Ministerio de la Iglesia 16. Carácter público de la ley de Cristo 17. Cristo y la razón humana 18. Doctrina no humana sino divina

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19. Inclinar el entendimiento ante Dios 20. Así conoceremos la verdad y seremos libres 21. Ceguedad de entendimiento 22. El sacrificio del entendimiento 23. Cristo es la Vida 24. La vida de la fe 25. Sin fe no hay salvación 26. La religión sostén de la sociedad civil 27. El remedio social es más que humano 28. Cristo y la cuestión social 29. Vuelta de la sociedad a Cristo 30. Dar a conocer a Cristo 31. Enseñar los derechos de Dios

Pío X (1903-1914) 1903 E supremi; Carta Encíclica; 4 de octubre

Pío XI (1922-1939) 1925 Quas primas; Carta Encíclica; 11 de diciembre

La «paz de Cristo en el reino de Cristo» «Año Santo» I. LA REALEZA DE CRISTO

a) En el Antiguo Testamento b) En el Nuevo Testamento c) En la Liturgia d) Fundada en la unión hipostática e) Y en la redención

II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO a) Triple potestad b) Campo de la realeza de Cristo

a) En lo espiritual b) En lo temporal c) En los individuos y en la sociedad

III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY Las fiestas de la Iglesia En el momento oportuno Contra el moderno laicismo La fiesta de Cristo Rey Continúa una tradición

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Coronada en el Año Santo Condición litúrgica de la fiesta Con los mejores frutos

a) Para la Iglesia b) Para la sociedad civil c) Para los fieles

1928 Miserentissimus Redemptor; Carta Encíclica; 8 de mayo de 1928

INTRODUCCIÓN

Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque La devoción al Sagrado Corazón de Jesús La consagración

LA EXPIACIÓN O REPARACIÓN Expiación de Cristo Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo Comunión Reparadora y Hora Santa Consolar a Cristo La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia Necesidad actual de expiación por tantos pecados El ansia ardiente de expiar

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS Causa de muchos bienes La Virgen Reparadora

ORACIÓN EXPIATORIA AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS 1932 Caritate Christi compulsi; Carta Encíclica; 3 de mayo

Pío XII (1939-1958) 1939 Summi pontificatus; Carta Encíclica; 20 de octubre 1947 Mediator Dei (extractos); Carta Encíclica; 20 de noviembre 1956 Haurietis Aquas; Carta Encíclica; 15 de mayo

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I. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA Dificultades y objeciones La doctrina de los papas Fundamentación del culto Culto de latría Antiguo Testamento

II. NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN Amor divino y humano Santos Padres Corazón físico Símbolo del triple amor de Cristo

III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS Eucaristía, María, Cruz Iglesia, sacramentos Ascensión Pentecostés Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo

IV. HISTORIA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN Santos, Santa Margarita María 1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad La más completa profesión de la religión cristiana

V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS Difusión de este culto Penas actuales de la Iglesia Un culto providencial

Final

Juan XXIII (1958-1963) 1960 A los alumnos de los seminarios y colegios eclesiásticos de Roma (Primer Sínodo diocesano de Roma); Discurso; 28 de enero

Piadosos y queridos recuerdos 1. Caminad dignamente 2. Recibid el libro y asimiladlo 3. Alabad sabia y frecuentemente a Dios

1960 Inde a primis; Carta apostólica; 30 de junio

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Pablo VI (1963-1978) 1963-1965 Documentos del Concilio Vaticano II

CONSTITUCIÓN SACROSANCTUM CONCILIUM SOBRE LA SAGRADA LITURGIA 4 de diciembre de 1963 CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA LUMEN GENTIUM SOBRE LA IGLESIA 21 de noviembre de 1964 DECRETO AD GENTES SOBRE LA ACTIVIDAD MISIONERA DE LA IGLESIA 7 de diciembre de 1965 CONSTITUCIÓN PASTORAL GAUDIUM ET SPES SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL 7 de diciembre de 1965 DECLARACIÓN DIGNITATIS HUMANAE SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA 7 de diciembre del año 1965

1965 Investigabiles divitias Christi; Carta apostólica; 6 de febrero Diserti interpretes; Carta; 25 de mayo

Comprometerse en difundir la devoción al Corazón de Jesús Sin el Corazón de Jesús no se comprende la Iglesia Culto necesario y de gran actualidad

Juan Pablo II (1978-2005) 1979 Redemptor hominis; Carta encíclica; 4 de marzo

I. HERENCIA

1. A finales del segundo Milenio 2. Primeras palabras del nuevo Pontificado 3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor 4. En relación con la primera Encíclica de Pablo VI 5. Colegialidad y apostolado 6. Hacia la unión de los cristianos

II. EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN 7. En el Misterio de Cristo 8. Redención: creación renovada

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9. Dimensión divina del misterio de la Redención 10. Dimensión humana del misterio de la Redención 11. El Misterio de Cristo en la base de la misión de la Iglesia y del cristianismo 12. Misión de la Iglesia y libertad del hombre

III. EL HOMBRE REDIMIDO Y SU SITUACIÓN EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

13. Cristo se ha unido a todo hombre 14. Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre 15. De qué tiene miedo el hombre contemporáneo 16. ¿Progreso o amenaza? 17. Derechos del hombre: "letra" o "espíritu"

IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE DEL HOMBRE 18. La Iglesia solícita por la vocación del hombre en Cristo 19. La Iglesia responsable de la verdad 20. Eucaristía y penitencia 21. Vocación cristiana: servir y reinar 22. La Madre de nuestra confianza

A los Capitulares de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús (Dehonianos); Discurso; 22 de junio 1980 Dives in misericordia; Carta encíclica; 30 de noviembre

I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14, 9) 1. Revelación de la misericordia 2. Encarnación de la misericordia

II. MENSAJE MESIÁNICO 3. Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar

III. EL ANTIGUO TESTAMENTO 4. El concepto de «misericordia» en el Antiguo Testamento

IV. LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO 5. Analogía 6. Reflexión particular sobre la dignidad humana

V. EL MISTERIO PASCUAL 7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección 8. Amor más fuerte que la muerte mas fuerte que el pecado 9. La Madre de la Misericordia

VI. « MISERICORDIA... DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN » 10. Imagen de nuestra generación 11. Fuentes de inquietud 12. ¿Basta la justicia?

VII. LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA 13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama 14. La Iglesia trata de practicar la misericordia

VIII. ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS 15. La Iglesia recurre a la misericordia divina

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1992 Pastores dabo vobis; Exhortación apostólica post-sinodal; 25 de marzo

INTRODUCCIÓN CAPÍTULO I - TOMADO DE ENTRE LOS HOMBRES: La formación sacerdotal ante los desafíos del final del segundo milenio

El sacerdote en su tiempo El Evangelio hoy: esperanzas y obstáculos Los jóvenes ante la vocación y la formación sacerdotal El discernimiento evangélico

CAPÍTULO II - ME HA UNGIDO Y ME HA ENVIADO: Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial

Mirada al sacerdote En la Iglesia misterio, comunión y misión Relación fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor Al servicio de la Iglesia y del mundo

CAPÍTULO III - EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ: La vida espiritual del sacerdote

Una vocación específica a la santidad La configuración con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la caridad pastoral La vida espiritual en el ejercicio del ministerio Existencia sacerdotal y radicalismo evangélico Pertenencia y dedicación a la Iglesia particular «Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad»

CAPÍTULO IV - VENID Y LO VERÉIS: La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia

Buscar, seguir, permanecer La Iglesia y el don de la vocación El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre Contenidos y medios de la pastoral vocacional Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales

CAPÍTULO V - INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL: Formación de los candidatos al sacerdocio

Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de Cristo I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL

La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo Formación intelectual: inteligencia de la fe La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor

II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL La comunidad formativa del Seminario mayor El Seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional

III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL La Iglesia y el Obispo La comunidad educativa del Seminario Los profesores de teología Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles

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El mismo aspirante CAPÍTULO VI - TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE ESTÁ EN TI: Formación permanente de los sacerdotes Razones teológicas de la formación permanente

Los diversos aspectos de la formación permanente Significado profundo de la formación permanente En cualquier edad y situación Los responsables de la formación permanente Momentos, formas y medios de la formación permanente

CONCLUSIÓN 1997 A los religiosos dehonianos reunidos en Capítulo; Discurso; 30 de mayo 2003 Al Capítulo general de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús (Dehonianos); Discurso; 10 de junio

Benedicto XVI (2005-) 2005 En la Solemnidad de Pentecostés; Homilía; 15 de mayo El viernes pasado; Ángelus; 5 de junio Deus caritas est; Carta Encíclica; 25 de diciembre

INTRODUCCIÓN PRIMERA PARTE - LA UNIDAD DEL AMOR EN LA CREACIÓN Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

Un problema de lenguaje «Eros» y «agapé», diferencia y unidad La novedad de la fe bíblica Jesucristo, el amor de Dios encarnado Amor a Dios y amor al prójimo

SEGUNDA PARTE – CARITAS EL EJERCICIO DEL AMOR POR PARTE DE LA IGLESIA COMO «COMUNIDAD DE AMOR»

La caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario La caridad como tarea de la Iglesia Justicia y caridad Las múltiples estructuras de servicio caritativo en el contexto social actual El perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia

CONCLUSIÓN

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2006 En la encíclica publicada; Ángelus; 29 de enero A los participantes en la asamblea plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe; Discurso; 10 de febrero A la comunidad del Seminario Romano Mayor (extractos); Discurso; 25 de febrero El Evangelio de San Marcos; Ángelus; 26 de febrero A la luz del misterio pascual; Regina Coeli; 17 de marzo En este año; Homilía; 6 de mayo A la Asamblea plenaria de los Directores nacionales de las Obras Misionales Pontificias; Discurso; 8 de mayo Al Prepósito general de la Compañía de Jesús con motivo del 50° aniversario de la encíclica Haurietis Aquas; Carta; 15 de mayo Encuentro con el clero polaco (extractos); Discurso; 25 de mayo ¡Alabado sea Jesucristo!; Homilía; 26 de mayo Expreso viva alegría (extractos); Audiencia general; 7 de junio Este domingo; Ángelus; 25 de junio A los obispos de Canadá; Discurso; 8 de septiembre Mirarán al que traspasaron; Mensaje; 21 de noviembre

El amor de Dios: agapé y eros La cruz revela la plenitud del amor de Dios «Al que traspasaron» Sangre y agua

2007 Dios sale a nuestro encuentro (extractos); Homilía; 11 de mayo 2008 En nuestro itinerario cuaresmal; Ángelus; 9 de marzo

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Es una gran alegría; Homilía; 17 de mayo Me complace recordar; Ángelus; 1 de junio A los alumnos de la Academia Eclesiástica Pontificia; Discurso; 9 de junio En el centro de mi visita; Homilía; 15 de junio

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Continuación

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2008

La catequesis de hoy Audiencia general

3 de septiembre de 2008 Queridos hermanos y hermanas: […] Pasemos ahora a nuestra situación, ¿qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que también para nosotros el cristianismo no es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si encontramos a Cristo. Ciertamente Él no se muestra a nosotros de esa forma irresistible, luminosa, como lo hizo con Pablo para hacerle Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrar a Cristo, en la lectura de la Sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que Él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Y así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad. Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia: y así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad para todos, capaz de renovar al mundo.