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Murillo, Susana. Final abierto. En publicación: Colonizar el dolor. La interpelación ideológica del Banco Mundial en América Latina. El caso argentino desde Blumberg a Cromañón / Susana Murillo. Buenos Aires : CLACSO, Abril 2008. -- ISBN 978-987-1183-90-6. Disponible en:http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/becas/murillo/12Murillo.pdf Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de América Latina y el Caribe de la Red CLACSO http://www.clacso.org.ar/biblioteca [email protected]

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Murillo, Susana. Final abierto. En publicación: Colonizar el dolor. La interpelación ideológica del Banco Mundial en América Latina. El caso argentino desde Blumberg a Cromañón / Susana Murillo. Buenos Aires : CLACSO, Abril 2008. -- ISBN 978-987-1183-90-6.

Disponible en:http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/becas/murillo/12Murillo.pdf

Red de Bibliotecas Virtuales de Ciencias Sociales de América Latina y el Caribe de la Red CLACSOhttp://www.clacso.org.ar/biblioteca

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CUANDO COMENCÉ a preparar este trabajo, pensaba elaborar su abor-daje desde el marco teórico y filosófico de Michel Foucault, así como desde algunos conceptos de Marx. Desde hacía cuatro años había hecho entrevistas en las calles de Buenos Aires. Por entonces, el caso Blumberg ocupaba los titulares de los diarios y era parte de las discusiones cotidia-nas en la Ciudad. Asumo que en aquel tiempo experimentaba una cierta distancia metodológica. Hasta cierto punto podía transitar las marchas y posicionarme en el lugar del sujeto que examina a un objeto. Enton-ces estalló Cromañón, y con él todas mis seguridades. No encontré en las entrevistas, en las corridas, en los llantos, en las caminatas, en los silencios y en las oraciones lo que había supuesto encontrar. Cromañón interpeló mi subjetividad. Las marchas callejeras de personas pidiendo justicia de un modo que se presentaba como apolítico dejaron de ser un objeto para mí. En diversas situaciones debí apagar el grabador y tran-sitar las calles en silencio; en otras, debí modificar el tipo de preguntas que había pensado pues la situación lo exigía; en otras, finalmente, sólo pude quedarme parada con un nudo en la garganta, y a veces cambié la pregunta por un sencillo abrazo. La muerte tenía en las calles una presencia inocultable, y frente a ella decidí actuar como una persona que acompaña e intenta comprender. Es en este punto donde comencé a buscar en algunos textos de psicoanálisis un espacio para pensar las

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situaciones; también decidí volver sobre viejos y nuevos trabajos que ha-blaban de la ideología, pues experimentaba que las hipótesis y el marco teórico pensados no eran suficientes. Es en este punto donde surgieron nuevas hipótesis, y es a partir de esa experiencia que no puedo concluir nada definitivo, sino sólo elaborar algunas provisorias conclusiones, en las que la incertidumbre y las paradojas son una constante en la que me siento involucrada.

En una de las marchas por Cromañón, una de las personas afec-tadas señalaba: “Vos, Ibarra, sos un cadáver político […] Hay una red de corrupción atrás del gobierno desde hace tiempo, pero te tocó a vos, Ibarra. Hacete cargo y renunciá”. La frase parecía condensar varias in-consistencias discursivas. En primer término, expresaba una sutil con-tradicción entre lo colectivo y lo singular: por un lado, sostenía que los familiares estaban convencidos de que había una trama político-empresarial en la que el Estado estaría capturado, y que iría más allá del gobernante de turno (lo colectivo); sin embargo, por otro lado, la exigencia de rendición de cuentas parecía hacer caso omiso de tal situa-ción y se dirigía sólo al jefe de Gobierno, al que le decía: “Hacete cargo”, “te tocó a vos” (lo singular). También la secuencia enunciativa mostraba, de modo tenue, una paradoja: el reclamo era sostenido con el apoyo de legisladores y funcionarios –particularmente de la oposición– que han participado de la función de gobierno y que –de ser cierto que hay una trama de corrupción– formarían parte de ella, o al menos habrían guar-dado silencio hasta ahora. En tercer lugar, en el relato mencionado, la exigencia de rendición de cuentas parecía reconocer una trama comple-ja de relaciones que llevó al tremendo desenlace y, sin embargo, en lugar de apuntar a la trama –de la que se tenía conciencia–, por alguna razón se substancializaba en un sujeto la red de relaciones que lo trasciende y subsume. En ese punto, las voces parecían tomar la parte por el todo, y en ella colocaban el centro de sus reclamos.

En la misma circunstancia, otro familiar decía: “Hoy nos tienen colocados en el falso dilema de garantismo sí, garantismo no. ¿Dón-de estaban esos hijos de puta cuando las garantías violaron la muerte de nuestros hijos?”. El fragmento también es sugerente; hace pensar que el ciudadano sabe que existen garantías procesales, conoce que hay derechos, sabe que los derechos son violados, pero el discurso no se encamina a demandar su fiel cumplimiento en todos los casos, sino a exigir castigo a unos sujetos individuales violando las garantías del Estado de Derecho. El problema es complejo. Si se exige la violación de las garantías del Estado de Derecho, de hecho se está demandando la suspensión de este y, por ende, se está apelando a la decisión vinculada a un problema concreto. Más aún, se deja abierta la puerta para otras arbitrariedades. No obstante, al mismo tiempo se exige que se “haga

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justicia” a las autoridades investidas de poder dentro del Estado de De-recho. Lo paradojal y lo contradictorio de las secuencias sintagmáticas sugiere, incita a pensar.

Cómo comprender estas voces en las que las exigencias adquieren una estructura paradojal. No hay respuestas unívocas ni conspirativas que puedan explicarlo. Tampoco la lógica binaria puede hacerlo, ni la apelación al metalenguaje. Se trata de palabras sostenidas en el peor de los dolores: el de la muerte del hijo. Respecto de ellas sólo es plausible esbozar algunas conjeturas.

Ambos fragmentos parecen mostrar la lógica de la ideología. Ella no actúa como una falsa conciencia, sino como una operación en la que se separa la parte del todo de una trama y se substancializan, en esa parte, las relaciones. En esos, como en otros relatos, la substancializa-ción de procesos en figuras individuales se presenta con una certeza que no admite dudas, y su fundamento parece estar en una interpelación que surge a partir de situaciones de profunda indefensión, que a su vez reenvían a la primaria sensación de desamparo de los seres humanos. Ahora bien, substancializar las relaciones sociales coadyuva a sostener vínculos de desigualdad/dominación, en tanto se oculta la trama que los sustenta –lo sepan o no los sujetos involucrados.

Frente a la indefensión que resignifica la muerte, los seres humanos parecemos oscilar de modo ambivalente entre dos posibilidades extremas. O enfrentar el abismo de la libertad que no promete suturar ninguna falta, o buscar maneras de eludir ese abismo a través de alguna forma imagi-naria que nos ofrezca la promesa de que una comunidad equilibrada nos abrigue frente al desamparo. No obstante, nuestra respuesta frente a la interpelación ideológica que surge de la muerte en su inefable oquedad a menudo funde las dos alternativas. Difícilmente los seres humanos somos puros héroes o puros sujetos de una falsa conciencia.

Es en esa ambivalencia donde parecen coagular algunas de las condiciones de posibilidad que hacen a la construcción de actitudes de deslegitimación de lo político. Ellas se han estructurado al compás de dos aspectos de un proceso histórico que tiene al menos tres déca-das: se trata de las transformaciones político-económicas en AL, y de la construcción de diversas capas de las memorias colectivas en las que los sujetos se constituyen y reconstituyen a partir de sus prácticas.

Pero es también esa ambivalencia –configurada en el mismo pro-ceso histórico– la que gestó resistencias políticas que no permiten pre-decir con seguridad el curso de los hechos.

EL TRIáLOgO y LA ExIgENcIA dE RENdIcIóN dE cuENTAsDurante los años sesenta y setenta, las resistencias al orden establecido fueron uno de los factores que impulsaron cambios en el trazado de po-

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líticas delineadas desde los organismos internacionales. Estas políticas modificaron el rol del Estado en AL, interpelaron a transformar los hábi-tos culturales y económicos, y buscaron una activa ruptura con la historia y la reinvención de lo político. Estas transformaciones han dado a luz en los últimos años a la idea de un triálogo en el que los organismos interna-cionales, el Estado y la sociedad civil deben participar coordinados por el mercado, que de modo manifiesto intenta conformarse como el Otro que es su propio fundamento y ley. Al compás de esta mutación, el viejo pacto de unión parece perder centralidad y, con él, el lugar trascendente del Estado. Este tiende en los documentos producidos por los organismos internacionales a transformarse en un “socio” o “cliente” que debería re-formarse en relación a las flexibles e integradas exigencias del Otro, que funda y expresa la ley en la voz de organismos internacionales.

No obstante, las reformas gestaron, desde mediados de los años noventa, formas diversas de resistencias, que pasaron de un carácter de-mostrativo a otro crecientemente confrontativo. Se impulsó entonces a reforzar el Estado a fin de controlar la desmesura, y a la vez a vigorizar el lugar de la sociedad civil con el objetivo de controlar al Estado. Este con-trol de la sociedad civil debía, además, legitimar socialmente las refor-mas afines a las transformaciones mundiales del mercado, en especial las de la justicia. Creció así la idea del “buen gobierno”, que no debería actuar sólo en un sentido descendente, sino también ascendente.

En esta clave se construyó la estrategia de exigencia de rendición de cuentas a los gobernantes. La estrategia indica que organizaciones de la sociedad civil deben reclamar por problemas concretos, de modo aparentemente apolítico, apoyadas por los medios de comunicación. La construcción de este nuevo modo de relación no parece ser el efecto mecánico de decisiones internacionales. Los documentos indican que se habría estructurado, al menos parcialmente, como respuesta a las resistencias que obligaron a reconfigurar estratégicamente las líneas po-líticas trazadas para AL. De modo que la reconfiguración de estrategias políticas a partir de resistencias hace que el funcionamiento de esas estrategias tenga un carácter inevitablemente equívoco.

LAs cApAs ARquEOLógIcAs dE LA mEmORIA EN ARgENTINAEl funcionamiento del dispositivo de exigencia de rendición de cuentas a los políticos con una modalidad “apolítica” no permite concluir, hasta el presente, que sus efectos puedan ser analizados unívocamente. Ningún poder o decisión puede anular las capas arqueológicas de las memorias colectivas. En el caso de Argentina parece subsistir, a pesar de todo, una memoria de derechos habidos y luchas gremiales y políticas colectivas. Tampoco el cruel genocidio se ha olvidado, y esto no parece ser efecto de acciones deliberadamente trazadas por ningún gobierno, sino produc-

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to de las luchas de ciudadanos anónimos organizados, quienes a veces comenzaron sus acciones de modo “apolítico”, pero que a poco de an-dar fueron transformando sus modos de ser en el mundo. Sin embargo, las memorias no son lineales ni carentes de contradicciones. Sobre el recuerdo de derechos y luchas se estructuraron otras evocaciones: las muertes físicas por hambre, la mala atención médica y la depresión psí-quica por la pérdida de vínculos, pero también las muertes sociales y los shocks económicos que resignifican situaciones de muerte. A la vez, en las memorias operan la negación de las carencias y el refugio en una cul-tura “encanallecida” del consumo, que obtura imaginariamente las faltas y las ausencias. El punto vertebrador de esas capas arqueológicas, cam-biantes y contradictorias, parece ser la muerte y su denegación, pues su presencia reenvía a esa primaria sensación de indefensión que impulsa a la búsqueda de un asidero que salve, que complete el vacío de la nada.

La muerte y su denegación emergen en una sociedad (des)pa-cificada en sus tres dimensiones: violencia estructural del desempleo, violencia intermitente del Estado y violencia intervincular. La (des)pacificación social deshilachó el entramado social construido, aunque con falencias y debilidades, desde el siglo XIX, y en especial después de la Segunda Guerra Mundial. La posibilidad de una vida calculable y previsible se deshizo, a la par que se desestructuraban las instituciones tradicionales, y con ellas las estructuras cognitivas y sociales.

En los años noventa, la aparente indiferencia hacia lo colectivo y el ensimismamiento parecían haber atrapado a buena parte de la po-blación, y desde ese modo de ser en el mundo creció la apatía hacia lo político que delegó la deliberación política en las decisiones de quienes encarnaron la promesa de restituir lo perdido. Los relatos hacen pensar que se trataba de una actitud que surgía como efecto de la vinculación de lo político con la muerte, y el anhelo de negarla. La presencia de la muerte y su obstinado desconocimiento fueron la condición de posibili-dad para que los organismos internacionales, sostenidos en fuertes cam-pañas mediáticas, interpelaran a la ciudadanía a sumirse en el consumo que imaginariamente subsana las carencias, y a que delegara la delibe-ración política en líderes eficaces, quienes conformaron una nueva for-ma de gobierno de las poblaciones: el neodecisionismo que funciona, tal como auguró Schmitt, en relación al modo de ser en el mundo de cada pueblo. Pero nada es permanente ni unívoco en la condición humana. No es posible asegurar que ese refugio borró las memorias de las luchas; tal vez sólo estaban ahí esperando el momento para expresarse.

Así, en el año 2001, en diversas regiones de AL –en este caso me refiero en especial a Argentina–, la denegación de la muerte pareció tor-narse imposible. Las personas en las calles se resistieron a la acción con-certada entre los bancos y el Estado que ya no se detenían ante ninguna

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ley en su afán expropiatorio de vidas y bienes. Los relatos indican que la función misma del Estado y de la llamada “clase política” fue percibida por muchos como un sinsentido o, en todo caso, se hizo visible que sólo respondía al mercado, que como un ser metafísico e invisible habitaba entre nosotros. Esa parece ser una de las posibles lecturas del “que se va-yan todos” que nos recorrió como una ráfaga. Creo que diciembre de 2001 en Argentina semejó un estallido que expresaba que ya no había cómo canalizar u ocultar la angustia social ante la presencia de la muerte.

El shock económico de fines de ese año en Argentina, en lugar de profundizar la apatía y el decaimiento –algo en lo que los poderosos de turno confiaban–, gestó una reacción inesperada, de modo análogo aunque diverso a otros lugares de Latinoamérica. Si bien el entonces presidente de los argentinos anunció que había implantado el estado de sitio, la población, particularmente los más jóvenes, se lanzó a las calles sin que mediase convocatoria alguna –al menos que se haya conocido públicamente. El movimiento parecía incontenible, y ni siquiera los 34 muertos bajo la represión pudieron calmar la efervescencia. Se ha dicho que el levantamiento fue instigado. Puede ser. En todo movimiento social siempre hay infiltrados, manipuladores, provocadores, servicios de inteli-gencia y otros, pero no es posible explicar las luchas sociales sólo desde la figura del infiltrado. No resulta plausible analizar los fenómenos sociales en esa linealidad conspirativa. Para quien en aquellos días transitaba las calles de Buenos Aires, el primer sentimiento era la sorpresa. La memo-ria parecía no estar dormida, la potencia de los cuerpos volvía, aunque probablemente impulsada por motivos bien diversos entre sí y respecto de las luchas de otras décadas. Pero era poco convincente pensar que todo ese movimiento pudiese haber sido orquestado. Allí parecía latir la memoria de las luchas del pasado que explotaba cuando la evidencia de la muerte y del “encanallecimiento” político habían llegado a un punto en el que toda promesa política de restaurar o instaurar una comunidad faltante se había desvanecido, y la angustia contenida y escondida tras el consumo de chatarra salía a la luz como un río desmadrado. No fue un movimiento organizado; creo que fue una angustia social que ya no tenía cómo procesarse. Ella estalló y eso fue posible pues en las memorias de los cuerpos argentinos latían encapsulados los recuerdos de las luchas y los derechos habidos en otros tiempos. La historia y las memorias del pasado apuntalaron la reacción.

La resistencia se expresó en diversos sectores de la población ar-gentina. Las calles mostraron disímiles protagonistas. No parecía que hubiese alguien que unificase la diversidad. Uno de los aspectos más su-gerentes, desde mi punto de vista, era ver a tantos jóvenes. El fenómeno me parecía contradictorio. Durante todo ese año había trabajado con un grupo entrevistando personas en Buenos Aires y nada en los relatos

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hacía pensar en el estallido, particularmente entre los más jóvenes. Sin embargo, miles de ellos poblaban las calles, y eran a todas luces sus protagonistas y sus víctimas. ¿Cómo leer el fenómeno? Es difícil encon-trar respuestas seguras. La clave tal vez radica en el hecho de que los saberes populares se transmiten de padres a hijos, aun sin palabras. El saber de las luchas y el de los derechos habidos permanece en las re-membranzas, y es objeto constante de preguntas y búsquedas juveniles. Los más jóvenes, por otra parte, no habían sido sometidos al feroz terror ni a situaciones de disciplinamiento como sí lo fueron las generaciones anteriores. Ellos habían crecido en un mundo con menos límites; por otra parte, estaban profundamente afectados, no veían futuro para sí ni tenían cómo construir proyectos; en ellos el tiempo evolutivo y lineal se había trocado paulatinamente en un tiempo ligado a lo instantáneo, al ahora. Este fenómeno conlleva a menudo una profunda desestructura-ción subjetiva, y la recaída en la inmediatez –esto es lo que mostraban los relatos recogidos en el año anterior al 19 y 20 de diciembre de 2001. No obstante, la inmediatez puede también facilitar la reacción. No es posible una única respuesta.

Creo entonces que el poder hegemónico mostraba una vez más sus grietas. Si en los años setenta la Comisión Trilateral pensaba en construir un cierto grado de marginalidad en las poblaciones de Latino-américa bajo el supuesto de que el exceso de democracia lleva a la falta de gobernabilidad; si las dictaduras perpetraron junto a los genocidios el comienzo de reformas económicas, culturales y políticas que se pro-fundizaron en democracia; si esta generó decepción por la política y construyó no sólo marginalidad social, sino también “encanallecimien-to” cultural, es posible que ese margen haya construido una sensación de ser rechazado, de sentirse otro, y que esta percepción haya sido uno de los núcleos de la explosión. Y también es probable que esa sensación de exclusión haya construido, de un modo diverso a los años setenta, unos sentimientos de indignación y de solidaridad, que se plasmaron en el sostenimiento de tareas barriales de diverso tipo.

Estimo que la indignación popular repolitizó las relaciones socia-les. Pero el análisis de relatos obtenidos desde el año 2001 hasta ahora me sugiere que la repolitización no podía ser hecha bajo la forma de la representación política, dado que ella estaba, al menos hasta 2005, desvalorizada, en tanto se la vinculaba en los relatos a la corrupción que habría conducido a diversas formas de muerte. Una de las formas destacadas de esa repolitización fue la construcción de organizaciones asamblearias. Pero la organización política con bases asamblearias no indica necesariamente cuál será su dirección, ni supone que la arti-culación de las memorias tendrá una trayectoria similar en todos los participantes de esa experiencia. Así, el fervor asambleario no tuvo un

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recorrido homogéneo. Es sólo una ilusión pensar que todos quienes par-ticipaban de ese movimiento deseaban lo mismo. De ese modo, en las acciones de las asambleas se mezclaban la lectura y discusión de textos libertarios, con el rechazo a la extorsión de bancos y empresas privadas, pero también con el deseo de moralizar e higienizar plazas y barrios, así como castigar a delincuentes y rateros.

Junto a la deslegitimación de la representación política, pareció tejerse en muchos ciudadanos la admonición moral. Este movimiento no fue uniforme, pero se puede observar en muchos relatos. ¿Cómo interpretarlo? Creo que la evidencia de la muerte vinculada –durante tantos años– a las relaciones políticas tuvo diversos efectos. La lectu-ra de narraciones de personas entrevistadas desde el año 2001 parece sugerir que, junto al rechazo o la desconfianza en la idea de represen-tación política, se habrían construido rasgos de una moral centrada en los derechos y deberes hacia el propio y cercano grupo de los iguales, al tiempo que la confianza en el colectivo de todos se desestructuraba. Esos mismos relatos indican que en muchos ciudadanos parece haber crecido una moral basada en el cuidado de sí y los allegados, a la par que la desconfianza en cualquier colectivo que incluya a todos. A la vez, la inmersión en un imaginario mundo de consumo infinito parece ha-ber exacerbado una estructura narcisística que tendió a substancializar en los otros los complejos males que afligen a todos. Es probable que todo ello haya confluido con la vieja idea de deber, disciplina y trabajo, en la que generaciones de argentinos fueron rígidamente educadas. Es plausible afirmar que la condensación de esos diversos fragmentos de la memoria generó una tendencia a la crítica moral del otro como parte o momento del análisis y la lucha política. De hecho, algunos candidatos políticos, asesorados por especialistas, han centrado sus campañas en la idea de “contrato moral”.

La crítica moral se centra en individuos, y con frecuencia substan-cializa en ellos una trama de relaciones. Pero esa crítica suele obscurecer el hecho de que la urdimbre de la historia trasciende a las intenciones individuales, y las subsume. Estimo que posibilita a quien habla auto-percibirse como un “alma bella” enfrentada a la corrupción de los otros. La trama económica y política que ha gestado los acontecimientos de las últimas tres décadas no es desconocida por muchos ciudadanos, pero creo que ella, en diversas secuencias sintagmáticas, es leída en clave mo-ral, y entonces es substancializada en nombres de políticos deshones-tos. Considero que es posible que tal substancialización construya una percepción que desestructura la totalidad del entramado de relaciones políticas y económicas. De ese modo, la lectura de la realidad política es obturada ideológicamente, y la parte –las acciones moralmente repro-bables– suele ser tomada por el todo.

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Si el razonamiento anterior es cierto, entonces nos acercamos a comprender parte de las condiciones que hacen posible la resolución de los conflictos pensadas en clave de retorno de la moral. Los relatos indi-can que muchos sujetos perciben que la realidad puede ser transformada también afirman que tal mutación radica en modificarnos como sociedad, y que los problemas no residen en un conjunto de individuos malintencio-nados. No obstante, dos modos de ver y ser en el mundo parecen dificultar una visión política compleja de los hechos: el escepticismo y la reducción de las relaciones políticas a elecciones morales. En estas formas de habitar el mundo, la relación política se suspende en un delgado hilo tendido entre la exigencia moral planteada por los ideales y la decepción ante la realidad efectiva, todo ello montado sobre una amenaza de muerte que aparece como cierta. Creo que es difícil en este estado advertir que la relación es previa a la substancia, que no hay acto humano completamente libre, y que toda elección moral se hace en un entramado político y económico que la precede y condiciona. En esa clave, los políticos siguen siendo perci-bidos como una clase, la de “los corruptos que apañan a los delincuentes”, pero es también ese modo de ser y percibir las relaciones sociales el que lleva a interpelar a esos mismos políticos, o a exigir su destitución.

No estoy negando la importancia del planteo ético; por el contra-rio, sólo quiero indicar que cuando este se convierte en admonición mo-ral puede obscurecer la percepción de relaciones político-económicas, y llevar a tomar la parte por el todo, con lo cual –más allá de las inten-ciones– consolida las relaciones de desigualdad/dominación, dado que no permite enfrentarlas en su núcleo.

Sobre este complejo de prácticas, asentadas sobre una obscura y siempre presente imagen de la muerte, se ha desarrollado una tarea mediática que ya tenía historia. La muerte, y particularmente la muerte arbitraria y sin sentido, fue y es presentada de modo rutinario a una población acorralada e indignada por las tres dimensiones de la (des)pacificación social.

Es tal vez en esta confluencia que pueden leerse dos situaciones diversas –aunque con ellas no pretendo agotar las acciones y percepcio-nes de toda la población. Por un lado, el decaimiento de las asambleas y su transformación –en algunos casos– hacia formas de participación desde la sociedad civil en las que se exige mayor disciplina y a veces “mano dura” para imponer orden, así como para alejar a la otredad amenazadora percibida en los jóvenes pobres que delinquen, y en los políticos y jueces corruptos que los apañan. Por otro lado, muchos gru-pos han rechazado la criminalización de la pobreza y luchan por los derechos de los seres humanos; no obstante, la substancialización de los procesos en figuras individuales a menudo obstruye la deliberación y la transformación política.

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¿LA ExIgENcIA dE RENdIcIóN dE cuENTAs O LA cOLONIzAcIóN dEL dOLOR?Desde el asesinato de Axel Blumberg en el año 2004, Argentina pare-ce ser el laboratorio de un experimento social. Los relatos y los hechos observados parecen indicar que se ha desarrollado una estrategia que intenta colonizar el dolor y la memoria de las luchas de las poblaciones, así como canalizar políticamente la admonición moral. Las memorias y las luchas están ahí y no pueden contenerse, pero sí pueden ser resig-nificadas, al menos parcialmente. Esta resignificación es sustentada por una insistente campaña mediática que en lugar de ayudar a procesar la muerte propia la ostenta e insiste en ella. Esta presencia de la más profunda carencia interpela ideológicamente desde el lugar en el que se patentiza del modo más evidente la condición trágica de lo humano: la muerte del hijo. Desde allí es presentada la ausencia de comunidad bajo la forma de inseguridad, que es asociada implícita y explícitamente a los políticos “corruptos”, a la política y a los delincuentes amparados por ellos. La interpelación ideológica hace centro en el anhelo de una comunidad equilibrada, en la que las faltas sean obturadas a través de una revolución moral.

Ese parece ser el lugar que ocupó el significante “Blumberg”. El análisis de los relatos parece indicar que sobre él se construyó una es-trategia de exigencia de rendición de cuentas que gestó una matriz de interpelación ideológica, desde la cual la sociedad civil apareció como el Sujeto que interpela al Estado a reformarse.

No parece azaroso que la interpelación que portó el nombre de Blumberg se iniciara con toda fuerza el mismo día en que el presiden-te de la República entregaba un campo clandestino de detención a las organizaciones de derechos humanos, con el fin –al menos retórico– de construir memoria y transformar el rostro del Estado. Interpreto que el salvaje asesinato y su utilización mediática trataron de decirle al Estado que ya no era más el Sujeto trascendente a las relaciones particulares, que debía asumir que el pacto de unión había fenecido, y que en su lugar se instalaba un triálogo en el cual Estado y sociedad civil tenían el mismo rango y debían someterse al mercado expresado por los organismos internacionales. Pero estimo que el asesinato de Axel Blumberg pareció emerger de las entrañas más degradadas de la sociedad argentina, y que vino también a recordarle al Estado y a la sociedad civil que la muerte está ahí, siempre agazapada. Que ella no es ajena sino propia. Los he-chos posteriores y los relatos de los entrevistados sugieren también que, a partir de esa muerte, una parte de la sociedad civil asumió que era menester vigilar las políticas de derechos humanos sustentadas por el Estado, en cuanto estas podían llevar a apañar delincuentes. No obstan-te, el sentido construido tras la muerte de Axel no culmina ahí.

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Así, la interpelación tuvo efectos importantes: instaló una matriz de exigencias al Estado desde la cual no se reclama en tanto ser político, sino en cuanto víctima o afectado por algún problema particular que debe ser remediado. Esa matriz interpeló desde el desvalorizado lugar de la familia y en especial del padre, quien recupera, en este mismo acto, su dignidad y no permite que ningún padre encarnado en la figura presidencial lo reemplace. En este sentido, continuó con la deslegiti-mación de la política y los políticos iniciada en la década del setenta, al tiempo que trataba de canalizar parte de la indignación popular que ha-bía estallado el 19 de diciembre de 2001, ahora en clave de admonición moral no política. Su tendencia se dirigió a despolitizar los movimientos de protesta. La matriz de interpelación permitió instalar la exigencia de rendición de cuentas a las autoridades de distintos niveles, y particular-mente la demanda de reforma de la justicia. En ese punto parecieron concretarse las recomendaciones de los organismos internacionales: el triálogo Estado-empresa-sociedad civil. Este triálogo fue uno de los factores que construyó condiciones de posibilidad para la reforma del Código Penal, el endurecimiento de penas, el abandono del Código de Convivencia de la Ciudad de Buenos Aires y la vuelta a la figura de la contravención, el comienzo de la implantación de juicios por jurados, y la vinculación efectiva con empresas y organizaciones internacionales que tienen como núcleo la “seguridad”. La subsunción del Derecho a la ideología de la seguridad fue su más fuerte consecuencia, aunque ella no siempre es visible.

Pero la interpelación ideológica sostenida en el asesinato de Axel tuvo también fallos: se vinculó excesivamente a nivel público a los sec-tores más antidemocráticos, diferenció a las víctimas de todas las muer-tes trazando una línea entre las “muertes injustas” y las que tendrían alguna justificación, evidenció demasiado la política de “mano dura” y “tolerancia cero”. Para todo ello intentó erigir un líder social que fun-cionase como intermediario entre la población y la clase política. Pero, por un lado, este líder no encarnó la reconciliación social recomendada por los organismos internacionales. Por otra parte, las memorias argen-tinas habían llegado a descreer de las mediaciones, representaciones y posibilidad de reconciliación. En este caso particular, la población comenzó a percibir que el mediador estaba muy vinculado a ciertos gru-pos políticos, y ello parece haberle valido finalmente el rechazo de una parte de la ciudadanía. Además, la exigencia de “mano dura” es, para muchos argentinos, una tendencia ambigua: si bien remite a la promesa de orden, también se vincula a recuerdos de la muerte; si por un lado produce la esperanza de paz, por otro entra en colisión con ideales de tolerancia. Más allá de cualquier visión conspirativa de la historia, creo que la estrategia que llevaba el nombre de Blumberg tenía falencias, en

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tanto no había en Argentina una correlación de fuerzas a nivel social que fuese favorable de manera contundente en todo el país al modo en que se plantearon muchas de sus propuestas. No obstante, más allá de cualquier figura individual, estimo que la estrategia de interpelación se reconfiguró, pero no se suprimió.

La reconfiguración de la estrategia de empoderar a las poblacio-nes para exigir rendición de cuentas no tuvo un autor; la contingencia de los hechos la revitalizó. Sin embargo, se trató de una contingencia esperable. El estallido de Cromañón no era improbable –como afirman muchos entrevistados–, sino que pudo y puede ocurrir en cualquier otro lugar. El debilitamiento de la ley fue gestado en el “encanallecimiento” político y empresarial que produjeron, a la vez que fueron sostenidos por, años de muerte. La desvalorización de la ley, a su vez, favoreció la desestructuración de las instituciones tradicionales. El estrago ocurrió en medio de una estructura en la cual miembros de la empresa, el Esta-do y la sociedad civil violan la ley sin reparos.

Cromañón vino, más allá de las intenciones de sus protagonistas, a corregir los fallos de la matriz de exigencia de rendición de cuentas insta-lada por Blumberg. Entonces, la muerte fue otra vez una evidencia inocul-table; evidencia que se encarnaba otra vez en la muerte del hijo, figura que no cesa de insistir desde hace treinta años en Argentina. Pero ya no se trataba de un joven hijo de las clases medias altas, sino de muchos hijos de diversos sectores sociales, particularmente de los más empobrecidos. La estrategia de rendición de cuentas invistió a este dolor colectivo con más fuerza que al significante “Blumberg”. También el proceso ha sido más complejo. No obstante, rellenó estratégicamente la matriz de inter-pelación ideológica construida a partir de la muerte de Axel. Se trató de una interpelación hecha desde el núcleo herido: la familia, que demandó a los poderes del Estado clamando por la muerte del hijo.

No obstante, Cromañón no tuvo una historia lineal. El conjunto de los familiares no actuó siempre de modo semejante. El núcleo de la disputa se planteó entre quienes no deseaban hablar desde el lugar del ciudadano con derecho a participar políticamente, sino desde el de per-sona afectada por la corrupción creciente, por un lado; y por otro, quie-nes querían priorizar análisis políticos y económicos. Los medios de comunicación mayoritariamente agitaron y sostuvieron la primera po-sición, presentando la exigencia de rendición de cuentas bajo el manto de la apoliticidad, al tiempo que sostenían una de las más fuertes cam-pañas políticas de los últimos años. En el proceso ya no hubo un único líder ni pedidos de “mano dura” para los jóvenes pobres. Los medios de comunicación –si bien dieron centralidad especialmente a un padre, José Iglesias– ya no hablaron en singular, sino en plural y nombraron a “los familiares” como los protagonistas de la exigencia de rendición

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de cuentas. La campaña mediática desconoció un fenómeno nuevo: “la familia” para muchos de estos jóvenes ya no está representada en lazos biológicos, sino en pequeños grupos que sirven de amparo contra la adversidad. La prensa, no obstante, se centró en la familia tradicional.

La estrategia de rendición de cuentas tuvo efectos diversos. Desde una perspectiva política, mostró a una parte de la ciudadanía reclaman-do por sus derechos. De ese modo, la apatía de los años noventa pare-ce haber dejado lugar a una más activa participación. No obstante, la puesta en funcionamiento del Código Contravencional, la destitución de un jefe de Gobierno comunal y la exacerbada exigencia de rendición de cuentas bajo el ropaje de la apoliticidad muestran un movimiento acor-de con las recomendaciones de organismos internacionales, que valori-zan la democracia denominada de “ciudadanía”, basada en mecanismos verticales de participación, frente al mecanismo también vertical del sufragio, que es ahora considerado por los organismos internaciona-les como un dispositivo poco eficaz en muchos casos. Sin embargo, el proceso muestra, al mismo tiempo, una tendencia antidemocrática: la violencia exacerbada de algunos reclamos, la dudosa y veloz resolución de situaciones que ponen en entredicho el mecanismo del voto popular y las funciones del Parlamento, el ataque a miembros de organizaciones de derechos humanos y a personas que han probado con su trayectoria ser fieles defensores de la justicia, la colonización de las exigencias con fines electorales, la manipulación de los medios de comunicación y el ocultamiento de procesos económicos ilegales.

LA ExIgENcIA dE RENdIcIóN dE cuENTAs y EL dEsEquILIBRIO FuNdAmENTAL EN ALLa vieja cuestión social, que retorna de modos diversos, se obtura hoy de una manera nueva. El núcleo parece estar situado en la idea de que el desequilibrio del sistema es inevitable. Un quantum de pobreza y des-igualdad en AL han sido presentados, por organismos internacionales e intelectuales, como ineludibles y hasta necesarios, y sólo su exceso es mostrado en diversos documentos como riesgoso y digno de ser contro-lado. Esta nueva visión requirió y requiere de reformas institucionales, las que suponen un nuevo pacto social. Para legitimarlo, los saberes-poderes hegemónicos valorizaron el lugar de la sociedad civil.

Los movimientos sociales en AL se constituyeron como espacios de resistencia al orden neoliberal. Desde los textos y documentos que intentan mantener las relaciones de dominación se sostiene que es me-nester “aprender” de esas resistencias, escuchar su voz, dialogar con ellas y acompañarlas en sus demandas a los estados. La estrategia pare-ce querer colonizar los reclamos como una nueva manera de sostener la desarmonía ínsita al orden social, al tiempo que se aspira a sofocarla

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evocando el espectro ideológico de la “participación” de la sociedad ci-vil. Se trata de una nueva manera de clausurar la vieja cuestión social.

Si la cuestión social consistía en el abismo entre los principios proclamados y la realidad efectiva, el primer paso ahora radica en sos-tener la necesidad de ser “realistas”, de atenerse a lo dado y ya no pensar de modo “romántico” en esos ilusorios principios: se interpela entonces a no considerar a la igualdad como una característica de los seres huma-nos. Siguiendo con este razonamiento, se concluye que si la desigualdad crece desmedidamente, entonces es esperable un cierto margen de vio-lencia que aumentará con ella. El “exceso”, la desmesurada desigualdad, son presentados como provocados por diversos factores –entre ellos, la corrupción–, y ostentados como la raíz de la inseguridad.

El tratamiento de la inseguridad como un “significante flotante”, que expresa en su multivocidad la profunda incertidumbre antropológica, se constituye en condición de posibilidad para interpelar a las poblaciones a fin de constituir nuevas relaciones políticas. La utilización de ese signi-ficante se articula en una estrategia compleja que no tiene un “autor” que la dirija, pero que tiene diversos actores con gran peso en las relaciones de fuerza que interpelan desde ese lugar de incertidumbre que reenvía de modo inconsciente a la indefensión primaria del sujeto humano que resig-nifica la muerte. Esta es vinculada al significante “corrupción” y desde allí se interpela ideológicamente a la sociedad civil a fin de que se organice en grupos para reclamar al Estado por problemas concretos y particulares.

El proceso de interpelación ideológica, dirigido a posibilitar el empoderamiento de grupos de riesgo social, requiere de la construcción de un afuera, de una amenaza a esos grupos. La amenaza exterior hace que quienes se identifican con la interpelación puedan sentir que les será otorgado aquello que les falta: la pertenencia a una comunidad que los defienda del peligro. En este punto, el lugar de las instituciones y la or-ganización social es fundamental. En la medida en que ellas radicalizan la presencia de la muerte como una ecuación insoslayable y no ofrecen posibilidad de tramitar los duelos, la acción de una amenaza imaginaria es mucho más fácil de aceptar.

En todo este proceso, la otredad peligrosa se encarna en diversas figuras. Pero sus destinatarios en diversos lugares de AL parecen ser los niños mendigos, los desocupados, los que ejercen trabajos que lindan con lo ilegal, los vendedores ambulantes, las prostitutas, los travestis. Tres espacios emergen como el núcleo que genera y cobija a los crimina-les: las familias descarriadas, los guetos donde habitan los pobres, y las cárceles. Tras ellos, todos los carenciados que buscan modos diversos de sobrevivir se transformaron en potencialmente peligrosos. Se trata del antiguo discurso acerca de los “pobres malos”, aquellos que cultivan el delito en el ocio voluntario.

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Al mismo tiempo y de modo difuso, los políticos y la policía co-rrupta fueron el objeto de las críticas. Primero, se centraron en el Par-lamento y en la policía. Poco a poco cobró centralidad la justicia. En especial jueces, defensores y fiscales, quienes favorecerían con su negli-gencia o corrupción a los delincuentes. La “corrupción” toma un lugar central en la construcción del afuera. Es ella la que cobija a los “pobres malos” y los construye como “desocupados voluntarios”. En todos los casos hay una clara diferenciación respecto de que “no todos son malos” (ni los pobres, ni los policías, ni los políticos, ni los jueces). De ese modo, el discurso construye un afuera no claramente delimitado: los “malos”, y un adentro también difuso: los virtuosos o “decentes”. En ese espectro ideológico se sostiene la inseguridad con toda fuerza, ya que el lugar de “los malos” puede ser ocupado alternativamente por cualquiera, incluso por personajes contrapuestos; lo mismo ocurre con el adentro, donde los decentes pueden ser sólo unos simuladores. Se construye así la sospecha y el conflicto, que llevan a la exigencia de rendición de cuentas. En AL, hoy cualquiera puede caer en la desocupación, o ser un padre que no se ocupe de sus hijos o un político corrupto, o un militante peligroso.

La tendencia de los grupos empoderados sobre este horizonte ideológico a veces se dirige a adoptar actitudes de rechazo hacia las organizaciones de derechos humanos, que en esos casos tienden a ser vistas como posibilitadoras y defensoras de delincuentes y corruptos. Es entonces cuando la ley suele ser percibida como un obstáculo y, en cambio, la excepción es vista como el modo de resolver situaciones. En esa clave, los derechos a menudo son percibidos como un escollo para la seguridad, y la reflexión y la deliberación como una dificultad frente a la exigencia de decisiones eficaces y rápidas. Los políticos que se forman desde la base suelen ser reemplazados por figuras que tienen llegada a los medios y que logran ser asesoradas por técnicos que, escudados en la neutralidad, son hombres clave de los organismos o empresas inter-nacionales que inducen las reformas necesarias a los mercados. Las estrategias de rendición de cuentas, hábilmente colonizadas, a veces sirven a fines electorales, o pueden posibilitar reformas apresuradas del orden jurídico o modificar el orden constitucional.

En este punto, los mecanismos de resistencia que los pueblos lati-noamericanos desarrollaron durante largo tiempo intentan ser coloniza-dos y resignificados por estrategias que vienen precisamente a sostener los fenómenos que han causado esas heridas. Esta colonización trata de construir –más allá de las intenciones conscientes de las víctimas– formas nuevas de criminalización de los pobres y los marginados del mercado. Esa colonización intenta también estructurar una vigilancia generalizada, en la que el otro es siempre un ser del cual es preciso des-confiar. Paralelamente oculta la contracara inseparable del capital legal:

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las transacciones ilegales, verdaderas fuentes de la riqueza en esta etapa de la historia del capitalismo. No obstante, el poder nunca es monolíti-co, y sus estrategias son resignificadas.

Ninguna estrategia genera un efecto unívoco. La exigencia de ren-dición de cuentas, al momento en que esto se escribe, también reclama contra empresas y organismos que hacen oídos sordos a las necesidades de los hombres y su entorno natural. En este punto, los poderes han colonizado viejas formas de lucha de los latinoamericanos, pero con ello también las han impulsado, y nadie puede afirmar que el resultado será la paz de los cementerios, o que las decisiones serán las que empresas poderosas preven para la región.

uN NuEvO dIAgRAmA dE pOdEREste proceso ocurre en medio de transformaciones internacionales que han hecho mutar el “diagrama de poder”. Con él me refiero al cambiante mapa de las relaciones de fuerza, al modo en que se tiende a ejercer el poder.

En primer lugar, se trata de un orden que se ha tornado explíci-tamente relacional. Frente a la percepción substancialista que era afín a unas prácticas explícitamente jerárquicas y verticalistas de la sociedad de las disciplinas, hoy el poder se ejerce relacionalmente. No se trata de hipocresía, sino de un ejercicio efectivo y convencido, en el cual los estamentos superiores del orden mundial se vinculan de modo flexible y diverso con todos aquellos a quienes pueden llegar. Esta articulación relacional tiene cierto límite que no puede sortearse: la propiedad pri-vada de los medios de producción. Se trata de un entramado de poder que construye efectivamente un reticulado por el que la información corre como miles de riachos entre piedras y plantas. No se trata de una cascada que derrama sus aguas hacia abajo, sino de una planicie que permite que el agua circule cada vez con mayor insistencia por todos los espacios. Ese carácter relacional puede colonizar formas de resistencia, pero también posibilita inesperadas reacciones.

En segundo lugar, los mandos modifican sus estrategias a partir de los pedidos y exigencias de las capas más pobres o vulnerables de la población. Se trata de un poder que, al modo de las máquinas in-teligentes, se retroalimenta a partir de la información que recibe, y se reprograma. Es un poder flexible. Este diagrama puede hacer pensar en un poder horizontal, igualitario, y sin embargo pocas veces en la histo-ria hubo unos niveles de poder y saber tan concentrados. Los grandes núcleos de poder internacional estatuyen programas que van desde lo económico hasta lo sexual, pasando por lo cultural, lo histórico y lo polí-tico. Lo nuevo es que estos proyectos se ejecutan y modifican a partir de la retroalimentación constante. Las demandas y quejas son escuchadas y las estrategias modificadas en virtud de su efectividad local, ligada a

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las exigencias del mercado internacional. La pregunta abierta es: ¿hasta dónde efectivamente pueden flexibilizar sus estrategias? ¿En qué punto ellas significarán una crisis que altere las relaciones hegemónicas?

Es por todo eso que no podemos hablar de un diagrama de poder a nivel internacional que posea características idénticas. El poder actúa en relación al modo de ser en el mundo de cada región y, dentro de ella, de acuerdo a características particulares. El poder se torna local, aun-que no desconectado de los centros mundiales encarnados en organismos como el BM, el FMI, la ONU o la OEA. En este punto, los documentos del comando mundial a veces se tornan críticos hacia las burguesías locales, en tanto ellas son percibidas como obstaculizando los intereses de grandes corporaciones.

Parece insinuarse así un poder que se extiende a nivel global, pero con características diferenciadas a nivel local y que, en este ámbito, no actúa tanto sobre individualidades somáticas como sobre grupos que representan diversos grados de riesgo o potencialidad a nivel global. Así, la función sujeto se desplaza del individuo –centro de las relaciones de poder en la modernidad– hacia los grupos y sus especificidades. Esto ocurre tanto en el centro como en los últimos meandros del río del poder, y genera formas colectivas de sumisión, pero también potencia las resistencias.

En este cometido, el poder adquiere otra característica: el buen gobierno del comando mundial se presenta a sí mismo como tratan-do de hacer feliz al mayor número de individuos. Esta ficción apunta a sostener la potencia del imperio. Esa felicidad tiene un determinante: las condiciones económicas; de modo que el discurso sostiene que es menester adaptarse a ellas. El acceso a servicios de todo tipo y el con-sumo cambiante de mercancías (y de sujetos) tienden a ser el motor de la búsqueda de la felicidad, que imaginariamente obtura la finitud humana. Nunca antes en la historia el poder se asentó hasta tal punto en la huída de la condición de finitud como ahora. Pero esa tendencia es ambivalente: genera a veces denegación de las reales carencias, pero también indignadas rebeliones ante la desigualdad manifiesta.

Ahora bien, para acceder a la imaginaria felicidad, el poder rom-pe con cualquier determinación, y constituye de ese modo una rela-ción de incertidumbre en la que todos los factores (sociales, políticos, institucionales, jurídicos, culturales, subjetivos) se sobredeterminan para adaptarse a las exigencias del mercado. La flexibilidad y el cam-bio constante son presentados como un “avance”, en tanto se muestra a la incertidumbre como un modo de “estar” en el mundo que rompe con un pasado en el cual las jerarquías fijas disminuían la creatividad humana. La disposición al cambio perpetuo es valorada positivamente. No obstante, en los hechos ella genera profundas desestructuraciones

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subjetivas y ruptura de lazos. Pero asimismo produce revueltas contra el poder hegemónico, en tanto la incertidumbre no sólo genera temor, sino también rechazos.

En estas condiciones, la retórica del “buen gobierno” no permite alcanzar la felicidad prometida a los ciudadanos, sino que administra su desesperación, su desconfianza mutua y la búsqueda de seguridad a cualquier precio, e insta a que ellos se agrupen para administrarlas por sí mismos. Así entonces, el buen gobierno y la búsqueda de la felicidad están asentados en una amenaza que se cierne de modo constante sobre las poblaciones. Esa amenaza es la muerte mostrada con diversos ros-tros, pero cuya evidencia es inocultable. La inseguridad es hoy la clave del gobierno de los sujetos y las poblaciones. La flexibilidad de todas las relaciones –económicas, políticas, sociales, jurídicas, vinculares, afec-tivas– genera una fragilidad existencial que construye la vivencia de incertidumbre. Ella reenvía a los sujetos a la más primaria sensación de indefensión de la condición humana. El poder de muerte que hoy se distribuye en el planeta no favorece el procesamiento de la condición finita de los humanos; por el contrario, naturaliza en la vida cotidiana a la muerte como una compañera inevitable. Esa condición agiganta la angustia, y esta, la violencia contra sí y contra otros. Esta violencia a veces se vuelca hacia la búsqueda de asideros; otras se convierte en movimientos confrontativos inesperados.

Frente a ello, la trama del poder no actúa presentando, como en otros momentos de la historia, a un líder decididor y eficaz que ofrece la promesa política de salvación de un pueblo o una raza. Frente a la con-dición de incertidumbre, hija de la inseguridad existencial, la tendencia es a constituir grupos que aseguren ciertos lazos colectivos que permitan sobrellevar la desesperación frente a la adversidad. La centralidad de lo grupal conforma otra característica del nuevo entramado de los poderes. En él, el individuo pierde valor en el diseño de políticas, y la centralidad la tienen los grupos, quienes son analizados por técnicos en sus grados de riesgo real o potencial para la seguridad de los centros neurálgicos de poder. El nivel de lo grupal se conforma como el núcleo de la actividad de vigilancia, pero también de los reclamos a las autoridades y empresas.

Pero no es en tanto sujetos políticos, sino en tanto seres razonables y morales que se interpela a los individuos para que se agrupen en los recla-mos. En tanto seres razonables, pueden reconocer que otros tienen intere-ses particulares afines y vincularse con ellos para demandar. Las exigencias suelen surgir de problemas concretos a nivel local, y a veces son elevadas en nombre de la moral. Es desde esta última posición que se deslegitiman las relaciones políticas. Lo político tiene una dimensión colectiva que tras-ciende lo grupal, aunque lo subsume. Esta característica de las relaciones políticas no es funcional al nuevo diagrama de poder, pues si las relaciones

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están explícitamente determinadas por las exigencias del mercado, este ya no tiene como objetivo una población homogénea a la cual ofrecer su producción masificada, sino que ofrece unos objetos masivos, pero diver-sificados y cambiantes en el tiempo y en el espacio. No obstante, aunque a menudo lo político se disuelva en admonición moral, nada asegura cuál será el curso y efecto de los reclamos. El tránsito por nuevas formas de ejercer la política, aunque sean presentadas como “apolíticas”, genera ex-periencias en las poblaciones, cuyos efectos no es dable predecir.

Así, el poder se conforma como flexible pero discontinuo; su con-trol no es constante sino aleatorio, pues no se trata de un poder que intenta homogeneizar poblaciones, sino controlar grupos diversos con potencialidades específicas en relación a los intereses del mercado.

En ese sentido, la temporalidad también experimenta transfor-maciones, y la instantaneidad y fugacidad del presente cobran relieve. La preeminencia de lo instantáneo surge de dos procesos: por un lado, el futuro es ahora, en tanto ahora es necesario tomar la decisión más eficaz, y la eficacia requiere actuar en cada momento de modo distinto según lo exija cada configuración de relaciones. Por otro, el pasado no importa, ya fue. El carácter lineal y evolutivo del tiempo construido en los dispo-sitivos de la modernidad se altera; se constituye una temporalidad que me gustaría denominar “extática”, en el sentido castellano de la palabra, que alude a un estado del alma caracterizado por cierta unión mística con Dios mediante la contemplación y el amor, y por la suspensión del ejercicio de los sentidos, en la que el alma enteramente se encuentra embargada por un sentimiento de admiración o alegría. En efecto, la temporalidad posmoderna parece regida por la infinita fascinación que los sujetos experimentan por eventos siempre cambiantes. No obstante, no se trata del alma embargada por un Dios trascendente sino por los fetiches laicos del dios mercado. Frente a ellos, la historia pasada y los proyectos futuros se disuelven en un perenne y cambiante éxtasis.

En consecuencia, surge una nueva lógica de poder. La lógica dis-ciplinaria actuaba como un péndulo que, en el vacío, una vez puesto a funcionar ya no necesitaba de ningún motor. La disciplina evoca el au-tomatismo. La nueva lógica de ejercicio del poder necesita rehacerse e in-ventarse constantemente. Para lograr este cometido, los líderes anónimos, capaces de colaborar en la agregación de grupos vinculados por lazos étnicos, religiosos o barriales, son fundamentales. No se trata de líderes mesiánicos, ni líderes que conduzcan a toda una comunidad, como sí ocurrió en el diagrama de poder disciplinario. Sólo se trata de individuos capaces de colaborar en la organización de grupos locales que se mueven por problemas afines. Frente a estos problemas, se espera que los grupos actúen de modo creativo. Creatividad que puede tornarse funcional al comando mundial, o convertirse en un obstáculo difícil de resolver.

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En esta estrategia, la constitución del individuo pierde centrali-dad. Así, se debilita el valor de los hábitos personales y el de la escritura, que fue una importante tecnología del saber-poder durante la sociedad de las disciplinas. Ahora, las grandes bases de datos construidas con fines comerciales o políticos permiten monitorear estadísticamente los perfiles de diversos grupos y conocer sus potencialidades para el mer-cado, tanto en el sentido de sus posibles riesgos, como de las probables oportunidades. En esta perspectiva, las intervenciones policiales ya no se centran en corregir minuciosamente la peligrosidad de un individuo, sino en controlar el riesgo potencial de los diversos grupos. No obstante, la biografía individual no es desechada; por el contrario, es atesorada en gigantescas bases de datos y una vez clasificada pasa a formar parte de los grupos que se monitorean. Se trata de un poder cuya matriz está en la razón estadístico-electrónica.

Así se esboza una nueva característica del poder. Si en la socie-dad de las disciplinas el poder era puntilloso y cuadriculaba, a la vez que homogeneizaba, a las poblaciones, el nuevo diagrama se presenta como guetificante. Distintas zonas sociales y espaciales son tratadas de modo diferencial. Los diversos grupos habitan y vivencian zonas físicas diversas, pero también universos simbólicos con poco contacto entre sí. El poder pierde toda pretensión de universalidad. El gueto es su mundo, tanto el gueto de los ricos como el de los pobres.

En cada uno de ellos el poder opera de modo diverso: en los gue-tos para pobres deja hacer, en tanto ello no implique un peligro para las zonas neurálgicas; en los guetos de los ricos, por su parte, el poder está atento a las amenazas, pero también a menudo libera zonas al acoso de la muerte. El poder aparece así como heteróclito; no se muestra como homogéneo y deja, en apariencia, zonas liberadas. Las zonas pobres liberadas (villas, cárceles) están habitadas por un resto, un sobrante de población que suele ser utilizada como mano de obra por el capital ilegal, y exterminada de diversas maneras. Las zonas liberadas entre los opulentos cumplen otras funciones: permiten que el capital ilegal –la inevitable contracara del capital legal en esta etapa del capitalismo– obtenga sus ganancias. El capital ilegal lucra con la extorsión a los po-derosos, y también con la inútil búsqueda de completud en el consumo de sujetos y substancias prohibidas. Las zonas liberadas entre los opu-lentos son producto de competencias interempresariales, de extorsiones policiales y parapoliciales, pero también de la endogamia que florece en mundos que carecen de contactos con los diferentes. El carácter heteró-clito del poder parece ser una consecuencia de la hegemonía creciente del capital ilegal, el rostro inseparable del capital legal en esta etapa del capitalismo. De sus mallas, tanto el resto como los socios en operaciones ilícitas se escurren a menudo, y devienen amenazas.

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Pero el carácter estadístico, guetificante y heteróclito del poder no impide que las grandes bases de datos proporcionen el perfil individual de un sujeto –aun de las más exóticas regiones– si ello es necesario. Los gus-tos, las tendencias, las ideas, las acciones, todo lo que alguien hace, dejan huellas en bases de datos. Para huir de ellas es menester estar completa-mente al margen de toda relación de mercado, pero, como el mercado lo subsume todo, para escapar del poder sería necesario, al menos por ahora, estar fuera de todo y esto implicaría no ser. Así, este poder “maquínico” ba-sado en la razón estadística es compatible con un poder cualitativo basado en la razón hermenéutica; este último modo de ejercer el poder pone el acento en la biografía, en el relato, en que los sujetos anónimos hablen, cuenten, expongan sus saberes y sus poderes. Pero este carácter individualizante del poder no implica la formación gradual y puntillosa de cada individuo, como ocurría en la sociedad de las disciplinas, sino un estar a disposición. Cuando el poder lo necesita, tanto los instrumentos estadísticos como los hermenéuticos le proporcionan la biografía de cualquier sujeto.

El poder se muestra, en consecuencia, como una especie de ani-mal hedonista que en apariencia interviene de modo intermitente: sus controles se presentan como laxos, dejan hacer, pero su capacidad de detectar los riesgos es muy alta, y su posibilidad de reacción también lo es. Sin embargo, ese animal hedonista no es un cuerpo único; hay diver-sos organismos que pueden colisionar entre sí. La lucha intercapitalista hace que no forzosamente el poder tenga un comando monolítico; él tiene grietas. Las fisuras del poder se afianzan en resistencias dispersas. Por eso incluso los poderes locales carecen de una trama que muestre una integración unitaria.

Pero si el comando no es monolítico, si las poblaciones no son homogeneizadas y si las formas de ejercer el poder no planifican ni el presente ni el futuro de modo rígido sino flexible, entonces parece que el poder no tuviese escollos que considere inadmisibles en sus términos. Por el contrario, en este poder “maquínico” todo puede ser un obstácu-lo, pero cada obstáculo puede transformarse en una oportunidad, o –si subsiste como obstáculo riesgoso– puede ser desechado. A su vez los de-sechos, los residuos, ni son mal vistos ni deben ser resocializados; ellos pueblan las calles de las ciudades; siempre sus órganos pueden servir para otorgar vida a los poderosos, o pueden ser mano de obra barata para operaciones ilegales; o, finalmente, pueden ser eliminados en silen-cio. Este poder se presenta como no teniendo resto, y su táctica es hacer creer que todo obstáculo puede transformarse en una oportunidad. Sin embargo, las resistencias subsisten, y nada garantiza que ellas puedan ser consumidas por las formas hegemónicas de poder.

Es así que el par normal-patológico, núcleo del diagrama discipli-nario, pierde en este entramado todo sentido. En un diagrama de poder

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en el que se ficciona la natural igualdad de todos los humanos, lo normal es lo que responde a esa común humanidad, y lo patológico es lo que se desvía bajo la forma de la locura, la delincuencia o la contravención. El manicomio, la cárcel o el depósito de contraventores ficcionan la resocia-lización de los sujetos, su inclusión en el entramado. Este nuevo diagrama de poder ya no pretende universalizar derechos ni obligaciones, ni homo-geneizar poblaciones, ni contener a todos. En ese sentido, normalidad y patología sólo operan a veces, cuando el monstruo del poder desea justifi-car alguna acción. La figura del individuo “desviado” es reemplazada por el “grupo de riesgo”, o la “población vulnerable”. La idea de reinserción social, por la de monitoreo estadístico-electrónico. El lugar del médico y la medicina, en su papel de matriz de las ciencias sociales, es reemplazado por la razón estratégica, tomada del arte de la guerra. Ella subordina toda racionalidad a la racionalidad económica. Todas las ciencias son tácticas técnicas al servicio del ángel exterminador cuya estrategia es la guerra, que tiene como una de sus tácticas a la “lucha contra la pobreza”. No hay nor-malidad ni puede haberla en un mundo donde la innovación constante es la clave. Con mayor precisión, podríamos decir que el par normal-patoló-gico es reemplazado por el de “incluido-excluido”. Dentro de las zonas de inclusión, subsisten formas disciplinarias aplicadas de modos diversos al tipo de sujetos que es necesario formar. Pero aun en esta región no hay normalidad; todo debe rehacerse constantemente, y todos pueden caer en la zona de exclusión, donde no hay normalidad posible, pero tampoco hay patología, puesto que esta se constituye en relación a aquella. En la región de los excluidos, por su parte, no se constituyen dispositivos que permitan pensar en la idea de reinserción social universal.

En síntesis, la figura del Hombre, nacido en el trípode de las dis-ciplinas, el imperativo categórico y el pacto de unión, se eclipsa. Ya no hay un Sujeto de derechos y obligaciones universales. La desigualdad se naturaliza y se torna necesaria como incentivo a la producción. La pobreza deja de ser un estado que hay que eliminar: es presentada como parte inevitable del orden. Pobreza y desigualdad pueden y deben con-vivir. Sólo el exceso de la primera puede incidir negativamente sobre la segunda. Para evitarlo, el remedio es la articulación en torno a grupos que reclamen por problemas específicos ante los poderes locales. El po-der se presenta entonces como explícitamente asimétrico.

En este contexto, en los países de la región, los estados nacionales cobran fuerza para sostener las exigencias del mercado en un delicado equilibrio con las demandas de las poblaciones, a las que el exceso de desigualdad vulnera en sus derechos. Pero también para evitar cual-quier exceso de esos grupos en sus exigencias. El Estado debe adaptarse a las múltiples demandas. Se conforma como un punto axial en el que pivotean el mercado, los organismos internacionales y la sociedad civil.

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Para ello, debe reformarse constantemente. Su motor, cuando grupos enquistados en él se resisten, serán las exigencias de rendición de cuen-tas de la sociedad civil. Es por esta razón que el Estado es judicializado: todo lo que en él recuerda al pasado que se niega a reformarse puede ser presentado como indicador de corrupción, y puede ser juzgado.

En este diagrama, la justicia no puede obrar en base a parámetros universales y trascendentes a todos. Es cierto que ella jamás tuvo estas características, pero pretendió poseerlas. Hoy de modo explícito la razón cínica no pretende dar al Derecho o al Estado ningún fundamento tras-cendente. Ellos se presentan como su propio fundamento. En todo caso, su base se asienta en los cambiantes reclamos del mercado, y su legitimi-dad se alcanza sobre la colonización del dolor de las poblaciones.

Esta estrategia legitima el pragmatismo jurídico con una base neodecisionista, en la que el sustento del orden no radica en líderes de partidos políticos populares, sino en ciudadanos anónimos que se agru-pan y exigen en su rol de afectados, en nombre de la moral, con base en historias de dolor. Los grupos de ciudadanos reclaman teniendo como objetivo problemas concretos que afectan a grupos específicos, no a la humanidad o a “lo social” tal como fue pensado en el siglo XIX: como un entramado contenedor de todos. El voto tiende a perder valor frente a una todavía incipiente forma de democracia denominada de “ciudada-nía”, que ficciona volver a las fuentes de Rousseau en tanto interpela a decidir en colectivo. Pero ese colectivo no es la “voluntad general”, sino grupos de ciudadanos en tanto seres razonables, morales y apolíticos. Se profundiza de ese modo la escisión entre moral y política, que se había iniciado en la modernidad histórica y cultural.

Esta nueva forma de relación política, en tanto desvaloriza el voto y fortalece los mecanismos decisorios (producto del equilibrio de fuer-zas entre las exigencias de los ciudadanos y los intereses de los mandos internacionales), es sumamente frágil, cambiante e impredecible. Por eso adquieren cada vez más importancia los rituales que imaginariamen-te remiten a un orden sagrado que no se degrada con la historia, orden en el cual radicaría una imaginaria comunidad que cobija. Las decisiones tomadas a partir de exigencias planteadas por la sociedad civil en nom-bre de esa mítica comunidad son legitimadas en su nombre. Los rituales de diverso tipo cobran relevancia en un diagrama de poder flexible, en el que nada permanece. La fragilidad de todo, particularmente de las leyes morales y jurídicas, deshace a los sujetos, los deshilacha. Estos, en su insoportable inconsistencia, requieren de rituales que marquen pertenencias que, aunque pasajeras, permitan ficcionar una identidad.

En el nivel local de los meandros del poder, los actores centrales son cuatro: las empresas, los medios de comunicación, los grupos de la sociedad civil y los distintos niveles del Estado. Ellos ficcionan un nuevo

Page 25: Murillo, Susana. Final abierto. En publicación: …Susana Murillo 329 justicia” a las autoridades investidas de poder dentro del Estado de De-recho. Lo paradojal y lo contradictorio

COLONIZAR EL DOLOR

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pacto social, que es la negación de cualquier pacto en el sentido liberal del término, ya que la idea de contrato social remitía a la de sujetos libres e iguales, suponía la idea de derechos naturales, voluntad general y ley universal. El nuevo pacto social ya no abona estos conceptos, ya que ex-plícitamente parte del supuesto de que un cierto grado de desigualdad es inevitable, y hasta necesario, a todo orden social. Tampoco la universali-dad es su nota, sino la excepción que es exigida por grupos distintos, de modos diversos, según la situación que empuja a tomar la decisión más eficaz. La eficacia está medida fundamentalmente por las necesidades de los mercados y, en consecuencia, por los problemas que plantea la gober-nabilidad de las poblaciones que, según las diversidades locales, formulan demandas específicas que se presentan como si fuesen “apolíticas”.

El explícito abandono de leyes universales es entonces una con-secuencia inevitable. El Estado deja de ser un árbitro que juzga por encima de los intereses de la sociedad civil. Por el contrario, esta imagi-nariamente ocupa el lugar del Sujeto que interpela al Estado en acciones que exigen “rendición de cuentas”, y a partir de las cuales se impulsan reformas profundas. Con ello se desbloquea finalmente el pragmatismo jurídico. El Derecho deja de ser, ahora de modo explícito, una estructura coherente, basada en principios. Puede y debe ser suspendido siempre que una situación urgente lo requiera y los ciudadanos lo exijan. La decisión reemplaza de modo manifiesto al orden jurídico.

En esta mutación, la interpelación ideológica adquiere un lugar central: sostiene las transformaciones necesarias para el actual capita-lismo a nivel político, económico y cultural. La interpelación ideológica no reclama de nosotros que mantegamos el mundo idéntico a sí mismo, sino que lo cambiemos constantemente, en un movimiento que sostiene las relaciones de desigualdad/dominación. Para ello, la interpelación ideológica llama, de modo descarnado, a aceptar como “natural” la des-igualdad y la “excepción”. Esto último implica que, de universalizarse y naturalizarse esta interpelación, quedaría plasmada en la legislación y, de ese modo, no existiría posibilidad jurídica de defender los derechos humanos, dado que todo dependería de la situación y la capacidad de presión. Pero también la interpelación a cambiar constantemente gene-ra márgenes de imprevisibilidad, cuyo trayecto no puede evaluarse.

El problema no parece tener solución lógica. La contradicción entre lo universal (que en tanto “universal” es sólo un ficcional efecto del modo en que los poderes hegemónicos se articulan) y lo singular (que en tanto “singular separado” es también una ficción producida por el cambiante modo en que son presentadas las resistencias) no tiene salida en los términos del sistema. Por eso mismo la historia continúa.