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ESTANCIAS Y POEMAS

Poemas Por Sully Prudhome

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ESTANCIAS Y POEMAS

SULLY PRUDHOME

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LAS CADENAS Deseé amarlo todo y ahora soy desgraciado, porque he multiplicado las cau-sas de mis penas. Innumerables lazos sutiles y dolorosos unen mi alma a las cosas en todo el universo. Todo me atrae al mismo tiempo y con igual atractivo: lo cierto, por sus res-plandores, y lo desconocido por sus velos. Un estremecido trazo de oro une mi corazón al sol, y largos hilos de seda lo enlazan con las estrellas. La armonía me encadena al aire melodioso, la suavidad del terciopelo a las rosas que acaricio. He hecho de una sonrisa cadena de mis ojos, y de un be-so cadena de mi boca. Mi vida pende de esos frágiles lazos, y estoy cautivo de los mil seres que amo. A la menor sacudida que un soplo les imprime, siento que se desgarra algo de mí mismo.

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EL BÚCARO ROTO

El vaso donde muere esta verbena un golpe de abanico lo rompió el golpe lo debió rozar apenas, pues ni un leve ruido se advirtió Mas no obstante, la leve rozadura Fue rajando el cristal muy lentamente y con avance invisible y muy seguro completamente roto lo dejó. El agua ha huido, gota tras gota y el jugo de las flores se ha secado ya nadie nota la leve rajadura mas no lo toquéis, está quebrado Así también la mano más amada rozando el corazón hace una herida; y el corazón, después, por sí se rompe y la flor de un amor pierde la vida A los ojos del amor sigue intacto pero siente crecer, tan resignado la herida cruel que lleva allá en su fondo Mas no lo toquéis: ¡el búcaro roto está!

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LA COSTUMBRE

La costumbre es una forastera que suplanta a nuestra razón, una vieja ama de casa que se instala en el hogar. Es discreta, humilde y leal. Conoce todos los rincones. Nunca nos ocupa-mos de ella porque sus atenciones son invisibles. Conduce los pasos del hombre por el camino que él hubiera elegido. Sabe los fines que este persigue sin que él haya de señalárselos, y le dice con voz queda: «Por aquí. » Trabajando en silencio para nosotros con ademán seguro y siempre idénti-co, tiene la vigilancia en la mirada y la dulzura del sueño en los labios. Pero imprudente aquel que se abandone a su yugo, una vez conocido! Esta vieja de paso monótono va adormeciendo la joven libertad, y todos los que, insensiblemente, se han dejado ganar por su fuerza oscura, son hombres por la fisonomía, pero son cosas por los movimientos.

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ROCÍOS

Mientras yo sueño, el pálido rocío cubre calladamente de perlas las llanuras. La fría mano de la noche lo va dejando caer sobre el terciopelo de las flores. No llueve; el cielo está claro. ¿De dónde vienen esas gotas temblorosas? Es que, antes de formarse, ya estaban todas ellas en el aire. ¿De dónde vienen mis lágrimas, si todos los arreboles del cielo están esta noche llenos de dulzura? Es que ya las tenía en el alma antes de sentirlas en los ojos. Tenemos en el alma una ternura en que se estremecen todos los dolores, y a veces es una caricia la que nos turba y hace brotar las lágrimas.

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RENACIMIENTO Quisiera olvidar, volver, a nacer y gozar a ojos cerrados de la novedad, . flor de las cosas, que se desvanece coma edad. Saludaría de nuevo la luz, pero iría abriendo lentamente mi alma virgen y mis párpados para saborear mi asombro. Adivinaría por mí mismo esos secretos que se nos enseñan. Yo solo iría ha-cia los seres que amo y les pondría nombre; extasiado ante los abismos azu-les en que parece dormir el verdadero Dios; escondería mis sublimes lágri-mas en versos con cadencia de infinito; y mi primer poema sería para ti, ¡oh

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mi dolor amado! Haría estallar en un grito supremo un verso frágil como una flor. Si existe para nosotros un mundo en el que se sucedan días mejores, que su faz no sea redonda, sino que se extienda sin terminar jamás. . . Y que la belleza, de puro sabida olvidada de continuo, en una sorpresa ince-sante nos proporcione una felicidad completa.

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UN SUEÑO Me había muerto, y entraba en la tumba, donde sueñan todos mis antepasa-dos. Dijeron:«La pesada noche parece estremecerse. ¿Será que se aproxi-ma una antorcha, señal de la nueva era que espera nuestro eterno hastío? » «No dijo mi pa-dre, es el niño; ya os había hablado de él. »Aún estaba en la cuna. Ignora si llega a nosotros joven o cargado de años. Mis cabellos son rubios todavía. Tal vez los tuyos estén ya blancos, hijo mío. » «No, padre. Caí pronto vencido, en el camino de la vida, sin que mi alma se hubiera saciado aún. Muero, y todavía no he vivido. » «Esperaba tener a tu madre a mi lado. ¡La estoy oyendo gemir allá arriba! Ha llorado tanto sobre mi losa que sus lágrimas han llegado a mis labios. «Tras muy largos amores, nuestra unión fue muy corta; todas sus gracias están ya marchitas. . . La reconoceré siempre. »Mi hija conoció mi rostro. ¿Se acuerda de él? Ella ha cambiado. Háblame de su matrimonio y de mis nietos. » «Tan solo tienes uno. »«Pero ¿y tú?, ¿no tienes familia también? Cuando se muere joven es porque se ama. ¿Qué echarás de menos aquí? «He dejado a mi madre y a mi hermana y los hermosos libros que leí. No tie-nes nuera, padre. Una vez lastimaron mi corazón y ya no he vuelto a amar. » Cuenta el número de tus antepasados, besa sus frentes desconocidas y ven a hacer tu lecho aquí, en la sombra, junto a los últimos que llegaron. »No llores; duerme en la arcilla, en espera del despertar supremo. » «¡Oh, padre mío!¡Es tan difícil no acordarse del sol!»

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AQUÍ ABAJO Aquí abajo todas las lilas mueren y todos los trinos de los pájaros son bre-ves. Yo sueño con estíos que no terminen jamás. . . Aquí abajo los labios rozan sin dejar nada de su dulzura. Yo sueño con be-sos que no terminen jamás. . . Aquí abajo todos los hombres lloran sus afectos o sus amores. Yo sueño con lazos que no se rompan jamás. . .

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LOS OJOS

Negros o azules, amados todos, todos bellos. ¡Cuántos ojos que han visto la aurora duermen hoy en el fondo de la tumba mientras el sol continúa su ca-rrera! ¡Cuántos ojos se han extasiado contemplando la noche, más dulce que el día! Y las estrellas siguen brillando, pero los ojos se han cubierto de sombra. ¡Oh, no; no!¡No es posible que hayan perdido la mirada! Sin duda se han vuelto hacia otro lado para contemplar eso que llamamos lo invisible; y así como los astros al ponerse, aunque nos abandonen, siguen estando en el cielo, las pupilas tienen también su ocaso, pero no es cierto que se mueran. Negros o azules, amados todos, todos bellos, esos ojos que cerramos, abiertos hoy a alguna aurora inmensa, continúan viendo desde el otro lado de la tumba.

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EL IDEAL

Hay luna llena. El ciclo aparece sembrado de astros sobre la tierra lívida. El alma de] mundo se cierne en el aire. Yo sueño en la estrella suprema, en aquella que no podemos divisar, pero cuya luz está en camino y ha de llegar a la tierra para encantar la mirada en una edad futura. ¡últimos seres de la raza humana! ¡Cuando llegue el día en que brille esa estrella - la más bella de todas y la más remota, decidle que mi amor fue pa-ra ella!

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EL MEJOR MOMENTO DEL AMOR El mejor momento del amor no es aquel en que se dice: «Te amo. » Se halla en ese mismo silencio que está a punto de romperse todos los días. Está en la rápida y furtiva comprensión de los corazones. Está en los fingi-dos rigores y en las secretas indulgencias. Está en el estremecimiento del brazo en que se apoya la mano temblorosa, en esa página que volvemos juntos, pero que ninguno de los dos leemos. ¡Momento único, en que los labios callan y dicen tantas cosas con su pudor; en que se abre el corazón, estallando quedamente como un botón de rosa! En que el solo perfume de los cabellos parece un favor conquistado. ¡Mo-mento de deliciosa ternura, en que el respeto mismo es una confesión!

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MI NOVIA

Aún no conozco a la esposa, a la compañera destinada a mi corazón, a la que mi atormentada juventud espera. Pero sé que ha nacido ya y que respira en estos momentos. Su edad y sus quehaceres le imponen una vida atareada. Su habitación es un fresco rinconcito donde da sus lecciones obediente y formal. Su madre no anda muy lejos de ella. Madre mía, háblale todo cuanto ella quiera del buen Dios, de la Virgen y de los santos, haz que sea tímida y que encienda un cirio cuando retumbe el trueno! Escúchame, quiero que sea dulce y formal, que sea cariñosa y que tenga miedo. Quiero que toda mi sangre sirva para defenderla, y todo mi corazón para acariciarla. En lo desconocido yo te amo y me desposo contigo. Me perteneces desde el pasado, novia invisible, de la que ignoro hasta ese nombre pronunciado sin cesar. Al no poder verte mis ojos, te contempla mi ensueño, y te atiendo y te cuido quedamente: «¿Qué quieres?» «Tómalo. Abrígate, ten cuidado, no salgas al relente de la noche. » Para sentirte mía, me muestro un poco autoritario y te riño amorosamente. Pero en seguida enjugo las lágrimas que he provocado e imploro tu gracia a mi vez. En el verano, vestida de blanco, te sentarás muy lejos, en el campo, a la ori-lla del río. ¡Qué grato es llevar consigo a la nueva compañera a estar solos en una tierra nueva! ¡Y decir que, a pesar de todo, mi vida está desierta, que mi felicidad puede pasar hoy a mi lado entre la multitud y que acaso la multitud se cierre tras ella! Quién sabe si la habré visto y habré dicho:«¡Qué niña tan bonita!» Tal vez pasemos siempre por la misma calle, uno detrás del otro. Tal vez nos cruzaremos durante mucho tiempo en un punto del espacio sin sonreírnos, pues nadie se atrevería a decide a una niña que pasa: «Tú eres la que estoy esperando. » Sé lo que cuesta la experiencia porque un día creí verla en mi camino, y le dije: «¡Eres tú!» Sin duda me equivocaba, porque ella retiró la mano. Desde entonces me callo. Mi alma solitaria confía nuestra unión en el futuro al Dios que sabe unir las plantas de la tierra con hálito de los cielos. A menos que, privándome para siempre de conocerla, la muerte se haya lle-vado ya a mi mujer aún niña. A ti, que naciste para ser mi esposa y no lo ha-brás sido nunca.

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LOS ADIOSES LAS JÓVENES

¡Amigos, amigos, ya somos mayores!¡Ya hemos alcanzado la primavera! ¡Id a preparar vuestras ofrendas, id a colgar las guirnaldas a la puerta de nues-tras casas! ¡Ha sonado la hora fatal cuya proximidad nos hacía temblar!`¡Sembrad de florecillas de los prados el camino triunfal por el que han de pasar las blan-cas bodas! LOS JÓVENES

¡Qué soledad la nuestra! ¡Ay! ¡Nuestras compañeras van cayendo una tras otra en brazos de los hombres o en los brazos de Dios! ¡Despidámonos de

ellas! Una noche, es la niña amada quien se va. Al extinguirse, su vida nos deja un cuerpo frío, como se consume la llama perfumada de un cirio. . Una mañana, es una desposada que se dirige al altar, con los ojos bajos, pero triunfante: en sus labios va a florecer la alegría sembrada en su cora-zón. ¿Qué es de vosotras, vírgenes de ayer? ¿Ángel? ¿Esposa? ¿Cuál es para vosotras la suerte preferida? Al pasar, más de una sombra nos responde al oído:« La muerte. . . » LAS JÓVENES

¿Por qué emplear esa palabra amarga? ¿Por qué ha de haber lágrimas en vuestras despedidas? Al fin y al cabo la hija imita a su madre, pero su amis-tad sigue siendo sincera aunque haya tenido que bajarlos ojos. Buscad en torno vuestro cuál es la que algún día no encontró a su dueño. El corazón se detiene donde Dios lo llama. Pero la amistad sigue siendo fiel aunque el corazón tenga un amor. LOS JÓVENES ¡Oh vírgenes! Seguramente nos habréis olvidado antes del nuevo día. Nues-tra juventud es como el rocío al viento, y va cayendo con vosotras gota a go-ta de nuestro corazón. Al partir una sola puede llevárselo por entero y casi siempre sin darse cuenta. Si vosotras cambiáis de cielo, ¡oh flores de la casa!, ¿dónde queréis que de-jemos reposar nuestro corazón? ¿Qué pueden hacerlos viejos por nosotros sino censurarnos a todas horas, vertiendo sobre nuestros ardor es la fría nie-ve de la razón? ¿De qué nos sirven los amigos? Unos se dejan arrastrar por la orgía, y se burlan indiferentes de nuestros suspiros; otros, los que se ven abandonados, sienten nuestros mismos pesares. ¿Qué pueden hacer por nosotros? Vana sería la gloria de suplantaros en nuestro corazón.

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LAS JÓVENES Cada una de nosotras es la hermana mayor de otras que vendrán a suplan-tarla; no se habrá marchitado nuestra flor de azahar antes de que sus dieci-séis años vengan a reclamarla para su frente. Aún nos dan envidia sus juegos que pronto van a sernos prohibidos. Nues-tra vida, amorosamente esclavizada por los graves deberes, se va alejando de nosotras. ¡Quién sabe si volveremos a reír. . . ! LOS JÓVENES Puesto que ya ha pasado la edad de las alegrías familiares, que el tímido pudor ha rozado vuestros párpados y que os toman la mano para ofrecérsela al esposo; puesto que ya ha pasado la edad de las alegrías familiares, ca-saos. Puesto que Dios va dispersando lentamente las familias, arrebatando a los jóvenes el amor de las muchachas y dejando nos gemir en envidioso hastío; puesto que Dios va dispersando lentamente las familias, casaos. Nosotros somos niños, y a vosotras os prometen hombres, sensatos, protec-tores de un próspero hogar, y más prudentes, aunque talvez menos enamo-rados, que nosotros. Somos niños, y a vosotras os prometen hombres: ca-saos. LAS JÓVENES Amigos, vuestras almas solo tienen ternura. Hacedlas fuertes para esperar. Pensad mucho y soñad menos. Ya que la virgen no puede escucharos, apli-caos a la virtud. Consagrad a algún supremo fin un ardor más grande que el mismo amor. Luchad para convertiros antes en novios como los que nosotras queremos y en hombres como deben ser los hombres.

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DE LUTO

Es de luto como a mí más me gusta. El negro favorece la tersura, de su frente, y esa frente embellece hasta el dolor. El luto me atrae como la sombra, y es gusto mío preferir por amiga a quien puede llorar, mejor que a quien sabe red. Me gustan los labios que están en oración. Me agrada ver derramarse los tesoros de unas grandes pupilas llenas de ternura y leales a los muertos. Feliz, ¡oh virgen!, quien sale de la vida embalsamado con tus lágrimas pia-dosas. Más feliz aún quien las enjuga ¡porque tiene tus ojos!

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SI YO PUDIESE

Si yo pudiese ir a decirle: « Es tuya; no me inspira ni siquiera amistad; ya no quiero a esa ingrata, pero está pálida y delicada: cuida de ella, por compa-sión. »Escúchame sin celos, pues el ala de su fantasía no ha hecho más que ro-zarme. Sé cómo su mano rechaza, pero sabe ser dulce para los que ama. No la hagas nunca llorar. »

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SOL

Se desvanece el menor soplo de viento, la tierra abrasa y querría beber, la sombra es corta, inmóvil y negra, y la carretera deslumbra. Sólo las vibrantes abejas hacen oír su zumbido, que a ratos parece ahuecar-se como el sonido apagado de una lira. Ebrias de calor, las vemos dirigirse con vuelo perezoso todas al mismo tilo, y quedar colgadas de él. Luego van cayendo de flor en flor. Un milano se detiene un momento sobre sus grandes alas. Está tomando un baño de fuego. Algo como un vapor de frágiles insectos gira en el aire azul. El sol parece emperezado. El ardor fecundo de sus blancos rayos va queda-mente acribillando el mundo, que no se atreve a contemplarlos. Un penacho de llamas irisa el filo de la piedras agudas, y es tanto el resplan-dor que la luz parece gris a los ojos vencidos. Hostigadas por los tábanos que acuden a ellas, las bestias temen la llanura y se retiran bajo la bóveda delos bosques espesos. Tumbado en el suelo, con s párpados entre abiertos, un hombre estira sus cansados miembros. No piensa. Contempla, y su alma se confunde con las cosas.

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LAS FLORES

¡Insensato poeta! En todo cuanto ves prendes una cuerda de lira y nos di-ces: «¡Inclinaos, escuchad como todo respira!» ¡Ay!¡Es cierto! ¡Es lo voz! Las flores no respiran. Un soplo errante les arrebata su aroma al pasar, y ese suspiro no pidió nunca gracia para ellas a los inviernos destructores. Y, sin embargo, ¡time tanta ternura la belleza de las flores! ¿Será posible que no tengan amor? ¿No las veis cómo se tienden al calor y se vuelven ha-cia la luz? La ligera risa del alba, que es su madre y su amiga, despabila su sueño. ¿No habrá causado a la menos dormida de todas una sensación de desper-tar? ¿No concebís el alma liberada de ideas, un corazón completamente puro, unos labios que sólo se dirigen a la llama, unas flores que sólo buscan el azul?

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En la convalecencia, cuando vivimos como ellas, dejándonos en las manos de Dios, el más discreto saludo del sol a las pupilas nos hace sonreír. Cuando la vida nos entorna sus puertas, las plantas son nuestras hermanas, y entonces comprendemos el hermético sueño delas rosas y sus vagas dul-zuras. Por débiles que estemos, sentimos la dulzura de seguir vegetando, y de dar gracias a un amigo ignorado por aquel beso recibido. Lo mismo ocurre con las flores. Esos frágiles seres tienen también capri-chos, y en su efímera vida hay horas agradables. No desconocen los place-res. La planta, resignada, ama el lugar en que su pie descansa, y bendice el ca-mino, feliz por abrirse a todo lo qua la acaricia, y por perfumar la mano; por hacer una visita intercambiando un sueño en alas del aire mensajero, y por ofrecer llorando lo mejor de su savia a un amante versátil; por decir: « Tómame: yo lo haré más bonita, niña que puedes correr; en tus mano podré viajar, aunque haya de morir después. » Quiero ir al baile y reinar lánguidamente en un hermoso búcaro. Ver el mundo, agradarle y acabar en un éxtasis, a la sombra, prendida sobre un co-razón. »

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EN EL MUELLE Arrimados al muelle, los grandes barcos que la mares inclina quedamente no se preocupan de las cunas mecidas por manos de mujer. Pero llegará el día delas despedidas, porque es preciso que las mujeres llo-ren y que los hombres curiosos se asomen a los falaces horizontes; y ese día, cuando los grandes barcos huyen del puerto que se va empeque-ñeciendo alo lejos, sienten su mole retenida por el alma de las cunas lejanas.

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LA HUELLA HUMANA

¡Ay! Rápida y mezclada con otras o lenta y solitaria, el hombre llevó su hue-lla lo más lejos que pudo, pero la huella desaparece siempre en algún punto de la tierra, como un hilo enredado y súbitamente roto. Mas yo creo que el hilo de nuestros vagabundeos se prolonga más allá de este mundo sin romperse nunca, y que en la noche de los tiempos enlaza entre silos innumerables soles por los que hemos pasado. Vamos caminando. Ante nosotros se levanta el polvo, recibe nuestros pasos y luego los entierra. Pero el espacio nos sigue sin descanso y sin interrup-ción, pues sabe cuán largo es el viaje que puede hacer un hombre.

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Son tantas las plantas que han hollado el mismo lugar, que todos los granos de polvo no bastarían para contarlas . Si todos los hombres dejasen siempre su huella tras de sí, ¡qué extraños recorridos podríais hacer sobre sus pasos! Uno os impondría un honrado vaivén de la cama al trabajo y del trabajo a la camas otro os conduciría paso a paso desde el granero natal al palacio que hoy ocupa. Tal vez iríais de la Bolsa al parapeto del río, de] umbral enlutado a la cita de amor, ¡y cuántas huellas de niños, completamente nuevas, terminarían brus-camente, sin continuación y sin retorno!

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SÉSAMO Aun cuando cada noche de ardiente desvelo adelantase mi muerte en un día, seguiría siendo inmutable mi voluntad de conmover el corazón con mi canto, y me moriría en un acorde. Durante la jornada he pagado con creces mi tributo de brazos al trabajo. La noche cambia mi destino, y penetro a solas, amorosamente, en lo más hon-do de mi alma iluminada. «¡Ábrete, sésamo!» Inmediatamente, la puerta gira sobre sus goznes. Pene-tro y llamo. A mis voces, acude a darme escolta un pueblo de innumerables pensamientos sombríos y de sueños dorados. Y caminamos hasta quedar sin aliento. Allí, arrastro a Héctor hasta la llanu-ra, lavo los blancos pies de Helena y juro por los dioses ¡tuteándolos! Destruyo a un importuno tersita bajo el cetro del rey de Itaca, apostrofo a un rey, lo ataco, y cae con los ojos vidriosos invocando a sus antepasados. Basta mi voluntad para que existáis, vírgenes puras. Y edifico palacios para vosotras, y adorno vuestras frentes, y os invito a unas fiestas de las que nun-ca tendréis que avergonzaros. Allí, lejos de las viles ambiciones que enemistan a los seres mezquinos, me complace fundar inmensas ciudades en las que los deberes limitan los dere-chos dentro de tablas inmutables. Al, soñando leyes mejores y en compañía de los más grandes mortales, me sumo en los vastos arcanos de mi alma, olvidado del tiempo y de la realidad del mundo y de sus males. Pero el alba me ordena que salga. . . ¡Cielos! Arrebatado por mi delirio, he dejado volar en alas del viento la palabra que hace girar la puerta. ¡Estoy en-terrado vivo!

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A LA NOCHE Oh noche venerable, cuyas arcas profundas vierten serenamente en el es-pacio infinito un largo río de nácar y millones de mundos, y en el hombre un calmante divino! Tú meces al universo, y tu gran duelo semeja el de una viuda experta en su-frimientos que piensa en el mañana inexorable y tiembla por su hijo que duerme con los brazos cargados de flores. Tú contemplas la tierra melancólicamente, y no te ríes de ella desde la altu-ra, como se burla el día. Compadeces los males del hombre, y para hacérse-los olvidar pones la mano sobre tu corazón. Pero ¿por qué te vas, celeste pasajera? ¿Por qué entregas la tierra a la crueldad del sol?¡Quédate aquí esta vez, quédate, te lo ruego! Si hay que se-guir sufriendo, ¿para qué despertar? ¡Oh noche! Si te quedas, nos salvarás a todos, y ya no temeremos a ese enemigo que está tan cerca, a ese hado fatal oculto entre el ropaje de las ho-ras, y que nombramos con espanto. ¡Mañana! ¡Mañana! Despertar de los cuerpos para la fatiga, de las almas para el mal y para los dolores callados, y de las ciudades para el ruido y la ambiciosa intri-ga, más estéril que las ondas y sus vanos vaivenes. ¡Despenar de los corazones para el deseo ávido, la pena, la. indecisión y el insaciable hastío, despertar de las frentes al incansable y vacío cavilar que nos deja el ideal al huir! ¡Despertar de los brazos para la azada y las armas, de las lenguas para el error y la traición, de los pies para la aventura, de los ojos para las lágrimas y de los labios para el hambre, la fiebre y el veneno! Mira, todo duerme ahora, la inmóvil mañana, el aromado valle en el que se adormece el viento, y el río, y la llanura, donde la ciudad cenagosa se enco-ge como un negro dragón. Mira, los altos álamos inclinan sus copas sombrías. El viento no los agita al doblegarlos, y ellos celebran consejo, semejantes a sombras, a gigantescos espectros que se hablan quedamente. La blancura del mármol de las rumbas resalta entre la hierba oscura. ¡Escu-cha! Entre los pinos, los muertos caminan ágilmente, solos, con paso sobre-natural, inundados de luna y arrastrando sus viejos sudarios. Vagan errantes; basta con que su alma, liberada para siempre delos cuida-dos del futuro, sienta la onda refrescante del deseado reposo y saboree la miel del recuerdo lejano. Los vivos están mudos, porque bajo tus alas inmensas beben el sueño a la sombra del anochecer, leche que todos los labios aspiran en silencio de tu oscuro seno. Lo mismo que una esponja al empaparse se va haciendo pesada y baja po-co a poco hasta el fondo del agua, el cerebro va hundiéndose lentamente en los seres, y cae sobre la almohada cargado de vapores. Acostados, soportan su blanda servidumbre. La voluntad, cansada, traiciona sus propios esfuerzos, y la razón, sin pauta, a impulsos de la costumbre, se relaja como un resorte flojo. Luego, un niño travieso, dios de la fantasía, impone a cada facultad un juego extraño y desplaza la vida hacia el infinito, mezclando con sus costumbres las de un imperio encantado.

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A veces, ese dios, engañando por una hora un prolongado duelo, se apode-ra del sudario del ángel de la muerte y, adoptando los pálidos rasgos del ser amado que lloramos, sale de la tumba entreabierta. Otras veces, como un verdugo designado para castigar un delito, sacudien-do al culpable después de haberle mecido, le hace ver el crimen y la víctima en todo cuanto mira, inyectando sus ojos con la sangre derramada. El invencible sueño hace al malvado esclavo de los delitos que el día le per-mite olvidar. En cambio, libera de sus trabas a los Sócrates puros, y les con-cede un descanso familiar. La virgen duerme con los brazos desnudos. Su pecho respira, onda murmu-radora que sube y baja alternativamente. El pudor vigilante la admira incli-nándose sobre ella, y lucha con los errantes labios del amor. Un sueño sonriente coloca en su cabeza la diadema soñada que él hace pa-recer aún más bella: la dicha de la niña es como la de la rosa, que de unas gotas de aguas sabe hacerse sus perlas. El pálido cenobita, cansado por su larga oración, se ha adormecido en su celda. Soñando, cree sentir que su cabeza descansa sobre el hombro de Cristo, sentado en su prisión. El joven, olvidando su lámpara solitaria, y arrastrado por la fantasía al in-menso futuro, sueña que la Justicia ha recorrido la tierra en alas de la Liber-tad. El obstinado astrónomo sube a su plataforma, y, como un mago, con llama-da firme y mesurada hace bajar el cielo hasta su enorme lente, y le parece inclinarse sobre un tembloroso lago de oro. Dando el último toque ala obra amada que su deseo abrevia, siente el artista que sus dedos obedecen a sus ojos, y ve al pétreo Paros fundirse como nie-ve a los pies del soberano de los dioses. Al aldeano le parece ver humear al sol el surco que ha trazado, y sentir co-mo los pardos moscardones zumbar chispeantes en la sublime y rosada at-mósfera, y como los bueyes se tienden en el suelo emparejando las cabe-zas. ¡Pues bien! Deja que duerman todos, visitados por tus sueños. ¡Oh noche! ¡Que en tus brazos Sean felices o reciban su castigo! No se dan cuenta del engaño en que tú los sumes. ¡Si pudieran quejarse de él, tú te marcharías! ¡Detente! Dile al alba que espere, o que busque una tierra en que el día sea bendecido; hazle saber que la miseria es aquí tan grande que nadie puede sonreír a su jubiloso retorno. A los que están en vela, inspírales, ¡oh noche!, de acuerdo con su vida, tu horror o tu serenidad; y al que dormita dale para siempre el sueño que haya merecido.

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EL VADO

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La batalla fue dura. Al azar, ala orilla de un río, caen agotados de fatiga, unos de espaldas, otros de costado, y yacen allí, embotados por un cansan-cio tal, que se encuentran a gusto en el barro, sobre su propia sangre. Allí están sus grandes guadañas, que brillan con rojos destellos al sol del mediodía. El jefe, un viejo aldeano, vigila. En esto, cree ver a lo lejos mover-se un repliegue del terreno. . . ¡Los rusos! Se estremece y grita:«¡En mar-cha!» Y los empuja con el pie. «¡Arriba, hijos míos, arriba! Y uno a uno se van le-vantando con fatigado esfuerzo, con los cuerpos dormidos por completo, y las almas henchidas de ensueños. Tantean el agua con el pie, y se van arrastrando por ella, aprovechando un vado. Sufren sin una queja y se apresuran sin ruido, por terror a que tras ellos se descubran sus huellas indicando su paso al verdugo que los sigue, y su sal-vación se convierta en su pérdida. ¡Ay! Más de uno cae desplomado y rueda a la deriva. Pero todos han huido, del primero al último, hasta los muertos. El jefe, que ha quedado solo, va a abandonar la orilla. ¡Demasiado tarde! Una mano le hace prisionero. - «Viejo, ¿sabes si por aquí se puede vadear el río? ¡Responde, miserable! Elige entre vivir o morir.»- Hay doce pies lo menos -. « Vamos a ver» - dicen aquellos hombres -. Y lo empujan al agua, bajo la negra amenaza de los fusi-les. La tierra está tan cerca que el agua le llega sólo a la cintura, pero a cada pa-so se va agachando un poco bajo las aguas. Lentamente se va sumergiendo hasta el pecho, porque a lo lejos los pálidos heridos avanzan lentamente. Con la boca cerrada, siente subir hasta sus oídos un lúgubre murmullo, el murmullo del agua. La espuma que cubre su frente es blanca como sus ca-bellos. Ahora está de rodillas. Ya no se ve nada de él. Todavía vive un instante del resto de su aliento. Ya no le apuntan los fusiles. Y entonces, ¡oh sublimidad de la fe! Un brazo que emerge de las aguas traza en el aire, extensamente, la señal de la cruz. Yo admiraba al soldado que se lanza a la muerte, altivo, en pie, embriagado por el ruido estridente de las cornetas. Pero ¿de qué raza eres tú, que solo y en silencio lo empequeñeces para morir y sabes ir pereciendo poco a poco?

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EN LA CALLE

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Seis percherones iguales, blancos, bien alimentados con avena, arrastra-ban un roble entero, cuyas ramas altas colgaban por el suelo. Los grandes adoquines del barrio de San Antonio trepidaban a cada vuelta de la rueda. Las hojas susurraban y barrían la calle levantando oleadas de polvo. De vez en cuando se oía rechinar el cabrestante, gemir la enorme grúa y tinti-near los herrajes por encima del padre de los bosques. Los inquietos transeúntes, agitados por el tráfico, el desgarbado obrero, los pálidos artesanos, la vendedora de pregón estridente, el desocupado sin al-bergue y el golfillo burlón y borrachín de quince anos, todos los seres foráneos que la miseria apiña, contemplaban el hermoso árbol y caminaban a su lado, porque aquel roble daba la sensación de un bosque en marcha, y sus últimos estremecimientos encogían de tristeza el corazón. ¡Se acabaron los vientos y los pájaros! Como un órgano sonoro cuyo mis-mo silencio está henchido delas voces del cielo, en aquel árbol susurraba to-davía un alma aérea, pero el otoño eterno había caído sobre él. Las piedras del camino han ajado su follaje. Un tajo en la base, cuyos múl-tiples círculos sirven para medir su espesor y calcular su edad, ha puesto fin súbitamente a su tenebroso festín. Allá en el bosque, sus raíces siguen royendo la tierra y devorando en vano, como una hidra sin cuerpo, mientras que aquí, el tronco inerte y solitario ha agotado su savia y se muere de hambre. Tiene sed, sobre todo, y por eso busca el cielo, cuyas escasas aguas van cayendo en gotas oscuras. Y le hace sufrir ese carro y ese río de hombres, a él que vivió mil años inmóvil y en pie. Vivía sin conmociones, como el pilar de un templo; dejaba que el huracán corriese por encima de su copa y destilaba la tempestad en perlas sobre el musgo, negro en verano, blanco en invierno e impotente para morir.

II ¿Por qué seguíamos al árbol con pasos lentos y sin decir nada? Acaso nos sentíamos entristecidos por lejanas nostalgias. En toda mujer hay una dríada y en todos los hombres un sátiro: el olor de la selva nos vuelve salvajes. Entre los muros de las ciudades, bajo un látigo implacable, se añoran las verdes bóvedas repletas de ecos expirantes, y en lugar de soñar en el oro y en los trabajos serviles, se evocan accidentadas cacerías con descansos sa-brosos. El orgullo aleja de nosotros el objetivo que nos obliga a perseguir, y mar-chamos siempre con ese buitre al lado. ¡Los ojos azules de la ignorancia veían lo suficiente para vivir, disfrutar de la luz y elegir la belleza! La hierba es un buen lecho y las ramas sabrán mecernos. ¡Corramos, es-capemos a nuestros duros pavimentos de asfalto, y calmemos en el frescor de mansos manantiales esta fiebre en los pies que llamamos progreso! Así marchábamos, obreros todos con misiones diversas, los que manejan la llama y los que sostienen la antorcha, atormentados por cobarde rebeldía, como si condujéramos la edad de oro a la tumba.

III

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¡Oh naturaleza implacable! ¡Díscola humanidad! ¡Pueblo, tú no eres tan viejo como se lo cree! En cuanto tu nodriza te roza con su seno, te acuerdas de la leche como un niño recién destetado. Crees volver a los tiempos en que danzabas desnudo, a los días de los de-rechos sin ley y de los deberes poco rigurosos. Lo que amas, ¡oh pueblo!, cuando La MarseIlesa te sube al corazón, son tus selvas perdidas. Mal domado todavía, detestas al amo, como un lobo enjaulado. Espera y serás tu propio rey. Con salvaje alegría quieres bailar sobre las ruinas de las bastillas. Espera, algún día serás ciudadano y edificarás para ti. Hazte libre, trocando con sensato acuerdo los ardores de antaño por las virtudes cívicas. Los álamos ensangrentados de las plazas públicas no lo de-volverán nunca la libertad de los bosques. Desde el instante en que la lira te reveló tus propias lágrimas, y arrastrán-dote atónito de los bosques a los campos te enseñó el arado, los muros y las armas, y el pacto de los buenos para luchar contra los malos, te convertiste en esclavo, pero fuiste más digno, porque tus cadenas unían tus mil brazos conscientes, y semejante a esos olivos que va alineando el la-brador, te diste cuenta de tu riqueza mezclando todos tus frutos. Y si hubo conquistadores que tacharon de oprobio el yugo sano que tú te habías impuesto, tú sigue creciendo con la paciencia de la mar que sube y, como ella, trágate al fin a los que te dominaron. Pero no vuelvas a añorar tu libertad primera: fauno de ayer, muestra hoy al hombre el roble que derribas; golpea y bendice dos veces su hospitalaria tes-ta, que fue abrigo de tus abuelos y será palacio de tus hijos.

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A ALFREDO DE MUSSET

¡Poeta! Mientras la tierra gire en el mundo vacío que no tiene horizonte; mientras el hombre arrastre su morada bajo los vientos y el granizo, en busca de un clima saludable, desnudo, obligado a inventar el pan, el hie-rro, la llama y el arte de no perecer, y sus leyes y su felicidad. Mientras se golpee la frente buscando en ella el alma, y el oscuro pecho buscando su corazón. Mientras al poner su planta en el templo de las causas encuentre a Dios que le impide la entrada. Mientras vea la ignorancia. y el orgullo gi-rando sobre sí mismos como giran los astros, las aguas y todas las cosas. Mientras crucen el aire los pájaros y el rayo, las nieves del invierno y los perfumes del estío. Mientras el amor escriba juramentos en el polvo, des-posando el oprobio con la voluptuosidad. Mientras siga implacable el triste sino que en todas partes ata con irritantes lazos la razón al enigma, el do-lor a la vida, tu nombre, ¡oh gran poeta!, será joven y será famoso. No existe amor ni llaga humana cuyo ardor no se sienta irritado al roce de tus dedos. Tu verso clava con placer y con fuerza la sensibilidad en la car-ne viva del dolor y la pasea por ella. Desde los abismos de la duda donde empieza la nada, hasta las cimas eternas de la luminosa esperanza, no existe un solo peldaño en el pensamiento inmenso que él no haya fran-queado en a las de tu genio. Pero nunca supiste elegir morada para él.

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Desde los infiernos a los cielos, nada te ha satisfecho. El más alegre de tus versos oculta un ángel que flora, y tus ojos humedecen la risa de tu máscara. No pudiendo rechazar ni acoger la esperanza, la mitad en este mundo y la mitad en el otro, te escudas en una indiferencia para el bien que provoca censura y piedad ala vez. Poeta amargo y dulce, nos haces desear detener nuestros brazos en las tareas generosas, exhalar en suspi-ros el fuego de la vida, y dejar que los ciudadanos se las arreglen entre ellos; escapar de sus voces tumultuosas refugiándonos en las alcobas, y tender nuestros cuerpos para dejarnos llevar por la languidez en el aroma enervante de las flores, de la voluptuosidad y de los placeres que disuel-ven el corazón. A nuestro alrededor, todo lo invade el ruido de cadenas, pero se diría que tú no lo oyes, porque para ti la ciudad no merece tanta lucha. Tú, que di-ces que es mala, ¿a quién culpas de ello? Cierto que la edad de oro está lejos, pero habría que intentar alcanzaría. La felicidad es fruto que hay que derribar para conseguirlo. ¡Sino fueras tan grande, te llamaría cobarde, porque yo no acepto el yugo de la desesperación! Mira a Espartaco, pen-sativo, respirando hondo, con los ojos hundidos, y que, doblando el torso como un león acosado, con puño estremecido estrecha contra su pecho, con el anillo roto, el derecho reivindicado. Contempla ahora a Leónidas. Con su altiva frialdad, muestra a los suyos su presa, y antes de separarse de ellos los invita a los infiernos, donde el espectro de Harmodic va a felici-tarlos en nombre de Atenas, Aquellos hombres que ofrecían su vida por la honradez y la justicia juzgaron que la vida es digna de ser bien empleada. ¡Las brumas del Erebo envolvían sus cabezas, pero no les ocultaban la meta anhelada, ni turbaban su fe!¡Sí, su fe! Tu sonrisa escéptica los com-padece. Pues has de saber que su fe era la dignidad. Tal era la grandeza moral delos antiguos:¡Tenderse en la tumba después de haber luchado! Si su filosofía está impregnada de frialdad, sirve al menos para aprender a morir. Jamás se dejaban caer sino era frente a una espada, e incluso pre-tendieron no dignarse sufrir. Y, sin embargo, recuerda sus males: sus mis-mas leyes hostiles, las continuas guerras cuerpo a cuerpo, sin un instante de seguridad, las muchas necesidades, la oscura noche sobre los secretos útiles, y por toda ayuda de los cielos, los dioses que ellos mismos habían inventado. Y tú, recién llegado al lugar de la tierra en que la sagrada Justi-cia ha visto germinar sus semillas y en que el más elevado espíritu no se encuentra nunca solo, ni el corazón más puro sin el amor de una virgen, tú, que naciste a punto en esta crisis nuestra, ni demasiado pronto para saber, ni demasiado tarde para cantar, pudiendo posar a tu antojo en las obras de los hombres tu estudio y tu buen gusto, esas dos abejas del arte. ¡Tú, cuya musa viva, elegante y sensata, reina de la juventud, dela cual ha tenido que mantener el pensamiento y el amor como un depósito sagrado, lo quejas de la vida y te ríes del porvenir!¡Ay!¡Yo no pretendo sondear in-discretamente lo pasado, tus pobres días que pasaron! Tu alma, perla apagada en la profundidad de las aguas, ha descendido muchas veces al abismo del tedio. No pienso yo imitara esos atormentadores de sombras que escarban en un pasado como quien fuerza un sepulcro. ¡Demasiado sé que existen en mí mismo rincones sombríos delos que huye mi conciencia escondiendo su antorcha! ¡No! Pero quisiera encontrar en ti esa fuerza que construye,

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esa constancia varonil exenta de desgana, que pope al hombre como ven-cedor sobre la faz de un mundo corregido por él para poder estar erguido. Admiro el abandono, la espantosa indigencia de ese ser inocente arrojado en el éter, si en su corazón y en su inteligencia lleva el adorno y la protec-ción de esta desnudez. Reconozco en s u natural altivo la suficiente dosis de activa libertad y de genio inventor para que Dios deposite en sus ma-nos la materia y el espacio y se arriesgue a delegar en él sus desvelos de creador. ¡En eso reside su dignidad, en esa fe en sí mismo que le revela su unción divina como si fuera un rey, y le dice que su frente está hecha para la diadema, su pecho para el amor y sus brazos para la acción! Poeta, ¿has olvidado los bajorrelieves dela antigüedad que nos refieren el nacimiento y progreso de las artes, la reja, los bueyes, la colmena y las rústicas pruebas efectuadas por los jóvenes bajo la mirada de los viejos? ¿Los esfuerzos del laboreo en la inmensa campiña siempre igual, las ma-ravillas de] fruto, la graciosa y arisca rebeldía de los primeros caballos pa-dres a la destreza del domador, los sabios, el alfabeto escrito en el polvo, la azarosa caza y el atrevido remo, las murallas, las leyes en los libros de piedra y el bélico bronce domado para ajustarse al torso? ¿Y las mujeres dibujando a los héroes en la trama del lienzo, los artistas inculcando en el mármol sus propios estremecimientos, y aquel pastor poeta inventor de la escala musical engarzando un suspiro en la cadena de sonidos? ¡Qué ad-mirable espectáculo! ¿Verdad? ¡Pues aún no ha terminado!¡Ha cambiado la conquista, pero no la ambición! Nuestros antepasados caminaban a tientas en los resplandores de una aurora, pero ante nuestros pasos va le-vantándose al fin el pleno día. ¡Nosotros extendimos la carretera donde antes se arrastraba el sendero, y explicamos aquello que descubrió y reve-ló un instinto ciego! ¡Para nosotros, los cielos ya no son una bóveda, sino el infinito!¿Los dioses? ¡Los hemos derribado! La cuadriga ha quedado vencida. Poseemos un Genio que, jadeante y echando humo con eficaz fu-ror, en la opresión de una ardiente agonía, ata el vuelo del tiempo al hom-bre dulce y pensativo. La Verdad, siempre huraña, asombrada del resplan-dor que la persigue hasta su guarida de la antigüedad, no sabe dónde re-fugiarse. Continuamente se ve arrastrada hasta la plaza pública, con los ojos maravillados de la luz y vergonzosos de la oscuridad. La Libertad, que flora contando sus víctimas, aún se vela la frente, semejante a Friné. Sus viejos jueces, poniendo su espíritu en un platillo de la balanza y en el otro sus crímenes, se los perdonarán al fin, vencidos por su belleza. Para desanimarnos, hubiera sido preciso no esperar tanto: ahora, el es-fuerzo del dolor nos deja ya vislumbrar su fruto. Poeta, nos hemos batido demasiado bien para rendirnos, y hoy seríamos capaces de plantar la es-peranza sobre el universo destruido. Y sólo porque tu hermana, la sensible Armonía, viendo estremecerse tus lágrimas de oro en las cuerdas de la li-ra, juzgue por palabras soñadas que las alegrías han terminado y te lleve con ella en un supremo impulso, ¿crees que la Esperanza ha levantado el vuelo tras de ti, rompiendo los dados con semejante puesta en perspecti-va? ¡Ah, gran Dios! ¿Qué hubiesen dicho de eso Sócrates y Galileo, todos los sembradores de verbo y los robadores de fuego?¿Hubieran ennobleci-do nuestras antes con su mente, y nuestra religión con su presentimiento? ¿Nos hubieran legado todos los beneficios de la obra cuyo peso soporta-ron ellos solos en un principio? ¿Hubiesen conseguido con sus descubri-

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mientos y su continuo batallar esta seguridad de que disfrutamos hoy para que el alma caminase más libremente a su pérdida corrompiendo sus ocios con la invención del tedio? Las voluntades son mejores y los refugios más seguros, el hambre ya no mata, pero todavía hace sufrir. ¡Que la paz y el amor viertan por igual sobre todas las moradas el oro y la alegría co-mo la luz del sol! Los hombres, que se veían asfixiados por la miseria fe-roz, se aliaron contra ella y consiguieron liberarse, pero esta liga engendra una nueva esclavitud, pues hay que enriquecerlos con los derechos que vendieron. Tú no lo has comprendido: tu libro triste y vago nos deja llenos de anhelos y de confusas nostalgias. No hace más que sugerir deseos, sin proporcionar nada con qué vivir. Muerde el alma y la carne. ¡No pienso volver a abrirlo! No puedo abrirlo más: mi maestro es el poeta, que ama el ideal como se ama una bandera, por los grandes hechos que se han lleva-do a cabo a su sombra; el que sabe poner un cuerpo firme bajo las vesti-duras de lo bello, el que sin calcular la extensión de la patria por fanegas de tierra la reconoce por doquier en todos los derechos humanos, y hon-rando a la industria como a una bienhechora, vela por el corazón en este progreso de los brazos. Si estoy equivocado, si la naturaleza toda, desde los astros muertos hasta los mundos en plena vida, vuela sin saber adónde como semilla al viento impulsada por la casualidad, sin dirección y sin objeto; si los céspedes de abril no son más que los cómplices de un instinto falaz que yo llamo amor, si tengo que temer ingeniosas torturas en todos los sentimientos que nos hacen amar el día, entonces, me abrazaré a la musa abandonada, le ven-deré mi corazón por sus dulces lecciones y me echaré a dormir, coronado de mirto, suspirando elegías y cancioncillas tiernas. Diré que lo mejor es acabar pronto y de una vez, que el esfuerzo es el mal y que el placer es el bien, y que no hay un sudario más delicioso que el tuyo para engañar el dolor y adormecer la vergüenza. Pero aún no he llegado a eso: he conoci -do el sufrimiento, y el luchador no ha puesto en la hierba más que una ro-dilla. Aún se yergue y respira con la energía que da la esperanza. Y tú no eres más que un enfermo, o yo no soy más que un loco.

OTROS POEMAS

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1A LOS AMIGOS DESCONOCIDOS

Dedico estos versos a los amigos desconocidos, a vosotros, extraños en quienes presiento allegados, rivales de los seres queridos que a mí me quieren más, únicos hermanos a quienes mi corazón no tiene que hacer reproche alguno y cuyos corazones han venido a mí libremente.Del mismo modo que las palomas torcaces echadas del palomar vuelven sin un error por el cielo infinito trayendo a las manos que les son familiares el mensaje amado, así nos vuelven a veces a las manos nuestros poemas, bendecidos y cálidos por la lejana acogida de almas hospitalarias.¡Qué triunfo entonces! ¡Qué felicidad orgullosa, pero tierna y pura a la vez, nos inunda cuando responde su eco a nuestra voz, suscitado por encima del vulgo en ese mundo invisible donde los seres altivos y cordiales se han labrado su morada!Y es merecida esta embriaguez sublime, pues si la humanidad tolera nuestros cantos es porque nuestro poema en su propia elegía, y porque somos los únicos que, hablándole de nosotros, sabemos hablarle de ella misma en estrofas conmovedoras.A veces, un verso, como cómplice íntimo, vuelve a abrir alguna llaga cuyo mismo ardor pide ser reavivado, y, a veces, una palabra, el nombre de lo que causa el sufrimiento, viene a caer como una lágrima en el lugar preci-so en que el corazón mal comprendido la esperaba para curarse.Tal vez alguno de mis versos haya venido a devolveros con un relámpago de fuego todos vuestros pesares, o tal vez os he dicho el nombre de lo que sentíais con las únicas palabras que esperabais con ansiedad y sin nom-braros los ojos en que lo había aprendido.Vosotros, los que en mi propio tormento no habéis buscado más que la santa belleza del dolor humano, los que amándome por la profundidad de mis suspiros los habréis escuchado solamente en el cielo, sin tener que descender a donde concebí mi pena;vosotros, los que no habiendo conocido mis errores más que por mi arre-pentimiento, ni mis amores terrenos más que por la pureza de su fuego, me habréis concedido el perdón sin censurarme, vosotros para quienes me muestro justo y noble sin mentir, como en un sueño en que la vida se ajusta al alma,transeúntes amados, no toméis más que un poco de mí mismo, aquel po-co que os agradó porque se parecía a vosotros. Pero no formemos el pro-pósito de encontrarnos. Lo verdadero de la amistad está en sentirse Jun-tos; lo demás es muy frágil. Ahorrémonos la pena de decirnos adiós.

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PLEGARIA

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¡Ay! Si supieseis cómo se llora cuando se vive solo y sin hogar, pasaríais alguna vez por delante de mi casa.Si supieseis lo que en un alma triste hace nacer una mirada pura, miraríais a mi ventana, como al azar.Si supieseis el bálsamo que para el corazón significa la presencia de otro corazón, os sentaríais a mi puerta, como una hermana.Si supieseis que os amo, y, sobre todo, si supieseis cómo, tal vez entra-seis, sencillamente.

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A LA ORILLA

Sentarse los dos a la orilla del agua que pasa y verla pasar. Si se desliza una nube en el espacio, verla, los dos, deslizarse. Si en el horizonte hu-mea un tejado de paja, verlo humear. Si alguna flor perfuma los alrededo-res, perfumarse en ella también. Si nos apetece algún fruto que prueban las abejas, probarlo. Si en los bosques que lo escuchan, canta algún pája-ro, escuchar. A los pies de un sauce donde el agua murmura, oír el agua murmurar, y no sentir pasar el tiempo mientras dura ese sueño, ni poner una pasión profunda más que en adorarse. No preocuparse de las munda-nales querellas, ignorarlas: ¡y. solos, felices sin cansarse ante todo lo que cansa, sentir, ante todo lo que pasa, no pasar el amor!

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EL MEJOR DE LA CLASE

Estabas todavía en la edad de las trenzas a la espalda, pero en que las ni -ñas que se adornan con ellas se dan cuenta de lo que representa ese pe-so;en esa edad en que vuestros ojos nos huyen cuando todas las mañanas vais a clase, derechas y formales, con los vestidos un poco más largos que antes y acompañadas por mamá;la edad en que os mordéis los labios si un muchacho mayor os tutea, y en que estáis un poco cansadas de las caricias empalagosas a la muñeca de corazón de aserrín.Por entonces, mi supremo ideal no consistía en la felicidad inconcebible de ser correspondido en el amor, sino en morir por él honrosamente;en arrancarte tu cariño en un martirio magnánimoSi parecen tímidos, es porque sólo se atreven a suspirar. Su corazón es intrépido, pero demasiado modesto para tener esperanza.Lo mismo que un paje enamorado de una reina, yo no tenia más ambición que recoger tu guante en la arena de entre las garras de los leones.Pero una señorita formal no deja caer su guante. Y, sin embargo, el tuyo se escapó un día de tus dedos cuando yo pasaba.

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¡Oh! Fue cosa involuntaria, pero me estremecí. ¿Podía acaso dejar ante tus ojos el guante en el suelo, cuando no tenía que hacer más que inclinar-me?Era en el locutorio del colegio, y por allí no había ningún león. «Ten valor», me decía a mí mismo. El deber me obligaba, pero mi turbación imploraba gracia ante el reto de aquel guante perdido, y, al fin, fue el último de mi clase el que te lo devolvió.

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EL AMOR MATERNO

Formado de heroísmo y de clemencia, pendiente siempre del más leve re-querimiento, ¿quién de nosotros podría decir dónde empieza ni dónde ter-mina el amor maternal?No espera que uno lo merezca, y se cierne con tristeza sobre los ingratos. Cuando el padre deshereda a un hijo, la madre permanece con los brazos abiertos.Su confiada abnegación sigue siendo tan temeraria y tan modesta que na-die la advierte, y ella misma se ignora.Siempre igual ante nuestros reveses, se levanta o se humilla con nosotros para poder seguirnos, y es tan profundo y tan sublime que, sin haberlo aprendido, no conoce rival.¿Hay acaso retiro más dulce que el seno de una madre? ¿A qué amparo más suave puede acogerse confiadamente un frágil corazón dolorido?¿Qué amigo se ve desatendido por otros sin ofenderse? ¿Hay alguno que no se disguste si se ve despreciado, o tan bueno que por ello sólo sienta tristeza?¿Cuál es el amigo que viene a reunirse con nosotros en un abismo sin sal-vación posible, y que no sienta sacrificio donde la madre sólo siente amor?¿Cuál no espera alguna ventaja de los tratos de la amistad? ¡Cuántas ve-ces la madre comparte con sus hijos sin quedarse con lo que le correspon-de!¡Oh madre, única Danaida cuyo afán no decae jamás y que sin maldecir el vacío viertes sobre él un corazón continuamente henchido!

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UNA CITA

En este nido furtivo en que nos encontramos los dos solos, ioh alma queri-da, cuán agradable es olvidarse de los hombres estando tan cerca de ellos!Para que la hora que huye vaya más lentamente, para gozar de ella no es necesaria una alegría ruidosa. Hablemos quedo.

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Temamos acelerarla con un gesto, con una palabra, incluso con un soplo. Es tan celeste, que hemos de procurar no perder uno solo de sus momen-tos.Para sentirla bien nuestra, para que no se gaste, estrechémonos el uno contra el otro sin movernos.Sin levantar siquiera los párpados, imitemos el casto reposo de esos viejos castellanos de piedra, de ojos cerrados, cuyos cuerpos inmóviles y vestidos de pies a cabeza se han callado en el mausoleo, lejos de sus almas, que emprendieron el vuelo.Dormitemos gravemente como ellos, en una alianza más sublime que las uniones terrenales. Porque para nosotros pasaron ya los ardores del amor joven que puede terminar. Nuestros corazones ya no necesitan labios para unirse, ni palabras solemnes para transformar el culto en deber, ni espejismo de las pupilas para verse.No me obligues a jurar de nuevo que te amo, no me obligues a decirte cuánto otra vez. Gocemos de la felicidad, aunque sea sin juramentos.Saboreemos la ternura que diviniza los dolores en lo que nuestras lágri-mas nos dicen silenciosamente.Amada, en este inefable remanso se adormece hechizado el deseo y se sueña en el amor como se sueña en la muerte.Parece que se siente el fin del mundo. El universo parece zozobrar o hun-dirse en una caída suave y profunda.El alma se aligera de sus cargas por la inmensa huida de todo lo existente, y la memoria se funde como si fuera de nieve.En torno nuestro parece aniquilada toda la vida ardiente y triste. Para no-sotros ya no existe nada; nada mas que el amor.Amemos en paz. La noche es lóbrega y el pálido fulgor de la antorcha se va extinguiendo. Pudiéramos creemos en la tumba.Dejémonos sumergir en los fúnebres mares y adormecer por sus tinieblas como después del último suspiro...¿No es cierto que hace mucho tiempo que estarnos juntos bajo tierra? Es-cucha cómo los pasos estremecen el suelo encima de nosotros.Mira desaparecer a lo lejos las innúmeras noches del pasado como una sombría bandada de cuervos que huyen hacia el Norte,y disminuir a lo lejos la blancura de los viejos días, como una inmensa nu-be de cigüeñas ¡que nunca han de volver!¡Qué extraña y dulce es la velada de nuestros corazones lejos de la esfera llena de sol cuyos rigores hemos soportado!Ya no sé qué aventura apagó antaño nuestros ojos, ni desde cuándo ni en qué cielo transcurre nuestro éxtasis.Las cosas de la antigua vida han huido por completo de mi memoria; pero, en todo lo que alcanzan mis recuerdos, siempre te he amado.¿Qué ser bienhechor hizo erigir este lecho? ¿Qué himeneo dejó para siempre tu mano en mi mano?Pero no importa, amada mía. Durmamos bajo nuestros ligeros sudarios, solos al fin por toda la feliz eternidad.

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VIEJOS PERFUMES

¡Oh aroma suave y discreto que emanaba de la frente materna, y cuyo re-cuerdo queda en nosotros como el lejano perfume de un altar!Pura emanación divina que mezclabas en mí tu dulzura al ligero y delicado olor de las largas trenzas de una hermana.¡Olor amado, ya te fuiste a donde van los perfumes de antaño, a donde asciende el alma que exhalan las violetas y los lirios!¡Oh fresco olor de vida que en aquel tiempo de los primeros amores un cándido beso arrebató al más delicado terciopelo!También tú has huido lejos de los descoloridos labios, allá donde se cierne la juventud desvanecida de las lilas marchitas,y el corazón, clavado en el abismo, no puede seguir a tu estela en el subli-me y disperso viaje que realizas por el infinito.Y, ioh tú, aroma homicida con el que nos embriagamos llorando, tú, en el que nuestro corazón buscaba un bálsamo y sólo consiguió aspirar un ve-neno!¡Olor demasiado amado de los cabellos demasiado negros y pesados, so-lo tú nos dejas una efímera humareda, vestigios siempre abrasadores!Un fatal sedimento queda en los rincones en que te deslizas, como se in-crusta en un cristal antiguo el acre olor de las especias.Y así como el frasco de perfume vanamente lavado en el agua fresca y clara conserva el olor penetrante de la esencia que lo corroyó,así permanece aún tu recuerdo en la embriagadora ternura que una casta y fiel enamorada vierte en el corazón para purificarlo.¡Oh tú, perfume suave y discreto de la frente materna, que lava lo que na-da puede lavar! ¿Dónde estás, perfume de altar?

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LOS INFIELES

Te amo en espera de mi eterna esposa, la que ha de venir a mi encuentro algún día en el Edén inmutable, lejos de aquel lugar ingrato en que los pra-dos apenas tienen flores un mes del año.Por el inmenso césped en que los muertos se buscan para un himeneo sin retorno, veré desfilar ante mí a tus hermanas de todos los tiempos, y te en-gañaré sin que tu sientas celos.¡Porque tú misma, eligiendo tu esposo eterno, me abandonarás a su pri-mera llamada cuando pase su sombra entre la muchedumbre humana!Y nos olvidaremos unos de otros, como los pasajeros devueltos a sus ho-gares por un mismo barco no vuelven a recordar sus vínculos efímeros.

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EL EXTRANJERO

A veces me pregunto ¿de qué raza eres tú? Tu corazón no encuentra na-da que lo encadene ni lo encante, tu pensamiento y tus sentidos no hallan nada que llegue a satisfacerlos. Diríase que se te debe una felicidad infini-ta.Y, sin embargo, ¿qué paraíso es el que tú has perdido? ¿Cuál es la au-gusta causa que serviste? ¿En qué consisten tu propia belleza y tu propia virtud para que no encuentres en la tierra más que fealdad y vicio?Mis divinos hastíos, mi vaga nostalgia de un ciclo un cielo por mí, deben tener un origen. Yo lo busco en vano en mi corazón de cieno.Y, asombrado yo mismo por el dolor que expreso, oigo llorar dentro de mí a un sublime extranjero que me ha ocultado siempre su nombre y su patria

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EL TIEMPO PERDIDO

¡Tanta fatiga y tanto hastío para tan poco fruto! Nuestra jornada está llena de preocupaciones estériles, que despiadadamente nos acosan en jauría hasta dejamos sin aliento, nos empujan, nos devoran hasta que huye la hora que pudo ser útil...¡Mañana! Mañana iré a ver a ese pobre a su casa, mañana seguiré leyen-do ese libro apenas empezado, mañana diré a mi alma adónde la conduz-co, mañana seré justo y fuerte... Pero no hoy.¡Cuántos desvelos hoy, cuántos paseos y visitas! ¡Oh el implacable enjam-bre de los deberes parásitos que pululan en tomo a nuestras tazas de té!Así huelga el corazón, y el pensamiento, y el libro, y mientras nos mata-mos por diferir la vida, el verdadero deber espera a la voluntad en la som-bra.

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ABDICACION

Quisiera ser único heredero en la tierra de los grandes reyes cuya fuerza y esplendor imponen silencio a los que reivindican derechos;de esos reyes de África y de Asia, monarcas de los últimos países en que aún se obedece a los amos sin réplica ni reservas.Ídolo yo también, vería a las tres cuartas partes del mundo de los vivos prosternarse a mi voz, como un campo de trigo se inclina al viento.

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Las tribus de las razas vecinas harían afluir por millares a mis despensas las piezas de caza, y los vinos raros a mis bodegas.¡Mis cuadras estarían repletas de caballos, mis potentes jaurías arrastra-rían a sus criados, y mis palacios rebosarían de mármoles, de tapices y de jarrones de oro!Tendría en mi poder cautivas, embellecidas por las lágrimas y a mis pies se humillarían las cabezas altivas o atemorizadas de sus padres.El vasto imperio seria mío sin necesidad de conquistas y sin rival alguno, en la seguridad completa de un poder reconocido como legal.Y entonces... Entonces, ¡oh inmensa alegría!, convocando a mi pueblo y a mi corte, yo mismo, en pleno reinado, a la luz del día y ante aquella servil concurrencia,con supremo cinismo rompería sobre mi rodilla el cetro y la diadema lo mismo que un niño rompe un juguete; y arrancando el manto real de mis abrumados hombros, arrojarla su espantosa carga a la apiñada multitud.Pródigamente, dejaría todos mis tesoros a los desheredados, y, como un torrente que rompe sus diques y se precipita fuera,dejando de apoyar mi sandalia sobre la nuca de los cautivos, devolvería a la tierra natal, tanto a los más famosos como a los más oscuros.Abandonaría en poder de mis tropas todo el oro glorioso de los rescates, y después dejaría que mis propios coperos bebiesen en mis copas.En mis parques, mis graneros y mis bodegas, por encima de fosos, verjas y muros, dejaría . en libertad a todos mis esclavos, como palomas en el fir-mamento.Todo mi harén de viudas y solteras regresaría a su hogar para que engen-drase razas nuevas que no pudiese triturar ningún tirano,que no fuesen carnaza de un vencedor, heraldo de la muerte, sino siervas de una ley jurada en convenio Ubre y pacífico,fundando la ciudad justa y buena en que cada individuo sintiera, al levan-tar la mano, que atestigua así con su persona la dignidad de toda la espe-cie.Y yo, que ni siquiera me someto a pactos libremente concebidos, yo que no soy ni caña ni roble, que no soy flexible, ni tampoco viril,me iría a terminar mi vida en medio de los mares, bajo el azul del cielo, en una isla soñolienta, cuyo suelo fuese virgen y seguro,isla que no hubiera conocido todavía el ancla de los negros navíos, y a la que sólo se aproximasen la aurora, las nubes y las olas del mar.Y en aquel oasis perfumado, lejos de las frías leyes de los hombres, diría a mi bien amada: «Ven a apoyar tu corazón en el mío.»Entre las palmeras, las lianas formarán guirnaldas sobre nosotros y en-contrarás flores tan grandes que podremos los dos dormir en una de ellas.»

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DIA TRAS DIA

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A veces, cuando se conserva en el corazón el recuerdo de una pérdida irreparable, se siente uno tan desgraciado que piensa en acabar de una vez.La vida exterior nos oprime. Preocupaciones activas y ruidosas nos abru-man, y en medio de esta angustia llega uno a decirse: «¿Qué hago yo aquí?»Libre de escapar a todo tumulto en el que mi dolor no toma parte, ofendi-do por el mundanal estruendo, ¿por qué retrasar mi partida?»¿Por qué esta ilógica espera? ¡Para el hombre que siente la tentación de la nada existen muchos. medios rápidos de echar a rodar el mundo con el pie!»Pero la cobarde fuerza de la costumbre pide gracia a la desesperación. Uno mismo se condena, y, sin querer, se soporta un día mas.¡Hace falta tan poca cosa para hacemos aceptar cada día!. El alba, con un capullo de rosa, nos hace interesarnos por su retomo.La rosa se va a abrir en seguida, y esperamos para verla sonreír. Si ya es-tá abierta; esperamos a que muera, y si ha muerto, otra a empezado a flo-recer.Nos íbamos ya, pero baja una golondrina, deslizándose a ras del suelo, y la mirada no se separa de ella hasta que se pierde en el cielo.Nos íbamos ya; pero, junto a nosotros, el latir de un abanico levanta un fresco céfiro cuya esperanza nos aconseja un último plazo.Nos íbamos ya, pero el ruido cercano de un martillo fiel a su labor, con va-ronil reproche nos hace avergonzarnos de querer desertar.Todo nos invita a no cancelar hoy nuestro destino. La misma desgracia es dulce todavía, dulce para consolarla en otro corazón.Una lágrima pretende que nos quedemos por lo menos hasta haberla enju-gado. Todo lo que ríe, todo lo que llora, nos invita a invertir el reloj de are-na.También tiene sus treguas la agonía, y el umbral del eterno misterio, basta la menor cosa para que vuelva a cogerse el hilo tenso de las horas breves.A esta agonía que la mano no abrevia jamás, se le concede una lentitud infinita en que cada despedida es una prórroga más.Y se deja que pasen los momentos, y que palpite el corazón día tras día, sin resignarse a vivir ni decidirse a marchar antes de tiempo.

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EL ÁNFORA Y EL PÁJARO

Sola en lo más profundo de un bosque, entre una maraña de hierba y de maleza, se alza, olvidada, pero soberbia, una gran ánfora del tiempo de los reyes.De materia hermosa y línea pura, tiene por asas dos carneros, que un tro-pel de confiados amorcillos enlaza con ramas de vid.En sus bordes, que fueron blancos, el musgo negro ha puesto los festones de su escarcha, y una lepra de tonos cobrizos constela y devora sus flan-cos.

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El peso ha ido venciendo la base donde se acumulan los restos; tiene los ángulos mellados, pero el ánfora resiste orgullosa.Está pensando: «Todo duerme en torno mío, ¿qué hace el mundo? Me aburro; mi cráter está lleno de agua de lluvia, de sombra, de herrumbre y de madera seca.»¿Por dónde pasea hoy la suave corriente de los cortesanos? ¡Hace mu-chos años que no he visto a mis pies una figura humana!»Mientras perdida en aquel oscuro exilio añora su gloria, por un retazo azul de firmamento se descuelga un pájaro a beber en sus labios.«¡Hola, rústico celeste! Dime, tú ante quien se abren todos los horizontes: ¿sabes lo que ocurre en el Louvre. No oigo ya hablar del rey.»-¿Ahora te acuerdas de pensar en eso? ¿Es posible que no haya llegado hasta aquí ningún eco del estrépito que han armado los hombres?»-A veces, una tremenda sacudida acompañada de inusitados rumores hace temblar mi pedestal como si fuera un trueno subterráneo.»-¡Es el eco de sus grandes estruendos! Ya no se encuentra una torre ni un campana donde los pájaros puedan anidar en paz. ¡No hay más que in-cendios y armas por todas partes!»En París, hace poco llamé inútilmente con el pico en los cristales cerra-dos. En ningún sitio, ni aun en los labios de rosa, había una miga de ver-dadero pan.»IA última primavera me alojé en los desvanes de las Tullerías, pero las llamas me arrojaron de allí. No se veía más que fuego y matanza.»Quise guarecer a mi familia bajo la frente del genio alado que se yergue donde se derrumbó la Bastilla, pero aquel refugio se ha tambaleado.»Uno y otro nos vemos excluidos de los muros de granizo que ahora están restaurando. La época de los palacios ha pasado para ellos, y la de los ni-dos no ha llegado todavía»

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EL SILABARIO

Hay en el fondo de algún armario un viejo silabario amarillento, que repre-senta mi primera lección de historia, mi primer paso hacia el infinito.En él figura todo el Génesis: el león, el oso, el elefante. La oscura majes-tad de aquel mundo turbaba mi alma de niño.Sobre cada animal, una palabra enorme y siempre de sentido ignorado planteaba a mi ingenua desesperación el enigma de su forma.¡Ay! En aquel lento aprendizaje, la causa de mis lágrimas era la letra negra y no la imagen, que me ofrecía el atractivo de la Naturaleza.Ahora lamento haber visto ya la Naturaleza y su esplendor. Sigo sintiendo la tortura de la maravilla y del secreto.Porque en la hermosa frente de esa esfinge está escrita una palabra que yo ignoro. Todavía sigo deletreándola, pero nunca sabré lo que significa.

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DESÁNIMO Y ESCRÚPULO

Mis anhelos de ensueño y de ficción, la desdichada sed que tengo de otra vida inefable, me llenan de desaliento.Cuando el buen deseo me anima, es en vano que me diga: «Quiero.» «¿Para qué?», responde la divisa que hace estériles los mejores impulsos.Si la plebe quiere saciarse, ¿de qué sirven nuestras míseras limosnas? ¿De qué nuestros sueños de Estado sin trono si el pueblo es servil por su gusto?¿Para qué reanudar la guerra, si siempre ha de tener por desenlace la en-gañosa ganancia, tan del gusto del vulgo, de una aureola y de un tributo?¿Para qué la lentitud de la ciencia, si tras tan arduo caminar el hombre só-lo consigue entrever los límites de su conocimiento?¿Para qué el amor, si se ama para propagar un corazón dolorido, el cora-zón humano, que siempre es el mismo bajo distintas vestiduras?¿Para qué nuestra infinita avidez, si la tierra es redonda? ¡Se llega tan pronto al fin del mundo si el mundo no está limitado!Pero mi sed es la sed del hombre. No tengo término medio. ¡Necesito lo mejor y la suma de todo, me hace falta el soberano bien!De ese modo disimula mi orgullo los desalientos de mi fe, pero no tarda en sentir un escrúpulo que se eleva y murmura dentro de mí.Tal vez mi altiva desesperación no sea más que una excusa para la inac-ción y, como en realidad me siento traidor, un pretexto para no avergon-zarme,un desdén perezoso que juega con la severidad del deber y abusa hasta del ideal para dispensarme de tener voluntad.¿Acaso porque la tierra es limitada no hemos de ver en ella más que una prisión, decepcionando al Destino que sus horizontes abarca?Porque el amor perpetúe la vida con sus ásperas luchas, ¿hubiera sido mejor que Adán se matase y que no existiese Atenas?Porque la ciencia tenga poco alcance y el misterio sea ¡limitado, ¿habre-mos de preferir los sueños o la ceguera total?Porque estemos cansados de guerra, ¿deberemos acaso, por desprecio a los más fuertes, tender la garganta al golpe de gracia y dejarles abonados nuestros campos con nuestros propios cuerpos?Porque la fuerza del número llame derecho a su capricho, soñador al sabio que investiga y pasatiempo inútil al arte que se eleva,¿hemos de dejar que esa salvaje queme las obras de las nueve Hermanas para vengar así la esclavitud antigua y nutricia de los primeros pensado-res?¿Será preciso que el corazón se encierre en un indiferente exilio, desespe-rando del amor y de la justicia?No; la falange augusta de los creadores debe combatir por sus dioses, que son la verdad, la belleza y la justicia, abriendo los ojos.

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De los hombres, franquear de par en par las puertas del templo al que ca-da época aporta el fruto sagrado de sus esfuerzos, y defender sus tesoros hasta la muerte.

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SURSUM CORDA

¡Oh Naturaleza! Si todos los astros, engañando la mano que los conduce, chocasen entre sí por azar y se deshiciesen en la noche;o si esos focos grandes y pequeños, devorados lentamente por la sombra desapareciesen de repente como una flota que se hunde,tú podrías repoblar el abismo y encender un nuevo firmamento más sun-tuoso y sublime valiéndote sólo de la tierra,pues para devolver al infinito todas sus luminarias te bastaría con sacudir la ceniza humana que dormita en el fondo de las tumbas.La ceniza de innumerables corazones, sepultados, pero ardientes aún, en los que persisten amores inmortales, inalterables en la muerte.Bajo la tierra, cuyas entrañas absorben los corazones muertos, ¡cuántos tesoros de ardor amontonados en seis mil años de duelos!¡Cuántos rayos invisibles duermen en la sombra del sepulcro! ¡Qué semilla sideral en el polvo de las pasiones!¡Sí! ¡Aunque perezcan los vicios soles bajo la bóveda infinita, con los re-lámpagos del genio harás tú mediodías como los suyos!Harás noches henchidas de diamantes, dándoles por nebulosas todos los sueños de los corazones enamorados.Las solitarias estrellas diseminadas por el azul sombrío, las harás de los corazones austeros en que vela un fuego inextinguible y profundo,y ese blanco camino que parece un arroyo de leche, lo harás de la alegría pura y serena de los corazones muertos antes de Regar a su estío.Harás que surja entera la antigua estrella Venus de un átomo del polvo de los corazones que más se abrasaron en su fuego.Y los corazones enérgicos, fuertes para la resistencia y para el ataque, volverán a formar el Zodíaco, en que estuvieron clavados los Titanes.En cuanto a mí, pobre grano de arena entre la multitud de los muertos, si lo que tengo de imperecedero ha de brillar en el cielo de entonces,¡que a su despertar renazca de mis cenizas un astro generoso! ¡Que se encienda en el fuego de mi juventud el sol más cálido y más claro!Y devolviendo su primitiva llama a Sirio, vencedor de la noche, ¡haz revivir su púrpura con toda la sangre de mi corazón!

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EL ALBA

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Es la hora incierta en que la aurora anuncia, aún más al alma que a los ojos, su próximo retorno. Cuando no es todavía de día ni de noche.Parece que la tierra acecha el inminente beso del sol. Es como un alto en la vida, un súbito miedo a despertar.Ha cesado el confuso reclamo del búho y de los pájaros traidores, pero el rumor de todos los seres no ha comenzado aún.Apenas se ha escuchado el canto de un gallo, apenas humea el primer fuego en el cielo, tan húmedo y tan tierno que no se sabe si es azul o blan-co.Sobre el camino flota y se va alargando un cendal de vapor errante que parece huir como un sueño asustado de la luz.Donde todavía no se enciende un solo diamante el ocio sepulta el dormido prado bajo una gasa pálida y sutil.El agua de los arroyos está matizada por el nácar de los pálidos cielos, co-mo el espejo de una novia en el que tiembla el reflejo de los lirios.Una muchacha, sonriendo a sus vecinas con los ojos semicerrados se despierta entre las capuchinas de su ventana de visillos verdes.Pero al brusco resplandor de la luz triunfante se levanta un ligero soplo: ¡el horizonte se estremece y estalla, y todos los nidos cantan a coro!Y allá, sobre la sonrosada gleba donde la alondra inicia el vuelo, caminan en una apoteosis unos bueyes de púrpura con los cuernos de oro.

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METAMORFOSIS

¡Oh Naturaleza, crisol de las cosas! Ser hombre es un honor ingrato. En la corriente de tus metamorfosis, prepara alguna felicidad a los muertos.Que el pie que bate los caminos descanse luego convertido en raíz, y que más tarde se transforme en rosa la palma ensangrentada de sus manos.Que en la nueva fortuna de las parejas desunidas demasiado pronto, los corazones de la mujer sean nidos y golondrinas los de los hombres.Que las frentes no tengan ya por compañeras la sombra y el oprobio, sino que sean como las cimas orgullosas y radiantes de las más altas monta-ñas;y que al salir de las tumbas justicieras que nos hacen iguales ante ti, los más pobres sean soles, y los más malvados, palomas.

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EL PRISMA

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RECUERDO DE UNA VELADA MUSICAL

No, yo no sirvo para estas veladas blandas. Salgo de ellas ahíto de perfu-mes, repleto de vapores dorados y tan triste, que de buena gana huiría del mundo a esconderme en el fondo de los bosques.Ella estaba allí ayer, sonriente, ¡y tan cerca! Y yo no sabía nada, ni me atre-vía a decirle nada.~ Una orquesta en que vibraba el eco de mi martirio, armo-

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nioso tumulto de arcos y dedos, acompañaba el vuelo de una voz conmove-dora, lo mismo que un enjambre de caprichosos zánganos zumba en torno a una flor que se abre y se abandona, la acosa con sus besos dulcemente im-portunos y mezcla con los perfumes su estremecido murmullo.Ella escuchaba el canto con las manos cruzadas, como si rezase. Yo, celoso de los acentos que la habían conmovido, inquieto y dolorido por la dicha de verla, me daba cuenta de mi insignificancia. Y así como bajo el cielo mate y húmedo del otoño el árbol se despoja por sí mismo de su corona, mi juven-tud, con frío placer, dispersaba en la muerte todas sus frondas de esperanza y de anhelo. ¡Qué familiares sois para mí,- pesado vuelo de las horas, suspi-ros que nadie oye, lágrimas internas que bañáis mi generoso orgullo humilla-do, lo mismo que la lluvia inunda un templo derruido! Pero esa angustia la ig-noraba todavía.Me marché con el alma perfumada y sonora, y mientras caminaba al azar, en las vagas profundidades de mi ensueño oía responderse y morir las voces entremezcladas de un mundo de cantores, como un pueblo de ecos perdidos en los valles. ¡Oh música, torrente de embriaguez y lasitud, confusa para la mente, pero tan exacta para el corazón, que, sorprendiendo en el aire las quejas de la Naturaleza, haces hablar entre ellas a la esperanza y al dolor! ¡Lenguaje universal, como el del beso! Tus sollozos, gratos al corazón, vi-bran en él hasta casi romperlo.Al regreso encontré todos mis libros de estudio diseminados en ese desor-den en que se complace la costumbre. Como hermanos me decían: «Te he-mos estado esperando. ¿Cómo llegas tan pálido y turbado? ¿De dónde vie-nes, imprudente? » Mis lágrimas se atrevieron entonces a brotar, rompiendo por fin su dique y maldiciendo de todas aquellas melodías, flores cubiertas por un velo que exhalan en la tierra el incienso de un paraíso que yo no per-cibía. «Se ha acabado -exclamé-; no se debe amar a nadie. ¡Quiero que se enfríe y se congele todo lo que arde y se estremece dentro de mí! ¡Seré ex-traño a la tierra, lo mismo que un espectro! Con Dante a mi izquierda y Pas-cal a mi derecha, haré de mi vida una estrecha celda, con una sola salida so-bre mi propia tumba; no tendré otros amigos que un libro y una antorcha. Te-nazmente, injertaré mi sueño en el árbol de la ciencia, avaro de su savia, y lo clavaré en él hasta lo más amargo de su jugo, como se clava una cuña en el boj con un mazo de hierro. » Y así, ávido de austeridad y más firme que un neófito que ve sonriente caer sus rubios cabellos, me reí del amor corno si fuera un dios parásito. Mas, por fin (son tan largas las horas en la noche), la suave serpiente del sueño se enroscó a mi pacífico abrazo, y me hechizó con sus ojos invisibles. Voló el ensueño sobre mi frente, y las sombras me devolvieron consolado al nuevo día. A los veinte años se necesita muy poco para renacer: los vidrios, sonrosados por el saludo del alba, una mirada del sol que acaricia suavemente los ojos, un rincón de mármol blanco en el oro lejano de los cielos, una flor, una nube, una ola, el zumbar de una abeja, y ya estamos curados de las penas de la víspera. La juventud es tan fuerte y tan rica en amores, que su desesperación es corta, por profunda que sea.

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LA FILOSOFÍA

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SONETO A UNA ESTATUILLA DE SIMART

Esta mujer triste que desciende en si misma, en pie, con la frente inclinada, es la Filosofía. Solitaria, penetra en la sombra, y con la mano sobre el pecho, se confía al apoyo que allí encuentra.No la atraen las cosas que se pueden ver: la tierra, las estaciones, el esplen-dente azul, todas las engañosas voluptuosidades de la vida. Ella reclama y busca a un ausente eterno.Yo te amo y conozco tu pena, virgen augusta, y al acercarme a ti retengo la respiración para que ningún aliento humano perturbe tu labor. Porque espero de tu boca, obstinada en callar, la palabra que temo y deseo al mismo tiem-po, la clave de mi nacimiento y de mi destino.

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METAFÍSICA

Cuando el hombre, hasta entonces obrero en reposo, hubo conquistado la faz y las entrañas de la tierra; cuando hubo ordenado en torno suyo las pie-dras en murallas, las bestias en rebaños, empleó noblemente sus ocios de dueño. Obsesionado por un anhelo más alto, después de haberse dado a co-nocer a la Naturaleza, quiso conocerla a su vez.La radiante aurora, mezclando como un don de amor una clara sonrisa a la sonrisa de las aguas, parecía ofrecer al mundo en una rosa inmensa la cán-dida primicia del día, y estremeciéndose -como la rubia bañista que tiembla y se ruboriza al salir del mar, teñía el éter de púrpura y de oro por Oriente. El hombre, conmovido por el beso. de los rayos del sol en sus pupilas, se llevó la mano al pecho, y al sentir por la forma su corazón en ella, dio nombre a la Belleza.Luego, el sol disipó los vapores de rocío, el horizonte sin límites se mostró al descubierto. Cavó la frágil linde que pusiera la mañana a lo lejos, dejando ver al desnudo el horror del desierto azul, y el hombre comprendió entonces que la mente tiene alas que van siempre más lejos que los ojos, pero necesi-tarían agotar el tiempo de la eternidad para llegar a lo más profundo de los cielos. Sondeando el abismo en que se mueve la tierra, humilde seguidora, y pensando que él está sujeto a ella, dominado por un sublime y piadoso es-panto, dio nombre al Infinito.Cuando al llegar la noche vio en la sombra y en el silencio a los monstruosos globos deseosos de desposarse, pero obligados a huir unos de otros por el brazo que los lanza, y a perseguir sin descanso un beso ciego, sintiendo que la armonía, obra de una sabiduría, es también obra de una voluntad, recono-ció la independencia en el brazo que precipita y no se ve arrastrado, en el motor primitivo precursor de todas las cosas, cuyos actos son voluntarios, sin caprichos ni cadenas. ¡Y, saludando a la causa primera, dio nombre a lo Ab-soluto!Por último, como veía que la materia duraba pese a la larga prueba de un trabajo incesante, y que persistía el peso de los mundos antiguos bajo una forma nueva, comprendiendo que el flujo de los cambios necesita un lecho,

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como la corriente de un río, un soporte inmutable, un manantial en que la vi-da se abreve sin cesar, dio nombre a la Sustancia, que se opone a la Muerte.¡Dichoso por tener un firme apoyo, fortalecido por una fe sensata, no se vol-vió a ocupar del fuego de sus groseros altares y, orgulloso de no obedecer más leyes que las del pensamiento, supo a quién nombrar Dios!

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LA MAREA

La noche va vertiendo el sueño de sus arcas lentas y sombrías entre los se-res vivos, animales y plantas, fatigados por el ardor del sol.Cae el viento, hálito moribundo en que parece expirar un secreto. Todo duer-me, en lo alto del monte, en la Ranura y bajo la bóveda de la selva inmóvil.El cielo y el mar se contemplan. Sólo vibran en la noche los dardos de oro que lanzan los astros; sólo las olas rumoreanal chocar contra la roca, pulimentada como una armadura por sus embates violentos. Su murmullo turba el silencio de lo alto.«Todos los labios se han callado –dice el mar- y se han cerrado todos los ojos. Inmenso cielo, tu reposo se vierte sobre los dolores hechizados por el olvido. »Pero yo velo y me lamento, pues soy el único a quien no duermes. Un láti-go invisible atormenta mis olas eternamente cansadas;»y cuando, para sacudir su martirio, se alzan enfurecidas, sienten que su mismo peso tira de ellas, volviéndolas a su celoso lecho.»¡Cómo os envidio, estrellas! El Zodíaco gira en paz por la órbita ya recorri-da, de la que jamás se aparta.»Mis aguas se entrechocan sin tregua en su combate continuamente renova-do. Por más que corren de playa en playa en pos de su nivel que huye,»juguetes de una cadena adversa y de un acicate implacable, por un día de bonanza tienen siglos de agitación.»Entre las penas incontables que hacen de este mundo un infierno, ¿hay al-guna que pueda compararse con el tormento que soporta el mar?»Y el cielo, sublime océano de astros, testigo de tempestades y desastres y de todos los males de este mundo, al escuchar ese clamor lejanoresponde: «¡No es tu sino el peor! Compadece a la raza ambiciosa cuya fren-te aspira a llegar hasta mí y que se arrastra levantando los ojos.»¡Oh mar, duélete de la raza humana, de brazo tan frágil y tan corto! Tu ma-sa, sólo con ondularse, destroza su obra y la devora.»Aunque su ingenio es grande, no hace más que explorar a tientas con una sonda perecedera el infinito que forzosamente tiene que ignorar.»Tus tormentas horrísonas son menos vanas que sus guerras y discursos por fronteras y cultos que está continuamente cambiando y defendiendo.»¡Ay! Ella también, sin conseguir equilibrarse, pese a tantas discordias, está envidiosa de mi grande y armonioso pueblo.»juntos sufrís el cautiverio. Su malestar es idéntico al tuyo, y sus impulsos hacia mi son semejantes a tus codiciados impulsos.

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»Lo mismo que la obstinada marea te recoge para volverte a soltar, su histo-ria la abandona a veces a su destino para volvérsela a arrebatar después.»Y lo mismo que tu tiendes eternamente hacia Febea por atracción fatal, ella combate contra la atracción del ideal inaccesible.»

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ESTANCIAS A PIERRE CORNEILLE

Han pasado dos siglos, ¡dos siglos, oh Corneille!, desde que se durmió tu ge-nio altivo, recibiendo demasiado tarde para su última velada la limosna de un rey por mano de un amigo.Acabaste solo, erguido dentro de un orgulloso silencio, como un roble gigan-te al que los años despojan de su corona, abandonado por los pájaros que ayer atraía y que hoy repele el duelo de su tronco sin hojas.Por su resplandeciente aurora, tu fama había alarmado al mecenas celoso de tu arte. Y por su gracia inconstante, un monarca permitió que el laurel del poeta fuese inútil para el anciano.Mas he aquí que tras doscientos años, tu patria, que hoy dispensa por sí misma sus favores, invoca y celebra al salvador del ideal en su hijo ilustre, hoy más amado por su gloria herida.Porque si ya tus versos comunicaron la nobleza de su, sana potencia, tanto a los labios como al corazón, enseñando el recato a las risas de Talía y un austero vigor a los gritos de Melpómene,,aún hoy, su acento varonil nos revela la suma de energía que duerme en nuestra voluntad, y sabe hacer palpitar en ella las grandes alas del heroísmo antiguo, vencido, sí, pero siempre indomable.La trágica aventura de Jimena y el Cid, mostrándonosel amor torturado por un ardiente ayuno y que lucha encadenado por la san-gre y por el deber, colma nuestro corazón y nos conmueve más que nunca.Cuando, del fondo del pasado, tu genio nos aportafamosos rasgos de honor que tus hermosos versos hacen tuyos, por los la-bios de Horacio sabes infundir a tus compatriotas tu vieja alma romana.¡Tú nos haces generosos, al ejemplo de Augusto, cuando el sublime aban-dono del resentimiento se atrevea traicionar en él su justa severidad para hacernos admirar la belleza del per-dón!¡En un canto magnífico y suave, Poliecto nos promete un reinado en que pueda florecer la paz, y al caer frente a los dioses a quienes desafía, da fe de que el Dios que él venera enseña a morir bien!¡Oh tragedia! Clamor profundo que va del alma al alma por los sublimes sus-piros arrancados a los héroes, que con sus ecos conmovedores presta vida en nosotros a la censura y al elogio de las pasiones. ¡Arte de sobrios atavíos, avara del lugar y del tiempo en que vibra y alienta la acción, más ávida de evocar el eterno fondo del hombre que de halagar la frágil ilusión de los ojos!

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Corneille, en tus versos resuena imperiosa la formidable voz que ese arte atribuye a los muertos, y la frivolidad de una raza riente siente en ella como un reproche que despertara un remordimiento.Bajo la gravedad del verbo, sus juegos le parecen fútiles, y sus querellas despreciables también. Tú abres de nuevo el ideal como un cielo despejado a los comunes impulsos coartados por la discordia.Cuando la sala entera tiembla al oír tus versos vibrantes, los hombres enemi-gos, conmovidos por igual, y hermanos por el estremecimiento de lo bello que los aúna, olvidan sus odios y lloran con idénticas lágrimas.¡No! Porque el entusiasmo posee el sagrado privilegio de devolver su Pura li-bertad al vuelo de los corazones, como en plena ascensión se aligera la bar-quilla del lastre vil que transportaba,y a todos los arrastra un mismo viento de esperanza y audacia hacia las mis-mas alturas, desde las que el inmenso horizonte que abarca libremente la mirada nivela y difumina la arena con los que luchan en ella.Así, obligándonos a aplaudir, por encima de las pasiones vulgares, a las vir-tudes que se pierden, nos haces olvidar nuestras míseras guerras, en un mundo en el que todos aspiran a engrandecerse.¡Ante tu estatua, Francia, revestida de su antigua gloria, imponiendo la calma al agitado foro, puede, al menos por un día, gozar gracias a ti de la unanimi-dad!¡Y delante de ti se atreve la esperanza a renacer en ella, porque, después de doscientos años, sus males no han agotado la sangre viva y pura que te dio el ser, ni han esquilmado el suelo que a ti te alimentó!¡Del nido de donde salió el águila puede nacer un aguilucho, cuyos ojos de-safíen también al sol y cuyas alas la sigan en el cielo en un vuelo impulsado por una sangre idéntica!¡Que tu obra viril engendre entre tus hijos rivales nuevamente templados por la prueba! ¡Que tu sólido verbo ofrezca a sus almas un mundo rejuvenecido por nuevas ideas!El aire que tú respirabas es el mismo que llena sus pechos, y el acento que a ti te animaba pasará a sus voces. ¡El idioma puede gastarse, pero sus no-bles ruinas legarán a sus versos el aliento de antaño!¡Salud, maestro! ¡Si la muerte no es mas que un sueno, despierta, respira, escucha, sereno vencedor, la repercusión en la tierra y en el hombre de los poemas que salieron de tus labios de bronce!Contempla la pompa que un pueblo despliega en tu honor, para que a su lla-mada tengas un despertar triunfante. ¡Resucita, y recibe en tu ciudad natal el homenaje de Francia a su sublime vástago!

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JUAN JACOBO ROUSSEAU

IHace incontables días que la Naturaleza resiste el asalto sin cuartel de] gé-nero humano. El hombre, enemigo de la sombra por temperamento, la obliga a entregarle su misterio aclarado.

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La obliga a servir a un amo que la viola, a entregarle su alma y sus encantos al desnudo. Entrando a saco en sus bellezas, el arte la convierte en ídolo, y la ciencia, forzando sus secretos, la transforma en esclava.Como una virgen austera de pudor esquivo bajo el fuego abrasador de los ávidos besos, ella mantiene fuertemente cerrados sus párpados y sus labios, y defiende su pecho con los brazos cruzados,y rechaza el collar de oro que manos impuras ofrecen a su cándida belleza, porque en tales preseas su orgullo cree ver cadenas que al adornarla pue-dan envilecerla.Así, pues, dichosa sin el hombre y más bella siendo inútil, la Naturaleza le teme, parece aborrecer las afrentas del escalpelo doctor que la mutila y los homenajes del arte que pretende adornarla.Con orgulloso desprecio niega sus labios y sus ojos al traidor enemigo que la acecha. Para el hombre quisiera ser ciega y muda, y esquivar bajo sus velos su autoritario yugo.Pero él sabe obligaría por la fuerza o la astucia a levantar los párpados y a separar los dientes. Ella resiste, cede, se escapa de sus brazos... Esta lucha es ya vieja y aún durará mucho tiempo.

II

¡Oh tú, Rousseau, adalid de esta virgen augusta! Tú abrazaste su causa en el rudo combate, y te conmoviste pensando que era una causa justa, y tem-blaste también por el hombre ante la idea de que ella sucumbiera.Porque temías que, una vez esclavizada la vencida, el vencedor no ' fuese más feliz ni más grande, y que el conquistador', corruptor de su propia vida, emplease su pensamiento en depravar su corazón.Temías que la Naturaleza, ultrajada ya por el hombre monstruoso en sus más sagradas leyes, se viese vengada por la esclavitud y el vicio del propio verdugo que la amordazaba.Las oías lanzar suspiros de angustia, y amorosamente te lanzaste entre ella y el hombre. Juan Jacobo: tu siglo la convirtió en su amante, pero tu corazón fue el primero que se desposó con su belleza.Tú hiciste que la admirásemos en las lágrimas de Julia, que la respetara Emi-lio y la cultivase en él, y tu sueño la ofreció a los pueblos, realizada en la jus-ticia que tiene por apoyo la razón.¡Ay! Tú hiciste los planos de un templo a la justicia, pero no estuviste allí para dirigir a los obreros, y ellos, embriagados por el vino demasiado fuerte de tus altaneras lecciones, empezaron por anegar en sangre el edificio.

III

¿Qué pensador puede prever el destino de sus sueños? Él lanza al viento la semilla y desaparece. Lo que después produzcan las fuentes de la savia tal vez sea una flor, tal vez una selva.Una y otra han brotado de tus vivas simientes: la selva popular de impulsos tenebrosos, que desde el fondo del Erebo aspira a los cielos inmensos, y la poética flor de estremecidos pétalos.

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Y en tu alma salvaje y doliente ha germinado esa flor cuando, con el cayado en la mano y las alforjas al hombro, buscabas al azar del camino un asilo pa-ra tu errante juventud.Veías palidecer el alba en el horizonte de las llanuras, el sol de mediodía acribillar de oro la sombra de los espesos bosques, teñir de púrpura las leja-nas montañas al atardecer, y, por la noche, sumir los mundos en la paz.Esos espectáculos, perdidos para los habitantes de las ciudades, hacen que los filósofos vagabundos echen de menos el Edén. Para ti fueron, en la infan-cia, fecundos en rebeliones contra las murallas y las ciudadelas serviles.¡Y tú, pensador abrumado por un día de bochorno, te estremeciste al consi-derar las tareas que te imponía tu sangre, al sentir tu genio rebajado por tu raza, sacerdote de la Naturaleza y lacayo para poder comer!

IV

Pues bien: respondiendo a tu culto a la sublime diosa, amada de todos los poetas, la que presta a los más bellos versos sus acentos, su aliento y su ri-queza, la musa te saluda a su vez.Saluda en ti al primero que supo poner en los ojos una mirada enternecida para la campiña, en el corazón el intimo acento que todo corazón puede comprender y en el agotado lenguaje la sangre y el color.Saluda en ti al hermano y al cómplice de sus sombríos dolores y de sus re-beldías. Porque también ella conoce el suplicio lento y oscuro de arrastrar bajo los harapos anhelos orgullosos.En medio de la contienda humana en que la libertad lucha contra el vil anillo que la oprime, la musa experimenta el mismo malestar que tú, y sucumbe, alada, bajo el peso de las cadenas y el tedio de su exilio terrestre.Extraviados por la misma fortuna en que vuestros deseos rugen insatisfe-chos, sufrís los dos por la común ofensa. ¡Su recuerdo te es debido como a sus propios hijos!Porque si para adormecer tus males no has tenido los divinos recursos del murmullo del verso, en cambio, fecundaste las fuentes de los poetas futuros con nuevos tormentos y con suspiros nuevos.¡Que ella te rinda honores, y que en el momento en que, ofrecida en público, recibes la diadema de oro que ciñe las frentes más poderosas, todos los poetas unan a ella los verdes ramos del laurel!

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RESTOS DE NAUFRAGIO

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OBSESIÓN

Hay una palabra que me obsesiona, que me mata. La escucho sin querer, y aunque me esfuerzo por desterrarla, su incesante murmullo me persigue.Con el fin de adormecerla, la mezclo a una vieja canción de mi nodriza, pero la música, terrible aduladora, hace de ella un suspiro.Escalo entonces la montaña para ahogarla con la violencia del viento. Ella me acompaña hasta la cima y allí se convierte en un gemido.

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Le pido al mar sonoro que la transforme en ruido de las olas; pero, ¡ay!, vol-viéndose más tierna y dolorosa, se convierte en sollozo.Pruebo, como último sortilegio, el silencio encantado de los bosques, pero en cuanto deja de ser voz siento que . se convierte en lágrima.¿Es acaso el remordimiento lo que en mí llora o no puede callar? ¡Oh, no! Es un recuerdo solitario en lo más lejano del alma... Un nombre.,

2

LA INDULGENCIA

La indulgencia tiene ternura de mujer. Los que por un mal paso, y aunque lo hayan expiado,* difamar el mundo para siempre, lavan su frente en su pie-dad.Para el hombre, aun para el criminal, es una humilde hermana de rasgados ojos. Cuando todos le tiran piedras, llora por él fraternalmente.Acercándose al corazón lleno de fango, de hiel y de espesas escorias para purificarlo, pone en él esa lágrima que es limosna del cielo.Y, lejos de remover la vergüenza como hacen las injurias, espera que el amor vuelva a la superficie y que el odio caiga al fondo.Y entonces, llevando con su mano suave aquel corazón purificado, lo inclina con dulzura y lo perdona, porque ha llorado.

3

AMOR DE INFANCIA

Por lejos que mi memoria remonte el curso de mis años, ignoro en qué pri-mavera florecieron en el mundo para mi alegría y mi dolor mis primeros amo-res. Esos afectos de la infancia responden a causas insondables. ¿Acaso se-rá que allá en la mansión ignorada en que nos preparábamos para bautizar el día, mientras dormía yo, quién sabe si a su lado, algún destello de su cora-zón adormecido vino a caer sobre el mío y lo abrasó para siempre? Nací, y cuando la vi ya la amaba. No olvidaré nunca la aurora de mi vida, cuando mi infancia, esclava en encierro sombrío, presentía el esplendor del estío fuera de allí y el tentador concierto de sus libres alegrías. Entonces, como un pája-ro que se arrastra resignado llevando bajo el ala el peso de la flecha mortal, me dirigía sin murmurar a sentarme en el viejo banco y pensaba: «Esta no-che lloraré con ella.» Mi tímido dolor, callado y sin testigos, tenla por confi-dente una larga esperanza: ¡Verla al cabo de quince días, si el azar indulgen-te conspiraba para proporcionarme el festín que esperaban mis ojos! Chiqui-llo arisco y pálido que tenía miedo al maestro, a la hora en que los nuevos in-cuban su desesperación en el horror del dormitorio bajo sus fríos sudarios, yo velaba para lograr que ella se apareciese en mi alma.Sordo al precoz requerimiento de la indomable musa, inclinado sobre esa ári-da tabla en que el viejo Pitágoras grabó con dedos de bronce el tedioso mo-numento de sus cálculos, yo me aplicaba; pero, sin poder impedirlo, una ima-gen querida pasaba sin cesar sobre la página oscura y fría. Aquella por quien

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mi alma exploraba tales desiertos hacía brotar versos de su tediosa arena, y los versos surgían en fresco y dorado manantial, espejo armonioso de su gracia adorada. Y además, nefasta para la labor cuya recompensa era ella, borraba en mí todo lo que había aprendido.Mi osado corazón de niño soñaba embelesado que unos atroces verdugos me infligían suplicios para hacerme abjurar mi amor invencible. Ellos apreta-ban las tuercas, y a cada horrible vuelta yo cantaba orgulloso: «La amo.» Me echaban agua hirviendo, y yo confesaba más alto mi esforzada ternura. Cru-jían mis huesos. ¡Mejor! ¡Yo me reía del sufrimiento! « ¡La amo! » El calor in-fernal de la pez corría por mis venas, y yo gritaba: « ¡La adoro!» Mis ojos, al extinguirse, lo repetían aún. Pero también soñaba que ella estaba allí, con-movida, y que al expirar a sus pies, murmuraba entre estertores: «Heme aquí maltrecho, roto, triturado por el suplicio, porque todos pretenden que sea per-juro ante ti. Me han dicho: « ¡Cede o muere! », y yo he respondido: « No; mi cielo es una mirada y mi símbolo un nombre. »¡Qué lejos está aquel colegial! ¡Qué lejos está su ídolo! ¡Qué locura era aquel inocente idilio' Y, sin embargo, sería en vano que mi orgullo intentase evitarlo; hoy, cuando pienso en él, vuelvo a sentirme niño.

4

EL PERDÓN

A poco que tu imagen reaparezca en mi alma, me doy cuenta de que sigues siendo tú la que más quiero. Tú desolaste la aurora de mi juventud, y, sin embargo, quiero morir sin olvidar tus ojos;y menos aún tu voz sonora y acariciante, que penetraba en mi corazón entre todas las voces, dejando mi pecho estremecido, como una lira abandonada vibra aún por los dedos que la pulsaron.Conozco a muchas cuyos labios son bellos, cuya frente es perfecta, cuyo lenguaje es dulce. Mis amigos te dirán que he cantado para ellas, mi madre te dirá que he llorado por ti.He llorado, pero mis lágrimas son ya menos frecuentes. Entonces sollozaba, ahora suspiro. Llegará luego la edad en que los ojos son más avariciosos y día llegará en que mi tristeza no será más que tedio.Sí, tengo miedo a odiarte cuando llegue a viejo por haber destrozado la flor de mi juventud. ¡Que siempre renazca tu imagen en mi y que yo perdone al alma, recordando tus ojos!

5

SERENA VENGANZA

A ti, que cuando yo tenía la edad en que otros son alegres, me causaste do-lor suficiente para hacerme poeta. A ti, por quien, a esa edad en que vivir es una fiesta, yo contemplé mi vida a través de las lágrimas;no te guardo rencor. Todo terminó lo mejor posible, y ahora el porvenir se dispone a vengarme. La flor se marchita al implacable volar de los días.

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La gloria surge y perdura en cielos inmutables.Hubo un tiempo en que sólo tú eras para mí el mundo entero, pero después he hundido la sonda en el infinito, y mi alma se incorpora al inmenso univer-so.Y, en tanto que los años te revelan las penas, el tiempo, que erige un pedes-tal a la belleza del verso, barrerá tu figura como una forma vana.

6

EN EL CIELO

La quiero con melancolía, sin pedir a Dios que nos una, porque cuanto más linda se pone, más cerca está su gracia de marchitarse. La dicha ya gustada se desvirtúa, e incuba un anhelante suspiro. De este modo habré hecho mi elección en la tierra, y sólo la poseeré en el cielo.¡Cuántas parejas se han cansado de su amor! Y aun cuando el cariño sea profundo, ¿es frecuente que mueran los dos el mismo día? Mi corazón está solitario, apenas presiente la despedida. Así habré hecho mi elección en la tierra, pero sólo la poseeré en el cielo.

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DESCARTES

Orgulloso de haber conquistado su descanso, su salario y su gloria, el hom-bre se atrevió a desviar su mirada del surco, y, embriagándose primeramente de ciencia ilusoria, corrió con espíritu abierto al encuentro de los rayos dc luz.Engañado por los colores con que los seres se adornan, y olvidando ya el consejo de Sócrates, prefería crédulamente el mundo que se ofrecía a sus ojos, al mundo interno que aún le merecía desprecio.Los contornos le ofuscaban porque la forma se altera, y la mano no percibe en ella más que una muralla o el vacío, en los sonidos sentía los suspiros del misterio. Los signos de los sentidos no son más que una cifra oscura.Es sinuoso su testimonio, y así, su ayuda engañadora, en lugar de iluminarlo, velaba el firme fundamento que puede cimentar su edificio, la torre de bronce en que la Verdad vigila eternamente.¡Qué extraña odisea había mantenido durante mucho tiempo la razón, con-fiada en tan engañosas bases, cuando Descartes, vacilante por prudencia y creyente por genio, proclamó: «Pienso, luego existo.»

*

Su fe viril salvó del naufragio a los filósofos. juguete de una tormenta de con-fusos clamores, sin timón y a merced de la tenebrosa tempestad, su galera se hundía ya sin remeros.

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La tripulación angustiada flotaba sobre los restos. ¿Qué salvación esperar del inclemente abismo? Cuando, de repente, asombrando a los más bravos, un muchacho desnudo se sumerge resueltamente en el negro abismo.Vuelve a la superficie. El mar lo asalta y lo amenaza, levantando retorciendo su verde sudario por encima de su cabeza. El lo domina, nada, y su mirada tenaz acaricia el puerto lejano que solo él ha descubierto.Es una roca poco visible, que apenas emerge de las aguas, rebelde al arado e ignorada de los pájaros. Hasta aquel instante se ha mantenido virgen de todo acercamiento, como un punto gris sobre el tumultuoso desierto de las olas.Pero refugio sólido, asilo inviolable. El pie traicionado por las aguas se asien-ta firmemente en él, y la mirada, que para verlo todo se ha desterrado de los limitados campos, desde allí puede libremente y sin trabas explorar el infinito.

*

Ese islote solitario, olvidado en el espacio pero estable, última esperanza de los pensadores extraviados, testigo perseverante que penetra y desborda, como algo inmenso, imposible de negar,ese es tu ser, Descartes, el ser en que despunta tu conciencia, que le da nombre y lo impone a tu fe. Obligando a la duda a dar un fundamento a tu creencia, dijiste: «¿Puedo dudar sin ser? Tengo que creer en mí.»Basándote en un título comprobado, exploras tus dominios y, de repente, sientes que golpea en el muro de tu cerebro un visitante más grande que el alma humana, un formidable mundo, extrañamente nuevo.¿De dónde viene? Al momento, de tu declaración primera surgen gradual-mente deducciones inconmovibles. ¡Y esos escalones de bronce labrados en el granito escalan el cielo, desde el fondo del alma hasta Dios!Desde el pórtico del templo, todas las frentes se inclinaron -las que se levan-taban antes con angustia y las que descansaban sobre el altar- ante la prue-ba más profunda y más amplia de una lumbrera abierta sobre el eterno mun-do.Y, sin embargo, por elevado que sea su destino, el hombre sigue siendo te-rrenal, ¡oh Descartes!, y en él la celosa verdad es rara vez innata. ¡Cuántas veces y con cuánta frecuencia ha huido de él o le ha hecho esperar!El hombre acaricia el error que imagina su sueño. A ti mismo, los espíritus que tan bien te servían no te han engañado menos que la fría máquina que suplantaba, ¡oh ingrato!, al noble corazón de tu perro.Pero a veces el sueño tiene una audacia fecunda, e, incluso despreciado, re-nace mejor templado de sus propios reveses. ¡Mira cuán rápido rebota el átomo, sostén del Universo, y cómo reanuda su cadena en un torbellino!Te envidio humildemente el poema maravilloso en que, para dotar al espíritu de un impulso infalible, el álgebra, transponiendo el problema, con los ojos cerrados ajusta su llave de oro a los secretos del espacio.¡El sueño es el inventor! Y emparejar el sueño con la creación es ser poeta. Tú andas errante, pero la roca en que se detienen tus uñas conserva para siempre la huella del león.

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Así, siempre en camino, subió tu pensamiento desde el valle más íntimo has-ta la cúspide del universo. Algunas veces se distrae, pero sin alejarse mucho, porque abarca al mismo tiempo la tierra y el cielo.Tus alas son obra tuya, y la audacia las anima. Nuevo Ícaro de vuelo alto y seguro, Ícaro del saber, lo que tu mirada otea a lo lejos en tu sublime bús-queda no es el azul, sino la claridad.Anfión del lenguaje, con unas cuantas piedras hiciste levantar una armazón sólida y pura. Deja, pues, hoy que el coro íntegro de las musas rejuvenezca tu frente con su beso lleno de encanto.¡Honor a ti! La muchedumbre, ciegamente dichosa y apenas iniciada en los cultos que rinde, bebe al borde de los pozos que el saber horada para ella. ¡Digámosle por qué es grande tu nombre, que le es tan querido!¡Las manos de Francia levantarán mañana con todos tus escritos un arco de triunfo, por el que desfilará el ejército augusto del espíritu para ofrecerte una gloria que nunca encontrará rival.

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LO POSIBLE

Todo lo real no es nada cuando pienso en lo posible. Ese mundo que cree según sus vivas leyes, desde el guijarro inerte a la carne sensible, dormía ayer en lo posible y lo estoy viendo ahora.¿Qué era la tierra? Una niebla en el vacío, un poco de gas espaciado en torno a un eje errante. Era impalpable; se convierte en líquida, y luego en só-lida, y aquí está el hombre, y yo llego, y me voy...Todo cambia, incluso la ley misma. Se dice que es eterna. ¿Quién sabe? Hasta hoy no se ha conocido el curso del cielo. Lo imposible es inmenso, más vasto que ella; no se puede imaginar nada más grande.Los astros siguieron el mismo derrotero durante mucho tiempo. Nuestro mun-do ha durado ya miles de años, pero tal vez se acerca ya la última gota de su clepsidra alimentada por los océanos.Vivimos tranquilos, creemos en la fatalidad de la pesantez, y tal vez la tierra está ya en su última primavera. Nos fiamos en que los años son tercamente iguales porque la naturaleza se complace en hacer malabarismos.¿No pudiera ocurrir que la Vía Láctea ciñese en torno nuestro su gran anillo esmaltado, haciendo que se evaporase la tierra ardiente y dilatada, y confun-diese todos los mundos para convertirlos en un único sol?¿0 que viésemos que se borraban las lejanas luminarias, que palidecía el rey del día y que se helaba el mar? ¿Y que al fin nuestro mundo moría completa-mente solo en un lúgubre invierno, al lívido resplandor de las nebulosas?

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EL MATIZ

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Estábamos jugando a juegos de ingenio. «¿Qué es el matiz? », dijeron. Yo no lo sabía y me lo enseñaron. No lo he vuelto a olvidar.«Es - dijo una - lo que sólo ve una persona ... » ¿Pensaba acaso en ese na-da supremo que sólo percibimos en el ser amado?«Es aquello que no se nota o que se nota demasiado - siguió diciendo -, una tímida confesión hecha en voz baja, que no la oímos o que nos hace estre-mecer.»Un muchacho dijo a su vez: «El matiz es el miedo.» Frase profunda, íntima, porque, en amor, el matiz es una pasarela sobre el abismo.«Es lo que se desliza entre las palabras », continuó con agudeza una mujer. Señora, cuando no existe paso entre ellas, el tono se lo da.«Es – dijo - lo que al mismo tiempo se prefiere y no se ve, la razón de todas las preferencias que tenemos sin pensar en tenerlas.»Esa frase fue la vencedora. ¡El matiz es tan poca cosa para los ojos y tanto para el corazón! Pero en prosa lo dijeron mucho mejor.

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LA FUENTE DE LOS VERSOS

No cambiaría yo los males que he sufrido por las voluptuosidades de los se-res más felices del mundo: el suspiro más hondo es el que logra el verso más hermoso. Gracias, mujer rubia o morena, pérfida o sarcástica. Por voso-tras debo mis estancias a mis lágrimas. Si he aprendido a rimar la profunda emoción, debo mi canto a mis dolores.No cambiaría yo los males que he sufrido por las voluptuosidades de los se-res más felices del mundo. Los corazones se abren generosamente a mi co-razón desgarrado, que reconoce en ellos lo que solloza o murmura, y des-pués que han clamado desde el fondo de su desgracia, él encuentra siempre en sí mismo un grito que les responde: «Debo mi acento a mis dolores.»No cambiaría yo los males que he sufrido por las voluptuosidades de los se-res más felices del mundo. La estrella es más hermosa cuando más cubierto está el cielo.Las cosas de valor no se entregan donde abunda la luz, y el invierno ayuda a sentir los íntimos calores con los que obtengo el clima del Edén que yo fun-do. ¡Debo mi ensueño a mis dolores!

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EL JACINTO

En un jarrón antiguo, descubierto en una tumba exhumada en Grecia, y he-cho de arcilla pura, de cuello esbelto y de exquisita línea, moja su tallo en agua este jacinto, como emblema que se ofrece a los ojos.

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Tiembla en él un anhelo, y el entreabierto bulbo desgarra la seda de su fina envoltura. La raíz se derrama como una cabellera, y la savia ha dorado ya el brote verde.El agua del cielo y la severa elegancia del jarrón lo asisten para abrirse y pa-ra elevar su éxtasis. Él les debe su flor y su alto pedestal.Lo mismo ocurre con la fortuna del poeta inspirado: la exalta un duelo subli-me que nació lejos del barro natal. Y entre las lágrimas germina y crece su poema.

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