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VUITENA LECTURA DE LLENGUA CASTELLANA EN OTRO PUEBLO, LA MISMA HISTORIA… Orioli había vivido siempre en Cochambre, un país pobre y humilde, un lugar donde no existían las riquezas y donde todo el mundo se levantaba temprano para tratar de conseguir un miserable mendrugo, un simple trozo de pan duro que llevarse a la boca. Orioli, un niño curioso y con unas enormes ganas de aprender, escuchaba siempre atento las historias que los mayores explicaban acerca del país vecino, Lingote, un lugar maravilloso donde la pobreza era algo desconocido, un país donde todos los habitantes tenían la suerte de ser monarcas… ¡Y ricos! En ese extraño país vecino repleto de reyes, reinas, príncipes y princesas se había armado la de San Quintín años antes… Los más ancianos de Cochambre explicaban a Orioli que un buen día un campesino se había perdido en el bosque y había ido a parar a ese lugar, donde monarcas vestidos con capa y armiño se habían arrancado literalmente los pelos para conseguir que el visitante fuese su súbdito. Lógicamente, el campesino había puesto pies en polvorosa y los había abandonado al galope, a lomos de su negro caballo. Ese hecho demostraba que con las riquezas no siempre se puede conseguir todo cuanto uno quiere. Orioli quedaba siempre muy satisfecho con los relatos de los más sabios de su pueblo. Al menos, así, pasaba los días de hambruna más entretenido y podía engañar a su estómago vacío y quejumbroso con ratos de diversión. Una tarde, mientras Orioli y su amiga Aya preparaban las galletas de barro para poner perdidos a Carla y a Ricardi en una de esas típicas guerras de fango tan y tan divertidas, Aida, una anciana arrugada y sin dientes que caminaba apoyada en un bastón, se acercó para comunicarles que por fin había rumores frescos en el pueblucho donde nunca sucedía nada. Josefu, el marido de Aida, un hombre de edad avanzada, ciego de un ojo y con una pierna de madera, confirmó la noticia: los

Vuitena lectura de castellà

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Page 1: Vuitena lectura de castellà

VUITENA LECTURADE LLENGUA CASTELLANA

EN OTRO PUEBLO, LA MISMA HISTORIA…

Orioli había vivido siempre en Cochambre, un país pobre y humilde, un lugar donde no existían las

riquezas y donde todo el mundo se levantaba temprano para tratar de conseguir un miserable mendrugo, un

simple trozo de pan duro que llevarse a la boca. Orioli, un niño curioso y con unas enormes ganas de aprender,

escuchaba siempre atento las historias que los mayores explicaban acerca del país vecino, Lingote, un lugar

maravilloso donde la pobreza era algo desconocido, un país donde todos los habitantes tenían la suerte de ser

monarcas… ¡Y ricos!

En ese extraño país vecino repleto de reyes, reinas, príncipes y princesas se había armado la de San Quintín años antes… Los más ancianos de Cochambre explicaban a Orioli que un buen día un campesino se

había perdido en el bosque y había ido a parar a ese lugar, donde monarcas vestidos con capa y armiño se

habían arrancado literalmente los pelos para conseguir que el visitante fuese su súbdito. Lógicamente, el

campesino había puesto pies en polvorosa y los había abandonado al galope, a lomos de su negro caballo.

Ese hecho demostraba que con las riquezas no siempre se puede conseguir todo cuanto uno quiere. Orioli

quedaba siempre muy satisfecho con los relatos de los más sabios de su pueblo. Al menos, así, pasaba los

días de hambruna más entretenido y podía engañar a su estómago vacío y quejumbroso con ratos de diversión.

Una tarde, mientras Orioli y su amiga Aya preparaban las galletas de barro para poner perdidos a Carla y

a Ricardi en una de esas típicas guerras de fango tan y tan divertidas, Aida, una anciana arrugada y sin dientes

que caminaba apoyada en un bastón, se acercó para comunicarles que por fin había rumores frescos en el

pueblucho donde nunca sucedía nada. Josefu, el marido de Aida, un hombre de edad avanzada, ciego de un

ojo y con una pierna de madera, confirmó la noticia: los vigilantes del pueblo, Sanae y Rogeri, habían avistado

una especie de noble montado a caballo que se acercada a las puertas de la muralla.

Todos corrieron apresuradamente hacia el lugar. Una vez allí Britney, la alcaldesa de Cochambre, azuzó a

los guardias para que abrieran las puertas.

Inmediatamente, Orioli y todos los demás habitantes tullidos del pueblo contemplaron, atónitos, como un

rey majestuosamente vestido se aproximaba encima de un corcel blanco, bellísimo.

¡Esa era la oportunidad que siempre habían estado esperando! Tras muchos años de pasar hambre, tras

décadas y décadas de no tener más que sacos viejos para vestirse, tras siglos de extrema pobreza, por fin se

presentaba la ocasión de cambiar de vida.

Júlia, la carnicera que mataba cualquier animal que pillase con las manos, corrió a los pies del aristócrata y

le ofreció una pata desplumada y sanguinolenta de pollo:

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- Majestad… Acabo de desplumarlo. ¡Aún está caliente! ¡Tómelo y lléveme con usted! ¡Quiero ser su

súbdito!

Chaymaa, la herrera que forjaba las herramientas al rojo vivo a cabezazos, se arrastró de rodillas y le

colocó cuatro magníficas herraduras acabadas de sacar del fuego al caballo blanco del monarca. Como era de

esperar, el animal percibió cómo se le achicharraban los cascos y relinchó de dolor amargamente,

levantándose sobre sus patas traseras y enviando al monarca a tres metros de distancia.

Esa fue la señal para que Siham, Alexandra y Maria empezaran a reptar hacia el rey en señal de sumisión,

tratando de llegar hacia su real mano para besársela. El único problema era que esas tres “bellas” lugareñas no

se habían afeitado nunca y tenían más pelos en el bigote y en su barbilla que un mapache. Sonriendo sin

dientes (se desconocía por aquel entonces qué era un dentista), se pegaban puñetazos para tratar de llegar las

primeras hacia el pajar donde el rey había quedado aturdido tras el batacazo que se había llevado al salir

volando de su caballo.

Orioli se divertía lo suyo y se desternillaba de risa. Recordaba las historias que le habían explicado los

ancianos. En el país vecino, en Lingote, todos querían que el caballero perdido fuese su súbdito. Ahora, años

después, en su propio país, en Cochambre, sucedía todo lo contrario: los sucios y malolientes habitantes, sus

propios vecinos, querían convertirse en súbditos del rey.

El monarca se levantó como pudo y corrió despavorido hasta alcanzar a su caballo. Se montó en la grupa

del animal y se huyó al galope.

Tanto en Lingote como en Cochambre, la historia había terminado igual…