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Compasión Organizada Zimnel 1 COMPASIÓN ORGANIZADA, por por por por Zimnel Zimnel Zimnel Zimnel 1. Tahôk D D Dweg knotz est bjhugg! – bramó el Príncipe Valkynaz, el gobernante del plano en el que me encontraba. Literalmente, “traedme esa basura”. Al fin y al cabo, las largas horas de estudio de monolitos y ruinas daédricas en Vvardenfell me habían servido para algo, porque comprendía lo que decía. Dependía de unas pocas pociones para pasar desapercibido y llegar hasta la torre principal de la ciudadela. Me arriesgaba en mi improvisado escondite, agazapado tras un enorme banco olvidado. En el gremio conocíamos los signos y estudiábamos volúmenes y pergaminos casi quemados a causa del lugar del que procedían, los planos abrasadores de Oblivion. Pero no sabíamos casi nada de su sociedad, apenas unas pocas notas sobre una organización de tipo piramidal. Por ese motivo la escena me intrigaba sobremanera. Presenciaba un castigo. Reconocí al reo cuando le vi. Era el dremora guardián del Sigillum Sanguis de la fortaleza daédrica que había amenazado la ciudad de Skingrad. Así que entre ellos también existen penalizaciones y recompensas… También me preguntaba si experimentarían la amarga sensación del fracaso o saborearían la victoria como cualquier etnia. Porque eso eran. Y ahora me daba cuenta. Empecé a distinguir entre machos y hembras, o mejor debería decir, varones y féminas dremora. Pensaban, reaccionaban, pasaban incluso por algún tipo de infancia y eran criados de algún modo. Esta experiencia cambiaba mi modo de ver la guerra por completo. Ya no eran nuestros ejércitos contra hordas de monstruos con el único instinto de matar, sino que nos enfrentábamos contra fuerzas organizadas que formaban parte de una sociedad estructurada. El dremora Kynmarcher apareció con los brazos apresados por dos guerreros Markynaz que llevaban la característica armadura daédrica negra veteada de rojo casi completa, pues se habían quitado el casco. Él llevaba solamente la túnica negra de mago y un báculo colgado a la espalda. Quería ver la escena más de cerca, me sentía arrastrado hacia el suceso que presenciaba por completo accidente, así que me camuflé lo suficiente para pasar inadvertido utilizando la columna que tenía a tan sólo unos metros. Avancé muy lentamente y pegué el cuerpo a la piedra, que pareció latir a mi contacto. Decididamente, casi todo en esta tierra estaba vivo. Tomé una posición cautelosa y estiré el cuello para ver la cara del Kynmarcher. Me quedé helado. El dremora estaba asustado. Pude ver en sus ojos la certeza de la muerte tras un castigo ejemplar. ¿Qué tipo de penas se infligirían entre ellos? Por una parte, no quería ni pensar qué clase de atrocidades podía cometer esta raza en sus dominios, aunque ya había visto con creces qué era capaz de hacer en los nuestros. Los Markynaz seguían aferrando al preso, quizás le matarían allí mismo, pero de momento sólo le inmovilizaban. Como si esperaran algo. Otro Markynaz apareció en escena, un mago de rango superior. Portaba una botella de color verde oscuro. El Kynmarcher tenía los ojos muy abiertos y las pupilas fijas en el recipiente que le tendía su superior de gremio. ¿Iban a envenenarle? Un procedimiento demasiado refinado, me parecía a mí. Esperé.

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Novelización del primer capítulo que escribí al salir al mercado Oblivion, de Bethesda. Nunca lo he considerado fanfiction porque considero "la novela no oficial de Oblivion que algún día terminaré".

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COMPASIÓN ORGANIZADA, por por por por ZimnelZimnelZimnelZimnel

1. Tahôk

–DDDDweg knotz est bjhugg! – bramó el Príncipe Valkynaz, el gobernante del plano en el

que me encontraba. Literalmente, “traedme esa basura”. Al fin y al cabo, las largas horas de estudio de monolitos y ruinas daédricas en Vvardenfell me habían servido para algo, porque comprendía lo que decía. Dependía de unas pocas pociones para pasar desapercibido y llegar hasta la torre principal de la ciudadela. Me arriesgaba en mi improvisado escondite, agazapado tras un enorme banco olvidado. En el gremio conocíamos los signos y estudiábamos volúmenes y pergaminos casi quemados a causa del lugar del que procedían, los planos abrasadores de Oblivion. Pero no sabíamos casi nada de su sociedad, apenas unas pocas notas sobre una organización de tipo piramidal.

Por ese motivo la escena me intrigaba sobremanera. Presenciaba un castigo. Reconocí al reo cuando le vi. Era el dremora guardián del Sigillum Sanguis de la fortaleza daédrica que había amenazado la ciudad de Skingrad.

Así que entre ellos también existen penalizaciones y recompensas… También me preguntaba si experimentarían la amarga sensación del fracaso o saborearían la victoria como cualquier etnia. Porque eso eran. Y ahora me daba cuenta. Empecé a distinguir entre machos y hembras, o mejor debería decir, varones y féminas dremora. Pensaban, reaccionaban, pasaban incluso por algún tipo de infancia y eran criados de algún modo. Esta experiencia cambiaba mi modo de ver la guerra por completo. Ya no eran nuestros ejércitos contra hordas de monstruos con el único instinto de matar, sino que nos enfrentábamos contra fuerzas organizadas que formaban parte de una sociedad estructurada.

El dremora Kynmarcher apareció con los brazos apresados por dos guerreros Markynaz que llevaban la característica armadura daédrica negra veteada de rojo casi completa, pues se habían quitado el casco. Él llevaba solamente la túnica negra de mago y un báculo colgado a la espalda. Quería ver la escena más de cerca, me sentía arrastrado hacia el suceso que presenciaba por completo accidente, así que me camuflé lo suficiente para pasar inadvertido utilizando la columna que tenía a tan sólo unos metros. Avancé muy lentamente y pegué el cuerpo a la piedra, que pareció latir a mi contacto. Decididamente, casi todo en esta tierra estaba vivo. Tomé una posición cautelosa y estiré el cuello para ver la cara del Kynmarcher. Me quedé helado. El dremora estaba asustado. Pude ver en sus ojos la certeza de la muerte tras un castigo ejemplar. ¿Qué tipo de penas se infligirían entre ellos? Por una parte, no quería ni pensar qué clase de atrocidades podía cometer esta raza en sus dominios, aunque ya había visto con creces qué era capaz de hacer en los nuestros. Los Markynaz seguían aferrando al preso, quizás le matarían allí mismo, pero de momento sólo le inmovilizaban. Como si esperaran algo. Otro Markynaz apareció en escena, un mago de rango superior. Portaba una botella de color verde oscuro. El Kynmarcher tenía los ojos muy abiertos y las pupilas fijas en el recipiente que le tendía su superior de gremio. ¿Iban a envenenarle?

Un procedimiento demasiado refinado, me parecía a mí. Esperé.

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Empecé a sentirme incómodo e impaciente, pero por suerte toda la atención

daédrica estaba fija en el preso. No tenía ni idea del tipo de sensaciones que podían experimentar los que presenciaban cómo se castigaba a un igual, pues la mayoría de convocados eran Kynmarcher, Caitiff y Churl, éstos últimos, dremora menores.

El Kynmarcher hizo ademán de apartar la cabeza hacia un lado, como si quisiera retrasar lo inevitable. El mago Markynaz le agarró el pelo con fuerza y le tiró la cabeza hacia atrás. Acto seguido, destapó la botella y estrelló el cuello del recipiente contra la dentadura del Kynmarcher, obligándole a tragar el contenido maldito. La multitud estaba ahora en silencio. Esperaba la reacción del penado. Ésta no tardó en manifestarse.

El líquido pareció abrasar la garganta del dremora y su cuerpo se convirtió en un repentino saco de espasmos. Sus captores le agarraban con fuerza para no dejarle caer. Las convulsiones eran cada vez más fuertes; le castigaban el organismo de una forma que reconocí. Los Markynaz intentaron inmovilizarle mejor para que el reo pudiera mantener la vista más o menos fija hacia el frente entre convulsión y convulsión. –Shatze dasshahk! Khirl!– El Valkynaz me confirmó la primera parte de la sentencia. Vislumbré la atrocidad que seguiría al silenciamiento del mago. Se le condenaba a una muerte en combate desigual. –Dehetz… – Con esta orden le desposeían del báculo que rompieron ante sus ojos. Le humillan antes de acabar con él.

No podía moverme. Estaba paralizado y con la vista fija en la víctima. Aunque no me lo podía creer ni yo, empezaba a sentir rabia por lo que le hacían. Sentía pena por un enemigo, por un siervo del señor daedra que quemaba nuestras ciudades y enviaba a sus demonios a través de los portales que infectaban nuestra hermosa tierra. ¿O era compasión por un miembro de una sociedad recién descubierta, por un ser al que acababan de desposeer de toda dignidad? No lograba ordenar mis pensamientos y, ni mucho menos, darles coherencia.

Los espasmos se redujeron y una línea fina de sangre manó de la comisura del labio del castigado. El veneno le aturdía y le emborronaba la visión. Los Markynaz que le apresaban se pusieron en marcha y le obligaron a caminar a su ritmo. Le llevaban hacia el lugar de su último combate. Las rodillas del Kynmarcher se doblaban y apenas podía articular dos pasos sin caerse. Se habría desplomado en el suelo si no le hubiesen agarrado tan fuerte y si no estuviesen tirando de él. La congregación les seguía encabezada por el príncipe Valkynaz, el único en lucir una capa larga negra con vetas rojas y un casco coronado con rubíes engastados sobre bases circulares de oro. Los pasos metálicos resonaban por la estancia y pensé rápidamente en el modo más discreto posible de seguirles. Maldita sea. Iban hacia abajo. Primero, yo no tendría que estar aquí y, segundo, no debería estar haciendo esto. De

acuerdo, estoy desperdiciando recursos para aumentar mi conocimiento sobre la

sociedad dremora…

¿Era sólo eso? Por supuesto que no.

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Tenía algo en mente. Era como si Sheogorath, el patrón de la locura, hubiese

depositado esa idea en mi cabeza. El dios daedra de la locura estaba presente en mis actos. Quería sacarle de allí, evitar que ese ser muriera de aquel modo. Un mago silenciado no era nada. Un mago desposeído de su báculo, aún menos.

Inspiré. Desaté una de las costosas pociones de invisibilidad del cinto. Fruncí el ceño, pero no tenía más tiempo para reproches. Bebí y esperé. Me quité el anillo y lo guardé en un bolsillo. Las líneas de mis manos, escudo y armadura comenzaron a desdibujarse. Me embargó una ligera sensación de ahogo y sentí un cosquilleo en los dedos. Ya no era visible para nadie. Ni para mí mismo. Seguí la procesión que descendía apresuradamente por el túnel. Distinguí el sonido sordo de las botas que se arrastraban penosamente entre el estruendo de pasos metálicos. Me adherí al extremo izquierdo del túnel. La poción era un verdadero éxito. Pasaba al lado de decenas de dremora sin ser detectado. Una pizca de vanidad se apoderó de mí hasta que volví los ojos hacia el príncipe Valkynaz. Había detenido la marcha.

Uno de los guerreros accionó el pesado mecanismo que abrió un panel en el extremo del corredor. Nos adentramos en un estadio macabro. Me esforcé para frenar la bilis que se empeñaba en escalar mi garganta. La visión de los cadáveres en descomposición y el olor que procedía del centro y los lados de la Arena me hizo dar un paso hacia atrás. No quería estar allí, pero debía. Dos arqueros lanzaban flechas con fuego a las masas de carne más voluminosas. Tres magos reducían a polvo los huesos apilados a los lados. Limpiaban el escenario antes de comenzar la función. Qué considerados.

El plan que se había gestado en mi cerebro cobró forma cuando vi el muro interior del estadio. Un pequeño muro circular que dejaba una distancia de unos tres palmos y medio respecto a la pared. Localicé los agujeros destinados a las canalizaciones, demasiado pequeños para colarnos por ellos… Con un hechizo de telequinesia en el momento adecuado quizás tuviera una oportunidad.

Arrodillaron al reo ante el Valkynaz y le forzaron a alzar la vista hacia su superior. Los ojos enturbiados por el veneno miraban al infinito, atravesando la materia que le costaba percibir. El Valkynaz se inclinó hacia él y extendió las uñas afiladas, negras como sus pensamientos. Profirió un sonido similar al siseo de los bífidos y marcó dos finas líneas rojas en el rostro del Kynmarcher. Una en cada mejilla. Las sutiles marcas sangraron débilmente. Era el estigma del condenado a morir en combate, las primeras heridas recibidas por la mano de un representante de su dios. Aún no habían terminado con la ceremonia. No entendía por qué era tan extensa. El reo debía ser alguien especial, pero no conseguía atar cabos. Hice memoria de mi combate con él en la sala del Sigillum Sanguis. El guardián había caído inconsciente bajo un potente hechizo de parálisis combinado con una descarga de fuego.

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Mi prioridad durante la misión en la fortaleza instalada en las inmediaciones de

Skingrad había sido apoderarme de la llave de la sala principal y tomar la piedra Sigil que daba vida al portal que mantenía unido el plano de Oblivion con nuestro mundo. Aquel mago dremora era el guardián de la sala, el poseedor de la llave que sobrevivió a mi ataque… Pero un simple Kynmarcher no podía ser el principal responsable de aquella fortaleza porque ese honor les correspondía a los Markynaz de alto rango. A menos que… La idea pasó fugazmente al pensar en mi propia iniciación.

Los gritos de la multitud me devolvieron a la realidad del estadio. Un Xivilai se abrió paso entre los presentes. Llevaba una gran espada claymore de ébano con una sola mano y un símbolo metálico en la otra. Depositó el objeto con un cuidado difícil de esperar en la naturaleza brutal de la criatura. Sujetó el cuello de la túnica del condenado y tiró. Con la espada convirtió el desgarro en un corte limpio que dejaba la espalda del Kynmarcher al descubierto.

Revisé el contorno de mi cuerpo. La poción aguantaría un rato más, pero me costaba precisar cuánto. El Xivilai se inclinó respetuosamente ante el príncipe Valkynaz y se volvió para recuperar el símbolo de acero que había tenido en las manos hacía tan sólo un momento. Enfundó la claymore en la vaina y extendió el símbolo hacia uno de los magos que habían limpiado la Arena. Éste abrasó el metal con un conjuro de llama rápida. No me costó imaginar qué venía a continuación. Con el símbolo al rojo vivo se dirigió hacia el Kynmarcher. Los magos comenzaron a golpetear el suelo rítmicamente con sus báculos. ¿Era una despedida? ¿O una maldición? Jamás lo sabría. El Xivilai hundió el metal candente bajo los omoplatos del reo y me pregunté si esto no despertaría la consciencia del penado y si el veneno era tan fuerte como para mantenerle silenciado hasta el momento del combate.

El grito del Kynmarcher fue una mezcla de rugido y borboteo, pues la sangre se agolpó en su boca amortiguando el sonido. Al retirar el metal, el Xivilai repitió la reverencia y se retiró hacia el fondo de la sala, colocándose al lado de la puerta. Pronto lanzarían al condenado a la Arena. Sin magia y sin armas. Drogado y marcado como un animal. No podía permitir que la rabia y la impotencia que sentía en ese momento echaran la espera a perder. Iba a hacerlo. Le sacaría. Entonces me encomendé a Sheogorath, a Vivec y Azura para que velaran por mí una vez más. Sólo una más.

Me acerqué todo lo que pude al borde del muro de la Arena. Caminé sigilosamente, examinando el suelo casi a cada paso para evitar perniciosos crujidos bajo mis botas. Inspiré y me concentré en el conjuro de telequinesia. Debía prepararlo con tiempo para que surtiera el efecto deseado… La verja de la Arena se abrió con estrépito. El acero oxidado se deslizaba para descubrir una figura descomunal.

El rugido del daedroth inundó el estadio. La bestia lucía un grillete encantado en una de las voluminosas patas. La extensión de la cadena estaba calculada para que el daedra pudiera moverse por la Arena sin problemas. El monstruo repitió el bramido y mostró la increíble dentadura que le daba fama. Las sierras que eran sus fauces se prolongaban hacia una garganta tan profunda como un pozo de inmundicia. El animal podría compararse a un lagarto sobredimensionado puesto de pie, con una cola capaz de barrer a diez hombres sin dificultades.

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Los Daedroth eran los daedra más primitivos y bestiales. Obedecían a los

dremora por naturaleza y, los que alcanzaban tamaños superiores a los previstos, se destinaban a lugares específicos como el espacio en que me encontraba ahora. Un estadio para los condenados a muerte convertidos en alimento de una bestia de pesadilla. Los Markynaz se acercaron a la Arena con el condenado. Me situé justo detrás del grupo para localizar la puerta del muro que daba paso al lugar del combate. Uno de ellos colocó la mano enguantada en la piedra y pronunció un hechizo de apertura que podría recordar. El otro se adentró unos segundos en el espacio circular y lanzó el preso a la Arena. Al salir, invocó una daga que dejó en el suelo. Me quedé al lado de la puerta del muro que estaba de nuevo cerrada y tan invisible como yo. Empecé a concentrarme en el hechizo de telequinesia. Me llevaría un poco de tiempo conseguir uno fuerte y lo necesitaba.

La bestia dio unos pocos pasos hacia adelante, quería saborear cada momento de la caza. El Kynmarcher percibió el destello del arma invocada. Conocía el hechizo y también su temporalidad. Se puso de rodillas y avanzó a gatas hacia la daga. El daedroth le seguía con la mirada. Sabía que el mago no estaba en condiciones y que no era rival para él. Pero en ese momento no necesitaba luchar, sino saciar su apetito, así que su espíritu combativo no resultaría herido. Seguí concentrándome… no podía seguir el desarrollo del desesperado combate que se libraba a pocos metros de mí. Oí un rugido, un golpe seco y luego otro ruido, el de un cuerpo desplomándose en el suelo. Escuché la respiración acelerada del Kynmarcher. Era evidente que el daedroth jugaba con él. Los pasos del monstruo resonaron en mi organismo, retumbaron en mi cerebro como una maldición. Se me acababa el tiempo.

Distinguí un zarpazo en el aire, un golpe sordo y un grito ahogado en sangre. El hechizo estaba casi a punto, visualicé cada uno de los caracteres que lo formaban y avancé despacio bordeando el muro hacia la parte trasera. El punto ciego vital para el desarrollo de mi plan. Di un nuevo repaso mental a los símbolos y los tracé mentalmente, uno por uno. Al llegar al último me descubrí. Vislumbré el cuerpo maltrecho del Kynmarcher. ¿Había tardado demasiado? Tenía que arriesgarme y continuar. El hechizo cobró forma y el rayo anaranjado cruzó la Arena hasta encontrar el cuerpo cubierto de sangre del reo. Lo rodeó y lo alzó a mi voluntad. Acto seguido lancé un segundo hechizo, aprendido en mi tierra natal, Vvardenfell. El segundo rayo también alcanzó al dremora y le borró de la vista de los sorprendidos presentes, que vislumbraron unas pocas líneas de mi figura durante un instante. Los magos no tardaron en lanzar sus hechizos de detección. Mientras se concentraban, tomé la última poción de camuflaje del cinto, bebí, y dirigí el cuerpo del dremora hacia el interior del cubil del daedroth. Salté hacia la Arena y pasé justo al lado de la confundida bestia, la más adecuada para cubrir la huida. Era enorme y un blanco estupendo para despistar los hechizos de detección. Cobijado por la oscuridad, aproveché los siguientes segundos para lanzar un hechizo de pluma sobre el dremora, no quería arrastrarle penosamente y arruinar la escapada. Sin un instante para comprobar su estado, cargué con él y noté que estaba tibio.

Cinco dremora Caitiff entraron en el refugio, pero cuando inspeccionaron el lugar ya nos encontrábamos lejos de ellos, chapoteando en la única salida de agua que nos llevaría lejos de la Arena. Camuflé el orificio por el que nos habíamos colado con un hechizo de ilusión de alto nivel que casi me había agotado. Los magos tardarían el tiempo justo en desactivar el falso muro que se alzaba delante de la entrada de agua. Las rejas habían sucumbido ante la poción de ácido que llevaba en el cinto. Me acababa de meter en un lío tremendo. No completaría la misión que me habían confiado y tendría que dar muchas explicaciones en la Universidad Arcana.

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2. Atehak Maldito seas. Estate quieto de una vez.

El Kynmarcher ya se había acostumbrado a mi presencia. Intentaba un amago de sonrisa cada vez que entraba por la puerta de la estancia de FrostCrag Spire que le había habilitado. La expresión de su cara había cambiado mucho. Con los ojos cerrados y sin esos cuernos podía pasar por uno de los míos tras haber sufrido una enfermedad. No tenía modo de saber su edad, pero no parecía mayor que yo.

Me acerqué con la habitual bandeja de médico de los últimos días. Tenía que sacarle todo el veneno que había ingerido a base de sangrías y brebajes purgantes. No era agradable, pero no había proferido una sola queja. Simplemente, se dejaba hacer. Se incorporó para sentarse. No le gustaba estar mucho tiempo echado y se sentaba siempre que podía. Aunque se recuperaba rápidamente, yo no le dejaba levantarse porque sus articulaciones estaban muy afectadas. Un humano o un elfo no habrían aguantado dos días después del envenenamiento. Quería convencerme de que mejoraba articulando los brazos, cogiendo cosas (que casi siempre se le caían)… Más de una vez le había encontrado en el suelo quieto, intentando comprender por qué no podía levantarse. Tardaría otra semana en poder hacerlo. Probé de explicárselo y, aunque yo le entendía, me costaba expresarme en su idioma. Jamás podría vocalizar del mismo modo que él y, en consecuencia, comprendía la mitad o menos de lo que intentaba meterle en su maldito cerebro daédrico. ¿Quién me mandaba a mí meterme a semejante individuo en casa?

Aún soy más imbécil de lo que pensaba.

–Dei est mehek…

Me pedía que le dejara aplicarse las sanguijuelas. Literalmente, “Déjame a mi”. Mi comprensión de su lengua había mejorado considerablemente desde hacía casi un ciclo de Secunda. Me senté a su lado en la cama, me había dado cuenta que eso le reconfortaba. Verme siempre de pie debía frustrarle. Retiré las sanguijuelas muertas de sus piernas. Para mi sorpresa, una de sus rodillas dio un respingo. ¡Otra mejora inesperada! Articuló lentamente una pierna, luego la otra… la euforia empezó a apoderarse de él. Me miró extasiado buscando mi aprobación. Cómo iba a negársela.

Le ofrecí un brazo y le ayudé a incorporarse. Dio dos pasos y una de las piernas le falló. Por poco nos caemos los dos. Su carácter visceral me exasperaba. Faltos de equilibrio, hizo una segunda intentona. Dimos tres pasos más en los que casi nos matamos. Era como intentar atrapar una ráfaga de viento. Hacía las cosas cuando le parecía.

Y como no hay dos sin tres, le puso demasiado ímpetu al tercer intento y acabamos en el suelo. Nos habíamos llevado con nosotros la bandeja, dos taburetes, una jarra llena de vino añejo de Tamika y un cuerno de minotauro. Le oí reír por primera vez. Una carcajada sonora inundó la habitación. No pude evitarlo y me contagió la risa. Aunque estaba enfadado por la imprudencia que acabábamos de cometer, la situación no podía ser más absurda. Un dunmer y un dremora en el suelo manchados de vino caro. Desde que me encomendé a Sheogorath en ese estadio, creo que no he dejado de complacer al dios.

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3. Loredas

Aturdido, me levanté y le ofrecí la mano para ayudarle. La aceptó porque sus

articulaciones funcionaban a medias y quería evitar una segunda caída. Logré sentarle en una de las sillas y examiné la pierna. Su capacidad de recuperación no dejaba de asombrarme. Al levantar la vista hacia él, me esquivó. ¿Estaría avergonzado? ¿Podía sentir vergüenza el ser en el que ya había advertido retazos de sensibilidad? No podía asegurarlo. Pero ahí estaba, observando el desbarajuste, quizás molesto por haberlo organizado. A los pocos segundos yo también me avergoncé. No conocía su nombre. La huida desde la fortaleza había sido frenética. Mis recuerdos consistían en fragmentos fugaces que se resistían a ser atrapados y examinados. No lograba ordenarlos, y la visión del pergamino sellado con lacre dorado que tenía en la mesilla no me ayudaba. No necesitaba abrirlo para saber qué era. Una convocatoria de la Universidad Arcana. Una petición para que asistiera a una reunión extraordinaria del Consejo y les trajera al que consideraban mi cautivo.

Intenté concentrarme, pensar en los hechos y en cómo habían ocurrido para narrarlos de forma consistente ante el Consejo. Mis vacilaciones, dudas y lagunas no le ayudarían en nada. Tampoco estaba seguro de qué trataba de proteger. Su vida… ¿o mi fracaso? Sea como fuere, no podía eludir tamaña responsabilidad.

Y antes que nada, tenía que encontrarle un nombre. Un maldito nombre. En mi oficio jamás faltaban las palabras. Las encontraba bajo todas sus formas. Vetustos volúmenes encuadernados; pergaminos atados, metidos en abarrotados estantes que pedían a gritos un poco de orden; tablas esculpidas con signos nacidos en tiempos remotos; símbolos que desafiaban el paso del tiempo en viejos y desgastados cantos pulidos… Había tenido todas las palabras del mundo hasta ahora, en el momento en que necesitaba una sola. Un nombre. Lo intentaría de nuevo. Le preguntaría otra vez, aunque no esperaba obtener una respuesta inmediata. Dos palabras resonaron en la habitación: –Cinta… una. Me quedé donde estaba, sentado, con los ojos muy abiertos. No esperaba oírle hablar cirodílico tan pronto. –Atar… mi pelo.- Se señaló la melena desordenada y entonces comprendí.

Me levanté de un salto y con la cabeza poco despejada. De hecho, no debía extrañarme tanto, también él había seguido el camino de las Artes, y había estado inconsciente poco tiempo. Cuando no dormía, me pedía libros de las estanterías que nos rodeaban. Cualquier cosa. Lo devoraba hasta que el dolor o el sueño le impedían seguir. Cuando me preguntaba, lo hacía en función del humor de ese día. Podía apabullarme con copiosas preguntas en perfecto daédrico, por supuesto, o señalar reticente una palabra o frase concreta que le traducía al poco rato con la mejor intención. Hasta ahora no me había mostrado sus progresos y había llegado el momento de tomar decisiones.

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Le tendí una cinta azabache que encontré en un cajón de la mesilla y él ató los voluminosos mechones rojos y negros. Me acerqué al armario más cercano a la mesilla y elegí una túnica grisácea y unas botas de cuero. Dejé la túnica sobre sus rodillas y las botas al lado de la silla.

–Est ehetz. – “Son tuyos” –No, te los regalo. –Iinthai.

Era lo que me decía cuando no me entendía. La palabra para designar un obsequio era casi imposible de encontrar en los textos daédricos. Durante las largas horas de estudio sólo había encontrado referencias a regalos de su dios que no conocía. Le enfundé las botas para que me comprendiera. Acto seguido se colocó la túnica y se ajustó el cinto. Me recordó al aspecto que tenía aquel día, ante el príncipe Valkynaz, antes de que comenzara la ceremonia. Pero la persona que tenía ahora ante mí era completamente distinta, libre y con toda una vida por delante. Una vida que tendría que justificar ante el consejo. Sólo faltaba un elemento. El objeto que le devolvería su identidad y alma de mago. Un nuevo báculo. Para eso tendríamos que bajar al almacén de la torre. No tenía madera virgen ni tiempo para forjar uno, así que tendría que apañarme con el más decente que encontrara entre los bastones mágicos que poseía. –Bajamos. – Le dije con calma para que no lo interpretara como una orden. –Falta algo. – Añadí con una ligera sonrisa. Tenía que utilizar pequeñas frases para que se acostumbrara a utilizar el idioma que estaba aprendiendo a marchas forzadas y mezclar de vez en cuando palabras en el suyo para aligerar la conversación. Negó con la cabeza y se levantó despacio, apoyándose en el respaldo de la silla. Se acercó a la mesa de trabajo y tomó un pergamino desenrollado que me había pedido el día anterior. Me acerqué intrigado. ¿Qué intentaría decirme? –Nombre… no hay. – Frunció el ceño y se pasó una mano por la barbilla, intentando encontrar la palabra adecuada para transmitir su mensaje. No entendía por qué no me decía su nombre. Era algo sencillo que facilitaría enormemente la comunicación. Se había negado a decirlo desde el primer día y ahora reclamaba uno. No entendía nada. –Nombre muerto, en Oblivion. – Se puso una mano en la espalda. –Marca de muerto. – – ¿Tu nombre murió en la fortaleza? Asintió y leí el pesar en los ojos llameantes que había aprendido a odiar en su raza. Al fin empezaba a contestar a mis preguntas, aunque sus respuestas manaban como la sangre de una herida que nunca se cura. –Impedir combate. ¿Por qué? Me quedé helado. Realmente no sabía qué responder. ¿Por qué le había sacado de allí? No lo sabía ni yo. –Eso no era un combate, sino una ejecución y lo sabes bien. –Hay guerra. – Siguió. –Fracasos son castigo, expulsión de Oblivion con muerte. Y olvido. –Jamás podrás volver con los tuyos… – Más que hablarle, pensaba en voz alta. Empezaba a decirle frases complejas y dudaba que me comprendiese por completo.

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–Buena batalla en Sigillum Sanguis. Muerto allí, ahora con mi dios. – ¿No deseas la vida? –Dios dado vida. Dado magia, y guerra. – Se volvió hacia la ventana y apoyó los brazos en el saliente. –Muerto en Oblivion. Tú dado vida otra vez. Aquí. –

Comencé a comprender la naturaleza del cambio que se había operado en el Kynmarcher. El veneno que le habían suministrado era más complejo de lo que supuse cuando vi las reacciones que le provocó en la fortaleza. Además de inhabilitar su magia, había borrado su conexión con Oblivion por completo. Desubicado, asumía la torre como un nuevo lugar de nacimiento; aunque conservaba sus recuerdos, no se sentía ligado a los planos en los que reinaban los príncipes Valkynaz y Mehrunes Dagon. La conexión con el dios y con sus superiores estaba quebrada, rota para siempre. –Antiguo nombre borrado con marca. Aún quema. – Me miró decidido a hacerse entender aunque le costara. –Otra vida. Otro nombre. Éste. – Se acercó pergamino en mano y la uña bruna marcó el día en que le encontré. Levanté la vista del pergamino y articulé la palabra: –Loredas…

Esbozó un amago de sonrisa, la satisfacción dibujada en su rostro. Plantó una rodilla en el suelo trabajosamente y eligió su idioma para responderme: –Okhûj khatth. – “Hasta la muerte”. –Está bien. Entonces, ya no hay marcha atrás. – Sin saber muy bien por qué lo hice, completé el improvisado ritual colocando la palma de mi mano derecha sobre su cabeza y el extremo de mi báculo sobre su hombro izquierdo. Una pequeña luz dorada brilló durante breves instantes antes de extinguirse. –Levántate, Loredas. A partir de hoy eres miembro de mi casa. De algún modo, sabía que esto era lo correcto. Presentí que él ya no pondría reparos a la visita en el almacén cuando se levantó con el ánimo renovado. –Ahora, ¿bajar? Asentí y le tendí el brazo para ayudarle a caminar. Muy pronto podría apoyarse en su propio bastón.

Descendimos por las empinadas escaleras de caracol sin prisa, observando el vaivén de la luz anaranjada sobre la piedra. Nuestras pisadas perezosas resonaban por el hueco de la escalera. Por él se colaba un mortecino haz de luz que me indicaba el fin de la jornada. Silencio y paz. Inhalé cada fracción de estas sensaciones y las saboreé. No volvería a hacerlo durante un tiempo. La base de la torre era más fría que las secciones altas de la construcción. Imperturbables paredes de hielo conjuradas sabiamente mantenían el contenido de múltiples cofres en perfecto estado. El autor del edificio había asegurado la perdurabilidad de sus bienes. Unas posesiones que había dejado intactas vista la naturaleza de la torre, que emanaba magia por todos los costados. Había examinado cuidadosamente cada uno de los arcones con detectores de hechizos y sólo utilicé los que me parecieron seguros. Curiosamente, estaban vacíos. Mi título de propiedad era relativamente reciente, así que no había tenido tiempo de atiborrarlos. El lugar era espacioso y estaba iluminado por tenues e inofensivos fuegos fatuos que se apartaban con gracilidad a nuestro paso. Llegamos a una de las esquinas del almacén.

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Abrí el armario caoba donde se encontraban mis bastones y los examiné uno por uno. Este no, este tampoco… siempre me había costado decidirme con los objetos encantados. Y un báculo era algo importante, maldita sea. Volví a cogerlos, y esta vez dediqué un poco más de tiempo y concentración a cada bastón, para sopesar si el hechizo que contenía era adecuado o no. Vaya. Cómo no se me había ocurrido antes. No hacía falta ser muy original para adivinar qué era lo más adecuado para un mago de batalla entrenado en el arte de la destrucción. Tomé el báculo y se lo ofrecí con un gesto rápido. Cuanto más lo pensara, peor. Lo sostuvo con ambas manos. Sin duda, era distinto al que había poseído, pero el hechizo… –Fuego. –Examinó la madera y se colgó el báculo a la espalda. –Sus llamas abrasar tus enemigos. –Eso espero, amigo. Eso espero. Ahora debemos descansar. Mañana nos espera un día duro.

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4. Concilium

Los primeros rayos de sol se reflejaron sobre la piedra blanquecina del

imponente pináculo, un material tan antiguo como el continente trabajado por los mismísimos Ayleid, los constructores de la urbe que hoy preside Cyrodiil.

La torre de la Universidad Arcana se alzaba ante nosotros y en su interior nos esperaba el Concilio en pleno, los cargos más elevados del gremio de magos que decidirían mi futuro y el de Loredas.

El viaje había durado unos pocos segundos. Viajar mediante la magia no acostumbraba a sentarme bien, pero en esta ocasión la discreción merecía la desagradable sensación de mareo y pérdida de equilibrio de la que mi compañero se burlaba graciosamente, la sorna y la complicidad pintadas en la mirada. Le había pedido que se cubriera con la capucha.

Una llegada mágica no pasa desapercibida. Mi presencia no era una sorpresa. La suya hubiera despertado alarmas innecesarias. Aunque Traven me había ofrecido transporte directo al interior de la torre,

rehusé amablemente. El archimago me apreciaba, pero ese sentimiento no era compartido por ciertos miembros del consejo. Y era mutuo. Algunos afiliados al gremio no estaban dispuestos a aceptar las limitaciones impuestas recientemente por Traven, como la prohibición del estudio y la práctica de la nigromancia. Las Artes son embelesadoras y traicioneras; dedicamos nuestras vidas a ellas y

entregamos la existencia al conocimiento sin esperar nada a cambio, hasta que

cambiamos tanto que apenas podemos distinguir nuestro reflejo.

Estas afirmaciones le habían ganado muchos enemigos y mis sospechas me habían llevado siempre al corazón del gremio...

Mis pasos debían ser firmes. A partir de ahora tenía que mantener una posición que no podía abandonar de ningún modo. Aceleré la marcha. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas. El eco reverberó y ascendió hasta perderse en la oscuridad más absoluta. Nos adentramos en la sala de recepción. El lugar que había visto tantos ascensos y felicitaciones se convertía ahora en la antesala del singular Concilio que estaba a punto de comenzar. Utilizamos el único transportador que nos llevaría a la sala de juntas, un habitáculo que no era mayor que el ancho de la torre, pero que se había habilitado especialmente para la ocasión. Atravesaríamos un portal para entrar en la sala del Concilio, una magna pieza circular rematada por una cúpula nívea de la que pocos conocían el emplazamiento real; según la versión más extendida, unas antiguas ruinas Ayleid que conectaban con la torre de la Universidad Arcana a través de un laberinto.

Se habían dispuesto los sitiales para los asistentes, una butaca para el archimago y un sillón adjunto para su agregado. Loredas y yo entramos casi los últimos y ocupamos nuestro lugar en el centro de la pieza, donde se realizaban las peticiones… o se juzgaban conductas consideradas impropias o muy dañinas para la continuidad del gremio. Todas las miradas se clavaron en nuestras figuras. Evaluaron y sacaron sus conclusiones y juicios, miraron de soslayo al archimago y a su agregado. Raminus Polus susurraba al oído de Aníbal Traven. No me atreví a lanzar un hechizo de escucha aquí, pero estaba seguro que Loredas sí les había oído. Aún no se había descubierto el rostro, pero pronto debería hacerlo.

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Las manos ocultas entre las mangas de la túnica ocultaban el color de su piel. Él tampoco parecía tener prisa por mostrarse. Traven se levantó y alzó una mano. El Concilio había empezado.

–Miembros del consejo y asistentes. Bienvenidos. Se os ha convocado de forma extraordinaria a causa de un motivo de extrema urgencia. Uno de los miembros más preciados de este gremio ha regresado de territorio enemigo con algo más que información y una joya-sello. Regresar sin la joya es sinónimo de más enemigos, pues el portal sigue abierto, pero nos ha traído una muestra viviente de su estancia en ese lugar. Nos corresponde escucharle y tomar una decisión acertada en consenso. Mi agregado distribuirá la palabra entre los asistentes. Caranya fue la primera en reclamarla. La elfa se irguió y miró al archimago, inclinándose respetuosamente.

–Archimago, como miembro de pleno derecho del Consejo, sugiero que nuestro invitado se descubra, pues en la sala nadie más oculta el rostro…

Traven asintió y Raminus se adelantó hacia el centro de la sala. Me saludó con una ligera inclinación y una mano cubriendo el puño cerrado de la otra, como acostumbramos en el gremio. Correspondí al saludo y… también Loredas lo hizo. Aprendía muy rápido. Vi las pupilas de Raminus empequeñecerse al vislumbrar las manos rojizas sombreadas de negro. No hizo falta que dijera nada más. Se retiró la capucha con ambas manos y miró hacia el frente, casi directamente hacia Traven a pesar de la distancia. Un murmullo de admiración y sorpresa reinó en la sala circular. No todos los asistentes conocían la naturaleza del particular invitado.

Raminus retrocedió un paso intuitivamente y contuvo el miedo. Había visto decenas de dremora, pero este era el primero que se encontraba cara a cara y quizás también el único con quien podría hablar. Como todos los que transitaban el camino de las Artes, Raminus era más curioso que miedoso, por ello sostuvo la mirada a Loredas. Después se dirigió hacia mí.

–Dartz. Estamos perdiendo la guerra contra Mehrunes Dagon. Es un hecho que conoces bien. Hasta el momento se han podido contener los ataques. Muchos miembros de este gremio, tú entre ellos, habéis contribuido a frenar la invasión que procede de los planos infernales con valor, conocimientos y también sangre. Has traído a un miembro que pertenece a nuestro enemigo, un guerrero que ha arrebatado la vida a muchos de los nuestros. No tiene el aspecto de un prisionero. Debes explicar su presencia y también tu intervención en la fortaleza daédrica. Los asistentes desean realizar múltiples cuestiones, tienen dudas y no podemos culparles. Se te concede la palabra.

–Agregado. Conozco la naturaleza del lugar en que nos encontramos. Nuestros correligionarios sólo han puesto el pie en esta sala magna para juzgar crímenes de guerra o exculpar a aquéllos que creían inocentes a través de medios justos. También conozco la naturaleza de mi invitado y actual miembro de mi casa. Antes de continuar, deseo exponer que el ser que tenéis ante vosotros ha sido modificado. Su esencia, memoria y rumbo ya no pertenecen a Oblivion.

El murmullo aumentó y los asistentes pedían la palabra uno detrás de otro. No podía dejar que me invadiera el pánico. Comenzaron a oírse voces de protesta. Otras, confundidas y asustadas, incitaban al resto.

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– ¡Has traído al enemigo al corazón del Imperio! ¿Qué puedes decir ante esto? –Mantener con vida a un demonio. ¡Es algo que no se puede permitir! – ¡Cuánta sangre de nuestros parientes habrá derramado! ¿Qué decisión

podemos tomar? ¡Sólo existe una! – ¡Expulsemos a este traidor y demos muerte a ese ser del averno! Loredas miraba imperturbable a Raminus, como si esperara una intervención del

agregado. – ¡SILENCIO! ¡ORDEN EN LA SALA! La voz del otrora discreto mago retronó en la cúpula y vibró con todos sus

matices. Sus ojos parecían más llameantes que los de Loredas. – Se prestará atención a la argumentación de Dartz y sólo se escuchará la palabra

de aquellos que la hayan solicitado. Había autoridad en cada sílaba que había pronunciado. La sala calló. Comprendí

en el acto la elección de Traven. El agregado parecía débil a primera vista. No era demasiado hablador, sino prudente, considerado y amable. Jamás le había oído alzar la voz de ese modo, con una contundencia que atemorizaba. Hasta hoy. Y esperaba tardar tiempo en repetir la experiencia.

Una mano se alzó al fondo de la sala. – Bothiel. ¿Qué deseas aportar? – Se ha hablado de métodos justos para conocer el motivo de la presencia de un

dremora en el corazón del Gremio de Magia. Deseo conocer esos procedimientos, si es posible.

– La narración de Dartz no se basará en el discurso, miembros del consejo y asistentes. Puede apoyarse en él más tarde. También entonces se conocerán la voz del Consejo y la voz del gremio. Devuelvo la palabra a nuestro Archimago.

Traven se levantó y oteó con calma a los presentes. – El Concilio consta de tres partes diferenciadas. La primera, la exposición del

motivo que nos ha reunido en este lugar, ha quedado claro. La presencia del dremora al que llaman Loredas debe ser aclarada. La segunda constará de una exposición justa de los hechos, exactamente como Dartz los vivió durante su incursión en la fortaleza situada en la ciudad de Skingrad. Por último se oirán las decisiones de los miembros del Consejo y de los representantes de gremio de las distintas ciudades de Cyrodiil que se encuentran hoy entre nosotros. Estas decisiones deberán consensuarse y convertirse en una sola. Todas las decisiones, incluida la final, se reflejarán en la memoria del Concilio. Respondiendo a la pregunta de un miembro del Consejo, el método que se empleará para visualizar la narración de Dartz forma parte de la tradición Ayleid. El artefacto que guardan estas paredes es tan antiguo o más que la urbe en la que despertamos todos los días. El Glóbulo Altarion ha proporcionado el trance a todo aquél que ha tenido sus argollas en las muñecas.

–No harán una excepción con Dartz. Será agraciado con la Visión, un regalo

reservado a unos pocos elegidos. – Caranya avanzó hacia el centro de la sala y ayudó a Raminus a preparar el Glóbulo. Se dispuso una mesilla y otro miembro del consejo apareció con el artefacto, una gran bola de cristal con un cinto metálico en su centro del que colgaban dos cadenas rematadas por argollas.

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Los murmullos cesaron definitivamente. Todos los ojos estaban puestos en el

artefacto, una vieja leyenda del gremio que muy pocos habían visto. Los miembros que recordaban haberlo visto funcionar podían contarse con los dedos de una mano y Traven era uno de ellos. La gravedad y el pesar le envejecieron todavía más.

Dos magos de batalla se acercaron. Raminus tomó los pesados brazaletes metálicos que llevaban y se dirigió hacia Loredas. De algún modo, se daba cuenta del cambio del dremora, aunque seguía sin comprenderme. ¿Qué poderoso motivo podía haberme empujado a cometer semejante estupidez? Raminus no entendía cómo podía jugarme la vida por un enemigo y responsabilizarme de sus actos ante el gremio entero, sin temor por mi vida ni por las consecuencias que me acarreara lo que había hecho. Suspiró.

–Sé que no eres un prisionero y que, además, comprendes perfectamente mis palabras. Debo cumplir con mi deber con el Consejo y el Concilio, y sé que puedes entender por qué hago esto.

Loredas extendió las manos y ofreció sus muñecas sin rechistar, pero articuló

dos palabras: – ¿Hasta cuándo? Raminus respondió mientras le ajustaba el metal. –Hasta que él vuelva. Esto no te permitirá usar la magia. Toda la gente que ves

aquí te tiene miedo. Temen lo que eres y en qué puedes convertirte. Esperarás tras ese campo de fuerza. Él estará bien. Velaré por que así sea.

Sabía lo que hacía y cómo convencer. Era su fuerte. Acompañó a Loredas hasta

el habitáculo en que permanecería hasta mi regreso. Los miembros del Concilio no se calmarían si no procedía así. Los magos de batalla habían acabado los preparativos del Glóbulo bajo las indicaciones de Caranya y se colocaron a mi lado. Me enfundaron las argollas respetuosamente. Qué ironía. Aunque de formas muy distintas, estábamos los dos encadenados, pero pronto olvidaría las tenazas de mis muñecas y todo lo que me rodeaba. La regresión me sacaría de la sala para devolver mi mente a la fortaleza, al momento en que interrumpí mi búsqueda de la joya-sello para salvar una vida. Había preparado mi mente para esto. O al menos creía que lo había hecho. Había reunido y recopilado mentalmente los pedazos de recuerdos desperdigados en mi cerebro en una zona en concreto para lograr una historia coherente que se alejara de la parte que mostraba las dudas y la incertidumbre, el miedo… Aunque era consciente de que no podría ocultar ciertos sentimientos que me desagradaban particularmente.

Caranya activó el Glóbulo posando la palma de la mano sobre la refulgente superficie.

–Que el ojo de este artefacto arcano penetre en tus pensamientos y nos muestre actos puros, generosos y justos.

El Glóbulo se aclaró y las argollas brillaron, envolviéndome con una ligera luz azulada. Primero vino el mareo y luego el vértigo, como en los viajes… Perdía la sensibilidad del cuerpo por momentos. Me sentí flotar. Las manos que tenía sobre la mesa yacían ingrávidas, buscando algún soporte. Se me emborronó la vista, una neblina negra me rodeaba. Los asistentes sólo veían la luz azulada y una imagen que, perezosamente, comenzaba a formarse en el globo hasta que lo rebasó y quintuplicó el tamaño de la esfera.

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La imagen reinaba en el centro de la sala, envuelta por la cúpula blanquecina.

Todas las miradas contemplaron la estancia que había aparecido como surgida de la nada, el habitáculo que el Glóbulo arrancaba de mi memoria en ese preciso instante. En mi desesperado e inútil intento por aferrarme a la realidad vi a Raminus intentando calmarme. Le oí decirme que me dejara envolver por el Glóbulo, pero mi instinto atacaba a mi razón y mis pensamientos seguían entre dos mundos, tirando de mí con fuerza. El dolor comenzó a hacerse insoportable. Me quemaban todos los nervios y no podía moverme. La luz que me rodeaba se tornó rojiza. Algo iba mal. El dolor era demasiado fuerte. Vislumbré la sala de la fortaleza durante unos instantes. Al momento, volvía a estar en la sala del consejo.

Mis músculos ardían y tiraban. No aguantaría mucho más. Loredas golpeaba el campo de fuerza con los puños. Me veía a través de las

ondas refulgentes. Yo apenas le distinguía. Su imagen se difuminaba con el reflejo de la energía y se disolvía con la imagen confusa de la piedra de la fortaleza, que aparecía y desaparecía de forma ininterrumpida. Oí voces agitadas, murmullos y pasos nerviosos a mi alrededor.

Alguien sostenía mi cabeza. Un líquido refrescante bajó por mi garganta, llevándose el dolor y las intermitencias. La oscuridad se apoderó de mí y al poco rato un destello mate se distinguió del fondo. Reconocí el lugar.

Volvía a estar allí, agazapado tras el banco de obsidiana. Sentí la angustia, el temor a ser descubierto allí. Pero esta vez la situación era

distinta porque era consciente de la regresión, aunque esta consciencia había pasado a un segundo plano gracias al Glóbulo. Las argollas se ocupaban de transmitir al artefacto mis memorias, a las que asistía el Concilio en pleno.

Con la vista fija en la piedra negruzca creí ver un reflejo fugaz. Alguien que reía. La imagen se desvaneció y un escalofrío me recorrió el espinazo. Concentré mi

atención en la escena que se reproducía de nuevo ante mí. Vi al preso, le proporcionaron el veneno, escuché la sentencia, seguí la comitiva,

entré en el estadio… Todo sucedía otra vez, exactamente igual que ese día, y se convertía en la pesadilla más real que hubiera tenido jamás. Pero sabía cómo acababa y también que no podía despertar ni salir. El Xivilai quemó la espalda de Loredas. El grito resonó aumentado, distorsionado. El príncipe Valkynaz observaba impasible mientras daba la siguiente orden. Los Markynaz arrastraron a Loredas hasta la Arena. De nuevo les seguí, invisible a los ojos de todos. Una punzada me atravesó el cerebro de lado a lado. Contuve el dolor lo mejor que pude y me concentré en el estadio. Estaba a punto de repetir el hechizo. El Daedroth ya había salido del cubil y lanzaba zarpazos contra su aturdido rival, que se defendía con una daga que había invocado uno de los Markynaz.

Mi hechizo levantó el cuerpo inerte y lo ocultó. Me escudé en la gigantesca criatura y llevé a Loredas dentro de la guarida. Un torrente de imágenes me sobrevino. Levanté el muro y… perdí la segunda consciencia. La que me ataba al Concilio.

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5. Dehnerzu (El despertar)

La negrura nos engullía poco a poco, consumiendo nuestra esperanza. La podredumbre y el líquido elemento se unían en una triste mezcolanza que hedía a muerte. Coloqué en mi espalda el cuerpo malherido y a las puertas de otra vida decidido a llegar hasta el portal. A partir de ahora sólo contaba con mi determinación.

Aceleré el paso, el corazón en un puño, la piedra clavándose en la mano que tanteaba una posible salida en cada bloque. El agotamiento me impedía pronunciar el hechizo más sencillo y la cabeza se me iba por momentos. El conjuro de alto nivel me había dejado una estela de acres consecuencias con la que también debía cargar. Inspiré y dejé escapar el aire mansamente, deseando que la exhalación se llevara la angustia y la aprensión. Mi objetivo estaba claro, salvar dos vidas, la suya y la mía, y salir, sobretodo salir. Seguí avanzando con la mano pegada a la piedra del túnel. El agua me llegaba a las rodillas. Debía apresurarme. Era incapaz de repetir el hechizo de peso sobre el Kynmarcher y, si el efecto pasaba antes de hora, no podría con él.

¡Al fin! Una de las losas cedió a la presión. Me resistí al deseo de dejarme caer de rodillas pensando en mi carga. Un pasadizo aún más estrecho quedó al descubierto. Una luz diminuta coronaba el fondo. La oquedad quedaba a la altura de mi cintura y advertí con desaliento que no podría caminar a través de ella. Tendría que arrastrar el cuerpo a gatas. Lo alcé hasta la boca de la abertura y empecé a arrastrarlo. El pasadizo era tan estrecho que apenas dejaba lugar para el eco. Avancé penosamente tirando del Kynmarcher como pude hasta que conseguí colgarlo a mi espalda y avanzar a gatas de una forma constante. Tenía las rodillas destrozadas. La sangre comenzó a teñir mis manos, ateridas por la humedad y la piedra helada. La ignoré la mayor parte del trayecto hasta que se me fue la cabeza. Rodé hacia un lado con el cuerpo, que cayó a mi lado. Tenía ganas de gritarle a las piedras, pero no me quedaban fuerzas. Me pregunté si los Caitiff y los magos del estadio habrían logrado traspasar el muro ilusorio. Empezaba a costarme incluso respirar. Así uno de los brazos del Kynmarcher e intenté colgármelo de nuevo a la espalda. Resbalé y acabé de mojarme los pocos pedazos de túnica seca que me quedaban. La armadura me oprimía los pulmones. Tosí una vez, dos… no podía parar. A pesar del ambiente húmedo que me rodeaba, tenía la garganta seca.

La tos cedió y me concedí unos minutos de descanso. Debía confiar en la suerte

y en la potencia y duración del muro que había levantado en el cubil del Daedroth. Dejé que el suave goteo me cayera sobre el rostro, y las gotas resbalaron por mis mejillas como las lágrimas que me negaba a derramar. El desánimo todavía no se había apoderado de mi espíritu, que hacía gala de una estúpida rebeldía que no sabía dónde me haría llegar. La expulsión del gremio, un juicio… ¿una ejecución? Quizás no llegaran tan lejos, pero si yo mismo no comprendía mis actos, ¿cómo podía esperar que ellos lo hicieran? Miré al Kynmarcher. Era alguien que había desempeñado una función más o menos importante en este lugar. Maldito y expulsado del reino de Dagon por toda la eternidad. ¿Qué vida le esperaba en Cyrodiil? No era el momento ideal para desmoronarme. Ya pensaría qué hacer después de atravesar el portal que me devolvería a mi mundo.

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La tos del Kynmarcher me sacó de mis cavilaciones. Miré hacia atrás, al parecer no habían logrado seguirnos. Este pasadizo debía quedar en algún lugar olvidado, perdido en las canalizaciones que comunicaban los subterráneos entre las torres de la fortaleza. El dremora se llevó las manos a la cabeza entre temblores y logró entreabrir los ojos. Inspiró y abrió la boca. Soltó aire. Intentaba hablar. Leí la frustración en su rostro. Si estaba consciente, la huída sería un poco más sencilla. Eso si en realidad comprendía que estábamos escapando y que él tenía que abandonar la fortaleza. La tos sacudió de nuevo su castigado cuerpo y retrasó la marcha unas cuantas veces más. Mi estado tampoco era óptimo, así que no teníamos que reprocharnos nada. Llegamos al final del conducto, donde una pequeña antorcha iluminaba el recodo del pasadizo. Éste se transformaba en un habitáculo sin salida aparente. ¿Habíamos llegado a un punto muerto? Señaló hacia el agua estancada, en el centro. ¿Una salida bajo el agua?

Eso parecía. Me introduje en el agua poco a poco, sorprendido por la claridad del líquido en un lugar como aquél. Cuando me llegó a la cintura vi la trampilla, una losa blanca con una anilla metálica castigada por el tiempo y la herrumbre. El hueco era poco profundo, no tendríamos que sumergirnos. Este lugar parecía seguro y desconectado del resto de la fortaleza por motivos que escapaban a mi conocimiento. El color de la piedra guardaba un extraño parecido con el de las ruinas Ayleid, aunque el blanco puro de aquéllas se encontraba aquí cubierto por un ligero velo rojo sangre que entonaba con el resto del edificio. La losa. Esta pieza sí lucía un blanco marmóreo. Sin duda, no pertenecía a este lugar, pero por el estado en que se encontraba, había permanecido bajo las aguas estancadas incontables estaciones.

Me arrodillé para examinarla, podía estar encantada. Rodeé la piedra con cuidado, pasando los dedos por los bordes con precaución. No la habían impregnado con magia. Volví junto al Kynmarcher, que se había sentado y estaba con la espalda apoyada en la pared. Parecía muerto. Me acerqué. Después de todo aquel esfuerzo no podía estarlo, maldita sea. Pensé en la droga que le habían obligado a tragar, podía ser eso. Me invadió la rabia. Lo agarré por los hombros y le di dos bofetadas. ¿Qué esperaba conseguir con eso? Ahora que había comenzado a recuperar fuerzas, y que volvía a sentir la magia corriendo por mis venas… Ahora esto. Aún con la rabia en el cuerpo, le crucé la cara de nuevo, gritándole. Mi señor Sheogorath debía regocijarse allí donde estuviera, en cualquier lugar en el espacio y el tiempo. Noté una ligera presión en el cuello y vi un ojo abrirse. La pupila desenfocada me miraba con destellos de furia. La presión aumentó. –Ahjt. Okhûj ehtai. “Basta… No estoy muerto.” Retiró la mano del cuello. Me sentí muy estúpido. Sólo dormía. Menuda forma de despertarle. Yo también me habría cabreado. Probablemente más. Cualquiera que me hubiera despertado a bofetadas no lo habría contado.

Era este maldito lugar. En esta fortaleza nada era real y la sensación de que todo podía desvanecerse me invadía por momentos. Esta vez fui yo quien señaló el agua. Con lo que le costó levantarse, adiviné que el hechizo de pluma había dejado de surtir efecto. Aunque protestó, no tenía suficiente energía ni voluntad para negarse a que le ayudaran. Pasé el brazo por debajo de su axila y caminé con él hacia el agua. Hubiera preferido permanecer allí durante unas horas más para recuperarnos, pero no podía arriesgarme a que nos encontraran, así que nos poníamos en marcha de nuevo. Agarré la anilla con fuerza y pegué el cuerpo a la piedra. Levanté la losa.

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El agua se escurrió por el hueco escandalosamente, formando un pequeño remolino a nuestro alrededor. Escudados por la piedra, esperé hasta que sólo quedaron unos pocos charcos. Ahora tendría que hacerle bajar, y esperaba que eso no fuera complicado. Le vi mirar a un lado y otro del habitáculo nervioso, como si buscara algo. Intentó levantarse. Aunque yo me recuperaba poco a poco, él se debilitaba de un extraño modo. Se apoyó en la losa y, al intentar dar un paso, se cayó de bruces. Lo intentó de nuevo y cayó de rodillas. Se puso la mano en la boca para no gritar de pura frustración. Señaló el hueco. ¿Qué habría allí abajo que le pusiera tan nervioso? Bien, volvía a tener problemas. Decidí bajar yo primero para explorar la zona, podía haber guardias o trampas. Cuando intenté descender, me agarró una manga de la túnica y negó con la cabeza. Empecé a notarlo. Un frío descorazonador me recorrió el espinazo y un terror inexplicable se apoderó de mi alma. Sólo había un ser que podía emitir este horror. Un liche. Un no muerto en un lugar como este significaba algo revelador, guardaba algo importante. La presencia del liche confirmaba dos hechos, el primero, que este lugar estaba añadido a la fortaleza y, el segundo, que algunos no muertos podían desplazarse entre planos. Eso podía significar una salida alternativa al portal de entrada.

Estaba decidido a bajar. Tendría que encontrar una forma de neutralizar el liche. Un hechizo de fuego con parálisis me daría una oportunidad, así que empecé a concentrarme. El dremora se dio cuenta y me dejó marchar. Me dejé caer por la abertura y me adherí a la pared. Apenas había luz, aunque el hueco iluminaba tenuemente la zona. El agua había desaparecido por completo. Sólo se podía adivinar su paso reciente por el suelo mojado y algunos charcos aquí y allá. El aura del liche seguía ahí, pero todavía no podía verlo. El resplandor mortecino atravesó la pared junto a una ráfaga de viento helado. La luz verdosa dejaba entrever una forma humanoide de rasgos cadavéricos que se confundían con la pared.

La corona incrustada en el cráneo me decía que este era un rey entre los suyos. Un rey caído que vagaba entre las ruinas y los planos de Oblivion a voluntad. No podía escapar de él. Me escudriñaba curioso, quizás pensando en la forma más retorcida posible de acabar conmigo. Estas almas corruptas no se contentaban con dar muerte. Se regocijaban en ella y disfrutaban con el dolor y la agonía de sus enemigos. Tenía mi hechizo a punto. Lo lanzaría en el momento en que él alzara la mano para invocar a su criatura, cualquiera que fuese. Levantó el brazo y sus ojos de ultratumba emitieron un destello desafiante. El combate comenzaría en cualquier momento. Salté hacia atrás para ganar distancia y me cubrí de sombra, lejos del hueco y de cualquier fuente de luz. A diferencia de él, yo no resplandecía, así que tenía esto a favor. Una espada era completamente inútil contra un rey liche. Descolgué el báculo y lo empuñé con la mano derecha, dejando la izquierda libre para lanzar el hechizo.

El círculo de invocación apareció casi delante de mí. Salté hacia un lado y lancé la descarga, que dio de lleno en… la segunda invocación del rey liche. Los huesos del esqueleto saltaron en pedazos, golpeando las paredes del pasillo. Había previsto ese movimiento y, además, disponía de la primera invocación. Qué rápido era, el maldito. Los dedos del primer esqueleto atenazaron mi garganta. El rey liche se adelantó. Se acercaba siseando junto al aire gélido que le acompañaba en su viaje eterno. Si pensaba que podía detenerme con un saco de huesos estaba equivocado. Cogí la cabeza del esqueleto con las dos manos y la explosioné con una bola de fuego.

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El resto de huesos cayó detrás de mí, inanimado e inofensivo. Le vi sonreír. La voz resonó, cavernosa y distorsionada. La uña fantasmal rozó mi frente, produciendo un pequeño corte.

–Qué pena. No poder matarte por mi mano. Y él no me dejará hacerlo porque tenemos un trato, elfo. Un trato que debo respetar. Él tiene ese privilegio…

El rey liche se apartó a un lado y señaló el fondo del pasillo con su bastón.

–Ya viene. Cuando él te mate, yo me apoderaré de tu alma. Ése es nuestro trato.

Me fijé en el bastón, una vara de metal blanco coronada por una cabeza animal reducida. En las cuencas de los ojos había dos rubíes y, en la frente, un cuerno de diamante. Un Bastón de Almas. Conocía la existencia de estos báculos, pero era la primera vez que veía uno. El no muerto esperaría con ansia el resultado del próximo combate. Entorné los ojos para ver a través de la niebla que cubría el pasillo. De repente oí un ruido sordo. El Kynmarcher había bajado por el hueco. Concretamente, había caído por él. Dada su reducida movilidad, no había podido hacer otra cosa. Le oí respirar trabajosamente. Cuando vio que el liche no se movía, sino que esperaba expectante, se volvió hacia el pasillo. Parecía que conocía el lugar o, al menos, una parte de él. Debería haberse quedado donde estaba, pero ya era tarde para pensar en eso. Tenía al rey liche por un lado, y una amenaza desconocida por otro.

Entonces los oí. Pasos metálicos. Cada vez más cerca. El verdadero guardián venía, aquél que había conseguido subyugar al no muerto. Una forma se recortó entre la niebla. La figura armadurada avanzaba firme. La garra sobre el puño de la espada y el brazo bajo el escudo. Un haz rojizo brillaba bajo el casco y se escapaba por los orificios de los ojos, dándole un aspecto aún más terrible. Cerré los ojos y maldije mi suerte. No había previsto un combate así. Yo no era un maestro con la espada aunque hubiera recibido un entrenamiento adecuado. Podría lanzar dos o tres hechizos más, pero no sabía si esto sería suficiente contra él.

Esa armadura estaba encantada, despedía una magia tan fuerte que cualquier aprendiz la habría notado. No tenía más remedio que enfrentarme a él. Avancé por el pasillo, hacia él. Me colgué de nuevo el báculo a la espalda. Tenía que guardar toda la magia que pudiera. Nos rodeamos, estudiándonos. Desenvainamos a la vez y el primer golpe me hizo dar un paso atrás. Era realmente fuerte. Los choques se sucedieron. Mi armadura ligera no me protegería de un golpe certero, así que agucé mis reflejos para evitar las estocadas y parar todos los golpes. Ningún miembro del gremio salía sin encantar su arma. También yo lo había hecho. Además, teniendo muy en cuenta el lugar al que me dirigía. Si lograba alcanzar algún punto vital, la electricidad de la espada haría el resto. El organismo de los habitantes por excelencia de Oblivion no la soportaba demasiado bien.

Mi estructura me protegía de la fuerza formidable del enemigo, que propinaba una estocada detrás de otra sin descanso. Por herencia, y por suerte en este momento, yo era más alto y corpulento que otros elfos oscuros. De hecho, empuñé antes la espada que el báculo. Mi madre, una nórdica de Skyrim, había abandonado su tierra por amor y decidió pasar el resto de su vida en Vvardenfell, en los campamentos dunmer junto a mi padre, y formar una familia.

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Estos recuerdos se sucedían mientras me defendía e intentaba atacar. Avancé. Retrocedí. Jugaba conmigo. Debía hacer tiempo que no luchaba y alargaba el combate. Me di cuenta al ver la pauta. Contenía la ferocidad de los ataques durante un momento y volvía a atacar con fuerza para que no percibiera el cambio. Con el escudo completamente abollado, podría aguantar este ritmo poco tiempo. Estaba empezando a cansarme y estábamos en la parte del ataque en que reforzaba la fuerza de los golpes. Aún no habíamos utilizado la magia, y yo era consciente que él también podía hacerlo aunque no llevara bastón. Saltó hacia delante y me golpeó con su verdadera fuerza. El choque partió mi escudo por la mitad. La siguiente descarga fue tan fuerte como la anterior y la paré empuñando la espada con ambas manos, cosa que pagué cara. Noté un crujido y un dolor acuciante subió desde la mano izquierda brazo arriba. Me había roto la muñeca. Di un salto hacia atrás y retrocedí cuanto pude para descolgarme el báculo de la espalda con la derecha mientras aguantaba la espada con la izquierda, los dedos inertes pegados a la empuñadura con rabia. Necesitaba un brazo libre, y ya no podría aguantar un segundo golpe con el izquierdo.

No me había dado cuenta, pero había retrocedido instintivamente hacia el hueco. Un tenue haz de luz se colaba por el orificio e iluminaba otra figura, la del Kynmarcher. Parecía concentrado. Había aprovechado el tiempo del combate para hacerlo. Tenía un hechizo preparado, pero ¿cuál? No podría lanzarlo porque no podía desplazarse. ¿Qué tenía en mente? El guardián se abalanzó hacia mí, su espada refulgía y ya era hora que yo invocara el poder de la mía. Sólo dispondría de un segundo para atacar mientras el guardián mantuviera la espada en alto, antes de lanzar su golpe mortal. Me concentré en la espada y la electricidad recorrió la hoja, proporcionándole un brillo acerado. Y entonces la noté. La Transfusión. Eso era lo que había preparado el Kynmarcher. Una infusión de magia en el momento adecuado. La que le quedaba, junto con su energía vital. Gracias a ella, lancé la estocada mientras la hoja de mi espada se convertía en un relámpago que atravesaba el vientre de mi enemigo y despedazaba esa parte de la armadura, dejando al descubierto su naturaleza descarnada. Metí mi báculo en el vacío y, aprovechando la Transfusión, lancé una potente descarga de fuego que explosionó la armadura del guardián y convirtió el pasillo en un infierno. El casco cayó a mis pies. La luz rojiza se apagó. La niebla se había disipado, dejando el pasillo libre. Aún no me lo creía. El guardián había caído y, con él, el tétrico pacto que tenía con el liche. Pero, al contrario de lo que esperaba, el rey muerto cumplió el trato y no me atacó. –Ya te lo había dicho, elfo. Sólo él tiene el privilegio de matarte. Y volverá. No lo dudes.

Como en una pesadilla, la visión se me emborronó y me pareció ver una estancia blanca durante un breve instante. Me pasé la mano por la cara. El combate me había extenuado. Me volví hacia el Kynmarcher, esta vez quizás sí hubiera traspasado sus límites. Estaba tendido en el suelo, el cuerpo inerte, bajo la luz del hueco. Aun así, me lo cargué a la espalda y me dirigí hacia el rey muerto. Decidí tentar la suerte. Al estar ligado al pacto con los guardianes, que al parecer también habían alcanzado la inmortalidad, podría hacerle algunas preguntas sin correr peligro.

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La próxima encarnación del guardián no había aparecido al instante, y eso me

proporcionaba un poco de tiempo, el necesario para encontrar el segundo portal. Ahora ya estaba convencido de que existía. –Caminas entre los planos igual que atraviesas paredes, ¿no es cierto? – inquirí. –Aprendes rápido, elfo, sabes que no puedo acabar contigo y aprovechas la situación, ¿eh? Qué gracioso. Si no puedo tener tu alma… ni la suya, ¿qué gano? Volví a sentir el viento helado, pero tenía que seguir. Le sonsacaría todo lo que pudiera. No podía perder nada. –Llévame hasta el segundo portal y no lo destruiré. Te puedo prometer esto. –Ooh, conque ésas tenemos, señor campeón. ¿Qué podría hacerme temer algo así? –Ésta es una parte de tu reino. La uniste a este plano mediante un portal que creaste para conseguir almas. Sabes que los gobernantes de estos planos no se niegan a esta clase de pactos. En Cyrodiil jamás hubieras logrado algo así. –Muy listo, elfo oscuro, pero sigues sin convencerme. Tu magia no es tan poderosa. No puedes retroceder, pero puedes avanzar.- Señaló el pasillo, que se extendía prometedor, ya sin niebla–. Márchate. Y llévate a ese ser agonizante, tenerlo aquí sin poder extraer su alma es insoportable. Qué desperdicio. Antes de que pudiera decirle nada más, atravesó la columna que tenía al lado y se coló por la pared. El resplandor verduzco brilló un momento antes de desaparecer por completo.

Desgarré el bajo de mi túnica e improvisé una venda para la muñeca rota. No podía desperdiciar lo que me quedaba de Transfusión para sanarme sin haber encontrado aún el segundo portal. Y el rey muerto había sido capaz de detectar que el Kynmarcher aún vivía. Realmente había tenido suerte de que estuviera atado al pacto con los guardianes porque su poder sobrepasaba el mío con creces. Aceleré el paso. Llegué al final del pasillo y la vi. Una puerta de madera sencilla de pino sin cerradura. La manecilla estaba roída y herrumbrosa, pero cedió al accionarla. El portal estaba en el centro de la habitación. Era más pequeño y redondeado que los habituales portales de entrada a los planos de Oblivion. Al acercarme con el Kynmarcher cargado a la espalda, el portal se activó. Si lo había hecho el rey muerto o no, nunca lo sabría, así que atravesé el resplandor sin pestañear. El calor de la energía del portal inundó mi cara, y mis músculos y huesos ardieron un solo instante. Me oí gritar.

Desperté en una sala alba. La cúpula blanca se alzaba majestuosa. Decenas de personas sentadas en sitiales marmóreos volvieron sus rostros hacia mí. La sangre se me agolpó en la cabeza y sentí náuseas. Y de repente recordé dónde estaba. Vi las argollas del Glóbulo en mis muñecas, una de ellas rota… de nuevo. Raminus se acercó rápidamente y me hizo beber un reconstituyente. Mientras, uno de los magos de batalla me aplicaba un hechizo de curación sobre el hueso roto. Raminus me quitó las argollas y vi una extraña expresión en su cara. De incomprensión. Al examinar los rostros que me rodeaban, vi expresiones similares. No tardaría en descubrir el porqué.

El agregado cumplió su promesa y liberó a Loredas de la improvisada celda. También le quitó los brazaletes que anulaban su magia.

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La regresión había acabado con éxito, pero la parte que mi mente se había

negado a recordar tras el viaje me había sido arrancada por la fuerza, anulando la consciencia que me unía al Concilio. Aunque la había recuperado, necesitaba explicaciones. Se habían rebasado los límites de la regresión y se habían utilizado las capacidades prohibidas del Glóbulo. El artefacto navegaba por las mentes, pero también era capaz de abrir puertas que, al accionarse, podían dejar al individuo reducido a poco más que un vegetal. Y un miembro de esta sala había logrado manipular el Glóbulo a tal efecto, arriesgando mi vida. Debía hablar con Traven lo antes posible, pero antes aún tenía que esperar a que el Concilio deliberase y emitiese su veredicto.

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Los presentes se retiraron a una habitación contigua. Raminus había pedido un receso que los miembros del Concilio aprovecharían para descansar, pues quedaba una de las partes más duras del Concilio: la exposición de ideas de cada representante. A mí me venía bien, ya que necesitaba recuperarme tanto de la experiencia como de las renovadas heridas. Aún no me había levantado de la silla que me había mantenido frente a la mesilla del Glóbulo. Loredas se había quedado conmigo. Ya se había dado cuenta que aquí no podría usar la magia, con brazales o sin ellos, así que había desistido en ayudar a recuperarme de ese modo. Por otro lado, no parecía que le asustara la decisión del Concilio. De hecho, no parecía asustarle nada. Mis nuevos recuerdos contaban con uno que no esperaba. Loredas me había salvado la vida. Eso era casi tan inexplicable como lo que yo había hecho. Lo imposible... hecho realidad dos veces. Dos enemigos naturales en una situación extrema, extrañamente resuelta. Quizás él actuara de una forma distinta, sin pensar tanto. Me había quedado claro que había sido consciente de la huida y del papel que desempeñaba en ella. Tenía que darle las gracias, decirle algo, pero no podía pronunciar ni una sílaba. Estaba agotado y todavía me pasaba la mano por la muñeca izquierda, rota hacía escasos minutos. Un movimiento que Loredas no había pasado por alto. Era muy observador. Podría preguntarle después cómo había ido al otro lado, mientras yo estaba atado al Glóbulo. También Loredas postergaba la conversa, pues miraba a un lado y otro de la sala. No se fiaba, y parecía tener la sensación de que nos escuchaban. –¿Doler? La pregunta me cogió por sorpresa. Me levanté y articulé los dedos de la mano izquierda. Giré la mano, cerré el puño, extendí los dedos... Todo estaba bien. -Ya no duele, amigo. Y gracias. Por todo. Me pregunté si le habrían dado nunca antes las gracias. Y si era la primera vez que había hecho algo desinteresadamente. Tanto como para arriesgar la vida por alguien a quien apenas conocía. Era raro que los magos de Oblivion aprendieran la Transfusión.

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Eso quería decir que valoraban las vidas de algunos miembros, aunque sólo

fuera por las habilidades que poseían o por su cargo. Aunque no contestó, vi la satisfacción en su cara. Me levanté y estiré un poco las piernas. La espera comenzaba a inquietarme. Eché un vistazo a los sitiales vacíos y me dejé embargar por la solemnidad del lugar que, extrañamente, emanaba paz. Quise absorber esa paz y tener la falsa impresión de que me solazaba. Caminé por el centro de la sala con pasos cortos y gesto nervioso, impaciente. Casi como el criminal que no era. Esperando sentencia. Vi la mano negra y rojiza delante de mi cara. Loredas señaló hacia el fondo de la sala. –Ya vienen. Utthej. "Atención". Por supuesto. Me detuve en el acto y fijé la vista en la comitiva que, ordenadamente, llenaba de nuevo la pieza. Los miembros del Concilio tomaron asiento y esperaron la llegada de Aníbal Traven y su agregado, que entraron en último lugar. Esperé de pie junto a Loredas, que examinaba al imperial con curiosidad. Empecé a darme cuenta que el dremora tenía un sexto sentido para eso. Era como si pudiera leer determinadas sensaciones o prever acciones. Y no se equivocó. Raminus Polus fue el primero en dirigirse a la audiencia. –Miembros del Concilio. Representantes del Consejo y de los gremios de Magia de Cyrodiil. Todos habéis presenciado las acciones emprendidas por nuestro compañero Dartz mientras estuvo en la fortaleza daédrica de Skingrad. También habéis asistido al castigo a que fue sometido el ser que está entre nosotros y al que, en otras circunstancias, no permitiríamos seguir con vida. Una vida, compañeros, que ha arriesgado por uno de los nuestros. No lo olvidéis. La situación supera cualquier posibilidad que nos hubiéramos atrevido a imaginar. Un ser de su raza, expulsado de los dominios del enemigo, que puede formar parte de nuestras filas. Una mano se alzó con ímpetu entre los miembros del Consejo. –Puedes hablar, Caranya. Te escuchamos. La alta elfa se puso en pie. –No pongo en duda la visión que hemos obtenido a través del Glóbulo Altarion, pues tanto el artefacto como su poder son infalibles. Pero pensemos por un momento, si no podríamos haber caído bajo el embrujo de nuestro enemigo. ¿Estamos dispuestos a cobijar a un espía? Aunque su esencia y unión con los planos esté rota, ¿quién nos asegura que el mismísmo Mehrunes Dagon no está detrás de todo esto? Un murmullo se elevó durante unos instantes, para apagarse rápidamente ante la mirada escrutadora de Raminus Polus. –¿Has realizado alguna vez la Transfusión, Caranya? La maga se volvió sorprendida hacia Dagail, la veterana líder del gremio de Leyawiin. Probablemente, la orgullosa alta elfa no esperaba tener que contestar ninguna pregunta de carácter personal.

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Y de repente, debía responder a la inquisitiva Dagail y satisfacer la curiosidad de

más de la mitad de miembros del Concilio. Yo me contaba entre ellos, entre los que sentían curiosidad por el imposible arrebato de sacrificio que hubiera sido capaz de realizar Caranya en el pasado. Aunque la mayor parte de magos que alcanzaban cierta categoría conocían los principios de la Transfusión, pocos habían llegado a darla y vivir para contarlo. ¿Por qué? Demasiado riesgo. Ésa era la respuesta. Pero Caranya dio otra muy distinta. Jamás arriesgaría su vida por nadie. Y si un dremora lo había hecho, ella no estaría dispuesta a quedar por debajo. –Lo haría si un compañero la necesitara y yo no pudiera ayudarle de otro modo, Dagail. Estas son las enseñanzas que recibimos en la Universidad Arcana y también las que intentamos transmitir a los miembros del Gremio de Magia. Impecable. Pero Dagail no se dio por satisfecha. –Yo sí lo he hecho, Caranya, y te aseguro que es casi como un regalo de despedida. He visto morir así a muchos compañeros, dando su última reserva de magia y, con ello, de vida, al combatiente más cercano para destruir el máximo número de enemigos posible. No dudo que entregarías tu vida generosamente por cualquiera de nosotros si las circunstancias lo requiriesen. Mi siguiente pregunta es, ¿por qué entregó él la suya? Aunque la elfa parecía contrariada, no podía negar los hechos y debía ceder la palabra a otros miembros del Concilio que deseaban expresar su opinión. Carahil, la guía de Anvil, pedía la palabra. –Tengo que decir, y creo que hablo por muchos, que todos esperábamos encontrar pruebas que incriminaran tanto al dremora como a nuestro propio compañero. Me avergüenzo por ello, pues no deberíamos emitir juicios precipitados. Queremos vengar a todos los amigos y seres queridos que hemos visto morir ante nuestros ojos. Pero no lo hagamos así. Tenemos la oportunidad de conocer la raza que nuestro enemigo utiliza como ejército. Y apenas hacemos invocaciones por miedo a los lazos inversos. Sólo os pido que no la desperdiciemos.

Hubo un silencio de unos segundos antes de que el suave murmullo de voces

comenzara a oírse de nuevo. La representante del gremio de Skingrad, que era a su vez la voz del conjunto de gremios de las principales ciudades de Cyrodiil, se puso en pie y pidió la palabra. Skingrad había recibido el asedio de los daedra durante meses. La situación de la ciudad comenzaba a ser precaria y las enfermedades y el hambre ya se habrían lanzado sobre ella si el Conde Janus Hassildor no hubiera intervenido a tiempo. Había conseguido hacer llegar grandes cantidades de suministros a la ciudad sin que el enemigo lo advirtiera. Nadie sabía cómo lo había hecho. –He visto lo mismo que todos vosotros y esas imágenes han quedado grabadas con fuego en mi memoria. Ahora sabemos que los guerreros que nos envía el enemigo no son pura fuerza bruta. Les hemos visto lanzar conjuros, empuñar armas mágicas y llevar corazas encantadas... Nos hacen frente de un modo que nos supera. ¿Y por qué? ¡Porque están organizados! ¡Por eso! Mehrunes Dagon no está sentado en su trono de sangre creando simples bestias para su guerra. Ha moldeado una sociedad. Una etnia. Y eso es más grave que el debate que nos ocupa. Han castigado a uno de los suyos, y no es que me importe, ¡pero les ha salido mal!

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Y ahí estaba uno de los nuestros para modificar sus planes por poco que fuera. La muestra es la marca que lleva ese demonio en la espalda. ¡Preguntadle si le gusta llevarla! Yo veo un báculo más contra las hordas de Dagon. Y una oportunidad de oro para saber más sobre los dremora. ¡Quién sabe si podremos librarnos de los lazos inversos con su ayuda! Arienne tomó aire tras el apasionado discurso. Se pasó el dorso de la mano por la frente y vio aprobación en los rostros que le rodeaban. Los magos tendemos a ser prácticos cuando se trata de tener fuerzas a nuestro favor. Aunque sea un dremora. El Concilio tomaba un rumbo distinto al que esperaba. Yo sabía que la opinión de Arienne tendría un gran peso e influencia sobre los demás, que le consideraban uno de los puntales del gremio. Además, aún faltaba la opinión de Teekeus y Delmar, dos pesos pesados que decidirían cuál de las dos facciones tendría más peso de decisión, los Gremios o el Consejo. Las palabras de Arienne dieron qué pensar a los asistentes, que murmuraban y hablaban entre ellos muy agitados, algunos mirando de soslayo a Loredas, otros a mí. Pero a pesar de eso, se mantuvo el orden. Los responsables de gremios menores hicieron sus declaraciones. Inspiradas, airadas, contundentes, interesadas, sentenciadoras… Cada miembro del Concilio tuvo la oportunidad de expresar en voz alta qué pensaba. No pude oír bien a los miembros que quedaban más al fondo de la sala y sólo capté algunas frases sueltas, unas más afortunadas que otras: –…permitir que ese demonio nos engañe de ese modo es insultar a los miembros de este gremio. –Aún no habéis digerido la prohibición de la Nigromancia y utilizáis este Concilio para renovar alianzas. ¡Eso sí debería daros vergüenza! –La forma de actuar del dremora al que llaman Loredas es inédita. Podemos encontrarnos de verdad ante un ser modificado. ¿No os dais cuenta? –Se nos ha mostrado una parte de una sociedad que desconocemos. ¿Qué hemos hecho hasta ahora? ¡Invocar criaturas de las que no sabemos nada! –¿Y qué conocen ellos de nuestra forma de actuar? ¿De nuestras organizaciones y estructura social? ¿A cuántos espías hemos abastecido durante esos lazos aparentes, esos vínculos en los que confiábamos? ¡Nos han podido engañar durante más tiempo del que jamás estaremos dispuestos a admitir! –Decís bien, pero no discutimos ni una cosa ni otra. Discutamos si es correcto aceptar entre nosotros a un miembro de la raza dremora a quien hemos visto salvar a uno de nuestros magos. Uno que le salvó la vida a él primero. Todos lo hemos visto. J’Skar, el líder provisional del castigado gremio de Bruma, se levantó lentamente del sitial y alzó el brazo. Se le concedió la palabra inmediatamente. El único superviviente de una masacre reciente en la que habían muerto el resto de miembros del gremio se enfrentaba a la dura tarea de ser imparcial. –Ha sido duro para mí quedarme sentado en el mármol cuando ese ser se ha descubierto el rostro. La visión del Glóbulo ha despertado en mí muchas dudas, pero no puedo permitir que la rabia y el resentimiento nublen mi juicio. He visto al dremora jugarse la vida por Dartz, igual que vosotros. Al igual que muchos en esta sala, elegí como especialidad la Ilusión, una disciplina que se basa en confundir a nuestros rivales y que, como todos los tipos de magia, tiene limitaciones.

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El khajiit se volvió hacia Loredas.

–Puede haber usado mil trucos antes, pero después de tragarse ese brebaje, dudo mucho que fuera capaz de lanzar un hechizo de confusión que le hiciera ver a Dartz falsas realidades. Lo dudo de veras. Deseo más que nada organizar de nuevo el gremio de Bruma y vengar a mis compañeros, pero esas son otras batallas y deberé librarlas en otro lugar. A este mago le están juzgando por segunda vez y a mí me parece que con una ya tuvo bastante. Si logramos que reafirme su compromiso, habremos triunfado sobre Mehrunes Dagon, robándole a uno de sus soldados y probando una teoría antigua. Que los dremora sirven a aquéllos a quien les une un auténtico vínculo. Magnus nos recordaba constantemente que la magia es una herramienta, y todo lo que creamos con ella será nuestro mientras logremos mantener el vínculo con fuerza. ¿No os parece que ya es hora de estudiar nuevas tácticas contra nuestro enemigo? Loredas observó al khajiit con curiosidad. Diría que podía leer el sufrimiento en el rictus del felino. Me hubiera gustado intervenir y responderle a J’Skar, pero yo sólo podría hablar cuando acabaran las intervenciones y lo que tenía que declarar era más importante que esto. Me dio la sensación que el khajiit también deseaba hablar con nosotros, pero por el momento tuvo que contentarse con observar la reacción del Concilio que, una vez más, se mantuvo a la espera de la próxima intervención en silencio, digiriendo las palabras de J’Skar. Hacía tiempo que nadie hablaba de Magnus… demasiado tiempo. Entonces fue Delmar quien pidió permiso para hablar. Los murmullos se alzaron levemente, ya esta era una de las declaraciones más esperadas, una que inclinaría la balanza… hacia un lado u otro. También Raminus parecía expectante. Traven se ocultaba bajo una máscara de impasibilidad. Delmar había sido uno de los candidatos más fuertes para el puesto de archimago. Arienne quedó fuera del proceso de elección a causa de su edad; era demasiado joven. Otro de los candidatos había sido Teekeus, pero el argoniano no había defendido su candidatura con entusiasmo, pues era sabido que no deseaba el puesto, y que soñaba con retirarse tranquilamente en Chorrol, donde tenía a todos sus amigos y discípulos. Pero Delmar era harina de otro costal. Cumplía todos los requisitos y contaba con el apoyo de varios personajes más que influyente en la Cámara del Alto Consejo de Cyrodiil. Y su amistad con el canciller no era un secreto para nadie. Se comentaba que contaba con el puesto gracias a eso. La decisión de Magnus, el antiguo archimago, había sorprendido a todos. Y más aún su retiro a la isla de Summerset, el hogar de los altos elfos. Se dice que Traven aceptó resignado, pues jamás había querido ser archimago, pero por alguna razón no aceptaba que Delmar gobernara el gremio. Eso sí era un verdadero misterio. Tras la elección se celebró un acto público de conciliación entre los candidatos en el que también se invitó a Arienne. Teekeus alegó “fiebres repentinas”, pero todos sabíamos que odiaba los actos oficiales. La hipocresía y las falsas alabanzas sí le ponían enfermo de verdad. Delmar no recurrió la decisión y pareció aceptarla incondicionalmente. Siempre había mantenido una actitud de respeto y discreción hacia Magnus, pero el viejo cascarrabias no le correspondía. Fue Traven quien le nombró miembro del Consejo, donde sufrió un nuevo contratiempo al ser rechazado como agregado. En su lugar, Traven había preferido confiar en el discreto Raminus Polus, un profesor de alquimia en quien la gente apenas reparaba. Delmar logró afianzar su posición en el Consejo y se convirtió en un valioso apoyo para Traven. No fui el único en sorprenderse.

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Por supuesto, las visitas a palacio no se interrumpieron y, al volver, había

conseguido más fondos y recursos para el gremio. Y ahora sus palabras decidirían una parte de este Concilio… Delmar se levantó y pidió la palabra. Raminus se la cedió y, de nuevo, la audiencia calló. –Las palabras de J’Skar me han conmovido igual que a vosotros. Y tiene razón, la Ilusión es un arma poderosa, más aún si proviene de nuestros enemigos. He visto una parte de la memoria de nuestro compañero, donde se suceden actos que jamás habríamos esperado ver en un miembro de nuestro gremio. El Glóbulo nos lo ha mostrado, no como una vivencia, recordad, sino como una parte de su memoria. Un recuerdo o un conjunto de ellos. El enemigo cuenta no sólo con sus armas y guerreros… También conoce nuestro dolor, nuestros sentimientos y la bondad que anida en nuestros corazones. Yo os digo que nuestro rival ha aprovechado las buenas intenciones de nuestro compañero para llevarnos a su campo y que este es un paso más en su guerra, conquistando nuestras mentes y nublando nuestros recuerdos… ¿Acaso podemos permitir algo así? Yo también me enfrento a la incertidumbre. Quiero creer que ese dremora luchará a nuestro lado, pero por otra parte, debo valorar todas las posibilidades. La primera de ellas, no subestimar a nuestro enemigo. Ya lo hemos hecho demasiado tiempo. Mehrunes Dagon nos ha mostrado a su organizado ejército para que aumente nuestro temor, y quizá ha dejado que veamos que posee aliados poderosos como los viajeros de planos. Todo lo que hemos visto ocurría en la fortaleza daédrica, eso también debemos tenerlo en cuenta. Uno de sus centros de poder. La memoria de nuestro amigo y compañero puede estar emponzoñada, encontrarse bajo el efecto de un hechizo a largo plazo sin que él mismo lo sepa. Las posibilidades son tantas que no podemos arriesgarnos de este modo. Traerles aquí a los dos también ha sido peligroso, espero que comprendáis mi recelo, pero el actual estado de nuestra batalla contra los planos de Oblivion no es óptimo y cualquier precaución es poca. Yo no culpo a Dartz, ni deseo que se emprendan contra él acciones que le separen del gremio, pues ha demostrado su valentía y lealtad en demasiadas ocasiones. Ayudémosle a recuperar sus recuerdos y mantengamos al dremora bajo estricta vigilancia. Démonos un poco de tiempo a nosotros mismos y planeemos un buen contraataque. Delmar observaba las caras confundidas y, casi imperceptiblemente, se formó un murmullo suave. El discurso había surtido efecto y se alzaron otras voces en contra. Casi sin dejar que se produjera una reacción en cadena, Teekeus se alzó y, casi a regañadientes, levantó el brazo escamoso cansinamente. El pesar ensombrecía su rostro, pero se irguió orgulloso, dirigiendo una mirada furiosa a Delmar, que no pudo ocultar su sorpresa. Cuando se le concedió la palabra, Teekeus no se andó por las ramas. –No soy un artesano de las palabras, como algunos de mis compañeros aquí presentes, así que en lugar de haceros una elaborada disertación sobre qué pienso, haré mi petición directamente, y será la única vez que apele a mi título para realizarla porque me parece algo necesario. Como líder de mi gremio y miembro de este Concilio, pido que Dartz se someta al Glóbulo por segunda vez… Creo que nos queda algo por ver fuera de la fortaleza que es importante. Me lo dice la experiencia, lo que he visto en el Glóbulo y también una parte de las palabras de Delmar. Todo lo que hemos visto ocurre en la fortaleza. Olvidamos que han transcurrido más de dos semanas desde que Dartz logró escapar con vida de la fortaleza hasta que sus propias heridas le han permitido acudir a la convocatoria del Consejo.

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Dagon puede haber influido en la mente de Dartz en sus dominios, pero fuera sólo contaría con el dremora en el caso de que fuese un espía. En este tiempo tiene que haberse recuperado. También debe conservar la marca que le infligieron sus semejantes. Es más fácil acudir a hechos recientes, pero no podemos arriesgar de nuevo la resistencia física de nuestro compañero. Yo le acompañaré. El murmullo se convirtió en un conjunto de voces airadas que se acercaban peligrosamente a ser reprendidas de nuevo. Cuando Raminus se levantó, muchas enmudecieron. No deseaban experimentar de nuevo el efecto de la Voz del imperial. Y yo tampoco. Teekeus había dejado a todos con la boca abierta. No supe cómo reaccionar, pero entendía a Teekeus; quería rebatir a Delmar con hechos. Raminus se volvió hacia el archimago e intercambiaron impresiones. Traven asintió y, con un gesto, le indicó a su agregado que retomara las riendas del Concilio. -Teekeus, sabes que pides algo inusual. Aníbal Traven no se opone a ello, pero desea que se le pregunte a Dartz. Si él se niega a colocarse de nuevo los brazales, o al hecho de que vayas con él, deberemos aplazar la votación del Concilio hasta que el Consejo apruebe tu petición. En ese momento me levanté de la silla y, al igual que Loredas antes de la primera regresión, extendí mis brazos hacia Raminus, ofreciendo mis muñecas y dando a entender que aceptaba la petición del guía de Chorrol. Teekeus se dirigió hacia el centro de la sala, saludó respetuosamente a Raminus y a Traven y luego encaminó sus pasos hacia mí. -Sé que guardan un segundo juego de brazales en algún lugar… He estudiado este artefacto, joven. Y no se encuentra entre mis pasatiempos preferidos, pero sabes igual que yo que deben ver algo más. No te puedo decir exactamente qué, pero intuyo que fuera de la fortaleza también se produjo un cambio. Y, maldita sea, eso es lo único que puede decantar la balanza. Asentí. El Glóbulo había sufrido una manipulación y él lo sabía. De algún modo lo sabía. Y se ofrecía a acompañarme desafiando al autor de esa hábil maniobra. Los magos de batalla se acercaron de nuevo con el Glóbulo Altarion y, tal como Teekeus había previsto, con dos juegos de brazales que unieron a la argolla principal. En esta ocasión sería Raminus quien activara el Glóbulo. Así lo exigía el protocolo para los altos artefactos. Nunca debían ser activados dos veces por la misma persona. Ocurrió muy rápido. Nos colocaron los brazales a Teekeus y a mí. No pude evitar los nervios al recordar la experiencia anterior. Era como si tuviera que volver a ocurrir. Tenía que concentrarme en el momento en que Loredas me pidió un nombre. Esto también se convertía en mi declaración, porque era exactamente lo que deseaba exponer tras las declaraciones de todos… Volví a centrar mis pensamientos en el día anterior. Parecía que llevara una eternidad en la sala del Concilio. Y sólo había pasado un día. Teekeus estaba preparado. Yo también. Raminus posó la palma de su mano sobre la esfera. Sentí la descarga otra vez, la sensación de ingravidez, el cuerpo me abandonaba. Teekeus se volvió hacia mí, concentrado. ¿Cómo podía concentrarse en este estado, entre un mundo y otro, con la consciencia a medio camino entre la sala del Concilio y la estancia de FrostCrag Spire?

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Vi a Teekeus de pie, a mi lado. Loredas estaba apoyado en la ventana. Yo estaba furioso por su mutismo acerca de su nombre y, entonces, él me pedía uno. Renunciaba al que tuvo en las tierras de Dagon y elegía uno nuevo. El día de la semana en que le encontré. Hincó la rodilla por segunda vez, jurando lealtad hasta la muerte. Teekeus sonreía. Sabía que Delmar no podría volver a ponerse al Concilio en el bolsillo después de esto. La improvisada ceremonia convirtió a Loredas en un miembro de mi casa. El fulgor iluminó la faz reptil de un Teekeus satisfecho que probablemente sabía más de lo que había revelado en el Concilio. La atmósfera estaba enrarecida. Una bruma comenzaba a formarse. -Es hora de volver. La puerta hacia el piso inferior se abrió y me vi desaparecer seguido por Loredas en busca de un báculo adecuado para él. Teekeus alargó un brazo invitándome a regresar al Concilio. Asentí con un leve movimiento de cabeza y noté una calidez creciente en las muñecas. La neblina se condensó y el mundo se contrajo. La confusión dio paso a la claridad de la consciencia en la sala. Abrí los ojos pesadamente, con pereza. El rostro escamoso me examinaba. -Ya estamos otra vez con los pies en el suelo, chico. Despídete de las argollas y del maldito globo. Por mi parte, espero que no vuelvas a verlo en tu vida. Él parecía despejado y ajeno a la experiencia. Sin duda, había pasado por trances peores. Leves murmullos nacían de las bocas sorprendidas y reverberaban calladamente en la cúpula nívea. No vi llegar al mago de batalla que examinó mi estado de salud. Su compañero desasió mis argollas y las de Teekeus. Hecho esto, se inclinaron respetuosamente ante el agregado del archimago, que se había acercado hasta la mesa. -Teekeus, querrás saber si te has salido con la tuya, ¿verdad? Raminus no le reprendía. Al contrario, conocía bien al curtido mago y parecía aprobar lo que acababa de hacer. Una declaración como esta sería recordada durante mucho tiempo. Y aunque era algo que el argoniano no soportaba, esto aumentaría su popularidad. Loredas estaba de pie y con los brazos cruzados. Se acercó a la mesa y se colocó junto a mí. Teekeus le parecía alguien curioso, y el argoniano había visto a tantos dremoras que tener uno delante no le importaba. En ese momento hizo algo que dejó sin aliento al Concilio. Se volvió hacia Loredas y le dio un apretón de manos. -Bienvenido, joven. Aprende rápido y no hagas demasiado caso a este montón de burócratas. Hizo una reverencia en dirección al archimago, giró sobre sus talones y caminó decididamente hacia el portal de salida. Nadie le detuvo. La sorpresa se había apoderado de todos y cada uno de los presentes.

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7. Settah (Los aprendices) El despacho del archimago no era espacioso. Lo iluminaban las velas de dos atriles y una antorcha. La pluma garrapateaba el papiro con soltura y gracia. La elaborada caligrafía completaba el párrafo que contenía mis órdenes. Una rúbrica sencilla remató el documento, que selló con lacre caliente y el símbolo del gremio de magos. Aníbal Traven alzó el rostro y me tendió el papiro enrollado. -Las votaciones del Concilio fueron ajustadas y sabes lo que eso implica. Los gremios están de tu parte, pero dos miembros del consejo no aprueban tus actos. Son magos influyentes que creen firmemente en sus convicciones. Su fuerza llega hasta las puertas del palacio imperial, no lo olvides. Por cierto, tus aprendices llegarán mañana a FrostCrag Spire. He elegido dos alumnos aventajados en alquimia que no ven la hora de comenzar tu programa avanzado. Instrúyelos con sabiduría. Respecto a tus órdenes… Asignaremos un protector a la torre durante vuestra ausencia. -El proyecto que tengo en mente les mantendrá ocupados, archimago. Aún queda tiempo para prepararles. -Así sea.

La cuenta atrás había comenzado. Sabía que me vigilarían. Oh, sí. El poder de Delmar rivalizaba con el del archimago tanto en la capital como en los ducados de Cyrodiil y las pequeñas provincias. Traven no me prevenía directamente contra él porque sabía que otras fuerzas actuaban en la sombra. Esos poderes habían llegado hasta el Concilio y habían manipulado el Glóbulo. También habían atentado contra mi vida. Y ahora debía responsabilizarme de dos aprendices, como correspondía a mi rango, seguir con mis deberes en el gremio y… satisfacer las dudas planteadas por el Consejo mediante unas órdenes que no podía cuestionar. Los Gremios y el Consejo habían consensuado unas pruebas de entrada para Loredas y se impuso que yo debía acompañarle como responsable directo. El consenso se registró en la memoria del Concilio y dio fin al acto extraordinario.

Loredas me esperaba en la torre. Le había contado vagamente que seríamos los instructores de dos aprendices del gremio en una fase importante de su educación. Yo había expresado mis reservas a Traven. Aún era pronto para comprobar la sociabilidad de Loredas… Quería que avanzara más con el idioma y también contarle de algún modo qué se esperaba de él. No tenía clara su integración en la sociedad cirodílica y todo ocurría precipitadamente. Había jurado protegerme, pero… ¿cómo actuaría con el resto de magos? ¿Y con el resto de humanos, khajiits y argonianos? Esa era mi verdadera responsabilidad y no imaginaba hasta dónde podía llegar. Tenía unas horas para hablar con él y asegurarme que comprendía sus tareas. Hasta ahora no se había negado a completar ninguna, aunque había una costumbre que no lograba quitarle por más que lo intentara. Montaba guardia en lo más alto de la torre durante las primeras horas de la noche. A veces bajaba, se internaba en el bosque helado y volvía con alguna pieza de caza. Si alguien nos espiaba no habría pasado por alto la vigilancia del dremora ni las incursiones nocturnas. Tendría que intentar convencerle de nuevo de acompañarle de día si le apetecía que fuésemos a cazar. La torre poseía potentes encantamientos que revelarían la presencia de un espía en su interior.

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Pero los que más me preocupaban eran los aprendices. Concretamente, su reacción ante su segundo instructor. Loredas había logrado aumentar el nivel de producción del jardín con un encantamiento que regulaba flujos controlados de lava en la sección dedicada al cultivo de ingredientes de Oblivion. Les enseñaría el encantamiento a los aprendices y les mostraría combinaciones de ingredientes de los planos del averno con los que preparar potentes pociones.

Le encontré examinando a conciencia el primer volumen de la Historia del Imperio. Al lado había varios papiros con palabras que se había traducido al daédrico para agilizar la lectura. Más de una vez había pensado en sugerirle una recopilación de esas notas para realizar un compendium daédrico-cirodílico que nos haría avanzar notoriamente en la investigación de los planos gobernados por Mehrunes Dagon. La llegada de los aprendices podría ser propicia también para eso. La ordenación de las notas sería una de sus tareas. Aunque un bibliófilo experto o un lingüista supondrían candidatos más acertados, Loredas necesitaba un motivo para implicarse con los aprendices. O más de uno. La cera colmaba los platos donde se asentaban las velas y formaba decenas de pequeñas estalagmitas que habían convertido la mesa en un peligro potencial de incendio. La concentración que nos impide ser prácticos alcanzaba también a los magos de Oblivion…

Aparté dos platos cuidadosamente y apagué varias velas. La interrupción y la disminución de la luz le hicieron advertir mi presencia. Aún tenía una de las negras uñas sobre una línea del texto. Le señalé la pequeña alacena que tenía en el estudio donde guardaba queso y frutos secos para las ocasiones en que el estómago no era una prioridad. Por el estado de la mesa, hacía horas que trabajaba. Probablemente no habría probado bocado. Yo no lo habría hecho en su lugar. En mi época de estudiante me había ganado muchas reprimendas por no comer. No era algo que no quisiera hacer. Tampoco menospreciaba los platos de nuestro cocinero. Sencillamente, los libros me absorbían demasiado. Habían pasado los años y seguían haciéndolo, pero la experiencia me había enseñado a tomar precauciones.

El día despertó tranquilo, pero FrostCrag Spire estaba lejos de la calma y el sosiego. “No te engañen los picos helados, su eternidad jamás se posa en corazones mortales”.

Sólo era un aprendiz cuando oí estas palabras por boca de Magnus. Siempre brillante, aunque humilde. Inspirador. ¿Qué impresión les causaré a mis propios aprendices? ¿Se sentirán seguros? ¿Esperarán más de lo que puedo enseñarles? Había tenido alumnos antes. Pero no aprendices. Los alumnos asisten al aula, escuchan atentamente; bien, unos más que otros… Y toman sus notas para superar pruebas que los calificarán como magos. Los aprendices toman apuntes para calificarse en la vida. El maestro debe proporcionarles conocimientos y una filosofía para vivir. Debe darles tareas que les inspiren y ser un guía inquebrantable que les muestre el camino. ¿Qué maestros había tenido Loredas? Qué rápido apagaron la luz que iluminaba sus pasos… Di un golpe sobre la mesa con el puño cerrado. Lo hice sin darme cuenta, así que el impacto de la madera de la mesilla me sobresaltó. Me llegó el eco de pasos en el piso inferior. Habían llegado.

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Oí primero un golpe, luego un pequeño estrépito y, después, lo que me pareció un amago de explosión. Alarmado, bajé las escaleras de caracol a trompicones, atropelladamente y saltándolos de dos en dos. Llegué al rellano de un salto, exhausto, pero con los nervios a flor de piel. La escena que presencié me dejó los ojos abiertos como platos. Loredas tenía a un joven debajo de cada brazo. Me miró impotente, buscando clemencia, y sin saber qué más podía hacer para inmovilizar a los sorprendidos aprendices que acababan de atacarle. O, al menos, eso habían intentado. “Maldita sea”. Pensé, enfurecido. “No les han dicho nada”. Aunque la sangre me bullía en las sienes, intenté calmarme y hacerme dueño de la situación. Me dirigí a Loredas con aplomo y en su idioma natal con una frase sencilla: Naher da imhorz. “Ya puedes soltarlos”. Los dos jóvenes alzaron la vista hacia su captor, con los ojos muy abiertos, para volverse a continuación hacia mí. Les costaba creer que las palabras que acababa de pronunciar hubiesen salido de mi boca. Un dunmer hablando en el idioma del enemigo… Y, supuestamente, con el enemigo en casa. No podía culparles, y sabía que tenía que transmitirles calma, confianza y, sobretodo, seguridad. -Le he pedido que os suelte. Este dremora no es vuestro enemigo, y tampoco es una invocación. Vive en esta torre, conmigo. Soy consciente que no os han contado nada sobre él, pero tranquilizaos, todo está bien. Los aprendices eran poco más que adolescentes. En lo que habían vivido de guerra, jamás habían oído a uno de los suyos pronunciar una sílaba en el idioma con el que se comunicaban los dremora. Cuando Loredas les dejó en el suelo, uno de ellos habló: -Yo… Nosotros no… No sabíamos que… Y nunca habíamos visto un… un… La joven maga que estaba a su lado le fulminó con la mirada y le reprobó algo ininteligible en voz baja. Vi reír al dremora. Era evidente que podía seguir cualquier murmullo a la perfección. Fue ella quien retomó el discurso del azorado aprendiz: -Maestro. Lo que Ios quiere decir es que lo sentimos. Es cierto, nadie nos ha avisado de la presencia de un dremora en esta torre. Maestro, te rogamos que aceptes nuestras disculpas y que nos aceptes como aprendices. Aunque le temblaban las piernas, la joven se recompuso y se arrodilló, pero siguió hablando mirándome y sin pestañear. -¡Perdónanos, Maestro! Ios imitó a su compañera y cayó de rodillas a su lado, mirando el suelo. A Loredas le asombraba el comportamiento de los jóvenes. Por su expresión, parecía que no sabía qué esperar de ellos. -Levantaos los dos. Bienvenidos a FrostCrag Spire. Siento que hayáis tenido una llegada accidentada. El dremora que tenéis delante me salvó la vida una vez.

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Poco a poco, se levantaron y la angustia comenzó a desaparecer de sus rostros. -Pedí a vuestros profesores que os avisaran de la presencia de Loredas. Como os he comentado antes, no es un enemigo. Ahora vive en esta torre y presta un gran servicio al gremio. Sin sus valiosos conocimientos, mis proyectos no habrían avanzado tan rápidamente y es posible que a vosotros os hubieran elegido otro destino para completar vuestra formación. Aún estaban conmocionados. Probablemente era el primer dremora vivo que veían. Decidí que movernos y caminar un poco relajaría su ánimo y nos ayudaría a resolver la situación. Seguí hablando mientras atravesábamos la amplia planta baja de la torre. Me dirigía a la entrada del ala oeste, el lugar ideal para acomodarles, pues había varias habitaciones desocupadas. La pronta llegada de los Ios y Maetze me había impedido preparar las habitaciones como era debido, pero la actividad nos distrajo y nos ayudó a establecer un pequeño vínculo. Quise que Loredas se quedara para que se acostumbraran a él. Adecentamos dos habitáculos con rapidez desempolvando sábanas y mantas, despejando armarios y cajones, barriendo, sacudiendo el polvo de las alfombras… Luego nos ocupamos de las cansadas bestias del carromato que habían utilizado para su viaje. Les preparamos un mullido suelo de paja y rellenamos los bebederos. Mientras Maetze retiraba las bridas del caballo más rechoncho, se quedó con las tiras de cuero en las manos, observando a Loredas mientras daba de comer al otro animal. La expresión tranquila y confiada de la bestia le hizo hablar en voz alta: -Los animales no mienten. Se volvió hacia mí, ilusionada. -¿Verdad? Maetze había comprendido que el demonio que se suponía que era Loredas jamás la atacaría. Aunque no conocía la historia del dremora, se había dejado llevar por la intuición. ¿Era esto lo que me había ocurrido a mí en la fortaleza de Skingrad? ¿Actué siguiendo mi instinto? -Claro que no. Los animales nunca mienten. La caminata de vuelta a la entrada de la torre constituyó un ejercicio que todos agradecimos. La cena fue copiosa y descubrí que Ios gastaba un hambre lobuna. En ese aspecto, haría buenas migas con Loredas, aunque habría que reforzar la despensa, ¡desde luego! El ánimo había cambiado, los dos jóvenes estaban de buen humor y parecían satisfechos. Les seguía pareciendo increíble estar al lado de un dremora, comer junto a él tranquilamente y compartir tareas como con cualquier otra persona. Me observaban con curiosidad, con mil preguntas que no pronunciaban. Cuando terminamos la comida, les anuncié que el día siguiente se presentarían oficialmente y comenzarían su programa de alquimia avanzada. También les proporcionaría las normas que deberían respetar mientras durase su estancia en la torre. Me levanté y comencé a recoger cacharros. Recogimos la mesa entre los cuatro y nos retiramos a nuestras habitaciones. Todo había ocurrido con rapidez y no estaba habituado a ser el anfitrión de las veladas. Tendría que acostumbrarme, pues en los días sucesivos debería presidir las cenas, programar las actividades del día y de la semana y adaptar nuestra economía y aprovisionamientos. Con dos personas más a mi cargo, las presas de Loredas y los frutos del huerto ya no bastaban.

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El gremio cubriría los gastos, pero mi vida cambiaba una vez más. Mi existencia solitaria de los últimos años como erudito en esta torre, alterada únicamente por mis contribuciones en la guerra en forma de estudiadas incursiones a los planos del averno, había dado un gran giro a raíz de los acontecimientos recientes. Desde que saqué a Loredas de la ciudadela de Skingrad había cambiado mucho. Los dos lo habíamos hecho. Volver a tener un amigo y un compañero, alguien en quien confiar. No había tenido eso desde que mi primo, al que consideraba mi hermano, abandonó el campamento Ashlander donde crecimos. Podía contar con Loredas para casi cualquier cosa, pero seguía siendo muy reservado con su pasado. Los largos años de soledad no me convertían en el conversador ideal, así que las ocasiones en que intercambiábamos más palabras eran las clases de cirodílico que él absorbía con avidez. Sin duda, era un alumno brillante, pero su capacidad también me hacía preguntar si la compartía con el resto de dremora. Un grupo de magos así… No quería imaginar lo que podían llegar a hacer. El dremora me sacó de mis cavilaciones. Quería saber por qué no habían avisado a Ios y Maetze. La verdad, yo también quería saberlo. Tenía que contenerme y no transportarme hecho una furia al despacho del consejero del archimago. Había que pensar con calma, pero el ambiente gélido que abrazaba la torre no me ayudaba. Y tampoco se me contagiaba. -Después de… ¿juicio? Envían aprendices. Pero no dicho nada de mí. ¿Traición? Esto sí que me dejó helado. Era una palabra que no me había atrevido ni a pensar. Traición. Era evidente que alguien se esforzaba en acabar conmigo y, además, apoyar los argumentos de Delmar en el Concilio. La sospecha podía alcanzar a cualquiera. Podía ser cualquiera. Y sólo había una persona que podía disipar una parte de mis dudas: Teekeus, el líder del gremio de magos de Chorrol. El único que, a mi parecer, había actuado con sabiduría durante el Concilio, dando un portazo en las narices a todo aquél que quisiera seguir con la caza de brujas. -Sí, Loredas, tenemos un saboteador en la Universidad Arcana y no será fácil descubrirle. De momento poco podremos hacer, pues tenemos que concentrarnos en las órdenes que he recibido del archimago. Para que te acepten en el gremio y puedas actuar como instructor aquí, en la torre, tienes que pasar unas pruebas de admisión. Todos las hemos pasado, créeme. En ese momento me di cuenta de que mi expresión debía ser sufrida, pues Loredas me estudiaba detenidamente. Desenrollé el pergamino que Aníbal Traven había firmado el día anterior y leí en voz alta: -“Por orden del archimago en funciones y de los miembros del consejo, el dremora que recibe el nombre de Loredas se dirigirá las Cuevas del Solsticio, en la frontera de Skyrim, para averiguar el paradero de dos miembros del Gremio que no han enviado informes desde Última Semilla: el mago de batalla Aroul Artan, y un experto en magia Telvanni, Dertheloth Aravanim. Se espera un informe satisfactorio durante los últimos días de Fuego del Corazón”. Respiré hondo, parecía una misión como cualquier otra. Las desapariciones no eran algo extraño. Y más en una época agitada como la que vivíamos. Aunque había guerra, las zonas fronterizas del imperio siempre habían sido problemáticas. Cyrodiil se había construido arrebatando tierras a otros territorios. Las montañas de Valus protegían Bruma y FrostCrag Spire, pero las poblaciones y asentamientos imperiales que se encontraban más allá del Paso Pálido, no estaban tan a salvo de las incursiones norteñas, cada vez más frecuentes desde que Mehrunes Dagon había desafiado a la dinastía de los Septim.

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8888. . . . SanctumSanctumSanctumSanctum

Releí las órdenes de Traven mentalmente y guardé el rollo en un estante del estudio. Estaba sentado, mirando distraídamente por la estrecha ventana, cuando un movimiento entre los árboles atrajo mi atención. Duró menos de un instante, pero me dejó intranquilo. Aún era temprano, pero ya tenía que comenzar a pensar en el desayuno. Bajé hacia la cocina. Cada vez que lo hacía el mismo pensamiento acudía a mi mente: necesitaba un ayudante, o un cocinero. La cocina no se me daba nada bien, y aunque Loredas no era exigente, Ios y Maetze estarían acostumbrados a los más que correctos platos de la Universidad Arcana. Al entrar, mi sorpresa fue mayúscula. Maetze se había apoderado de los fogones y los cacharros y estaba preparando una masa con Loredas. Aunque abría la boca para darles los buenos días, no lograba articular palabra. Cuando me di cuenta, vi a Ios a mi lado y tenía los ojos más abiertos que los míos. Me miró buscando una respuesta, pero al ver mi cara no se atrevió a preguntar nada. Maetze nos vio en el dintel y nos saludó con energía. –Maestro, Ios, ¡buenos días! Quería daros una sorpresa; estoy preparando un bizcocho. Una especialidad de Skaal. ¡Espero que os guste! Loredas estaba batiendo la masa como si preparase una mezcla alquímica. Para él debía haber poca diferencia. – ¡Qué bien se te da! – Exclamó Maetze. –Mañana podríamos hacer bollos…– Ios y yo nos sentamos religiosamente en la mesa, incapaces de contradecirla. –Siempre ha sido así. Al menos desde que la conozco— Dijo Ios. –Su padre la trajo de Skaal a los nueve años y hemos ido juntos a la escuela desde entonces. – La iniciativa de Maetze era envidiable. A su edad, yo estaba tan cohibido como Ios. En mi caso, el que había llevado siempre la iniciativa era Zimnel. Yo le seguía a todas partes. Era mi primo, pero se comportaba como si fuese mi hermano mayor. Aunque nos llevábamos cuatro años, le gustaba cuidar de mí. Se sentía responsable de “su hermanito”. Y de algún modo, Maetze se sentía responsable de Ios, pero no eran ni parientes lejanos. En verdad formaban una extraña y curiosa pareja. Loredas había puesto a cocer la masa bajo las atentas instrucciones de Maetze y se sentó a mi lado a esperar. No pude reprimir la pregunta: – ¿Sabes cocinar? – ¿Qué es cocinar? Ios estalló en carcajadas, y acto seguido, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, bajó la cabeza colorado como un tomate. –Pues cocinar es lo que hemos estado haciendo hasta ahora. – Aclaró una sonriente Maetze. Un ligero ruido se convirtió en un temblor acusado que parecía amenazar los cimientos de FrostCrag Spire. Una de las protecciones mágicas de la torre había saltado y daba la alarma.

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– ¡Quedaos aquí, no os mováis! ¡Loredas, quédate con ellos! El dremora, que ya había hecho ademán de saltar, listo para la carrera, se contuvo y se quedó donde estaba. Abrí la puerta y subí escaleras arriba, hacia la planta baja. Si había un intruso tenía que estar allí. Y si había llegado más lejos, la segunda alarma se retrasaba. El aviso no llegó, la planta baja estaba desierta. Si el intruso no había entrado, esta era otra clase de advertencia. Quienquiera que fuese, era lo suficientemente hábil para manejar protecciones mágicas, pero no lo suficiente como para anular las de alto nivel. Y sin duda, las de FrostCrag Spire lo eran.

El atacante nos decía que quizás no estábamos tan seguros y que conocía nuestro paradero. Me encontraba entre la espada y la pared. Pronto tendría que acompañar a Loredas a las Montañas de Valus y no me fiaba del instructor suplente que podía enviar el Gremio para supervisar los progresos de mis aprendices. Sólo tenía dos opciones: cancelar la prueba de Loredas, hecho que complicaría todavía más su entrada en el gremio, o llevar a Ios y Maetze con nosotros, una elección poco segura, pues desconocía el grado de dificultad de la prueba. Hacía años que nadie pisaba las Cuevas del Solsticio o el Sanctus excepto los eruditos que habían desaparecido, y no era un pensamiento alentador…

Aún quedaban unos días para el inicio de la prueba y tenía tiempo para pensar, comenzar el programa de alquimia y comprobar qué conocimientos había adquirido mis aprendices en la Universidad Arcana. También esperaba tener la ocasión de visitar a Teekeus en Chorrol, con quien había deseado hablar desde que terminó el Concilio.

Volví a bajar a la cocina y tranquilicé a Ios y Maetze. No habíamos tenido desperfectos, ni una sola grieta en la pared. Rescatamos lo que pudimos del desayuno y comimos en silencio. Les di instrucciones a los aprendices para que se dirigiesen al laboratorio de prácticas, un estudio que se había convertido en el aula principal por su amplitud. Loredas dispuso una mesa con los aparatos necesarios: mortero, alambique, calcinador y retorta. Elegimos los ingredientes entre los dos y concluimos que lo mejor era comenzar con pociones defensivas utilizando elementos asequibles en el entorno. Aunque las inmediaciones de la torre eran, en su mayor parte, hielo y nieve, florecían pequeñas plantas con propiedades que, combinadas, eran beneficiosas para el practicante de la alquimia. Y en este campo, era importante saber distinguir. La más ligera variación en el tono o color de una hoja o tallo podía significar un cambio radical en las características de una poción que podía causar incluso la muerte. Por ello, el estudio de los ingredientes ocupaba la mayor parte del tiempo de los principiantes, así como la memorización de las cantidades exactas que debían utilizarse en cada receta. Los tiempos de cocción y la etapa de decantado y filtrado formaban parte de la fase final del proceso de elaboración y costaban menos de aprender. Los dos aprendices tenían los ojos puestos en las sales de escarcha que había sobre la mesa. Era un ingrediente difícil de conseguir, pues sólo se encontraba en la piel de los gigantes de hielo creados por los príncipes daédricos. Los atronachs de hielo no eran comunes, pues sólo se habían visto protegiendo algunos santuarios en zonas agrestes de montaña. Lo más común era que se les invocara como guardianes, aunque su fidelidad era voluble y su inteligencia, muy primitiva. Junto a las sales, había colocado pedazos de patata, ajos y pulpa de raíz de campanilla. No reconocieron la combinación para fabricar un escudo de escarcha. Tenían claro que el elemento clave eran las sales, pero el aglutinante se les escapaba. Loredas les señaló el resto de ingredientes y les dio una porción ajustada de cada uno para que empezasen a machacarlos en el mortero.

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–Escudo helado, protege contra hechizos de fuego. Tomar antes de batalla. Los dos hicieron buen uso de sus plumas y tinteros y apuntaron con presteza la

receta que acababan de aprender. En una guerra la protección era esencial. Les enseñé que el escudo podía fabricarse tan solo con los elementos que conformaban el aglutinante. No sería tan potente, pero sin duda les protegería lo suficiente como para aguantar unas cuantas bocanadas de fuego. Loredas insistió en que preparasen la poción de los dos modos, pues las sales sólo las vendían en lugares selectos o las poseían magos poderosos o alquimistas expertos. En el lugar del que él procedía, invocar un atronach y destruirlo para obtener el ingrediente era lo habitual, pero no era algo que desease contar. Mostraba el lado práctico de una disciplina que conocía y eso le convertía en un buen profesor para mi sorpresa. Revisamos el proceso de preparado y dejamos la cocción para la próxima clase, pues podía llevar una mañana entera o una tarde, y lo mejor era combinarla con otras tareas turnando la vigilancia de los calcinadores y alambiques.

Las sesiones alquímicas se sucedieron con éxito y la fecha para la prueba de

Loredas se acercaba cada día más. Pronto partiríamos hacia las Montañas de Valus y debía tomar una decisión. No habíamos vuelto a sufrir ataques, pero no había bajado la guardia. Mi elección cobraba forma, pero me negaba a aceptarla. “No puedo exponerles aún a peligros desconocidos.” Necesitaba hablar con alguien de ello, y ese alguien estaba lejos. Aunque odiaba el transporte mágico, no me quedaba otra alternativa si quería hacer una visita nocturna al gremio de magos de Chorrol.

Sin que me hubiese dado cuenta, Loredas se había apostado a mi lado. No podía saber adónde me dirigía. No le había dicho nada. Era inquietantemente discreto, silencioso y callado. Se había colocado una capa amplia con capucha. Era su manera de decirme que me acompañaba, pero se lo pregunté para probarle:

– ¿Sabes dónde voy? –Teekeus.

A estas alturas ya no sabía si me leía el pensamiento o si mi actitud había llegado a ser previsible para él. Mientras ascendíamos hacia la parte más elevada de la torre, el lugar que albergaba las plataformas de transporte, el silencio se convirtió en una masa palpable y opresiva. Él lo notaba, pero le costaba arrancar una conversación. En este momento tampoco yo sabía qué decirle. Podíamos hablar de la clase, de nuestros aprendices, de los ingredientes que usaríamos en la siguiente sesión… De tantas cosas… Aunque agradecía su compañía, sentía que acudía a mi lado por el deber de protegerme que se había auto impuesto y, en ocasiones, eso me incomodaba. Ésta era una de esas ocasiones. Los escalones hacia los cubículos se me hacían eternos y, de repente, habló. –Ellos no asustados.

– ¿Qué? ¿Saben lo de tu prueba? Cada vez que me decía algo era para soltar verdades como templos. Quizás por eso fuese tan parco en palabras, pero el hecho que hubiera hablado con los aprendices de su prueba me dejaba atónito. –Querer venir. Tú ser luz para ellos. –Yo… no sé que decir.

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Y era cierto. Incluso me había detenido por pura perplejidad. ¿Tanto respeto les imponía a mis alumnos que intercambiaban antes sus impresiones con Loredas? A sabiendas que no podía comprenderles perfectamente… Y a este respecto estaban los dos de mi parte. Me alegré por ello. Me alegré por Loredas. Le habían aceptado. Abrí el portón del habitáculo superior de la torre. Habíamos llegado. Por si me había recuperado de sus palabras, se aseguró de volver a sorprenderme cuando subimos a la plataforma que nos llevaría a Chorrol en pocos instantes. –También ser luz para mí. Motivo para vivir y volver a morir. El transporte se activó sin darme tiempo a reaccionar o responder y una luz cegadora dejó paso a la desagradable y nauseabunda sensación que sufría cada vez que utilizaba las plataformas. Me apoyé en el báculo e intenté dar dos pasos a derechas sin conseguirlo. Busqué un segundo punto de apoyo y encontré el hombro de Loredas, quien me hizo sentar en el banco más cercano a la plataforma del gremio de magos de Chorrol. Agradecí el momento de tranquilidad sentado en ese banco. Sin duda, Teekeus ya habría detectado nuestra llegada, pero acostumbraba a dejarme unos minutos de gracia antes de encontrarnos. Loredas no se bajó la capucha. Sabía que Teekeus sería el único que no se sorprendería al verle. Mi organismo se recuperó casi por completo y me volví hacia el dremora para que viese que mi cara había vuelto a tener el color que debía. Un aprendiz nos dio la bienvenida y nos llevó a una pequeña salita donde nos esperaba una mesa austera, tres asientos y unas tazas de caldo humeantes. El líder del gremio de magos de Chorrol no nos hizo esperar demasiado y se sentó a nuestro lado. Loredas torció levemente el gesto ante un nuevo y extraño sabor, aunque no me pareció que le desagradase. Tras los saludos de rigor y unos sorbos del casi ígneo líquido (el paladar del argoniano no parecía notar el exceso de calor), Teekeus se dirigió a mí con voz grave: –No recibo muchas visitas, Dartz, pero si he de serte franco, como acostumbro aunque a algunos les pese, la tuya la esperaba. Sin embargo, es una sorpresa volver a ver al joven de tez oscura tan pronto. Teekeus observó a sus invitados con atención sin ocultarles el evidente escrutinio, pues sabía que la curiosidad era mutua. Tenía ente sí a dos seres con pesadas cargas sobre sus almas unidos por un extraño, y quizás casual destino. Los experimentados ojos del argoniano habían aprendido a no creer en la casualidad y probablemente menos aún en el destino. Sus ojos cansados habían presenciado conspiraciones, innumerables batallas, inesperadas traiciones, cambios de poder… y algún que otro pequeño milagro. El hastío había acabado coronando una personalidad mordaz que renegaba de los círculos de influencias y de los cargos que significaran volver a ellos. El caldo surtió su efecto y, reconfortado por el calor, me dirigí de nuevo a Teekeus. –Tú también crees que el Concilio lo pidieron los detractores de Traven, ¿verdad? –Salta a la vista. Y me parece que tienes algo más que contarme además de corroborar lo que ambos sabemos.

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–He recibido un ataque en la torre, Teekeus, un lugar considerado más que seguro por el gremio de magia. Ahora ya no sé qué creer… – ¿Puedes describirme ese ataque? –Tuve un presentimiento antes de que ocurriera. Acababa de instalar a mis aprendices y la noche había transcurrido sin incidencias, pero en mi interior había algo que no encajaba. Después de todo lo que había pasado, no podía ser que de repente se olvidasen de nosotros. Yo esperaba dremoras que viniesen por Loredas, incluso un aviso de muerte de la Morag Tong. Y nada. Dos semanas sin ninguna señal después del Concilio. Fue ayer por la mañana. Un ligero temblor, casi no se notaba. Fue haciéndose cada vez más fuerte y de algún modo sabía que esto solo ocurría en la torre y que además, era un aviso. ¿De quién? No sabría decirlo. Las protecciones de la torre son antiguas y el que nos atacó quizás las conocía, pero no estoy seguro. Teekeus se quedó pensativo y apuró su taza de caldo especiado. El aprendiz trajo una nueva bandeja, esta vez acompañada de algo sólido. Aunque eran altas horas de la noche, la conversación me había dado apetito. Loredas no había dicho palabra, pero no desdeñó los bollos caseros. Quizás le recordasen a los que había preparado Maetze. –Harían falta varios magos para quebrantar las defensas de Frostcrag Spire, joven. Magos espía, Morag Tong… a saber a quién han acudido tus enemigos. También te habrán enviado espías. –He percibido su presencia varios días, sobretodo cuando Loredas sale a cazar. No pude evitar lanzarle una mirada reprobatoria al dremora, mirada que acabó en su taza de caldo, sabiamente esquivada. –Y temes por tus aprendices si les dejas allí, ya veo. En primer lugar… si abandoné el Concilio fue porque desprecio la burocracia injustificada, ya lo sabes. Aunque desde mi punto de vista, casi toda la burocracia lo está. A Traven no le quedó otro remedio que celebrar el maldito Concilio. Le falta mano dura, eso está claro, y en los tiempos que corren… El enemigo busca cualquier brecha que le sirva para destruirnos, y si seguimos dando prioridad a las guerras de intereses perderemos la otra guerra, la que cuenta, la que nos está diezmando, maldita sea. Llévalos contigo, Dartz, pero no al interior de la morada. El patio se creía un lugar deshabitado hasta que Aroul Artan y Derveloth Aravanim desaparecieron. Dentro puedes esperar encontrar cualquier cosa, bandidos y peor escoria. – ¿Hay noticias de nuevas incursiones norteñas en las Cuevas del Solsticio? –Esas noticias debían traerlas Arthan y Aravanim. Yo diría que su ausencia las confirma. –Si al menos tuviera un mapa, aunque fuera antiguo, de las Cuevas… –Las Cuevas, como las llamas, fueron una vez una residencia que se construyó como antesala de las cavidades por los mismos Ayleid. Antes de que nuestro amado Imperio reconvirtiera la morada en altar para los Nueve Divinos, esas paredes vieron rituales y oyeron hechizos arcanos que despertarían la codicia de conocimiento de más de uno. Probablemente Traven quiera tener controlado el lugar para preservarlo de los necromagos.

– ¿Disponemos de algún tipo de información sobre antiguos asentamientos Ayleid? No puedo creer que esté todo en Cyrodiil… no puedo buscar allí.

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– Cierto, demasiados ojos, aunque después de este viaje deberás volver para enfrentarte a ellos, chico. Los Ayleid… Terribles y magníficos a la vez. Destruidos por su propia sed de poder. Nos dejaron muchos misterios, quizás demasiados. Existe una recopilación de cartas entre comerciantes muy antigua. Se dice que es una copia de cartas de la era de decadencia Ayleid, cuando la raza dejaba estas tierras y sus fortalezas comenzaban a ser ocupadas por gobiernos, gremios y otros indeseables. En esa época la nigromancia no estaba prohibida y se establecieron muchos pactos. Acuerdos que hoy en día siguen teniendo influencia.

No podía creerlo. Pactos con los necromagos. La más despreciable de las variantes de magia, y a cuyos practicantes activos considerábamos criminales. Otros tiempos, sin duda, y tabú en la Universidad Arcana, pero no aquí, donde la simple conversación con el líder del gremio a quien nadie parecía escuchar o tener en cuenta, se revelaba como conocedor de una época prohibida que muchos se habían afanado en esconder.

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9. Nartuk (Asesinos)9. Nartuk (Asesinos)9. Nartuk (Asesinos)9. Nartuk (Asesinos) La nigromancia parecía proceder de las etapas más antiguas de la magia y, sobre todo, del culto a los muertos. En la sociedad cyrodíilica donde yo había crecido y recibido educación, estaba mal vista y era una practica perseguida, tabú. Los muertos debían ir a un lugar mejor, junto a los Nueve Divinos, según las creencias de los imperiales, la raza que actualmente predominaba en Cyrodiil. Así lo habían establecido los propios imperiales, construyendo ermitas y catedrales, con las imágenes y las estatuas de las deidades por doquier y así lo habíamos aceptado el resto, con el único ánimo de vivir en armonía y olvidar diferencias y antiguos rencores. Se nos enseñaba qué era lo correcto desde nuestra más tierna infancia, y nos creaban unos patrones de conducta sociales que provocarían la inmediata aceptación del colectivo en el que vivíamos. Puede parecer impositivo, pero nos permitía vivir en paz, tras muchos siglos de guerra y xenofobia. Yo había nacido en la provincia de Morrowind, en Vvardenfell, un lugar completamente distinto a Cyrodiil. Allí se veneraban otros dioses y se practicaban disciplinas de magia que jamás serían aceptadas en las tierras de los Nueve Divinos. Quizás la nigromancia naciese en los dominios de los Telvanni, de quienes me había hablado mi primo Zimnel. Casi todo lo que se de mi propia tierra natal me lo ha contado él, pues me separaron de ella de niño, durante las tempestades rojas que habían provocado terribles epidemias en toda la provincia. El Blight, una enfermedad letal, había diezmado a una parte importante de la población. A los niños nos enviaron a tierras seguras, donde la epidemia no nos alcanzaría. Sin embargo él se quedó, no le encontraron. Todavía no comprendo cómo logro sobrevivir. No me lo quiso contar cuando volvimos a encontrarnos, años después, en la Universidad Arcana, donde pude conocer mucho más de mi cultura gracias a los volúmenes que se había traído de Balmora, un lugar que describió como ideal para vivir allí, en Morrowind. Uno de esos volúmenes describía las distintas casas que predominaban en la provincia. Cada una gobernaba sus propios territorios y poseía su propia cultura y estilo de vida. Entonces comprendí que nuestras familias habían pertenecido a la casa Redoran, y que más tarde se habían independizado en asentamientos nómadas. Así encajaban mis recuerdos de las tiendas, las reuniones en círculo alrededor del chamán, los cánticos de las madres pidiendo salud y los bailes de nuestros padres clamando presas y lluvias abundantes. También aprendí que descendíamos de Veloth, el dios al que habían seguido en procesión nuestros antepasados, y que nuestra piel color ceniza se debía al castigo de una diosa justa. Durante un tiempo absorbí con avidez todo lo que pude encontrar sobre mi raza, los dunmer. Redoran, Telvanni, Indoril… Nombres que hasta mi adolescencia me habían sido totalmente ignotos, cobraron relevancia y significado. Morrowind, una tierra con una tradición de veneración hacia los antepasados, tenía que estar relacionada con el origen de la nigromancia.

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Teekeus nos llevó hasta un habitáculo especial del gremio de magia de Chorrol, una pequeña biblioteca abarrotada de volúmenes, pergaminos y viejos papiros. También vislumbré losetas de piedra y algunos bajorrelieves sueltos con inscripciones rúnicas, conservados en pilas ordenadas. Mis ojos curiosos se distraían con cada detalle mientras intentaban no perder de vista al argoniano y a Loredas, que le seguía solo dos pasos por detrás. Nos detuvimos frente a una trampilla que se encontraba en el extremo de la habitación, en la planta baja. El sonido de la llave al girar dio paso a un crujido y a una serie de chasquidos que parecían proceder del sótano en el que nos disponíamos a entrar. Teekeus levantó la tapa y nos deslizamos por el orificio rectangular. Unas escaleras sólidas recibían mis pasos inseguros, que recordaban su última experiencia en un subterráneo, durante la huída con Loredas. Aunque nuestra situación era completamente distinta, no podía quitarme de la cabeza la luz rojiza de los ojos vacíos del guardián que casi había acabado conmigo ese día. Al terminar el descenso seguimos avanzando por un corredor estrecho hasta llegar a una puerta enmarcada en una entrada sin adornos rematada con una única inscripción: “Bienvenidos los que poseen sed de conocimiento. Ésta es vuestra casa”. El líder de gremio hizo girar la llave dos veces y, acto seguido, colocó la palma escamosa sobre la madera añeja, cuchicheó un hechizo y no se movió hasta que oyó un ligero chasquido. Un resplandor casi imperceptible rodeó los cantos de la entrada y, solo entonces, Teekeus retiró la llave. Nos encontrábamos en un curioso y espacioso cuarto circular con una cúpula por techo. El estilo me recordó a la arquitectura de las bóvedas en las que se celebró el Concilio.

– Lo encontraron los fundadores del gremio, Dartz. Casi todos los gremios de magia se asientan sobre construcciones aylédicas. – Reveló Teekeus.

– Magnus traspasó ese conocimiento a los líderes de gremio de su confianza. Lo que albergan estos lugares es la herencia de aquellos con los que firmamos la paz hace siglos. Una paz que no hubiera sido duradera si hubiésemos abierto estas puertas a todos los hambrientos del saber. Pero las actuales circunstancias han trascendido a los viejos temores, y desde luego, mucho de lo que saldrá a la luz no gustará… Nada de nada.

Al parecer, antes de su marcha, los Ayled, los magos tecnócratas que habían arrasado a su propia prole con líderes enloquecidos y ebrios de poder, habían cedido el dominio de Cyrodiil a los imperiales y tan sólo confiaron los restos de sus secretos a los magos, a quienes consideraban lo más próximo que podían tener a un igual. Durante mi etapa de estudios en la Universidad Arcana siempre he había preguntado adónde habían ido los Ayleid y por qué tan pocos de los nuestros se dedicaban al estudio de lo que la poderosa cultura había dejado. El gremio de Arqueología siempre había sido minoritario y dependiente del de magia. Magnus lo había fundado y actualmente se mantenía por respeto a su memoria, pero sus integrantes decían sentir verdadera pasión por sus estudios y atesoraban cada descubrimiento en vitrinas y espacios especialmente construidos para ellos. Aunque no estábamos muy pendientes de las excavaciones comprendía que no era algo que interesase difundir en el estado de alerta continuada y guerra abierta en que nos encontrábamos desde hacía años.

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Estar junto a Teekeus en este lugar y oír al reservado y parco mago revelarme el verdadero origen de nuestros gremios, me hacía evocar mis preguntas de estudiante. El argoniano había colocado sobre una mesa varios volúmenes empolvados y unos pergaminos amarillentos. –Mapas– Dijo Loredas mientras desplegaba uno de los rollos. –Tendrás que hacer una copia– sentenció Teekeus. –Comprendo que no puedan salir de aquí… Gracias, Teekeus. Pasamos el resto de la noche allí, leyendo las copias de la correspondencia entre comerciantes que frecuentaban la frontera y los alrededores de las tierras que rodeaban el Sanctus. Copiamos los mapas de la antigua casa y caí en la cuenta de que nos convendrían las interpretaciones de un lingüista experto. Los magos de batalla debíamos combinar nuestra formación teórica y la adquisición de conocimientos con el combate mágico y también el combate con armas de filo. En un estado de alerta pocos se interesaban por las lenguas, y nos solíamos especializar en conocer al enemigo. De ahí mi interés en el idioma daédrico. Pero al antigua lengua y runas Ayleid… esto me sobrepasaba, y las anotaciones de los mapas no estaban traducidas. Teekeus apareció con la cena, pergaminos en blanco para las copias, varias plumas y un tintero. Nos ayudó a copiar pasajes y esquemas, y Loredas se hizo un documento con todas las anotaciones en aylédico, imaginé que con la esperanza puesta en encontrar un intérprete o en darle uso durante la incursión en el Sanctum. ¿Serían todos los magos dremora tan previsores como él? La luz de las velas menguaba y nuestros rostros cansados clamaban descanso. Los tres estábamos agotados y ya hacía rato que habíamos consumido los alimentos que nos habían mantenido activos. Era hora de abandonar la sala circular y regresar a nuestra torre, donde apuraríamos las últimas horas de la madrugada para concedernos un breve descanso. Desperté sobresaltado, Loredas me zarandeaba con gesto y expresión apremiantes. Con su habitual gravedad en el rostro, me decía que debía apresurarme, faltaban dos horas para la salida del sol y debíamos realizar una breve parada en el gremio de Arqueología antes de partir hacia las Montañas de Valus, pues necesitábamos consultar los comentarios en aylédico que no podíamos interpretar. Bajamos por las escaleras hasta la cocina, donde nos esperaban Ios y Maetze con un desayuno rápido. Los dos aprendices estaban emocionados y a la vez sorprendidos de iniciar un viaje con Loredas y conmigo, todo había sucedido muy rápido y, aunque no decían nada, sabían que habíamos pasado parte de la noche fuera y que, por ello, estábamos cansados. Habíamos empezado a preparar las provisiones y las monturas desde hacía días, así como varias mudas de ropa, algunos enseres de cocina, y telas gruesas para improvisar camas, ya que seguramente dormiríamos al raso varias noches. Llevábamos todo lo necesario para un viaje de un mes aproximadamente, incluso varios cántaros de agua atados a las yeguas por si tardábamos en encontrar arroyos o fuentes. Aun así, llegaría un momento en que deberíamos proveernos de carne y agua por el camino, probablemente a la vuelta, pero eso no tendría que suponer ningún problema con dos magos experimentados en el equipo.

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Así comenzó nuestra andadura hacia el Sanctum, las ruinas en las que supuestamente se hallaban los dos magos perdidos del gremio, Aroul Arthan y Dertheloth Aravanim, y la primera parada estaba a medio día de viaje, pues por suerte, una delegación del gremio se había establecido en Bruma, cubriendo la zona de las Montañas de Jerall, que también albergaban la torre FrostCrag. La sierra que conformaban las Montañas de Jerall era muy cerrada y tenía pocos pasos, y eso daba cierta seguridad a las pocas poblaciones que se habían aventurado a establecerse tan al norte, donde el clima y las duras condiciones limitaban el crecimiento de cualquier pueblo. Bruma tenía murallas gracias al imperio de los Septim, y la presencia de sus soldados se hacía notar a pesar de estar tan lejos de la capital. Llegamos a las murallas de la ciudad norteña a media tarde, cuando el sol lanzaba rayos mortecinos a través de un cielo nuboso. Loredas llevaba el rostro cubierto con la capucha de su capa y se apoyaba en su báculo para simular más edad, pues raramente los guardias o los parroquianos molestarían a un anciano probablemente enfermo si evitaba descubrir su rostro. Nos dirigimos hacia el gremio de Arqueología, una casa mediana con una runa en el cartel que colgaba cerca de la puerta de entrada. Alteus, el líder del gremio, nos recibió con una amplia sonrisa, una característica que el imperial no había perdido con los años. Le había conocido en mi primera visita a Bruma con el gremio de Magia, siendo adolescente, y pocas veces había visto a un mago que disfrutara tanto con su oficio, compartiendo con pasión todas sus inquietudes y animando a los jóvenes a mantenerse firmes en los duros tiempos que corrían. La cena se serviría en breve, pero nuestro benevolente anfitrión insistió en que nos acomodásemos en las habitaciones que nos habían preparado. –Espero que no os moleste dormir en los cuartos del sótano.- Nos dijo con tono preocupado.– Aunque hace tiempo que pido al gremio de Cyrodiil que nos suministren fondos para trasladarnos a un edificio más grande, hoy por hoy les es imposible. Hemos pensado incluso en trasladarnos al castillo, pero perderíamos mucha libertad de movimiento, y sin ella, no podríamos realizar nuestras investigaciones. Ya sabéis, permisos para entrar y salir de la fortaleza constantemente, explicaciones a la guardia… En fin, no quiero aburriros con mis cavilaciones… Los habitáculos están bajo tierra, pero son tan cómodos como los de arriba, y yo diría que incluso más, pues todos los muebles son nuevos, las alfombras más cálidas y las camas sorprendentemente mullidas.- Sentenció con una imborrable sonrisa de oreja a oreja. El adjetivo “sorprendente” me dejó un poco escamado, pero al bajar por la escalera de la trampilla, nos encontramos en una habitación más grande de lo que esperaba, con su propio hogar, crepitante, cuatro camas individuales, alfombras que cubrían casi todo el suelo y tapices que adornaban las paredes. Incluso había colgados varios cuadros con inscripciones en varios idiomas que recordaban el lugar en que nos encontrábamos. Reconfortante, sin duda, y al sentarme en una de las camas comprobé que, por suerte, Alteus estaba en lo cierto, era sorprendentemente mullida. La habitación disponía incluso de un escritorio equipado con lo imprescindible para tomar notas, así que decidí comenzar mi diario de viaje mientras esperaba a que nos avisasen para la cena. Loredas observaba la habitación detenidamente, escrutando los símbolos de los cuadros y tomando nota de algunos de ellos. No desperdiciaba ocasión para aprender, y eso me fascinaba. Ios y Maetze ordenaron sus ropas y enseres de viaje ordenadamente, y para mi sorpresa también comenzaron sus diarios de viaje. Desde luego, Ios no sabía cómo empezar.

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Con la pluma en una mano y la vista perdida en el embaldosado del techo, no

alcanzaba la inspiración que había poseído a Maetze, que garrapateaba las hojas fugazmente y con la felicidad pintada en el rostro. Cuando Ios le echó una mirada de soslayo a sus notas no dudo en lanzarle lo primero que encontró a mano, una de las pequeñas cacerolas que no había guardado. Me esforcé por no reír en voz alta y seguí con mis propias líneas. Loredas había vuelto la cabeza pero no le encontró gracia alguna al asunto y siguió con sus anotaciones. Un breve golpeteo en la trampilla llamó nuestra atención. La cena ya estaba lista. Ascendimos hacia el piso superior y nos encontramos con un elfo de piel inquietantemente clara que nos guiaba al comedor, donde todos nos esperaban. Antes de llegar, el elfo se detuvo para presentarse:

–Soy Shail, humilde miembro de ese gremio. Teekeus nos anticipó vuestra llegada y Alteus mantuvo una charla con los que hoy estamos aquí para hablarnos del Concilio que se celebró en la capital, y sobretodo para aclararnos el origen de Loredas. Dile que no necesita ocultarse entre nosotros, maestro Dartz. Es bienvenido.

Maestro, aún no me acostumbraba a ese título. Pocos magos de mi edad lo ostentaban, pero no lo consideraba un privilegio. ¿Me habría contagiado Teekeus con su particular modo de ver el mundo?

–Puedes decírselo tú mismo. – le indiqué con media sonrisa y un gesto de invitación. –Tranquilo, entiende el cirodílico perfectamente.

Shail no esperaba tener que ser el primero de su gremio en tratar con el dremora. Parecía temeroso, pero a la vez deseaba hacerlo. Loredas se dio cuenta y le facilitó las cosas al arqueólogo avanzando un paso hacia él y bajándose la capucha. Shail se inclinó educadamente y tendió su mano para recoger la capa.

–Cenar con esto sería muy engorroso, maese Loredas. Disculpe si aún no le llamo maestro, pero tengo entendido que debe superar aún su prueba de iniciación.

Loredas le cedió la capa y se inclinó levemente, fijando su vista en el fondo, donde Alteus y los comensales aguardaban. Era muy parco en palabras y no hablaría con alguien a quien acababa de conocer sin saber más de él. Aunque no había contestado, su gesto educado había evitado la descortesía.

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10101010. . . . Sanctum Sanctum Sanctum Sanctum

La entrada del Sanctum estaba despejada, no se vislumbraba peligro alguno, al

menos en apariencia. El viejo muro ayleid que rodeaba el patio ya no servía al propósito para el que fue construido, pues el tiempo había hecho mella en él de forma cruel, reduciéndolo a unas pocas piedras decoradas que se resistían a abandonar la verticalidad. Varias especies de musgo coronaban la estructura abandonada, que no ofrecía resistencia alguna al paso de viajeros perdidos, bandidos o avispados buscadores de tesoros. Avancé unos pocos pasos junto a Loredas, que seguía mirando a un lado y a otro de la entrada al patio sin acabar de creer que no hubiese ni tan siquiera animales salvajes. Nada nos barraba el paso, el patio se presentaba invitador, incluso parecía un lugar agradable para descansar. Shail llegaba casi al momento, solía ir un poco más retrasado y representaba un papel aún más desconfiado que Loredas. El ropaje oscuro, las armas ligeras y pequeñas… El imperio nos enviaba un especialista en la ocultación y el sigilo que avanzaba rápidamente, sin ser visto. – ¿Qué dice nuestro especialista en construcciones e idioma aylédico?- le pregunté. –Déjame mirar si hay inscripciones al otro lado del patio, la puerta que conduce al interior de la estructura debería estar ahí. Este silencio también me inquieta, igual que a tu amigo, que por cierto tendría que adelantarse conmigo, si no me equivoco, esta excursión es su prueba de entrada al gremio de magos, ¿no? –Ir delante siempre, no hay problema.

Loredas desenfundó su espada y tanteó el báculo que llevaba colgado a la espalda, como para asegurarse que todo estaba en su lugar. Hecho esto, cruzó el patio y realizó un sencillo hechizo de detección de magia sobre el muro de la entrada y la gruesa puerta de piedra maciza, cuadrada y repleta de brillantes piedras azules en la parte visible de la superficie cuadrada. –Las dagas de los ladrones y los hechizos de destrucción no pueden con ellas, lo habrán intentado millares de veces sin éxito. Quién sabe con qué engarzaron esto, pero desde luego, no son gemas ni nada que se le parezca. ¡De noche estos cristales incluso brillan un poco, desafiantes!

Shail soltó una carcajada, los ayleid seguían guardando misterios que ni los más dedicados estudiosos habían logrado desentrañar. Loredas empujó la puerta, que se deslizó lenta y ruidosamente, quedando oculta en el muro, como si nunca hubiese estado ahí. El dremora abría la marcha con cautela, pero avanzaba sin pausa. Si existían peligros, los encararía con presteza para no detener la marcha más de lo que él considerase imprescindible (combates, comer, dormir). La fría piedra de las construcciones aylédicas llevaba milenios en pie y, debido a sus muchos años y estaciones, el agua que se colaba tímidamente entre las minúsculas rendijas, empañaba suelos y paredes perennemente.

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En ocasiones, el único sonido que se escuchaba además de nuestras rítmicas respiraciones, era el suave e interminable goteo que remataba la atmósfera opresiva de estas particulares construcciones. Hilos rotos de luz se reflejaban sobre cristales parecidos a los engarzados en la puerta de entrada, proporcionando a las grandes baldosas un mortecino tono azulado. El pasillo se extendía hasta donde alcanzaba mi vista, así que el camino hasta la próxima puerta no fue breve. Creí escuchar un leve tintineo al pasar al lado de otro conjunto de cristales escasamente iluminados, aunque era muy posible que esa sensación no fuese verdadera. No me atreví a preguntarles a los demás si habían escuchado lo mismo que yo al no ver reacciones en sus caras, pero me mantuve alerta hasta que llegamos al siguiente grupo de cristales. Esta vez estaban tan silenciosos como las losas que nos rodeaban. Loredas avanzaba silenciosamente, atento a cada detalle. El pasillo se ensanchaba y nos dejaba ver dos pequeñas salas excavadas en la roca, sin losas, que probablemente hubieran servido como almacenes antaño. A la izquierda se vislumbraba una sala mediana, con una tenue luz brillante al fondo. Esta vez fue Shail quien se adelantó, atraído por las decoraciones que iban cobrando forma mientras avanzábamos. –Inscripciones… murmuró para sí mismo mientras caminaba hipnotizado, pasando la mano por las paredes con un respeto casi religioso. – “Sus sendas se unen aquí, llegados de dos mundos distintos, rinden pleitesía al caos como un solo ser.” Shail se arrodilló frente a la inscripción. -Nunca la había visto, ni leído en otra parte que no fuera ésta. Creía que este altar sería uno de tantos… – ¿Qué ocurre? – El tono críptico de Shail me impacientaba, pero decidí esperar a que sacase alguna conclusión. Él sabía tan bien como yo que no podíamos demorarnos más de lo necesario. – ¿Peligro? – Preguntó Loredas, avanzado junto a nuestro experto y oteando los cuatro extremos de la sala. No se le escaparon el altar partido ni las urnas deterioradas por el tiempo, ya sin tapas, algunas casi cubiertas por telarañas. También percibió que el lugar, aunque parecía abandonado, no lo estaba. Había platos frente al altar, y no estaban vacíos. Algunas joyas y alhajas habían sido colocados como ofrenda. Me recordaban a las que se hacían a los dioses daédricos, pero aquí… ¿en este lugar? No encajaba. –Anota esa inscripción con su traducción, Shail, y sigamos avanzando. Si los magos del gremio que buscamos están aquí… tengo un mal presentimiento. –Yo también, desde que hemos llegado, es como si algo nos estuviera mirando, aunque ya he comprobado varias veces que no nos seguían, no consigo quitarme de encima esa sensación. – Shail, este altar, es Ayleid… ¿o no? –Lo fue, pero parece que ha sido profanado, de eso ya te has dado cuenta.

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–Este lugar debería estar más que saqueado, esas ofrendas en los platos nos dicen que Aravanim y Dervelos no están solos. –No llevan tanto tiempo desaparecidos, pero tendremos que estar preparados para tener compañía. Shail anotó el resto de inscripciones e hizo algunos esbozos de las ilustraciones murales. Garrapateaba el papel tan rápido como podía junto al único tragaluz de la sala. Pronto tendríamos que encender una antorcha, pues al abandonar la sala nos alejaríamos de la entrada y de cualquier punto de luz. –Ya está, avanzaremos por el pasillo pero tanteando el suelo con uno de vuestros bastones. A partir de aquí podemos empezar a encontrar las famosas trampas ayleid. Esto es un antiguo lugar de culto; cuando los abandonaban, los dejaban inaccesibles a otros, pues no querían que sus dioses fuesen profanados, e idearon las trampas más retorcidas que podíais imaginar. Quiero un conjuro de detección de magia antes de entrar en la siguiente sala. Asentimos y Loredas y yo nos descolgamos los bastones. Tanteábamos el suelo con suavidad y por turnos, atentos a las irregularidades del suelo… y del techo. Nada. Ya casi no había luz, cuando vi un destello que procedía de Shail. –Es un amuleto familiar, despide algo de luz a oscuras. Una antorcha nos delataría. –Bien, una preocupación menos.

Estábamos hacia la mitad del pasillo, que era más estrecho que el de la entrada. Aquí no había tanta humedad, y apenas había cristales engarzados en el techo. De no haber sido por la herencia de Shail o estaríamos a oscuras o anunciando nuestra presencia como luciérnagas. Nuestros pasos y el toc toc de los bastones en las losas, no se oía nada más. Nos acercábamos al final del corredor y no habíamos sufrido ninguna incidencia. Una puerta metálica cerrada nos separaba de la siguiente sección. Los ayleid no hacían sus puertas de metal macizo, sino que las dejaban respirar con ricos adornos y rejas, de modo que podías ver el lugar al que ibas perfectamente. La puerta cumplía perfectamente su función sin dejarnos pasar. Ver lo que había a través de ella carecía de importancia en la mayoría de ocasiones. Las únicas puertas ayleid macizas que conocíamos eran las de piedra, pero aun así no las castigaban a una completa opacidad, pues refulgían mostrando formas naturales como árboles u hojas entrelazadas. -Yo abrir puerta, apartad. Loredas llevaba tanto rato callado que me sobresaltó. Shail y yo dimos unos pasos atrás. Le vi dirigir la mano hacia la cerradura, sin tocarla. Un destello rojizo apareció entre sus dedos y la cerradura estalló. Tan solo había destruido esa parte de la puerta, dejando intacto el resto del metal. -Ahora avanzar, gran sala. Detección. La gran sala rectangular tenía una altura impresionante. Sin duda estábamos debajo de la montaña, excavada para ofrecernos un espectáculo arquitectónico antiguo.

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Una sucesión de estatuas se erguía a nuestra izquierda. La piedra azulada mostraba a los antiguos líderes de la civilización ahora perdida, a quienes habían adorado codiciando a la vez su poder y su magia. Los pedestales lucían placas desgastadas, con breves textos grabados casi ilegibles. –Esto lo han rascado, no es erosión. Fijaos en las estatuas, en este lugar no entra el sol y tampoco hay corrientes de aire, apenas agua. –Los Ayleid no tenían un panteón definido de deidades, ¿por qué tenían lugares de culto? ¿A quiénes representaban en sus estatuas? –Sus dioses, casi todos malignos, eran muy variados. Por eso nunca definieron un panteón. Creían en el Más Allá y en corrientes de poder que querían controlar. Como había cosas que seguían siendo un misterio para ellos, adoptaron una gran cantidad de cultos para dar respuestas a sus almas inquietas, pero lo único que les colmaba eran los descubrimientos que les daban poder, y muchos de ellos los atribuían a estos cultos. Por eso los mantenían. Las estatuas representan a sus líderes más destacados. Se hacían erigir efigies tanto en vida como después de muertos. Eso respondía a una arrogancia muy típica de la cultura, los mandatarios o sacerdotes que habían acumulado un gran poder en vida. Algunos mantenían ese privilegio durante muchas generaciones. La parte derecha de la sala estaba formada por pequeños habitáculos, quizás hubiera sido el lugar de residencia de algunos novicios. –Sin duda esto se construyó para impresionar, quien se internase en este lugar se postraría ante su magnificencia. Revisamos los habitáculos y el final de la sala, nada. Otra puerta nos esperaba al sur, más finamente labrada que la anterior, y el pasillo que nos mostraba lucía una fuerte inclinación hacia abajo. Si había alguien en este lugar, nos había dejado llegar hasta aquí muy fácilmente. Loredas se dispuso a repetir la operación con la cerradura, pero Shail se lo impidió. –Espera, señor destrucción, no dejaré que le hagas lo mismo a ésta. Yo la abriré. El arqueólogo tenía sus recursos, y le dolía modificar, y más aún destruir, aunque fuera una pequeña parte de la construcción aylédica. Sacó una elaborada ganzúa de su bolsa, con un mecanismo de rodelas y pequeños engranajes que crujieron al engancharse a la cerradura. Tras varios crujidos más y algunos ruidos metálicos, la cerradura cedió. –Parece que cuanto más avanzamos más estrechos son los pasillos… Cuidado con éste, lanzad las detecciones otra vez. La pendiente era muy pronunciada y dependíamos de nuevo de la reliquia familiar de Shail para avanzar.