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¿PARA QUÉ SIRVE LA FILOSOFÍA? Por Antonio Orozco-Delclós La FILOSOFÍA (amor a la sabiduría) responde al deseo de saber, que brota naturalmente del ser humano. Aristóteles decía que el alma es deseo (orexis). No es sólo eso, desde luego. Ni todo en la vida consiste en saber. La vida es también praxis, acción. Y, como el ser humano es tanto deseo de saber como deseo de praxis, un saber que no sirva para nada no interesa nada. A algunos filósofos les gusta repetir que la Filosofía "no sirve para nada", pero esto es falso, a no ser que se trate de una falsa filosofía. Todo saber sirve para mucho. Quizá no de una manera inmediata, y desde luego, no para saber cómo se construyen los puentes, levantan edificios o descubren nuevas fuentes de energía. La filosofía no pretende enseñar a hacer zapatos, pero es capaz de descubrir el más profundo por qué es conveniente fabricar buenos zapatos. Sin filosofía no conoceríamos el "sentido" último de la fabricación de zapatos, ni de nada. Porque no es algo que se pueda "ver" u "oír" en modo alguno. ¿Para qué sirven la Historia, el Latín, el Griego, la Filosofía, la Lengua, la Literatura? Son disciplinas fascinantes, pero ¿no sirven para nada útil?. «La cuestión es: ¿para qué necesitamos un objeto que no sea útil? Bien. ¿Qué hay, por ejemplo, en nuestra sala de estar? Objetos que sirven para algo: sillas para sentarse, mesa, ceniceros, radiadores, etcétera. Pero también encontramos cuadros, esculturas, fotografías de parientes y amigos. ¿Para qué sirven todas estas cosas? ¿Qué se puede hacer con ellas? Aparentemente nada. ¿Para qué sirven? Para decorar. Aquí nos encontramos con un valor que no es inmediatamente útil, el decoro» (Alejandro Llano). El ser humano es un ser teórico-práctico: no se puede amputar. Para que su acción le satisfaga ha de ser fruto de una buena teoría. No hay nada más práctico que una buena teoría, es decir, una buena ciencia de porqués últimos. Ganar dinero es un porqué inmediato. Pero no es un porqué último. Por eso no podemos evitar la pregunta: ¿Por qué ganar dinero? En definitiva: ¿por qué vivir?, ¿por qué trabajar, por qué descansar, por qué? ¿Qué es lo que pretendo? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿De dónde viene mi vida? ¿A dónde va mi vida? ¿A dónde puede ir? ¿A dónde debe ir, para ir bien? ¿Tiene una finalidad? ¿Qué hace un ente como yo en un sitio como éste? Si no sé contestar satisfactoriamente a estas preguntas, aunque sepa mucha matemática, biología, medicina, paleontología, economía, etc., no me conozco, es

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¿PARA QUÉ SIRVE LA FILOSOFÍA?

Por Antonio Orozco-Delclós

La FILOSOFÍA (amor a la sabiduría) responde al deseo de saber, que brota naturalmente del ser humano. Aristóteles decía que el alma es deseo (orexis). No es sólo eso, desde luego. Ni todo en la vida consiste en saber. La vida es también praxis, acción. Y, como el ser humano es tanto deseo de saber como deseo de praxis, un saber que no sirva para nada no interesa nada. A algunos filósofos les gusta repetir que la Filosofía "no sirve para nada", pero esto es falso, a no ser que se trate de una falsa filosofía. Todo saber sirve para mucho. Quizá no de una manera inmediata, y desde luego, no para saber cómo se construyen los puentes, levantan edificios o descubren nuevas fuentes de energía.

La filosofía no pretende enseñar a hacer zapatos, pero es capaz de descubrir el más profundo por qué es conveniente fabricar buenos zapatos. Sin filosofía no conoceríamos el "sentido" último de la fabricación de zapatos, ni de nada. Porque no es algo que se pueda "ver" u "oír" en modo alguno.

¿Para qué sirven la Historia, el Latín, el Griego, la Filosofía, la Lengua, la Literatura? Son disciplinas fascinantes, pero ¿no sirven para nada útil?. «La cuestión es: ¿para qué necesitamos un objeto que no sea útil? Bien. ¿Qué hay, por ejemplo, en nuestra sala de estar? Objetos que sirven para algo: sillas para sentarse, mesa, ceniceros, radiadores, etcétera. Pero también encontramos cuadros, esculturas, fotografías de parientes y amigos. ¿Para qué sirven todas estas cosas? ¿Qué se puede hacer con ellas? Aparentemente nada. ¿Para qué sirven? Para decorar. Aquí nos encontramos con un valor que no es inmediatamente útil, el decoro» (Alejandro Llano).

El ser humano es un ser teórico-práctico: no se puede amputar. Para que su acción le satisfaga ha de ser fruto de una buena teoría. No hay nada más práctico que una buena teoría, es decir, una buena ciencia de porqués últimos. Ganar dinero es un porqué inmediato. Pero no es un porqué último. Por eso no podemos evitar la pregunta: ¿Por qué ganar dinero?

En definitiva: ¿por qué vivir?, ¿por qué trabajar, por qué descansar, por qué? ¿Qué es lo que pretendo? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿De dónde viene mi vida? ¿A dónde va mi vida? ¿A dónde puede ir? ¿A dónde debe ir, para ir bien? ¿Tiene una finalidad?

¿Qué hace un ente como yo en un sitio como éste?

Si no sé contestar satisfactoriamente a estas preguntas, aunque sepa mucha matemática, biología, medicina, paleontología, economía, etc., no me conozco, es decir, soy un desconocido para mí mismo; y no sé siquiera para qué hago todo lo que hago. Necesito saber, no sólo simplemente para saber, sino saber para qué sirve el saber. ¿Qué hago, qué voy a hacer conmigo mismo, con lo que sé y lo que puedo hacer?

Sólo el pensamiento filosófico puede responder a la pregunta por el sentido del vivir.

Cuando del hombre sólo se considera la fisonomía, la anatomía, la fisiología, puede parecer que no es más que un simio evolucionado. Sólo se ha visto una faceta del ser humano y no se ha considerado la que más importa: la intelectual y libre, en una palabra, la dimensión espiritual. Es famoso un científico que después de hacer la disección de un cadáver, declaró que el alma no existía, porque él no la había visto. Es una manifestación de uno de los errores más corrientes en el mundo de los científicos: pensar que sólo es real lo que se percibe, experimenta y comprueban en un laboratorio o de un modo similar. Pero el universo está lleno de cosas que los científicos no pueden percibir en sus laboratorios o bibliotecas.

Si ahora tomamos un cilindro de un metro de diámetro y un metro de alto y lo proyectamos en dos planos, uno horizontal y otro vertical, ¿qué resulta?

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Si nos fijamos sólo en la proyección, podemos llegar a la conclusión de que el cilindro en realidad es un círculo, aunque también un cuadrado. ¿Es posible que un círculo sea cuadrado? No parece, pues ni siquiera la cuadratura del círculo ha sido lograda hasta la fecha.

Si nos fijamos en secciones particulares del ser humano podemos llegar a conclusiones de lo más pintorescas. Las ciencias particulares son eso: “particulares”, contemplan sola uno o algunos segmentos del ser humano (o del que se trate). Nos podrán decir qué tiene el ser humano desde su punto de vista (orejas, huesos, músculos, células, átomos, etc.) Pero nunca podrán decirnos qué es el ser humano.

También se ha dicho que en el conocimiento de las ciencias experimentales (a las que no despreciamos, al contrario, las estimamos en todo lo que valen, ni más ni menos) sucede como en el análisis por partes del elefante. Si se mira sólo un fragmento de pata, de rabo, de oreja, etc., olvidando todo lo demás, se podría llegar a la conclusión de que el elefante es una palmera, un pteridáctilo u otro ente que no tenga nada que ver con el elefante.

Para saber lo qué son las cosas y cuál es el sentido de su existencia es preciso enfocarlas desde una perspectiva que pueda alcanzar su propio ser y esencia. Lo cual podrá vislumbrarse si contemplamos las cosas —y en particular al hombre— desde todos los puntos de vista posibles. Entonces, una vez considerados todos los fenómenos (aspectos) a nuestro alcance, podremos aproximarnos al conocimiento de su naturaleza, es decir, de su esencia. Así llegamos a conocer al hombre como un ser que tiene mucho en común con los animales, pero que es infinitamente más que un animal irracional.

A esta conclusión sólo puede llegar una inteligencia que no se limita a ver y a experimentar, sino que razona sobre los datos de la experiencia (lo físico) y saca conclusiones que la física no percibe, porque se refieren a realidades meta-físicas; es decir, a realidades que son más íntimas a las cosas que sus propiedades físicas y requieren, para ser desveladas, la aplicación y ejercicio del intelecto. Esto es precisamente lo que compete a la filosofía y más concretamente a la antropología filosófica.

En filosofía hacemos mucho caso de los datos que aportan las ciencias empíricas. Pero en todos ellos nos preguntamos: ¿qué es esto?, ¿cuál es su causa primera?, ¿cuál es el sentido de su existencia?

Por eso cabe adelantar que la Filosofía es lo más vital que existe. «Vivir no es necesario, navegar sí», rezaba una inscripción en una nave griega. Consideraban que hay algo más importante que vivir: navegar, porque de la navegación dependía su riqueza y su poder. También se dice: «primum vivere, deinde philosophare». Sí, para filosofar es necesario primero vivir y, por lo tanto, comer. Pero para vivir conforme a la categoría y dignidad del ser humano es necesario saber por qué vivir y cómo conviene vivir dentro de las diversas opciones que se me presentan.

La verdad del vivir, esto es, en síntesis, lo que ha interesado e interesa al filósofo; y es, en definitiva, lo que interesa a todo hombre que utilice con lógica el entendimiento.

La verdad: ¿qué es la verdad?, ¿es posible conocer alguna verdad?, ¿qué verdades es posible conocer? Son cuestiones netamente filosóficas. Se comprende pues que la filosofía sea el quehacer intelectual más importante para el vivir conforme a la categoría y dignidad del ser humano.

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FILOSOFIA Y VIDA

Ciertamente hay filósofos que sólo parecen ocuparse de problemas exclusivos de los filósofos y se despreocupan de todo lo que preocupa al hombre corriente. Pero, como dice Putnam, los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres están conectados, y es parte de la tarea de una filosofía responsable hallar la conexión.

Todos tenemos nuestra teoría de la vida y del mundo, más o menos elaborada y definida, conforme a la cual, las más de las veces, actuamos. Quizá hemos dedicado muy poco tiempo a reflexionar y a construir nuestra propia teoría de la vida, pero contamos siempre con alguna. Casi todos los errores prácticos disponen de una filosofía (falsa, pero filosofía) propia, con sus manuales, sus profesores y hasta su tradición escolar.

Evidentemente, la manera que tiene la persona de tratarse a sí misma, a los demás, a las cosas propias y ajenas, así como los asuntos públicos, es muy distinta si se piensa, por ejemplo, que el hombre es simplemente un pez evolucionado que si se sabe que es un ser personal creado por Dios a su imagen y semejanza. La idea que cada uno se forja de "hombre" o de "persona" influye decisivamente en su estado de ánimo y comportamiento. El hombre es un ser racional, un animal cuya actividad más específica es razonar, hallar los porqués de las cosas e inferir las consecuencias de unos principios adoptados, etcétera. Por eso sólo lo razonable da paz al espíritu.

El hombre siente la necesidad de respaldar con razones sus emociones, deseos, impulsos y acciones; y si no las encuentra y quiere seguir en la misma dirección de sus sentimientos, tiende a construir alguna teoría "vero-simil", que le tranquilice o acaso narcotice. Puede encerrarse en su subjetividad y negarse a reconocer la verdad de las cosas. Puede abandonar la verdad de las cosas para refugiarse en certezas meramente subjetivas, con el riesgo de caer en la soledad de aquel poeta que escribió los siguientes versos:

En mi soledad

he visto cosas muy claras

que no son verdad.

Con "su verdad" subjetiva, el hombre se exculpa y se aquieta, al considerar que la conclusión es de una "lógica aplastante". En todo caso ha optado por una idea —más o menos clara, más o menos verdadera— de hombre, de mundo y de Dios.

En resumidas cuentas, Filosofía significa enterarse del sentido de la vida humana. Y hay que captarlo también filosóficamente, razonadamente.

El hombre sin metafísica, sin respuesta a la pregunta de las preguntas, al porqué de todos los porqués, es un ser radicalmente inseguro y agobiado. Puede incrementar sin término su saber operativo (práctico), construir y manejar cosas, aparatos, instrumentos,... pero ¿para qué? Aunque llegase a dominar el universo: "¿para qué?". Acabaríamos preguntando, con el escepticismo de Lenin: "La libertad, ¿para qué?"; o con el de Pilato:

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"la verdad, ¿qué es la verdad?"; o con el tremendo pesimismo del ateísmo de un Jean Paul Sartre: "el hombre es una pasión inútil, el niño es un ser vomitado al mundo, la libertad es una condena"

La seguridad íntima, la paz interior que ya era objeto de preocupación por parte de los antiguos filósofos griegos, no se obtiene más que por el conocimiento metafísico de la realidad, que no es de carácter técnico. La técnica mantiene una elocuente amenaza a la supervivencia de la Humanidad, lo cual es una manifestación clara de su radical insuficiencia para resolver las cuestiones fundamentales de la existencia humana.

Queremos saber no sólo cómo son las cosas y cómo se comportan, y cómo puedo aprovecharme de ellas de un modo inmediato, sino qué sentido tienen para mí; qué puedo esperar de ellas en último término.

Lamentablemente, la sabiduría —como dice Carlos Cardona— ha sido sustituida por la técnica. La filosofía —en el sentido clásico del término— ha sido declarada inútil. Sin embargo, San Agustín afirmaba que la razón del filosofar está precisamente en la felicidad (nulla est homini causa philosophandi, nisi ut beatus sit). El hombre, nos atrevemos a decir, para ser feliz necesita filosofar. Porque ¿cómo se puede ser feliz sin saber de dónde vengo, a dónde voy, dónde me encuentro, qué sentido tiene mi vida, que va a ser de mí, qué caminos me pueden conducir a alguna parte?

Contemplar el mundo intentando captarlo en su totalidad, eso —dice Schumacher— es filosofar. Esto es indispensable para orientarme en el mundo. Pieper dice que la característica principal de toda pregunta filosófica es la de implicar una pregunta por el todo. "Todas las preguntas filosóficas ponen inevitablemente en cuestión el todo de la existencia. Y quien la quiera discutir habrá de declarar y poner sobre el tapete sus convicciones más íntimas y sus tomas de postura últimas".

Esto es inevitable también porque las objeciones que agresivamente se oponen hoy a la utilidad de la Filosofía implican una concepción global del mundo, del conjunto de la realidad y de la existencia.

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NECESIDAD DEL ASOMBRO

por José Julio Perlado

La sorpresa parece haber sido devorada por la costumbre. Ese asombro en la mirada de un niño, el asombro ante lo creado, ante el brillo humedecido de una hoja, el asombro ante el rocío, ante los movimientos de un animal, ante el contraste de los colores, parece que desapareciera bajo el traqueteo de los días iguales, el paso de tren de las estaciones iguales, el ciclo de las circunferencias idénticas, los fines de semana monótonos, el ruido encadenado de tazas entre bostezos y escaleras, pasos y autobuses en procesión hacia despachos, ojos resbalando por pantallas, cafés, informes, idas y venidas de colegios rutinarios, idas y venidas de veraneos similares, entradas por autopistas a la gran capital, entradas por pasillos a los nuevos cursos, vueltas al colegio, vuelta a las navidades, vuelta a las cuestas de enero, vueltas a las primaveras, vueltas y revueltas del estío, luces del verano, sombras aparentes de otoños idénticos.

"Los GRIEGOS QUERÍAN ser un pueblo de filósofos, y no de tecnócratas, es decir, eternos niños, que veían en el asombro la condición más elevada de la existencia humana. Solamente así puede explicarse el hecho significativo de que los griegos no hicieran uso práctico de innumerables hallazgos" (St. Harkianakis, citado por Ratzinger en EL camino pascua .

¿Por qué se pierde el asombro, cómo se pierde? Los inventos que nos ofrecen en bandeja las televisiones ya no nos producen estupor sino avidez de tomarlos prontamente y consumirlos. Hay una costumbre, un hábito rumiante de consumir masticando lo nuevo, a veces triturando lo último, a vez sin siquiera atragantarse, tan voraces somos. Se consume y se consume, se circula y se circula, se recorre el mundo instantáneamente con sólo oprimir el teclado, únicamente moviendo el volante. ¿Y el silencio, la sorpresa, la quietud? Parecen haber desaparecido. Y sin embargo, "la sorpresa es una categoría importante en la vida. Mas, al menos para mí, todavía hay otra cosa importante en la creación...

La curiosidad. Nadie incluye la curiosidad entre los sentimientos, pero yo creo que la curiosidad es un sentimiento. Cuando la miro a usted, tengo curiosidad". (Wislawa Szymborska). Esa actitud de los ojos alargados de la curiosidad que muestra la Premio Nobel polaca al mirar a la periodista que le entrevista, esa tensión de la atenci tendida hacia lo ajeno, hacia lo otro, hacia otro -lo que me va a revelar el otro, lo q ," ya me está revelando, lo que me ha reve " ." do-, esa postura anímica expectante hacia que me va a desvelar hoy la vida, este esta persona que entra ahora en el despa y que se sienta ante mí con su pregunta y problema, incluso con su abanico de sol ciones aún sin decidir, todo esto se halla el centro de la curiosidad y a pocos pasos umbral del asombro.

Se consume y se consume. Se circula y se circula ¿Y el silencio, la sorpresa, la quietud? Parecen haber desaparecido

Yo todos los años me quedo asombrado en la primera hora de la primera clase del curso universitario. Vienen ante mí todos los alumnos de todos los puntos del país y se posan como bandada de ideas y de cuestiones sentados en semicírculo, absortos ante las cuestiones e ideas que se les pueda plantear. Aún no han sido tocados por la sombra del escepticismo ni les ha caído encima una mota de aburrimiento. Están allí sentados, abierto su cuaderno virginal de ignorancias en espera del alimento que reciban. Y prácticamente todos ellos -aun sin formularla de manera explícita- guardan una pregunta escondida que no sé qué padre ni qué madre ni qué escuela les haya podido señalar y tampoco imagino en qué momento.

¿Qué es la verdad? éY la bondad? ¿Y la ética? ¿Dónde está el bien en este mundo tan injusto? ¿Y la belleza? Recuerdo las frases de Kafka paseando por Praga con su amigo janouch. Decía Kafka: "La juventud es feliz porque posee la capacidad de ver la belleza. Es al perder esta capacidad cuando comienza el penoso envejecimiento, la decadencia, la infelicidad". Janouch le preguntó: "¿Entonces la vejez excluye toda posibilidad de felicidad?". Y Kafka respondió: "No. La felicidad excluye a la vejez. Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece".

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Naturalmente esa briosa acometida que siempre es la juventud -generación tras generación- en su perpetuo anhelo de ir en busca de la felicidad, del bien, de la verdad y de la belleza toma un impulso ascendente que se mantendrá hasta ser tentado por los anzuelos de la utilidad o quedar fatigado por el cansancio. Entonces los caminos del ver se bifurcan -o a veces se entremezclan-, y unos ven únicamente la utilidad de las cosas y otros tan sólo la belleza. De cualquier forma, ese empuje continuo de la juventud por remontar las fuentes siempre me ha dejado asombrado y uno procura, en su pequeña medida, responder alentando y manteniendo cada vez más vivo ese entusiasmo por el asombro.

SIN ABURGUESAMIENTO

Aprender a ver. Sorprenderse dentro del mapa de lo conocido. No aburguesarse en las costumbres de lo cotidiano. La novelista norteamericana Flannery O"Connor comentaba: "Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas". Esto nos lleva casi de la mano a lo que

Aprender a ver. Nuestra pupila ve los telediarios y no los mira, los mira y no los comprende. A la pupila le falta muchas veces la comprensión

Picasso le dijo un día a Sabartés sobre Cézanne: "Si Cézanne es Cézanne, es porque cuando está frente a un árbol mira atentamente lo que tiene ante sus ojos; lo observa fijamente como un cazador que apunta al animal que quiere abatir. Muchas veces un cuadro no es más que esto... Hay que poner toda la atención".

El ojo de Picasso mirando el ojo de Cézanne y el ojo de Cézanne mirando a su vez el ojo de Monet: "Monet -dirá Cézanne- sólo es un ojo, pero ¡qué ojo!": Era aquel Monet que manifestaría haber deseado nacer ciego y recuperar repentinamente la vista para no saber nada de los objetos y hallarse en estado virgen ante las apariencias.

Aprender a ver. Ejercitar el ojo para abrirse al asombro. Nuestra pupila ve los telediarios y no los mira, los mira y no los comprende. A la pupila le falta muchas veces la comprensión, ese ponerse en lugar del otro, no recibir tan sólo sino aprehender imágenes y sonidos que nos desvelan lo que ese otro lleva dentro. A ese otro, en directo y mientras cenamos, le están acribillando con los ojos vendados ante un pelotón de fusilamiento. Hace años escribí en un libro: "Ese hombre, como todos los hombres, va a morir; va a morir por primera y última vez". No me acostumbro a ello. Me lo repito continuamente. Aunque fuera en diferido, los disparos siempre son definitivos porque esa vida es única e irrepetible y el cuerpo de la venda cae doblado sin poderse sustituir. El asombro, sin embargo, nos tienta en la pantalla con el siguiente anuncio de líneas aerodinámicas de un automóvil. Nos tienen necesariamente que tentar con la sorpresa porque la publicidad sabe que nos estábamos quedando adormecidos con tanta muerte. Se nos sacude entonces con los objetos deslumbrantes ya que al parecer los sujetos repetitivos y sangrantes -quizá sólo por ser repeutivos- nos provocan sopor. Entonces pasa y vuelve a pasar el objeto iluminado y musical desde todos los ángulos insólitos y se deja ver, mirar y admirar cuantas veces sea necesario hasta que lo consumamos en vida antes de que la muerte llegue. Cuando la muerte llega de nuevo en la secuencia siguiente del noticiario -ese tanque, por ejemplo, que está aplastando al niño inocenteno sabemos si ello es realidad o ficción, tan maquillada aparece la realidad con su disfraz de afeites. Exclamamos entonces, ¡qué horror! Pero estamos en el segundo plato y continuamos masticando nuestra cena de horrores. La vida sigue.

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UN CAMINO PARA APRENDER A VER: VER

por José Julio Perlado

"Aprendo a ver", confesaba Rilke caminando por las calles de París. "No sé por qué decía-, todo penetra en mí más profundamente y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa (...) ¿.Lo he dicho ya? Aprendo a ver -repetía-. Sí, comienzo" (Los apuntes de Malte Laurids Brigge).

¿Dónde aprendió esto Rilke? Lo aprendió en Cézanne, pero antes lo aprendió en Rodin, viendo trabajar a Rodin. "No se trata más que de ver", dirá también Rodin.

Naturalmente, no se puede ver continuamente, en el sentido de atender, de comprender sin pausa.

Para eso están la vigilia y el sueño, el reposo y la acción. El ojo no sólo necesita pestañear sino relajarse para tomar nuevo impulso, para proyectarse otra vez. La mirada oscila en su movimiento, como oscila la respiración, como lo hace la atención. "La atención, por sí misma, no tolera la fatiga -dirá Guitton citando a Simone Weil-. Guando esta se hace sentir, la atención ya no es casi posible a menos que se esté bien ejercitado. Vale más, entonces, abandonarse, hacer una pausa; después, más tarde, recomenzar, interrumpirse y volver a empezar, tal como se inspira y se expira".

Pero en el momento del proyectarse de nuevo, la pupila que cae sobre el espacio -sobre nuestros vecinos, nuestros contemporáneos, nuestros próximos/prójimos en el espacio cercano- no puede rastrear con somnolencia el tiempo en que vivimos, es decir, no puede adormecerse sobre las personas vivas -no soñadas ni recortadas- en el tiempo.

Aquella frase que oí directamente en el boulevard Raspail de París en el tan comentado mayo del 68 -"que paren el mundo, que me quiero bajar"- era un resoplido de hastío y de abandono en una boca de vejez juvenil. El mundo ha de continuar (y queramos o no continúa), y la valentía es proseguir en el mundo -hacerse mundo- y mejorarlo a cada vuelta. Las vueltas las da el mundo y las doy yo con él, o quizá al revés, cuanto mejor dé yo la vuelta mejorando mi giro personal y en apariencia tan insignificante, más se enriquecerá la vuelta del mundo en el girar de la historia.

Para eso está la atención, la comprensión, la compasión, el aprender a ver al otro lado y dentro de los demás, el aprender a ver dentro de uno mismo. Para eso está el asombro. El asombro es poner de rodillas a la inteligencia ante la naturaleza. La poetisa polaca Szymborska, premio Nobel en 1996, exclamaba: "Las nubes son una cosa tan maravillosa, un

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fenómeno tan magnífico, que se debería escribir sobre ellas. Es un eterno happening sobre el cielo, un espectáculo absoluto: algo que es inagotable en formas, ideas; un descubrimiento conmovedor de la naturaleza. Intente imaginarse el mundo sin nubes".

Entre nosotros, Claudio Rodríguez ha cantado excepcionalmente a la mirada absoluta en "Alianza y Condena":

Porque no poseemos, vemos. La combustión del ojo en esta hora del día, cuando la luz, cruel de tan veraz, daña la mirada, ya no me trae aquella sencillez. Ya no sé qué es lo que muere, qué lo que resucita. Pero miro, "Sin el asombro, el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal" (fe y razón) cojo fervor, y la mirada se hace beso, ya no sé si de amor o traicionero.

¿QUÉ SE VE CUANDO SE MIRA AL HOMBRE?

La mirada se hace beso, escribe el gran poeta español. Estamos, pues, en el otro extremo del espacio del ojo. Al "ojo por ojo" del Antiguo Testamento se le procura reemplazar con "el amor es ojo", en expresión de Ricardo de San Víctor. Pero hay que preguntarse si en las enormes urbes hostiles, con sus calles de precipitación y sus grandes superficies de consumismo, ante las aceras de inmigrantes y en los portales del paro, bajo ventanas de violencia y chillido y también en las plazas ociosas de los bostezos, el amor llega a ser ojo, el amor es ojo, de tan cargada que esté la pupila de compresión. é0 estamos aún en el ojo por ojo, no hemos salido aún del ojo por ojo en el cruce sesgado de los rencores?

La luz de la pupila del hombre no puede dirigirse tan sólo a los objetos y a las acciones sino mirar profundamente al propio hombre. "El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo ves,/ es ojo porque te ve", dirá Machado. ¿Qué se ve entonces cuando se mira al hombre? ¿Se mira algo realmente? En el hombre "los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal" (Fe y razón).

Lo más curioso es que estamos llamados a perpetuarnos en el asombro.

Nosotros, que vivimos en el dejá vu, en la costumbre de creer haberlo visto todo, la frase de San Pablo "ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (I Cor 2,9) nos proyecta a una sorpresa sin cansancio, nos conduce a un asombro infinito cuyo secreto está en que nunca dejaremos de asombrarnos.

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DISCURSO DE M. HENRI BERGSON

En Madrid, 1916 (*).

Señores:

Ante todo, dejadme que os manifieste mi alegría de hallarme entre vosotros y mi gratitud por vuestra amable invitación. Hace ya tiempo que me fue hecha, y ha pasado, por decirlo así, por dos fases sucesivas. Fue primero una invitación que los estudiantes dirigieron al profesor de filosofía. Al recibirla, me sentí conmovido, regalado, mas no sorprendido. No fue para mí una sorpresa, porque ya estoy algo acostumbrado a que, donde quiera que voy, los estudiantes me traten como a un camarada. Sin haberme visto nunca, sólo por haberme leído, adivinan que soy un viejo estudiante. ¡Y tienen mucha razón! La filosofía, según yo la entiendo, exige que no se pierda nunca la disposición de espíritu en que estáis vosotros en la Universidad, que no se retroceda nunca ante el estudio de un nuevo objeto, y aun de una ciencia nueva.

El filósofo, en mi concepto es, ante todo, el hombre que está siempre dispuesto, cualquiera que sea su edad, a volver a ser estudiante. Y es que aun en filosofía, no debe hablarse más que de lo que se sabe; y aun en filosofía, no se sabe una cosa hasta que no se ha aprendido. Durante mucho tiempo, es cierto, fue el filósofo un hombre que para todo tenía respuesta, que asentaba unos principios simples, y deducía de ellos la explicación de lo real y de lo posible. Así construía un sistema, de hermosa arquitectura acaso, pero necesariamente frágil. Venía luego otro filósofo quien, con otros principios, labraba un nuevo edificio sobre las ruinas del primero. Concebida de esta suerte, la filosofía corre el riesgo de tener siempre que volver a empezar; muchos pensarán que es un mero entretenimiento del ingenio, una especie de juego, y que la ciencia sola es un trabajo serio. Bien distinta es la idea que debemos hacernos de la filosofía. Es esta una investigación, cuyo método difiere, en algunos puntos, del método de la ciencia positiva, pero tan susceptible de precisión y de rigor como la ciencia misma. Pero el filósofo deberá resignarse, como el científico, a no estudiar más que un corto número de puntos, a no plantear más que un corto número de problemas; sólo con esta condición obtendrá resultados duraderos. Otros filósofos continuarán su labor; y así la filosofía, como la ciencia, se hará en colaboración, y progresará indefinidamente, en lugar de tejerse y destejerse sin cesar como la tela dé Penélope. La unidad de la filosofía ya no será la de una cosa hecha, como la de un sistema metafísico; será la unidad de una continuidad, de una curva abierta que cada pensador prolongará tomándola. en el punto en que otros la dejaron. Pero la filosofía, así concebida, si no exige ya que el filósofo tenga genio requiere, en cambio, una labor mucho más prolongada, un esfuerzo mucho más penoso que si se tratara simplemente de construir un sistema metafísico con la dialéctica por instrumento y las imaginaciones, por material. Pues el método filosófico, tal como yo me lo represento, comprende dos momentos e implica dos acciones sucesivas del espíritu. El segundo momento, "el acto final, es el que yo llamo intuición, un esfuerzo muy difícil y muy penoso, por medio del cual se rompe con las ideas preconcebidas y con los hábitos intelectuales hechos para colocarse simpáticamente en el interior de la realidad. Mas antes de que sobrevenga esta intuición, que es la operación propiamente filosófica, es necesario un estudio científico de los contornos del problema.

Ahora bien, esos contornos pueden ser de los más inesperados. El que emprende una cierta dirección filosófica, no puede saber de antemano cuáles van a ser los problemas científicos que encontrará en su camino y que deberá profundizar para seguir adelante. Podrán ser problemas de mecánica, de física, de biología, de sociología, de una ciencia cualquiera. Pero ¿y si no es matemático, o físico, o biólogo, o sociólogo? Tendrá que llegar a serlo. Pero eso no se hace en un día. Cierto que no; eso puede exigir años; pero el filósofo consagrará a ello los años que hagan falta. Por eso decía yo que el filósofo debe estar dispuesto en cualquier momento de su carrera a volverá ser estudiante. Ignoro, por mi parte, si soy filósofo, pero sé bien en qué punto me hallo en este momento. El desarrollo de las conclusiones a que he llegado hasta ahora me ha situado frente a un problema nuevo, y este nuevo problema me ha puesto en el trance, si quiero obtener su solución, de emprender estudios nuevos para mí. ¿Que no consigo alcanzar su término? Pues entonces liquidaré cuanto pueda tener aún que decir acerca delos problemas a que he dado ya la vuelta; mas sobre problemas nuevos nada escribiré; nunca se está obligado a hacer un libro.

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Pero hasta ahora sólo he hablado de la primera fase de la invitación y, a este propósito, me he dejado ir a un comentario, quizá demasiadamente largo, de la relación que establezco entre el filósofo y el estudiante. He aquí que vengo a Madrid; y no vengo solo; como acaso lo creísteis primero, sino acompañado por varios de mis colegas del Instituto de Francia, pertenecientes al mundo de la ciencia y del arte. Y, en consecuencia, no sólo habéis deseado recibirnos a todos juntos, sino que habéis querido no ser vosotros, los estudiantes, los únicos que nos recibieran; habéis ensanchado el marco de vuestra invitación; habéis convocado aquí a los más eminentes representantes de la política, de la ciencia, del arte y de la literatura. Nos hacíais con ello un gran honor, que de antemano nos ha conmovido. Mas en el momento de penetrar aquí, otro sentimiento ha venido a sumarse al primero, sentimiento muy dulce. Sumidos en una atmósfera de cordialidad, hemos creído sentirnos levantados, al mismo tiempo, por una ola de simpatía. Y bien comprendíamos que esta simpatía no se dirige únicamente a nuestras personas. Dirígese también -dirígese sobre todo, así lo esperamos- a lo que nosotros representamos aquí. A través de nosotros, por encima de nosotros, se dirige a Francia. A Francia, la que por su parte ama a España. A Francia, cuya admiración siempre fue grande por el arte español, por la literatura española, por todas las contribuciones que España ha aportado a la ciencia, a .la filosofía, a la civilización. Ninguna nación está mejor dispuesta para comprender la vuestra, para simpatizar con las corrientes de pensamiento y de sentimiento del alma española -alma que siempre estuvo bien viva, pero que está más viva hoy que nunca, y cuya actividad, en todos los campos, va camino de una renovación.

Mucho se ha hablado de esta simpatía y admiración recíproca que siempre ha existido entre ambas naciones, aun en las épocas en que las circunstancias políticas no las unían. Pero ¿hanse profundizado bastante las causas?. Decía Aristóteles que la amistad sólida está cimentada en la virtud. Referíáse a la amistad entre individuos. Pero otro tanto podría decirse de" la amistad entre naciones. No puede haber simpatía profunda entre dos naciones, no pule siquiera haber comprensión recíproca sino en la medida de la elevación moral que tienen una y otra.

Esta elevación moral la encontramos en vuestro arte, en vuestra literatura, en vuestra historia. Hasta en el libro, inmortal en que Cervantes, cuyo aniversario celebráis este año, ha ridiculizado la caballería, adivínase, siéntese desde el principio hasta el fin, un continuo homenaje al espíritu caballeresco. Inmanente en el alma española hay un ideal de generosidad, que es también el nuestro. He ahí por lo que podemos comprendernos y simpatizar. Algunas naciones son naciones nobles. Llamo "nobles" a las naciones que han conservado algo del ideal caballeresco, que anteponen el derecho a la fuerza, que creen en la justicia y conocen la generosidad. Francia y España son de esas naciones.

Así como hay una cota de altura material para los diferentes lugares del planeta, también hay una cota de altura moral para los diferentes pueblos que lo habitan. Éstos están situados moralmente en niveles distintos. Las naciones cuyo nivel moral es idéntico, las naciones situadas a una misma altura moral, en un mismo plano moral, están destinadas a encontrarse y a marchar juntas.

No quiero decir que las cuestiones de interés carezcan de importancia en las relaciones entre los pueblos. Pero, en primer lugar, son cada vez menos decisivas, conforme se va ascendiendo en la escala moral de las naciones. Y, además, donde no haya más que una comunidad de interés, necesariamente accidental, no podrá ser duradera la unión y estrecho el lazo; mientras que, donde hay una comunidad de elevadas aspiraciones, donde hay estimación y simpatía recíprocas, se acabará siempre por encontrar intereses comunes; y este terreno común, una vez hallado, no cesará de agrandarse. Tal es el caso, seguramente, dé Francia -y de España.

Una señal de esta amistad es para mí, repito, la reunión de hoy. Saludo cordialmente a todos los que se han congregado aquí. Unos -estudiantes- representan la España de mañana. Otros –hombres ilustres- son la España de hoy, la España de que antes hablaba diciendo que está animada de una nueva vitalidad. Nuestro vocablo francés "juventud" tiene una doble significación: designa el conjunto de los jóvenes y expresa también una cierta disposición del alma, un ardor y un aliento. Dejadme que .tome esa voz en sus dos sentidos y que salude a un tiempo en sus estudiantes y en sus hombres ilustres, a la juventud española.

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FILOSOFÍA Y AUTENTICIDAD

Por Julián Marías (conferencia en Madrid, 1999. Edición: Ana Lúcia Carvalho Fujikura)

La cuestión es la siguiente: filosofía ha existido durante más de veinte y cinco siglos, en el mundo occidental, pero de una manera discontinua, es decir, ha habido siempre filosofía: desde los primeros presocráticos no ha dejado de haber filosofía, pero no en todas las partes: en algunos lugares, sí, con grandes interrupciones y de manera siempre minoritaria.

Esta situación doble -presencia constante de la filosofía y ausencia de ella-, en gran parte del mundo y en muchas épocas, hace muchos años que me da que pensar. Porque parece que la filosofía representa una función capital, central, necesaria en la vida humana y, sin embargo, hay una ausencia de ella en la mayor parte del mundo y a lo largo de la historia. ¿Cómo es posible? La filosofía representa una función vital que se ha realizado de otras maneras en el conjunto de la historia. Pero hay una función vital, esencial, inseparable de la vida humana que no es filosofía. La filosofía es, en cierto modo, una función vicaria de ella; es decir, una función que, en ciertas circunstancias, ejerce, de manera distinta, lo que esa necesidad vital, permanente y propia de todo hombre realiza a lo largo de la historia.

Y esto nos va a llevar precisamente al problema de la autenticidad. La palabra "autenticidad" es una palabra evidentemente de origen helénico – y en griego, otra palabra es estlom. Estlom es una palabra que ha quedado confinada a la lengua: es interesante porque actualmente la palabra está ocupada, diríamos, por la idea de etimología. La etimología es el origen verdadero de las palabras; es naturalmente lo que muestra de dónde proceden las palabras que se usan en una lengua determinada, en el presente. Pero originariamente no es solamente esto: hay textos remotísimos, incluso homéricos, en que aparece la palabra estlom como "lo verdadero". Hace ya muchísimos años, yo encontré unos textos en Hesíodo, en la Teogonía de Hesíodo, en la cual se hace una contraposición: las musas dicen: sabemos decir cosas falsas, pero también cuando queremos podemos decir cosas verdaderas. Y en Homero se habla de palabras falsas semejantes a las verdaderas. Y más: alguna vez he dicho que la ontología se podría llamar etimología; sería el logos, la ciencia, de lo auténtico, de lo verdaderamente auténtico. Pero, claro, la palabra ya está ocupada por la lingüística y no podemos usarla más que, diríamos un poco entre comillas y para explicar simplemente su origen.

El hombre necesita interpretar la realidad. El hombre necesita, para poder vivir, saber a qué atenerse; esto es la función capital. Esto lo hace todo hombre, en toda época, pero lo hace en ciertas condiciones que justamente no son filosofía. Por una parte, se deja llevar por las interpretaciones recibidas: las creencias recibidas, los usos que encarrillan su vida y la conducen... hacen que el hombre viva normalmente sabiendo a qué atenerse, respecto de un número muy considerable de cosas y, por tanto, orienta su vida. Por otra parte, hay un momento quizá en que el hombre necesita una certidumbre, necesita también saber a qué atenerse respecto a algo que tiene un carácter total, global o realidades que no son patentes, no son manifiestas, que están latentes. Entonces evidentemente lo que hace es esperar, confiar en una revelación: sea la revelación estrictamente religiosa, sea la revelación de los horóscopos o de cualquier tipo de fenómeno, en que lo latente, lo oculto se manifiesta, se revela. Esto sería el sentido genérico de revelación. Aquí no es filosofía, como ven ustedes.

El hombre resuelve, de ciertas maneras, esa necesidad: saber a qué atenerse, que, en cierto momento, hace veinte y tantos siglos, por primera vez, lo va a hacer filosóficamente, se va plantear lo que llamo las cuestiones radicales, aquéllas sin las cuales no se puede vivir auténticamente. Porque de otro modo, no hay autenticidad; la vida es en definitiva, o bien una vida mostrenca, una vida no personal, no propiamente personal, llevada por repertorio de usos sociales, de creencias recibidas, o bien es la esperanza o la espera de una revelación en la cual el hombre se comporta pasivamente, espera que esto que está oculto, eso que está latente, se descubra, se manifieste.

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Recuerden ustedes una frase de Platón en que dice que en la vida no examinada, sin examen, diríamos una vida que no tiene análisis intelectual, no es vividera para el hombre. El que se deja vivir simplemente llevado por las circunstancias, llevado por los usos o que simplemente espera esa manifestación, esto a Platón no le parece propiamente vividero, no le parece una vida rigurosamente humana, diríamos una vida auténtica.

Como ven ustedes, por tanto, la filosofía va a tener la función, a última instancia, vicaria; una función vicaria respecto de esa necesidad humana de saber a qué atenerse, de tener una orientación general. Y recuerden ustedes la simplicidad de la primera filosofía: los filósofos presocráticos son de una simplicidad que, en cierto modo, defrauda... ¡qué pensamiento tan pobre!, comparado con cualquier doctrina, con cualquier teoría... son muy simples. Lo que tienen de interesante es la pregunta, lo que tienen de curioso es que el hombre presocrático se enfrenta con la realidad, con la totalidad de la realidad, y pregunta: ¿qué es, qué es todo esto? Esto es lo interesante: la pregunta. Esa pregunta no se la había hecho el hombre anteriormente. Y esto es fundamental porque la filosofía nace precisamente de la pregunta. Las respuestas son secundarias y puede no haberlas. Pero hay filosofía en la medida en que hay preguntas radicales – preguntas radicales que el hombre busca por un afán de autenticidad, es decir, vivir desde sí mismo. Esto es lo que va a hacer posible que haya toda una serie de formas de pensamiento que empiezan en el siglo VI o VII antes de Cristo, que se van haciendo más complejas, que van obligando cada una de ellas a no quedar en sí misma – hay una actitud de insatisfacción de cada forma de pensamiento, diríamos de cada sistema -la palabra sistema es un poco excesiva porque no toda doctrina filosófica es un sistema-, de tal manera que hay que seguir adelante. Eso es lo que llamé hace bastante tiempo el sistema de alteridades, en que va a consistir justamente la filosofía.

El que hace filosofía parte naturalmente de una tradición, de algo que está ahí. Los presocráticos y los demás que hacen filosofía la hacen porque la hay ahí, porque la encuentran existencia, porque encuentran en la realidad social algo que es la filosofía – en los países en que ha existido filosofía; en otros no ocurre esto, naturalmente... En los países en que existe una tradición filosófica que procede de otros países: nosotros tenemos una tradición que viene de Grecia y que no ha continuado en Grecia, sino muy limitadamente, pero se ha transmitido de Grecia al mundo romano y al mundo europeo posterior etc., de modo que nos sentimos en esta tradición.

Pero no podemos quedarnos en la filosofía existente, porque nos parece que al pensarla a fondo, salimos de ella. Hace falta ir más allá, hace falta hacer una filosofía, sí filosofía, pero otra, otra que la existente. Otra que la existente no porque sea deficiente, no porque tengamos afán de innovación o de originalidad, sino porque la situación es diferente. Y por tanto lo que nos oprime, lo que nos obliga a buscar soluciones es otra cosa, que lo que tenía la anterior. Los problemas muchas veces no se resuelven, sino que se disuelven; quiero decir, simplemente, al plantearse de otro modo, desaparecen como problemas, se llega a una solución que es la disolución del problema anterior. En general los problemas se resuelven por un nuevo planteamiento que engloba las dificultades anteriores y esto es lo que constituye la realidad dramática que es la historia de la filosofía.

Ahora bien, la filosofía tiene grados de autenticidad: ¿desde dónde se hace la filosofía, en virtud de qué, respecto de qué problemas, en qué circunstancias, y, naturalmente, cuál es la respuesta fundamental del que hace filosofía? Escribió una vez Ortega un texto muy personal -el Prólogo para alemanes, que escribió en el año 34 y no consintió en publicar por los crímenes que se cometían por entonces; se publicó tardiamente después de la muerte de Ortega. Él hablaba de la verdad como condición de la filosofía, la busca de la verdad como condición del filósofo, y se preguntaba: hay algo importante que es la veracidad y ¿en qué medida el filósofo es veraz? Lo es, en grados desiguales. Él había pensado en escribir un ensayo que se titulara Genialidad e Inverecundia en el Idealismo Transcedental. Porque es evidente que los grandes filósofos idealistas alemanes, cuya genialidad es evidente, tenían una cierta pasión por la gran construcción intelectual que llamaban sistema y estaban dispuestos quizá a forzar un poco la evidencia para hacer ingresar su doctrina en esa gran construcción sistemática, a veces dando un coup de pouce a la realidad para hacerla entrar en donde por sí misma, espontáneamente, no entra. A eso es lo que llamaba la inverecundia, la falta de veracidad. En

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cambio, contrastaba con otros filósofos, tal vez menos geniales pero más veraces, como, por ejemplo, Dilthey. Ha habido filósofos que no han dicho más que lo que estaban viendo realmente: son grados superiores de autenticidad.

La condición de esto es doble: por una parte, se trata de la presión de las circunstancias, de la formulación que el filósofo encuentra de los problemas. Los problemas aparecen en primer lugar formulados por eso, porque se parte siempre de una tradición intelectual, de ese sistema de alteridades de que hablaba. Por otra parte, hay unas interpretaciones recibidas y un repertorio de conceptos de los cuales parte el filósofo. Y naturalmente podrá ir más allá, podrá innovar, podrá no contentarse con lo que encuentra, pero es evidentemente su punto de partida. Hay además los problemas con los cuales se encuentra primariamente. Ustedes piensen, por ejemplo, cuando leemos un texto medieval y encontramos problemas que son apremiantes para el filósofo medieval, pero ¡ahora no, no se plantean! Piensen ustedes en el problema de los universales. Este problema, en definitiva, reaparece en alguna medida, -¿qué diré yo?-, reaparece en la Fenomenología, pero en forma muy distinta y no es un problema capital, no es un problema central; hay otros, distintos. Y hay situaciones en las cuales los problemas, en cierto modo desaparecen del primer plano. Hay una pérdida de autenticidad de la filosofía vigente con lo cual se encuentra el filósofo y su tentación, evidentemente, es hacer una filosofía menos auténtica, o bien, si tiene ese tipo de genialidad que no es el talento, la capacidad discursiva, sino justamente la necesidad de autenticidad, de repristinar la filosofía, de volver a descubrir las grandes cuestiones, los grandes problemas. Hay un momento muy interesante que ocurre en la primera mitad del siglo XIX cuando se han disipado bastante los problemas filosóficos después de la crisis del idealismo alemán y hay unos cuantos filósofos en dos o tres países, que no eran grandes figuras, que eran pensadores modestos, pero que han tenido la veracidad de volver a replantear los problemas capitales, los problemas inevitables y llevarlos hacia un planteamiento actual, en aquel momento, en la medida de lo posible, y a rehacer un poco la autenticidad de la filosofía.

Como ven ustedes, lo histórico-social es un elemento capital. Pero, al mismo tiempo, tenemos la personalidad de los que filosofan y, por tanto, su exigencia de autenticidad; entonces se llega a una visión mucho más inmediata, mucho más próxima, mucho más dramática, si se quiere, de la filosofía y de su historia.

Lo decisivo es la exigencia de saber a qué atenerse, la cuestión es esta. Dejemos de lado el saber a qué atenerse, diríamos mostrenco, el que viene de las vigencias sociales establecidas en la medida en que el hombre puede estar instalado en ellas – la mayor parte de los que están instalados en ellas viven con una cierta, relativa autenticidad. Pero volvamos a la otra actitud: la actitud en que se plantean las cuestiones decisivas, las cuestiones radicales. Recuerden ustedes las preguntas que yo formulaba en la última de esas sesiones y decía que son dos cuestiones inseparables, irrenunciables, pero que, en cierto modo, tienen una cierta adversidad entre sí, es decir, en la medida que se consigue la respuesta de una de ellas, la otra queda en sombra o queda problemática: ¿quién soy yo y qué va a ser de mí? En la medida en que el hombre se entiende como quien es, como un "quien", como un alguien, como una persona llena de inseguridad, llena de irrealidad, con un carácter proyectivo, inmaginativo etc., en la medida en que se vive desde su situación y se tiene plena conciencia de lo que es la condición personal, entonces resulta problemático el desenlace de todo eso – aparte de la permanente inseguridad de la vida en su detalle, en cada momento, que es considerable y esencial. Por ejemplo, en la vida hay un problema con lo cual uno se encuentra que es la seguridad de la muerte y esto naturalmente plantea el problema de ¿qué va a ser de mí después, definitivamente? Y en la medida en que yo tomo posesión de mi condición personal, ese problema aparece con su inminencia, con su inevitabilidad, con su condición intrínsecamente problemática.

Por otra parte el hombre necesita una cierta seguridad, una cierta instalación para poder proyectar. Incluso para proyectar la inseguridad el hombre necesita un terreno, un suelo en que poner los pies y apoyarse, por tanto, hay una cierta seguridad. Pero si esta seguridad es muy grande, entonces se propende a una visión de la persona como cosa, como algo meramente real, íntegramente real, por consiguiente menos problemático. Entonces se empieza a desvanecerse la condición tal de persona y se atenúa la evidencia que tengo de quién soy yo. Esto me parece que es el núcleo del problema y en eso consiste el dramatismo intrínseco de la vida humana: la necesidad de seguridad respecto

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de ambas preguntas y el hecho de que en la medida que uno aparece con una respuesta satisfactoria, la otra resulta problemática y permanece en su problematicidad y, alternativamente, el hombre oscila entre apoyarse en la primera o en la segunda y justamente en eso consiste lo que es vivir, vivir humanamente.

Pero hay una autenticidad en la medida en que se espera, en la que se cuenta con la revelación, es decir, hay el hombre que tiene conciencia de la problematicidad y espera; espera que las cosas se aclaren. Recuerdo un poema de Claudel, un poema de la Primera Guerra Mundial, en la cual hay un oficial del ejército francés – naturalmente, porque se trata de Claudel – que va a avanzar a las trincheras del enemigo, tiene la seguridad que va a morir y dice: “enfin, je vais savoir” – “por fín, voy a saber”. Esta es la actitud: "voy a saber"; cuando muera, va a saber: va a saber a qué atenerse, va a saber lo que va a ser de él.

Esa actitud puede ser auténtica, sumamente auténtica y es la de una gran parte de la humanidad en épocas muy dilatadas. Yo creo que la mayor parte de los hombres occidentales – no estoy seguro cuando salimos de Occidente; mi inseguridad es siempre muy grande – han vivido con bastante autenticidad sin hacer filosofía, confiando en que se revelará -o si se ha revelado y se ha aceptado la revelación- lo que va a ser de ellos. Esto me parece bastante claro. Ahora, esto no es filosofía. Es precisamente vivir en una situación de la cual la filosofía es vicaria; hace sus veces, porque la filosofía consiste en pensar que se puede desvelar la realidad; que el hombre puede, en alguna medida, en ciertas condiciones, con ciertas exigencias, desvelar la realidad, obligarla a desvelarse. Recuerden ustedes cómo aparece en el poema de Parménides lo de quitar los velos y aparecerá también en otra forma, que me parece muy atractiva también y dramática, la idea de Heráclito: de que el camino hacia arriba y el camino hacia abajo, es lo mismo. Se puede ir de lo patente a lo latente o de lo latente a lo patente. Esta es la actitud filosófica; ahí empieza la actitud filosófica, en toda la historia de la filosofía.

Y fíjense ustedes que si consideramos la historia, veremos cómo ha habido épocas en las cuales esto ha tenido un carácter real, verdadero, irremediable, auténtico; y en otras épocas ha habido una atenuación de la tensión filosófica: se ha instalado el filósofo – y esto es curioso – en formas recibidas, no ha repristinado el sentido de la filosofía. Recuerdo que Ortega hablaba de los “escolasticismos” -no de la Escolástica medieval, sino de los escolasticismos. Por ello lo entendía una filosofía recibida en otra época que aquélla en que se engendró. Cuando una filosofía se engendra en un cierto momento es auténtica porque responde a los problemas y al planteamiento angustiante de aquel momento. Pero si se retoma esta doctrina, si se la acepta en una situación que es distinta, resulta que se está haciendo una operación filosófica, pero que no va al fondo de la cuestión, que no llega al núcleo problemático, que acepta un planteamiento ajeno. Y esto establecería una diferencia de autenticidad entre las filosofías, entre las diferentes épocas filosóficas, entre los diferentes pensadores.

Pero hay una condición fundamental que hay que tener en cuenta. Ustedes comparen el hombre que espera: que espera la revelación – cualquier tipo de revelación – o el hombre que se atreve a poner la mano en eso latente e intentar desvelarlo, con un acto de audacia, con una cierta impiedad. Como saben ustedes, los filósofos griegos fueron acusados con frecuencia de impiedad, de algo impío: el poner las manos en eso que está ahí, latente, y tratar de desvelarlo, de descubrirlo.

Naturalmente, la condición exigida es otra: es la confianza en la razón. El filósofo tiene problemas, dudas, zozobras, sí, pero tiene confianza en la razón. Cree que la razón puede descubrir la realidad. Tomen en serio lo que acabo de decir: cree en la razón. Es una creencia. La filosofía parte de una creencia: la creencia en la razón; la creencia en la eficacia de la razón, en que ella puede comprender, desvelar la realidad, puede llegar a lo latente. Es una creencia.

Como ven ustedes, la creencia vuelve a aparecer y aparece en el seno de la filosofía y precisamente unida a la autenticidad de la filosofía. A última hora, la creencia es absolutamente decisiva. Lo que pasa es – y ésta es la conclusión a que tenemos que llegar – que eso que es la creencia en la razón, la confianza en ella, el ponerse a filosofar, diríamos, el

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hacerse unas preguntas e intentar darles unas respuestas, no es todavía filosofía. Es prefilosofía. Es lo que hace posible la filosofía. Porque ningún contenido de ese pensamiento será filosofía hasta que haya sido repensado, justificado, probado..., racionalmente.

La filosofía, la más auténtica filosofía parte de una creencia: la creencia en la razón, que es una creencia como otra cualquiera. Y su resultado no es todavía filosofía, tiene que ir más allá: tiene que ir al mecanismo necesario de justificación racional y entonces eso será filosofía; podrá ser admitido como filosofía, si no, no lo es. Lo cual quiere decir que ¿la prefilosofía no sea de última importancia? Ah, por supuesto. Y es menester partir de ella, tomar posición de ella y seguir adelante. Seguir adelante, si se puede... Porque la inseguridad sigue acompañándonos. El que tiene confianza en la filosofía, el que tiene fe en la razón, se da cuenta de que cuando ha empezado a filosofar, ha empezado a buscar esa verdad, todavía no está haciendo filosofía. La filosofía consiste en prueba, justificación, en llegar justamente a la evidencia. Sin evidencia, no hay visión filosófica, no hay filosofía. Hay una creencia que puede ser verdadera, por supuesto. Nos nutrimos de creencias verdaderas que son absolutamente básicas y decisivas, sin las cuales no podríamos vivir. Pero no son filosofía.

Si la filosofía renuncia a los problemas, renuncia a ser filosofía. En ciencia, no. En ciencia, un problema que no tiene solución no es un problema científico. La cuadratura del círculo: únicamente se ocupan de eso algunos señores un poco extraños de algunos casinos de provincia; se ha demonstrado que no es un problema matemático. Esto ocurre en la ciencia: si algo no tiene solución no es un problema, deja de ser un problema, por el motivo que sea. En filosofía, no. En filosofía, un problema es algo respecto a lo cual yo necesito saber a qué atenerme – lo consiga o no. Y si la filosofía comienza con una renuncia... (y lo ha hecho muchas veces). La filosofía, en diversas ocasiones, ha renunciado a sí misma o por diferentes motivos, o por recaer en la creencia y dar por buena la creencia como si fuera filosofía – la creencia es perfectamente válida pero no es filosofía – o bien aceptar un planteamiento ajeno y, por consiguiente, a problemas que no son los nuestros, que no son los del filósofo actual; o por considerar que hace falta cumplir otro tipo de condiciones para que sean válidos: por ejemplo, el empirismo lógico considera que no tiene sentido, que no es ni siquiera inteligible, todo lo que no es empíricamente verificable o comprobable. Naturalmente yo pregunto si esa tesis es empíricamente comprobable... -evidentemente no lo es.

Entonces, estas llamadas filosofías en una medida u otra dejan de serlo, pierden autenticidad. Ustedes ven, por tanto, cómo se requieren ciertas condiciones. El ejercicio de la filosofía en cada persona requiere una actitud deteminada. Dirán ustedes: bueno, pero los filósofos, en todo el sentido estricto de la palabra, son muy pocos. En cada época, cuatro gatos, unas docenas, a lo sumo, en épocas muy fecundas, tal vez unos centenares en esos veinte y tantos siglos.

Pero no hace falta ser filósofo creador: eso no es condición necesaria. El que tiene la vivencia de la filosofía, el que vive el problema filosófico como tal problema; el que siente la necesidad de saber a qué atenerse e intenta poner las cosas en claro, aunque no se le ocurra ninguna idea nueva, aunque repiense un sistema ya existente, aunque no añada ninguna tesis propia, no le damos un “ismo” a la historia de la filosofía, está haciendo filosofía, se está comportando filosóficamente. No se puede entender un libro filosófico más que filosóficamente, repensando, justamente incorporándola a la propia vida para poner a prueba las creencias recibidas – las creencias sociales o las creencias de cualquier tipo, incluso la creencia en la razón, la confianza en ella – y utilizarlo en la vida personal para saber a qué atenerse, para hacerse las preguntas radicales que tiene que hacer cada hombre, pase lo que pase, si quiere vivir él auténticamente.

Y ahora venimos al otro sentido de la palabra autenticidad. Auténtico es lo que verdaderamente es real. Justamente hay las palabras falsas de que hablan las musas de Hesiodo -o de que habla Homero- semejantes a las palabras verdaderas, pero también se pueden pedir, se pueden buscar, se pueden encontrar palabras verdaderas que hablan de las cosas que verdaderamente son.

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UNA RESPUESTA A LA VIDA

Por Alberto Sánchez León

“(...) en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros” . Víktor Frankl.

Tanto Leibniz como Heidegger se han preguntado una cuestión de alta relevancia, a saber; “Por qué el ente y no, más bien la nada”. Dicha pregunta se podría replantear con otras categorías como: Por qué existir y no, más bien, no existir; o, por qué vivir y no, más bien, no haber vivido nunca.

Se trata pues, en todos los casos, de una cuestión vieja ya que se podría traducir por ¿cuál es el sentido de mi vida?, o mejor, ¿por qué mi vida debe tener un sentido? Por qué el ente y no, más bien, la nada, por qué yo y no, más bien, no-yo.

Cuando Aristóteles dice que “el fin está en el principio” está dando la clave a la interrogación por el sentido de la vida, porque el fin, lo que me mueve a obrar se da en todo momento de mi ser, de mi existir, de mi vivir.

Que “el fin está en el principio” no es meramente un juego de palabras. Aristóteles iba a más. Sólo viviendo bien el presente, necesariamente mi verdadero fin se podrá ver realizado. Sólo si voy haciéndome cargo cada instante de mi ser, de mi situación vital, entonces veré después el sentido, el significado, el fin. Con otras palabras, únicamente construyendo el presente con vistas al futuro podré mirar en un futuro que mi presente, ya pasado, tuvo su sentido. Por tanto, la pregunta clave no es ¿qué sentido tiene mi vida? Sino ¿qué he hecho o estoy haciendo yo para que mi vida tenga o no sentido? Este matiz no es trivial, pues la respuesta por el sentido de la vida, de mi vida, está por hacer porque mi fin, mi sentido me lo voy forjando en mi existir-con o en mi coexistencia.

Bien es cierto que todos buscamos una vida lograda, todos buscamos la felicidad y este es nuestro fin. En efecto, la felicidad es el propósito de nuestra existencia y dicho propósito se nos ha dado, lo anhelamos de continuo. Ahora bien, lo que no se nos ha dado es cómo, el forjarnos nuestra vida, el construir la felicidad de cada existencia personal. “En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna a cada uno”[1]. Por tanto, no es que la vida en sí tenga un sentido y yo tenga que encontrarlo, sino que mi vida tiene para mí un sentido propio que viene dado con mi vivir-con, con mi existencia en el tiempo, lugar, y circunstancias que me rodean.

No se trata tanto de descubrir y buscar el sentido sino, más bien, de darlo. Dar sentido a mi existencia es dar una respuesta a la vida. La diferencia es casi esencial. Cuando se busca algo es porque ese algo está escondido, oculto. El descubrimiento es el desvelo de lo oculto. Esta es la postura de Heidegger, quien piensa que el ser ha estado oculto a causa del olvido. Dar sentido, en cambio, es poner un orden en las cosas, es poner un fin en el obrar, en las acciones que van configurando mi coexistencia, mi vida.

Hemos hablado del vivir bien el presente, el hoy y el ahora. En palabras de Kierkegaard “ (...) este es el caso del pájaro y el lirio. Su doctrina de la alegría se reduce a lo siguiente: Hay un hoy. Y en este hoy se pone un vigor inmenso. Hay un hoy, y no hay absolutamente ninguna preocupación por el día de mañana siguiente. Y esto no es una ligereza del lirio y del pájaro, sino la alegría del silencio y la obediencia. Si guardas silencio en el solemne silencio de la Naturaleza, no habrá para ti ningún día de mañana; si obedeces con la obediencia de la Creación, tampoco habrá para ti ningún día de mañana, ese día desgraciado producto de la locuacidad y la desobediencia. Y cuando a causa del silencio y la obediencia no hay un día de mañana, es cuando está el hoy en el silencio y la obediencia, y con él está la alegría como está en el pájaro y en el lirio.(...).

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¿Qué es la alegría o qué significa estar alegre? Pues es estar en realidad presente de uno mismo, y este estar-en-realidad-presente-de-uno-mismo equivale al hoy de que hemos hablado, equivale a existir hoy, a existir de verdad para el día de hoy”[2]. Sólo dando sentido hoy y ahora podrá tener mi vida un Sentido. Bien es cierto que el texto del filósofo danés posee una connotación un tanto negativa, pues sólo describe la vida de dos tipos de almas; una la vegetativa, la del lirio; y otra animal, la del pájaro, pero no se detiene en el alma más interesante, en la racional y libre. Efectivamente el lirio está condenado a vivir de una forma determinante al igual que el pájaro, pero esto no ocurre con el hombre, pues éste tiene la peculiaridad que le falta al lirio y al pájaro, la de poder equivocarse. Un lirio o un pájaro nunca se podrán equivocar, el hombre no sólo puede, sino que a veces lo provoca. Pero esto no es una limitación del hombre sino su condición, y, por eso, debe regocijarse en dicha condición que es la libertad, pues después de la vida, se trata del mayor don, del mayor regalo, del mayor presente.

¿Cómo doy sentido a mi obrar, a mi forma de vivir-con?

La respuesta a esta pregunta no es fácil, pues es en esto precisamente en lo que versa la ética.

Para llegar a ser médico es necesario hacer la carrera de medicina, de lo contrario sería una atrocidad realizar una operación (obra) sin los conocimientos previos. Luego, podemos decir que el sentido de la carrera de medicina es evidente. Una vez hecha la carrera, el MIR, etc., el médico ya está en aptitud para curar, prevenir o mejorar la salud del paciente, que es el fin mismo de la medicina. Si un médico quita el fin propio de la medicina y pone cualquier otro en su obrar (ganar dinero, torturar, ganar prestigio incondicionalmente, etc.,), entonces ha dado un sentido, aunque el sentido no es el adecuado. No cabe el sinsentido, la sinrazón, porque cuando se pierde el sentido adecuado nace otro aunque éste sea inadecuado. Pues bien, sólo colma, sólo nos hace feliz el sentido adecuado que es, al fin y al cabo, el verdadero. Un sentido que no corresponde a la naturaleza de una acción no puede hacer feliz al sujeto agente de esa acción porque no es un sentido verdadero. El sentido inadecuado en cualquier acción moral (cualquier acto profesional es moral porque nos puede hacer mejores o peores personas) es siempre, aunque no a corto plazo, una negación de la naturaleza, porque de algún modo le estamos quitando su sentido propio y le otorgamos otro que no le corresponde. Esa adecuación corresponde al verum, y en el obrar, la adecuación en la acción corresponde al bonum, y sólo así llegaremos, por ende, al pulchrum, pues la belleza no versa únicamente en lo corporal, sino más bien, en la unidad del conjunto, en la splendor formae. Por eso decía Platón que “la potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello”[3].

Hasta ahora no hemos hablado de cómo dar sentido a mi obrar o a mi forma de vivir-con sino más bien de lo contrario. Hemos hablado de quitar (lo contrario al dar) sentido. Pero ¿qué es dar sentido? En esto estriba, en cierto sentido, como ya decíamos antes, toda ética.

Es evidente que en la naturaleza las cosas siguen un cierto orden, el dinamismo del mundo de la naturaleza corresponde con las leyes que ha puesto el Legislador. Se trata de leyes que rigen comportamientos muy distintos, y son diferentes precisamente porque el mundo es reinante de una magnífica pluralidad de seres. De esta simple observación se sigue que lo natural con-tiene-ya sus leyes. El lirio y el pájaro se comportan conforme a esas normas sin ningún problema ni pre-ocupación, se trata de vidas naturales. Pero resulta que hay otro tipo de vida que, además de seguir las leyes de la naturaleza, posee otro tipo de comportamiento, puede ir en contra, incluso, de esas leyes. Se trata de la vida del hombre, en la que precisamente una de sus leyes, de su modo de ser ya dado, es el ser libre. Esto induce a pensar que no sólo existe el ámbito de lo natural, sino que debe existir otro que vaya más allá y que desde siglos se le ha llamado el ámbito de lo sobrenatural. Pues bien, dar sentido tiene que ver con el ámbito de lo sobrenatural. Dar sentido es asumir lo natural pero, a la vez, es trascenderlo. No se trata de que lo natural y lo sobrenatural vayan aislados, sino que se complementan, por eso decíamos que lo bello goza de una unidad en el conjunto, del ser en su plenitud.

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Este ámbito de lo sobrenatural aporta en el hombre la capacidad de invención. Y aquello que inventa es lo artificial. Lo artificial, dado su naturaleza ambigua, posee dos comportamientos que no se contraponen, dos normas, a saber, las de la naturaleza y las que el artífice ha puesto en lo inventado. Por eso, un libro de novela, además de estar sometido a la ley de la gravedad, a tener volumen, peso y masa, a tener un determinado color, etc., nos cuenta una historia, nos dice algo, algo que de suyo no está en la naturaleza del libro. Ese algo que de suyo no está en las cosas (tanto naturales como artificiales) es precisamente lo sobrenatural.

Cuando de una rama de un árbol elaboramos una flecha o leña no le hemos quitado el sentido que tenía antes de coger la rama, sino que, gracias a esa capacidad de invención, le hemos otorgado otro sentido. El hombre es un ser que vive dando continuamente sentido a las cosas y a todos los seres.

Pero en el plano de la moralidad, de las acciones del ser humano, también nos encontramos con un problema, a saber, al de dar sentido a nuestra coexistencia. Dar sentido es poner un sentido mayor al sentido primigenio. Así, el cuerpo pide, en su sentido primigenio, sentir placer. Esto es lo natural, y, por tanto, el sentido propio del lirio (el silencio) y del pájaro (cantar). Nuestra coexistencia, nuestro vivir-con implica muchas veces satisfacer al otro, y, para ello, también muchas veces, eso implica prescindir del placer, prescindir de las leyes del cuerpo, prescindir (trascendiéndolo) de lo natural. Quizás me exprese mejor con un ejemplo. Si mi cuerpo (lo natural) me pide regocijarme ante la belleza de una flor (un placer visual), en esa acción puramente contemplativa no otorgo sentido, pero cuando mi coexistencia me llama, doy un sentido mayor (sobrenatural) al cortarla para que la disfrute otra persona a quien amo. Por ello, podemos también decir, que mi coexistencia fundamenta la moralidad de una acción, es decir, que la moralidad o es pública o no puede ser moral. Frente al reclamo de lo natural se levanta la exigencia de lo sobrenatural.