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Sintetizadores a través de la historia Cuando los sintetizadores dominaban la Tierra 1906 - Thaddeus Cahill y el Telharmonium (Rex) El primer sintetizador que tuvo repercusión más allá de las páginas de curiosidades científicas de los periódicos fue un aparato portátil muy particular. Sólo se movió una vez e hizo falta un tren de treinta vagones para transportarlo. El Telharmonium, un monstruo que pesaba 200 toneladas y medía más 18 metros de largo, fue para la música electrónica lo mismo que el Eniac para la informática.

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Sintetizadores a través de la historia

Cuando los sintetizadores dominaban la Tierra

1906 - Thaddeus Cahill y el Telharmonium (Rex)

El primer sintetizador que tuvo repercusión más allá de las páginas de curiosidades

científicas de los periódicos fue un aparato portátil muy particular. Sólo se movió una

vez e hizo falta un tren de treinta vagones para transportarlo. El Telharmonium, un

monstruo que pesaba 200 toneladas y medía más 18 metros de largo, fue para la

música electrónica lo mismo que el Eniac para la informática.

1934 - El sintetizador acústico

1934 - Laures Hammond y el teclado del rock

Un relojero estadounidense diseñó el único sintetizador que, de momento, no ha

podido ser imitado a la perfección por los nuevos aparatos digitales. No es extraño:

recrear el sonido de esta mítica lavadora es casi tan complicado como “renderizar” el

viento. Se trataba de un órgano eléctrico basado, a pequeña escala, en el mismo

sistema de síntesis de dinamos del Telharmonium. Fue el primer instrumento popular

de la historia que no se desafinaba. Su creador, Laurens Hammond, hizo inmortal su

apellido al bautizar con él a su criatura: el órgano Hammond.

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A imitación de los órganos de tubos de las iglesias, el Hammond contaba con dos

teclados superpuestos de 61 teclas más un tercero de 25 para los bajos que se

accionaba con los pies. Otro ingeniero de la épica, Don Leslie, desarrolló un altavoz

giratorio instalado sobre un motor que rotaba a diferentes velocidades. Este sistema de

amplificación extra, llamado Leslie, es en gran parte el responsable de su peculiar

timbre y una de las razones que lo hace inimitable. Era un extra que se adquiría por

separado, a pesar de que Don Leslie intentó vender el invento a la compañía

Hammond. Pero Laurens se negó: no quería nada que ensuciase el pulcro sonido de

SU organo. Los músicos tenían otra opinión al respecto y el altavoz Leslie se convirtió

en complemento imprescindible.

El instrumento –relativamente barato, extremadamente resistente y con un sonido rico

y expresivo– fue rápidamente adoptado por los músicos de jazz y blues de los años 40.

Estaba tanto en los bares como en las iglesias, donde servía a los coros de góspel. La

compañía prosperó y fue desarrollando distintos modelos siempre fieles al sistema de

dinamos y rotores de los primeros prototipos. En la década de los 50 se convirtió en el

teclado del rock and roll. La compañía aumentó su catálogo con nuevos teclados

portátiles. Surgieron otras muchas compañías que desarrollaron instrumentos a partir

del mismo sistema de síntesis, pero Hammond siguió siendo el rey. Hasta que llegaron

los 70.

Laures Hammond murió en 1973. Su compañía le siguió a la tumba pocos años más

tarde. Los músicos habían dado la espalda temporalmente a estos instrumentos en

favor de otros sintetizadores más avanzados. Al morir el fundador, los nuevos

directivos decidieron abandonar la producción de sus clásicos órganos para

embarcarse en la fabricación de nuevos instrumentos. Un gran error, la empresa

quebró dos años después y, desde entonces, la marca ha dado tumbos de propietario en

propietario. Una historia similar a la de Harley Davidson, que en los años 80 se puso a

fabricar scooters para competir con las compañías japonesas, pero sin final feliz. Esta

marca volvió a sus orígenes años después y transformó sus motos en artículos de lujo.

Hammon, sin embargo, fabrica hoy unos teclados que parecen casiotones y no ha

vuelto a recuperar su antigua grandeza.

La historia le daría la razón a Laures Hammond, que insistía en no abandonar los órganos clásicos, confiado en que su sonido volvería a estar de moda. Durante la década pasada, el acid jazz y discos como Scremadelica de Primal Scream abrirían nuevas posibilidades a este instrumento que se ha convertido en un artículo de coleccionista.

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1971 - Robert Moog, Raymond Scott, el Minimoog y el

destino.

Hay personas que parecen destinadas para cumplir una misión en la vida desde la

partida de nacimiento. Mayor Oreja tenía que ser, antes o después, jefe de los espías

en el Ministerio de Interior, y Robert Moog –con un apellido que recuerda a un cálido

gruñido, al crujir de una válvula– sólo podía honrar a su nombre dedicándose en

cuerpo y alma a los sintetizadores. Hoy, todos los que nos dejaríamos cortar un dedo

de la mano (siendo teclistas) por uno de sus hijos, le damos gracias al cielo por no

dejar que Bob Moog errase su destino.

A mediados de los años cincuenta, Bob tuvo una revelación.

Tenía apenas 20 años y estudiaba física en la universidad de Columbia. Su hobby,

construir con su padre –un ingeniero eléctrico de la Consolidated Edison–

sintetizadores Theremin, que luego vendía entre otros estudiantes tan “nerds” como él.

Y un día Raymond Scott telefoneó.

Raymond Scott era un pianista y compositor, autor, entre cientos de canciones, de las

melodías que acompañaban a los dibujos animados de la Warner. Además, Scott

trabajaba en diseños experimentales de nuevos instrumentos musicales. Su mayor

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obra, el Electronium, era una compleja máquina capaz de generar melodías y

acompañamientos de forma aleatoria. Entusiasmado por los sintetizadores Theremin

que construía el joven Moog, decidió invitarlo a su casa. Ese día, cara a cara con el

electronium, el jovencito Bob tuvo claro a qué quería dedicar su vida.

Hasta 1962, Robert continuó fabricando y vendiendo sintetizadores Theremin en kits

de “hazlo tu mismo” junto con el correspondiente manual de montaje –como en Ikea–,

por 49.95 dólares. Con ellos amasó una pequeña fortuna con la que se decidió a dar el

salto a la caza mayor. Durante unos meses barajó la idea de dedicarse a la fabricación

de amplificadores de guitarra, un mercado prometedor en aquellos años. Pero al final –

para desgracia de guitarristas y fortuna de teclistas– se decidió por continuar con los

sintetizadores. En aquellos años, el instrumento más complejo que habitaba la Tierra

era el prototipo Mk 2 desarrollado por RCA, un modelo experimental para uso

exclusivo de académicos que había costado más de 100.000 dólares fabricar. Moog

estaba convencido de que podía hacerlo mejor.

Su primer sintetizador modular, bautizado con su apellido, fue presentado al público

en 1965. Era un enorme armario que conectaba los distintos circuitos que generaban y

filtraban el sonido mediante cables que se podían intercambiar, como si se tratase de

una centralita telefónica, para crear distintos instrumentos. En su corazón habitaba un

filtro de paso bajo –un potenciómetro que corta las frecuencias más altas dejando

pasar sólo los graves– que aún hoy sigue siendo el referente para todos los

sintetizadores. El modular de Moog superaba en prestaciones al viejo RCA y, además,

era sensiblemente más barato. Costaba 11.000 dólares.

Walter Carlos –después conocido, tras una operación de cambio de sexo, como

Wendy– popularizó su sonido en 1969 con el disco “Switched-on Bach”, unas

llamativas reinterpretaciones del compositor clásico pasadas por los filtros del Moog.

Dos años después, Wendy/Walter crearía para Stanley Kubrick la banda sonora de la

película “La Naranja Mecánica”, homenajeando esta vez a Beethoven.

Todos querían un Moog. The Beatles compraron uno, que usarían en algunas de las

canciones del que sería su último disco. Mick Jagger también adquirió uno, aunque,

lamentablemente, apenas lo utilizó. Acabó vendiéndolo al grupo alemán Tangerine

Dream, que, a su vez, convencieron a sus compatriotas Kraftwerk para hacerse con

otro. La influencia de este sintetizador en la historia de la música electrónica es

enorme. Pero lo mejor aún estaba por llegar.

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Aunque pocos, el modular de Moog tenía sus

defectillos. Era demasiado grande y delicado

como para ir de gira y, además, seguía siendo

caro para la mayoría de los músicos. A finales de

los sesenta, Robert comenzó a trabajar en una

versión portátil de su sintetizador. Para el diseño

exterior, encargó un estudio a un grupo de

ingenieros industriales que le propusieron excéntricas carcasas de plástico de aspecto

futurista. Antes de decidir, afortunadamente, Moog preguntó a varios músicos, que

mayoritariamente eligieron otro diseño menos espacial, hecho en madera y con formas

simples.

Y así, en 1971, nació el Minimoog. El sintetizador del pueblo: portátil, resistente,

monofónico, cálido y con poco que envidiar a su padre modular. Se vendieron como

rosquillas. La compañía, Moog Music, creció de forma espectacular durante los

primeros años de esa década, pero Robert, que poco sabía de negocios, no supo

manejar bien las cuentas. Nuevas compañías, como Arp o Roland, apretarían las

tuercas ofreciendo sintetizadores de calidad comparable a precios inferiores. Robert

contraatacó con una versión aún más pequeña y barata de su sintetizador, el

Micromoog. Fue el último que diseño.

Agobiado por las deudas, perdió el control de la empresa a mediados de los años

setenta. Sus últimos años en la compañía que había fundado

los desperdició diseñando pedales de guitarra y otros

productos menores mientras otros ingenieros se ocupaban de

los nuevos teclados. En 1977 pegó el portazo y abandonó

Moog Music echando pestes de la dirección.

La compañía no sobrevivió mucho tiempo más. Los años

ochenta aparcaron el sonido analógico clásico adoptando los nuevos sintetizadores

digitales. Durante la década siguiente las tornas cambiarían de nuevo, pero Moog

Music ya no estaría ahí para explotar el filón.

Robert acabó por volver a sus orígenes. Ahora es un venerado sesentón que se dedica entre conferencia y entrevista a vender sus viejos sintetizadores Theremin, igual que hace 40 años. Cuatro décadas en las que su nombre cambiaría para siempre la música. Moog, a oídos de cualquier teclista que se precie, es la palabra más parecida a Dios.

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1979 - El Sampler: de la música de “corta y pega” a los

ritmos imposibles

1979 - Fairlight CMI, el primer sampler

Sin duda el año cero de la era moderna de la música es 1877, fecha en que Tomas

Edison inventa el fonógrafo. Sin él, ni habría 137 millones de discos de Michael

Jackson repartidos por el mundo ni existiría la industria discográfica, ese grupo de

señores tan preocupados por el MP3 y sus fortunas personales. Pero además, con la

capacidad de registrar el sonido aparece también la posibilidad de crear música

compuesta no con instrumentos, sino con sonidos de la naturaleza, ruidos industriales

e incluso fragmentos de grabaciones de otras piezas musicales.

Desde la ‘musique concrete’ hasta las composiciones de John Cage para “piano y

tocadiscos” pasando por los Beatles y sus experimentos con cinta magnetofónica, la

música del siglo XX ha sido un permanente diálogo entre sonidos naturales y sonidos

grabados. En realidad, todos estos pioneros estaban inmersos en la búsqueda de un

instrumento que no existía aún, alguna clase de máquina maravillosa que convirtiese

cualquier sonido registrado –una puerta, un grito, el claxon de un coche- en notas

musicales tan maleables como las de un piano o una guitarra. Cientos de veces

imaginado y soñado, no se hizo realidad hasta 1979. Se llama Sampler. Es el principal

responsable de la revolución electrónica de los 90.

Al prohibitivo Fairlight le corresponde el honor de ser el primer aparato de sampling

que salió de los laboratorios y centros de investigación y llegó a las tiendas de

instrumentos. Pasarían algunos años más hasta que apareciesen máquinas lo

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suficientemente asequibles para que estuviesen al alcance de DJs y músicos de

dormitorio, los verdaderos artífices del matrimonio entre tecnología y música en las

últimas dos décadas. Quizás la más popular de todas fue el Akai S-900, diseñado en la

Universidad de Portsmouth y lanzado al mercado en 1986.

Antes, para explicar qué es un Sampler (del inglés “sample”, muestra) había que

recurrir a retorcidas metáforas como “una máquina para fotografiar sonidos.” Ahora es

mucho más sencillo puesto que casi todos tenemos uno en nuestro ordenador; las

tarjetas de sonido más comunes funcionan exactamente igual. El invento permite

grabar una fuente sonora y tras transformarla en unos y ceros, hace posible modificar

cualquiera de sus características: su tono, su timbre…gracias él, el latido de un

corazón puede acabar sonando como una estampida de elefantes.

¿Qué es lo que convierte al sampler un instrumento tan revolucionario? Para empezar,

la perfección del sonido digital (inédita en los ochenta, cuando la era del Compact

Disc no ha hecho más que empezar) hace que por primera vez en la historia de la

tecnología musical, los sonidos sintetizados sean prácticamente indistinguibles de los

originales.“Samplear” una guitarra o un violín se convierta en la mejor manera de

recrearlo. Esta característica permite que orquestas enteras de ochenta y cinco músicos

puedan ser reemplazadas por un solo individuo. Pero sus posibilidades creativas van

mucho más allá.

Gracias al Sampler, cualquier músico puede hacer que por sus temas desfile la historia

completa de la música: los aullidos de James Brown, la afilada guitarra de Jimi

Hendrix, la batería de Led Zeppelín, los coros de una grabación de “Carmina

Burana”... Con el sampler empieza en la música popular la era del “corta y pega”.

Géneros como el “hip hop” elevan hasta extremos insospechados el arte de coger

trocitos de aquí y de allá para reordenarlos de una forma nueva y sorprendente.

Artistas como DJ Shadow se especializan en crear obras magnas a partir de

fragmentos de grabaciones oscuras e inencontrables, y los abogados de la industria

discográfica encuentran un filón de oro en los pleitos por “sampleos” no autorizados.

En los 90, los exploradores de nuevos caminos sonoros descubren que, además de

robar fragmentos de otros discos, los samplers permiten hacer muchas otras cosas. Por

ejemplo: reproducir el sonido de una batería o una guitarra más rápida o más

lentamente que en la realidad, o filtrarlo para alterar sus características hasta que

quede irreconocible. De estos juegos técnicos surgen los ritmos endiabladamente

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rápidos del Jungle y el Drum ‘n’Bass o las tinieblas digitales del Trip Hop, los géneros

que representan como ningún otro el sonido de la década pasada.

A pesar de haber pasado quince años desde la aparición del Akai S-1000, los samplers siguen siendo la última gran revolución tecnológica en la música de nuestro tiempo. Las vías de expresión que inventaron sus pioneros siguen produciendo nuevos hitos. El grupo australiano The Avalanches batió un nuevo récord de “corta y pega” al incluir en su primer disco más de novecientos fragmentos distintos de grabaciones, y el duo de experimentadores Matmos compuso su disco “A Chance to Cut is a Chance to Cure” a partir de sonidos de bisturís y otros instrumentos quirúrgicos transformados en música gracias a la magia del muestreo.

1982 - La madre de la cultura de club

1982-1987 - Tadao Kikumoto y el Roland TB-303

Esta pequeña maquinita plateada (en realidad es de vulgar plástico), poco mayor que

una cinta de vídeo, es la directa responsable de toda una revolución. Si la edad de oro

de la música electrónica reciente empieza a finales de los ochenta con la explosión del

“Acid House” (aquel movimiento que surgido de la nada llenó todos los clubs del

mundo de caritas sonrientes), la culpa fue de esta belleza, la “máquina de bajos”

Roland TB-303.

La historia de la 303, como la de muchos sintetizadores clásicos, está llena de

circunstancias fortuitas e inesperados giros del destino. Su diseñador, Tadao Kikumoto

(inventor también de la 909 y uno de los actuales capos de Roland), pensó en idear un

par de máquinas que pudiesen sustituir a un bajista y un batería con el fin de que

guitarristas, pianistas y orquestadores pudiesen componer sin necesidad de una sección

rítmica “real”. Así nacieron en 1982 la 303 y su compañera inseparable, la caja de

ritmos Drumatix 606. El concepto parecía interesante, pero fue un fracaso total. El

sonido de la 303 no se parecía en absoluto al de un bajo eléctrico y programar el

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aparato era una pesadilla apta sólo para ingenieros aeroespaciales. Para emular los

distintos tipos de bajo, la 303 contaba con unos controles circulares que había que

colocar en distintas posiciones, un sistema considerado por entonces tremendamente

arcaico. Sólo año y medio después de su aparición, el sinte fue retirado del mercado.

Cinco años más tarde, ya nadie se acordaba de la 303. Pero un desconocido Disc-

Jockey llamado DJ Pierre encontró una en una tienda de segunda mano y empezó a

utilizarla en sus actuaciones de una manera que a nadie se le había ocurrido.

Efectivamente, la 303 no recordaba en absoluto a un bajo, pero si se la hacía sonar y al

mismo tiempo se giraban sus controles circulares, el resultado era algo jamás oído. El

impresionante chillido de la 303 impactó tanto a los productores de ‘techno’ que se

convirtió en el elemento central de un sonido, el Acid House, que marcaría un antes y

un después en la historia de la música electrónica.

A principios de los 90, la popularidad de la máquina ha crecido tanto que, como decía

Fatboy Slim en un tema de su primer disco, “Todo el mundo quiere una 303”. El

problema es que hay muy pocas: debido a su fracaso inicial, Roland sólo fabricó unas

veinte mil. Despreciadas en su momento, tras el Acid los músicos electrónicos se

lanzan a los mercadillos y las tiendas de segunda mano, desesperados por hacerse con

una, mientras su precio en el mercado de aparatos usados sube y sube y sube...

Decenas de compañías de instrumentos musicales fabricaron “clones” de la 303, pero

ninguno igualaba el característico sonido de la original. La sorpresa que nadie podía

esperarse, por eso, era que al final todo el mundo iba a poder tener la suya.

En 1997, la compañía de software Propellerheads lanzó al mercado Re-Birth, un

programa de ordenador que emula a la perfección el clásico sonido ácido. Los músicos

de todo el mundo no podían creerlo: una manera barata y cómoda de hacerse con una

303, al alcance de cualquiera. Re-Birth inaugura además la era de los instrumentos del

futuro: los sintetizadores virtuales, hechos de ceros y unos en vez de transistores y

circuitos.

Aunque hoy en día la fiebre por la TB-303 haya remitido un poco, el invento de

Kikumoto ha ingresado en el Olimpo de los sintetizadores. Temas como “Protection”

de Massive Attack, en el que sus notas se funden con pianos y secciones de cuerda,

demuestran que su sonido se ha vuelto ya clásico. Pero por encima de todo, la historia

de la 303 tiene una moraleja evidente. Son los creadores, no los ingenieros, los que

deciden cómo debe utilizarse un instrumento electrónico.

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1983 - La banda sonora de la generación techno

1983 - Tadao Kikumoto y la Roland TR-909: la espina dorsal

de la era del "dance"

El sampler es sin duda la invención que ha renovado por completo el lenguaje de la

música popular contemporánea; pero los sonidos que más han penetrado en el

inconsciente colectivo de toda una generación son producto de la caja de ritmos

Roland TR-909. Cualquiera que haya visto alguna vez el amanecer desde una pista de

baile conoce a la perfección el inconfundible sonido de sus bombos, platos y palmas,

sin los que no habrían sido posibles estilos enteros como el ‘house’, el ‘techno’ o el

‘trance’. Desgraciadamente, también es la responsable de ese “chin pun”

inmisericorde que caracteriza las producciones más insoportables.

Heredera del espíritu de su antecesora (la igualmente mítica Roland 808), la 909

supone una bisagra entre dos eras de la tecnología musical: la digital y la analógica.

En 1983 los amantes de las máquinas de hacer ruidos estaban fascinados por la

reciente introducción del sampling, y la que hasta entonces había sido la manera

tradicional de emular sonidos –utilizar osciladores, transistores y filtros eléctricos-

parecía condenada a desaparecer, eclipsada por las increíbles nuevas posibilidades que

prometían los chips.

Con la 909, Roland se despide de la era que termina y saluda a la nueva, creando una

máquina que pertenece a ambas. Porque la 909 es tanto analógica como digital;

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mientras que parte de sus sonidos se generan a la antigua usanza, como su mítico

bombo, otros han sido sampleados.

Evidentemente, en cuestiones de tecnología musical el tiempo nos ha hecho más

sabios. Como ocurriese antes con el sintetizador de bajos 303, la 909 resultó

inicialmente un fracaso absoluto de ventas. Eclipsada por otras máquinas estrictamente

digitales como la Linn LM-1, cuyos sonidos eran mucho más parecidos a los de una

batería real, la Roland 909 fue despreciada como una antigualla analógica.

Años después, el uso de sonidos sampleados ya no sorprendía a nadie: con la

popularización de máquinas como los sampler Akai, replicar instrumentos acústicos de

manera realista a través de la tecnología digital era moneda corriente. Sin embargo,

había algo único y especial en los sonidos sintéticos de aquel enorme trasto gris y

naranja que no podía ser replicado por dispositivos supuestamente más avanzados. Y

no tenía que ver sólo con sus sonidos; una buena parte de la irreproducible magia de la

caja naranja surgía de su interfaz.

La 909 permitía programas ritmos a través de un sencillisimo sistema, el

"secuenciador por pasos", a los que se podía humanizar con el uso de dos parámetros.

El acento servia para replicar el efecto de un batería de carne y hueso golpeando la

piel del tambor con una fuerza especial, y el "swing", para conseguir que los ritmos no

fuesen completamente robóticos, sino que las notas sonasen a veces levemente

adelantadas o atrasadas. La combinación de todos estos factores conseguían producir

estructuras rítimicas muy particulares que sonaban al futuro. De hecho, la máquina de

1983 es uno de las piedras fundacionales del sonido electrónico de los 90.

Tras entender esto, DJs y productores de “techno” se pelearon por las menos de

10.000 unidades que hay en el mercado. La mayoría están en manos muy ilustres:

Orbital, Underworld, Chemical Brothers, Daft Punk (que le dedicaron su “Revolution

909”), Fatboy Slim, Prodigy... Los que no nos la podemos permitir tenemos que

contentarnos con sus imperfectas imitaciones hechas a bases de ceros y unos. La

segunda versión de Re-Birth la convirtió en software para todos los públicos, aunque

sería muy optimista decir que el resultado es el mismo.

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1983 - Ese pedazo de onda

1983 - Brian Eno, John Chowning y el Yamaha DX7

Programar un teclado DX7 era lo más parecido a una pesadilla, o a un cálculo

balístico. Coja una onda simple en forma de seno, creada por una fórmula matemática

mediante osciladores digitales. Luego otra de distinto rango que puede utilizar para

añadir un nuevo matiz al sonido o para modificar alguno de los parámetros de la

primera onda. Y después otra más, y otra, y otra, peinando cada pequeño detalle desde

un mínimo teclado con una pantalla de dos líneas de LCD a través de una interfaz

demoníaca, digna de un teléfono Motorola de los antiguos. Así, hasta llegar a seis

ondas puras que se intercalan entre sí, actuando como un ente complejo que se

modifica a sí mismo a cada paso que da. Es inevitable diseñar algo que suene. Pero

pruebe a recrear un piano o una trompeta con este modelo abstracto de síntesis, digno

de ser estudiado como ejemplo práctico de la teoría del caos. Les aseguro que es

posible: Brian Eno lo hace. Cientos de miles de personas más lo han intentado. Muy

pocos pueden presumir de haberlo conseguido.

El responsable de este complejo sistema de modelado del sonido, llamado síntesis FM,

es John Chowning. En 1964 era un profesor de la Universidad de Stanford apasionado

por la música. Como este centro no contaba con los entonces caros sintetizadores

analógicos, Chowning comenzó a investigar con lo que tenía más a mano: uno de los

superordenadores de la época. Años después sus experimentos desembocarían en una

nueva forma de crear sonidos que, en la década de los setenta, vendería a Yamaha.

Aunque Chowning nunca ha desvelado por cuánto traspasó su invento, lo que es

seguro es que la compañía japonesa hizo con la compra un buen negocio.

El DX7 desembarcó en el mercado en 1983, con el ocaso de los antiguos reyes, sus

majestades los sintetizadores analógicos. Ofrecía muchas ventajas frente al antiguo

régimen. Para empezar, al ser digital, no se desafinaba nunca. Era polifónico –capaz

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de reproducir varias notas al mismo tiempo– y multitímbrico –podía recrear

simultáneamente hasta 16 sonidos distintos, casi una orquesta completa–. Su principal

padrino artístico fue Brian Eno, el músico con alma de matemático y padre del

ambient, que presume de contar con varios de estos sintes entre su colección. Eno fue

también el que descubrió el DX7 a U2: para algo era él su productor. Sus brillantes

sonidos se pueden rastrear con facilidad en los primeros discos de los irlandeses.

El Yamaha DX7 se convirtió pronto en uno de los sintetizadores de más éxito de la

historia de los instrumentos musicales. Su caso no es el cuento del patito feo, el de la

Tr-909 o la Tb-303 de Roland, máquinas que se convirtieron en cotizadísimos cisnes

años después de abandonar las cadenas de producción. El DX7 nació con estrella casi

desde el primer día. Yamaha tuvo serios problemas para cubrir la fuerte demanda que

originó la nueva maravilla.

Hasta que abandonó la fabrica, en 1987, se vendieron más de 160.000 unidades. Gran

parte de ellas, gracias a su robusto diseño, siguen en funcionamiento. El DX7 es hoy

relativamente sencillo de encontrar en subastas de Internet por precios que rondan los

300 euros. Pese a su condición de clásico, no se ha revalorizado con el tiempo. Al ser

un teclado digital, resulta sencillo de emular mediante software.

Pero aunque los ordenadores han acabado con su cotización, también le han dado

nueva vida. Gracias a programas como SoundDiver, sus propietarios pueden ahora

editar sus sonidos con una facilidad pasmosa mediante el ratón. Aunque ahora no hay

que pegarse de menú en menú con el DX7, el mérito de crear instrumentos únicos

sigue siendo, como antes, del que se sienta ante los controles. Sus seis ondas

combinadas entre sí no tienen nada de simple.

1999 - La edad del 'laptop'

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1999 - Reaktor y Reason, virtuales y portátiles.

En los últimos meses del pasado siglo la música electrónica iniciaba una de las etapas

de transformación más importantes de su historia. Samplers, sintetizadores FM, y

teclados venerables empezaron a acumular polvo en los estudios de muchos músicos,

ya fuesen estrellas o nombres completamente anónimos. Estaban siendo sustituidos

por otras máquinas muy diferentes, y a la vez, muy familiares.

También estaban cambiando las cosas sobre el escenario. En festivales, clubs y salas

de conciertos, la imagen tan reconocible del artista parapetado detrás de enormes

torres de aparatos y mesas de mezclas -que caracterizó durante los 90 a estrellas del

dance como Underworld, Orbital o Chemical Brothers- dejaba paso a otra mucha más

humilde. Daba igual que se tratase de experimentadores radicales como el incendiario

Kid 606 o de grupos de petardas como Fischerspooner, la nueva generación se

presentaba ante el público con la única compañía de un portátil, habitualmente un

Powerbook de Apple. No necesitaban más arsenal para generar sus tremendos ritmos.

Que el futuro de la tecnología musical estaba en los ordenadores y que pronto sería

posible producir discos de calidad profesional con un simple PC doméstico era algo

que se venía intuyendo desde hace tiempo. Al fin y al cabo, tanto los samplers como

los nuevos sintetizadores de “modelado analógico” que se fabricaron durante los 90

esconden bajo sus brillantes carcasas y sus teclas procesadores, sistemas operativos,

ROMs, RAMs, discos duros... los mismos elementos que cualquier sistema

informático. Otras pistas: programas revolucionarios como Gigasampler permitían

transformar nuestro PC de casa en un potentísimo sistema de muestreo, y en los

estudios profesionales de grabación las grandes mesas de mezclas y los magnetófonos

eran trasladadas al cuarto de los trastos viejos, remplazados por software como Pro

Tools que permiten grabar, ecualizar, y añadir efectos, todo dentro de un ordenador.

La imparable ley de Moore ha venido a dictar que los primeros “estudios virtuales”

(software que sustituye a todas las herramientas necesarias para componer y producir

música) hayan aparecido con el cambio de milenio. En 1999 llegó a las tiendas

Reaktor, de la compañía alemana Native Instruments, el primer programa que permitía

construir desde cero nuevos sonidos de estilo analógico, secuenciarlos, ecualizarlos y

añadirles efectos. A pesar de ser espectacularmente innovador y muy utilizado en los

ámbitos más profesionalizados de la industria musical, Reaktor resulta bastante

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complejo de manejar y su precio no es precisamente asequible. Defectos que no se

pueden atribuir a su colega más popular, Reason.

Reason apareció en diciembre de 2000 entre una tremenda expectación. No en vano

sus creadores, Propellerheads, habían dejado estupefactos anteriormente a todos los

aficionados a la informática musical con Re-birth, el programa que replicaba casi a la

perfección el sonido del clásico TB-303. Su objetivo esta vez era mucho más

ambicioso: ofrecer juntas de una sola vez todas las herramientas que se pueden

encontrar en un estudio real.

Así, además de sintetizadores, secuenciadores a la antigua usanza y cajas de ritmos

virtuales, el programa incluye ‘plugins’ que sustituyen al imprescindible sampler.

Todo se gobierna desde una mesa de mezclas central, que nos permite añadir graves y

agudos, procesar los sonidos con efectos de eco y reverberación... podemos utilizar

tantos sintes y samplers virtuales como la potencia de nuestro ordenador nos permita.

Un PC relativamente al día es suficiente para que nuestra creatividad no se tope con

limitaciones técnicas.

Quizás es un poco pronto todavía para afirmar que la edad de los sintetizadores de

plástico, madera y metal ha tocado a su fin, pero resulta innegable que ya no hay

vuelta atrás. Grandes iconos de esta decada sin nombre, como Bjork o Radiohead,

confiesan haber arrinconado guitarras y pianos para plasmar sus ideas directamente

sobre sus Powerbooks, algo que tiene una innegable influencia sobre el resultado final.

Todo parece indicar que los músicos del futuro emocionarán a su público con sonidos

nacidos en el corazón de una de esas máquinas tan frías e insensibles, los ordenadores.