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Antología de Ética Universidad Panamericana Selección de textos de José Alberto Ross Edición del Departamento de Humanidades

Antología de Ética

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Page 1: Antología de Ética

Antología de Ética

Universidad Panamericana

Selección de textos de José Alberto Ross

Edición del Departamento de Humanidades

Page 2: Antología de Ética

© 2014 Universidad Panamericana

Departamento de Humanidades

Augusto Rodin 498, Insurgentes Mixcoac

México, DF 03920

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TABLA DE CONTENIDO

I. INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ ES LA ÉTICA? .......................................................................................................... 4

Fragmentos de F. Nietzsche ........................................................................................................................ 6

Ética nicomáquea (I) .................................................................................................................................. 13

Carta a Meneceo ......................................................................................................................................... 54

Epístolas morales a Lucilio (I) ................................................................................................................... 56

II. LA FELICIDAD COMO ACTIVIDAD............................................................................................................ 59

República ..................................................................................................................................................... 60

Utilitarianism ............................................................................................................................................... 64

III. ELEMENTOS PARA VALORAR LOS ACTOS HUMANOS ........................................................................... 72

III. I. LA LEY NATURAL .................................................................................................................................. 73

Antígona ...................................................................................................................................................... 74

Suma de teología, I-II, q. 94 .................................................................................................................... 111

III. II. LA CONCIENCIA ................................................................................................................................ 115

Lecciones de ética ..................................................................................................................................... 116

El individuo o ¿hay que seguir siempre la conciencia? .......................................................................... 120

IV. LAS VIRTUDES: EL PERFECCIONAMIENTO DE LA NATURALEZA ...................................................... 127

Ilíada, Canto VI ........................................................................................................................................ 128

Gorgias ...................................................................................................................................................... 137

Cuestión disputada sobre las virtudes cardinales ................................................................................... 188

Ética nicomáquea (II) ............................................................................................................................... 193

Epístolas morales a Lucilio (II) ............................................................................................................... 195

V. DONACIÓN PERSONAL Y PLENITUD ..................................................................................................... 199

De amicitia .................................................................................................................................................. 200

Dios es amor ............................................................................................................................................. 204

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I. INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ ES LA ÉTICA?

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FRAGMENTOS DE F. NIETZSCHE

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral

§1

¿Qué es entonces la verdad?1 Una multitud movediza de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas enaltecidas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un uso prolongado, a un pueblo le parecen firmes, canónicas y obligatorias; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han agotado y han perdido su fuerza, monedas que han perdido su troquel y no son ya consideradas monedas, sino metal.

Humano, demasiado humano

Primer tratado: de las primeras y las últimas cosas

§57 La moral como autoescisión del hombre

Un buen autor, que de veras se compromete con su obra, quiere que aparezca otro y lo eclipse, exponiendo con mayor claridad la misma causa y resolviendo definitivamente los problemas que le conciernen. La doncella amante quisiera refrendar la devota fidelidad de su amor en la infidelidad del amado. El soldado quisiera dar la vida por su patria en el campo de batalla: pues en la victoria triunfan su patria y sus más elevados deseos. La madre da a su hijo aquello de lo que se despoja a sí misma —el sueño, la mejor comida, incluso a veces la salud y los bienes—. Pero ¿son todas éstas disposiciones altruistas? ¿Son estas acciones morales milagros en tanto que, como dice Schopenhauer, son “imposibles y con todo reales”? ¿No es

1 Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900), filólogo, poeta, compositor y filósofo alemán. Uno de los pensadores más influyentes de la filosofía moderna.

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Friedrich Nietzsche

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evidente que en todos estos casos el hombre ama algo de sí mismo, un pensamiento, un anhelo, una creación, más de lo que ama otra parte de sí mismo? ¿Tampoco que escinde su ser y sacrifica una parte de él por otra? ¿Es algo realmente distinto de cuando un testarudo dice: “prefiero que me maten a tiros antes que ceder un palmo ante este hombre”? En todos estos casos está presente una inclinación hacia algo (deseo, instinto, aspiración); ceder ante ella, con todas sus consecuencias, no es, de modo alguno, “altruista”. En cuestiones morales el hombre se trata a sí mismo no como individuum, sino como dividuum.

La genealogía de la moral

Segundo tratado: culpa, mala conciencia y otras cosas afines

§2

Precisamente ésta es la larga historia del origen de la responsabilidad. La tarea de criar un animal al que le sea lícito prometer implica como condición y preparación suya —ya lo hemos comprendido— la tarea más concreta de hacer primero al hombre hasta cierto punto necesario, uniforme, igual en iguales circunstancias, regular, y por tanto, calculable. El enorme trabajo de lo que ha sido denominado por mí <eticidad de la costumbre> (cf. Aurora, pp. 7, 13, 16), el auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en la época más larga del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene aquí su sentido, su gran justificación, por mucho de dureza, tiranía, embotamiento intelectual e idiocia que le sean inherentes: medianamente la eticidad de las costumbres y la camisa de fuerza social, el hombre es hecho realmente calculable. Coloquémonos en cambio al final del enorme proceso, allí donde el árbol produce finalmente sus frutos, donde la sociedad y su eticidad de la costumbre dan a luz finalmente a aquello para lo que no eran más que el medio: encontramos entonces, como el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo que sólo es igual a sí mismo, que se ha librado de la eticidad de la costumbre, al individuo autónomo y sobremoral (pues <autónomo> y <moral> son términos mutuamente excluyentes), en suma, al hombre de voluntad larga, propia e independiente, al hombre al que le es lícito prometer, y en él una conciencia orgullosa, palpitante en todos los músculos, de qué es lo que por fin se ha conseguido ahí, y se ha encarnado en él, una auténtica conciencia de poder y libertad, un sentimiento de haber llegado a la plenitud del hombre como tal. Este liberado, al que realmente le es lícito prometer, este señor de la

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Fragmentos de F. Nietzsche

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voluntad libre, este soberano ¿cómo no iba a saber qué superioridad tiene con ello respecto de todo aquello a lo que no es lícito prometer ni responder de sí, cuánta confianza, cuánto miedo, cuánta reverencia despierta —<merece> estas tres cosas— y cómo con este dominio sobre sí mismo también ha sido puesto en sus manos necesariamente el dominio sobre las circunstancias, sobre la naturaleza y sobre todas las criaturas de voluntad más corta y menos de fiar? El hombre <libre>, el propietario de una voluntad larga e inquebrantable, en esa posición tiene también su medida de valor: mirando desde sí hacia los otros honra o desprecia, e igual de necesariamente que honra a quienes son iguales, a los fuertes y fiables (a aquellos a quienes les es lícito prometer) —esto es, a todo el que promete como un soberano, difícilmente, rara vez, lentamente, al que es avaro de su confianza, al que galardona cuando confía, porque se sabe lo suficientemente fuerte para mantenerla contra infortunio, incluso <contra el destino>—, igual de necesariamente tendrá preparado un puntapié para los enclenques tarambanas que prometen sin que les sea lícito hacerlo, y una vara para el mentiroso que rompe su palabra ya en el instante en el que la pronuncia. El orgulloso saber del extraordinario privilegio de la responsabilidad, la conciencia de esta rara libertad, de este poder sobre sí mismo y el destino, se ha hundido en él hasta su más honda profundidad, y se ha convertido en un instinto, en un instinto dominante: ¿qué nombre dará a ese instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para designarlo? No hay duda: este hombre soberano lo llama su conciencia.

§4

Pero ¿cómo ha venido al mundo esa otra <cosa sombría>, la conciencia de la culpa, toda la <mala conciencia>? Y aquí volvemos a nuestros genealogistas de la moral. Digámoslo una vez más (¿o acaso no lo he dicho aún?): son unos ineptos. Dos o tres palmos de experiencia propia, meramente <moderna>; ningún saber del pasado y nada de voluntad de saber de él; todavía menos un instinto histórico, una <visión interior> que aquí es especialmente necesaria, y sin embargo hacer historia de la moral: esto tiene que terminar, y es justo que así suceda, en los resultados que están con la verdad en una relación más que tirante. Estos genealogistas de la moral que ha habido hasta ahora ¿han atisbado siquiera, aunque sólo sea en sueños, que por ejemplo ese concepto moral básico de <culpa> puede tener su origen en el muy material concepto de <deuda>? ¿O que el castigo, en tanto que estriba en pagar con la misma moneda, se ha desarrollado totalmente al margen de cualquier presuposición sobre la libertad o la falta de libertad de voluntad? Y ello hasta tal punto que más bien ese necesario haber llegado primero a un elevado grado de hominización para que el animal <hombre> empiece a practicar estas

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Friedrich Nietzsche

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diferenciaciones, mucho más primitivas, entre <intencionado>, <negligente>, <casual>, <imputable> y sus opuestos, y a tenerlas en cuenta a la hora de asignar las penas. Esa idea es ahora tan asequible y que nos parece tan natural, tan inevitable, y que probablemente ha tenido que servir para explicar incluso cómo ha llegado a darse en este mundo el sentimiento de justicia, a saber, la idea de que <el criminal merece castigo, porque hubiese podido obrar de otra manera>, es realmente una forma del juzgar y extraer conclusiones humano que se ha alcanzado sumamente tarde, e incluso se advierte en ella un astuto refinamiento. Quien sitúa esa idea en los comienzos, atenta con mano muy torpe contra la psicología de la humanidad primitiva. Durante el más largo período de la historia humana no se ha castigado en modo alguno porque se hiciese responsable de su acción al causante de los males, por tanto no desde la presuposición de que sólo se debe castigar al culpable, sino antes bien del mismo modo que todavía ahora los padres castigan a sus hijos, a saber, a impulsos de ira provocada por haber sufrido un daño y que se descarga en la persona del dañador, por más que esa ira se mantiene dentro de ciertos límites y se modifica mediante la idea de que todo daño tiene en algún sitio su equivalente y realmente se puede pagar por él, incluso aunque sea mediante un dolor que sufra el dañador. ¿De dónde se ha sacado su poder esa idea viejísima, profundamente enraizada y que quizá ya no se pueda desarraigar nunca, la idea de una equivalencia entre daño y dolor? Ya lo he dejado traslucir: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia misma de <sujetos de Derecho>, y que por su parte remite a las formas básicas de la compra, la venta, el trueque y en general el tráfico comercial.

§6

En esta esfera, en el derecho de obligaciones por tanto, está el foco de donde surge el mundo de conceptos morales como los de <culpa>, <conciencia>, <deber>, <sacralidad del deber>: su comienzo, al igual que el comienzo de todo lo que es grande en este mundo, ha sido regado con sangre a fondo y durante largo tiempo. ¿Y no se podría añadir que en el fondo ese mundo de conceptos nunca ha perdido ya del todo un cierto olor a sangre y a tortura? (no ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo categórico huele a crueldad…). Aquí es donde se trabó por primera vez aquella conexión de ideas entre <deuda> o <culpa> por un lado y <sufrimiento> por otro, que tan inquietante es y que quizá ya no se pueda deshacer. Preguntémoslo otra vez: ¿en qué medida puede ser el sufrimiento la satisfacción de una <deuda>? En la medida en que el perjudicado, a cambio del perjuicio y del displacer por él

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causado, obtenía un extraordinario contra-disfrute: el de hacer sufrir, una auténtica fiesta, algo que, como hemos dicho, tenía una cotización más alta cuanto mayor fuese su contraposición con el rango y la posición social del acreedor. Todo esto a modo de conjetura, ya que es difícil ver el fondo de estas cosas subterráneas, prescindiendo de que resulta penoso, y quien a este respecto ponga toscamente sobre el tapete el concepto de <venganza>, más que facilitar la mirada lo que estará haciendo es obstaculizarla y oscurecerla (pues la venganza remite a su vez precisamente al mismo problema: <¿cómo puede servir de satisfacción hacer sufrir?>). Me parece que repugna a la delicadeza de estos mansos animales domésticos (es decir, de los hombres modernos, es decir, de nosotros mismos), y todavía más a su tartufería, representarse con toda su fuerza hasta qué punto la crueldad constituye la gran alegría festiva de la humanidad primitiva e incluso está mezclada con el ingrediente de casi todas sus alegrías, así como, por otra parte, representarse con qué ingenuidad, con qué inocencia comparece su necesidad de crueldad, con qué convencimiento considera precisamente la <maldad desinteresada> (o, para decirlo con Spinoza, la sympathia malevolens) como una característica normal del hombre: ¡como algo, por tanto, a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Una mirada dotada de cierta profundidad quizá podría percibir todavía ahora bastante de esa alegría festiva del hombre, que es de todas ellas la más vieja y la que más a fondo va: en Más allá del bien y del mal, pp. 117 y ss. (ya antes en la Aurora, pp. 17, 18 y 102) he señalado con dedo cauteloso la siempre creciente espiritualización y <divinización> de la crueldad que atraviesa toda la historia de la cultura superior (y que, en un sentido no poco importante, incluso la constituye). En todo caso, todavía no hace demasiado tiempo que no se concebía una boda principesca o una fiesta popular de gran estilo sin ejecuciones, torturas o por ejemplo un auto de fe, e igualmente ninguna casa noble sin seres en los que se pudiese descargar sin reparo alguno la maldad y el gusto por las burlas crueles (recuérdese por ejemplo a Don Quijote en la corta de la duquesa: en la actualidad leemos todo el Quijote con un regusto amargo en la boca, sintiéndonos casi torturados, con lo que les resultaríamos muy extraños e incomprensibles a su autor y a su época: ellos lo leían, con la mejor de las conciencias, como el más divertido de los libros, casi se morían de risa con él). Ver sufrir sienta bien, hacer sufrir todavía mejor: esta es una afirmación dura, un viejo y poderoso principio fundamental humano-demasiado humano, que por lo demás, puede que también los monos suscribirían; no en vano se cuenta que en la ideación de rebuscadas crueldades ya anuncian profusamente al hombre, y por así decir, lo preludian. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más vieja y larga historia del hombre ¡y también en el castigo hay tanto de festivo!

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Así habló Zaratustra

II. 15. De las mil y una metas y de la única meta

Muchos países ha visto Zaratustra, y muchos pueblos: así ha descubierto el bien y el mal de muchos pueblos. Ningún poder mayor ha encontrado Zaratustra en la tierra que las palabras bueno y malvado (…) Una tabla de valores está suspendida sobre cada pueblo. Mira, es la tabla

de sus superaciones; mira, es la voz de su voluntad de poder (…) En verdad, los hombres se han dado a sí mismos todo su bien y mal. En verdad, no lo tomaron, no lo encontraron, no les cayó como una voz del cielo. Valores colocó primero el hombre en las cosas, para conservarse ¡él creó primero el sentido de las cosas, un sentido de hombres! Por ello se llama ‘hombre’, es

decir: el valorizado. Valorar es crear: ¡oídlo, creadores! El valorar mismo es el tesoro y la joya de todas las cosas valoradas. Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar estaría vacía la nuez de la existencia.

II. 1. De las tres transformaciones

Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y en león el camello, y en niño, al final, el león. Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, de carga, en el que habita el respeto: cosas pesadas y las más pesadas desea su fortaleza. ¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y baja las rodillas, igual que el

camello, y quiere estar bien cargado. ¿Qué es lo más pesado, héroes?, así pregunta el espíritu de carga, para que yo lo tome sobre mí y me alegre de mi fortaleza. ¿Acaso esto no es: rebajarse para hacer daño a su altivez? ¿Dejar iluminar su locura para burlarse de su sabiduría? ¿O acaso

es: separarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a altas montañas para tentar al tentador? ¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y por amor a la verdad sufrir hambre en el alma? ¿O acaso es: estar enfermo y enviar a casa a los consoladores, y hacer amistad con sordos, que jamás oyen lo que tú quieres? ¿O acaso es:

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sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no apartar de sí las frías ranas y

los calientes sapos? ¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere atemorizarnos? Todas esas cosas, las más pesadas, toma sobre sí el espíritu de carga: al igual que el camello que cargado se apresura al desierto, así se apresura él a su desierto. Pero en lo más solitario del desierto ocurre la segunda transformación: el espíritu aquí se

convierte en león, quiere atrapar la libertad y ser señor en su propio desierto. Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, luchará por la victoria con el gran dragón. ¿Cuál es el gran dragón, al que el espíritu no quiere llamar ya señor ni dios? El gran dragón se llama “Tú debes”. Pero el espíritu del león dice “yo quiero”. El “Tú

debes” le yace en el camino, como un animal escamoso de áureo fulgor, y sobre cada escama brilla áureamente “¡Tú Debes!”.

Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los dragones habla así: “Todo el valor de las cosas – brilla en mí. Todo valor ha sido ya creado, y todo valor creado —soy yo. ¡En verdad, no debe haber más ningún ‘Yo quiero’!”. Así habla el dragón.

Hermanos míos, ¿para qué se requiere del león en el espíritu? ¿No basta el animal de carga,

que renuncia y es respetuoso? Crear valores nuevos —tampoco el león es aún capaz de eso: mas crearse libertad para nuevas creaciones— de eso es capaz el poder del león. Crearse libertad y un no santo incluso frente al deber: para eso, hermanos míos, se requiere del león. Tomarse el derecho de nuevos valores —ése es el tomar más horrible para un espíritu de carga

y respetuoso—. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña.

Como su cosa más santa amó él en otro tiempo el —Tú debes—: ahora tiene que encontrar ilusión y arbitrariedad incluso en lo más santo, de modo que robe el estar libre de su amor: para este robo se requiere del león. Pero decidme, hermanos míos, ¿de qué es capaz el niño que ni siquiera el león ha podido ser capaz? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse

todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.

Sí, para el juego del crear, hermanos míos, se requiere de un santo decir sí: su voluntad quiere ahora el espíritu, el perdedor del mundo se gana su mundo.

Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió en camello, y en león el camello, y el león, al final, en niño.

Así habló Zaratustra. Y por aquel entonces residía en la ciudad que es llamada: la Vaca

multicolor.

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ÉTICA NICOMÁQUEA (I) Aristóteles

LIBRO I

2. [LA ÉTICA FORMA PARTE DE LA POLÍTICA]

Si en todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí mismo, y en su vista aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras determinaciones no

podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente estériles y vanos, es claro, quo el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien, el bien supremo. ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la

mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?

Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma parte.

Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas; y esta es precisamente la ciencia política. Ella es, en efecto, la que determina cuáles sondas ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los ciudadanos deben aprender, y hasta qué grado deban poseerlas.

Además, es preciso observar, que las ciencias más estimadas están subordinadas a la Política; me refiero a la ciencia militar, a la ciencia administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas las ciencias prácticas y prescribe también en nombre de la ley lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, podría decirse, que su fin abraza los fines diversos de todas las demás

ciencias; y por consiguiente el de la política será el verdadero bien, el bien supremo del hombre. Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el individuo y para el Estado. Sin embargo, procurar y garantir el bien del Estado, parece cosa más acabada y más grande; y si el

bien es digno de ser amado, aunque se trate de un sólo ser, es, no obstante, más bello, más divino, cuando se aplica a toda una Nación, cuando se aplica a Estados enteros.

Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones, que forman casi un tratado político.

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3. [LA CIENCIA POLÍTICA NO ES UNA CIENCIA EXACTA]

Habremos dicho en esta materia todo cuanto es posible si logramos tratarla con toda la

claridad que ella permite. Pero en todas las obras del espíritu no debe exigirse una precisión igual a la que se exige en las obras de mano; porque el bien y lo justo, objetos que estudia la ciencia política, dan lugar a opiniones de tal manera divergentes y de tal manera laxas, que se ha llegado hasta sostener, que lo justo y el bien existen únicamente en virtud de la ley, y que no

tienen ningún fundamento en la naturaleza. Por otra parte, si los bienes mismos suscitan tan gran diversidad de opiniones y tantos errores, es porque sucede con mucha frecuencia que los hombres sólo sacan mal de tales bienes, y se ha visto a menudo perecer algunos a causa de sus riquezas, como perecían otros por su valor. Así, pues, cuando se trata de un asunto de este

género y se parte de tales principios, es preciso saber contentarse con un bosquejo un poco grosero de la verdad; y además, como se razona sobre hechos generales y ordinarios, sólo deben sacarse consecuencias del mismo orden y también generales. De aquí que deba acogerse

con indulgente reserva todo lo que habremos de decir. Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada género de objetos más precisión que la que permita la naturaleza misma de la cosa de que se trate; y tan irracional sería exigir de un matemático una mera probabilidad, como exigir de un orador demostraciones en forma.

Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es uno un buen juez. Mas para juzgar de un objeto especial, es preciso conocer especialmente este objeto, y para juzgar bien de una manera general, es preciso conocer el conjunto de las cosas. He aquí por qué la juventud es poco a propósito para hacer un estudio serio de la política, puesto que

no tiene experiencia de las cosas de la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política y de las que deduce sus teorías. Debe añadirse, que la juventud que sólo escucha la voz de sus pasiones, en vano oiría tales lecciones, y ningún provecho sacaría de ellas, puesto que el fin que se propone la ciencia política no es el simple conocimiento de las

cosas, sino que es ante todo un fin práctico. Cuando digo juventud, quiero decir, lo mismo la juventud del espíritu que la juventud de la edad, sin que bajo esta relación haya diferencia, porque el defecto que yo señalo no tiene que ver con el tiempo que se ha vivido, sino que se refiere únicamente al que se vive bajo el imperio de la pasión, sin dejarse, nunca guiar sino por

ella en la prosecución de sus deseos. Para los espíritus de este género, el conocimiento de las cosas es completamente infecundo, tanto como lo es en los que a consecuencia de un exceso

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Ética nicomáquea

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pierden la posesión de sí mismos. Por lo contrario, los que arreglan sus deseos y sus actos solamente según la razón, pueden aprovechar mucho en el estudio de la política.

Pero limitémonos a estas ideas preliminares por lo que hace al carácter de los que quieren cultivar esta ciencia, a la manera de recibir sus lecciones y al fin que aquí nos proponemos.

4. [DIVERGENCIAS ACERCA DE LA NATURALEZA DE LA FELICIDAD]

Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y toda

resolución de nuestro espíritu tienen necesariamente en cuenta un bien de cierta especie,

expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la política, y por consiguiente el bien supremo que podemos proseguir en todos los actos de nuestra vida. La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este

bien supremo felicidad, y, según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos la colocan en las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores;

mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto, que la opinión de un mismo individuo varia muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que la felicidad es la salud; pobre, que es la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos pomposos, y trazan de ella una imagen

superior a la que aquel se había formado. A veces se ha creído, que por encima de todos estos bienes particulares existe otro bien en sí, que es la causa única de que todas estas cosas secundarias sean igualmente bienes.

Indagar todas las opiniones sobre esta materia, sería un trabajo bastante inútil; y así nos

limitaremos a las más conocidas y divulgadas, es decir, a las que al parecer tienen alguna verdad y alguna razón.

Por lo demás, no perdamos de vista, que hay mucha diferencia entre las teorías que parten de los principios, y las que se elevan a los mismos. Platón tuvo mucha razón para preguntar y

para indagar, si el verdadero método consiste en partir desde los principios o en subir hasta ellos, a la manera que en el estadio se puede ir de los jueces a la meta, o, a la inversa, de la meta a los jueces. Pero siempre es preciso comenzar por cosas muy notorias y muy claras. Las cosas pueden ser notorias de dos maneras: o con relación a nosotros o de una manera absoluta.

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Quizá deberemos comenzar por las que son notorias a nosotros, y he aquí por qué las

costumbres y los sentimientos honrosos son una preparación necesaria para todo el que quiera hacer un estudio fecundo de los principios de la virtud, de la justicia, en una palabra, de los principios de la política.

El verdadero principio de todas las cosas es el hecho, y si el hecho mismo fuese siempre conocido con suficiente claridad, no habría nunca necesidad de remontarse a su causa. Una vez

que se tiene un conocimiento completo del hecho, ya se está en posesión de los principios del mismo, o por lo menos se pueden fácilmente adquirir. Pero cuando uno no está en posición de conocer, ni el hecho, ni la causa, debe aplicarse esta máxima de Hesíodo:

“Lo primero es poderse dirigir a sí mismo,

sabiendo lo que se hace en vista del fin. También es bueno seguir el sabio consejo de otro; pero no poder pensar y no escuchar a nadie es una acción propia de un tonto de todos abandonado.”

5. [PRINCIPALES MODOS DE VIDA]

No es, en nuestra opinión, un error completo formarse una idea del bien y de la felicidad en

vista de lo que pasa a cada uno en su vida propia. Y así las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es el placer, y he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales.

Efectivamente no hay más que tres géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de que acabamos de hablar; después la vida política o pública; y por último, la vida contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres, si hemos de juzgarlos tales como

se muestran, son verdaderos esclavos, que escogen por gusto una vida propia de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es, que los más de los que están en el poder sólo se aprovechan de este para entregarse a excesos dignos de un Sardanápalo. Por lo contrario, los espíritus distinguidos y verdaderamente activos ponen la felicidad en la gloria, porque es el fin

más habitual de la vida política. Pero la felicidad comprendida de esta manera es una cosa más superficial y menos sólida que la que pretendemos buscar aquí. La gloria y los honores pertenecen más bien a los que los dispensan que al que los recibe, mientras que el bien, tal como nosotros le proclamamos, es una cosa por completo personal, y que muy difícilmente se

puede arrancar al hombre que le posee. Y además, muchas veces no busca uno la gloria sino para confirmarse en la idea que tiene de su propia virtud; y procura granjearse la estimación de los sabios y del mundo, de que es uno conocido, porque se considera a aquella como un justo

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homenaje al mérito que se atribuye. De aquí concluyo que la virtud, a los ojos mismos de los que se guían por estos motivos, tiene la preeminencia sobre la gloria que ellos buscan.

Fácilmente podría por tanto creerse, como consecuencia de lo que va dicho, que la virtud es el verdadero fin del hombre más bien que la vida política. Pero la virtud misma es evidentemente incompleta cuando es sola, porque no sería imposible que la vida de un hombre, lleno de virtudes, fuese un largo sueño y una perpetua inacción. Hasta podría suceder que un hombre

semejante sintiese los más vivos dolores y los mayores infortunios, y a no ser en interés de una opinión personal nadie puede sostener, que el hombre entregado a tales infortunios sea feliz.

Pero basta de esta materia, de que hemos hablado ya ampliamente en nuestras obras Encíclicas.

El tercer género de vida, después de los dos de que acabamos de hablar, es la vida

contemplativa e intelectual, que estudiaremos luego. En cuanto a la vida que sólo tiene por fin el enriquecerse, es una especie de violencia y de lucha continuas; pero evidentemente no es la riqueza el bien que nosotros buscamos; la riqueza no es más que una cosa útil a que aspiramos

con la mira de otras cosas que no son ella. Y así los diversos géneros de vida, de que anteriormente hemos hablado, deberían considerarse con más razón que la riqueza como los verdaderos fines de la vida humana, porque sólo se les quiere por sí mismos absolutamente; y, sin embargo, estos fines no son los verdaderos, a pesar de todas las discusiones a que han dado lugar. Pero dejemos todo esto a un lado.

6. [REFUTACIÓN DE LA IDEA PLATÓNICA DEL BIEN]

Quizá sea más conveniente estudiar el bien en su acepción universal, y darnos de esta

manera cuenta del sentido exacto de esta palabra. No quiero, sin embargo, disimular, que una

indagación de este género puede ser para nosotros bastante delicada, habiendo sido el sistema de las Ideas presentado por personas que nos son queridas. Pero debe parecer bien y mirarse como un verdadero deber de nuestra parte, el que, en obsequio de la verdad, hagamos la crítica de nuestras propias opiniones, sobre todo cuando nos preciamos de ser filósofos; y así entre la

amistad y la verdad, que ambas nos son caras, es una obligación sagrada dar la preferencia a la verdad.

Los que han sostenido esta opinión, no han hecho ni admitido Ideas para las cosas, en que distinguían un orden de prioridad y de posterioridad; y esto mismo les impedía, dicho sea de

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paso, suponer Ideas para los números. El bien aparece igualmente en la categoría de la

sustancia, en la de la cualidad y en la de la relación. Pero lo que es en sí, es decir, la sustancia, es por su naturaleza misma anterior a la relación, puesto que la relación es como una superfetación y un accidente del ser; y al parecer no se puede afirmar para todos estos bienes una Idea común. Añadamos, que el bien puede presentarse bajo tantas acepciones diversas

como el ser mismo; y así el bien en la categoría de la sustancia es Dios y la inteligencia; en la categoría de la cualidad, es la virtud; en la de la cuantidad, es la medida; en la de la relación, es lo útil; en la del tiempo, es la ocasión; y en la de lugar, es la posición regular, y lo mismo sucede con todas las demás categorías. Por lo tanto el bien evidentemente no es una especie de

universal común a todas; no es uno, porque si lo fuese, no se le encontraría en todas las categorías, y estaría exclusivamente en una. Pero más aún; como no hay más que una sola ciencia de las cosas que están comprendidas en una sola Idea, sería preciso, que no hubiese igualmente más que una sola ciencia de todos los bienes, cualesquiera que ellos fuesen. Pero

lejos de esto, hay muchas ciencias hasta para los bienes de una misma categoría. Y así la ciencia de la oportunidad es en la guerra la ciencia estratégica; es en la enfermedad la ciencia médica. La ciencia de la medida es también la ciencia médica en lo que concierne a los alimentos; así como es la ciencia gimnástica en lo que concierne a los ejercicios.

Podría preguntarse igualmente lo que es la cosa en sí, y lo que se quiere decir cuando se aplica esta expresión: en sí, a cada cosa. Para el hombre en sí y para el hombre, la definición es una sola y misma definición, que es la del hombre simplemente, en tanto que es hombre; no hay ni de una ni de otra parte diferencia alguna; y si en este caso es así, no puede tampoco haber diferencia entre el bien en sí y el bien, en tanto que son bienes uno y otro.

Tampoco podría decirse, que el bien en sí es más un bien que cualquier otro bien, porque sea eterno, puesto que, en otro género, una blancura que dure largos años no es por esto más blanca que la que dura un sólo día. El sistema de los Pitagóricos sobre la naturaleza del bien

me parece aún más aceptable, cuando colocan la unidad en la serie coordenada en que ponen igualmente los bienes; opinión en que Espeusipo parece haberles seguido.

Pero dejemos la discusión de estos últimos puntos, que tendrá lugar en otra parte.

A la refutación que acabamos de presentar, parece que podría oponerse una objeción, y

decir, que las Ideas atacadas por nosotros no se aplican a los bienes de toda especie, y que sólo conciernen a una especie de bienes; a saber, a aquellos que se buscan y se aman por sí mismos únicamente, mientras que las cosas que producen estos bienes, o que contribuyen a

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conservarlos de cualquiera manera que sea, o que previenen lo que les es contrario y los destruye, no son llamados bienes sino a causa de aquellos y bajo otro punto de vista. Y así, esta

expresión de bienes puede evidentemente tomarse en un doble sentido; de una parte, los bienes que son bienes por sí mismos; después los otros bienes que no lo son sino a la sombra de los primeros; y entonces podemos separar y distinguir los bienes en sí de los bienes que sirven mutuamente para procurarse los primeros; e indagar si los bienes en sí, comprendidos de esta manera, están realmente expresados y comprendidos bajo una sola Idea.

Ante todo, ¿cuáles son precisamente los bienes que deben ser reconocidos como bienes en sí? ¿Son los bienes que se buscarían aun cuando estuviesen aislados, por ejemplo, pensar, ver, o también tal o cual placer, tal o cual honor en particular? Todas estas cosas pueden buscarse

también en vista de otra, pero sin embargo, pueden muy justamente pasar por bienes en sí. ¿O bien no debe reconocerse absolutamente por un bien más que la Idea, y la Idea sola? La Idea entonces vendrá a ser completamente vana e inútil. Pero si las cosas que acabamos de enumerar son bienes en sí, será preciso que la definición del bien sea manifiestamente la misma

en todos estos casos diversos, como la definición de la blancura es evidentemente idéntica para la nieve y para la cera. Ahora bien, las definiciones de los honores, del pensamiento, del placer, son muy distintas y muy diferentes, en tanto que todas estas cosas son bienes. Concluyamos, pues, que el bien no es una cosa común que se pueda comprender bajo una sola y única Idea.

¿Pero cómo es que a todas estas cosas llamamos bienes? No son ciertamente homónimos y equívocos que crea el azar. ¿Están comprendidas bajo un nombre semejante, porque proceden todas de un mismo origen, o porque tienden todas a un mismo fin? ¿O es más bien por una simple analogía? Así, por ejemplo, la vista del cuerpo tiene analogía con el entendimiento del

alma, y una cosa tiene analogía con tal otra. Pero es conveniente dejar a un lado por el momento todas estas cuestiones para tratarlas con la debida precisión en otra parte de la filosofía, que es en donde corresponde; y lo mismo poco más o menos podría decirse de la Idea; porque si el bien que se atribuye a tantas cosas y que se hace común a todas es uno, como

se pretende, o si es una cosa separada que existe en sí, es perfectamente claro, que no podría entonces ser poseído ni practicado por el hombre. Y lo que precisamente buscamos es un bien de esta última especie accesible al hombre.

Pero puede suceder que acaso sea una gran ventaja conocer el bien en su relación con los

bienes que el hombre puede adquirir y practicar; porque conocido el bien de esta manera y

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sirviéndonos en cierto modo de modelo, podríamos descubrir mejor los bienes especiales que

nos convienen; y una vez ilustrados sobre este punto, llegaríamos más fácilmente a conseguirlos.

Sin dejar de confesar que esta opinión tiene algo de plausible, debo decir, sin embargo, que está en desacuerdo con los ejemplos que nos presentan todas las ciencias. Aunque todas tengan por fin un bien, y aunque tiendan a satisfacer nuestras necesidades, no por eso desprecian

menos el estudio del bien en sí mismo. Y no puede suponerse, que todos los prácticos y todos los artistas desconociesen un auxilio tan poderoso, y no le buscasen. Ni será fácil ver de qué serviría al tejedor y al albañil para su arte especial conocer el bien en sí, ni cómo podría ser uno

mejor médico o mejor general del ejército por haber contemplado la Idea misma del bien. No es bajo este punto de vista como el médico considera ordinariamente la salud, porque la que él considera es la del hombre, o por mejor decir, considera especialmente la salud de tal individuo, puesto que sólo ejerce la medicina con relación a casos particulares. Pero, repito, no hablemos más de esta materia.

7. [EL BIEN DEL HOMBRE ES UN FIN EN SÍ MISMO, PERFECTO Y SUFICIENTE]

Volvamos otra vez a tratar del bien que buscamos, y veamos lo que puede ser.

Por lo pronto, el bien aparece muy diferente según los diferentes géneros de actividad y según las diferentes artes. Y así es uno en la medicina, otro en la estrategia; y lo mismo sucede

en todas las artes sin distinción. ¿Y qué es el bien en cada una de ellas? ¿No es la cosa, en cuya vista se hace todo lo demás? En la medicina por ejemplo, es la salud; en la estrategia es la victoria; como es la casa en el arte de la arquitectura, y como es cualquier otro objeto en

cualquier otro arte. Pero en toda acción, en toda determinación moral, el bien es el fin mismo que se busca, y siempre, en vista de este fin, se hace constantemente todo lo demás. Es, por lo tanto, una consecuencia evidente, que si para todo lo que el hombre puede hacer en general, existe un fin común al cual tienden todos sus actos, este fin único es el bien, tal como el

hombre puede practicarlo; y si hay muchos fines de este género, ellos son entonces los que, constituyen el bien.

Después de este largo rodeo, la discusión ha venido a parar a nuestro punto de partida; pero nos es forzoso ilustrar más aún esta materia.

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Como, a lo que parece, hay muchos fines, y podemos buscar algunos en vista de otros: por ejemplo, la riqueza, la música, el arte de la flauta y, en general, todos estos fines que pueden

llamarse instrumentos, es evidente que todos estos fines indistintamente no son perfectos y definitivos por sí mismos. Pero el bien supremo debe ser una cosa perfecta y definitiva. Por consiguiente, si existe una sola y única cosa que sea definitiva y perfecta, precisamente es el bien que buscamos; y si hay muchas cosas de este género, la más definitiva entre ellas será el

bien. Mas en nuestro concepto, el bien, que debe buscarse sólo por sí mismo, es más definitivo que el que se busca en vista de otro bien; y el bien que no debe buscarse nunca en vista de otro bien, es más definitivo que estos bienes que se buscan a la vez por sí mismos y a causa de este bien superior; en una palabra, lo perfecto, lo definitivo, lo completo, es lo que es eternamente

apetecible en sí, y que no lo es jamás en vista de un objeto distinto que él. He aquí precisamente el carácter que parece tener la felicidad; la buscamos siempre por ella y sólo por ella, y nunca con la mira de otra cosa. Por lo contrario, cuando buscamos los honores, el

placer, la ciencia, la virtud, bajo cualquier forma que sea, deseamos sin duda todas estas ventajas por sí mismas; puesto que, independientemente de toda otra consecuencia, desearíamos realmente cada una de ellas; sin embargo, nosotros las deseamos también con la mira de la felicidad, porque creemos que todas estas diversas ventajas nos la pueden asegurar;

mientras que nadie puede desear la felicidad, ni con la mira de estas ventajas, ni de una manera general en vista de algo, sea lo que sea, distinto de la felicidad misma.

Por lo demás, esta conclusión a que acabamos de llegar, parece proceder igualmente de la idea de independencia que atribuimos al bien perfecto, al bien supremo. Evidentemente le

creemos independiente de todo. Y cuando hablamos de independencia, no nos limitamos en manera alguna al hombre que pasa una vida solitaria, porque no pertenece menos al que vive para sus padres, para sus hijos, para su mujer, y en general para sus amigos y sus conciudadanos, puesto que el hombre es naturalmente sociable y político. Sin duda en esto

debe procederse con cierta mesura, porque si estas relaciones se extendiesen a los padres primero, después a los descendientes de todos grados, y por último a los amigos de los amigos, sería llevar las cosas al infinito. Pero ya examinaremos otra vez estas cuestiones. Por el momento, entendemos por independencia aquello que, considerado aisladamente, basta para

hacer la vida aceptable, sin que tenga necesidad de ninguna otra cosa; y esto es precisamente lo que en nuestra opinión constituye la felicidad. Digamos además, que la felicidad, para ser la cosa más digna de nuestro deseo, no tiene necesidad de sumarse con ninguna otra. Si se añadiese una cosa cualquiera, es claro que bastaría la adición más pequeña de bienes para

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hacerla más deseable aún, porque en tal caso lo que se añade forma una suma de bienes

superior e incomparable, puesto que un bien más grande es siempre más deseable que un bien menor. Por consiguiente, la felicidad es ciertamente una cosa definitiva, perfecta, y que se basta a sí misma, puesto que es el fin de todos los actos posibles del hombre.

Pero quizá aun conviniendo con nosotros en que la felicidad es sin contradicción el mayor de los bienes, el bien supremo, habrá quien desee conocer mejor su naturaleza.

El medio más seguro de alcanzar esta completa noción, es saber cuál es la obra propia del hombre. Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista, y en general para todos los que producen alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial que realizan; en igual forma, el hombre debe encontrar el

bien en su obra propia, si es que hay una obra especial, que el hombre deba realizar. Y si el albañil, el zapatero, &c. tienen una obra especial y actos propios que ejecutar, ¿será posible que el hombre sólo no los tenga? ¿Estará condenado por la naturaleza a la inacción? O más bien;

así como el ojo, la mano, el pie, y en general toda parte del cuerpo, llenan evidentemente una función especial, ¿debemos creer, que el hombre, independientemente de todas estas diversas funciones, tiene una que le sea propia? ¿Pero cuál puede ser esta función característica? Vivir es una función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente

especial al hombre; siendo preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y de desenvolvimiento. Enseguida viene la vida de la sensibilidad, pero esta a su vez se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey y, en general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta, pues, la vida activa del ser dotado de razón. Pero en este ser debe distinguirse

la parte que no hace más que obedecer a la razón, y la parte que posee directamente la razón y se sirve de ella para pensar. Además, como esta misma facultad de la razón puedo comprenderse en un doble sentido, es preciso fijarse en que de lo que se trata sobre todo es de la facultad en acción, la cual merece más particularmente el nombre que llevan ambas. Y así, lo

propio del hombre será el acto del alma conforme a la razón, o por lo menos el acto del alma, que no puede realizarse sin la razón. Por otra parte, cuando decimos que tal función es genéricamente la de tal ser, entendemos que es también la función del mismo ser

completamente desarrollado, así como la obra del músico se confunde igualmente con la obra del buen músico. De igual modo en todos los casos, sin excepción, se añade siempre a la idea simple de la obra la idea de la perfección suprema, que esta obra puede alcanzar; por ejemplo, si la obra del músico consiste en componer música, la obra del buen músico consistirá en

componerla buena. Si todo esto es exacto, podemos admitir, que la obra propia del hombre en

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general es una vida de cierto género, y que esta vida particular es la actividad del alma y una continuidad de acciones a que acompaña la razón; y podemos admitir, que en el hombre bien

desarrollado todas estas funciones se realizan bien y regularmente. Pero el bien, la perfección para cada cosa varía según la virtud especial de esta cosa. Por consiguiente, el bien propio del hombre es la actividad del alma dirigida por la virtud; y si hay muchas virtudes, dirigida por la más alta y la más perfecta de todas. Añádase también, que estas condiciones deben ser

realizadas durante una vida entera y completa; porque una sola golondrina no hace verano, como no le hace un sólo día hermoso; y no puede decirse tampoco, que un sólo día de felicidad, ni aun una temporada, baste para hacer a un hombre dichoso y afortunado.

Contentémonos por el momento con este bosquejo imperfecto del bien; es una necesidad,

quizá útil, comenzar desde luego por trazar este incompleto cuadro, sin perjuicio de volver después sobre estos primeros trazos. Una vez bien hecho el bosquejo, todo el mundo al parecer es capaz de continuar la obra y precisar todos sus detalles; el tiempo es el que procura todos estos progresos, o por lo menos, es un poderoso auxiliar para hacerlos descubrir. Él es el

origen de todos los perfeccionamientos en las artes; porque una vez creado un arte, no hay nadie que no pueda contribuir a llenar sucesivamente sus vacíos.

Importa no olvidar tampoco lo que acaba de decirse. Repitamos, que no es justo exigir en todas las cosas un mismo grado de exactitud, y que en cada caso sólo debe pedirse una

precisión relativa a la materia de que se trata. Es preciso al mismo tiempo resignarse a no obtenerla sino en la medida compatible con los procedimientos y el método que se aplique. De este modo el operario y el geómetra buscan, por muy diferente camino la línea recta. El uno no se ocupa de ella, sino en cuanto puede servir para la obra que hace; el otro la estudia en lo que

es en sí misma y en sus propiedades; porque sólo busca y contempla lo verdadero. De este modo debemos conducirnos en todas las cosas; no sea que las malas obras se hagan más numerosas que las obras mismas.

Un motivo semejante debe obligarnos a no querer en todas las cosas remontamos hasta la

causa. En muchos casos, basta mostrar claramente la existencia de la cosa, como se hace con los principios; porque la existencia de la cosa es un principio y un punto de partida. Por otra parte, entre los principios, unos son descubiertos y conocidos por la inducción; otros lo son por la sensibilidad; otros lo son por una especie de hábito; otros, en fin, vienen de otro origen.

Es preciso aprender a tratar cada uno de estos principios según el método que corresponde a

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su naturaleza, y es poco cuanto cuidado se ponga para determinarlos bien. Tienen una gran

importancia para las deducciones y las consecuencias que de ellas se sacan; porque con razón se dice, que principiar es hacer más de la mitad en todas las cosas, y que basta por sí sólo para aclarar muchos puntos en las cuestiones que se discuten.

8. [LA FELICIDAD ES UNA ACTIVIDAD DE ACUERDO CON LA VIRTUD]

Para comprender bien el principio sentado aquí, no debemos atenernos sólo a la conclusión

a que fuimos a parar, ni a los elementos que componen la definición de felicidad dada por nosotros, sino que hay que aclarar más, considerando los atributos que se conceden ordinariamente a la felicidad; porque las realidades están siempre de acuerdo con una definición verdadera, mientras que la verdad se pone bien pronto en desacuerdo con el error.

Divididos los bienes en tres clases: bienes exteriores, bienes del alma y bienes del cuerpo, los del alma son a nuestros ojos los que llamamos más especial y excelentemente bienes. Al alma es a la que nuestra definición atribuye las facultades y los actos que el alma sola dirige; y

podemos decir, que esta definición es buena, puesto que conforma con una opinión muy antigua y admitida unánimemente por todos los que se ocupan de filosofía.

También hemos dicho con razón, que ciertas aplicaciones de nuestras facultades y ciertos actos son el verdadero fin de la vida; porque entonces este fin se pone en los bienes del alma y no en los bienes exteriores. Lo que confirma nuestra definición es; que se confunde

ordinariamente al hombre feliz con el que se conduce bien y logra sus propósitos; y lo que entonces se llama felicidad, es una especie de fortuna y de honradez. Y así, todas las condiciones requeridas habitualmente como constitutivas de la felicidad, se reúnen en la

definición que hemos dado; porque para unos la felicidad es la virtud; para otros es la prudencia; para estos es la sabiduría; para aquellos es todo esto junto o algo de esto a que se une el placer, o por lo menos que no está privado de él. Lo mismo sucede con los que quieren comprender en este círculo tan extenso la abundancia de los bienes exteriores.

De estas opiniones, unas han sido sostenidas y de antiguo por numerosos partidarios, y otras lo han sido por algunos, pocos en número, pero personas de crédito. Es razonable suponer, que los unos lo mismo que los otros no han incurrido en error sobre todos los puntos, y que han visto en claro algunos; y si se quiere, casi todos.

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Por lo pronto, nuestra definición es aceptada por los que pretenden, que la felicidad es la virtud, o por lo menos, una cierta virtud, porque la actividad del alma conforme a la

virtud forma también parte de la virtud. Pero no es del todo indiferente colocar el bien supremo en la posesión o en el uso de ciertas cualidades, en la simple aptitud o en el acto mismo. La aptitud puede existir realmente sin producir ningún bien, como, por ejemplo, en un hombre que duerme o en uno que por cualquiera otra causa permanezca inactivo. El acto, por

el contrario, no puede encontrarse nunca en este caso, puesto que obra necesariamente, y además obra bien. En esto sucede como en los juegos olímpicos; allí no son los más hermosos ni los más fuertes los que alcanzan el premio, y sí los concurrentes que han tomado parte en la lucha; porque sólo entre ellos pueden encontrarse los vencedores. Lo mismo acontece en este

caso; los que obran bien son los únicos que pueden aspirar en la vida a la gloria y a la felicidad. Por lo demás, la existencia de estos hombres que obran bien, está naturalmente llena de encantos. Sentirse encantado es un fenómeno, que se refiere exclusivamente al alma, y un

objeto tiene para nosotros encantos cuando decimos de él que le amamos: el caballo, por ejemplo, encanta al que ama los caballos; el teatro encanta al que ama las representaciones, como las cosas justas encantan al que ama la justicia; y en general, los actos virtuosos encantan al que ama la virtud. Si los placeres del vulgo son tan diferentes y tan opuestos entre sí, es

porque no son por su naturaleza verdaderos placeres. Las almas cultas, que aman lo bello, sólo gustan de los placeres que por su naturaleza son placeres verdaderos, y lo son tales todas las acciones conformes a la virtud, que agradan a estos corazones bien nacidos, y les agradan únicamente por sí mismas. Además, la vida de estos hombres generosos no tiene necesidad,

absolutamente hablando, de que el placer se una a ella, como una especie de apéndice y de complemento, puesto que lleva el placer en sí misma; porque independientemente de todo lo que acabamos de decir, puede añadirse, que el que no encuentra placer en las acciones virtuosas, no es verdaderamente virtuoso, lo mismo que no se puede llamar justo al que no se

complace en practicar la justicia, ni liberal al que no se complace en actos de liberalidad, y así de todos los demás.

Si todo esto es cierto, los verdaderos placeres del hombre son las acciones conformes a la virtud. No son sólo agradables, sino que además son buenas y bellas, y lo son sobre todas las

cosas, cada una sobre las de su género, si el hombre virtuoso sabe estimar su justo valor, como de hecho lo estima en el acto mismo de ser virtuoso, como ya hemos dicho. Por consiguiente la felicidad es a la vez lo mejor, más bello y más dulce que existe, porque no deben separarse ninguna de estas cualidades de las demás, como lo hace la inscripción de Delos:

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“Lo justo es lo más bello; la salud, lo mejor; Obtener lo que se ama, es lo más dulce para el corazón.”

Todas estas ventajas se encuentran reunidas en las buenas acciones; en las acciones mejores del hombre, y el conjunto de estos actos, o por lo menos, el acto único, que es el mejor y el más perfecto entre todos los demás, es lo que llamarnos felicidad.

Sin embargo, parece que la felicidad no puede ser completa sin los bienes exteriores, según

hemos hecho ya observar. Es imposible, o por lo menos no es fácil, hacer el bien cuando está uno privado de todo, puesto que para una multitud de cosas son instrumentos indispensables los amigos, la riqueza, la influencia política. Hay también otras cosas, cuya privación altera la felicidad de los hombres que de ellas carecen: la nobleza, una familia feliz, la belleza. No puede

decirse que sea feliz un hombre, cuando es de una deformidad repugnante, pertenece a una mala familia o se encuentra aislado y sin hijos; y menos aún puede decirse que sea feliz el que tiene hijos o amigos completamente perversos, o si la muerte le ha arrebatado los amigos y los hijos virtuosos que tenía.

Por lo tanto, repitamos que al parecer son indispensables estos útiles accesorios para la felicidad; y he aquí por qué se confunde muchas veces la fortuna con la felicidad, como otras se confunde con la virtud.

9. [LA FELICIDAD Y LA BUENA SUERTE]

Todo esto ha dado ocasión a que se pregunte si es posible aprender a ser dichoso, si se

adquiere la felicidad por medio de ciertos hábitos, y si se consigue por cualquier otro

procedimiento análogo; o si es más bien efecto de algún favor divino, y, si se quiere, el resultado del azar. Realmente, si hay en el mundo algún don que los dioses hayan concedido a los hombres, deberá creerse seguramente que la felicidad es un beneficio que nos viene de ellos; y tanto más motivo hay para creerlo así, cuanto que no hay nada que deba el hombre

estimar sobre esto. Por lo demás, no quiero profundizar esta cuestión, que pertenece quizá más especialmente a otro orden de estudios. Pero digo, que si la felicidad no nos la envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de la virtud, mediante un largo aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja de ser una de las cosas más divinas de

nuestro mundo, puesto que el precio y término de la virtud es evidentemente una cosa excelente y divina y una verdadera felicidad. Y añado, que la felicidad es en cierta manera

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accesible a todos, porque no hay hombre a quien no sea posible alcanzar la felicidad, mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya hecho completamente incapaz de toda virtud.

Como vale más conquistar la felicidad a este precio que deberla al simple azar, la razón nos obliga a suponer, que así es realmente como el hombre puede llegar a ser dichoso, puesto que las cosas que siguen las leyes de la naturaleza son siempre naturalmente tan bellas como es

posible. La misma regla se aplica a todas las artes, a todas las causas, y sobre todo a la causa más perfecta, porque sería un absurdo inconcebible imaginar, que lo más grande y lo más bello que hay en el mundo esté entregado al azar. La solución del problema que sentamos aquí, surge con completa claridad de la misma definición que hemos dado de la felicidad. La felicidad,

hemos dicho, es cierta actividad del alma conforme a la virtud; y por lo que hace a los demás bienes, o están necesariamente comprendidos en la felicidad, o contribuyen a ella como auxiliares y como naturales y útiles instrumentos. Esto, por lo demás, resulta perfectamente de acuerdo con lo que dijimos al comenzar este tratado. El objeto de la política, tal como

nosotros le concebimos, es el más elevado de todos, y su cuidado principal es formar el alma de los ciudadanos, y enseñarles, mejorándolos, la práctica de todas las virtudes. Y así no podemos llamar dichosos ni a un caballo, ni a un buey, ni a cualquiera otro animal, porque ninguno de ellos es capaz de la noble actividad que asignamos al hombre. Por la misma razón

debe decirse, que el niño no es dichoso, porque su edad no le consiente aún llevar a cabo las acciones que constituyen la felicidad; y los niños, a quienes se aplica algunas veces esta expresión, sólo puede llamárseles dichosos a causa de la esperanza que inspiran, puesto que

para la verdadera felicidad se necesitan, como dijimos antes, dos condiciones: una virtud completa y una vida completamente desarrollada.

Acaecen en el curso de la vida muchas vicisitudes y cambios diversos, y puede suceder que después de mucho tiempo de prosperidad ocurran a uno en la ancianidad grandes desgracias como cuenta la fábula de Príamo en los poemas heroicos; y nadie puede llamar dichoso al hombre que tuvo tan gran fortuna y que concluyó tan miserablemente.

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10. [LA FELICIDAD Y LOS BIENES EXTERIORES]

¿Quiere esto decir, que nunca debe afirmarse de un hombre que es dichoso mientras tenga

vida, y que, según la máxima de Solón, se debe esperar siempre a ver el fin? Si se acepta esta teoría, el hombre no será dichoso hasta después de la muerte. Pero esto es un absurdo patente,

sobre todo cuando se sostiene, como hacemos nosotros, que la felicidad es cierta aplicación de la actividad. Si no podemos admitir que el hombre no pueda decirse dichoso hasta después de la muerte, ni tampoco Solón lo pretende, y sí sólo queremos decir, que no se puede llamar con

seguridad dichoso un hombre, sino cuando está fuera del alcance de todos los males y de todos los infortunios, esta opinión, así limitada, no deja de prestar materia para la controversia. Al parecer, en este sistema subsisten después de la muerte bienes y males, que deberán experimentarse entonces, como se experimentan durante la vida, sin sentirlos por otra parte

personalmente; como, por ejemplo, los honores y las afrentas, o de una manera más general, los sucesos prósperos y los reveses de nuestros hijos y de nuestra posteridad. Esto, como se ve, es bastante embarazoso, puesto que ha podido ser uno dichoso durante su vida, incluyendo la ancianidad, y haber muerto en la prosperidad, y al mismo tiempo haber experimentado una

multitud de contratiempos en las personas de sus descendientes. Puede suceder, que entre estos, unos hayan sido virtuosos y gozado de la suerte que merecían; y otros hayan tenido una suerte del todo contraria; porque es claro, que bajo mil conceptos los hijos pueden diferir completamente de sus padres. Es una insensatez admitir, que un hombre, después de la

muerte, pueda experimentar a la par de sus descendientes todas estas alternativas diversas, y que junto con ellos sea tan pronto dichoso como desgraciado. Es cierto que, por otra parte, no es menos absurdo suponer, que algo de lo que toca al hijo deje de llegar ni por un sólo instante hasta sus padres.

Volvamos a la primera cuestión que hemos sentado anteriormente; ella puede muy fácilmente contribuir a resolver la que ahora nos proponemos.

Si es preciso siempre esperar y ver el fin, y si sólo entonces se pueden tener por dichosos a los hombres, no porque lo sean en aquel momento, sino porque lo fueron en otro tiempo; ¿no

sería un absurdo, cuando uno es actualmente dichoso, no reconocer, respecto de él, una verdad que es incontestable? Es vano pretexto decir, que no se quiere proclamar dichosas a las personas que viven por temor a los reveses que puedan sobrevenirle, y alegar que la idea de la felicidad nos la representamos como una cosa inmutable y que no cambia fácilmente; y en fin,

que la fortuna causa muchas veces las perturbaciones más diversas en un mismo individuo.

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Conforme a este razonamiento, es claro, que si quisiéramos seguir todas las mudanzas de la fortuna de un hombre, sucedería muchas veces que llamaríamos a un mismo individuo dichoso

y desgraciado, haciendo del hombre dichoso una especie de camaleón y de una naturaleza medianamente mudable y pobre. ¡Pero qué!, ¿es prudente dar tanta importancia a los cambios de la fortuna de los hombres? No es en la fortuna donde se encuentran la felicidad o la desgracia, estando la vida humana expuesta a estas vicisitudes inevitables, como ya hemos

dicho; sino que son los actos de virtud los únicos que deciden soberanamente de la felicidad, como son los actos contrarios los que deciden del estado contrario. La cuestión misma, que dilucidamos en este momento, es un testimonio más en favor de nuestra definición de la felicidad. No, no hay nada en las cosas humanas que sea constante y seguro hasta el punto que

lo son los actos y la práctica de la virtud; estos actos nos aparecen más estables que la ciencia misma. Además, entre todos los hábitos virtuosos, los que hacen más honor al hombre son también los más durables, precisamente porque en vivir con ellos se complacen con más

constancia las personas verdaderamente afortunadas; y he aquí evidentemente la causa de que no olviden jamás el practicarlos.

Así, pues, la perseverancia que buscamos es la del hombre dichoso; él la conservará durante toda su vida y sólo practicará y tomará en cuenta lo que conforma con la virtud, o por lo menos, se sentirá ligado a ello más que a todas las demás cosas; y soportará los azares de la

fortuna con admirable sangre fría. El que dotado de una virtud sin tacha, es, si así puede decirse, cuadrado por su base, sabrá resignarse siempre con dignidad a todas las pruebas.

Siendo los accidentes de la fortuna muy numerosos y teniendo una importancia muy diversa, ya grande, ya pequeña, los sucesos poco importantes, lo mismo que las ligeras

desgracias, apenas ejercen influjo en el curso de la vida. Pero los acontecimientos grandes y repetidos, si son favorables, hacen la vida más dichosa; porque contribuyen naturalmente a embellecerla, y el uso que se hace de ellos da nuevo lustre a la virtud. Si, por lo contrario, no son favorables, interrumpen y empañan la felicidad; porque nos traen consigo disgustos, y en

muchos casos sirven de obstáculo a nuestra actividad. Pero en medio de estas pruebas mismas la virtud brilla con todo su resplandor, cuando un hombre con ánimo sereno soporta grandes y numerosos infortunios, no por insensibilidad, sino por generosidad y por grandeza de alma. Si

los actos virtuosos deciden soberanamente de la vida del hombre, como acabamos de decir, jamás el hombre de bien, que sólo reclama la felicidad de la virtud, puede hacerse miserable, puesto que nunca cometerá acciones reprensibles y malas. A nuestro parecer, el hombre

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verdaderamente sabio, el hombre verdaderamente virtuoso, sabe sufrir todos los azares de la

fortuna sin perder nada de su dignidad; sabe sacar siempre de las circunstancias el mejor partido posible, como un buen general sabe emplear de la manera más conveniente para el combate el ejército que tiene a sus órdenes; como el zapatero sabe hacer el más precioso calzado con el cuero que se le da; como hacen en su profesión todos los demás artistas. Si esto

es cierto, el hombre dichoso, porque es hombre de bien, nunca será desgraciado, aunque no será dichoso, lo confieso, si por acaso caen sobre él desgracias iguales a las de Príamo. Pero por lo menos siempre resulta que no es un hombre de mil colores, ni cambia de un instante a otro. No se le arrancará fácilmente su felicidad; no bastarán para hacérsela perder infortunios

ordinarios; sino que será preciso para esto, que caigan sobre él los más grandes y repetidos desastres. Recíprocamente, cuando salga de semejantes pruebas, no recobrará su dicha en poco tiempo y de repente, después de haberlas sufrido; sino que si vuelve a ser dichoso, será después de un largo y debido intervalo, durante el cual habrá podido gozar sucesivamente grandes y brillantes prosperidades.

¿Por qué, pues, no hemos de declarar que el hombre dichoso es el que obra siempre según lo exige la virtud perfecta, estando además suficientemente provisto de bienes exteriores, no durante un tiempo cualquiera, sino durante toda su vida? ¿O bien habrá de añadirse como

condición precisa, que deberá vivir constantemente en esta prosperidad y morir en una situación no menos favorable, ya que el porvenir nos es desconocido, y que la felicidad, tal como nosotros la comprendemos, es un bien y un cierto perfeccionamiento definitivo en todos conceptos? Si todas estas consideraciones son exactas, llamaremos dichosos entre los vivos a los que poseen o puedan poseer todos los bienes que acabamos de indicar.

Téngase entendido por otra parte, que cuando digo dichosos, quiero decir hasta donde los hombres pueden serlo. Pero no insisto más sobre esta materia.

11. [LA FELICIDAD DE LOS MUERTOS Y LA BUENA O MALA SUERTE DE LOS DESCENDIENTES]

Sostener que la suerte de nuestros hijos y de nuestros amigos no pueda influir ni poco ni

mucho en nuestra felicidad, es una teoría excesivamente austera, y que además tiene el inconveniente de ser contraria a las opiniones recibidas. Pero como los hechos de la vida son muy numerosos y presentan los más diversos matices, tocándonos los unos muy de cerca y apenas tocándonos los otros, sería un trabajo largo y sin fin el distinguir cada uno en particular,

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así que nos limitaremos a hablar aquí de ellos de una manera general, presentando un ligero bosquejo de los mismos.

Si es cierto que entre las desgracias que nos afectan personalmente, unas pesan gravemente

sobre nuestra vida, mientras que otras apenas nos conmueven, lo mismo debe acontecer absolutamente con los sucesos que afectan a las personas que amamos. Pero respecto de cada una de estas impresiones que experimentamos, hay tan gran diferencia entre experimentarlas

durante la vida o después de la muerte, como la hay entre los crímenes o las catástrofes imaginarias que aparecen en las tragedias y la realidad de estos horribles sucesos. Esta comparación puede servir ya para hacer comprender esta diferencia. Pero aún se puede avanzar más, y preguntar si los muertos pueden conservar alguna idea de prosperidad o de desgracia.

Estas diversas consideraciones hacen ver claramente, que, si es posible que alguna impresión, buena o mala, pueda extenderse hasta los muertos, esta impresión debe ser ciertamente muy débil y oscura, sino en sí misma absolutamente, por lo menos con relación a ellos. En todo caso, no es bastante fuerte ni de tal naturaleza que pueda hacerlos felices, si no lo son; o

privarles de su felicidad, si lo son. Y así puede bien creerse que a los muertos causan aún alguna impresión las prosperidades y los reveses de sus amigos; pero sin que esta influencia pueda llegar a hacerles desgraciados, si son dichosos, ni ejercer sobre su destino ningún cambio de este género.

12. [LA FELICIDAD, OBJETO DE HONOR Y NO DE ALABANZA]

Después de las aclaraciones que preceden, examinemos si conviene colocar la felicidad entre

las cosas que merecen nuestras alabanzas, o si deberá clasificársela entre las que merecen nuestro respeto. Lo cierto es, que no hay en el hombre una facultad de que pueda disponer a

su gusto. Toda cosa simplemente laudable no parece deber ser alabada, sino porque tiene cierta naturaleza y mantiene cierta relación con alguna otra cosa. Así se alaba al hombre justo, al hombre valiente, y, en general, al hombre de bien y a la virtud, a causa de sus actos y de los

resultados que ellos producen; así se alaba al hombre vigoroso, al hombre ligero en la carrera, y a cada uno en su género, porque tienen cierta disposición natural, y están en cierta relación respecto de alguna cualidad o disposición. Demuéstrase esto con toda evidencia con las mismas alabanzas, que se dirigen a los dioses, a quienes se pone en completo ridículo, cuando

se los asimila a los hombres, lo cual nace de que las alabanzas implican siempre una cierta relación, como acabamos de decir.

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Si son estas las cosas a que se aplica la alabanza, es claro que no se aplica a las más

perfectas, puesto que para estas se necesita una cosa que sea más grande y mejor que la alabanza. La prueba es que admiramos la dicha y la felicidad de los dioses, lo mismo que admiramos la dicha de esos hombres, que, entre nosotros, se aproximan más a la divinidad. Otro tanto hacemos respecto a los bienes, y a nadie se le ocurre alabar la felicidad como se alaba la justicia; se la admira como cosa más divina y mejor.

Esto es lo que Eudoxio ha sabido hacer valer perfectamente, para justificar la preferencia que concedía al placer. después de observar que no se alaba el placer, aunque el placer sea un bien, Eudoxio creyó que de aquí podía deducir, que el placer está por encima de estas cosas

que se pueden alabar; como, por ejemplo, Dios y la perfección, que son los dos fines superiores a que se liga todo lo demás. Pero la alabanza puede aplicarse a la virtud, porque ella es la que enseña a los hombres a hacer el bien; y nuestros elogios públicos pueden dirigirse igualmente a los actos del alma que a los del cuerpo. Por lo demás, la discusión precisa sobre

este punto corresponde quizá más especialmente a los escritores, que se han ocupado de esta materia de elogios. En cuanto a nosotros resulta evidentemente de lo que acabamos de decir, que la felicidad es una de estas cosas que merecen nuestro respeto y que son perfectas. Para concluir, añadiremos que lo que le da aún este carácter es que es un principio; porque sólo en

vista de la felicidad hacemos todo lo que hacemos, y lo que para nosotros es principio y causa de los bienes que buscamos, debe ser a nuestros ojos algo profundamente respetable y divino.

13. [EL ALMA, SUS PARTES Y SUS VIRTUD]

Puesto que la felicidad, según nuestra definición, es cierta actividad del alma dirigida por la

virtud perfecta, debemos estudiar la virtud. Este será un medio rápido de comprender mejor la felicidad misma. La virtud parece ser, antes que nada, el objeto de los trabajos del verdadero político, puesto que lo que este quiere es hacer a los ciudadanos virtuosos y obedientes a las leyes. Tenemos ejemplos de esta solicitud en los legisladores de los Cretenses y de los

Lacedemonios, y en algunos otros que se han mostrado tan sabios como ellos. Si este estudio pertenece especialmente a la ciencia política, es claro que la indagación que vamos a hacer, satisfará precisamente al plan que nos hemos propuesto desde el principio de este tratado.

Por lo tanto, estudiemos la virtud, pero la virtud puramente humana, porque sólo buscamos

el bien humano y una felicidad humana. Cuando decimos la virtud humana, entendemos la virtud del alma, y no la del cuerpo, porque para nosotros, como queda dicho, la felicidad es una actividad del alma. Una consecuencia evidente de esto es, que el hombre de Estado, el

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político, debe conocer, hasta cierto punto, las cosas del alma; a la manera que el médico que, por ejemplo, tiene que curar los ojos, debe conocer igualmente la organización del cuerpo

entero. El hombre de Estado debe tanto más imponerse en este estudio, cuanto que la política es una ciencia mucho más elevada y mucho más útil que la medicina; y ya los médicos distinguidos están haciendo los mayores esfuerzos para adquirir el exacto conocimiento de todo el cuerpo humano. Es preciso, por consiguiente, que el hombre de Estado haga un

estudio del alma; pero el que vamos a hacer nosotros ahora sólo tiene por objeto la política, y sólo lo llevaremos hasta donde sea puramente necesario para hacer conocer bien el objeto actual de nuestras indagaciones. Un examen más profundo y completamente exacto nos obligaría a un trabajo mayor que el que exige el asunto que en este momento discutimos.

Por lo demás, la teoría del alma ha sido suficientemente desenvuelta en algunos puntos, hasta en nuestras obras exotéricas; tomaremos de ellas lo que nos convenga, como, por ejemplo, lo haremos desde luego don la distinción de las dos partes del alma: la una que está dotada de razón, y la otra que está privada de ella. En cuanto a saber si estas partes son

separables, como lo son las del cuerpo, y como lo es todo objeto divisible; o bien si sólo son dos bajo un punto de vista racional, siendo inseparables por su naturaleza, como lo son la parte cóncava y la parte convexa en la circunferencia; estas son cuestiones que en este momento nada nos importan. En la parte no racional del alma hemos reconocido cierta facultad que

parece que es común a todos los seres vivos, que es la facultad vegetativa; en otros términos, es la causa que hace que el ser pueda alimentarse y desenvolverse. Esta facultad del alma debe reconocerse en todos los seres que se alimentan, y hasta en los gérmenes y los embriones, así

como se la debe encontrar idénticamente la misma en los seres completamente formados, porque la razón quiere que en esta materia haya identidad más bien que una diferencia. Ya tenemos aquí un poder del alma que es general y común, y que no parece pertenecer como una especialidad al hombre. Añado, que esta parte del alma y este poder obran sobre todo durante

el sueño. Pero nada hay durante el sueño que distinga al hombre de bien del hombre malo; y he aquí lo que ha dado ocasión a decir que durante una mitad de la vida los hombres dichosos en nada se diferencian de los hombres desgraciados. Y la verdad es que así sucede, porque el sueño es para el alma una completa inercia de las facultades que motivan el que se la llame

buena y mala, a menos que no se suponga que en este mismo estado tienen lugar algunos ligeros movimientos que lleguen hasta ella, y que, por consiguiente, los sueños de los hombres de una naturaleza distinguida deban ser mejores que los del vulgo.

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Pero no quiero llevar más adelante el examen de esta primera parte del alma, y dejo a un

lado la facultad nutritiva, puesto que no puede ser partícipe de la virtud especialmente humana que nosotros buscamos.

Al lado de esta primera facultad aparece igualmente en el alma otra naturaleza, que es igualmente irracional, pero que, sin embargo, puede participar hasta cierto punto de la razón. Reconocemos, en efecto, y alabamos en el hombre sobrio que se domina, y hasta en el hombre

intemperante que no sabe dominarse, la parte del alma que está dotada de razón, y que invita sin cesar a uno y a otro al bien por medio de los mejores consejos. Reconocemos igualmente en ellos otro principio que por su naturaleza va contra la razón, la combate y se mantiene

frente a frente de ella. Sucede como con los miembros del cuerpo que después de un accidente han sido mal curados, y que se marchan por la izquierda cuando se les quiere mover hacia la derecha. Lo mismo absolutamente sucede con el alma; y las pasiones de los intemperantes se dirigen siempre en sentido opuesto al que pide su razón. La única diferencia consiste en que,

respecto al cuerpo, podemos ver la parte cuyos movimientos son irregulares, mientras que no la vemos en el alma. Pero no por eso dejamos de creer que existe en el alma algo que es contra la razón, que se opone a ella y que marcha fuera de su debida dirección. El cómo esta parte del alma es tan diferente, es una cuestión que en este momento no nos importa; pero esta porción

misma tiene también su parte de razón, como acabamos de decir. En el hombre que sabe ser sobrio y dominarse, ella obedece a la razón; y aun más dócilmente se somete en el hombre sabio y valiente, porque en él nada hay que no esté de acuerdo con la razón más ilustrada.

Así la parte irracional del alma parece que es también doble. En efecto, mientras que la

facultad vegetativa no participa nada de la razón, la parte apasionada, y más generalmente la parte instintiva, participa de ella hasta cierto punto en el sentido de que puede escuchar la razón y obedecerla, a la manera que nosotros deferimos a la razón de un padre, a la de nuestros amigos, sin que por eso nos sometamos en este caso del modo que nos sometemos a las

demostraciones matemáticas. Lo que prueba también que esta parte irracional puede dejarse conducir por la razón, es que se dan consejos a las gentes, y que en muchas ocasiones se les dirige indistintamente reprendiéndolos o animándolos. Pero si puede decirse también que esta

parte secundaria está dotada de razón, será preciso reconocer que la parte racional del alma es igualmente doble, y deberá distinguirse la parte que posee la razón en propiedad y por sí misma, y la parte que escucha la razón como se escucha la voz de un padre benévolo.

La virtud en el hombre nos presenta asimismo distinciones fundadas en esta diferencia; y así entre las virtudes, llamamos a unas virtudes intelectuales y a otras virtudes morales. La

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sabiduría o la ciencia, el ingenio, la prudencia, son virtudes intelectuales; la generosidad y la templanza son virtudes morales. Hablando de la moralidad y del carácter de un hombre, no

decimos que es sabio o ingenioso, mientras que podemos decir que es dulce o que es moderado. Bajo este punto de vista alabamos al sabio en vista de las facultades que posee; y entre las diversas facultades calificamos de virtudes las que nos parecen dignas de nuestra alabanza.

LIBRO X

1. [DEL PLACER]

Después de lo que precede parece natural tratar del placer. De todos los sentimientos que podemos experimentar es quizá el más apropiado a nuestra especie. Por esta razón se forma la educación de la juventud, valiéndonos del placer y del dolor, como quien se sirve de un poderoso timón, ya que lo más esencial para la moralidad del corazón consiste en amar lo que

debe amarse y aborrecer lo que se debe aborrecer. Estas influencias persisten durante toda la vida; y tienen un gran peso y una gran importancia para la virtud y la felicidad, puesto que el hombre busca siempre las cosas que le agradan y huye de las cosas penosas. No es posible pasar en silencio materia de tanta gravedad; y tanto más se está en el caso de no despreciarla

cuanto que las opiniones sobre la misma pueden ser diversas. Unos pretenden que el placer es el bien; otros por lo contrario, resueltamente le llaman un mal. Entre los que sostienen esta última opinión, unos quizá están persuadidos íntimamente de que así es; y otros creen que,

para ordenar nuestra conducta en la vida, es conveniente clasificar el placer entre las cosas malas, aun cuando esta aserción no sea completamente verdadera. Los más de los hombres, dicen estos, se precipitan en busca de los placeres, y se convierten en esclavos de la voluptuosidad. Este es un motivo para llamarles la atención en sentido opuesto, único medio

de que vengan a caer al justo medio. No encuentro que esto sea muy exacto, porque los discursos de que se valen los hombres en todo lo relativo a las pasiones y a la conducta humana, son menos dignos de fe que sus acciones mismas. Cuando se observa que estos discursos están en desacuerdo con lo que cada uno de nosotros vemos, arrastran en su

descrédito la verdad y hasta la destruyen. Desde el momento en que se ve a uno de estos hombres que proscriben el placer, gozar, aunque sea de uno sólo, se cree que su ejemplo debe llevarnos a gozar de los placeres en general, y que todos ellos sin excepción son aceptables como aquel de que él ha gozado; porque no es el vulgo a quien toca distinguir y definir bien las

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cosas. Por lo contrario, cuando las teorías son verdaderas, no sólo son muy útiles bajo el punto

de vista de la ciencia, sino que lo son también para el régimen de la vida. Se tiene fe cuando los actos están de acuerdo con las máximas, y estas invitan por lo mismo a los que las comprenden bien a vivir conforme a las reglas que ellas dictan. Pero no quiero apurar más esta materia; y pasemos al examen de las teorías sobre el placer.

2. [EXAMEN DE LAS TEORÍAS RECIBIDAS ACERCA DEL PLACER]

Eudoxo sostenía que el placer es el soberano bien, porque vemos que todos los seres sin

excepción, racionales e irracionales, lo desean y lo buscan. En todas las cosas, decía él, lo que se prefiere, lo preferible, es bueno; y lo que se prefiere por encima de todas las cosas es lo

mejor de todo. Este hecho incontestable de sentirse todos los seres arrastrados hacia el mismo objeto, prueba claramente que este objeto es soberanamente bueno para todos; porque cada cual encuentra lo que es bueno para sí precisamente como encuentra su alimento. Por consiguiente, lo que es bueno para todos, y para todos es objeto de deseo, necesariamente es el

soberano bien. Se creía en estas teorías a causa del carácter y de la virtud del autor más que por la verdad que ellas contengan. Pasaba aquel por un personaje de consumada sabiduría, y al parecer sostenía sus opiniones, no porque fuera amigo del placer, sino porque estaba sinceramente convencido de que sostenía la verdad. La exactitud de estas teorías le parecía no

menos demostrada por la naturaleza del principio contrario al placer: El dolor, añadía, es de suyo de lo que huyen todos los seres; y por consiguiente lo contrario del dolor debe buscarse con tanto empeño como se huye del dolor. Es digna de buscarse una cosa con preferencia a

todas las demás, cuando no la buscamos por medio de otra, ni con la mira de otra; y todo el mundo conviene en que la única cosa que reúne estas condiciones es el placer. Nadie pregunta a otro por qué encuentra placer en aquello que le encanta, porque se considera que el placer es por sí mismo una cosa digna de buscarse. Además, cuando el placer se une a otro bien

cualquiera, hace que se le apetezca más; como por ejemplo, si va acompañado de la probidad y de la prudencia, porque el bien no puede aumentarse sino mediante el bien mismo.

En nuestra opinión, todo lo que prueba este último argumento es que el placer puede ocupar un lugar y ser incluido entre los bienes. Pero no prueba que el placer esté en este

concepto por encima de todos los demás bienes. Un bien, cualquiera que él sea, es más apetecible cuando va unido a otro que cuando va solo. Precisamente este es el razonamiento de que se vale Platón para demostrar que el placer no es el soberano bien: la vida de placer, dice Platón, es más apetecible con la prudencia que sin la prudencia; y si la unión de la prudencia y

del placer es mejor que el placer, se sigue de aquí que el placer solo no es el verdadero bien;

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porque no hay necesidad de añadir nada al bien para que sea por sí mismo más apetecible que todo lo demás. Por consiguiente, es también de toda evidencia, que el soberano bien no puede

ser nunca una cosa que se haga más apetecible, cuando va unida a uno de los otros bienes que lo son por sí mismos.

¿Cuál es entre los bienes el que llena esta condición y del cual podemos los hombres gozar? Esta es precisamente la cuestión. Sostener, como se hace, que el objeto que excita el deseo de

todos los seres no es un bien, es decir una cosa que no es seria; porque lo que todo el mundo piensa, debe en nuestra opinión ser verdad; y el que rechaza esta creencia general no puede sustituirla con otra que sea más creíble. Si los seres privados de razón fuesen los únicos que desearan el placer, no se incurriría en error al sostener que el placer no es un bien; pero como

los seres racionales lo desean tanto como los demás, ¿a qué se reduce entonces esta opinión? No niego por otra parte, que no haya en los seres, hasta en los más degradados, un buen instinto físico, más poderoso que ellos, que se dirija irresistiblemente hacia el bien que le sea especialmente propio. Tampoco me parece que se pueda aprobar por completo la objeción que

se opone al argumento sacado del contrario: porque, se puede responder a Eudoxo: de que el dolor sea un mal no se sigue precisamente que el placer sea un bien; porque el mal es también lo contrario del mal; y además, ambos, el placer y el dolor, pueden ser los contrarios de lo que no es ni lo uno ni lo otro. Esta respuesta no es mala, mas sin embargo no es absolutamente

verdadera en lo que concierne precisamente a la cuestión. En efecto, si el placer y el dolor son igualmente males, sería preciso huir igualmente de ambos; o bien si son indiferentes, sería preciso no buscarlos, ni huir de ellos, o por lo menos, evitarlos o buscarlos con la misma

razón. Pero lo que realmente se ve, es que todos los seres huyen del uno como un mal y buscan el otro como un bien; y en este sentido aparecen ambos como opuestos.

3. [CONTINUACIÓN DEL EXAMEN DE LAS TEORÍAS RECIBIDAS ACERCA DEL PLACER]

Pero el que el placer no esté comprendido en la categoría de las cualidades, no es razón para que no pueda estarlo entre los bienes; porque los actos de la virtud tampoco son cualidades

permanentes, ni lo es tampoco la felicidad misma. Además, se dice que el bien es una cosa finita y determinada, mientras que el placer es indeterminado, puesto que es susceptible de más y de menos; pero a esto se puede responder, que si con este criterio se ha de juzgar el placer, la misma diferencia resulta respecto de la justicia y de todas las demás virtudes, con relación a las

cuales se dice también, según los casos, que los hombres poseen más o menos tal o cual

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cualidad, tal o cual mérito. Así se ve prácticamente, que uno es más justo o más valiente que

otro, que se puede obrar más o menos justamente, y conducirse con más o menos prudencia. Si se quiere aplicar esta doctrina exclusivamente a los placeres, ¿cómo llegar así a la verdadera causa?, ¿ni cómo dejar de decir que entre los placeres unos no tienen mezcla y otros aparecen mezclados? ¿Qué obsta que, así como la salud, cosa finita y bien determinada, es susceptible de

más y de menos, no lo sea también el placer mismo? El equilibrio de la salud no es idéntico en todos los seres; más aún, no es siempre igual en un mismo individuo; la salud puede alterarse y subsistir también alterada hasta cierto punto, y puede muy bien diferir en más o en menos. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con el placer?

Aun suponiendo que el soberano bien sea una cosa perfecta, y aun admitiendo que los movimientos y las generaciones son siempre cosas imperfectas, se intenta sin embargo demostrar, que el placer es un movimiento y una generación. Pero no hay razón para ello a lo que parece. Por lo pronto el placer tampoco es un movimiento, como se asegura. Puede

decirse, que todo movimiento tiene por cualidades propias la velocidad y la lentitud; y si el movimiento en sí no las tiene, por ejemplo, el movimiento del mundo, las tiene por lo menos con relación a otro movimiento. Pero nada de esto, ni en un sentido ni en otro, se puede aplicar al placer. Se puede muy bien haber gozado pronto del placer, como puede uno haber

montado en cólera súbitamente; pero no se goza pronto del placer actual, ni en sí, ni con relación a otro placer, a la manera que se anda más pronto, se crece más pronto, o como se realizan más pronto todos los demás movimientos de este género. Puede muy bien experimentarse un cambio rápido o un cambio lento para pasar al placer, pero el acto del

placer mismo no puede ser rápido, quiero decir, que no se puede gozar en el acto mismo más o menos rápidamente. Ni, ¿cómo el placer podrá ser tampoco una generación? Una cosa cualquiera no puede nacer al azar de otra cualquiera cosa; ella se resuelve siempre en los

elementos de donde procede. Ahora bien, en general lo que el placer engendra y hace nacer es el dolor que le destruye.

También se añade que el dolor es la privación de lo que exige nuestra naturaleza y que el placer es su satisfacción; pero estas no son más que afecciones puramente corporales. Si el

placer no es más que la satisfacción de una necesidad de la naturaleza, la parte sobre la que debería recaer la satisfacción sería también la que debería gozar del placer, sería por consiguiente el cuerpo. Pero no resulta que sea el cuerpo el que goce realmente. El placer no es por tanto una satisfacción, como se pretende. Pero cuando la satisfacción tiene lugar, es

posible que se sienta placer, así como se siente dolor cuando uno se corta. Esta teoría, por lo

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demás, parece formada en vista de los placeres y de los dolores que experimentamos en todo lo que se refiere a los alimentos. Cuando uno está privado de alimento y ha sufrido a

consecuencia de la privación, se siente un vivo goce cuando se satisface esta necesidad. Pero está muy distante de suceder lo mismo con todos los placeres. Así, los placeres que proporciona el cultivo de las ciencias jamás van acompañados de dolores; ni aun entre los de los sentidos, los del olor, del oído y de la vista, van acompañados de ellos; y en cuanto a los de

la memoria y de la esperanza hay muchos a los cuales tampoco va unido el dolor. ¿En qué concepto pueden, pues, estos placeres ser generaciones, puesto que no corresponden a ninguna necesidad cuya satisfacción natural puedan ellos procurar? En cuanto a los que citan los placeres vergonzosos como una objeción a la teoría de Eudoxo, se les podría responder,

que estos no son verdaderamente placeres. De que estos deleites degradantes encanten a gentes mal organizadas, no se sigue que sean placeres, absolutamente hablando, para naturalezas distintas de las de tales hombres; a la manera, por ejemplo, que no se tiene por sano, dulce, o

amargo todo lo que es amargo, dulce y sano a gusto de los enfermos; y que no se tiene por color blanco todo lo que aparece de este color a los ojos atacados de oftalmia.

¿No podría acaso decirse que los placeres son en efecto cosas apetecibles, pero no los que proceden de estos orígenes impuros? por ejemplo, la fortuna es apetecible, pero no conseguida a costa de una traición; como la salud es apetecible, pero no a condición de ponerla sobre todo

sin discernimiento. ¿O bien, no se puede también sostener que los placeres difieren en especie? Los placeres, que proceden de actos honrosos, son distintos que los que tienen su origen en actos infames; y no se puede gustar el placer de lo justo, si el mismo que lo gusta no es justo, a la manera que no se gusta de la música, si no se es músico, y así en todas las demás cosas.

En un orden de ideas diferente, la conducta del verdadero amigo, que difiere tanto de la del adulador, demuestra claramente que el placer no es el soberano bien, o, por lo menos, que los placeres difieren mucho entre sí. Así, uno busca vuestro trato con la mira del bien; otro, con la mira del placer; y si se rechaza al uno a la par que se estima al otro, es porque ellos buscan

también ese trato con fines completamente desemejantes. Nadie se conformaría con tener durante toda la vida la inteligencia de un niño, aunque encontrara en las pequeñeces pueriles los placeres más vivos que sea posible imaginar. Nadie se avendría tampoco a conseguir el

placer a costa de las acciones más bajas, aun cuando por ello no llegara nunca a sentir el menor dolor. Añadid a todo esto, que hay una multitud de cosas que buscaríamos con empeño, aun cuando en ello no encontráramos ningún placer: por ejemplo, ver, acordarse, aprender, tener

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virtudes y talentos. Pero si se dice, que el placer es necesariamente consecuencia de todos estos

actos, respondo que esto importa muy poco, puesto que lo mismo apeteceríamos estas sensaciones, aun cuando no nos resultara de ellas ni el más pequeño placer.

Debe por lo tanto reconocerse, a mi parecer, que el placer no es el soberano bien, que todo placer no es apetecible, y que hay unos placeres apetecibles en sí y otros que difieren ¿por la especie a que pertenecen o por los objetos en que tienen su origen. Pero basta lo dicho sobre las teorías que intentan explicar el placer y el dolor.

4. [¿QUÉ ES, EN REALIDAD, EL PLACER?]

¿Qué es en el fondo el placer? ¿Cuál es su carácter propio? Esto es lo que pondremos en claro, tomando la cuestión desde su principio.

La visión, en cualquier momento que se la observe, es siempre al parecer completa en

cuanto no tiene necesidad de que venga después de ella algo a completar su naturaleza particular. Bajo este punto de vista, el placer se parece a la visión. Es a manera de un todo indivisible; y no se podrá en ningún tiempo encontrar un placer que por subsistir un tiempo

más largo se haga en su especie más completo de lo que era al principio. Esta es también una nueva prueba de que el placer no es un movimiento; porque todo movimiento se realiza en un tiempo dado y se dirige siempre a un cierto fin, como el movimiento de la arquitectura que sólo es completo cuando ha hecho la construcción que desea, sea que este movimiento de la

arquitectura se realice en todo el tiempo de que se trata o en tal porción determinada de este tiempo. Pero todos los movimientos son incompletos en las partes sucesivas del tiempo, y difieren todos en especie del movimiento entero y los unos de los otros. Así el corte y labra de las piedras es un movimiento distinto que el que hacen las baquetillas de una columna; y estos

dos movimientos difieren de la distribución general del templo que se construye. Sólo la construcción del templo es completa; porque nada falta para que quede realizado el propósito formado desde el principio. Pero el movimiento que se aplica a la base y el que se aplica al triglifo del arquitrabe son incompletos; porque uno y otro no son sino movimientos relativos a

una parte del todo, y así difieren en especie. No es posible en un tiempo dado encontrar un movimiento que sea completo en su especie; y si se quiere encontrar uno de este género, únicamente se halla en este caso el que corresponde al tiempo entero. El mismo razonamiento

se puede aplicar a la marcha y a todos los demás movimientos. Por ejemplo, si la traslación en general es el movimiento de un paraje a otro, son también diferentes especies del mismo el vuelo, la marcha, el salto y otros análogos. Pero las especies no sólo difieren dentro de la

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traslación total, sino que en la marcha misma hay igualmente especies diversas; y así al marchar de un paraje a otro no es lo mismo hacerlo en el estadio entero o en una parte del mismo, en

tal parte del estadio o en tal otra. Tampoco es lo mismo describir marchando esta línea o aquella otra, mediante a que no sólo se recorre la línea, sino que se la recorre en el determinado lugar en que ella está, y la una está colocada en un lugar distinto del en que está la otra. Por lo demás, en otra parte he tratado profundamente el movimiento, y he demostrado que no es

siempre completo en todos los instantes de su duración, que los más de los movimientos son incompletos, y que difieren específicamente, puesto que la dirección sola de un punto a otro basta para constituir una especie nueva del mismo.

Pero el placer, por lo contrario, es una cosa completa en cualquier tiempo que se le

considere. Se ve evidentemente, que el placer y el movimiento difieren absolutamente uno de otro, y que el placer puede ser incluido entre las cosas enteras y completas. Otra prueba de ello es también, que el movimiento no puede producirse de otra manera que con el tiempo y en el tiempo, mientras que esta condición no se puede imponer al placer; porque lo que existe en el

instante indivisible y presente puede decirse que es un todo completo. En fin, todo esto demuestra claramente, que no hay razón para decir que el placer es un movimiento o una generación. Estos dos términos no son aplicables a todo indistintamente; sólo se aplican a cosas divisibles y que no forman un todo. Así es, por ejemplo, como no puede tener lugar la

generación en la visión ni en el punto matemático, ni en la mónada o unidad. En ninguna de estas cosas hay generación ni movimiento; ni tampoco en el placer, porque el placer es una cosa completa e indivisible.

Cada uno de nuestros sentidos sólo está en acto con relación al objeto que él puede sentir; y

el sentido, para obrar completamente, debe estar en buen estado con relación al más excelente de todos los objetos que pueden caer bajo este sentido particular. A mi parecer, esta es la mejor definición que se puede dar del acto completo. Y poco importa, por lo demás, que se diga que es el sentido mismo el que obra, o el ser en el cual este sentido está colocado. En todas las

circunstancias, el mejor acto es el del ser que mejor dispuesto está con relación al más perfecto de los objetos que están sometidos a este acto especial. Y este acto no sólo es el acto más completo, sino que es también el más agradable; porque en toda especie de sensación puede

haber placer, así como le hay igualmente en el pensamiento y en la simple contemplación. La sensación más completa es la más agradable; y la más completa es la del ser que está bien dispuesto, lo repito, con relación a la mejor de todas las cosas que son accesibles a esta

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sensación. El placer acaba el acto y le completa; pero no le completa de la misma manera que

le completan el objeto sensible y la sensación cuando ambos están en buen estado, ni más ni menos que la salud y el médico no son de igual modo causas de que nos conservemos sanos. Que hay placer en toda especie de sensación, es cosa que se comprende sin dificultad; porque se dice ordinariamente, que se tiene placer en ver tal o cual cosa o en oír tal o cual otra; y es

evidente que allí donde el placer es más grande, allí también la sensación es más viva y obra sobre un objeto de su género especial. Siempre que el ser sentido y el ser que siente se encuentren en estas condiciones, habrá placer, puesto que habrá a la vez lo que debe producirle y lo que debe experimentarle. Si el placer completa el acto, no es como podría hacerlo una

cualidad que existiese en el acto con anterioridad, sino que es más bien como un fin que viene a unirse a lo demás, a la manera que la flor de la juventud se une a la edad feliz por ella animada. Mientras el objeto sensible o el objeto de la inteligencia subsiste siendo todo lo que debe ser, y por otra parte el ser que le percibe o que le comprende subsiste igualmente en buen

estado, el placer se producirá en el acto; porque permaneciendo el ser que es pasivo y el que obra en la misma relación el uno con el otro, y no mudando su condición, el mismo resultado deberá naturalmente producirse. Pero si esto es así, ¿cómo es que el placer que se experimenta

no es continuo? ¿O cómo también no es la pena más continua que el placer? Es que todas las facultades humanas son incapaces de obrar continuamente; y el placer no tiene tampoco este privilegio, porque no es más que la consecuencia del acto. Ciertas cosas nos causan placer únicamente porque son nuevas; y por esta misma razón más tarde no nos le causan tanto. En

el primer momento, el pensamiento se fija y obra sobre estas cosas con intensidad, como en el acto de la vista cuando se mira de cerca alguna cosa, pero después este acto ya no es tan vivo, se debilita, y por esto el placer también se debilita y pasa. Pero puede suponerse, que si todos los hombres aman el placer, es porque todos aman también la vida. La vida es una especie de

acto, y cada cual obra sobre las cosas y para las cosas que más ama, como el músico obra mediante el órgano del oído sobre la música que tiene gusto en oír; como obra el hombre apasionado por la ciencia mediante el esfuerzo de su espíritu que aplica a las especulaciones; y como cada cual obra en su esfera. Pero el placer completa los actos; y por consiguiente,

completa la vida que todos los seres desean conservar; y esto es lo que justifica que busquen el placer, puesto que él completa en cada uno de ellos la vida, que todos aman con ardor. En cuanto a saber si se ama la vida por el placer o el placer por la vida, dejaremos por el momento

esta cuestión a un lado. Estas dos cosas nos parecen de tal manera ligadas entre sí, que no es posible separarlas, porque sin acto no hay placer, y el placer es siempre necesario para completar el acto.

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5. [DIFERENTES CLASES DE PLACERES]

Estas consideraciones deben hacernos comprender por qué los placeres difieren y los hay de distintas especies. Es porque las cosas que no son de especies diferentes no pueden ser

completadas sino por cosas que son igualmente diferentes en especie. Pueden tomarse, por ejemplo, todas las cosas de la naturaleza y las obras de arte, los animales y los árboles, los cuadros y las estatuas, las casas y los muebles. Hasta los actos que son específicamente

diferentes sólo pueden completarse por placeres diferentes en especie. Y así los actos del pensamiento difieren de los actos de los sentidos; y estos no difieren menos de especie entre sí. Los placeres que les completan deberán por consiguiente diferir también. La prueba es que cada placer es propio exclusivamente del acto que completa, y que este placer especial aumenta

también la energía del acto mismo. Se juzga tanto mejor de las cosas, y se las practica con tanta más precisión cuanto mayor es el placer con que se hacen; como lo muestran, por ejemplo, los progresos que alcanzan en geometría los que gustan de estudiar la ciencia geométrica y la facilidad particular que tienen para comprender todos sus pormenores; los que gustan de la

música o de la arquitectura, o todos los que tienen otro cualquier gusto, y que adelantan maravillosamente, cada uno en su género, porque lo hacen con placer. Así el placer contribuye siempre a aumentar el acto y el talento. Todo lo que tiende a fortificar las cosas es propio para ellas y conveniente; y cuando las cosas son de especies diferentes, son también cosas de

especies diversas las que convienen para completarlas. Una prueba más patente de esto es que en semejantes casos los placeres que proceden de otro origen son obstáculos a los actos especiales. Así, el músico es incapaz de prestar atención a los discursos que se le dirigen, si está

oyendo un instrumento que se toque cerca de él. Se complace mil veces más en la música que en el acto presente a que se le invita; y el placer que tiene escuchando la flauta, destruye en él el acto relativo a la conversación que el debería seguir. La misma distracción tiene lugar en todos los demás casos en que se intenta hacer dos cosas a la vez; el acto más agradable turba

necesariamente al otro. Sí hay entre los dos actos una gran diferencia de placer, la turbación es tanto más profunda, y llega hasta el punto de que el acto más enérgico impide absolutamente que se pueda realizar el otro. Esto es lo que explica por qué, cuando se tiene un placer muy vivo en una cosa, se siente uno enteramente incapaz de experimentar otro, mientras que,

cuando se pueden tener otros, es prueba clara de que en el primero tenemos escaso gusto. Observad lo que pasa en los teatros; los que se toman la libertad de comer golosinas, lo hacen principalmente en el momento en que los malos actores están en escena. El placer especial que acompaña a los actos les da más precisión y los hace a la vez más durables y más perfectos,

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mientras que el placer extraño a estos actos los entorpece y los corrompe, siguiéndose de aquí

que estas dos clases de placeres son profundamente diferentes. Los placeres extraños causan poco más o menos el mismo efecto que las penas que son especiales a los actos. Así las penas especiales de ciertos actos los destruyen y los traban: por ejemplo, si a tal persona no gusta y hasta le repugna escribir y si a tal otra la disgusta calcular, la una no escribe y la otra no calcula,

porque este acto les es penoso. Por esto los actos son afectados de una manera completamente contraria por los placeres y por las penas que les son propias. Entiendo por propios los placeres o las penas que proceden del acto mismo tomado en sí. Los placeres extraños, repito, producen un efecto análogo al que produciría la pena especial. Destruyen como ésta el acto, si bien esto sucede por medios que no se parecen.

Así como los actos difieren en cuanto son buenos o malos, y ciertos actos deben buscarse, otros deben evitarse y otros son indiferentes, lo mismo sucede con los placeres que van unidos a estos actos. Hay un placer propio de cada uno de nuestros actos en particular. El placer

propio de un acto virtuoso es un placer honesto, así como es un placer culpable el correspondiente a un mal acto; porque las pasiones que recaen sobre las cosas buenas son dignas de alabanza, lo mismo que son dignas de censura las que se refieren a las cosas vergonzosas. Los placeres que se encuentran en los actos mismos, son aún más

particularmente propios de ellos que los deseos de estos actos. Los deseos están separados de los actos por el tiempo en que se producen y por su naturaleza especial; mientras que los placeres, por lo contrario, se ligan íntimamente a los actos y son tan poco distintos que se puede preguntar, no sin alguna incertidumbre, si el acto y el placer no son por completo una sola y misma cosa.

El placer ciertamente no es el pensamiento, ni la sensación; sería un absurdo tomarle por el uno o por la otra; y si parece ser idéntico con ellos, es porque no es posible separarlos. Pero, así como los actos de los sentidos son diferentes, también lo son sus placeres. La vista difiere

del tacto por su pureza y su exactitud; el oído y el olfato difieren del paladar. Los placeres de cada uno de estos sentidos difieren igualmente. Los placeres del pensamiento no son menos diferentes de todos estos, y todos los placeres de cada uno de estos dos órdenes difieren

específicamente entre sí. También parece que hay para cada animal un placer que sólo es propio de él, como hay para él un género especial de acción, y este placer es el que se aplica especialmente a un acto. De esto se puede convencer cualquiera observando cada uno de los animales. El placer del perro es distinto al del caballo o del hombre, como lo observa Heráclito, cuando dice:

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“Un asno escogería la paja y dejaría el oro.”

Y es que el heno es un alimento más agradable que el oro para los asnos. Y así para los seres de especie diversa los placeres difieren también específicamente; y es natural creer, que los

placeres de los seres de especies idénticas no son desemejantes en especie. Sin embargo, respecto de los hombres, la diferencia es enorme de un individuo a otro. Unos mismos objetos causan tristeza a unos y encanto a otros; lo que es penoso y odioso para estos, es dulce y

agradable para aquellos. La misma diferencia se produce físicamente en las cosas de sabor dulce y que gustan al paladar. Un mismo sabor no causa la misma impresión en el que tiene fiebre que en el hombre sano; el calor no obra de igual modo sobre el enfermo que sobre el hombre en plena salud; y lo mismo sucede en una multitud de cosas. En todos estos casos, la

cualidad real verdadera de las cosas es, a mi parecer, la que encuentra en ellas el hombre bien organizado; y si este principio es exacto, como lo creo, la virtud es la verdadera medida de cada cosa. El hombre de bien, en tanto que tal, es el único juez, y los verdaderos placeres son los que él considera tales, y los goces a que él se entregue serán los verdaderos goces. Por otra

parte el que a él parezca penoso lo que para otro sea agradable, no hay por qué extrañarlo. Entre los hombres hay una multitud de corrupciones y de vicios; y los placeres que se crean estos seres degradados no son placeres; lo son sólo para ellos y para seres como ellos organizados. En cuanto a los placeres que según juicio unánime de todo el mundo son

vergonzosos, es claro que no se les debe llamar placeres, y sólo pueden darles esta denominación los hombres depravados. Pero entre los placeres que parecen honestos, ¿cuál es el placer particular del hombre? ¿Cuál es su naturaleza? ¿No es evidente que es el placer que

resulta de los actos que el hombre realiza? Porque los placeres siguen a los actos y los acompañan. Y aparte de que haya un solo acto humano o que haya muchos, es claro que los placeres, que en el hombre completo y verdaderamente dichoso vienen a completar estos actos, deben pasar propiamente por los verdaderos placeres del hombre. Los demás sólo

vienen en segunda línea y son susceptibles de muchos grados, como los actos mismos a que se aplican.

6. [RECAPITULACIÓN DE LA TEORÍA DE LA FELICIDAD]

Después de haber estudiado las diversas especies de virtudes, de amistades y de placeres, sólo falta que tracemos un rápido bosquejo de la felicidad, puesto que reconocemos que es el

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fin de todos los actos del hombre. Recapitulando lo que hemos dicho, podremos abreviar nuestro trabajo.

Hemos sentado, que la felicidad no es una simple manera de ser puramente pasiva; porque entonces la encontraríamos en el hombre que pasase durmiendo toda la vida, viviendo la vida vegetativa de una planta y experimentando las mayores desgracias. Si esta idea de felicidad es inaceptable, es preciso suponerla más bien en un acto de cierta especie, como he hecho ver

anteriormente. Pero entre los actos, hay unos que son necesarios y hay otros que pueden ser objeto de una libre elección, ya en vista de otros objetos, ya en vista de ellos mismos. Es harto claro, que es preciso colocar la felicidad entre los actos que se eligen y que se desean por sí

mismos, y no entre los que se buscan en vista de otros. La felicidad no debe tener necesidad de otra cosa, y debe bastarse a sí misma por completo. Los actos apetecibles en sí son aquellos, en que no hay nada que buscar más allá del acto mismo; y en mi opinión, estos son los actos conformes a la virtud, porque hacer cosas buenas y bellas constituye precisamente uno de los

actos que se deben buscar por sí mismos. Entre la clase de cosas apetecibles por sí mismas pueden incluirse también las simples diversiones; porque en general sólo se las busca por sí mismas, por divertirse y nada más. Pero muchas veces estas diversiones nos perjudican más que nos aprovechan, si por ellas abandonamos el cuidado de nuestra salud y el de nuestra

fortuna. Y esto, no obstante, la mayor parte de los hombres, cuya felicidad es objeto de envidia, sólo piensan en entregarse a estas diversiones. También se observa que los tiranos hacen gran aprecio de los que gustan mucho de esta clase de placeres; porque los aduladores se muestran complacientes en todas las cosas que los tiranos desean, y los tiranos a su vez tienen

necesidad de gentes que los adulen. El vulgo se imagina que estas diversiones son una parte de la felicidad, porque los que ocupan el poder son los primeros a perder el tiempo en ellas; pero la vida de estos hombres no puede servir de ejemplo ni de prueba. La virtud y la inteligencia,

origen único de todas las acciones buenas, no son las compañeras obligadas del poder; y el que semejantes gentes, incapaces como son de gustar un placer delicado y verdaderamente libre, se entreguen a los placeres del cuerpo, su único refugio, no es razón para que nosotros tengamos estos placeres groseros por los más apetecibles. También los niños creen, que aquello que más

aprecian es lo más precioso que existe en el mundo. Pero es cosa bien clara, que lo mismo que los hombres formales y los niños dan su estimación a cosas muy diferentes, así también los malos y los buenos la dan a cosas enteramente opuestas. Lo repito, aunque ya lo haya dicho muchas veces: las cosas verdaderamente buenas y dignas de ser amadas son las que tienen este

carácter a los ojos del hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto que merece su

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preferencia es el que es conforme a su propia manera de ser, el acto para el hombre virtuoso es el acto conforme a la virtud.

La felicidad no consiste en divertirse; sería un absurdo que la diversión fuera el fin de la

vida; sería también absurdo trabajar y sufrir durante toda la vida sin otra mira que la de divertirse. Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo, que sólo se las desea en vista de otra cosa, excepto sin embargo la felicidad, porque ella es en sí misma fin. Pero esforzarse y

trabajar, repito, únicamente para conseguir el divertirse, es una idea insensata y sobrado pueril. según Anacarsis, es preciso divertirse para dedicarse después a asuntos serios, y tiene mucha razón. La diversión es una especie de reposo, y como no se puede trabajar sin descanso, el ocio es una necesidad. Pero este ocio ciertamente no es el fin de la vida; porque sólo tiene lugar en

vista del acto que se ha de realizar más tarde. La vida dichosa es la vida conforme a la virtud; y esta vida es seria y laboriosa; no la constituyen las vanas diversiones. Las cosas serias están en general muy por encima de las gracias y de las burlas; y el acto de la mejor parte de nosotros, o de lo mejor del hombre, se considera siempre como el acto más serio. Ahora bien, el acto de lo

mejor vale más por lo mismo que es el mejor y proporciona más felicidad. El ser más rebajado o un esclavo pueden gozar de los bienes del cuerpo como el más distinguido de los hombres. Sin embargo, no puede reconocerse la felicidad en un ser envilecido por la esclavitud, sino es en la forma que se reconoce en el la vida. La felicidad no consiste en estos miserables

pasatiempos; consiste en los actos que son conformes a la virtud, como se ha dicho anteriormente.

7. [CONTINUACIÓN DE LA RECAPITULACIÓN DE LA TEORÍA DE LA FELICIDAD]

Si la felicidad sólo consiste en el acto que es conforme con la virtud, es natural que este acto

sea conforme con la virtud más elevada, es decir, la virtud de la parte mejor de nuestro ser. Y ya sea esta el entendimiento u otra parte, que según las leyes de la naturaleza parezca hecha para mandar y dirigir y para tener conocimiento de las cosas verdaderamente bellas y divinas; o ya sea algo divino que hay en nosotros, o por lo menos lo que haya más divino en todo lo que

existe en el interior del hombre, siempre resulta que el acto de esta parte conforme a su virtud propia debe ser la felicidad perfecta; y ya hemos dicho, que este acto es el del pensamiento y de la contemplación.

Esta teoría concuerda exactamente con los principios que anteriormente hemos sentado y

con la verdad. Por lo pronto este acto es sin contradicción el mejor acto, puesto que el

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entendimiento es lo más precioso que existe en nosotros y la cosa más preciosa entre todas las

que son accesibles al conocimiento del entendimiento mismo. Además, este acto es aquel cuya continuidad podemos sostener mejor; porque podemos pensar por muchísimo más tiempo que podemos hacer ninguna otra cosa, cualquiera que ella sea. Por otra parte, creemos que el placer debe mezclarse con la felicidad; y de todos los actos que son conformes con la virtud, el que

nos encanta y nos agrada más, según opinión de todo el mundo, es el ejercicio de la sabiduría y de la ciencia. Los placeres que proporciona la filosofía son al parecer admirables por su pureza y por su certidumbre; y esta es la causa por qué procura mil veces más felicidad el saber que el buscar la ciencia. Esta independencia, de que tanto se habla, se encuentra principalmente en la

vida intelectual y contemplativa. Sin duda el sabio tiene necesidad de las cosas indispensables para la existencia, como la tiene el hombre justo y como la tienen los demás hombres, pero partiendo del supuesto de que todos tengan igualmente satisfecha esta primera necesidad, el justo necesita además de gentes para ejercitar en ellas y por ellas su justicia. En el mismo caso

están el hombre templado, el valiente y todos los demás, puesto que necesitan estar en relación con otros hombres. El sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo, entregarse al estudio y a la contemplación; y cuanto más sabio sea más se entrega a él. No

quiero decir que no le viniera bien tener colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más independiente de los hombres y el más capaz de bastarse a sí mismo. Y aún puede añadirse, que esta vida del pensamiento es la única que se ama por sí misma; porque de esta vida no resulta otra cosa que la ciencia y la contemplación, mientras que en todas aquellas en

que es necesario obrar, se va siempre en busca de un resultado que es más o menos extraño a la acción.

También se puede sostener que la felicidad consiste en el reposo y la tranquilidad; no se trabaja sino para llegar a descansar, como se hace la guerra para obtener la paz. Ahora bien;

todas las virtudes prácticas tienen lugar y se ejercitan en la política o en la guerra; pero los actos que ellas exigen al parecer no dejan al hombre ni un instante de tregua, especialmente los de la guerra, en la que el reposo es cosa absolutamente desconocida. Y así nadie quiere la guerra ni la prepara por la guerra misma. Sería preciso ser un verdadero asesino para convertir en enemigos

a sus amigos, y provocar por capricho combates y matanzas. En cuanto a la vida del hombre político, es tan poco tranquila como la del hombre de guerra. Además de la dirección de los negocios del Estado, es preciso que se ocupe incesantemente en conquistar el poder y los honores, o por lo menos en asegurar su felicidad personal y la de sus conciudadanos

individualmente; porque esta felicidad es muy diferente, casi no es menester decirlo, de la felicidad general de la sociedad, y en nuestras indagaciones hemos procurado distinguirlas

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cuidadosamente. Así, pues, entre los actos conformes con la virtud, los de la política y la guerra podrán superar a los demás en brillantez e importancia; pero tienen lugar en medio de la

agitación y se llevan a cabo en vista de un fin extraño, pues no se los busca por sí mismos. Por el contrario, el acto del pensamiento y del entendimiento, siendo como es contemplativo, supone una aplicación mucho más seria; no tiene otro fin que él mismo, y lleva consigo el placer que le es exclusivamente propio y que se ve aumentado por la intensidad de la acción.

Por lo tanto, así la independencia que se basta a sí misma, como la tranquilidad y la calma, toda la que el hombre puede disfrutar, y todas las ventajas análogas que se atribuyen de ordinario a la felicidad, todas estas cosas se encuentran en el acto del pensamiento contemplativo. Sólo esta vida es la que ciertamente constituye la felicidad perfecta del hombre, con tal que, añado

yo, sea tan extensa como la vida; porque ninguna de las condiciones que se refieren a la felicidad puede ser incompleta.

Quizá esta vida tan digna sea superior a las fuerzas del hombre, o por lo menos si puede el hombre vivir de esta suerte, no es como hombre, sino en tanto que hay en él un algo divino. Y

tanto cuanto este principio divino está por encima del compuesto a que él está unido, otro tanto el acto de este principio es superior a cualquier otro acto, sea el que quiera, conforme a la virtud. Pero si el entendimiento es algo divino con relación al resto del hombre, la vida propia del entendimiento es una vida divina con relación a la vida ordinaria de la humanidad. Por lo

tanto no hay que dar oídas a los que aconsejan al hombre que piense tan sólo en las cosas humanas, y al ser mortal que sólo piense en las cosas que son mortales como él. Lejos de esto, es preciso que el hombre se inmortalice tanto cuanto sea posible; y que haga un esfuerzo por

vivir conforme al principio más noble de todos los que le constituyen. Aunque este principio no es nada, si se considera el pequeño espacio que ocupa, no por eso deja de ser infinitamente superior a todo lo demás del hombre en poder y en dignidad. En mi opinión, él es el que nos constituye a cada uno de nosotros y forma de cada cual un individuo, puesto que es la parte

dominante y superior; y sería un absurdo en el hombre no adoptar su propia vida e ir a adoptar en cierta manera la de otro. El principio que antes dejamos sentado concuerda perfectamente con lo que decimos aquí: lo que es propio de un ser y conforme con su naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo más agradable para él. Ahora bien; lo más propio del hombre es

la vida del entendimiento, puesto que el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por consiguiente, la vida del entendimiento es también la vida más dichosa a que el hombre puede aspirar.

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8. [SUPERIORIDAD DE LA FELICIDAD INTELECTUAL]

La vida, que puede colocarse en segunda línea después de esta superior, es la que conforma

con cualquiera otra virtud que no sean la sabiduría y la ciencia; porque los actos, que se refieren a nuestras facultades secundarias, son actos puramente humanos. De esta manera hacemos actos de justicia y de valor, practicamos otras virtudes en el comercio ordinario de la vida, cambiamos con nuestros semejantes mutuos servicios, y sostenemos con ellos relaciones de

mil géneros, así como, en materia de sentimientos, procuramos dar a cada uno lo que le es debido; pero todos estos actos no salen de la esfera humana. Hay algunos que sólo afectan a cualidades del cuerpo; y en muchos casos la virtud moral del corazón se liga estrechamente a

las pasiones. Por lo demás, la prudencia se une muy bien igualmente con la virtud moral, así como esta virtud se liga recíprocamente con la prudencia, porque los principios de la prudencia se relacionan íntimamente con las virtudes morales, y la regla de estas virtudes se encuentra completamente conforme con las de la prudencia. Pero las virtudes morales, como están

entremezcladas con las pasiones, afectan, a decir verdad, al compuesto que constituye el hombre. Las virtudes del compuesto son simplemente humanas; por consiguiente, la vida, que practica estas virtudes, y la felicidad, que estas virtudes proporcionan, son puramente humanas. En cuanto a la felicidad de la inteligencia, esta está completamente aparte. Pero no quiero

volver a tocar este punto, porque ir más lejos y precisar pormenores, sería traspasar el fin que nos hemos propuesto.

Añádase solamente, que la felicidad de la inteligencia no exige casi bienes exteriores, o más bien que los necesita mucho menos que la felicidad que resulta de la virtud moral. Las cosas

absolutamente necesarias a la vida son condiciones indispensables para ambas, y en este punto están en una misma línea. Sin duda el hombre, que se consagra a la vida civil y política, tiene que ocuparse más del cuerpo y de todo lo que al cuerpo se refiere; sin embargo, sobre este punto hay siempre muy poca diferencia. Por lo contrario, con respecto a los actos, la diferencia

es enorme. Así el hombre liberal y generoso tendrá necesidad de cierto grado de fortuna para ejercer su liberalidad; y el hombre justo no advertirá menos la necesidad de ella para corresponder dignamente a los demás en razón de lo que ha recibido; porque las intenciones

no se ven y los hombres inicuos fingen con facilidad tener la intención de ser justos. El hombre de valor, por su parte, tiene también necesidad de un cierto poder, para realizar los actos conformes a la virtud que le distingue. El mismo hombre templado tiene necesidad de algún bienestar, porque si no tuviera medios de satisfacer sus necesidades, ¿cómo podría saber

si era templado o si era otra cosa? Una cuestión que importa resolver es si el punto capital en la

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virtud es la intención o es el acto, pudiendo la virtud encontrarse a la vez en los actos y en la intención. En mi opinión, evidentemente no hay virtud completa si no aparecen reunidas

ambas condiciones. Mas para las acciones se necesitan muchas cosas; y cuanto más bellas y grandes son, tanto más las necesitan.

Por lo contrario, cuando se trata de la felicidad que proporcionan la inteligencia y la reflexión, no hay necesidad, en razón del acto del que se entrega a ella, de todo esto; y hasta

puede decirse que serían otros tantos obstáculos, por lo menos respecto a la contemplación y al pensamiento. Pero como en tanto que hombre y en tanto que se vive con los demás se siente uno inclinado a practicar la virtud, habrá necesidad precisamente de todos estos recursos materiales, para desempeñar el papel de hombre en la sociedad.

He aquí otra prueba de que la perfecta felicidad es un acto de pura contemplación.

Suponemos siempre como incontestable, que los dioses son los más dichosos y los más afortunados de todos los seres. Pues bien; ¿qué actos pueden propiamente atribuirse a los dioses? ¿Es la justicia? ¿Y no nos formaríamos una idea bien ridícula de los dioses, si

creyéramos que entre ellos se llevan a cabo convenios y se restituyen depósitos, y que mantienen otras mil relaciones de este género? ¿Se les puede tampoco atribuir actos de valor, el desprecio de los peligros, la constancia en afrontarlos, haciéndolo sólo por exigirlo el honor? ¿O acaso les atribuiremos actos de liberalidad? Pero en este caso, ¿a quién habrían de hacer sus

donativos? Y entonces, sería preciso incurrir en el absurdo de suponer que se valen de la moneda y de otros expedientes del mismo género. Por otra parte, si son templados, ¿cuál es el mérito que en ello contraen? ¿No será una alabanza grosera decir que no tienen pasiones vergonzosas? Si se recorren al por menor todas las acciones que el hombre puede ejecutar, son

todas verdaderamente bien mezquinas para atribuirlas a los dioses, y completamente indignas de su majestad. Sin embargo, el mundo entero cree en su existencia; por consiguiente se cree también que obran, porque al parecer no duermen siempre como Endimión. Pero si en el ser vivo se suprime la idea del obrar, y con más razón la idea de hacer algún acto exterior, ¿qué

otra cosa le queda más que la contemplación? Así, pues, el acto de Dios, que supera en felicidad a todos los demás, es puramente contemplativo; y de los actos humanos el que se aproxima más íntimamente a este es también el acto que proporciona mayor grado de felicidad.

Añádase aún otra consideración, y es que el resto de los animales no participan de la

felicidad, porque son absolutamente incapaces de este acto de que están privados. La existencia

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en los dioses es toda dichosa; en cuanto a los hombres sólo es dichosa en cuanto es una

imitación de este acto divino; y para los demás animales, ni uno solo es partícipe de la felicidad, porque ninguno participa de esta facultad del pensamiento y de la contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto avanza la felicidad; y los seres más capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por efecto de la

contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación.

Sin embargo, en el hecho mismo de ser hombre es necesario para ser dichoso cierto bienestar exterior. La naturaleza del hombre, tomada en sí misma, no basta para el acto de la

contemplación. Es preciso además que el cuerpo se mantenga sano, que tome los alimentos indispensables y que se tengan con él todos los cuidados que de suyo exige. Sin embargo, no se crea que el hombre, para ser dichoso, tenga necesidad de muchas cosas ni de grandes recursos, aunque realmente no pueda ser completamente dichoso sin estos bienes exteriores. La

suficiencia del hombre está muy lejos de exigir un exceso, ni en el uso de los bienes que posee, ni respecto a su actividad. Se pueden hacer las acciones más bellas sin ser el dominador de la tierra y de los mares, puesto que puede el hombre obrar según pide la virtud por muy modesta que sea su condición. Esto se ve claramente observando que los simples particulares se

conducen tan virtuosamente como los hombres más poderosos, y en general mucho mejor. Basta tener los recursos módicos de que acabamos de hablar, para que la vida sea siempre dichosa, si se toma la virtud por guía en su conducta. Solón quizá definió muy bien al hombre dichoso, diciendo que: es el que, medianamente provisto de bienes exteriores, sabe ejecutar

acciones nobles y vivir con templanza y modestia. Así es en efecto; se puede con una mediana fortuna cumplir todos los deberes. Anaxágoras tampoco creía que el hombre feliz fuese el hombre rico y poderoso, puesto que decía: que no le sorprendería pasar por extravagante a los ojos del vulgo; porque este sólo juzga por las cosas exteriores, únicas que comprende.

Así las opiniones de los sabios están de acuerdo con nuestras teorías, con lo cual reciben estas indudablemente un nuevo grado de probabilidad; pero cuando se trata de la práctica, la verdad se juzga y se reconoce solamente en vista de los actos y atendiendo a la vida real;

porque este es el punto decisivo. Al estudiar todas las teorías que acabo de exponer, deberán por lo mismo confrontarse con los hechos mismos y con la vida práctica. Cuando se conforman con la realidad, pueden adoptarse; si no concuerdan con ella, debe sospecharse que no son más que vanos razonamientos. El hombre que vive y obra mediante su inteligencia y la

cultiva con cuidado, me parece a la vez el mejor organizado de los hombres y el más querido

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de los dioses; porque si los dioses toman algún cuidado en los negocios humanos, como yo creo, es muy natural que se complazcan en ver sobre todo en el hombre lo que hay en él de

mejor y lo que más se aproxima a su propia naturaleza, es decir, la inteligencia y el entendimiento. También es muy natural, que en cambio los dioses colmen con sus beneficios a los que estiman y honran con mayor celo este divino principio, pues que cuidan lo que los dioses aman, y se conducen con rectitud y nobleza. Que entre estos se encuentra el sabio es

cosa que no puede negarse; el sabio es particularmente querido por los dioses, y a mi juicio es consiguientemente el más dichoso de los hombres; de donde concluyo, que el sabio es el único que en este sentido es todo lo completamente dichoso que se puede ser.

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CARTA A MENECEO

Epicuro

Y por esto que decimos que el placer es principio y fin del vivir venturoso.2 Pues a éste lo

hemos reconocido como el bien primero y congénito, y desde él iniciamos toda elección y rechazo, y en él rematamos al juzgar todo bien con arreglo a la afección como criterio. Y como es el bien primero y connatural, por eso no elegimos todo placer, sino que a veces omitimos muchos placeres, cuando de éstos se desprende para nosotros una molestia mayor; y consideramos muchos dolores

preferibles a placeres, cuando se sigue para nosotros un placer mayor después de haber estado sometidos largo tiempo a tales dolores. Todo placer, pues, por tener una naturaleza apropiada [a la nuestra],

es un bien; aunque no todo placer ha de ser elegido; así también todo dolor es un mal, pero no todo [dolor] ha de ser por naturaleza evitado siempre. Debido a ello, es por el cálculo y la consideración tanto de los provechos como de las desventajas que conviene juzgar todo esto. Pues en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal, y, a la inversa, del mal como un bien. Y estimamos la autosuficiencia como un gran bien, no para que en todo momento nos sirvamos de poco, sino para que, si no tenemos mucho, con poco nos sirvamos, enteramente persuadidos de que gozan más dulcemente de la abundancia los que menos requieren de ella, y que todo lo natural es fácil de lograr, pero que lo vano es difícil de obtener. Los alimentos simples conllevan un placer igual al de un régimen lujoso, una vez que se ha suprimido el dolor [que provoca] la carencia; y el pan y el agua proporcionan un placer supremo cuando se los ingiere necesitándolos. Por lo tanto, el hábito de regímenes simples y no lujosos es adecuado para satisfacer la salud, hace al hombre diligente en las ocupaciones necesarias de la vida, nos pone en mejor disposición cuando a intervalos accedemos a los alimentos lujosos, y nos prepara libres de temor ante la suerte. Entonces, cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los

disolutos ni a los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.Pues ni las bebidas ni los banquetes continuos, ni el goce de muchachos y mujeres, ni de los pescados y todas las otras cosas que trae una mesa suntuosa, engendran la

2 Epicuro de Samos (341-270 a.C. Aprox), filósofo griego, fundador de la escuela del Jardín o epicúrea. Su

propuesta ética es célebre por identificar el bien con el placer, si bien distingue sutilmente entre distintos niveles

de placer y distintos tipos de necesidades humanas.

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Carta a Meneceo

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vida grata, sino el sobrio razonamiento que indaga las causas de toda elección y rechazo, y expulsa las opiniones por las cuales se posesiona de las almas la agitación más grande. El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia. Por eso, más preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de la cual nacen todas las demás virtudes, pues ella nos enseña que no es posible vivir placenteramente sin [vivir] juiciosa, honesta y justamente, <ni [vivir de manera] juiciosa, honesta y justa> sin [vivir] placenteramente. En efecto, las virtudes son connaturales con el vivir placentero y el vivir placentero es inseparable de ellas.

Page 56: Antología de Ética

EPÍSTOLAS MORALES A LUCILIO (I) Séneca

SOBRE RIQUEZA Y POBREZA Hay que dejarlo todo por la filosofía.3 Tira todas estas cosas, si eres sabio, y más aún si

deseas serlo; en grandes pasos y con todas tus fuerzas tiende a la perfección del sentido común: si alguna cosa te detiene, o desiste o córtala. <<Me detiene, dices, el ansia del patrimonio; lo quiero arreglar de manera que dé lo suficiente sin trabajar, para que la pobreza no se apodere de mí, ni yo sobre ninguna otra persona. Diciendo esto, no pareces conocer la fuerza y el poder del bien que meditas; ve, ciertamente, la parte psíquica de la cuestión, esto es, el gran provecho de la filosofía, pero no alcanzas todavía bastante finamente sus beneficios uno por uno, ni sabes, cuan es de grande la ayuda que recibimos en todo, como, usando una frase de Cicerón, nos asista en las grandes necesidades y desciende hasta las más pequeñas. Pídela en consejo, créeme a mí; ella te persuadirá de no sentarte a sacar cuentas. Lo que buscas, lo que quieres conseguir con estos retrasos, es el no temer a la pobreza. Pero, ¿y si ella es deseable? A muchos han molestado para filosofar las riquezas; la pobreza es libre de obstáculos y segura. Cuando suena el clarín, sabe que no la llaman; cuando tocan a fuego, busca como salir, no que ha de llevarse. Si ha de navegar, no toca los puertos, ni hace conmover las riberas con el acompañamiento de un solo hombre, no la rodea la multitud de esclavos, para el alimento de los cuales hace falta toda la fertilidad de las regiones transmarinas. Es fácil satisfacer pocos estómagos y bien acostumbrados, que no desean otra cosa de saciarse, el hambre sale barata, la displicencia sale cara. La pobreza se contenta de satisfacer las necesidades urgentes; ¿porqué, pues, rehúsas a este comensal, del cual los ricos sensatos imitan las costumbres? Si quieres cultivar el espíritu, hace falta que, o seas pobre, o semejante a los pobres. El estudio de las cosas saludables no puede hacerse sin tener cuidado de respetar frugalidad, y la frugalidad no es sino una pobreza voluntaria. Deja, pues, estas excusas: <<Aún no tengo bastante: que llegue aquella cantidad (de dinero), y me entregaré totalmente a la filosofía.>> Pero si lo primero que hay que preparar es esto que tu difieres y dejas para lo último! <<En principio, dices, quiero adquirir lo bastante para poder vivir>> Adquiérelo mientras vas aprendiendo; la cosa que te impide bien vivir, no de buen morir impide. No hay por qué la pobreza, no tan solo la indigencia, nos alejen de la filosofía. Los que se afanan en llegar han de resistir incluso a el hambre, como han resistido algunos en los sitios ¿y qué premio tenían de su resistencia sino de desligarse de caer al albur del vencedor. ? Es más grande lo que se promete aquí: la libertad perpetua y no tener temor ni de ningún dios ni de ningún hombre! Así hay que llegar, ni que

3 Lucio Anneo Séneca (04 a.C —65), filósofo, escritor, orador y político romano.

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sea padeciendo hambre. Toda clase de necesidades han padecido los ejércitos, hasta vivir a veces de las raíces de las hierbas, y saciar el hambre con cosas repugnantes de nombrar. Todo ello han padecido por un reino y, lo que te maravillará más, por el reino de otro. ¿Dudará alguien de soportar la pobreza por conseguir liberar el espíritu de la furia de las pasiones? No hace falta, pues, primeramente adquirir el dinero; a la filosofía, incluso sin escoger el camino para llegar. ¿Esto es así? Cuando ya lo tendrás todo ¿entonces querrás tener también la sabiduría? ¿Será ella el último utensilio de la vida y, por decirlo asó, una añadidura suya? Tú, al contrario, si ya tienes alguna cosa - ¿qué sabes tú si ya tienes bastante?- entrégate a filosofía.; y si no tienes nada, sea ésta la primera posesión que busques. <<Pero, me faltará lo necesario.>> Primeramente, no puede faltarte, pues la naturaleza pide muy poca cosa, y el sabio se acomoda a la naturaleza. Pero si le sobrevienen necesidades extremas, bien pronto se desposeerá de la vida, y acabará de ser molesto a sí mismo. Y si son estrechos y pobres los recursos que tiene para alargar la vida, tomará la razón en pago, y sin angustia ni ansia de lo que sobre, pagará la deuda del vientre y de abrigo a las espaldas, y se reirá con toda seguridad y alegría de los acaparamientos y competencias de los ricos deslumbrados tras las riquezas. Diciendo <<¿Por qué retrasas tanto tu bien? ¿Esperarás posiblemente las ganancias de la usura, o los beneficios de una operación, o el testamento de un rico viejo, pudiendo devenir rico de golpe? La sabiduría sustituye a las riquezas, pues las da a aquél por las que las vuelve inútiles>> Esto va para otros, ya que tú estás cerca de la opulencia. Cambia de siglo, y ya encontrarás que tienes demasiado; en cambio, la suficiencia es igual en todos los siglos. Aquí podría concluir mi carta, no sea que te he acostumbrado mal- Los reyes “partos” no pueden ser saludados de ninguno sin recibir un regalo; igualmente a ti no se te puede decir adiós gratis. ¿Qué haré, pues? Me llevaré de Epicuro: <<Para muchos, haber ganado riquezas, no fue el final, sino cambio de miserias>> No me hace ninguna extrañeza, pues el mal no está en las cosas, sino en nuestra alma. Aquello que nos hacía insoportable la pobreza, no lo hacen las riquezas. Así como es indiferente que pongas un enfermo en una cama de madera o en una de oro, pues donde quieras que lo cambies, se llevará con él la, enfermedad, tampoco tiene importancia que un alma enferma sea puesta en la riqueza o en la pobreza; su mal la sigue a donde vaya.

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II. LA FELICIDAD COMO ACTIVIDAD

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REPÚBLICA

Platón

LIBRO X

-¿Y cuál es el elemento del hombre sobre el que ejerce el poder que le es propio?4 -¿A qué te refieres?

-A lo siguiente: una cosa de un tamaño determinado no nos parece igual a la vista de cerca que de lejos.

-No, en efecto.

-Y unos mismos objetos nos parecen curvos o rectos según los veamos en el agua o fuera de ella, y cóncavos o convexos conforme a un extravío de visión en lo que toca a los colores; y en general, se revela en nuestra alma la existencia de toda una serie de perturbaciones de este tipo y, por esta debilidad de nuestra naturaleza, la pintura sombreada, la prestidigitación y otras muchas invenciones por el estilo son aplicadas y ponen por obra todos los recursos de la magia.

-Verdad es.

-¿Y no se nos muestran como los remedios más acomodados de ello el medir, el contar y el pesar, de modo que no se nos imponga esa apariencia mayor o menor o de mayor número o más peso, sino lo que cuenta, mide o pesa?

-¿Cómo no?

-Pues eso será, de cierto, obra del elemento calculador que existe en nuestra alma.

-Obra suya ciertamente.

-Y a ese elemento, una vez que ha medido unas cosas como mayores o menores o iguales que otras, se le aparecen términos contrarios como juntos al mismo tiempo en un mismo objeto.

-Cierto.

-¿Pero no dijimos que era imposible que a una misma facultad se le muestren los contrarios al mismo tiempo en un objeto mismo?

4 Platón (427-347 a.C.) filósofo griego, alumno de Sócrates y maestro de Aristóteles.

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Platón

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-Y con razón lo dijimos.

-Por tanto, lo que en nuestra alma opina prescindiendo de la medida no es lo mismo que lo que opina conforme a la medida.

-No en modo alguno.

-Y lo que da fe a la medida y al cálculo será lo mejor de nuestra alma.

-¿Cómo no?

-Y lo que a ello se opone será alguna de las cosas viles que en nosotros hay.

-Necesariamente.

-A esta confesión quería yo llegar cuando dije que la pintura y, en general, todo arte imitativo hace sus trabajos a gran distancia de la verdad y trata y tiene amistad con aquella parte de nosotros que se aparta de la razón , y ello sin ningún fin sano ni verdadero.

-Exactamente -dijo.

-Y así, cosa vil y ayuntada a cosa vil, sólo lo vil es engendrado por el arte imitativo.

-Tal parece.

-¿Y sólo -pregunté- el que corresponde a la visión o también el que corresponde al oído, al cual llamamos poesía?

-Es natural -dijo- que también este segundo.

-Pero ahora -dije- no demos crédito exclusivamente a su analogía con la pintura; vayamos a aquella parte de nuestra mente ala que habla la poesía imitativa y veamos si es deleznable o digna de aprecio.

-Así hay que hacerlo.

-Sea nuestra proposición la siguiente: la poesía imitativa nos presenta a los hombres realizando actos forzosos o voluntarios a causa de los cuales piensan que son felices o desgraciados y en los que se encuentran ya apesadumbrados, ya satisfechos. ¿Hay algo además de esto?

-Nada.

-¿Y acaso el hombre se mantiene en todos ellos en un mismo pensamiento? ¿O se dividirá también en sus actos y se pondrá en lucha consigo mismo a la manera en que se dividía en la visión y tenía en sí al mismo tiempo opiniones contrarias sobre los mismos objetos?

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República

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Bien se me ocurre que no haría falta que nos pusiéramos de acuerdo sobre ello, porque en lo que va dicho quedamos suficientemente conformes sobre todos esos puntos, a saber, en que nuestra alma está llena de miles de contradicciones de esta clase.

-Y con razón convinimos en ello -dijo.

-Con razón, en efecto -proseguí-; pero lo que entonces nos dejamos atrás creo que es forzoso lo tratemos ahora.

-¿Y qué es ello? -dijo.

-Un hombre discreto -dije- que tenga una desgracia tal como la pérdida de un hijo o la de algún otro ser que singularmente estime, decíamos que la soportará más fácilmente que ningún otro hombre.

-Bien de cierto.

-Dilucidemos ahora si es que no sentirá nada o si, por ser esto imposible, lo que hará será moderar su dolor.

-En verdad -dijo- que más bien lo segundo.

-Contéstame ahora a esto otro; ¿crees que este hombre luchará mejor con el dolor y le opondrá mayor resistencia cuando sea visto por sus semejantes o cuando quede consigo mismo en la soledad?

-Cuando sea visto, con mucha diferencia -dijo.

-Al quedarse solo, en cambio, no reparará, creo yo, en dar rienda suelta a unos lamentos de que se avergonzaría si alguien se los oyese y hará muchas cosas que no consentiría en que nadie le viera hacer.

-Así es -dijo.

VI. -Ahora bien, ¿lo que le manda resistir no es la razón y la ley y lo que le arrastra a los dolores no es su mismo pesar?

-Cierto.

-Habiendo, pues, dos impulsos en el hombre sobre el mismo objeto y al mismo tiempo, por fuerza, decimos, ha de haber en él dos elementos distintos.

-¿Cómo no?

-¿Y no está el uno de ellos dispuesto a obedecer a la ley por donde ésta le lleve?

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Platón

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-¿Cómo?

-La ley dice que es conveniente guardar lo más posible la tranquilidad en los azares y no afligirse, ya que no está claro lo que hay de bueno o de malo en tales cosas; que tampoco adelanta nada el que las lleva mal, que nada humano hay digno de gran afán y que lo que en tales situaciones debe venir más prontamente en nuestra ayuda queda impedido por el mismo dolor .

-¿A qué te refieres? -preguntó.

-A la reflexión -dije- acerca de lo ocurrido y al colocar nuestros asuntos, como en el juego de dados, en relación con la suerte que nos ha caído, conforme la razón nos convenza de que ha de ser mejor, y no hacer como los niños, que, cuando son golpeados, se cogen la parte dolorida y pierden el tiempo gritando, sino acostumbrar al alma a tornarse lo antes posible a su curación y al enderezamiento de lo caído y enfermo suprimiendo con el remedio sus plañidos.

-Es lo más derecho -dijo- que puede hacerse en los infortunios de la vida.

-Así, decimos, el mejor elemento sigue voluntariamente ese raciocinio.

-Evidente.

-Y lo que nos lleva al recuerdo de la desgracia y a las lamentaciones, sin saciarse nunca de ellas, ¿no diremos que es irracional y perezoso y allegado de la cobardía.

-Lo diremos de cierto.

-Ahora bien, uno de esos elementos, el irritable , admite mucha y variada imitación; pero el carácter reflexivo y tranquilo, siendo siempre semejante a sí mismo, no es fácil de imitar ni cómodo de comprender cuando es imitado, mayormente para una asamblea en fiesta y para hombres de las más diversas procedencias reunidos en el teatro. La imitación, en efecto, les presenta un género de sentimientos completamente extraño para ellos.

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UTILITARIANISM

John Stuart Mill

CHAPTER II: WHAT UTILITARIANISM IS The creed which accepts as the foundation of morals, Utility, or the Greatest Happiness

Principle, holds that actions are right in proportion as they tend to promote happiness, wrong as they tend to produce the reverse of happiness.5 By happiness is intended pleasure, and the absence of pain; by unhappiness, pain, and the privation of pleasure. To give a clear view of the moral standard set up by the theory, much more requires to be said; in particular, what things it includes in the ideas of pain and pleasure; and to what extent this is left an open question. But these supplementary explanations do not affect the theory of life on which this theory of morality is grounded- namely, that pleasure, and freedom from pain, are the only things desirable as ends; and that all desirable things (which are as numerous in the utilitarian as in any other scheme) are desirable either for the pleasure inherent in themselves, or as means to the promotion of pleasure and the prevention of pain.

Now, such a theory of life excites in many minds, and among them in some of the most estimable in feeling and purpose, inveterate dislike. To suppose that life has (as they express it)

no higher end than pleasure- no better and nobler object of desire and pursuit they designate as utterly mean and grovelling; as a doctrine worthy only of swine, to whom the followers of Epicurus were, at a very early period, contemptuously likened; and modern holders of the

doctrine are occasionally made the subject of equally polite comparisons by its German, French, and English assailants.

When thus attacked, the Epicureans have always answered, that it is not they, but their accusers, who represent human nature in a degrading light; since the accusation supposes human beings to be capable of no pleasures except those of which swine are capable. If this

supposition were true, the charge could not be gainsaid, but would then be no longer an imputation; for if the sources of pleasure were precisely the same to human beings and to swine, the rule of life which is good enough for the one would be good enough for the other. The comparison of the Epicurean life to that of beasts is felt as degrading, precisely because a

5 John Stuart Mill (1806- 1873), filósofo, economista y político inglés. Importante teórico del utilitarismo.

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beast's pleasures do not satisfy a human being's conceptions of happiness. Human beings have

faculties more elevated than the animal appetites, and when once made conscious of them, do not regard anything as happiness which does not include their gratification. I do not, indeed, consider the Epicureans to have been by any means faultless in drawing out their scheme of consequences from the utilitarian principle. To do this in any sufficient manner, many Stoic, as

well as Christian elements require to be included. But there is no known Epicurean theory of life which does not assign to the pleasures of the intellect, of the feelings and imagination, and of the moral sentiments, a much higher value as pleasures than to those of mere sensation. It must be admitted, however, that utilitarian writers in general have placed the superiority of

mental over bodily pleasures chiefly in the greater permanency, safety, uncostliness, etc., of the former- that is, in their circumstantial advantages rather than in their intrinsic nature. And on all these points utilitarians have fully proved their case; but they might have taken the other, and, as it may be called, higher ground, with entire consistency. It is quite compatible with the

principle of utility to recognize the fact, that some kinds of pleasure are more desirable and more valuable than others. It would be absurd that while, in estimating all other things, quality is considered as well as quantity, the estimation of pleasures should be supposed to depend on

quantity alone.

If I am asked, what I mean by difference of quality in pleasures, or what makes one pleasure

more valuable than another, merely as a pleasure, except its being greater in amount, there is but one possible answer. Of two pleasures, if there be one to which all or almost all who have experience of both give a decided preference, irrespective of any feeling of moral obligation to

prefer it, that is the more desirable pleasure. If one of the two is, by those who are competently acquainted with both, placed so far above the other that they prefer it, even though knowing it to be attended with a greater amount of discontent, and would not resign it for any quantity of the other pleasure which their nature is capable of, we are justified in ascribing to the preferred

enjoyment a superiority in quality, so far outweighing quantity as to render it, in comparison, of small account.

Now it is an unquestionable fact that those who are equally acquainted with, and equally capable of appreciating and enjoying, both, do give a most marked preference to the manner of existence which employs their higher faculties. Few human creatures would consent to be

changed into any of the lower animals, for a promise of the fullest allowance of a beast's pleasures; no intelligent human being would consent to be a fool, no instructed person would be an ignoramus, no person of feeling and conscience would be selfish and base, even though they should be persuaded that the fool, the dunce, or the rascal is better satisfied with his lot

than they are with theirs. They would not resign what they possess more than he for the most complete satisfaction of all the desires which they have in common with him. If they ever fancy they would, it is only in cases of unhappiness so extreme, that to escape from it they

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would exchange their lot for almost any other, however undesirable in their own eyes. A being

of higher faculties requires more to make him happy, is capable probably of more acute suffering, and certainly accessible to it at more points, than one of an inferior type; but in spite of these liabilities, he can never really wish to sink into what he feels to be a lower grade of existence. We may give what explanation we please of this unwillingness; we may attribute it to

pride, a name which is given indiscriminately to some of the most and to some of the least estimable feelings of which mankind are capable: we may refer it to the love of liberty and personal independence, an appeal to which was with the Stoics one of the most effective means for the inculcation of it; to the love of power, or to the love of excitement, both of

which do really enter into and contribute to it: but its most appropriate appellation is a sense of dignity, which all human beings possess in one form or other, and in some, though by no means in exact, proportion to their higher faculties, and which is so essential a part of the happiness of those in whom it is strong, that nothing which conflicts with it could be,

otherwise than momentarily, an object of desire to them.

Whoever supposes that this preference takes place at a sacrifice of happiness- that the superior being, in anything like equal circumstances, is not happier than the inferior- confounds the two very different ideas, of happiness, and content. It is indisputable that the being whose capacities of enjoyment are low, has the greatest chance of having them fully satisfied; and a

highly endowed being will always feel that any happiness which he can look for, as the world is constituted, is imperfect. But he can learn to bear its imperfections, if they are at all bearable; and they will not make him envy the being who is indeed unconscious of the imperfections,

but only because he feels not at all the good which those imperfections qualify. It is better to be a human being dissatisfied than a pig satisfied; better to be Socrates dissatisfied than a fool satisfied. And if the fool, or the pig, are of a different opinion, it is because they only know their own side of the question. The other party to the comparison knows both sides.

It may be objected, that many who are capable of the higher pleasures, occasionally, under the

influence of temptation, postpone them to the lower. But this is quite compatible with a full appreciation of the intrinsic superiority of the higher. Men often, from infirmity of character, make their election for the nearer good, though they know it to be the less valuable; and this no less when the choice is between two bodily pleasures, than when it is between bodily and

mental. They pursue sensual indulgences to the injury of health, though perfectly aware that health is the greater good.

It may be further objected, that many who begin with youthful enthusiasm for everything noble, as they advance in years sink into indolence and selfishness. But I do not believe that

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those who undergo this very common change, voluntarily choose the lower description of

pleasures in preference to the higher. I believe that before they devote themselves exclusively to the one, they have already become incapable of the other. Capacity for the nobler feelings is in most natures a very tender plant, easily killed, not only by hostile influences, but by mere want of sustenance; and in the majority of young persons it speedily dies away if the

occupations to which their position in life has devoted them, and the society into which it has thrown them, are not favourable to keeping that higher capacity in exercise. Men lose their high aspirations as they lose their intellectual tastes, because they have not time or opportunity for indulging them; and they addict themselves to inferior pleasures, not because they

deliberately prefer them, but because they are either the only ones to which they have access, or the only ones which they are any longer capable of enjoying. It may be questioned whether anyone who has remained equally susceptible to both classes of pleasures, ever knowingly and calmly preferred the lower; though many, in all ages, have broken down in an ineffectual

attempt to combine both.

From this verdict of the only competent judges, I apprehend there can be no appeal. On a question which is the best worth having of two pleasures, or which of two modes of existence is the most grateful to the feelings, apart from its moral attributes and from its consequences, the judgment of those who are qualified by knowledge of both, or, if they differ, that of the

majority among them, must be admitted as final. And there needs be the less hesitation to accept this judgment respecting the quality of pleasures, since there is no other tribunal to be referred to even on the question of quantity. What means are there of determining which is the

acutest of two pains, or the intensest of two pleasurable sensations, except the general suffrage of those who are familiar with both? Neither pains nor pleasures are homogeneous, and pain is always heterogeneous with pleasure. What is there to decide whether a particular pleasure is worth purchasing at the cost of a particular pain, except the feelings and judgment of the

experienced? When, therefore, those feelings and judgment declare the pleasures derived from the higher faculties to be preferable in kind, apart from the question of intensity, to those of which the animal nature, disjoined from the higher faculties, is suspectible, they are entitled on this subject to the same regard.

I have dwelt on this point, as being a necessary part of a perfectly just conception of Utility or

Happiness, considered as the directive rule of human conduct. But it is by no means an indispensable condition to the acceptance of the utilitarian standard; for that standard is not the agent's own greatest happiness, but the greatest amount of happiness altogether; and if it may possibly be doubted whether a noble character is always the happier for its nobleness,

there can be no doubt that it makes other people happier, and that the world in general is immensely a gainer by it. Utilitarianism, therefore, could only attain its end by the general cultivation of nobleness of character, even if each individual were only benefited by the

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nobleness of others, and his own, so far as happiness is concerned, were a sheer deduction

from the benefit. But the bare enunciation of such an absurdity as this last, renders refutation superfluous.

According to the Greatest Happiness Principle, as above explained, the ultimate end, with reference to and for the sake of which all other things are desirable (whether we are considering our own good or that of other people), is an existence exempt as far as possible

from pain, and as rich as possible in enjoyments, both in point of quantity and quality; the test of quality, and the rule for measuring it against quantity, being the preference felt by those who in their opportunities of experience, to which must be added their habits of self-consciousness and self-observation, are best furnished with the means of comparison. This, being, according

to the utilitarian opinion, the end of human action, is necessarily also the standard of morality; which may accordingly be defined, the rules and precepts for human conduct, by the observance of which an existence such as has been described might be, to the greatest extent possible, secured to all mankind; and not to them only, but, so far as the nature of things

admits, to the whole sentient creation.

Against this doctrine, however, arises another class of objectors, who say that happiness, in any form, cannot be the rational purpose of human life and action; because, in the first place, it is unattainable: and they contemptuously ask, what right hast thou to be happy? a question which Mr. Carlyle clenches by the addition, What right, a short time ago, hadst thou even to be?

Next, they say, that men can do without happiness; that all noble human beings have felt this, and could not have become noble but by learning the lesson of Entsagen, or renunciation; which lesson, thoroughly learnt and submitted to, they affirm to be the beginning and necessary condition of all virtue.

The first of these objections would go to the root of the matter were it well founded; for if no

happiness is to be had at all by human beings, the attainment of it cannot be the end of morality, or of any rational conduct. Though, even in that case, something might still be said for the utilitarian theory; since utility includes not solely the pursuit of happiness, but the prevention or mitigation of unhappiness; and if the former aim be chimerical, there will be all

the greater scope and more imperative need for the latter, so long at least as mankind think fit to live, and do not take refuge in the simultaneous act of suicide recommended under certain conditions by Novalis. When, however, it is thus positively asserted to be impossible that

human life should be happy, the assertion, if not something like a verbal quibble, is at least an exaggeration. If by happiness be meant a continuity of highly pleasurable excitement, it is evident enough that this is impossible. A state of exalted pleasure lasts only moments, or in

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some cases, and with some intermissions, hours or days, and is the occasional brilliant flash of

enjoyment, not its permanent and steady flame. Of this the philosophers who have taught that happiness is the end of life were as fully aware as those who taunt them. The happiness which they meant was not a life of rapture; but moments of such, in an existence made up of few and transitory pains, many and various pleasures, with a decided predominance of the active over

the passive, and having as the foundation of the whole, not to expect more from life than it is capable of bestowing. A life thus composed, to those who have been fortunate enough to obtain it, has always appeared worthy of the name of happiness. And such an existence is even now the lot of many, during some considerable portion of their lives. The present wretched

education, and wretched social arrangements, are the only real hindrance to its being attainable by almost all.

The objectors perhaps may doubt whether human beings, if taught to consider happiness as the end of life, would be satisfied with such a moderate share of it. But great numbers of mankind have been satisfied with much less. The main constituents of a satisfied life appear to

be two, either of which by itself is often found sufficient for the purpose: tranquillity, and excitement. With much tranquillity, many find that they can be content with very little pleasure: with much excitement, many can reconcile themselves to a considerable quantity of pain. There is assuredly no inherent impossibility in enabling even the mass of mankind to unite

both; since the two are so far from being incompatible that they are in natural alliance, the prolongation of either being a preparation for, and exciting a wish for, the other. It is only those in whom indolence amounts to a vice, that do not desire excitement after an interval of

repose: it is only those in whom the need of excitement is a disease, that feel the tranquillity which follows excitement dull and insipid, instead of pleasurable in direct proportion to the excitement which preceded it. When people who are tolerably fortunate in their outward lot do not find in life sufficient enjoyment to make it valuable to them, the cause generally is, caring

for nobody but themselves. To those who have neither public nor private affections, the excitements of life are much curtailed, and in any case dwindle in value as the time approaches when all selfish interests must be terminated by death: while those who leave after them objects of personal affection, and especially those who have also cultivated a fellow-feeling

with the collective interests of mankind, retain as lively an interest in life on the eve of death as in the vigour of youth and health. Next to selfishness, the principal cause which makes life unsatisfactory is want of mental cultivation. A cultivated mind- I do not mean that of a philosopher, but any mind to which the fountains of knowledge have been opened, and which

has been taught, in any tolerable degree, to exercise its faculties- finds sources of inexhaustible interest in all that surrounds it; in the objects of nature, the achievements of art, the imaginations of poetry, the incidents of history, the ways of mankind, past and present, and

their prospects in the future. It is possible, indeed, to become indifferent to all this, and that

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too without having exhausted a thousandth part of it; but only when one has had from the

beginning no moral or human interest in these things, and has sought in them only the gratification of curiosity.

Now there is absolutely no reason in the nature of things why an amount of mental culture sufficient to give an intelligent interest in these objects of contemplation, should not be the inheritance of every one born in a civilized country. As little is there an inherent necessity that

any human being should be a selfish egotist, devoid of every feeling or care but those which centre in his own miserable individuality. Something far superior to this is sufficiently common even now, to give ample earnest of what the human species may be made. Genuine private affections and a sincere interest in the public good, are possible, though in unequal degrees, to

every rightly brought up human being. In a world in which there is so much to interest, so much to enjoy, and so much also to correct and improve, everyone who has this moderate amount of moral and intellectual requisites is capable of an existence which may be called enviable; and unless such a person, through bad laws, or subjection to the will of others, is

denied the liberty to use the sources of happiness within his reach, he will not fail to find this enviable existence, if he escape the positive evils of life, the great sources of physical and mental suffering- such as indigence, disease, and the unkindness, worthlessness, or premature loss of objects of affection. The main stress of the problem lies, therefore, in the contest with

these calamities, from which it is a rare good fortune entirely to escape; which, as things now are, cannot be obviated, and often cannot be in any material degree mitigated. Yet no one whose opinion deserves a moment's consideration can doubt that most of the great positive

evils of the world are in themselves removable, and will, if human affairs continue to improve, be in the end reduced within narrow limits. Poverty, in any sense implying suffering, may be completely extinguished by the wisdom of society, combined with the good sense and providence of individuals. Even that most intractable of enemies, disease, may be indefinitely

reduced in dimensions by good physical and moral education, and proper control of noxious influences; while the progress of science holds out a promise for the future of still more direct conquests over this detestable foe. And every advance in that direction relieves us from some, not only of the chances which cut short our own lives, but, what concerns us still more, which

deprive us of those in whom our happiness is wrapt up. As for vicissitudes of fortune, and other disappointments connected with worldly circumstances, these are principally the effect either of gross imprudence, of ill-regulated desires, or of bad or imperfect social institutions.

All the grand sources, in short, of human suffering are in a great degree, many of them almost entirely, conquerable by human care and effort; and though their removal is grievously slow-

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Utilitarianism

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though a long succession of generations will perish in the breach before the conquest is

completed, and this world becomes all that, if will and knowledge were not wanting, it might easily be made- yet every mind sufficiently intelligent and generous to bear a part, however small and unconspicuous, in the endeavor, will draw a noble enjoyment from the contest itself, which he would not for any bribe in the form of selfish indulgence consent to be without.

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III. ELEMENTOS PARA VALORAR LOS ACTOS

HUMANOS

Page 73: Antología de Ética

III. I. LA LEY NATURAL

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ANTÍGONA

Sófocles

Personajes:

Antígona, hija de Edipo.

Ismene, hija de Edipo. Creonte, rey, tío de Antígona e Ismene Eurídice, reina, esposa de Creonte.

Hemón, hijo de Creonte. Tiresias, adivino, anciano y ciego. Un guardián. Un mensajero.

Coro de ancianos nobles de Tebas, presididos por el Corifeo.

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Sófocles

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La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la montaña. Cruza la escena Antígona,

para entrar en palacio. Al cabo de unos instantes, vuelve a salir, llevando del brazo a su hermana Ismene, a la

que baje bajar las escaleras y aparta de palacio.

ANTÍGONA.

Hermana de mi misma sangre, Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa de Edipo, ¿sabes de alguna de ellas que Zeus no haya cumplido después de nacer nosotras dos? No, no hay vergüenza ni infamia, no hay cosa insufrible ni nada que se aparte de la mala suerte, que no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías; y hoy, encima, ¿qué sabes de este edicto

que dicen que el estratego acaba de imponer a todos los ciudadanos? ¿Te has enterado ya o no sabes los males inminentes que enemigos tramaron contra seres queridos?

ISMENE

No, Antígona, a mí no me ha llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni dolorosa, desde que nos vimos las dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble, recíproco golpe fallecidos en un solo día. Después de partir el ejército argivo, esta misma noche, después no sé

ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.

ANTÍGONA

No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el umbral de palacio, para que me

escucharas, tú sola.

ISMENE

¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.

ANTÍGONA

Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de

nuestros hermanos, y al otro tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de forma que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. El pobre cadáver de Polinices, en cambio, dicen

que un edicto dio a los ciudadanos prohibiendo que alguien le dé sepultura, que alguien le llore, incluso. Dejarle allí, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse. Y esto es, dicen, lo que el buen Creonte tiene decretado, también para ti y para mí, sí, también para mí; y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad a los que no lo

saben, todavía, que no es asunto de poca monta ni puede así considerarse, sino que el que transgreda alguna de estas órdenes será reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad.

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Antígona

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Estos son los términos de la cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o

si eres indigna de tus ilustres antepasados.

ISMENE

No seas atrevida: si las cosas están así, ate yo o desate en ellas, ¿qué podría ganarse?

ANTÍGONA

¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.

ISMENE

¿Qué ardida empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?

ANTÍGONA

Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.

ISMENE

Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que se ha públicamente prohibido?

ANTÍGONA

Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—; cuando me prendan, nadie podrá llamarme traidora.

ISMENE

¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!

ANTÍGONA

Él no tiene potestad para apartarme de los míos.

ISMENE

Ay, reflexiona, hermana, piensa: nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado, después de cegarse él mismo sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que descubrir. Y después, su madre y esposa —que las dos palabras le cuadran—, pone fin a su vida en infame, entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo día, consuman,

desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y ahora, que solas nosotras dos quedamos, piensa que ignominioso fin tendremos si violamos lo prescrito y trasgredimos la voluntad o el poder de los que mandan. No, hay que aceptar los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar contra hombres; y que tienen el poder, los que dan órdenes, y hay

que obedecerlas—éstas y todavía otras más dolorosas—. Yo, con todo, pido, sí, a los que yacen bajo tierra su perdón, pues que obro forzada, pero pienso obedecer a las autoridades: esforzarse en no obrar corno todos carece de sentido, totalmente.

Page 77: Antología de Ética

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ANTÍGONA

Aunque ahora quisieras ayudarme, ya no lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado; en fin, reflexiona sobre tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que

venga la muerte: amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran.

ISMENE

En cuanto a mí, yo no quiero hacer nada deshonroso, pero de natural me faltan fuerzas para desafiar a los ciudadanos.

ANTÍGONA

Bien, tú te escudas en este pretexto, pero yo me voy a cubrir de tierra a mi hermano

amadísimo hasta darle sepultura.

ISMENE

¡Ay, desgraciada, cómo temo por ti!

ANTÍGONA

No, por mí no tiembles: tu destino, prueba a enderezarlo.

ISMENE

Al menos, el proyecto que tienes, no se lo confíes a nadie de antemano; guárdalo en secreto que yo te ayudaré en esto.

ANTÍGONA

¡Ay, no, no: grítalo! Mucho más te aborreceré si callas, si no lo pregonas a todo el mundo.

ISMENE

Caliente corazón tienes, hasta en cosas que hielan.

ANTÍGONA

Sabe, sin embargo, que así agrado a los que más debo complacer.

ISMENE

Sí, si algo lograras... Pero no tiene salida, tu deseo.

ANTÍGONA

Puede, pero no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas.

ISMENE

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Antígona

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De entrada, ya, no hay que ir a la caza de imposibles.

ANTÍGONA

Si continúas hablando en ese tono, tendrás mi odio y el odio también del muerto, con justicia. Venga, déjanos a mí y a mi funesta resolución, que corramos este riesgo, convenida

como estoy de que ninguno puede ser tan grave como morir de modo innoble.

ISMENE

Ve, pues, si es lo que crees; quiero decirte que, con ir demuestras que estás sin juicio, pero también que amiga eres, sin reproche, para tus amigos.

Sale Ismene hacia el palacio; desaparece Antígona en dirección a la montaña. Hasta la entrada del coro,

queda la escena vacía unos instantes.

CORO

Rayo de sol, luz la más bella —más bella, sí, que cualquiera de las que hasta hoy brillaron

en Tebas la de las siete puertas—, ya has aparecido, párpado de la dorada mañana que te mueves por sobre la corriente de Dirce. Con rápida brida has hecho correr ante ti, fugitivo, al hombre venido de Argos, de blanco escudo, con su arnés completo, Polinices, que se levantó

contra nuestra patria llevado por dudosas querellas, con agudísimo estruendo, como águila que se cierne sobre su víctima, como por ala de blanca nieve cubierto por multitud de armas y cascos de crines de caballos; por sobre los techos de nuestras casas volaba, abriendo sus fauces, lanzas sedientas de sangre en torno a las siete puertas, bocas de la ciudad, pero hoy se ha ido,

antes de haber podido saciar en nuestra sangre sus mandíbulas y antes de haber prendido pinosa madera ardiendo en las torres corona de la muralla, tal fue el estrépito bélico que se extendió a sus espaldas: difícil es la victoria cuando el adversario es la serpiente, porque Zeus odia la lengua de jactancioso énfasis, y al verles cómo venían contra nosotros, prodigiosa

avalancha, engreídos por el ruido del oro, lanza su tembloroso rayo contra uno que, al borde ultimo de nuestras barreras, se alzaba ya con gritos de victoria. Como si fuera un Tántalo, con la antorcha en la mano, fue a dar al duro suelo, él que como un bacante en furiosa acometida,

entonces, soplaba contra Tebas vientos de enemigo arrebato. Resultaron de otro modo, las cosas: rudos golpes distribuyó —uno para cada uno— entre los demás caudillos, Ares, empeñado, propicio dios. Siete caudillos, sobre las siete puertas apostados, iguales contra iguales, dejaron a Zeus, juez de la victoria, tributo broncíneo totalmente; menos los dos

míseros que, nacidos de un mismo padre y una misma madre, levantaron, el uno contra el otro, sus lanzas — armas de principales paladines—, y ambos lograron su parte en una muerte común. Y, pues, exaltadora de nombres, la Victoria ha llegado a Tebas rica en carros, devolviendo a la ciudad la alegría, conviene dejar en el olvido las lides de hasta ahora, organizar

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nocturnas rondas que recorran los templos de los dioses todos; y Baco, las danzas en cuyo

honor conmueven la tierra de Tebas, que él nos guíe.

Sale del palacio, con séquito, Creonte.

CORIFEO

Pero he aquí al rey de esta tierra, Creonte, hijo de Meneceo, que se acerca, nuevo caudillo

por las nuevas circunstancias reclamado; ¿qué proyecto debatiendo nos habrá congregado, a esta asamblea de ancianos, que aquí en común hemos acudido a su llamada?

CREONTE

Ancianos, el timón de la ciudad que los dioses bajo tremenda tempestad habían conmovido, hoy de nuevo enderezan, rumbo cierto. Si yo por mis emisarios os he mandado aviso, a vosotros entre todos los ciudadanos, de venir aquí, ha sido porque conozco bien vuestro

respeto ininterrumpido al gobierno de Layo, y también, igualmente, mientras regía Edipo la ciudad; porque sé que, cuando él murió, vuestro sentimiento de lealtad os hizo permanecer al lado de sus hijos. Y pues ellos en un solo día, víctimas de un doble, común destino, se han dado muerte, mancha de fratricidio que a la vez causaron y sufrieron, yo, pues, en razón de mi

parentesco familiar con los caídos, todo el poder, la realeza asuma. Es imposible conocer el ánimo, las opiniones y principios de cualquier hombre que no se haya enfrentado a la experiencia del gobierno y de la legislación. A mí, quienquiera que, encargado del gobierno total de una ciudad, no se acoge al parecer de los mejores sino que, por miedo a algo, tiene la

boca cerrada, de tal me parece —y no solo ahora, sino desde siempre— un individuo pésimo. Y el que en más considera a un amigo que a su propia patria, éste no me merece consideración alguna; porque yo —sépalo Zeus, eterno escrutador de todo— ni puedo estarme callado al ver que se cierne sobre mis conciudadanos no salvación, sino castigo divino, ni podría considerar

amigo mío a un enemigo de esta tierra, y esto porque estoy convencido de que en esta nave está la salvación y en ella, si va por buen camino, podemos hacer amigos. Estas son las normas con que me propongo hacer la grandeza de Tebas, y hermanas de ellas las órdenes que hoy he

mandado pregonar a los ciudadanos sobre los hijos de Edipo: a Etéocles, que luchando en favor de la ciudad por ella ha sucumbido, totalmente el primero en el manejo de la lanza, que se le entierre en una tumba y que se le propicie con cuantos sacrificios se dirigen a los más ilustres muertos, bajo tierra; pero a su hermano, a Polinices digo, que, exiliado, a su vuelta

quiso por el fuego arrasar, de arriba a abajo, la tierra patria y los dioses de la raza, que quiso gustar la sangre de algunos de sus parientes y esclavizar a otros; a éste, heraldos he mandado que anuncien que en esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas: dejarle insepulto, presa expuesta al azar de las aves y los perros, miserable despojo para los que le

vean. Tal es mi decisión: lo que es por mí, nunca tendrán los criminales el honor que

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Antígona

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corresponde a los ciudadanos justos; no, por mi parte tendrá honores quienquiera que cumpla

con el Estado, tanto en muerte como en vida.

CORIFEO.

Hijo de Meneceo, obrar así con el amigo y con el enemigo de la ciudad, éste es tu gusto, y sí,

puedes hacer uso de la ley como quieras, sobre los muertos y sobre los que vivimos todavía.

CREONTE.

Y ahora, pues, como guardianes de las órdenes dadas...

CORIFEO.

Impónle a uno más joven que soporte este peso.

CREONTE.

No es eso: ya hay hombres encargados de la custodia del cadáver.

CORIFEO.

Entonces, si es así, ¿qué otra cosa quieres aún recomendarnos?

CREONTE.

Que no condescendáis con los infractores de mis órdenes.

CORIFEO.

Nadie hay tan loco que desee la muerte.

CREONTE.

Pues ésa, justamente, es la paga; que muchos hombres se han perdido, por afán de lucro.

Del monte viene un soldado, uno de los guardianes del cadáver de Polinices. Sorprende a Creonte cuando estaba subiendo ya las escaleras del palacio. Se detiene al advertir su llegada.

GUARDIÁN.

Señor, no te diré que vengo con tanta prisa que me falta ya el aliento ni que he movido ligero mis pies. No, que muchas veces me han detenido mis reflexiones y he dado la vuelta en mi camino, con intención de volverme; muchas veces mi alma me decía, en su lenguaje:

"Infeliz, ¿cómo vas a donde en llegando serás castigado? ¿Otra vez te detienes, osado? Cuando lo sepa por otro Creonte, ¿piensas que no vas a sufrir un buen castigo?"... Con tanto darle vueltas iba acabando mi camino con pesada lentitud, y así no hay camino, ni que sea breve, que no resulte largo. Al fin venció en mí la decisión de venir hasta ti y aquí estoy, que, aunque nada

podré explicarte, hablaré al menos; y el caso es que he venido asido a una esperanza, que no puede pasarme nada que no sea mi destino.

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CREONTE.

Pero, veamos: ¿qué razón hay para que estés así desanimado?

GUARDIÁN.

En primer lugar te explicaré mi situación: yo ni lo hice ni vi a quien lo hizo ni sería justo que cayera en desgracia por ello.

CREONTE.

Buen cuidado pones en enristrar tus palabras, atento a no ir directo al asunto. Evidentemente, vas a hacernos saber algo nuevo.

GUARDIÁN.

Es que las malas noticias suelen hacer que uno se retarde.

CREONTE.

Habla, de una vez: acaba, y luego vete.

GUARDIÁN.

Ya hablo, pues: vino alguien que enterró al muerto, hace poco: echó sobre su cuerpo árido polvo y cumplió los ritos necesarios.

CREONTE.

¿Qué dices? ¿Qué hombre pudo haber sido tan osado?

GUARDIÁN.

No sé sino que allí no había señal que delatara ni golpe de pico ni surco de azada; estaba el suelo intacto, duro y seco, y no había roderas de carro: fue aquello obra de obrero que no deja

señal. Cuando nos lo mostró el centinela del primer turno de la mañana, todos tuvimos una desagradable sorpresa: el cadáver había desaparecido, no enterrado, no, pero con una leve capa de polvo encima, obra como de alguien que quisiera evitar una ofensa a los dioses... Tampoco se veía señal alguna de fiera ni de perro que se hubiera acercado al cadáver, y menos que lo

hubiera desgarrado. Entre nosotros hervían sospechas infamantes, de unos a otros; un guardián acusaba a otro guardián y la cosa podía haber acabado a golpes de no aparecer quien lo impidiera; cada uno a su turno era el culpable pero nadie lo era y todos eludían saber algo. Todos estábamos dispuestos a coger con la mano un hierro candente, a caminar sobre fuego a

jurar por los dioses que no habíamos hecho aquello y que no conocíamos ni al que lo planeó ni al que lo hizo. Por fin, visto que, de tanta inquisición, nada sacábamos, habló uno de nosotros y a todos de terror nos hizo fijar los ojos en el suelo, y el caso es que no podíamos replicarle ni

teníamos forma de salir bien parados, de hacer lo que propuso: que era necesario informarte a

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ti de aquel asunto y que no podía ocultársete; esta opinión prevaleció, y a mí, desgraciado, tiene

que tocarme la mala suerte y he de cargar con la ganga y heme aquí, no por mi voluntad y tampoco porque queráis vosotros, ya lo sé, que no hay quien quiera a un mensajero que trae malas noticias.

CORIFEO.

(A Creonte.) Señor, a mí hace ya rato que me ronda la idea de si en esto no habrá la mano de los dioses.

CREONTE.

(Al coro.) Basta, antes de hacerme rebosar en ira, con esto que dices; mejor no puedan acusarte a la vez de ancianidad y de poco juicio, porque en verdad que lo que dices no es

soportable, que digas que las divinidades se preocupan en algo de este muerto. ¿Cómo iban a enterrarle, especialmente honrándole como benefactor, a él, que vino a quemar las columnatas de sus templos, con las ofrendas de los fieles, a arruinar la tierra y las leyes a ellos confiadas? ¿Cuándo viste que los dioses honraran a los malvados? No puede ser. Tocante a mis órdenes,

gente hay en la ciudad que mal las lleva y que en secreto de hace ya tiempo contra mí murmuran y agitan su cabeza, incapaces de mantener su cuello bajo el yugo, como es justo, porque no soportan mis órdenes; y estoy convencido, éstos se han dejado corromper por una paga de esta gente que digo y han hecho este desmán, porque entre los hombres, nada, ninguna

institución ha prosperado nunca tan funesta como la moneda; ella destruye las ciudades, ella saca a los hombres de su patria; ella se encarga de perder a hombres de buenos principios, de enseñarles a fondo a instalarse en la vileza; para el bien y para el mal igualmente dispuestos

hace a los hombres y les hace conocer la impiedad, que a todo se atreve. Cuantos se dejaron corromper por dinero y cumplir estos actos, realizaron hechos que un día, con el tiempo, tendrán su castigo. (Al guardián.) Pero, tan cierto como que Zeus tiene siempre mi respeto, que sepas bien esto que en juramento afirmo: si no encontráis al que con sus propias manos

hizo esta sepultura, si no aparece ante mis propios ojos, para vosotros no va a bastar con sólo el Hades, y antes, vivos, os voy a colgar hasta que confeséis vuestra desmesurada acción, para que aprendáis de dónde se saca el dinero y de allí lo saquéis en lo futuro; ya veréis cómo no se puede ser amigo de un lucro venido de cualquier parte. Por ganancias que de vergonzosos

actos derivan pocos quedan a salvo y muchos más reciben su castigo, como puedes saber.

GUARDIÁN.

¿Puedo decir algo o me doy media vuelta, así, y me marcho?

CREONTE.

Pero, ¿todavía no sabes que tus palabras me molestan?

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GUARDIÁN.

Mis palabras, ¿te muerden el oído o el alma?

CREONTE.

¿A qué viene ponerte a detectar con precisión en qué lugar me duele?

GUARDIÁN

Porque el que te hiere el alma es el culpable; yo te hiero en las orejas.

CREONTE.

¡Ah, está claro que tú naciste charlatán!

GUARDIÁN.

Puede, pero lo que es este crimen, no lo hice.

CREONTE.

Y un charlatán que, además, ha vendido su alma por dinero.

GUARDIÁN.

Ay, si es terrible, que uno tenga sospechas y que sus sospechas sean falsas.

CREONTE.

¡Sí, sospechas, enfatiza! Si no aparecen los culpables, bastante pregonaréis con vuestros

gritos el triste resultado de ganancias miserables.

Creonte y su séquito se retiran. En las escaleras pueden oír las palabras del guardián.

GUARDIÁN.

¡Que encuentren al culpable, tanto mejor! Pero, tanto si lo encuentran como si no —que en

esto decidirá el azar—, no hay peligro, no, de que me veas venir otra vez a tu encuentro. Y ahora que me veo salvado contra toda esperanza, contra lo que pensé, me siento obligadísimo para con los dioses.

CORO.

Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro extreme de la espumosa mar,

atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el

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ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con

un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se

aventura hacia el futuro; solo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la

cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga.

Entra el guardián de antes llevando a Antígona.

CORlFEO.

No sé, dudo si esto sea prodigio obrado por los dioses... (Al advertir la presencia de Antígona). Pero, si la reconozco, ¿cómo puedo negar que ésta es la joven Antígona? Ay, mísera, hija de mísero padre, Edipo, ¿qué es esto? ¿Te traen acaso porque no obedeciste lo

legislado por el rey? ¿Te detuvieron osando una locura?

GUARDIÁN.

Sí, ella, ella es la que lo hizo: la cogimos cuando lo estaba enterrando... Pero, Creonte,

¿dónde está?

Al oír los gritos del guardián, Creonte, recién entrado, vuelve a salir con su séquito.

CORIFEO.

Aquí: ahora vuelve a salir, en el momento justo, de palacio.

CREONTE

¿Qué sucede? ¿Qué hace tan oportuna mi llegada?

GUARDIÁN.

Señor, nada hay que pueda un mortal empeñarse en jurar que es imposible: la reflexión desmiente la primera idea. Así, me iba convencido por la tormenta de amenazas a que me

sometiste: que no volvería yo a poner aquí los pies; pero, como la alegría que sobreviene más allá de y contra toda esperanza no se parece, tan grande es, a ningún otro placer, he aquí que he venido —a pesar de haberme comprometido a no venir con juramento— para traerte a esta

muchacha que ha sido hallada componiendo una tumba. Y ahora no vengo porque se haya echado a suertes, no, sino porque este hallazgo feliz me corresponde a mí y no a ningún otro.

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Y ahora, señor, tú mismo, según quieras, la coges y ya puedes investigar y preguntarle; en

cuanto a mí, ya puedo liberarme de este peligro: soy libre, exento de injusticia.

CREONTE.

Pero, ésta que me traes, ¿de qué modo y dónde la apresasteis?

GUARDIÁN.

Estaba enterrando al muerto: ya lo sabes todo.

CREONTE.

¿Te das cuenta? ¿Entiendes cabalmente lo que dices?

GUARDIÁN.

Sí, que yo la vi a ella enterrando al muerto que tú habías dicho que quedase insepulto: ¿o es que no es evidente y claro lo que digo?

CREONTE.

Y cómo fue que la sorprendierais y cogierais en pleno delito?

GUARDIÁN.

Fue así la cosa: cuando volvimos a la guardia, bajo el peso terrible de tus amenazas, después de barrer todo el polvo que cubría el cada ver, dejando bien al desnudo su cuerpo ya en

descomposición, nos sentamos al abrigo del viento, evitando que al soplar desde lo alto de las peñas nos enviara el hedor que despedía. Los unos a los otros con injuriosas palabras despiertos y atentos nos teníamos, si alguien descuidaba la fatigosa vigilancia. Esto duró bastante tiempo, hasta que se constituyó en mitad del cielo la brillante esfera solar y el calor

quemaba; entonces, de pronto, un torbellino suscitó del suelo tempestad de polvo —pena enviada por los dioses— que llenó la llanura, desfigurando las copas de los árboles del llano, y que impregnó toda la extensión del aire; sufrimos aquel mal que los dioses mandaban con los ojos cerrados, y cuando luego, después de largo tiempo, se aclaró, vimos a esta doncella que

gemía agudamente como el ave condolida que ve, vacío de sus crías, el nido en que yacían, vacío. Así, ella, al ver el cadáver desvalido, se estaba gimiendo y llorando y maldecía a los autores de aquello. Veloz en las manos lleva árido polvo y de un aguamanil de bronce bien forjado de arriba a abajo triple libación vierte, corona para el muerto; nosotros, al verla,

presurosos la apresamos, todos juntos, en seguida, sin que ella muestre temor en lo absoluto, y así, pues, aclaramos lo que antes pasó y lo que ahora; ella, allí de pie, nada ha negado; y a mí me alegra a la vez y me da pena, que cosa placentera es, sí, huir uno mismo de males, pero penoso

es llevar a su mal a gente amiga. Pero todas las demás consideraciones valen para mí menos que el verme a salvo.

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Antígona

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CREONTE

(a Antígona) Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o desmientes haber hecho esto?

ANTÍGONA.

Lo confirmo, sí; yo lo hice, y no lo niego.

CREONTE.

(Al guardián) Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de mi inculpación.

Sale el guardián.

Pero tú (a Antígona) dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer esto?

ANTÍGONA.

Sí, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.

CREONTE.

Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?

ANTÍGONA

No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike, compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no

escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte –¿y cómo no?—, aunque tú no hubieses

decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mí, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso sí me sería doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede

que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco más o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.

CORIFEO

Muestra la joven fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe ceder al infortunio.

CREONTE

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(Al coro) Sí, pero sepas que los más inflexibles pensamientos son los más prestos a caer: Y

el hierro que, una vez cocido, el fuego hace fortísimo y muy duro, a menudo verás cómo se resquebraja, lleno de hendiduras; sé de fogosos caballos que una pequeña brida ha domado; no cuadra la arrogancia al que es esclavo del vecino; y ella se daba perfecta cuenta de la suya, al transgredir las leyes establecidas; y, después de hacerlo, otra nueva arrogancia: ufanarse y

mostrar alegría por haberlo hecho. En verdad que el hombre no soy yo, que el hombre es ella si ante esto no siente el peso de la autoridad; pero, por muy de sangre de mi hermana que sea, aunque sea más de mi sangre que todo el Zeus que preside mi hogar, ni ella ni su hermana podrán escapar de muerte infamante, porque a su hermana también la acuso de haber tenido

parte en la decisión de sepultarle. (A los esclavos.) Llamadla. (Al coro.) Sí, la he visto dentro hace poco, fuera de sí, incapaz de dominar su razón; porque, generalmente, el corazón de los que traman en la sombra acciones no rectas, antes de que realicen su acción, ya resulta convicto de su arteria. Pero, sobre todo, mi odio es para la que, cogida en pleno delito, quiere

después darle timbres de belleza.

ANTÍGONA

Ya me tienes: ¿buscas aún algo más que mi muerte?

CREONTE

Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.

ANTÍGONA

¿Qué esperas, pues? A mí, tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme;

y las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.

CREONTE

De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo tuyo.

ANTÍGONA

Que no, que es el de todos: pero ante ti cierran la boca.

CREONTE.

¿Y a ti no te avergüenza, pensar distinto a ellos?

ANTÍGONA.

Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.

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Antígona

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CREONTE.

¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?

ANTÍGONA.

Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.

CREONTE.

Y, siendo así, ¿cómo tributas al uno honores impíos para el otro?

ANTÍGONA.

No sería ésta la opinión del muerto.

CREONTE.

Si tú le honras igual que al impío...

ANTÍGONA.

Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.

CREONTE.

Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su defensa.

ANTÍGONA.

Con todo, Hades requiere leyes igualitarias.

CREONTE.

Pero no que el que obró bien tenga la misma suerte que el malvado.

ANTÍGONA

¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?

CREONTE

No, en verdad no, que un enemigo… ni muerto, será jamás mi amigo.

ANTÍGONA.

No nací para compartir el odio sino el amor.

CREONTE

Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mí, mientras viva, no ha de mandarme una mujer.

Se acerca Ismene entre dos esclavos.

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CORIFEO.

He aquí, ante las puertas, he aquí a Ismene; lágrimas vierte, de amor por su

hermana; una nube sobre sus cejas su sonrosado rostro afea; sus bellas mejillas, en

llanto bañadas.

CREONTE

(A Ismene) Y tú, que te movías por palacio en silencio, como una víbora, apurando mi sangre... Sin darme cuenta, alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla: ¿vas a decirme, también tú, que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber nada?

ISMENE

Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi responsabilidad; con ella cargo.

ANTÍGONA

No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo parte en ello.

ISMENE

Pero, ante tu desgracia, no me avergüenza ser tu socorro, ser tu remo en el mar de tu dolor.

ANTÍGONA

De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo; por mi parte, no soporto que sea mi amiga quien lo es tan solo de palabra.

ISMENE

No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de haberte ayudado a cumplir los ritos debidos al muerto.

ANTÍGONA

No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte: bastará con mi muerte.

ISMENE

¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?

ANTÍGONA

Pregúntale a Creonte, ya que tanto te preocupas por él.

ISMENE

¿Por qué me hieres así, sin sacar con ello nada?

Page 90: Antología de Ética

Antígona

90

ANTÍGONA

Aunque me ría de ti, en realidad te compadezco.

ISMENE

Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?

ANTÍGONA

Sálvate: yo no he de envidiarte si te salvas.

ISMENE

¡Ay de mí, desgraciada, por no poder acompañarte en tu destino!

ANTÍGONA

Tú escogiste vivir, y yo la muerte.

ISMENE

Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.

ANTÍGONA

Para unos, tú pensabas bien..., yo para otros.

ISMENE

Pero las dos ahora hemos faltado igualmente.

ANTÍGONA

Ánimo, deja eso ya; a ti te toca vivir; en cuanto a mí, mi vida se acabó hace tiempo, por salir en ayuda de los muertos.

CREONTE

(Al coro) De estas dos muchachas, la una os digo que acaba de enloquecer y la otra está loca

desde que nació.

ISMENE

Es que la razón, señor, aunque haya dado en uno sus frutos, no se queda, no, cuando agobia

la desgracia, sino que se va.

CREONTE

La tuya, al menos, que escogiste obrar mal juntándote con malos.

ISMENE

Page 91: Antología de Ética

Sófocles

91

¿Qué puede ser mi vida, ya, sin ella?

CREONTE

No, no digas ni "ella” porque ella ya no existe.

ISMENE

Pero, ¿cómo?, ¿matarás a la novia de tu hijo?

CREONTE

No ha de faltarle tierra que pueda cultivar.

ISMENE

Pero esto es faltar a lo acordado entre él y ella.

CREONTE

No quiero yo malas mujeres para mis hijos.

ANTÍGONA

-¡Ay, Hemón querido! Tu padre te falta al respeto.

CREONTE

Demasiado molestas, tú y tus bodas.

CORIFEO

Así pues, ¿piensas privar de Antígona a tu hijo?

CREONTE

Hades, él pondrá fin a estas bodas.

CORIFEO

Parece, pues, cosa resuelta que ella muera.

CREONTE

Te lo parece a ti, también a mí. Y, venga ya, no más demora; llevadlas dentro, esclavos; estas mujeres conviene que estén atadas, y no que anden sueltas: huyen hasta los más valientes, cuando sienten a la muerte rondarles por la vida.

Los guardas que acompañaban a Creonte, acompañan a Antígona e Ismene dentro del palacio. Entra

también Creonte.

CORO

Page 92: Antología de Ética

Antígona

92

Felices aquellos que no prueban en su vida la desgracia. Pero si un dios azota de males la

casa de alguno, la ceguera no queda, no, al margen de ella y hasta el final del linaje la acompaña. Es como cuando contrarios, enfurecidos vientos tracios hinchan el oleaje que sopla sobre el abismo del profundo mar; de sus profundidades negra arena arremolina, y gimen ruidosas, oponiéndose al azote de contrarios embates, las rocas de la playa. Así veo las penas

de la casa de los Lablácidas cómo se abaten sobre las penas de los ya fallecidos: ninguna generación liberará a la siguiente, porque algún dios la aniquila, y no hay salida. Ahora, una luz de esperanza cubría a los últimos vástagos de la casa de Edipo; pero, de nuevo, el hacha homicida de algún dios subterráneo la siega, y la locura en el hablar y una Erinis en el

pensamiento. ¿Qué soberbia humana podría detener, Zeus, tu poderío? Ni el sueño puede apresarlo, a él, que todo lo domina, ni la duración infatigable del tiempo entre los dioses. Tú, Zeus, soberano que no conoces la vejez, reinas sobre la centelleante, esplendorosa serenidad del Olimpo. En lo inminente, en el porvenir y en lo pasado, tendrá vigencia esta ley: en la vida

de los hombres, ninguno se arrastra —al menos por largo tiempo— sin ceguera. La esperanza, en su ir y venir de un lado a otro, resulta útil, si, a muchos hombres; para muchos otros, un engaño del deseo, capaz de confiar en lo vacuo: el hombre nada sabe, y le llega cuando acerca a

la caliente brasa el pie. Resulta ilustre este dicho, debido no sé a la sabiduría de quién: el mal parece un día bien al hombre cuya mente lleva un dios a la ceguera; brevísimo es ya el tiempo que vive sin ruina.

Sale Creonte de palacio. Aparece Hemón a lo lejos.

CORlFEO

(A Creonte) Pero he aquí a Hemón, el más joven de tus vástagos: ¿viene acaso dolorido por la suerte de Antígona, su prometida, muy condolido al ver frustrada su boda?

CREONTE

Al punto lo sabremos, con más seguridad que los adivinos. (A Hemón) Hijo mío, ¿vienes aquí porque has oído mi última decisión sobre la doncella que a punto estabas de esposar y

quieres mostrar tu furia contra tu padre?, ¿o bien porque, haga yo lo que haga, soy tu amigo?

HEMON

Padre, soy tuyo, y tú derechamente me encaminas con tus benévolos consejos que siempre

he de seguir; ninguna boda puede ser para mí tan estimable que la prefiera a tu buen gobierno.

CREONTE

Y así, hijo mío, has de guardar esto en el pecho: en todo estar tras la opinión paterna; por eso es que los hombres piden engendrar hijos y tenerlos sumisos en su hogar: para que devuelvan al enemigo el mal que les causó y honren, igual que a su padre, a su amigo; el que, en

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Sófocles

93

cambio, siembra hijos inútiles, ¿qué otra cosa podrías decir de él, salvo que se engendró

dolores, motivo además de gran escarnio para sus enemigos? No, hijo, no dejes que se te vaya el conocimiento tras el placer, a causa de una mujer; sabe que compartir el lecho con una mala mujer, tenerla en casa, éstos son abrazos que hielan... Porque, ¿qué puede herir más que un mal hijo? No, despréciala como si se tratara de algo odioso, déjala; que se vaya al Hades a encontrar

otro novio. Y pues que yo la hallé, sola a ella, de entre toda la ciudad, desobedeciendo, no voy a permitir que mis órdenes parezcan falsas a los ciudadanos; no, he de matarla. Y ella, que le vaya con himnos al Zeus que protege a los de la misma sangre. Porque si alimento el desorden entre los de mi sangre, esto constituye una pauta para los extraños. Se sabe quién se porta bien

con su familia según se muestre justo a la ciudad. Yo confiadamente creo que el hombre que en su casa gobierna sin tacha quiere también verse bien gobernado, él, que es capaz en la inclemencia del combate de mantenerse en su sitio, modélico y noble compañero de los de su fila; en cambio, el que, soberbio, a las leyes hace violencia, o piensa en imponerse a los que

manda, éste nunca puede ser quien reciba mis elogios. Aquél que la ciudad ha instituido como jefe, a éste hay que oírle, diga cosas baladíes, ejemplares o todo lo contrario. No hay desgracia mayor que la anarquía: ella destruye las ciudades, conmociona y revuelve las familias; en el

combate, rompe las lanzas y promueve las derrotas. En el lado de los vencedores, es la disciplina lo que salva a muchos. Así pues, hemos de dar nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden, y, en todo caso, nunca dejar que una mujer nos venza; preferible es —si ha de llegar el caso— caer ante un hombre: que no puedan enrostrarnos más débiles que mujeres.

CORIFEO

Si la edad no nos sorbió el entendimiento, nosotros entendemos que hablas con prudencia.

HEMÓN

Padre, el más sublime don, que de todas cuantas riquezas existen dan los dioses al hombre, es la prudencia. Yo no podría ni sabría explicar por qué tus razones no son del todo rectas; sin

embargo, podría una interpretación en otro sentido ser correcta. Tú no has podido constatar lo que por Tebas se dice; lo que se hace o se reprocha. Tu rostro impone respeto al hombre de la calle; sobre todo si ha de dirigírsete con palabras que no te daría gusto escuchar. A mí, en cambio, me es posible oírlas, en la sombra, y son: que la ciudad se lamenta por la suerte de esta

joven que muere de mala muerte, como la más innoble de todas las mujeres, por obras que ha cumplido bien gloriosas. Ella, que no ha querido que su propio hermano, sangrante muerto, desapareciera sin sepultura ni que lo deshicieran ni perros ni aves voraces, ¿no se ha hecho así acreedora de dorados honores? Esta es la oscura petición que en silencio va propagándose.

Padre, para mí no hay bien más preciado que tu felicidad y buena ventura: ¿qué puede ser mejor ornato que la fama creciente de su padre, para un hijo, y qué, para un padre, con respecto a sus hijos? No te habitúes, pues; a pensar de una manera única, absoluta, que lo que

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Antígona

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tú dices —mas no otra cosa—, esto es lo cierto. Los que creen que ellos son los únicos que

piensan o que tienen un modo de hablar o un espíritu como nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al ser descubiertos. Para un hombre, al menos si es prudente, no es nada vergonzoso ni aprender mucho ni no mostrarse en exceso intransigente; mira, en invierno, a la orilla de los torrentes acrecentados por la lluvia invernal, cuántos árboles ceden, para salvar su ramaje; en

cambio, el que se opone sin ceder, éste acaba descuajado. Y así, el que, seguro de sí mismo, la escota de su nave tensa, sin darle juego, hace el resto de su travesía con la bancada al revés, hacia abajo. Por tanto, no me extremes tu rigor y admite el cambio. Porque, si cuadra a mi juventud emitir un juicio, digo que en mucho estimo a un hombre que ha nacido lleno de

ciencia innata, mas, con todo —como a la balanza no le agrada caer por ese lado—, que bueno es tomar consejo de los que bien lo dan.

CORIFEO

Lo que ha dicho a propósito, señor, conviene que lo aprendas. (A Hemón) Y tú igual de él; por ambas partes bien se ha hablado.

CREONTE

Sí, encima, los de mi edad vamos a tener que aprender a pensar según el natural de jóvenes de la edad de éste.

HEMÓN

No, en lo que no sea justo. Pero, si es cierto que soy joven, también lo es que conviene más en las obras fijarse que en la edad.

CREONTE

¡Valiente obra, honrar a los transgresores del orden!

HEMÓN

En todo caso, nunca dije que se debiera honrar a los malvados.

CREONTE

¿Ah no? ¿Acaso no es de maldad que está ella enferma?

HEMÓN

No es eso lo que dicen sus compatriotas tebanos.

CREONTE

Pero, ¿es que me van a decir los ciudadanos lo que he de mandar?

HEMÓN

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Sófocles

95

¿No ves que hablas como un joven inexperto?

CREONTE

¿He de gobernar esta tierra según otros o según mi parecer?

HEMÓN

No puede, una ciudad, ser solamente de un hombre.

CREONTE

La ciudad, pues, ¿no ha de ser de quien la manda?

HEMÓN

A ti, lo que te iría bien es gobernar, tú solo, una tierra desierta.

CREONTE

(Al coro) Está claro: se pone del lado de la mujer.

HEMÓN

Sí, si tú eres mujer, pues por ti miro.

CREONTE

¡Ay, miserable, y que oses procesar a tu padre!

HEMÓN

Porque no puedo dar por justos tus errores.

CREONTE

¿Es, pues, un error que obre de acuerdo con mi mando?

HEMÓN

Sí, porque lo injurias, pisoteando el honor debido a los dioses.

CREONTE

¡Infame, y detrás de una mujer!

HEMÓN

Quizá, pero no podrás decir que me cogiste cediendo a infamias.

CREONTE

En todo caso, lo que dices, todo, es a favor de ella.

HEMÓN

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Antígona

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También a tu favor, y al mío, y a favor de los dioses subterráneos.

CREONTE

Pues nunca te casarás con ella, al menos no estando viva.

HEMÓN

Sí, morirá, pero su muerte ha de ser la ruina de alguien.

CREONTE

¿Con amenazas me vienes ahora, atrevido?

HEMÓN

Razonar contra argumentos vacíos; en ello, ¿que amenaza puede haber?

CREONTE

Querer enjuiciarme ha de costarte lágrimas: tú, que tienes vacío el juicio.

HEMÓN

Si no fueras mi padre, diría que eres tú el que no tiene juicio.

CREONTE

No me fatigues más con tus palabras, tú, juguete de una mujer.

HEMÓN

Hablar y hablar, y sin oír a nadie: ¿es esto lo que quieres?

CREONTE

¿Con que sí, eh? Por este Olimpo, entérate de que no añadirás a tu alegría el insultarme, después de tus reproches. (A unos esclavos) Traedme a aquella odiosa mujer para que aquí y al

punto, ante sus ojos, presente su novio, muera.

HEMÓN

Eso sí que no: no en mi presencia; ni se te ocurra pensarlo, que ni ella morirá a mi lado ni tú

podrás nunca más, con tus ojos, ver mi rostro ante ti. Quédese esto para aquellos de los tuyos que sean cómplices de tu locura.

Sale Hemón, corriendo.

CORIFEO

El joven se ha ido bruscamente, señor, lleno de cólera, y el dolor apesadumbra mentes tan jóvenes.

Page 97: Antología de Ética

Sófocles

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CREONTE

Dejadle hacer: que se vaya y se crea más que un hombre; lo cierto es que a estas dos muchachas no las separará de su destino.

CORIFEO

¿Cómo? Así pues, ¿piensas matarlas a las dos?

CREONTE

No a la que no tuvo parte, dices bien.

CORIFEO

Y, a Antígona, ¿qué clase de muerte piensas darle?

CREONTE

La llevaré a un lugar que no conozca la pisada del hombre y, viva, la enterraré en un subterráneo de piedra, poniéndole comida, solo la que baste para la expiación, a fin de que la ciudad quede sin mancha de sangre, enteramente. Y allí, que vaya con súplicas a Hades, el

único dios que venera: quizá logre salvarse de la muerte. O quizá, aunque sea entonces, pueda darse cuenta de que es trabajo superfluo, respetar a un muerto.

Entra Creonte en palacio.

CORO

Eros invencible en el combate, que te ensañas como en medio de reses, que pasas la noche en las blandas mejillas de una jovencita y frecuentas, cuando no el mar, rústicas cabañas. Nadie puede escapar de ti, ni aun los dioses inmortales; ni tampoco ningún hombre, de los que un día

vivimos; pero tenerte a ti enloquece. Tú vuelves injustos a los justos y los lanzas a la ruina; tú, que, entre hombres de la misma sangre, también esta discordia has promovido, y vences el encanto que brilla en los ojos de la novia al lecho prometida. Tú, asociado a las sagradas leyes que rigen el mundo; va haciendo su juego, sin lucha, la divina Afrodita.

CORIFEO

Y ahora ya hasta yo me siento arrastrado a rebelarme contra leyes sagradas, al ver esto, y ya

no puedo detener un manantial de lágrimas cuando la veo a ella, a Antígona, que a su tálamo va, pero de muerte.

Aparece Antígona entre dos esclavos de Creonte, con las manos atadas a la espalda.

ANTÍGONA

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Antígona

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Miradme, ciudadanos de la tierra paterna, que mi último camino recorro, que el esplendor

del sol por última vez miro: ya nunca más; Hades, que todo lo adormece, viva me recibe en la playa de Aqueronte, sin haber tenido mi parte en himeneos, sin que me haya celebrado ningún himno, a la puerta nupcial... No. Con Aqueronte, voy a casarme.

CORÍFEO

Ilustre y alabada te marchas al antro de los muertos, y no porque mortal enfermedad te haya golpeado, ni porque tu suerte haya sido morir a espada. Al contrario, por tu propia decisión, fiel a tus leyes, en vida y sola, desciendes entre los muertos al Hades.

ANTÍGONA

He oído hablar de la suerte tristísima de Níobe, la extranjera frigia, hija de Tántalo, en la

cumbre del Sípilo, vencida por la piedra que allí brotó, tenazmente agarrada como hiedra. Y allí se consume, sin que nunca la dejen —así es fama entre los hombres— ni la lluvia ni el frío, y sus cejas, ya piedra, siempre destilando, humedecen sus mejillas. Igual, igual que ella, me adormece a mí el destino.

CORÍFEO

Pero ella era una diosa, de divino linaje, y nosotros mortales y de linaje mortal. Pero, con

todo, cuando estés muerta ha de oírse un gran rumor: que tú, viva y después, una vez muerta, tuviste tu sitio entre los héroes próximos a los dioses.

ANTÍGONA

¡Ay de mí, escarnecida! ¿Por qué, por los dioses paternos, no esperas a mi muerte y, en vida aún, me insultas? ¡Ay, patria! ¡Ay, opulentos varones de mi patria! ¡Ay, fuentes de Diroe! ¡Ay, recinto sagrado de Tebas, rica en carros! También a vosotros, con todo, os tomo como testigos de cómo muero sin que me acompañe el duelo de mis amigos, de por qué leyes voy a un

túmulo de piedras que me encierre, tumba hasta hoy nunca vista. Ay de mí, mísera, que, muerta, no podré ni vivir entre los muertos; ni entre los vivos.

CORÍFEO

Superando a todos en valor, con creces, te acercaste sonriente hasta tocar el sitial elevado de Dike, hija. Tú cargas con la culpa de algún cargo paterno.

ANTÍGONA

Has tocado en mí un dolor que me abate: el hado de mi padre, tres veces renovado como la tierra tres veces arada; el destino de nuestro linaje todo de los ínclitos Lablácidas. ¡Ay, ceguera

del lecho de mi madre, matrimonio de mi madre desgraciada con mi padre que ella misma había parido! De tales padres yo, infortunada, he nacido. Y ahora voy, maldecida, sin casar, a

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Sófocles

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compartir en otros sitios su morada. ¡Ay, hermano, qué desgraciadas bodas obtuviste: tú,

muerto, mi vida arruinaste hasta la muerte!

CORÍFEO

Ser piadoso es, sí, piedad, pero el poder, para quien lo tiene a su cargo, no es, en modo

alguno, transgredible: tu carácter, qué bien sabías, te perdió.

ANTÍGONA

Sin que nadie me llore, sin amigos, sin himeneo, desgraciada, me llevan por camino ineludible. Ya no podré ver, infortunada, este rostro sagrado del sol, nunca más. Y mi destino quedará sin llorar, sin un amigo que gima.

CREONTE

(Ha saltado del palacio y se encara con los esdavos que llevan a Antígona) ¿No os dais cuenta de que, si la dejarais hablar, nunca cesaría en sus lamentaciones y en sus quejas? Lleváosla, pues, y cuando la hayáis cubierto en un sepulcro con bóveda, como os he dicho,

dejadla sola, desvalida; si ha de morir, que muera, y, si no, que haga vida de tumba en la casa de muerte que os he dicho. Porque nosotros, en lo que concierne a esta joven, quedaremos así puros, pero ella será así privada de vivir entre los vivos.

ANTÍGONA

¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya

Perséfona, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la última y la más miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que el destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi

mano los lavé, yo los arreglé sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado

consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré

a ti más que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿y cuál? ¿De qué puede

servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi

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Antígona

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piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es válido para los dioses, entonces yo, que

de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.

CORIFEO

Los mismos vientos impulsivos dominan aún su alma.

CREONTE

Por eso los que la llevan pagarán cara su demora.

CORIFEO

Ay de mí, tus palabras me dicen que la muerte está muy cerca.

CREONTE

Y te aconsejo que en lo absoluto confíes en que para ella no se ha de cumplir esto

cabalmente.

Los esclavos empujan a Antígona y ella cede, lentamente, mientras va hablando.

ANTÍGONA

¡Oh tierra tebana, ciudad de mis padres! ¡Oh dioses de mi estirpe! Ya se me llevan, sin

demora; miradme, ciudadanos principales de Tebas: a mí, a la única hija de los reyes que queda; mirad qué he de sufrir, y por obra de qué hombres. Y todo, por haber respetado la piedad.

Salen Antígona y los que la llevan.

CORO

También Dánae tuvo que cambiar la celeste luz por una cárcel con puerta de bronce: allí encerrada, fue uncida al yugo de un tálamo funeral. Y sin embargo, también era — ¡ay, Antígona!— hija de ilustre familia, y guardaba además la semilla de Zeus a ella descendida como lluvia de oro. Pero es implacable la fuerza del destino. Ni la felicidad, ni la guerra, ni una

torre, ni negras naves al azote del mar sometidas, pueden eludirlo. Fue uncido también el irascible hijo de Drías, el rey de los edonos; por su cólera mordaz, Dioniso le sometió, como en coraza, a una prisión de piedra; así va consumiéndose el terrible, desatado furor de su

locura. Él sí ha conocido al dios que con su mordaz lengua de locura había tocado, cuando quería apaciguar a las mujeres que el dios poseía y detener el fuego báquico; cuando irritaba a las Musas que se gozan en la flauta. Junto a las oscuras Simplégades, cerca de los dos mares, he aquí la ribera del Bósforo y la costa del tracio Salmideso, la ciudad a cuyas puertas Ares vio

cómo de una salvaje esposa recibían maldita herida de ceguera los dos hijos de Fineo, ceguera que pide venganza en las cuencas de los ojos que manos sangrientas reventaron con puntas de

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lanzadera. Consumiéndose, los pobres, su deplorable pena lloraban, ellos, los hijos de una

madre tan mal maridada; aunque por su cuna remontara a los antiguos Erectidas, a ella que fue criada en grutas apartadas, al azar de los vientos paternos, hija de un dios, Boréada, veloz como un corcel sobre escarpadas colinas, también a ella mostraron su fuerza las Moiras, hija mía.

Ciego y muy anciano, guiado por un lazarillo, aparece, corriendo casi, Tiresias.

TIRESIAS

Soberanos de Tebas, aquí llegamos dos que el común camino mirábamos con los ojos de solo uno: esta forma de andar, con un guía, es, en efecto, la que cuadra a los ciegos.

CREONTE

¿Qué hay de nuevo, anciano Tiresias?

TlRESlAS.

Ya te lo explicaré, y cree lo que te diga el adivino.

CREONTE

Nunca me aparté de tu consejo, hasta hoy al menos.

TlRESlAS

Por ello rectamente has dirigido la nave del estado.

CREONTE

Mi experiencia puede atestiguar que tu ayuda me ha sido provechosa.

TlRESlAS

Pues bien, piensa ahora que has llegado a un momento crucial de tu destino.

CREONTE

¿Qué pasa? Tus palabras me hacen temblar.

TlRESlAS

Lo sabrás, al oír las señales que sé por mi arte; estaba yo sentado en el lugar en donde, desde antiguo, inspecciono las aves, lugar de reunión de toda clase de pájaros, y he aquí que oigo un

hasta entonces nunca oído rumor de aves: frenéticos, crueles gritos ininteligibles. Me di cuenta que unos a otros, con garras homicidas, se herían: esto fue lo que deduje de sus estrepitosas alas; al punto, amedrentarlo, tanteé con una víctima en las encendidas aras, pero Hefesto no elevaba la llama; al contrario, la grasa de los muslos caía gota a gota sobre la ceniza y se

consumía, humeante y crujiente; las hieles esparcían por el aire su hedor; los muslos se quemaron, se derritió la grasa que los cubre. Todo esto —presagios negados, delitos que no

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ofrecen señales— lo supe por este muchacho: él es mi guía, como yo lo soy de otros. Pues

bien, es el caso que la ciudad está enferma de estos males por tu voluntad, porque nuestras aras y nuestros hogares están llenos, todos, de la comida que pájaros y perros han hallado en el desgraciado hijo de Edipo caído en el combate. Y los dioses ya no aceptan las súplicas que acompañan al sacrificio y los muslos no llamean. Ni un pájaro ya deja ir una sola serial al gritar

estrepitoso, aciados como están en sangre y grosura humana. Recapacita, pues, en todo eso, hijo. Cosa común es, sí, equivocarse, entre los hombres, pero, cuando uno yerra, el que no es imprudente ni infeliz, caído en el mal, no se está quieto e intenta levantarse; el orgullo un castigo comporta, la necedad. Cede, pues, al muerto, no te ensañes en quien tuvo ya su fin:

¿qué clase de proeza es rematar a un muerto? Pensando en tu bien te digo que cosa dulce es aprender de quien bien te aconseja en tu provecho.

CREONTE

Todos, anciano, como arqueros que buscan el blanco, buscáis con vuestras flechas a este hombre (se señala a sí mismo) ni vosotros, los adivinos, dejáis de atacarme con vuestra arte: hace ya tiempo que los de tu familia me vendisteis como una mercancía. Allá con vuestras

riquezas: comprad todo el oro blanco de Sardes y el oro de la India. Pero a él no lo veréis enterrado ni si las águilas de Zeus quieren su pasto hacerle y lo arrebatan hasta el trono de Zeus; ni así os permitiré enterrarlo, que esta profanación no me da miedo; no, que bien sé yo que ningún hombre puede manchar a los dioses. En cuanto a ti, anciano Tiresias, hasta los más

hábiles hombres caen, e ignominiosa es su caída cuando en bello ropaje ocultan infames palabras para servir a su avaricia.

TlRESlAS

Ay, ¿hay algún hombre que sepa, que pueda decir?...

CREONTE

¿Qué? ¿Con qué máxima, de todas sabida, vendrás ahora?

TlRESlAS

...¿en qué medida la mayor riqueza es tener juicio?

CREONTE

En la medida justa, me parece, en que el mal mayor es no tenerlo.

TlRESlAS

Y, sin embargo, tú naciste de esta enfermedad cabal enfermo.

CREONTE

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No quiero responder con injurias al adivino.

TlRESIAS

Con ellas me respondes cuando dices que lo que vaticino no es cierto.

CREONTE

Sucede que la familia toda de los adivinos es muy amante del dinero.

TIRESlAS

Y que gusta la de los tiranos de riquezas mal ganadas.

CREONTE

¿Te das cuenta de que lo que dices lo dices a tus jefes?

TlRESIAS

SÍ, me doy cuenta, porque si mantienes a salvo la ciudad, a mí lo debes.

CREONTE

Tú eres un sagaz agorero, pero te gusta la injusticia.

TlRESIAS

Me obligarás a decir lo que ni el pensamiento debe mover.

CREONTE

Pues muévelo, con tal de que no hables por amor de tu interés.

TlRESIAS

Por la parte que te toca, creo que así será.

CREONTE

Bien, pero has de saber que mis decisiones no pueden comprare.

TIRESlAS

Bien está, pero sepas tú, a tu vez, que no vas a dar muchas vueltas, émulo del sol, sin que, de tus propias entrañas, des un muerto, en compensación por los muertos que tú has enviado allí abajo, desde aquí arriba, y por la vida que indecorosamente has encerrado en una tumba,

mientras tienes aquí a un muerto que es de los dioses subterráneos, y al que privas de su derecho, de ofrendas y de piadosos ritos. Nada de esto es de tu incumbencia, ni de la de los celestes dioses; esto es violencia que tú les haces. Por ello, destructoras, vengativas, te acechan ya las divinas, mortíferas Erinis, para cogerte en tus propios crímenes. Y ve reflexionando, a

ver si hablo por dinero, que, dentro no de mucho tiempo, se oirán en tu casa gemidos de

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Antígona

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hombres y de mujeres, y se agitarán de enemistad las ciudades todas, los despojos de cuyos

caudillos hayan llegado a ellas —impuro hedor— llevadas por perros o por fieras o por alguna alada ave que los hubiera devorado. Porque me has azuzado, he aquí los dardos que te mando, arquero, seguros contra tu corazón; no podrás, no, eludir el ardiente dolor que han de causarte. (Al muchacho que le sirve de guía) Llévame a casa, hijo, que desahogue éste su cólera contra

gente más joven y que aprenda a alimentar su lengua con más calma y a pensar mejor de lo que ahora piensa.

Sale Tiresias con el lazarillo.

CORIFEO

Se ha ido, señor, dejándonos terribles vaticinios. Y sabemos —desde que estos cabellos, negros antes, se vuelven ya blancos— que nunca ha predicho a la ciudad nada que no fuera cierto.

CREONTE.

También yo lo sé y tiembla mi espíritu; porque es terrible, sí, ceder, pero también lo es resistir en un furor que acabe chocando con un castigo enviado por los dioses.

CORIFEO

Conviene que reflexiones con tiento, hijo de Meneceo.

CREONTE

¿Qué he de hacer? Habla, que estoy dispuesto a obedecerte.

CORIFEO

Venga, pues: saca a Antígona de su subterránea morada, y al muerto que yace abandonado levántale una tumba.

CREONTE

¿Esto me aconsejas? ¿Debo, pues, ceder, según tú?

CORIFEO

Sí, y lo antes posible, señor. A los que perseveran en errados pensamientos les cortan el camino los daños que, veloces, mandan los dioses.

CREONTE

Ay de mí: a duras penas cambio de idea sobre lo que he de hacer; no hay forma de luchar contra lo que es forzoso.

CORIFEO

Page 105: Antología de Ética

Sófocles

105

Ve pues, y hazlo; no confíes en otros.

CREONTE

Me voy, sí, de inmediato. Va, venga, siervos, los que estáis aquí y los que no estáis, rápido, proveeros de palas y subid a aquel lugar que se ve allí arriba. En cuanto a mí, pues así he

cambiado de opinión, lo que yo mismo ate, quiero yo al presente desatar, porque me temo que lo mejor no sea pasar toda la vida en la observancia de las leyes instituidas.

CORO

Dios de múltiples advocaciones, orgullo de tu esposa cadmea, hijo de Zeus de profundo tronar, tú que circundas de viñedos Italia y reinas en la falda, común a todos, de Deo en Eleusis, oh tú, Baco, que habitas la ciudad madre de las bacantes, Tebas, junto a las húmedas

corrientes del Ismeno y sobre la siembra del feroz dragón. A ti te ha visto el humo, radiante como el relámpago, sobre la bicúspide peña, allí donde van y vienen las ninfas coricias, tus bacantes, y te ha visto la fuente de Castalia. Te envían las lomas frondosas de hiedra y las cumbres abundantemente orilladas de viñedos de los monjes de Nisa, cuando visitas las calles

de Tebas, la ciudad que, entre todas, tú honras como suprema, tú y Semele, tu madre herida por el rayo. Y ahora, que la ciudad entera está poseída por violento inal, acude, atraviesa con tu pie, que purifica cuanto toca, o la pendiente del Parnaso o el Euripo, ruidoso estrecho o, tú, que diriges la danza de los astros que exhalan fuego, que presides nocturnos clamores, hijo,

estirpe de Zeus, muéstrate ahora, señor, con las tíadas que son tu comitiva, ellas que en torno a ti, enloquecidas danzan toda la noche, llamándote Yacco, el dispensador.

MENSAJERO

Vecinos del palacio que fundaron Cadmo y Anfión, yo no podría decir de un hombre, durante su vida, que es digno de alabanza o de reproche; no, no es posible, porque el azar levanta y el azar abate al afortunado y al desafortunado, sin pausa. Nadie puede hacer de

adivino porque nada hay fijo para los mortales. Por ejemplo Creonte —me parece— era digno de envidia: había salvado de sus enemigos a esta tierra de Cadmo, se había hecho con todo el poder, sacaba adelante la ciudad y florecía en la noble siembra de sus hijos. Pero, de todo esto, ahora nada queda; porque, si un hombre ha de renunciar a lo que era su alegría, a éste no le

tengo por vivo: como un muerto en vida, al contrario, me parece. Sí, que acreciente su heredad, si le place, y a lo grande, y que viva con la dignidad de un tirano; pero, si esto ha de ser sin alegría, todo junto yo no lo compraba ni al precio de la sombra del humo, si ha de ser

sin comento.

Se abre la puerta de palacio e, inadvertida por los de la escena, aparece Eurídice, esposa de Creonte, con

unas doncellas.

CORIFEO

Page 106: Antología de Ética

Antígona

106

¿Cuál es este infortunio de los reyes que vienes a traernos?

MENSAJERO

Murieron. Y los responsables de estas muertes son los vivos.

CORIFEO

¿Quién mató y quién es el muerto? Habla.

MENSAJERO

Hemón ha perecido, y él de su propia mano ha vertido su sangre.

CORIFEO

¿Por mano de su padre o por la suya propia?

MENSAJERO

El mismo y por su misma mano: irritada protesta contra el asesinato perpetrado por su padre.

Desaparecen tras la puerta Eurídice y las doncellas.

CORIFEO

¡Oh adivino, cuán de cabal adivino fueron tus palabras!

MENSAJERO

Pues esto es así, y podéis ir pensando en lo otro.

Tras un breve silencio, reaparece Eurídice que baja hasta la mitad de la escalinata y luego se acerca hasta

ellos para oír el discurso del mensajero.

CORIFEO

Ahora veo a la infeliz Eurídice, la esposa de Creonte, que sale de palacio, quizá para mostrar su duelo por su hijo o acaso por azar.

EURÍDICE

Algo ha llegado a mí de lo que hablabais, ciudadanos aquí reunidos, cuando estaba para salir con ánimo de llevarle mis votos a la diosa Palas; estaba justo tanteando la cerradura de la puerta, para abrirla, y me ha venido al oído el rumor de un mal para mi casa; he caído de

espaldas en brazos de mis esclavas y he quedado inconsciente; sea la noticia la que sea, repetídmela: no estoy poco avezada al infortunio y sabré oírla.

MENSAJERO

Page 107: Antología de Ética

Sófocles

107

Yo estuve allí presente, respetada señora, y te diré la verdad sin omitir palabra; total, ¿para

qué ablandar una noticia, si luego he de quedar como embustero? La verdad es siempre el camino más recto. Yo he acompañado como guía a tu marido hacia lo alto del llano, donde yacía aún sin piedad, destrozo causado por los perros, el cadáver de Polinices. Hemos hecho una súplica a la diosa de los caminos y a Plutón, para que nos fueran benévolos y detuvieran

sus iras; le hemos dado un baño purificador, hemos cogido ramas de olivo y quemado lo que de él quedaba; hemos amontonado tierra patria hasta hacerle un túmulo bien alto. Luego nos encaminamos a donde tiene la muchacha su tálamo nupcial, lecho de piedra y cueva de Hades. Alguien ha oído ya, desde lejos, voces, agudos lamentos, en torno a la tumba a la que faltaron

fúnebres honras, y se acerca a nuestro amo Creonte para hacérselo notar; éste, conforme se va acercando, más le llega confuso rumor de quejumbrosa voz; gime y, entre sollozos, dice estas palabras: "Ay de mí, desgraciado, ¿soy acaso adivino? ¿Por ventura recorro el más aciago camino de cuantos recorrí en mi vida? Es de mi hijo esta voz que me acoge. Venga, servidores,

veloces, corred, plantaros en la tumba, retirad una piedra, meteros en el túmulo por la abertura, hasta la boca misma de la cueva y atención: fijaros bien si la voz que escucho es la de Hemón o si se trata de un engaño que los dioses me envían." Nosotros, en cumplimiento de lo que

nuestro desalentado jefe nos mandaba, miramos, y al fondo de la caverna, la vimos a ella colgada por el cuello, ahogada por el lazo de hilo hecho de su fino velo, y a él caído a su vera, abrazándola por la cintura, llorando la pérdida de su novia, ya muerta, el crimen de su padre y su amor desgraciado. Cuando Creonte le ve, lamentables son sus quejas: se acerca a él y le

llama con quejidos de dolor: "Infeliz, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendes? ¿Qué desgracia te ha privado de razón? Sal, hijo, sal; te lo ruego, suplicante." Pero su hijo le miró de arriba a abajo con ojos terribles, le escupió en el rostro, sin responderle, y desenvainó su espada de doble filo. Su padre, de un salto, esquiva el golpe: él falla, vuelve su ira entonces contra sí mismo, el

desgraciado; como va, se inclina, rígido, sobre la espada y hasta la mitad la clava en sus costillas; aún en sus cabales, sin fuerza ya en su brazo, se abraza a la muchacha; exhala súbito golpe de sangre y ensangrentada deja la blanca mejilla de la joven; allí queda, cadáver al lado de un cadáver; que al final, mísero, logró su boda, pero ya en el Hades: ejemplo para los mortales

de hasta qué punto el peor mal del hombre es la irreflexión.

Sin decir palabra, sube Eurídice las escaleras y entra en palacio.

CORIFEO

¿Por qué tenías que contarlo todo tan exacto? La reina se ha marchado sin decir palabra, ni para bien ni para mal.

MENSAJERO

También yo me he extrañado, pero me alimento en la esperanza de que, habiendo oído la triste suerte de su hijo, no haya creído digno llorar ante el pueblo: allí dentro, en su casa,

Page 108: Antología de Ética

Antígona

108

mandará a las esclavas que organicen el duelo en la intimidad. No le falta juicio, no, y no hará

nada mal hecho.

CORIFEO

No sé: a mí el silencio así, en demasía, me parece un exceso gravoso, tanto como el griterío

en balde.

MENSAJERO

Sí, vamos, y, en entrando, sabremos si esconde en su animoso corazón algún resuelto designio; porque tú llevas razón: en tan silencioso reaccionar hay algo grave.

Entra en palacio. Al poco, aparece Creonte con su séquito, demudado el semblante, y llevando en brazos el

cadáver de su hijo.

CORIFEO

Mirad, he aquí al rey que llega con un insigne monumento en sus brazos, no debido a ceguera de otros, sino a su propia falta.

CREONTE

Ió, vosotros que veis, en un mismo linaje, asesinos y víctimas: mi obstinada razón que no razona, ¡oh errores fatales! ¡Ay, mis órdenes, que desventura! Ió, hijo mío, en tu juventud —

¡prematuro destino, ay ay, ay ay!— has muerto, te has marchado, por mis desatinos, que no por los tuyos.

CORIFEO

¡Ay, que muy tarde me parece que has visto lo justo!

CREONTE.

¡Ay, mísero de mí! ¡Sí, ya he aprendido! Sobre mi cabeza —pesada carga— un dios ahora mismo se ha dejado caer, ahora mismo, y por caminos de violencia me ha lanzado, batiendo, aplastando con sus pies lo que era mi alegría, ¡Ay, ay! ¡ló, esfuerzos, desgraciados esfuerzos de los hombres!

MENSAJERO

(Sale ahora de palacio) Señor, la que sostienes en tus brazos es pena que ya tienes, pero otra tendrás entrando en tu casa; me parece que al punto la verás.

CREONTE

¿Cómo? ¿Puede haber todavía un mal peor que éstos?

MENSAJERO

Page 109: Antología de Ética

Sófocles

109

Tu mujer, cabal madre de este muerto (señalando a Hemón), se ha matado: recientes aún las

heridas que se ha hecho, desgraciada.

CREONTE

Ió, Ió, puerto infernal que purificación alguna logró aplacar, ¿por qué me quieres, por qué

quieres matarme? (Al mensajero) Tú, que me has traído tan malas, penosas noticias, ¿cómo es esto que cuentas? ¡Ay, ay, muerto ya estaba y me rematas! ¿Qué dices, muchacho, qué dices de una nueva víctima? Víctima —ay, ay, ay, ay— que se suma a este azote de muertes: ¿mi mujer yace muerta?

Unos esclavos sacan de palacio el cadáver de Eurídice.

CORIFEO

Tú mismo puedes verla: ya no es ningún secreto.

CREONTE

Ay de mí, infortunado, que veo cómo un nuevo mal viene a sumarse a este: ¿qué, pues? ¿Qué destino me aguarda? Tengo en mis brazos a mi hijo que acaba de morir, mísero de mí, y

ante mi veo a otro muerto. ¡Ay, ay, lamentable suerte, ay, del hijo y de la madre!

MENSAJERO

Ella, de afilado filo herida, sentada al pie del altar doméstico, ha dejado que se desate la oscuridad en sus ojos tras llorar la suerte ilustre del que antes murió, Meneceo, y la de Hemón, y tras implorar toda suerte de infortunios para el asesino de sus hijos.

CREONTE

¡Ay, ay! ¡Ay, ay, que me siento transportado por el pavor! ¿No viene nadie a herirme con una espada de doble filo, de frente? ¡Mísero de mí, ay ay, a que mi será desventura estoy unido!

MENSAJERO

Según esta muerta que aquí está, el culpable de una y otra muerte eras tú.

CREONTE

Y, ella ¿de qué modo se abandonó a la muerte?

MENSAJERO

Ella misma, con su propia mano, se golpeó en el pecho así que se enteró del tan lamentable infortunio de su hijo.

CREONTE

Page 110: Antología de Ética

Antígona

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¡Ay! ¡Ay de mí! De todo, la culpa es mía y nunca podrá corresponder a ningún otro hombre.

Sí, yo, yo la maté, yo, infortunado. Y digo la verdad. ¡Ió! Llevadme, servidores, lo más rápido posible, moved los pies, sacadme de aquí: a mí, que ya no soy más que quien es nada.

CORIFEO

Esto que pides te será provechoso, si puede haber algo provechoso entre estos males. Las desgracias que uno tiene que afrontar, cuanto más brevemente mejor.

CREONTE

¡Que venga, que venga, que aparezca, de entre mis días, el último, el que me lleve a mi postrer destino! ¡Que venga, que venga! Así podré no ver ya un nuevo día.

CORIFEO

Esto llegará a su tiempo, pero ahora, con actos conviene afrontar lo presente: del futuro ya se cuidan los que han de cuidarse de él.

CREONTE

Todo lo que deseo está contenido en mi plegaria.

CORIFEO

Ahora no hagas plegarias. No hay hombre que pueda eludir lo que el destino le ha fijado.

CREONTE.

(A sus servidores) Va, moved los pies, llevaos de aquí a este fatuo (por él mismo). (Imprecando a los dos cadáveres) Hijo mío, yo sin quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de mí... Ya no sé ni a cuál de los dos inclinarme a mirar. Todo aquello en que

pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien lleve a buen puerto.

Sacan los esclavos a Creonte, abatido, en brazos. Queda en la escena sólo con el coro; mientras desfila, recita

el final Corifeo.

CORIFEO

Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad. Y, en lo debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz. No. Las palabras hinchadas por el orgullo comportan, para los orgullosos, los mayores golpes; ellas, con la vejez, enseñan a tener prudencia.

Page 111: Antología de Ética

111

SUMA DE TEOLOGÍA, I-II, Q. 94

Tomás de Aquino

ARTICLE 2

I answer that, As stated above (Q[91], A[3]), the precepts of the natural law are to the practical reason, what the first principles of demonstrations are to the speculative reason;

because both are self-evident principles. Now a thing is said to be self-evident in two ways: first, in itself; secondly, in relation to us. Any proposition is said to be self-evident in itself, if its predicate is contained in the notion of the subject: although, to one who knows not the definition of the subject, it happens that such a proposition is not self-evident. For instance,

this proposition, "Man is a rational being," is, in its very nature, self-evident, since who says "man," says "a rational being": and yet to one who knows not what a man is, this proposition is not self-evident. Hence it is that, as Boethius says (De Hebdom.), certain axioms or propositions are universally self-evident to all; and such are those propositions whose terms are known to

all, as, "Every whole is greater than its part," and, "Things equal to one and the same are equal to one another." But some propositions are self-evident only to the wise, who understand the meaning of the terms of such propositions: thus to one who understands that an angel is not a body, it is self-evident that an angel is not circumscriptively in a place: but this is not evident to

the unlearned, for they cannot grasp it.

Now a certain order is to be found in those things that are apprehended universally. For that which, before aught else, falls under apprehension, is "being," the notion of which is included in all things whatsoever a man apprehends. Wherefore the first indemonstrable principle is that "the same thing cannot be affirmed and denied at the same time," which is

based on the notion of "being" and "not-being": and on this principle all others are based, as is stated in Metaph. iv, text. 9. Now as "being" is the first thing that falls under the apprehension simply, so "good" is the first thing that falls under the apprehension of the practical reason,

which is directed to action: since every agent acts for an end under the aspect of good. Consequently the first principle of practical reason is one founded on the notion of good, viz. that "good is that which all things seek after." Hence this is the first precept of law, that "good is to be done and pursued, and evil is to be avoided." All other precepts of the natural law are

based upon this: so that whatever the practical reason naturally apprehends as man's good (or evil) belongs to the precepts of the natural law as something to be done or avoided.

Page 112: Antología de Ética

Suma de teología

112

Since, however, good has the nature of an end, and evil, the nature of a contrary, hence it is

that all those things to which man has a natural inclination, are naturally apprehended by reason as being good, and consequently as objects of pursuit, and their contraries as evil, and objects of avoidance. Wherefore according to the order of natural inclinations, is the order of the precepts of the natural law. Because in man there is first of all an inclination to good in

accordance with the nature which he has in common with all substances: inasmuch as every substance seeks the preservation of its own being, according to its nature: and by reason of this inclination, whatever is a means of preserving human life, and of warding off its obstacles, belongs to the natural law. Secondly, there is in man an inclination to things that pertain to him

more specially, according to that nature which he has in common with other animals: and in virtue of this inclination, those things are said to belong to the natural law, "which nature has taught to all animals" [*Pandect. Just. I, tit. i], such as sexual intercourse, education of offspring and so forth. Thirdly, there is in man an inclination to good, according to the nature of his

reason, which nature is proper to him: thus man has a natural inclination to know the truth about God, and to live in society: and in this respect, whatever pertains to this inclination belongs to the natural law; for instance, to shun ignorance, to avoid offending those among

whom one has to live, and other such things regarding the above inclination.

ARTICLE 4

As stated above (AA[2],3), to the natural law belongs those things to which a man is

inclined naturally: and among these it is proper to man to be inclined to act according to reason. Now the process of reason is from the common to the proper, as stated in Phys. i. The speculative reason, however, is differently situated in this matter, from the practical reason. For, since the speculative reason is busied chiefly with the necessary things, which cannot be

otherwise than they are, its proper conclusions, like the universal principles, contain the truth without fail. The practical reason, on the other hand, is busied with contingent matters, about which human actions are concerned: and consequently, although there is necessity in the general principles, the more we descend to matters of detail, the more frequently we encounter

defects. Accordingly then in speculative matters truth is the same in all men, both as to principles and as to conclusions: although the truth is not known to all as regards the conclusions, but only as regards the principles which are called common notions. But in

matters of action, truth or practical rectitude is not the same for all, as to matters of detail, but only as to the general principles: and where there is the same rectitude in matters of detail, it is not equally known to all.

Page 113: Antología de Ética

Tomás de Aquino

113

It is therefore evident that, as regards the general principles whether of speculative or of

practical reason, truth or rectitude is the same for all, and is equally known by all. As to the proper conclusions of the speculative reason, the truth is the same for all, but is not equally known to all: thus it is true for all that the three angles of a triangle are together equal to two right angles, although it is not known to all. But as to the proper conclusions of the practical

reason, neither is the truth or rectitude the same for all, nor, where it is the same, is it equally known by all. Thus it is right and true for all to act according to reason: and from this principle it follows as a proper conclusion, that goods entrusted to another should be restored to their owner. Now this is true for the majority of cases: but it may happen in a particular case that it

would be injurious, and therefore unreasonable, to restore goods held in trust; for instance, if they are claimed for the purpose of fighting against one's country. And this principle will be found to fail the more, according as we descend further into detail, e.g. if one were to say that goods held in trust should be restored with such and such a guarantee, or in such and such a

way; because the greater the number of conditions added, the greater the number of ways in which the principle may fail, so that it be not right to restore or not to restore.

Consequently we must say that the natural law, as to general principles, is the same for all, both as to rectitude and as to knowledge. But as to certain matters of detail, which are conclusions, as it were, of those general principles, it is the same for all in the majority of cases,

both as to rectitude and as to knowledge; and yet in some few cases it may fail, both as to rectitude, by reason of certain obstacles (just as natures subject to generation and corruption fail in some few cases on account of some obstacle), and as to knowledge, since in some the

reason is perverted by passion, or evil habit, or an evil disposition of nature; thus formerly, theft, although it is expressly contrary to the natural law, was not considered wrong among the Germans, as Julius Caesar relates (De Bello Gall. vi).

ARTICLE 5

A change in the natural law may be understood in two ways. First, by way of addition. In this sense nothing hinders the natural law from being changed: since many things for the benefit of human life have been added over and above the natural law, both by the Divine law

and by human laws.

Secondly, a change in the natural law may be understood by way of subtraction, so that what previously was according to the natural law, ceases to be so. In this sense, the natural law is altogether unchangeable in its first principles: but in its secondary principles, which, as we have said (A[4]), are certain detailed proximate conclusions drawn from the first principles, the

natural law is not changed so that what it prescribes be not right in most cases. But it may be

Page 114: Antología de Ética

Suma de teología

114

changed in some particular cases of rare occurrence, through some special causes hindering the

observance of such precepts, as stated above (A[4]).

ARTICLE 6

I answer that, As stated above (AA[4],5), there belong to the natural law, first, certain most

general precepts, that are known to all; and secondly, certain secondary and more detailed precepts, which are, as it were, conclusions following closely from first principles. As to those general principles, the natural law, in the abstract, can nowise be blotted out from men's hearts. But it is blotted out in the case of a particular action, in so far as reason is hindered from

applying the general principle to a particular point of practice, on account of concupiscence or some other passion, as stated above (Q[77], A[2]).

But as to the other, i.e. the secondary precepts, the natural law can be blotted out from the human heart, either by evil persuasions, just as in speculative matters errors occur in respect of necessary conclusions; or by vicious customs and corrupt habits, as among some men, theft,

and even unnatural vices, as the Apostle states (Rom. i), were not esteemed sinful.

Page 115: Antología de Ética

Immanuel Kant

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III. II. LA CONCIENCIA

Page 116: Antología de Ética

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LECCIONES DE ÉTICA

Immanuel Kant

La conciencia moral es un instinto: el de guiarse (richten) a uno mismo de acuerdo con leyes

morales. 6 No es una mera facultad, sino un instinto, y no un instinto para juzgar sobre uno mismo, sino para guiarse. Tenemos una facultad para juzgar por y sobre nosotros mismos de acuerdo con leyes morales. Pero de esa facultad podemos hacer un uso caprichoso. La conciencia, por el contrario, tiene una fuerza compulsiva que, aun en contra de nuestra voluntad, nos hace comparecer ante su tribunal para responder por la legitimidad de nuestras acciones. Es, pues, un instinto y no meramente una facultad de juzgar. Mejor dicho, es un instinto para guiarnos, no para juzgar. La diferencia entre un juez y el que juzga sin más estriba en lo siguiente: el juez puede juzgar valide, y hacer que el fallo se ejecute debidamente de acuerdo con la ley. Su fallo tiene fuerza legal y es una sentencia. Un juez no ha de juzgar solamente, sino que también debe absolver o condenar. Si la conciencia fuera un impulso para juzgar, sería sólo una facultad cognoscitiva entre otras, parecida, por ejemplo, al impulso de compararse con otros o de autoadularse. Éstos no son impulsos para guiarnos. Cada uno tiene el impulso de alabarse a sí mismo por sus buenas acciones de acuerdo con reglas de la sagacidad. Y también a recriminarse en el caso contrario, por haber sido irreflexivo. Cada uno tiene, entonces, un impulso para adularse o para reprocharse, de acuerdo con reglas de la sagacidad. Esto, sin embargo, no es la conciencia, sino solamente un análogo de ella, por el cual el hombre se procura alabanzas y reproches. A menudo los hombres acostumbran confundir este análogo con la conciencia. Un criminal que espera la muerte se enfada consigo mismo, se dirige los reproches más severos y se llena de inquietud, pero lo hace, sobre todo, porque fue irreflexivo en sus acciones, pues se dejó sorprender in fraganti. Esos reproches que se hace ahora los confunde con los reproches que su conciencia le hace a su moralidad; si hubiera salido avante en su empresa, no se haría reproches, a menos que tuviera una

6 Immanuel Kant (1724- 1804), filósofo prusiano de la Ilustración. Es el primero y más importante representante del criticismo y precursor del idealismo alemán.

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Immanuel Kant

117

conciencia, en cuyo caso sí se los haría. Hay que distinguir adecuadamente, entonces, entre el juicio de la conciencia y el juicio conforme a reglas de la sagacidad. (…)

La conciencia es un instinto por medio del cual juzgamos legítimamente de acuerdo con leyes morales. Emite un fallo judicial y, así como el juez sólo puede absolver y condenar, pero no recompensar, así la conciencia absuelve o pronuncia la condena. El juicio de la conciencia es legítimo si es sentido y puesto en práctica. De esto se derivan dos consecuencias: el remordimiento moral es el primer resultado de ese fallo judicial con fuerza legal. El segundo resultado, sin el cual la sentencia no tendría efecto alguno, es que la acción sea adecuada a ese fallo judicial (…)

Podríamos comparar el tribunal interior de la conciencia con el tribunal externo, pues encontramos dentro de nosotros un fiscal, que no podría ser tal de no haber ley, ley que no pertenece por cierto al código civil positivo, sino que reside en la razón, y a la cual no podemos corromper ni reclamarle sus aciertos ni sus errores. Esta ley moral constituye, para el hombre, un fundamento legal santo e inviolable. Por otro lado también encontramos en el hombre un abogado, a saber, el amor propio, que lo disculpa y pone muchos reparos a la acusación, contra los cuales el fiscal tiene a su vez que objetar. Por último, encontramos en nosotros a un juez, que nos absuelve o nos condena. A este juez no se le puede obnubilar: en todo caso, podría ser que el hombre decidiera no consultar con su conciencia. Pero, de hacerlo, el juez dictaminará de modo imparcial y su fallo estará, regularmente, del lado de la verdad, a menos que tenga principios morales falsos. Por lo regular, los hombres prestan mayor atención al abogado, aunque la voz del fiscal se escucha mejor en el lecho de muerte. A una buena conciencia le conviene la pureza de la ley, puesto que el fiscal debe seguir minuciosamente nuestras acciones. Al enjuiciar las acciones debe conjugarse la exactitud con la moralidad y el rigor de la conciencia relativos a la observancia del juicio conforme a la ley. La conciencia debe tener principios de acción y no ser meramente especulativa, de modo que también tenga un propósito y la fuerza de hacer cumplir su veredicto. ¿Qué juez quedaría satisfecho con una mera amonestación y con que su fallo judicial fuese escuchado?

La diferencia entre la conciencia recta y la conciencia errónea radica en esto: el error de la conciencia puede ser de dos clases, error facti o error legis. Quien actúa conforme a una conciencia errónea actúa conscientemente y su acción es incorrecta, pero este acto no puede serle imputado como un delito. Hay errores culpabiles y errores inculpabiles. En lo que respecta a sus obligaciones naturales, ninguno puede estar en el error; pues las leyes naturales de la moralidad no pueden resultar desconocidas para nadie, ya que residen en la razón de cada quien. Por lo que nadie está libre de culpa en el caso de un error tal, mientras que con respecto a la ley positiva pueden darse errores incupabiles, como fruto de una conciencia errónea a la que no debe considerarse culpable. En el ámbito de la ley natural, sin embargo, no hay errores inculpabiles. (…)

Page 118: Antología de Ética

Lecciones de ética

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La ley positiva no puede contener nada que sea contrario a la ley natural, pues ésta es la condición de todas las leyes positivas. Es una mala cosa excusarse en una conciencia errónea, pues entonces mucho se puede despachar, pero es preciso dar cuenta de los errores (…) La conciencia moral representa al tribunal divino dentro de nosotros: primero, porque enjuicia nuestras disposiciones y actos de acuerdo con la pureza de la ley; segundo, porque no podemos engañarla, y por último, porque no podemos escapar de él, pues como la omnipresencia divina, está siempre presente en nosotros. La conciencia moral es, entonces, un representante en nosotros del tribunal divino, y por ello no debe ser dañado. La conscientia naturalis puede ser contrapuesta con la conscientia artificialis. Muchos han mantenido que la conciencia es un producto del arte y la educación, y que juzga y habla sólo con base en la costumbre. Pero, si fuera el caso, quien careciera de tal educación de la conciencia se vería libre de los remordimientos, lo cual no es así. Sin duda el arte y la instrucción dotan de presteza a las disposiciones que la naturaleza ya ha puesto en nosotros; por consiguiente, debemos tener de antemano un conocimiento de lo bueno y lo malo, ya que la conciencia debe juzgar. Que nuestro entendimiento esté cultivado, sin embargo, no significa que lo esté también nuestra conciencia. La conciencia es, pues, únicamente una conciencia natural. Se puede hacer una distinción entre la conciencia antes del acto y la conciencia después del acto. Antes del acto la conciencia puede disuadir al hombre de cometerlo, pero su fuerza es mayor durante el acto y se acrecienta todavía más después del mismo. Antes del acto la conciencia no puede ser tan fuerte, porque no se ha satisfecho todavía la inclinación y ésta es aún suficientemente poderosa como para oponerse a la conciencia; la inclinación, después de ser satisfecha, se debilita y se opone con menor fuerza a la conciencia, por lo cual ésta se fortalece. El hombre, después de satisfacer la inclinación más poderosa a la que da lugar la pasión, experimenta cierta repugnancia, pues una pasión, por más fuerte que sea, languidece al verse satisfecha y deja de oponerse, y con ello la conciencia adquiere su máximo vigor y aparece entonces el remordimiento. Pero una conciencia que se quede en eso es todavía incompleta, pues ha de dar a la ley su cumplimiento.

La conscientia concomitans o conciencia concomitante se debilita mediante la costumbre, y se habitúa finalmente al vicio, como sucede con el fumador de tabaco. Al final la conciencia pierde toda respetabilidad y cesa las acusaciones, que se vuelven inútiles, pues en el tribunal ya no se decide ni se hace nada. Cuando la conciencia se carga de pequeños escrúpulos a propósito de asuntos triviales (adiaphora), esto da lugar a una conciencia micrológica y las cuestiones que se le presentan constituyen la así llamada casuística; v.g. ¿es lícito engañar a alguien para gastarle una broma el día de los santos inocentes? ¿Se debe hacer esta o aquella cosa en tal ritual? Mientras más micrológica y sutil sea la conciencia en tales trivialidades, peor será en el terreno de lo práctico; tal conciencia mucho especulará si se trata de las leyes positivas, dejando al mismo tiempo la puerta abierta a todo lo demás. Una conciencia está viva

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Immanuel Kant

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si puede reprochar al hombre sus faltas. Pero también existe una conciencia melancólica, que intenta encontrar algo de reprochable en sus acciones, aunque no exista un fundamento real para ello; esta conciencia es innecesaria. La conciencia no debe ser en nosotros un tirano. Podemos estar más contentos con nuestras acciones sin dañar nuestra conciencia. Quienes poseen una conciencia tortuosa acaban por cansarse de ella y mandarla de vacaciones.

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El individuo o ¿hay que seguir siempre la conciencia?

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EL INDIVIDUO O ¿HAY QUE SEGUIR

SIEMPRE LA CONCIENCIA? Robert Spaemann

Hasta ahora se ha hablado de los distintos puntos de vista que entran en juego a la hora de

llamar a una acción buena o mala, verdadera o falsa, lograda o fallida.7 Hemos preguntado por lo que en realidad deseamos, y hemos intentado comprender el bien como la realización de ese deseo. Hemos hablado de valores, de consecuencias de los actos y de justicia. No obstante, parece como si existiese una sencilla respuesta que haría inútiles todas las demás consideraciones; esa respuesta sería: la conciencia dice a cada uno lo que debe hacer.

La respuesta es correcta y, a la vez, conduce a error en su misma simplicidad. Nos vamos a ocupar de ella, y nos preguntamos, ¿qué es exactamente eso que llamamos conciencia?, ¿qué hace la conciencia?, ¿tiene siempre razón?, ¿debemos seguirla siempre?, ¿hay que respetar siempre la conciencia de los demás?

Es claro que el significado de la palabra "conciencia" no resulta evidente de antemano. Se utiliza en contextos muy variados; hablamos así de personas concienzudas que se caracterizan por el exacto cumplimiento de sus deberes diarios; pero hablamos también de conciencia cuando uno se evade de esos deberes y se resiste a ellos. Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y que debe respetarse incondicionalmente; algo que es defendido también por la constitución, aunque condenemos a fuertes penas a los que actúan en conciencia. Unos tienen la conciencia por la voz de Dios en el hombre, otros como producto de la educación, como interiorización de las normas dominantes, originariamente exteriores. ¿Qué ocurre con la conciencia?

7 Robert Spaemann (1927), filósofo católico alemán.

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Robert Spaemann

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Hablar de conciencia es hablar de la dignidad del hombre, hablar de que no es un caso particular de algo general, ni el ejemplar de un género, sino que cada individuo como tal es ya una totalidad, es ya "lo universal".

La ley natural según la cual una piedra cae de arriba abajo es, por así decirlo, exterior a la piedra misma, que no sabe nada de esa ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido tiene la intención de realizar algo para la conservación de la especie, ni de tomar medidas para el bien de sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se manifiesta en el hecho de que también cuando están encerrados, cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer su nido.

Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar así y si puedo responder de ese acto. Podemos ser independientes de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos. Y no sólo teóricamente y de manera que esa idea siga siendo totalmente exterior a nosotros, sin cambiar en absoluto nuestras motivaciones, de modo que digamos: "Ciertamente es injusto actuar así, pero para mí es preferible". En realidad, no es verdad en absoluto que lo que en el fondo y de verdad deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale como nuestra propia voluntad. La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo. Tengo, como se dice, una mala conciencia.

La conciencia es la presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el anclaje de ese criterio en su estructura emocional. Por estar presente en el hombre, gracias a ella y no por otra cosa, lo absoluto, lo general, lo objetivo, hablamos de dignidad humana. Ahora bien, si resulta que, por la conciencia, el hombre se convierte en algo universal, en un todo de sentido, entonces resulta que también es válido decir que no hay bien, ni sentido, ni justificación para el hombre, si lo objetivamente bueno y recto no se le muestra como tal en la conciencia.

La conciencia debe ser descrita como un movimiento espiritual doble. El primero lleva al hombre por encima de sí, permitiéndole relativizar sus intereses y deseos, y permitiéndole preguntarse por lo bueno y recto en sí mismo. Y para estar seguro de que no se engaña, debe producirse un intercambio, un diálogo con los demás sobre lo bueno y lo justo, en una comunión de costumbres. Y deben conocerse razones y contrarrazones. No puede pasar por objetivo y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto. Lo que llama conciencia no se diferencia mucho del capricho particular y de la propia idiosincrasia.

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No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. Un médico que no está al tanto de los avances de la medicina, actuará sin conciencia. Y lo mismo quien cierra ojos y oídos a las observaciones de otros que le hacen fijarse en aspectos de su proceder, que quizá él no ha notado. Sin tal disposición, sólo en casos límite se podrá hablar de conciencia.

Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia; por él, vuelve de nuevo el individuo a sí mismo. Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en el anonimato de un discurso o de un intercambio de razones y de contrarrazones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a quien se aparta de la mayoría. No obstante, es cierto que, al fin y al cabo, es el individuo quien goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aun ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él a la postre quien debe responder de su obediencia. Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y los contras, pero razones y contrarrazones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita. Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finaliza el discurso, y cuándo procede, con convicción, actuar. La convicción con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo mejor. El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que ésa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya vimos que lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en

nosotros el compás que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que nos damos a nosotros mismos.

En relación con lo que estamos diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de "súper ego", que, junto al así llamado "ello" y al “yo” forman la estructura de nuestra

personalidad. El "súper ego" es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros... En Freud este pensamiento no tenía todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobre la interiorización de las normas de dominio. Freud, como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo la dirección del “súper yo", y se libera en el "ello" de su prisión en la esfera de los instintos. Cierto que para llegar a un "yo" verdadero ha de liberarse también del poder del "súper yo". Por lo que respeta, no obstante, a

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las descripciones de Freud es falso equiparar sin más lo que llamamos conciencia con el "súper yo" y tenerla por un puro producto de la educación. Esto no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas en medio de las cuales han crecido, incluso aun cuando el padre sea un representante de esas normas. A menudo puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso de emancipación del "yo", el sencillo reflejo de querer ser de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia, como tampoco lo es el reflejo de acomodación. Sin embargo, en la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo en conciencia, se puede ver que eran hombres que de ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir sus deberes diarios sin levantar la cabeza. "Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios", era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el "no me es lícito" se convirtió en un "no puedo".

Si la conciencia no es sin más un producto de la educación ni se identifica con el "súper yo", ¿es quizá entonces algo innato?, ¿una especie de instinto social innato? Tampoco es éste el caso, puesto que un instinto se sigue instintivamente; pero el yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo de quienes obran por instinto se diferencia como el día y la noche del yo no puedo actuar de otro modo del que obra en conciencia. Aquél se siente arrastrado, privado de libertad. Bien que querría actuar de otro modo, pero no puede. Está en discordia consigo mismo. El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo" del que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de libertad. Dice tanto como: "No quiero otra cosa". No puedo querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese hombre es libre. Corno afirmaban los griegos, ese hombre es amigo de sí mismo. Entonces, ¿de dónde viene la conciencia?; pero lo mismo podríamos preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje?, ¿por qué hablamos? Decimos naturalmente que porque lo hemos aprendido de nuestros padres. Quien no ha oído nunca hablar sigue mudo, y si uno no se comunica de ninguna manera, entonces, no llega ni siquiera a pensar. No obstante, nadie afirmará que el lenguaje es una heterodeterminación interiorizada.

Y ¿qué sería una heterodeterminación? Seguramente no se puede decir que el hombre sea, por sí mismo, una esencia que habla o que piensa. La verdad es la siguiente: el hombre es un ser que necesita de la ayuda de otros para llegar a ser lo que propiamente es. Esto vale también para la conciencia. En todo hombre hay como un germen de conciencia, un órgano del bien y del mal.

Quien conoce a los niños sabe que esto se aprecia fácilmente en ellos. Tienen un agudo sentido para la justicia, y se rebelan cuando la ven lesionada. Tienen sentido para el tono auténtico y para el falso, para la bondad y la sinceridad; pero ese órgano se atrofia si no ven los

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valores encarnados en una persona con autoridad. Entregados demasiado pronto al derecho del más fuerte, pierden el sentido de la pureza, de la delicadeza y de la sinceridad. Para ellos, la palabra es ante todo un medio de transparencia y de verdad. Pero cuando, por miedo a las amenazas, aprenden que hay que mentir para librarse de ellas, o experimentan que sus padres no les dicen la verdad y emplean la mentira en la vida diaria como normal instrumento de progreso, desaparece el brillo de sus conciencias y se deforman: la conciencia pierde finura. La conciencia delicada y sensible es característica de un hombre interiormente libre y sincero, cosa que nada tiene que ver con el escrupuloso que, en lugar de contemplar lo bueno y lo recto, se observa siempre a sí mismo y observa con angustia cada uno de sus propios pasos. He aquí una especie de enfermedad.

Ahora bien, hay personas que tienen por enfermedad la mala conciencia. Consideran tarea del psicólogo quitar a una persona esa mala conciencia, el así llamado "sentido de culpabilidad". Pero en realidad, lo que es una enfermedad es no poder tener una mala conciencia o sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene realmente una culpa. Lo mismo que es una enfermedad y un peligro para la vida el no poder sentir dolor. El dolor es una señal al servicio de la vida ante lo que representa una amenaza para ésta. Sólo aquel que siente dolor sin una causa orgánica, está verdaderamente enfermo; lo mismo que el escrupuloso que tiene, sin que haya culpa, una mala conciencia. Para el que está sano, la mala conciencia es señal de una culpa, de un comportamiento que se opone al propio ser y a la realidad. La revisión de esa actitud la denominamos arrepentimiento. Como ha demostrado el filósofo Max Scheler, no consiste en un hozar sin sentido en el pasado, cuando lo más adecuado sería simplemente tratar de hacerlo mejor en el futuro. Y no se puede hacer algo mejor si persiste el mismo planteamiento que llevó a actuar mal en anteriores ocasiones. El pasado no se puede reprimir: hay que mirarlo conscientemente, es decir, hay que variar conscientemente una mala actitud. Y como no se trata de algo puramente racional, sino que interviene también la constitución emocional, el cambio de actitud significa una especie de dolor por haber actuado injustamente. El psicólogo Mitscherlich habla del papel de la tristeza. En el fondo esperamos ese arrepentimiento. No confiaríamos en un hombre que, tras atormentar a un niño lisiándolo psíquicamente, explicara luego riéndose que basta con una víctima, y que a los demás los tratará bien. Si el dolor por el pasado no le conmueve y cambia su mala conciencia, eso significa que seguirá siendo el que era.

¿Lleva siempre razón la conciencia? Es lo que preguntábamos al comienzo. ¿Hay que seguir siempre la conciencia? La conciencia no siempre tiene razón. Lo mismo que nuestros cinco sentidos no siempre nos guían correctamente, o lo mismo que nuestra razón no nos preserva de todos los errores. La conciencia es en el hombre el órgano del bien y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo y mirar lo universal, lo que es recto en sí mismo. Pero para poder verlo, necesita de la reflexión de un conocimiento real, un conocimiento, si se puede decir, que sea también moral. Lo cual

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significa: necesita una idea recta de la jerarquía de valores que no esté deformada por la ideología.

Se da la conciencia errónea. Hay gente que, actuando en conciencia, causa claramente a otros una grave injusticia. ¿También éstos deben seguir su conciencia? Naturalmente que deben. La dignidad del hombre descansa, como vimos, en que es una totalidad de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya que para el hombre no existe nada que sea tan sólo "objetivamente bueno". Si no lo reconoce como bueno, entonces justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia; lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo es algo trivial: realmente bueno es sólo lo que tanto objetiva como subjetivamente es bueno.

¿No hay entonces ningún criterio que nos permita distinguir una conciencia verdadera de una errónea?; pero, ¿cómo podría haberlo? Si lo hubiera, nadie se equivocaría. Una prueba segura de que uno sigue su conciencia y no su capricho es la disposición a controlar, a confrontar el propio juicio sopesándolo con el de los demás. Pero tampoco es éste un criterio seguro; se da también el caso de que, al contrario de los hombres que le rodean y que están convencidos intelectualmente o teóricamente, puede uno tener no obstante la segura sensación de que esa gente no tiene razón. No como si creyese que los demás tienen mejores razones. Piensa solamente que no es quién para hacer valer las mejores razones. Piensa que el hecho de que los más inteligentes estén en el lado falso se basa en lo contingente de esa situación. Este cerrarse a las razones puede ser, en tal situación, un acto de conciencia.

¿También hay que respetar siempre la conciencia de los demás? Eso depende de lo que entendamos por respetar. En ningún caso se puede decir que uno debe poder hacer lo que le permita su conciencia, ya que entonces también el hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir que uno deba poder hacer lo que le manda su conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos de otros, es decir, los deberes para con los demás, entonces éstos, lo mismo que el Estado, tienen el derecho de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que no dependan del juicio de conciencia de otro hombre. Así, por ejemplo, se puede discutir sobre si los no nacidos son dignos de defensa, aun cuando la Constitución de nuestro país responda afirmativamente. Pero es demencial el slogan de que ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho a la vida y entonces la conciencia no necesita tomarse ninguna molestia, o existe ese derecho, y entonces no puede ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre.

La obediencia a las leyes de un estado de derecho, que la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya conciencia no les prohíbe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien no los paga, y, a costa de otros, se aprovecha de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente. Y si se trata de alguien que

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actúa en conciencia aceptará la pena. Sólo en el caso de servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia.

En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. Por lo demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en última instancia y desde fuera, si se trata de un juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios, a fin de cuentas, priman sólo al orador que está dispuesto a mentir con habilidad.

No hay más que un indicio para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y es la disposición del encartado a atenerse a una desagradable alternativa. La conciencia no es herida si se le impide a uno hacer lo que ella manda, ya que ese obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero, ¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.

Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del que ya el precristiano Séneca escribió: "Habita en nosotros un espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y malas acciones".

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IV. LAS VIRTUDES: EL PERFECCIONAMIENTO

DE LA NATURALEZA

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ILÍADA, CANTO VI Homero

COLOQUIO DE HÉCTOR Y ANDRÓMACA Entre los segundos, los troyanos, Héctor, que ha regresado a Troya para ordenar que las

mujeres se congracien con Atenea con plegarias y ofrendas, cuando vuelve al campo de batalla, se encuentra con su esposa y con su hijo, aún de tierna edad.8 Y se destaca el comportamiento de Héctor, héroe inocente que se sacrifica por Troya, y de Paris, culpable y egoísta, que sólo piensa en él. Quedaron solos en la batalla horrenda troyanos y aqueos, que se arrojaban broncíneas

lanzas; y la pelea se extendía, acá y acullá de la llanura, entre las corrientes del Simoente y del Janto. Ayante Telamonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana a hizo

aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio más denodado, al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero. Diomedes, valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes,

moraba en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres, porque en su casa, situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno de ellos vino entonces a librarlo de la lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los caballos. Ambos penetraron en el seno de la tierra. Euríalo dio muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pédaso, a quienes la náyade

Abarbárea había concebido en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y bastardo del ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo amoroso consorcio con la ninfa, la cual quedó encinta y dio a luz a los dos mellizos): el Mecisteida acabó con el valor de ambos, privó de vigor a sus bien formados miembros y les quitó la armadura de los hombros.

8 Homero (siglo VIII a. C.). Se le atribuye la autoría de los más importantes poemas épicos de la Antigüedad: la Ilíada y la Odisea.

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Homero

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El belicoso Polipetes dejó sin vida a Astíalo; Ulises, con la broncínea lanza, a Pidites percosio; y Teucro, a Aretaón divino. Antíloco Nestórida mató con la pica reluciente a Ablero; Agamenón, rey de hombres, a Élato, que habitaba en la excelsa Pédaso, a orillas del Satnioente, de hermosa corriente; el héroe Leito, a Fílaco mientras huía; y Eurípilo, a Melantio. Menelao, valiente en la pelea, cogió vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo despavoridos

por la llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron el corvo carro por el extremo del timón, y se fueron a la ciudad con los que huían espantados. El héroe cayó al suelo y dio de boca en el polvo junto a la rueda; acercósele Menelao Atrida con la ingente lanza, y aquél, abrazando sus rodillas, así le suplicaba: -Hazme prisionero, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene mi

opulento padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas. Así dijo, y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerlo en manos del escudero, para

que lo llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamenón corrió a su encuentro y lo increpó diciendo: -¡Ah, bondadoso! ¡Ah, Menelao! ¿Por qué así te apiadas de estos hombres? ¡Excelentes

cosas hicieron los troyanos en tu casa! Ninguno de los que caigan en nuestras manos se libre de tener nefanda muerte, ni siquiera el que la madre lleve en el vientre, ni ése escape! ¡Perezcan todos los de Ilio, sin que sepultura alcancen ni memoria dejen! Así diciendo, cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación. Repelió

Menelao al héroe Adrasto, que, herido en el ijar por el rey Agamenón, cayó de espaldas. El Atrida le puso el pie en el pecho y le arrancó la lanza. Néstor, en tanto, animaba a los argivos, dando grandes voces: -¡Oh queridos, héroes dánaos, servidores de Ares! Nadie se quede atrás para recoger

despojos y volver, llevando los más que pueda, a las naves; ahora matemos hombres y luego con más tranquilidad despojaréis en la llanura los cadáveres de cuantos mueran. Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Y los troyanos hubieran vuelto a entrar

en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía, si Heleno Priámida, el mejor de los augures, no se hubiese presentado a Eneas y a Héctor para decirles: -¡Eneas y Héctor! Ya que el peso de la batalla gravita principalmente sobre vosotros entre

los troyanos y los licios, porque sois los primeros en toda empresa, ora se trate de combatir, ora de razonar, quedaos aquí, recorred las filas, y detened a los guerreros antes que se encaminen a las puertas, caigan huyendo en brazos de las mujeres y sean motivo de gozo para los enemigos. Cuando hayáis reanimado todas las falanges, nosotros, aunque estamos muy abatidos, nos quedaremos aquí a pelear con los dánaos porque la necesidad nos apremia. Y tú, Héctor, ve a la ciudad y di a nuestra madre que llame a las venerables matronas; vaya con ellas al templo dedicado a Atenea, la de ojos de lechuza, en la acrópolis; abra con la llave la puerta del sacro recinto; ponga sobre las rodillas de la deidad, de hermosa cabellera, el peplo que mayor sea, más lindo le parezca y más aprecie de cuantos haya en el palacio, y le vote sacrificar

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Ilíada

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en el templo doce vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si apiadándose de la ciudad y de las esposas y tiernos niños de los troyanos, aparta de la sagrada Ilio al hijo de Tideo, feroz guerrero, cuya bravura causa nuestra derrota y a quien tengo por el más esforzado de los aqueos todos. Nunca temimos tanto ni al mismo Aquiles, príncipe de hombres, que es, según dicen, hijo de una diosa. Con gran furia se mueve el hijo de Tideo y en valentía nadie te iguala. Así dijo; y Héctor obedeció a su hermano. Saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y,

blandiendo dos puntiagudas lanzas, recorrió el ejército por todas partes, animólo a combatir y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara y afrontaron a los argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de matar, figurándose que alguno de los inmortales habría descendido del estrellado cielo para socorrer a aquéllos; de tal modo se volvieron. Y Héctor exhortaba a los troyanos diciendo en alta voz: -¡Animosos troyanos, aliados de lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad

vuestro impetuoso valor, mientras voy a Ilio y encargo a los respetables próceres y a nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los dioses. Dicho esto, Héctor, el de tremolante casco, partió; y la negra piel que orlaba el abollonado

escudo como última franja le batía el cuello y los talones. Glauco, vástago de Hipóloco, y el hijo de Tideo, deseosos de combatir, fueron a

encontrarse en el espacio que mediaba entre ambos ejércitos. Cuando estuvieron cara a cara, Diomedes, valiente en la pelea, dijo el primero: -¿Cuál eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las batallas,

donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los vences en audacia cuando te atreves a esperar mi fornida lanza. ¡Infelices de aquéllos cuyos hijos se oponen a mi furor! Mas si fueses inmortal y hubieses descendido del cielo, no quisiera yo luchar con dioses celestiales. Poco vivió el fuerte Licurgo, hijo de Driante, que contendía con las celestes deidades: persiguió en los sacros montes de Nisa a las nodrizas de Dioniso, que estaba agitado por el delirio báquico, las cuales tiraron al suelo los tirsos al ver que el homicida Licurgo las acometía con la aguijada; el dios, espantado, se arrojó al mar, y Tetis le recibió en su regazo, despavorido y agitado por fuerte temblor por la amenaza de aquel hombre; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo, cególe el hijo de Crono y su vida no fue larga, porque se había hecho odioso a los inmortales todos. Con los bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero, si eres uno de los mortales que comen los frutos de la tierra, acércate para que más pronto llegues al término de tu perdición. Respondióle el preclaro hijo de Hipóloco: -¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la generación de las

hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Hay una ciudad llamada Éfira en el riñón de Argos, criadora de caballos, y en ella vivía Sísifo Eólida, que fue el más ladino de los hombres. Sísifo engendró a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a quien los

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dioses concedieron gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso entre los argivos, pues Zeus los había sometido a su cetro, hízole blanco de sus maquinaciones y lo echó de la ciudad. La divina Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse clandestinamente con Belerofonte; pero no pudo persuadir al prudente héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y mintiendo dijo al rey Preto: «¡Preto! Ojalá te mueras, o mata a Belerofonte, que ha querido juntarse conmigo, sin que yo lo deseara.» Así dijo. El rey se encendió en ira al oírla; y, si bien se abstuvo de matar a aquél por el religioso temor que sintió su corazón, le envió a la Licia; y, haciendo mortíferas señales en una tablita que se doblaba, entrególe los perniciosos signos con orden de que los mostrase a su suegro para que éste lo perdiera. Belerofonte, poniéndose en camino debajo del fausto patrocinio de los dioses, llegó a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad, hospedóle durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero, al aparecer por décima vez la Aurora, la de rosáceos dedos, lo interrogó y quiso ver la nota que de su yerno Preto le traía. Y así que tuvo la funesta nota, ordenó a Belerofonte que lo primero de todo matara a la ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina, con cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de cabra, que respiraba encendidas y horribles llamas; y aquél le dio muerte, alentado por divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los afamados sólimos, y decía que éste fue el más recio combate que con hombres sostuvo. En tercer lugar quitó la vida a las varoniles amazonas. Y, cuando regresaba a la ciudad, el rey, urdiendo otra dolosa trama, armóle una celada con los varones más fuertes que halló en la espaciosa Licia; y ninguno de éstos volvió a su casa, porque a todos les dio muerte. el eximio Belerofonte. Comprendió el rey que el héroe era vástago ilustre de alguna deidad y lo retuvo allí, lo casó con su hija y compartió con él la dignidad regia; los licios, a su vez, acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que a los demás aventajaba, para que pudiese cultivarlo. Tres hijos dio a luz la esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro, Hipóloco y Laodamia; y ésta, amada por el próvido Zeus, dio a luz al deiforme Sarpedón, que lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo el odio de todas las deidades, vagaba solo por los campos de Alea, royendo su ánimo y apartándose de los hombres; Ares, insaciable de pelea, hizo morir a Isandro en un combate con los afamados sólimos, y Artemis, la que usa riendas de oro, irritada, mató a su hija. A mí me engendró Hipóloco -de éste, pues, soy hijo- y envióme a Troya, recomendándome muy mucho que descollara y sobresaliera siempre entre todos y no deshonrase el linaje de mis antepasados, que fueron los hombres más valientes de Efira y la extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de tener. Así dijo. Alegróse Diomedes, valiente en el combate; y, clavando la pica en el almo suelo,

respondió con cariñosas palabras al pastor de hombres: -Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al

eximio Belorofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con magníficos presentes de hospitalidad. Eneo dio un vistoso tahalí teñido de púrpura, y Belerofonte una áurea copa de doble asa, que en mi casa quedó cuando me vine. A Tideo no lo recuerdo;

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dejóme muy niño al salir para Teba, donde pereció el ejército aqueo. Soy, por consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tú lo serás mío en la Licia cuando vaya a tu pueblo. En adelante no nos acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos troyanos y aliados ilustres me restan, para matar a quien, por la voluntad de un dios, alcance en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos, para quitar la vida a quien te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, a fin de que sepan todos que de ser huéspedes paternos nos gloriamos. Habiendo hablado así, descendieron de los carros y se estrecharon la mano en prueba de

amistad. Entonces Zeus Cronida hizo perder la razón a Glauco; pues permutó sus armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban. Al pasar Héctor por la encina y las puertas Esceas, acudieron corriendo las esposas a hijas

de los troyanos y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos; y él les encargó que unas tras otras orasen a los dioses, porque para muchas eran inminentes las desgracias. Cuando llegó al magnífico palacio de Príamo, provisto de bruñidos pórticos (en él había

cincuenta cámaras de pulimentada piedra, seguidas, donde dormían los hijos de Príamo con sus legítimas esposas; y enfrente, dentro del mismo patio, otras doce construidas igualmente con sillares, continuas y techadas, donde se acostaban los yernos de Príamo y sus castas mujeres), le salió al encuentro su alma madre que iba en busca de Laódice, la más hermosa de las princesas; y, asiéndole de la mano, le dijo: -¡Hijo! ¿Por qué has venido, dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, de aborrecido

nombre, deben de estrecharnos, combatiendo alrededor de la ciudad, y tu corazón lo ha impulsado a volver con el fin de levantar desde la acrópolis las manos a Zeus. Pero, aguarda, traeré vino dulce como la miel para que primeramente lo libes al padre Zeus y a los demás inmortales, y luego te aproveche también a ti, si bebes. El vino aumenta mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás de pelear por los tuyos. Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco: -No me des vino dulce como la miel, veneranda madre; no sea que me enerves y me prives

del valor, y yo me olvide de mi fuerza. No me atrevo a libar el negro vino en honor de Zeus sin lavarme las manos, ni es lícito orar al Cronión, el de las sombrías nubes, cuando uno está manchado de sangre y polvo. Pero tú congrega a las matronas, llévate perfumes, y, entrando en el templo de Atenea, que impera en las batallas, pon sobre las rodillas de la deidad de hermosa cabellera el peplo mayor, más lindo y que más aprecies de cuantos haya en el palacio; y vota a la diosa sacrificar en su templo doce vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si, apiadándose de la ciudad y de las esposas y tiernos niños de los troyanos, aparta de la sagrada Ilio al hijo de Tideo, feroz guerrero, cuya valentía causa nuestra derrota. Encamínate, pues, al templo de Atenea, que impera en las batallas, y yo iré a la casa de Paris a llamarlo, si me quiere escuchar. ¡Así la tierra se lo tragara! Criólo el Olímpico como una gran plaga para los troyanos y el magnánimo Príamo y sus hijos. Creo que, si le viera descender al Hades, mi alma se olvidaría de los enojosos pesares.

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Así dijo. Hécuba, volviendo al palacio, llamó a las esclavas, y éstas anduvieron por la ciudad y congregaron a las matronas; bajó luego al fragante aposento donde se guardaban los peplos bordados, obra de las mujeres que se había llevado de Sidón el deiforme Alejandro en el mismo viaje por el ancho ponto en que se llevó a Helena, la de nobles padres; tomó, para ofrecerlo a Atenea, el peplo mayor y más hermoso por sus bordaduras, que resplandecía como un astro y se hallaba debajo de todos, y partió acompañada de muchas matronas. Cuando llegaron a la acrópolis, abrióles las puertas del templo de Atenea Teano, la de

hermosas mejillas, hija de Ciseide y esposa de Anténor, domador de caballos, a la cual habían elegido los troyanos sacerdotisa de Atenea. Todas, con lúgubres lamentos, levantaron las manos a la diosa. Teano, la de hermosas mejillas, tomó el peplo, lo puso sobre las rodillas de Atenea, la de hermosa cabellera, y orando rogó así a la hija del gran Zeus: -¡Veneranda Atenea, protectora de la ciudad, divina entre las diosas! ¡Quiébrale la lanza a

Diomedes y concédenos que caiga de pechos en el suelo, ante las puertas Esceas, para que te sacrifiquemos en este templo doce vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si de este modo te apiadas de la ciudad y de las esposas y tiernos niños de los troyanos! Así dijo rogando, pero Palas Atenea no accedió. Mientras invocaban de este modo a la hija

del gran Zeus, Héctor se encaminó al magnífico palacio que para Alejandro había labrado él mismo con los más hábiles constructores de la fértil Troya; éstos le hicieron una cámara nupcial, una sala y un patio, en la acrópolis, cerca de los palacios de Príamo y de Héctor. Ahí entró Héctor, caro a Zeus, llevando una lanza de once codos, cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo. En la cámara halló a Alejandro que acicalaba las magníficas armas, escudo y coraza, y probaba el corvo arco; y a la argiva Helena, que, sentada entre sus esclavas, ocupábalas en primorosas labores. Y en viendo a aquél, increpólo con injuriosas palabras: -¡Desgraciado! No es decoroso que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres perecen

combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad; el bélico clamor y la lucha se encendieron por tu causa alrededor de nosotros, y tú mismo reconvendrías a quien cejara en la pelea horrenda. Ea, levántate. No sea que la ciudad llegue a ser pasto de las voraces llamas. Respondióle el deiforme Alejandro: -¡Héctor! Justos y no excesivos son tus baldones, y por lo mismo voy a contestarte. Atiende

y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por estar airado o resentido con los troyanos, cuanto porque deseaba entregarme al dolor. En este instante mi esposa me exhortaba con blandas palabras a volver al combate; y también a mí me parece preferible, porque la victoria tiene sus alternativas para los guerreros. Ea, pues, aguarda, y visto las marciales armas; o vete y te sigo, y creo que lograré alcanzarte. Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, nada contestó. Y Helena hablóle con dulces

palabras: - -¡Cuñado mío, de esta perra maléfica y abominable! ¡Ojalá que, cuando mi madre me dio a

luz, un viento tempestuoso se me hubiese llevado al monte o al estruendoso mar, para hacerme

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juguete de las olas, antes que tales hechos ocurrieran! Y ya que los dioses determinaron causar estos males, debió tocarme ser esposa de un varón más fuerte, a quien dolieran la indignación y los muchos baldones de los hombres. Éste ni tiene firmeza de ánimo ni la tendrá nunca, y creo que recogerá el debido fruto. Pero entra y siéntate en esta silla, cuñado, que la fatiga te oprime el corazón por mí, perra, y por la falta de Alejandro; a quienes Zeus nos dio mala suerte a fin de que a los venideros les sirvamos de asunto para sus cantos. Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco: -No me ofrezcas asiento, Helena, aunque me aprecies, pues no lograrás persuadirme: ya mi

corazón desea socorrer a los troyanos que me aguardan con impaciencia. Pero tú haz levantar a ése y él mismo se dé prisa para que me alcance dentro de la ciudad, mientras voy a mi casa y veo a los criados, a la esposa querida y al tierno niño; que ignoro si volveré de la batalla, o los dioses dispondrán que sucumba a manos de los aqueos. Apenas hubo dicho estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, se fue. Llegó en seguida

a su palacio, que abundaba de gente, mas no encontró a Andrómaca, la de níveos brazos, pues con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la torre llorando y lamentándose. Héctor, como no hallara dentro a su excelente esposa, detúvose en el umbral y habló con las esclavas: -¡Ea, esclavas, decidme la verdad! ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos brazos, desde el

palacio? ¿A visitar a mis hermanas o a mis cuñadas de hermosos peplos? ¿O, acaso, al templo de Atenea, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la terrible diosa? Respondióle con estas palabras la fiel despensera: -¡Héctor! Ya que tanto nos mandas decir la verdad, no fue a visitar a tus hermanas ni a tus

cuñadas de hermosos peplos, ni al templo de Atenea, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la terrible diosa, sino que subió a la gran torre de Ilio, porque supo que los troyanos llevaban la peor parte y era grande el ímpetu de los aqueos. Partió hacia la muralla, ansiosa, como loca, y con ella se fue la nodriza que lleva el niño. Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por

las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran ciudad, llegó a las puertas Esceas -por allí había de salir al campo-, corrió a su encuentro su rica esposa Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, que vivía bajo el boscoso Placo, en Teba bajo el Placo, y era rey de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al camino. Acompañábale una sirvienta llevando en brazos al tierno infante, al Hectórida amado, parecido a una hermosa estrella. a quien su padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilio. Vio el héroe al niño y sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su lado, y asiéndole de la mano le dijo: -¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada,

que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares, que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre matólo el divino Aquiles cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Teba, la de altas puertas: dio muerte a

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Eetión, y sin despojarlo, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas monteses, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los flexípedes bueyes y las cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con otras riquezas y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Ártemis, que se complace en tirar flechas, hirióla en el palacio de mi padre. Héctor, tú eres ahora mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate aquí en la tome -¡no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!- y pon el ejército junto al cabrahígo, que por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de escalar. Los más valientes -los dos Ayantes, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de Tideo con los suyos respectivos- ya por tres veces se han encaminado a aquel sitio para intentar el asalto: alguien que conoce los oráculos se lo indicó, o su mismo arrojo los impele y anima. Contestóle el gran Héctor, el de tremolante casco: Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas

de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre los troyanos, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilio, Príamo y el pueblo de Príamo, armad con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos d mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos d los enemigos, no me importa tanto como la que padecerá tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela e Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseide o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: «Ésta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los troyanos, domadores de caballos, cuando en torno de Ilio peleaban.» Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto. Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos su hijo, y éste se recostó, gritando, en

el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho crines de caballo, que veía ondear en lo alto del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y la veneranda madre. Héctor se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció en sus manos al hijo amado, y rogó así a Zeus y a los de más dioses: -¡Zeus y demás dioses! Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los

troyanos a igualmente esforzado; que reine poderosamente en Ilio; que digan de él cuando vuelva de la batalla: «¡Es mucho más valiente que su padre!»; y que, cargado de cruentos despojos del enemigo quien haya muerto, regocije el alma de su madre.

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Esto dicho, puso el niño en brazos de la esposa amada, que, al recibirlo en el perfumado seno, sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notólo el esposo y compadecido, acaricióla con la mano y le dijo: -¡Desdichada! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Hades antes

de lo dispuesto por el destino; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilio, y yo el primero. Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y

la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio, lleno de gente, de Héctor, matador de hombres; halló en él muchas esclavas, y a todas las movió a lágrimas. Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del combate librándose del valor y de las manos de los aqueos. Paris no demoró en el alto palacio; pues, así que hubo vestido las magníficas armas de

labrado bronce, atravesó presuroso la ciudad haciendo gala de sus pies ligeros. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo, come la cebada del pesebre y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello, y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose a los acostumbrados sitios donde los caballos pacen; de aquel modo, Paris, hijo de Príamo, cuya armadura brillaba como un sol, descendía gozoso de la excelsa Pérgamo por sus ágiles pies llevado. Alejandro alcanzó en seguida a su hermano el divino Héctor cuando éste regresaba del lugar en que había pasado el coloquio con su esposa, y fue el primero en hablar diciendo: -¡Mi buen hermano! Mucho te hice esperar deteniéndote, a pesar de tu impaciencia; pues no

he venido oportunamente, como ordenaste. Respondióle Héctor, el de tremolante casco: -¡Querido! Nadie que sea justo reprenderá tu trabajo en el combate, porque eres valiente;

pero a veces te complaces en desalentarte y no quieres pelear, y mi corazón se aflige cuando oigo que te baldonan los troyanos que tantos trabajos sufren por ti. Pero. vámonos y luego lo arreglaremos todo, si Zeus nos permite ofrecer en nuestro palacio la cratera de la libertad a los celestes sempiternos dioses, por haber echado de Troya a los aqueos de hermosas grebas.

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SÓCRATES.- Acabas de exponer con mucho valor y libertad tu pensamiento, Calicles; explicas con mucha claridad lo que los otros piensan, es cierto, pero no se atreven a decir. Te conjuro para que en todas las materias, procedas del mismo modo a fin de que veamos clarísimamente el género de vida que nos es preciso adoptar. Y dime: ¿sostienes que para ser como conviene, no se deben poner trabas a las pasiones, sino dejarlas acrecentarse todo lo posible y cuidando de tener con qué satisfacerlas, y que en esto consiste la virtud?

CALICLES.- Sí, lo sostengo.

SÓCRATES.- Admitido esto, es una gran equivocación decir que los que nada necesitan son felices.

CALICLES.- Si así fuera, nadie sería tan feliz como los cadáveres y las piedras.

SÓCRATES.- Pero también sería una vida terrible la de que tú hablas. Verdaderamente, no me sorprendería de que fuera cierto lo que dice Eurípides: «¿Quién sabe si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte una vida?», y si en realidad estamos muertos. A un sabio le oí decir que ahora estábamos muertos y que nuestros cuerpos eran solamente nuestras sepulturas, y en cambio la parte del alma en que residen las pasiones es de naturaleza apta para cambiar de sentimientos y pasar de un extremo a otro. Un hombre de espíritu siciliano quizá, o italiano70, explicando esto por la fábula, en la que descollaba, llamaba por una alusión de nombre a esta parte del alma un tonel, a causa de su facilidad para creer y dejarse persuadir71, a los insensatos profanos todavía no iniciados. Comparaba parte del alma de estos insensatos en la que residen las pasiones, siempre que el alma es intemperante y no se contiene en nada, a un tonel agujereado, a causa de su insaciable avidez. Este hombre, Calicles, pensaba todo lo contrario de ti, que de todos los que están en los infiernos, y por esa palabra entendía lo que es indivisible72; los más desventurados son estos profanos que llevan sobre la espalda un tonel agujereado lleno de agua que cogen con un cedazo. Este cedazo, decía explicando su pensamiento, es el alma de estos insensatos, para indicar que estaba agujereada y que la desconfianza y el olvido no le permitían retener nada. Toda esta explicación es bastante extravagante; sin embargo, hace comprender lo que quiero darte a conocer, si logro decidirte a cambiar de opinión y preferir a una vida insaciable y disoluta una vida ordenada que se satisface con lo que tiene a mano y no desea nada más. ¿He logrado ganar algo en tu espíritu, y volviendo sobre tus pasos crees que los temperantes son más felices que los licenciosos? ¿O no he conseguido nada y aunque empleare varias explicaciones mitológicas parecidas no estarás más inclinado a pensar de otro modo?

CALICLES.- Esto último que dices es la verdad, Sócrates.

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Platón

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SÓCRATES.- Tolera que te explique un nuevo emblema salido de la misma escuela que el anterior. Mira si lo que dices de estas dos vidas, la desenfrenada y la moderada, no es como si supieras que dos hombres tiene cada uno un gran número de toneles; que los de uno de los dos hombres están en muy buen estado y llenos éste de vino, este otro de miel, un tercero de leche y otros de diferentes licores; que además los licores de cada tonel sólo se obtienen tras muchas molestias y son muy raros; que aquel hombre que llenó sus toneles no tiene que echar nada más en ellos en lo sucesivo y que por esto puede estar perfectamente tranquilo; el otro hombre puede, es cierto, procurarse los mismos licores tan difícilmente como el primero; sus toneles, en cambio, están podridos y agujereados, lo que le obliga a estar llenándolos incesantemente de día y de noche, so pena de verse presa de terribles disgustos. Este cuadro es la imagen de una y otra vida; ¿sigues diciendo que la del libertino es más feliz que la del moderado? ¿No te hace convenir este discurso en que la vida morigerada es preferible a la desarreglada o no te he convencido?

CALICLES.- No me has convencido, Sócrates, porque este hombre cuyos toneles están siempre llenos no disfruta de placer alguno, y una vez que los ha llenado se encuentra en el caso de que antes hablé, de vivir como una piedra, sin experimentar en lo sucesivo placeres ni dolores. El placer y la dulzura de la vida consisten en derramar cuanto más posible en los toneles.

SÓCRATES.- Si hay que echar mucho es señal de que mucho se escapa, y para que así sea tiene que haber agujeros muy grandes.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- La condición de que hablas no es, por cierto, la de un cadáver ni la de una piedra, sino la de una sima. Además, dime: ¿comparas eso al tener hambre y comer entonces?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y a tener sed y beber?

CALICLES.- Sí, y sostengo que sentir esos apetitos y poder satisfacerlos es vivir dichoso.

SÓCRATES.- Muy bien, querido amigo, continúa como has empezado y procura no tener que avergonzarte. Pero que yo, por mi parte, tampoco me avergüence. Ante todo, dime si es vivir feliz tener sarna y comezón, poderse rascar a gusto y pasarse la vida rascándose.

CALICLES.- ¡Qué absurdos dices y qué prueba de mal gusto das recurriendo a tan feos artificios!

SÓCRATES.- Aunque así he desconcertado a Polos y Gorgias, contigo no temo ocurra lo mismo ni que te ruborices, porque eres demasiado valiente, pero contesta solamente a mi pregunta.

CALICLES.- Digo que el que se rasca vive feliz.

SÓCRATES.- ¿Bastará que le pique la cabeza o tenga que picarle algo más? Te lo pregunto. Fíjate, Calicles, en lo que responderás si se llevan las preguntas de esta clase hasta lo lejos que se

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pueden llevar. En fin, siendo las cosas así, resultará que la vida de los sodomitas no es detestable, vergonzosa ni miserable. ¿O te atreverás a sostener que éstos son felices también cuando tienen todo lo que les hace falta?

CALICLES.- ¿No te da vergüenza, Sócrates, haber hecho recaer nuestra conversación sobre tales inconveniencias?

SÓCRATES.- ¿Soy yo el causante de ello o el que descaradamente sostiene que cualquiera que experimenta un placer, cualquiera clase que sea es feliz sin hacer distingo entre los placeres honestos y deshonestos? Explícame, pues, esto. ¿Pretendes que lo agradable y lo bueno son la misma cosa o admites que hay cosas agradables que no son buenas?

CALICLES.- Para que no haya contradicción en mi discurso, si te digo que lo uno es diferente de lo otro te contesto que son la misma cosa.

SÓCRATES.- Estropeas todo lo dicho precedentemente y no buscaremos juntos la verdad con la exactitud requerida si respondes lo que no piensas, mi querido Calicles.

CALICLES.- Tú, Sócrates, me das el ejemplo.

SÓCRATES.- Si así es, hago tan mal como tú. Pero mira, querido amigo, si el bien no consiste en algo diferente del placer, cualquiera que sea éste, porque todo lo vergonzoso que embozadamente acabo de indicar y mucho más aún sería evidentemente una consecuencia inmediata de ello, si fuera cierto lo que has dicho.

CALICLES.- Al menos tú lo crees, Sócrates.

SÓCRATES.- Y tú, Calicles, ¿aseguras de buena fe que lo que has dicho es la verdad?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Quieres que discutamos tu opinión como si hablaras en serio?

CALICLES.- Hablo muy en serio.

SÓCRATES.- Perfectamente. Puesto que tal es tu manera de pensar, explícame esto. ¿No existe una cosa a la que llamas ciencia?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No hablaste hace poco del valor unido a la ciencia?

CALICLES.- Es cierto.

SÓCRATES.- ¿No haces distinción de estas dos cosas por la razón de que el valor es otra cosa que la ciencia?

CALICLES.- Naturalmente.

SÓCRATES.- ¿La voluptuosidad y la ciencia son la misma cosa o se diferencian?

CALICLES.- Se diferencian, sapientísimo Sócrates.

SÓCRATES.- Y el valor, ¿es también distinto de la voluptuosidad?

CALICLES.- Sin duda.

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SÓCRATES.- Espera para que grabemos esto en la memoria: Calicles de Acharnea sostiene que lo agradable y lo bueno son la misma cosa y que la ciencia y el valor son diferentes la una del otro y de lo bueno. ¿Sócrates de Alopeka está conforme con esto o no?

CALICLES.- No está conforme.

SÓCRATES.- No creo tampoco que Calicles lo esté cuando haya reflexionado seriamente, porque dime: ¿no crees que la manera de ser de la gente feliz es contraria de la de los desgraciados?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- Puesto que estas dos maneras de ser son opuestas, ¿no es de necesidad que ocurra con ellas lo mismo que con la salud y la enfermedad? Porque el mismo hombre no puede estar a la vez bueno y enfermo y no pierde la salud al mismo tiempo que se ve libre de la enfermedad.

CALICLES.- ¿Qué quieres decir?

SÓCRATES.- Escúchalo: tomemos, por ejemplo, la parte del cuerpo que más te plazca. ¿Los ojos? ¿No se enferman los ojos alguna vez de una afección que se llama oftalmía?

CALICLES.- ¿Quién puede dudarlo?

SÓCRATES.- A la vez no pueden tenerse los ojos sanos y tener una oftalmía.

CALICLES.- De ninguna manera.

SÓCRATES.- Pero cuando está uno curado de la oftalmía, ¿pierde la salud de los ojos o pierde ambas cosas a la vez?

CALICLES.- No.

SÓCRATES.- Me parece que sería una cosa prodigiosa y absurda, ¿no es cierto?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Porque me parece que la una viene y la otra se va y recíprocamente.

CALICLES.- Convengo en ello.

SÓCRATES.- ¿No puede decirse lo mismo de la fuerza y de la debilidad?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y de la velocidad y de la lentitud?

CALICLES.- También.

SÓCRATES.- ¿Se adquieren de la misma manera y, se pierden a la vez los bienes y los males, la dicha y la desgracia?

CALICLES.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Si descubrimos, pues, ciertas cosas que se tienen aún en el momento en que uno se ve libre de ellas, es evidente que no son ni un bien ni un mal. ¿Lo reconocemos? Examínalo bien antes de contestarme.

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CALICLES.- Lo reconozco sin titubeos.

SÓCRATES.- Volvamos ahora a lo que antes convinimos. ¿Dijiste del hambre que es una sensación agradable o desagradable? Hablo del hambre considerada en sí misma.

CALICLES.- Sí; es una sensación dolorosa, y comer teniendo gana una cosa agradable.

SÓCRATES.- Te comprendo; pero el hambre por sí misma, ¿es dolorosa o no?

CALICLES.- Yo digo que sí lo es.

SÓCRATES.- ¿Y la sed, sin duda también?

CALICLES.- Ciertamente.

SÓCRATES.- ¿Crees que es necesario que te haga nuevas preguntas o convienes ya en que toda necesidad, todo deseo es doloroso?

CALICLES.- Convengo en ello; no me preguntes más.

SÓCRATES.- Perfectamente. ¿Beber teniendo sed es en tu opinión una cosa agradable?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No es verdad que tener sed es causa de dolor?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y que beber es la satisfacción de un deseo y un placer?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿De manera que beber es tener un placer?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Porque se tiene sed?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿O sea, porque se sufre un dolor?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Ves que de esto resulta que cuando dices: beber teniendo sed es como si dijeras: experimentar un placer sintiendo un dolor? Estos dos sentimientos, ¿no concurren en el mismo tiempo y en el mismo lugar, sea del alma o sea del cuerpo, como prefieras, porque en mi opinión, lo mismo da? ¿Es cierto o no?

CALICLES.- Es cierto.

SÓCRATES.- Pero ¿no confesaste que es imposible ser desgraciado al mismo tiempo que se es feliz?

CALICLES.- Y lo sigo diciendo.

SÓCRATES.- Acabas de reconocer que se puede disfrutar de un placer sintiendo dolor.

CALICLES.- Así parece.

SÓCRATES.- Entonces sentir un placer no es ser feliz ni experimentar un dolor ser

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desgraciado, y por consiguiente, lo agradable es distinto de lo bueno.

CALICLES.- No sé qué razonamientos tan capciosos empleas, Sócrates.

SÓCRATES.- Lo sabes muy bien, pero disimulas, Calicles. Todo esto no es por tu parte más que una broma. Pero sigamos adelante a fin de que veas bien hasta qué punto eres sabio tú que me das opiniones. ¿No cesan al mismo tiempo el placer de beber y la sed?

CALICLES.- No entiendo nada de lo que dices.

GORGIAS.- No hables así, Calicles; responde por nosotros a fin de terminar esta disputa.

CALICLES.- Sócrates es siempre el mismo, Gorgias. Hace preguntitas que carecen de importancia para refutaras en seguida.

GORGIAS.- ¿Y qué te importa? No es cosa tuya, Calicles. Te has comprometido a dejar argumentar a Sócrates como mejor le plazca.

CALICLES.- Continúa, pues, con tus minuciosas y apretadas preguntas, ya que así lo desea Gorgias.

SÓCRATES.- Puedes considerarte dichoso, Calicles, por haber estado iniciado en los grandes misterios antes de estarlo en los pequeños; debo confesar que no creí que esto estuviera permitido. Vuelve, pues, al punto donde te quedaste y dime si no se cesa al mismo tiempo de tener sed y de sentir el placer de beber.

CALICLES.- Confieso que sí.

SÓCRATES.- ¿No se pierden igualmente a la vez la sensación del hambre y de otros deseos y la del placer?

CALICLES.- Es verdad.

SÓCRATES.- ¿Se cesa, pues, al mismo tiempo de sentir dolor y placer?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Por consiguiente, no se pueden perder a la vez los bienes y los males como estás convencido. ¿No sigues estándolo todavía?

CALICLES.- Sin duda, pero ¿qué se deduce de ello?

SÓCRATES.- Se deduce, mi querido amigo, que lo bueno y lo grato, lo malo y lo doloroso, no son la misma cosa, puesto que se cesa al mismo tiempo de experimentar los unos y los otros, lo que nos muestra la diferencia. ¿Cómo podría ser, en efecto, lo agradable la misma cosa que lo bueno y lo doloroso que lo malo? Examina además esto, si quieres, de otra manera. Porque no creo que vayas a estar más de acuerdo contigo mismo. Mira: ¿no llamas buenos a los que son buenos a causa del bien que reside en ellos, como llamas hermosos a aquellos en quienes se encuentra la belleza?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Pero ¿cómo? ¿Llamas gentes de bien a los insensatos y a los cobardes? Hace

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un rato no los llamabas así, pero sí dabas ese nombre a los hombres valerosos e inteligentes. ¿No sigues diciendo que éstos son los hombres de bien?

CALICLES.- Ciertamente.

SÓCRATES.- Dime, ¿has visto alegre alguna vez a un niño privado de razón?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.-¿ ¿No has visto también alegre a un hombre demente?

CALICLES.- Creo que sí, pero ¿por qué me lo preguntas?

SÓCRATES.- Por nada; contesta solamente.

CALICLES.- He visto algunos.

SÓCRATES.- ¿Y has visto también a hombres razonables en la tristeza y en la alegría?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Quiénes sienten más vivamente la alegría y el dolor, ¿los cuerdos o los insensatos?

CALICLES.- No creo que haya una gran diferencia.

SÓCRATES.- Me basta. ¿No has visto cobardes en la guerra?

CALICLES.- Ya lo creo.

SÓCRATES.- Cuando el enemigo se retiraba, ¿quiénes te han parecido demostrar más júbilo, los cobardes o los valientes?

CALICLES.- Unas veces se alegraban más los unos y otras los otros, pero casi lo mismo.

SÓCRATES.- Eso no significa nada. ¿Los cobardes se alegran también?

CALICLES.- Muchísimo.

SÓCRATES.- ¿Y los insensatos también a lo que parece?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Cuando el enemigo avanzaba, ¿estaban tristes los cobardes solamente o también los valerosos?

CALICLES.- Los unos y los otros.

SÓCRATES.- ¿Igualmente?

CALICLES.- Los cobardes quizá más.

SÓCRATES.- Y cuando el enemigo se retira, ¿no son los cobardes quienes más se alegran?

CALICLES.- Puede ser.

SÓCRATES.- De manera que los insensatos y los cuerdos, los cobardes y los valientes, experimentan, por lo que dices, igualmente el dolor y el placer, y los cobardes más que los valientes.

CALICLES.- Y lo sostengo.

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SÓCRATES.- Pero los cuerdos y los valientes son buenos y los cobardes y los insensatos malos.

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Los buenos y los malos experimentan, pues, casi igualmente la alegría y el dolor.

CALICLES.- Así lo pretendo.

SÓCRATES.- Pero los buenos y los malos, ¿son aproximadamente igualmente buenos o malos?, o ¿acaso no son los malos mejores y peores que los buenos?

CALICLES.- ¡Por Júpiter!, te aseguro que no sé lo que dices.

SÓCRATES.- ¿No sabes que dijiste que los buenos son buenos por la presencia del bien y los malos por la del mal, y que el placer es un bien y el dolor un mal?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- El bien o el placer se encuentran, pues, en aquellos que experimentan una alegría mientras la experimentan.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Entonces los que sienten alegría son buenos por la presencia del bien?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Dime: ¿no se encuentran el mal y el dolor en los que sienten penas?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Dices todavía o no dices ya, que los malos son malos por la presencia del mal?

CALICLES.- Sigo diciéndolo.

SÓCRATES.- De manera que los que experimentan alegría son buenos y los que tienen algún dolor malos.

CALICLES.- Seguramente.

SÓCRATES.- Y lo son más si estos sentimientos son más vivos y menos si son más débiles, e igualmente si son iguales.

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No pretendes que los cuerdos y los insensatos, los cobardes y los valientes experimentan casi igualmente la alegría y el dolor y hasta aún más los cobardes?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Deduce conmigo las consecuencias que resultan de estos reconocimientos, porque se dice que es muy bello decir y considerar hasta dos y tres veces las cosas bellas. Convenimos en que el cuerdo y el valiente son buenos; ¿no es así?

CALICLES.- Sí.

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SÓCRATES.- ¿Y en que el insensato y el malo son malos?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- Además, en que el que disfruta de la alegría es bueno.

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Y en el que el que siente el dolor es malo.

CALICLES.- Necesariamente.

SÓCRATES.- En fin, en que el bueno y el malo experimentan de una manera igual el placer y el dolor y el malo quizá más.

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- El malo entonces se vuelve tan bueno y hasta mejor que el bueno. Esto y lo que antes se ha dicho, ¿no se deduce de que haya quien sostiene que lo bueno y lo grato es lo mismo? ¿Es así o no, Calicles?

CALICLES.- Hace ya rato, Sócrates, que te estoy escuchando, y asintiendo a todo cuando dices, porque observo que cuando alguien, aunque sea en broma, te da motivo para que le derrotes, te alegras como un niño. ¿Te has podido imaginar que yo, y al decir yo digo cualquier hombre, no opinamos que hay placeres mejores y otros peores?

SÓCRATES.- ¡Ja, ja! ¡Qué pillo eres Calicles! Me estás tratando como a un niño diciendo unas veces que las cosas son de una manera y otra de un modo distinto viendo así si me puedes engañar. Y mira: al principio no pude creer que te prestaras a engañarme, porque te tenía por amigo. Pero me he llevado un chasco y reconozco que no tengo más remedio que contentarme, como dice el antiguo proverbio, con que las cosas sean como son y tomar lo que me das. Ahora, pues, me dices, a lo que parece, que hay voluptuosidades buenas y malas. ¿No es así?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No son las buenas las que reportan alguna utilidad y las malas las perjudiciales?

CALICLES.- Indudablemente.

SÓCRATES.- ¿Te refieres a las voluptuosidades que voy a decir: refiriéndome, por ejemplo, al cuerpo, las que se encuentran en el comer y el beber? ¿Y no consideras que son buenas las que procuran al cuerpo salud y fuerza o cualquier otra cualidad parecida, y que son malas las que engendran cualidades contrarias?

CALICLES.- Seguramente.

SÓCRATES.- ¿No es preciso escoger y aprovechar las voluptuosidades y los dolores que nos sean un bien?

CALICLES.- Es cierto.

SÓCRATES.- ¿Y huir de los que nos perjudican?

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CALICLES.- Evidentemente.

SÓCRATES.- Porque, si te acuerdas, convinimos Polos y yo en que en todas las cosas tenemos que obrar en vista del bien. ¿Opinas también como nosotros que el bien es el objetivo de todas nuestras acciones y que todo le demás debe referirse a él y no el bien a las otras cosas? ¿Unes tu sufragio a los nuestros?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Entonces hay que hacer todo, hasta lo agradable con miras al bien, y no el bien con miras a lo agradable.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Puede discernir cualquiera entre las cosas agradables cuáles son las buenas y cuales las malas? ¿O más bien se necesita para ello de un experto en cada género?

CALICLES.- Hace falta uno de éstos.

SÓCRATES.- Recordemos ahora lo que acerca de este punto dije a Polos y a Gorgias. Dije, si no lo has olvidado, que hay ciertas industrias que sólo aspiran a procurar placeres y limitándose a esto ignoran lo que es bueno y lo que es malo, y que hay otras que lo saben. Entre el número de las industrias cuya finalidad son los placeres del cuerpo, he contado la cocina, no como un arte, sino como una rutina, y también la medicina entre las artes cuya finalidad es el bien. Y en nombre de Júpiter que preside la amistad, no creas, Calicles, que te conviene bromearte de mi ni de responder contra tus convicciones diciendo cuanto te venga a la boca, ni de tomar a pura chanza de mi parte lo que te digo. Estás viendo que nuestra disputa tiene por causa una materia muy importante. ¿Y qué hombre, en efecto, si tiene un poco de juicio, mostrará más interés por un asunto que pueda igualarse al que le inspire el afán de saber cómo debe vivir; si es necesario que siga la vida a la que le invitas y obrar como debe obrar un hombre, según tu criterio, discurriendo ante el pueblo congregado, ejercitándose en la retórica y administrando los negocios públicos de la manera que los administra hoy día o si debe preferir la vida consagrada a la filosofía y en qué se diferencia este género de vida del precedente? Quizá esté más apto para distinguir el uno del otro, como yo he empezado a hacerlo ha poquísimo tiempo, después de haberlos separado y haber convenido entre nosotros que son dos vidas diferentes, examinando en qué consiste esta diferencia y cuál de las dos vidas merece ser preferida. Quizá no comprendes todavía lo que te quiero decir.

CALICLES.- Verdaderamente, no.

SÓCRATES.- Te lo voy a explicar más claramente. Tú y yo hemos estado de acuerdo en que existen lo bueno y lo agradable y que lo agradable no es lo mismo que lo bueno; además en que hay ciertas industrias y diversas maneras de procurárselas; unas tendiendo a buscar lo agradable y otras lo bueno. Empieza, pues, concediéndome o negándome este punto.

CALICLES.- Te lo concedo.

SÓCRATES.- Vamos a ver si estarás de acuerdo conmigo en que lo que dije a Polos y

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Gorgias te parece verdad. Les dije que la habilidad del cocinero no me parecía un arte, sino una rutina; que la medicina, al contrario, es un arte, fundándome en que la medicina ha estudiado la naturaleza del sujeto en quien se ejerce, conoce las causas de lo que hace y puede dar razón de cada una de sus operaciones; la cocina, en cambio, por estar dedicada por completo a la preparación del placer y tender a este fin sin someterse a ninguna regla ni haber examinado la naturaleza del placer ni los motivos de sus preparaciones, está desprovista por completo de razón y, por decirlo así, no se da cuenta de nada; no es más que un uso, una rutina, un simple recuerdo que se conserva de lo que se tiene costumbre de hacer y por el que se procura el placer. Examina primeramente si esto te parece bien dicho, y en seguida si hay con relación al alma profesiones parecidas, unas de las cuales marchando según las reglas del arte tengan cuidado de procurar al alma lo que le es ventajoso y que las otras descuidan, y como ya lo he dicho con referencia al cuerpo, se ocupan únicamente del placer del alma y de los medios de buscárselos, no examinando para nada en ninguna materia cuáles son los buenos placeres y los malos, y no preocupándose más que de impresionar al alma gratamente, séale ventajoso o no. Mi opinión, Calicles, es que existe esta clase de profesiones a las que no vacilo en llamar adulaciones, lo mismo a las referentes al cuerpo que a las que conciernen al alma y a cualquiera otra cosa que procure el placer sin haberse molestado en averiguar si le es útil o pernicioso. ¿Opinas como yo o piensas de otra manera?

CALICLES.- No opino como tú, pero dejo pasar este punto a fin de terminar esta disputa y por complacer a Gorgias.

SÓCRATES.- ¿La adulación de que te hablo existe con relación a un alma solamente o también con relación a dos o más?

CALICLES.- Con relación a dos y a muchas.

SÓCRATES.- Así, pues, se podrá complacer a una muchedumbre de almas reunidas sin preocuparse de lo que les es más ventajoso.

CALICLES.- Así me lo imagino.

SÓCRATES.- ¿Podrías decirme qué profesiones son las que producen este efecto?, o, mejor aún, si lo prefieres, te interrogaré, y a medida que te parezca que una profesión es de esta clase dirás sí, y si te parece que no, dirás que no. Comencemos por la profesión de flautista. ¿No te parece, Calicles, que visa nada más que a preocuparnos un placer y que de lo demás no se preocupa?

CALICLES.- Eso me parece.

SÓCRATES.- ¿Y no juzgas lo mismo de todas las profesiones parecidas, como la de tocar la lira en los juegos públicos?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿Y no dirás lo mismo de los ejercicios de los coros y de las composiciones ditirámbicas? ¿Crees que Kinesias, hijo de Meles, se preocupa de que sus cantos sirvan para que

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se vuelvan mejores los que los escuchan y que tiene otras miras que no sean las de agradar a la masa de los espectadores?

CALICLES.- Lo que me dices de Kinesias es evidente.

SÓCRATES.- ¿Y su padre Meles? ¿Te imaginas que cuando canta acompañándose de la lira piensa en el bien? Y ni siquiera en lo agradable, porque con su canto desagrada a los oyentes. Examina bien. ¿No te parece que todo canto con acompañamiento de lira y toda composición ditirámbica no han sido inventados más que en vista del placer?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Y la tragedia, este poema imponente y admirable, ¿a qué aspira? ¿No te parece que todos sus esfuerzos no tienden más que al único objeto de placer al espectador? Cuando se presenta algo agradable y gracioso, pero malo al mismo tiempo, ¿se entretiene en suprimirlo y en declamar y canta lo que es agradable, pero útil, encuentren o no placer en ello los espectadores? De estas dos disposiciones, ¿cuál es a tu parecer la de la tragedia?

CALICLES.- Es claro, Sócrates, que se inclina más del lado del placer y del agrado de los espectadores.

SÓCRATES.- ¿No hemos visto hace muy poco, Calicles, que todo esto no es más que adulación?

CALICLES.- Seguramente.

SÓCRATES.- Pero si de una poesía, cualquiera que sea, quitásemos el canto, el ritmo y la medida, ¿quedaría algo más que las palabras?

CALICLES.- No.

SÓCRATES.- Estas palabras ¿no se dirigen a la multitud y al pueblo congregados?

CALICLES.- Sin duda alguna.

SÓCRATES.- La poesía es, pues, una poesía de declamación popular.

CALICLES.- Así lo parece.

SÓCRATES.- Esta declamación popular es, por consiguiente, una retórica, porque ¿no te parece que los poetas hacen en el teatro el papel de oradores?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Nosotros hemos encontrado, por lo tanto, una retórica para el pueblo, es decir, para los niños, las mujeres y los hombres libres y los esclavos reunidos, retórica de la que no hacemos mucho caso, puesto que hemos dicho que no es más que una adulación.

CALICLES.- Es verdad.

SÓCRATES.- Muy bien. ¿Y qué nos parece esta retórica hecha para el pueblo de Atenas y los pueblos de las otras ciudades, constituidos todos por hombres libres? ¿Te parece bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y se propongan hacer que

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sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más posible, por virtud de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores, buscando agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más que del suyo personal, traten a los pueblos como a los niños, esforzándose únicamente en complacerlos sin inquietarse de si por esto se volverán mejores o empeorarán?

CALICLES.- En esto tengo que establecer un distingo: hay oradores que hablan teniendo a la vista la utilidad pública; otros, en cambio, son como has dicho.

SÓCRATES.- Me basta con esto, porque si hay dos maneras de arengar, una de ellas es una adulación y una práctica vergonzosa, y la otra es honorable, yo opino que ésta es la que trabaja en mejorar las almas de los ciudadanos y se dedica en toda controversia a decir lo que es más provechoso, sea agradable o no al auditorio. Pero tú no has visto jamás una retórica semejante, o si puedes nombrarme algún orador de este carácter, ¿por qué no me das su nombre?

CALICLES.- ¡Por Júpiter! Entre todos los de hoy día, no conozco ni uno.

SÓCRATES.- ¿Qué dices?... Y entre los antiguos, ¿podrías nombrarme alguno de quien pueda decirse que los atenienses se volvieron mejores desde que comenzó a arengarlos de menos buenos que eran antes? Porque yo no veo quién pudiera ser.

CALICLES.- ¿Será posible que no hayas oído decir que Temístocles fue un hombre de bien, lo mismo que Cimón, Milcíades y Pericles, muerto hace poco y cuyos discursos has oído?

SÓCRATES.- Si la verdadera virtud consiste, como dijiste, en contentar sus pasiones y las de los otros, tienes razón. Pero si no es así, como nos hemos visto forzados a reconocer en el curso de esta discusión, la virtud consiste en la satisfacción de nuestros deseos, que una vez contentados hacen mejor al hombre y a no conceder nada a los que empeoran, y si además hay un arte para esto, ¿puedes decirme que alguno de los que acabas de nombrar haya sido virtuoso?

CALICLES.- No sé qué contestarte.

SÓCRATES.- Si buscas bien, encontrarás una respuesta. Examinemos, pues, pacíficamente, si alguno de entre ellos ha sido virtuoso. ¿No es cierto que el hombre virtuoso, que en todos sus discursos tiene siempre en vista el mayor bien, no hablará al azar y se propondrá un fin? Procederá como los artistas que aspirando a la perfección en su obra no cogerán al azar lo que necesitan para ejecutarla, sino lo que es adecuado para darle la forma que debe tener. Por ejemplo: si quieres fijarte en los pintores, en los arquitectos, en los constructores de barcos, en una palabra, en el obrero que te plazca, verás que cada uno de ellos pone en cierto orden todo lo que coloca y obliga a cada parte a adaptarse y a sumarse a las otras hasta que todo tenga la disposición, la forma y la belleza que debe tener, lo mismo que los otros obreros de quienes hablábamos antes hacen con relación a su obra; me refiero a lo que los maestros de gimnasia y los médicos hacen respecto del cuerpo para prepararlo debidamente y lograr su mejor estado. ¿Reconocemos o no que la cosa es así?

CALICLES.- Creo que siempre debe ser así.

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SÓCRATES.- Una casa en la que reina el orden y el arreglo, ¿no es buena?, y si en ella hay desorden, ¿no es mala?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- ¿No debe decirse lo mismo de una embarcación?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Y refiriéndonos a nuestro cuerpo, ¿no podemos emplear el mismo lenguaje?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿Será buena nuestra alma si es desordenada? ¿No lo será más si todo en ella está en orden y en regla?

CALICLES.- Después de lo anteriormente dicho, nadie podrá negarlo.

SÓCRATES.- ¿Qué nombre darías al efecto que el orden y el arreglo producen en el cuerpo? Probablemente lo llamarías salud y fuerza, ¿no es cierto?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Trata ahora de encontrar y decirme precisamente el nombre del efecto que el orden y el arreglo producen en el alma.

CALICLES.- ¿Por qué no lo buscas tú mismo, Sócrates?

SÓCRATES.- Si prefieres, lo diré; pero si encuentras que tengo razón, convén en ello; si no, refútame y no me dejes pasar nada. Me parece que se da el nombre de saludable a todo lo que entretiene el orden en el cuerpo y de donde la salud y las otras buenas cualidades corporales. ¿Te parece bien o no?

CALICLES.- Me parece verdad.

SÓCRATES.- Así, pues, el buen orador, el que se conduce según las reglas del arte, tenderá siempre a este fin en los discursos que dirigirá a las almas y en todas sus acciones; si hace alguna concesión al pueblo será sin perder esto de vista y si le quita algo será por el mismo motivo. Su espíritu estará ocupado incesantemente pensando en los medios de hacer nacer la justicia en el alma de sus conciudadanos, de expulsar de ella a la injusticia, de hacer germinar en ella la templanza y de apartar de ella a la intemperancia; de introducir, en fin, todas las virtudes y de excluir todos los vicios. ¿Estás de acuerdo conmigo u opinas de otro modo?

CALICLES.- Opino como tú.

SÓCRATES.- ¿De qué le sirve, en efecto, Calicles, a un cuerpo enfermo y mal dispuesto que le presenten manjares suculentos en abundancia y las bebidas más exquisitas o cualquier otra cosa que quizá de nada le aproveche o, al contrario, más bien le perjudique? ¿No es verdad?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Porque me figuro que no es una ventaja para un hombre vivir con un cuerpo enfermo, puesto que por necesidad tendrá que vivir en ese estado una vida desgraciada. ¿No te

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lo parece?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Por esto dejan los médicos en general en libertad a los que se encuentran bien de satisfacer sus apetitos como de comer cuanto quieran cuando tienen gana y lo mismo de beber cuando tienen sed. Pero jamás permiten a los enfermos hartarse de lo que les apetece. ¿Estás también de acuerdo conmigo en esto?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Pero, querido amigo, ¿no será preciso proceder lo mismo con el alma? Quiero decir que en tanto sea mala, es decir, insensata, intemperante, injusta e impía, se debe mantener alejado de ella lo que desea y no permitirle más que lo que pueda volverla mejor. ¿Piensas como yo o no?

CALICLES.- Pienso como tú.

SÓCRATES.- Porque es el partido más ventajoso para el alma.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- Pero tener a alguien alejado de lo que desea, ¿no es corregirle?

CALICLES.- Sí.

SOCRATES.- Entonces para el alma vale más vivir corregida que silenciosamente, como pensabas ha poco.

CALICLES.- No comprendo nada de lo que dices, Sócrates, interroga a otro.

SÓCRATES.- He aquí un hombre que no podría consentir en lo que por él se hace ni soportar la cosa misma de que estamos hablando: la enmienda.

CALICLES.- Nada de lo que has estado diciendo me interesa ni me ocupo de ello; si te he estado contestando ha sido por complacer a Gorgias.

SÓCRATES.- ¡Sea! ¿Qué haremos entonces? ¿Dejaremos incompleta esta discusión?

CALICLES.- Tú lo sabrás.

SÓCRATES.- Pero como comúnmente se dice que no está permitido dejar nada incompleto, aunque sólo sea un cuento y que hay que ponerle una cabeza para que no ande errante sin cabeza de un lado a otro, contéstame a lo que falta para dar una cabeza a esta conversación.

CALICLES.- ¡Qué pesado eres, Sócrates! Si quieres creerme, renuncia a esta disputa o termínala con otro.

SÓCRATES.- ¿Quién querrá ser ese otro? Por favor, no dejemos sin terminar esta discusión.

CALICLES.- ¿No podrías terminarla solo, sea hablando o contestándote tú mismo?

SÓCRATES.- No, por temor de que me ocurra lo que dice Epicharmes, y que no sea yo solo el que diga lo que dos hombres decían antes. Pero veo que no voy a tener más remedio que hacerlo. Sin embargo, si lo decidimos juntos, creo que ya que somos tantos debemos estar

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interesados en saber lo que hay de verdad y de falso en el asunto de que tratamos, porque a todos nos interesa que la cosa quede evidenciada. Por esto voy a exponer lo que pienso acerca de esto. Si alguno de vosotros encontrase que reconozco como verdaderas cosas que no lo son, que me interrumpa sin pérdida de tiempo y me refute. Después de todo, no hablo como un hombre seguro de lo que dice, pero busco unido a vosotros. Por esto, si alguno que me discuta una cosa me pareciera que tiene razón, seré el primero en ponerme de acuerdo con él. Por lo demás, no os hago esta proposición más que en el concepto de que juzguéis que debe terminarse esta discusión; mas si no opináis así, dejémosla donde ha quedado y vámonos.

GORGIAS.- Mi opinión, Sócrates, es que nos separemos, pero como tú termines antes tu discurso, y me parece que los otros piensan como yo. Estaría encantado de oírte exponer lo que aún te queda que decir.

SÓCRATES.- Y yo, Gorgias, reanudaría gustosísimo la conversación con Calicles hasta que pudiera devolverle el discurso del Anfión por el de Zethos. Pero puesto que no quieres, Calicles, que terminaremos esta disputa, escúchame al menos, y cuando se me escape alguna frase que no te parezca bien dicha, dime que no siga, y si me pruebas que estoy en un error, no me enfadaré contigo; al contrario, te consideraré como mi mayor bienhechor.

CALICLES.- Habla, amigo mío, y acaba.

SÓCRATES.- Escúchame bien: voy a reanudar nuestra disputa desde el principio. Lo bueno y lo agradable son la misma cosa, ¿no? No, como convinimos Calicles y yo. ¿Precisa que hagamos lo agradable en vista de lo bueno o lo bueno en vista de lo agradable? Debemos hacer lo agradable en vista de lo bueno. ¿No es lo agradable lo que nos produce una sensación de placer mientras disfrutamos de ello? ¿Y bueno aquello cuya presencia nos hace buenos? Sin duda. Entonces nosotros somos buenos, nosotros y todas las cosas que son buenas por la presencia de alguna virtud. Me parece que esto es incontestable, Calicles. Pero la virtud de una cosa, cualquiera que sea, mueble, cuerpo, alma o animal, no se encuentra en ella, sin más ni mas, de una manera perfecta; debe su origen al orden, al arte, que conviene a cada una de dichas cosas. ¿Es esto verdad? Para mí, sí. La virtud de cada cosa ¿está, pues, reglamentada y ordenada? Yo lo afirmaría. Entonces, el alma que tenga un orden especial ¿será también mejor que la desordenada? Necesariamente. Pero el alma que tiene orden y mérito es la reglada. ¿Cómo podría no serlo? ¿Es temperante el alma reglada? Por fuerza. Entonces el alma temperante es buena. No podrías decir lo contrario, Calicles; pero si tienes que objetarme algo, dímelo.

CALICLES.- Continúa, caro amigo.

SÓCRATES.- Digo, pues, que si el alma temperante es buena, la que está en una disposición contraria tiene que ser mala. Esta alma es el alma insensata e intemperante.

CALICLES.- Convengo en ello.

SÓCRATES.- El hombre temperante o moderado cumple con sus deberes para con Dios y sus semejantes, porque si no los cumpliera no sería temperante. Y es necesario que sea así.

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Cumpliendo con sus deberes para con sus semejantes realiza actos de justicia, y cumpliendo los que tiene para con Dios, actos de santidad. Y todo el que realiza actos de justicia y santidad es necesariamente justo y santo. Esto es verdad. Por fuerza, además, es valeroso, porque no es propio de un hombre temperante buscar ni rehuir lo que no le conviene buscar ni rehuir. Pero cuando el deber lo exige es preciso que prescinda de acontecimientos y de los hombres, del placer y del dolor, buscando, en cambio, lo que le conviene y permaneciendo firme donde deba. De manera, caro Calicles, que es de toda necesidad que el hombre temperante que, como se ha visto, es justo, valeroso y santo, sea un perfecto hombre de bien, y que siendo un hombre de bien todos sus actos sean buenos y honrados, y que obrando bien sea dichoso; que el malo, al contrario, cuyos hechos son perversos, sea desgraciado; el malo es de una disposición contraria a la del temperante, es el libertino, cuya condición tú ponderas. Esto hago constar por lo menos y afirmo que es verdad, y si es verdad, quienquiera que aspire a vivir feliz no tendrá más remedio, me parece, que buscar y ejercer la templanza y huir de la vida licenciosa tan lejos y rápidamente como pueda; por todos los medios posibles debe procurar, además, no hacerse merecedor de ninguna corrección, pero si tuviera necesidad de ella o alguno de los suyos, sea en la vida privada o por su intervención en los asuntos públicos74, será preciso que le hagan sufrir un castigo y que se le corrija si se quiere que sea feliz. Tal es, a mi juicio, el objetivo que debe guiar su conducta, refiriendo todos sus actos y los del Estado a este fin; que la justicia y la moderación imperan en aquel que aspira a ser dichoso. Hay que guardarse muy bien de dar libre curso a sus pasiones, de esforzarse en satisfacerlas, lo que es un mal incurable, y de llevar así una vida de bandolero. Un hombre tal no podría ser amigo de los otros hombres ni de los dioses, porque no es posible que tenga relación alguna con ellos, y donde no median relaciones no puede existir la amistad. Los sabios, Calicles, dicen que un lazo común une al Cielo con la Tierra, a los dioses y a los hombres, y este lazo común es la amistad, la templanza, la moderación y la justicia, y por esta razón, amado Calicles, dan a este universo el nombre de Orden75 y no lo llaman desorden o licencia. Pero a pesar de lo sabio que eres, me parece que no prestas atención a lo que digo y no ves que la igualdad geométrica tiene mucho poder entre los dioses y los hombres. Así es que crees que todo es cuestión de tener más que los demás y no hacer caso de la Geometría. ¡Bueno! Es preciso, pues, refutar lo que acabo de decir y demostrar que no se es feliz por la posesión de la justicia y de la templanza ni desgraciado por estar entregado al vicio; o si este discurso es verdad, examinar lo que resultará de él. Pero resulta, Calicles, todo lo que antes dije y acerca de lo cual me preguntaste si hablaba en serio cuando dije que en caso de una injusticia debería acusarse uno mismo, acusar a su hijo y a su amigo y valerse para esto de la retórica. Y lo que creíste que Polos aceptaba como verdad por vergüenza, era, pues, verdad, que es mucho más repugnante y mucho peor, cometer una injusticia que ser víctima de ella. No es menos verdad que para ser un buen orador es preciso ser justo y estar versado en la ciencia de las cosas justas, lo que Polos también ha dicho que Gorgias me había concedido por vergüenza. Las cosas en este estado, examinemos un poco los reproches que me haces, y si tienes razón o no al decir que no estoy en disposición de defenderme yo mismo ni a

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ninguno de mis amigos, ni de mis parientes, ni de librarme de los grandes peligros; en fin, que estoy a merced del primero que quiera abofetearme -ésta fue tu expresión- o despojarme de mis bienes o desterrarme de la ciudad o hasta de matarme, y que hallarse en una situación semejante es lo más horrible del mundo. Tal fue tu manera de pensar. He aquí la mía: la he dicho ya más de una vez, pero nada me importa repetirlo. Sostengo, Calicles, que lo más feo de todo no es ser abofeteado injustamente, ni verse mutilado el cuerpo o despojado el bolsillo, sino el hecho de abofetearme y de arrebatarme injustamente lo que es mío; y que robarme, apoderarse de mi persona, escalar mi casa, cometer en una palabra, cualquiera mala acción contra mí o contra lo que es mío, es mucho peor y más odioso para el que lo comete que para mí que lo sufro. Estas verdades, que pretendo han sido demostradas en el transcurso de esta conversación, están unidas entre sí, al menos me lo parece, por razones de hierro y de diamante, sirviéndome de una expresión quizá un poco grosera. Si no consigues romperlas, tú o cualquier otro mas vigoroso que tú, no será posible hablar con sensatez de estos objetos si se emplea un lenguaje diferente del mío, que en estas cuestiones es siempre el mismo, a saber: que no puedo asegurar que lo que digo sea la verdad, pero de todos con quienes he hablado, como ahora hablo contigo, no ha habido ni uno que haya podido evitar caer en ridículo si sostuvo una opinión contraria. Esto me hace suponer que mi creencia es la verdadera; pero si lo es, si la injusticia es el mayor de los males para quien la comete, y si a pesar de lo grande que es existe otro, si es posible todavía mayor, es éste: el de no ser castigado por las injusticias cometidas ¿qué genero de socorro es el que uno no puede procurarse a sí mismo sin exponerse a ser objeto de la burla general? ¿No es éste el auxilio cuyo efecto es el de apartar de nosotros el mayor perjuicio? Sí: lo incontestablemente más vergonzoso es no poder prestarse ayuda a sí mismo ni a sus parientes ni amigos. En segundo lugar, hay que colocar como vergonzoso la incapacidad de poder evitar el segundo mal; en tercer lugar la impotencia de poder evitar el tercer mal y así sucesivamente según la importancia del mal. Tan bello como es poderse preservar de estos males, tan vergonzoso y feo es el no poder evitarlos. ¿Te parece que es así, como digo, o crees que de otra manera?

CALICLES.- Creo que es como has dicho.

SÓCRATES.- De estas dos cosas, cometer una injusticia y ser víctima de ella, siendo la primera para nosotros un gran mal y la segunda uno menor, ¿qué es, pues, preciso que el hombre se procure para estar en disposición de socorrerse a sí mismo y gozar de la noble ventaja de no cometer una injusticia y no ser víctima de ella? ¿Es el poder o la voluntad? He aquí lo que quiero decir. Pregunto si para no sufrir injusticias basta no querer ser víctima de ellas o si hay que hacerse bastante poderoso para ponerse a cubierto de ellas.

CALICLES.- Es evidente que no logrará librarse de ellas más que siendo poderoso.

SÓCRATES.- En cuanto al segundo punto, que es cometer la injusticia, ¿será bastante no querer para no cometerla, de manera que en efecto no se cometa? o ¿será necesario conquistar cierto poder o un cierto arte y falto de aquél o si no se aprende o logra practicarlo cometerá la

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injusticia?... ¿Por qué no contestas a esto, Calicles? ¿Crees que cuando Polos y yo convinimos en que nadie comete la injusticia queriendo, sino que los que son malos y obran mal cometen la injusticia contra su voluntad nos hayamos visto obligados por buenas razones o no a hacer esta declaración?

CALICLES.- Te concedo también esto para que puedas terminar tu discurso.

SÓCRATES.- Es necesario, pues, a lo que parece, procurarse también cierto poder o cierto arte para no cometer injusticias.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- Pero para preservarse de toda o de casi toda la injusticia de otro, ¿qué medio hay? Fíjate a ver si en esto eres de mi opinión. Creo que es necesario poseer toda la autoridad en la ciudad, bien como soberano o tirano, o bien siendo amigo de los que gobiernan.

CALICLES.- ¿Ves, Sócrates, cómo estoy dispuesto a darte mi aprobación cuando dices bien? Esto me parece perfectamente bien dicho.

SÓCRATES.- Examina si lo que añado es menos verdad. Me parece, como dijeron antiguos y sabios personajes, que lo semejante es amigo de lo que se le asemeja más. ¿Piensas igualmente?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Entonces, ¿dondequiera que se encuentre un tirano salvaje y sin educación, si hay en su ciudad algún ciudadano mucho mejor que él, le temerá y no podrá ser nunca su verdadero amigo?

CALICLES.- Es cierto.

SÓCRATES.- El tirano a su vez no querrá tampoco a ningún ciudadano de un mérito inferior al suyo, porque le despreciará y no sentirá nunca por él el afecto que se profesa a un amigo.

CALICLES.- También es verdad.

SÓCRATES- El único amigo que le quedará, por consiguiente, el solo a quien otorgará su confianza, será aquel que teniendo su mismo carácter, aprobando y censurando las mismas cosas, consentirá en obedecerle y en estar sometido a su voluntad. Este hombre disfrutará de gran influencia en el Estado, y nadie podrá perjudicarle impunemente. ¿No te parece?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Si alguno de los jóvenes de esta ciudad se dijese: ¿de qué manera podré alcanzar un gran poder que me ponga al abrigo de cualquier injusticia? El camino que hay que seguir para conseguirlo me parece que es el acostumbrarse desde bien temprano a tener los mismos gustos y las mismas aversiones que el tirano, y esforzarse en lograr parecérsele lo más posible. ¿No te parece?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Por este medio, se pondrá muy pronto, decimos, a cubierto de las injusticias y

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se hará poderoso entre sus conciudadanos.

CALICLES.- Puede asegurarse.

SÓCRATES.- Pero ¿podrá precaverse igualmente contra la comisión de injusticias por su parte? ¿O necesitará mucho en el caso de que se parezca a un jefe, para tener un gran ascendiente sobre él? Yo creo que todos sus esfuerzos se dirigirán a colocarse en disposición de poder cometer las mayores injusticias y a no tener que temer poder ser castigado. ¿No opinas lo mismo?

CALICLES.- Indudablemente.

SÓCRATES.- Por consiguiente, llevará consigo el mayor de los males, que será la desfiguración de su alma, originada por la semejanza con su jefe y por su poder.

CALICLES.- No sé cómo te las arreglas para dar vueltas a tu discurso poniéndolo de arriba abajo y viceversa. ¿Ignoras que este hombre que toma por modelo al tirano hará morir, si le parece, y despojará de sus bienes al que no quiera hacer como él?

SÓCRATES.- Lo sé, mi querido Calicles; tendría que ser sordo para ignorarlo después de haberlo oído más de una vez de tus propios labios hace muy poco tiempo, lo mismo que de los de Polos y de los de casi todos los habitantes de esta ciudad. Pero escúchame a mi vez. Convengo en que podrá mandar matar a quien se le antoje, pero entonces será un malvado y el condenado a muerte un hombre de bien.

CALICLES.- ¿No es esto precisamente lo más irritante?

SÓCRATES.- Para el hombre sensato, al menos, no, como lo prueba este discurso. ¿Crees acaso que el hombre no debe preocuparse más que de vivir el mayor tiempo posible y dedicarse al aprendizaje de las artes que puedan preservarnos de todos los mayores peligros, como el arte de la retórica, que hoy me aconsejabas estudie, porque constituye nuestra seguridad ante los tribunales?

CALICLES.- ¡Sí, por Júpiter!; cree que te doy un excelente consejo.

SÓCRATES.- Y el arte de nadar, querido Calicles, ¿no te parece muy estimable?

CALICLES.- Si te he de ser franco, no.

SÓCRATES.- Sin embargo, salva de la muerte a quienes se hallan en circunstancias en que es necesario este arte. Pero si te parece indigno de aprecio te citaré otro muy importante: el arte de dirigir las embarcaciones, que no solamente preserva a las almas, sino también a los cuerpos y los bienes contra los mayores peligros, como la retórica. Este arte es modesto y sin pompa, se mantiene retraído y procura pasar inadvertido, como si nunca hiciera nada de particular; mas aunque gracias a él logremos las mismas ventajas que nos proporciona el arte de la oratoria, no exige, creo, más que dos óbolos para traernos sanos y salvos desde Egina hasta aquí, y si es desde Egipto o desde el Ponto sólo dos dracmas por prestarnos un beneficio tan grande y conservarnos, como acabo de decir, nuestra persona y bienes, nuestros hijos y nuestras esposas al depositarnos sobre tierra firme en el puerto. El que posee este arte y que nos ha prestado tan

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señalado servicio, apenas desembarca se pasea modestamente por la orilla junto a su barco, porque sabe decirse a sí mismo, me imagino, que ignora quiénes son los viajeros a los que ha favorecido preservándolos de sumergirse, ni quiénes a los que ha perjudicado sabiendo que no han salido de su barco mejores de lo que entraron de cuerpo y alma. Razona, pues, de esta suerte: si alguno afecto de enfermedades graves, incurables, no se ha ahogado en las aguas del mar, es víctima de la desgracia de no haberse muerto y no me está obligado por nada. Si, pues, recibe en su alma sustancia mucho más preciosa que su cuerpo, una porción de males incurables, ¿es un beneficio vivir o se le presta un servicio a un hombre semejante salvándole del mar, de las garras de la justicia o de cualquier otro peligro? Al contrario, el piloto sabe que para un malvado la vida no significa una ventaja, porque por necesidad tiene que vivir desgraciado. Éste es el motivo de que el piloto no esté vanidoso de su arte, aunque le debamos nuestra salvación, ni tampoco el arquitecto militar, que en ciertos casos puede salvar tantas cosas, no digo como el piloto, sino como el caudillo de las tropas, que a veces conserva ciudades enteras. No lo compares, pues, con el abogado. Si no obstante quisiera hablar como tú, Calicles, y ponderar su arte, te agobiaría a fuerza de razones, probándote que debes hacerte arquitecto militar y exhortándote a creer que las demás artes nada significan al lado de la suya, y está seguro de que las palabras no le faltarían. Y tú no dejarías por esto de menospreciar menos su arte y a él; le dirías como una injuria que no es más que un arquitecto militar y que no querrías a su hija por nuera ni a su hijo por yerno. Mas tú, que tanto alabas tu arte, ¿con qué derecho podrás despreciar el suyo y los otros de que he hablado? Sé lo que me vas a contestar: que eres mejor que ellos y de mejor ascendencia. Pero si por mejor no debe entenderse lo que yo llamo mejor, y si toda la virtud consiste en poseer en seguridad su persona y bienes, tu desprecio al arquitecto militar, al médico y las otras artes cuyo fin es velar por nuestra conservación, es sencillamente, una ridiculez. Pero ten mucho cuidado, querido amigo, de que lo bello y lo bueno no sean algo más que el aseguramiento y la conservación propios y de los demás. En efecto, el que es verdaderamente un hombre, no debe desear vivir tanto tiempo como se supone ni demostrar demasiado apego a la vida, sino dejar a Dios el cuidado de todo esto, y prestando crédito a lo que dicen las mujeres, de que nadie ha logrado escapar a su destino, hay que ver después de qué manera tendrá que proceder para pasar lo mejor posible el tiempo que se ha de vivir. ¿Ha de ser esto acomodándose a las costumbres del gobierno al que se está subordinado? Es, pues, preciso que te esfuerces por parecerte al pueblo ateniense si quieres serle grato y tener un gran crédito en esta ciudad. Mira si te convendrá y también a mí. Pero sí hay que temer, querido amigo, que no nos ocurra, lo que se dice sucede a las mujeres de Tesalia cuando hacen descender la Luna, y no podamos adquirir tal poder en Atenas más que a costa, de lo que nos sea, más caro76. Y si crees que alguno en el mundo te enseñará el secreto de volverte poderoso en esta ciudad sin tener el menor parecido con el Gobierno y que este parecido sea para ti un bien o más bien un mal, como pienso, te engañas, Calicles. Porque no te bastará ser un imitador; es preciso haber nacido con un carácter igual al suyo para contraer con ellos una amistad verdadera y también conseguir algo de la de tu mancebo, el hijo de Pirilampes. El que te dé un perfecto parecido con

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ellos hará de ti un político y un orador tal como ambicionas serlo. Los hombres, en efecto, se complacen escuchando los discursos que se refieren a sus caracteres y todo lo extraño a éstos los ofende; a menos, querido Calicles, que otro sea tu modo de pensar. ¿Tenemos algo que oponer a esto?

CALICLES.- No sé cómo es, Sócrates, pero me parece que tienes razón, y, sin embargo, me encuentro en el mismo caso de la mayoría de los que te escuchan: no me persuades.

SÓCRATES.- Esto es debido a que el cariño a tu pueblo y el amor que sientes por el hijo de Pirilampes, arraigados en tu corazón, combaten mis razones. Pero si reflexionamos juntos y más a menudo acerca de estos asuntos, quizá te rindas a ellas. Recuerda que dijimos que hay dos maneras de cultivar el cuerpo y el alma: una que tiene por objetivo el placer y otra que se propone el bien y lejos de adular sus inclinaciones las combate. ¿No es esto en lo que convenimos se diferencian ambas?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- La que sólo piensa en la voluptuosidad es innoble y nada más que pura adulación. ¿No es así?

CALICLES.- Sí, puesto que lo quieres.

SÓCRATES.- La otra, en cambio, no piensa más que en perfeccionar el objeto de nuestros cuidados, sea el cuerpo o sea el alma.

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿No es así como debemos emprender la cultura del Estado y de los ciudadanos, trabajando para hacerles tan buenos como sea posible?, puesto que sin esto, como antes dijimos, cualquier servicio que se les haga no les sería de ninguna utilidad, a menos que el alma de aquellos a quienes deban procurar grandes riquezas o un aumento de sus dominios o cualquier otro género de poder, no sea buena y honrada. ¿Admitimos esto como cierto?

CALICLES.- Sí, si lo prefieres.

SÓCRATES.- Si nos instáramos mutuamente, querido Calicles, a intervenir en los asuntos públicos, por ejemplo en la construcción de las murallas, arsenales, templos y los edificios más considerables, ¿no sería lo más natural que nos estudiáramos y examináramos primero si tenemos aptitudes o conocimiento en la arquitectura o no y de quién habíamos aprendido este arte? ¿Crees que sería necesario o no?

CALICLES.- Indudablemente, creo que sí.

SÓCRATES.- Lo segundo que habría que examinar, ¿no sería si hemos construido alguna casa para nosotros o nuestros amigos y si esta casa está bien o mal construida? Y una vez terminado este examen, si encontrásemos que habíamos tenido maestros inteligentes y célebres, bajo cuya dirección hemos construido un gran número de hermosos edificios y otros varios para nosotros mismos desde que nos separamos de nuestros maestros, siendo así podía confiársenos sin temor a imprudencia la construcción de las obras públicas; mas, si al contrario, no podemos

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decir quiénes fueron nuestros maestros ni enseñar ningún edificio obra nuestra o si enseñamos varios mal entendidos, sería una locura de nuestra parte emprender una obra pública y animarnos a ello mutuamente. ¿Reconocemos que esto está bien dicho o no?

CALICLES.- Sin duda.

SÓCRATES.- ¿No ocurre lo mismo con las demás cosas? Si, por ejemplo, tuviéramos que servir al público en calidad de médicos y creyéndonos capacitados para ello, ¿no nos examinaríamos mutuamente y estudiaríamos? Veamos, dirías tú, cómo está Sócrates, y si sus cuidados han curado a alguien, hombre libre o esclavo. Y yo haría lo mismo contigo. Y si resultara que no hubiéramos devuelto la salud a nadie, ni ciudadano extranjero, ni hombre ni mujer, ¡por el nombre santo de Júpiter!, Calicles, ¿no sería verdaderamente muy ridículo que pueda haber hombres que lleguen al extravagante extremo de querer aprender en el mismo cántaro, como se dice, el oficio de alfarero y dedicarse en seguida al servicio del público y animar a los otros a que los imiten antes de haber logrado ejercitarse en su arte y producido muestras de su aprendizaje? ¿No juzgarías que una conducta semejante sería verdaderamente insensata?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Entretanto, ¡oh, tú!, el mejor de los hombres, que empiezas a intervenir en la vida pública incitándome a imitarte y que me reprochas que no tomo ninguna parte activa en ella, ¿no podríamos examinarnos mutuamente? Ensayemos un poco: ¿Calicles ha convertido en mejor a algún ciudadano en el tiempo transcurrido? ¿Podéis nombrar a alguien, extranjero, ciudadano, hombre libre o esclavo que habiendo sido antes un malvado, injusto, insensato y libertino se haya convertido en un hombre honrado gracias a los esfuerzos de Calicles? Dime, Calicles, si te interrogan así, ¿qué responderías? ¿Podrías decir que el trato contigo ha mejorado a alguien? ¿Te avergüenzas de confesarme si cuando no eras más que un simple particular y antes de mezclarte en el gobierno del Estado hiciste algo parecido?

CALICLES.- Siempre quieres tener razón, Sócrates.

SÓCRATES.- No creas que te interrogo por espíritu de controversia, sino por el sincero deseo de aprender cómo debe uno conducirse entre nosotros en la administración pública, y si al intervenir en los asuntos del Estado te propondrás otro objeto que no sea el hacer de nosotros perfectos ciudadanos. ¿No hemos convenido varias veces ya que tal debe ser la finalidad de la política? ¿Estamos de acuerdo o no? responde. Pues estamos de acuerdo, ya que me obligas a contestar por ti. Si tal es el beneficio que el hombre de bien debe esforzarse en procurar a su patria, reflexiona un poco y dime si te sigue pareciendo todavía que aquellos personajes, de quienes hablaste hace algún tiempo, Pericles, Cimón, Milcíades y Temístocles, fueron buenos ciudadanos.

CALICLES.- Sin duda alguna.

SÓCRATES.- Si fueron buenos ciudadanos es evidente, por consiguiente, que de peores que

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eran sus compatriotas los hicieron mejores. ¿Los hicieron o no?

CALICLES.- Los hicieron.

SÓCRATES.- Cuando Pericles empezó a hablar en público, ¿eran, pues, peores los atenienses que cuando los arengó por última vez?

CALICLES.- Pudo ser que lo fueran.

SÓCRATES.- No hay que decir «pudo ser», querido amigo, porque eso se deduce necesariamente de lo que hemos convenido, si es verdad que Pericles fue un buen ciudadano.

CALICLES.- Bueno, ¿qué más?

SÓCRATES.- Nada, pero dime solamente si es general la opinión de que los atenienses se volvieron mejores por los ciudadanos de Pericles o si éste, por el contrario, los corrompió más. Oigo decir que por culpa de Pericles los atenienses se volvieron perezosos, cobardes, charlatanes e interesados, puesto que él fue el primero que los convirtió en mercenarios.

CALICLES.- Esto, Sócrates, se lo has oído decir a los orejas gachas77.

SÓCRATES.- Lo que voy a decirte ahora al menos no es un «oído decir». Sé, con toda certeza, y tú también lo sabes, que Pericles adquirió al principio un gran renombre y que los atenienses en el tiempo se fueron peores, no pronunciaron contra él ninguna sentencia infamante, pero al fin de la vida de Pericles, cuando gracias a él se hubieron vuelto buenos y virtuosos, lo condenaron por peculado, y faltó muy poco para que le condenaran a muerte como a un mal ciudadano.

CALICLES.- ¿Acaso fue por eso malo Pericles?

SÓCRATES.- De un hombre que guardara asnos, caballos y bueyes, dirían, si se le pareciera, que era un mal guardián, si aquellos animales vuelto feroces entre sus manos cocearan, mordieran y dieran cornadas, no hubiesen tenido tales mañas cuando se le confiaron. ¿No crees que no sabe cuidar bien de un animal cualquiera que sea quien habiéndolo recibido manso lo hace más intratable que no lo era? ¿Opinas así o no?

CALICLES.- Sí, puesto que así te complazco.

SÓCRATES.- Pues entonces haz el favor de decirme si el hombre puede ser clasificado en la especie de los animales o no.

CALICLES.- ¿Cómo no ha de estarlo?

SÓCRATES.- ¿No gobernaba Pericles a los hombres?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Pues bien, ¿no era preciso, como hemos convenido, que de injustos que eran, sometidos a él se volvieron buenos, ya que él los gobernaba como si realmente fuese un buen político?

CALICLES.- Ciertamente.

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SÓCRATES.- Pero los justos son de carácter dulce, como dice Homero. Tú qué dices, ¿piensas como nuestro gran poeta?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Pero Pericles los volvió más feroces de lo que eran cuando se encargó de ellos, y esto basta contra él mismo, lo más contrario del mundo a sus propósitos.

CALICLES.- ¿Quieres que convenga en ello?

SÓCRATES.- Sí, si crees que digo la verdad. ¿Y al volverlos más feroces no los hizo, por consiguiente, más injustos y peores?

CALICLES.- Sea.

SÓCRATES.- Por lo tanto, desde este punto de vista no ha sido Pericles un buen político.

CALICLES.- Tú lo dices.

SÓCRATES.- Y tú también a juzgar por tus confesiones. Dime ahora acerca de Cimón: ¿aquellos a quienes gobernó no le hicieron sufrir la pena de ostracismo para estar diez años sin oír su voz? ¿No hicieron lo mismo también con Temístocles, pero desterrándole para siempre? A Milcíades, el vencedor en Maratón, le condenaron a ser enterrado vivo, y si no hubiera sido por el primer pritáneo le hubieran arrojado a la fosa. Sin embargo, si todos ellos hubieran sido buenos ciudadanos, nada parecido a esto les hubiera ocurrido. No es natural que los hábiles conductores de carros que no se cayeron de sus vehículos cuando comenzaron a conducirlos se caigan más tarde después de haber domado sus caballos y ser mejores aurigas. Esto es lo que no ocurre ni en la conducción de carros ni en ninguna otra profesión. ¿Qué dices?

CALICLES.- Que, en efecto, no ocurre.

SÓCRATES.- Nuestros anteriores discursos han resultado, por lo tanto, verdad, porque parece que no conocemos a persona alguna de esta ciudad que haya sido un buen político. Confesaste hace muy poco que hoy día no encuentras ni uno solo, pero sostuviste que antes los hubo y nombraste preferentemente a éstos, de quienes acabo de hablar, y luego hemos visto que en nada aventajaban a los de hoy día, que si hubieran sido oradores habrían hecho uso de la verdadera retórica, haciendo mejores a los atenienses, y si se hubieran servido de la retórica aduladora no habrían incurrido en su desgracia.

CALICLES.- Y sin embargo, caro Sócrates, falta mucho para que alguno de los políticos del día ejecute obras tan grandes como las que hizo el que más prefieras de aquellos otros.

SÓCRATES.- Por esto, querido amigo, no los menosprecio en su calidad de servidores del pueblo; al contrario, me parece que desde este punto de vista valen mucho más que los actuales y que se mostraron más hábiles en procurar al Estado lo que deseaba. Pero en lo referente a hacer cambiar de objetivo a los deseos, no permitir su satisfacción y llevar a los ciudadanos, bien fuera por la persuasión y hasta por la violencia, hacia lo que pudiera haberlos hecho mejores, es en lo que, por decirlo así, no existe diferencia entre ellos y los de ahora, y ésta es realmente la única empresa propia de un buen ciudadano. En lo que estoy muy de acuerdo contigo es en

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reconocer que en la cuestión de construcciones de barcos, murallas, arsenales y muchas otras obras análogas supieron procurarnos mucho más los de los tiempos pasados lo que nos hacía falta que los de nuestros días. Pero en esta discusión nos está sucediendo a ti y a mí una cosa un poco ridícula. Desde que empezamos a hablar no hemos cesado de dar vueltas alrededor del mismo objeto sin entendernos. Me imagino que con frecuencia has confesado y reconocido que hay dos maneras de cuidar el cuerpo y el alma: la una, servil, se propone proporcionar por todos los medios posibles alimentos a los cuerpos cuando sienten hambre y bebidas cuando tienen sed, vestidos para el día y para la noche y calzados cuando tienen frío, y en una palabra, todas las otras cosas que el cuerpo puede necesitar. Me sirvo expresamente de estas imágenes para que comprendas mejor mi pensamiento. Cuando se está en disposición de subvenir a estas necesidades, como comerciante, traficante o artesano de cualquiera de estas profesiones: panadero, cochero, tejedor, zapatero y curtidor, no es de extrañar que uno por ser tal se figure ser el proveedor de las necesidades del cuerpo y que como tal sea mirado por cualquiera que ignore que además de estas artes hay otras cuyas partes son la gimnástica y la medicina, y a la que verdaderamente pertenece el cuidar del cuerpo y a la que corresponde imponerse a todas las otras artes y servirse de sus productos, porque es la sola que sabe lo que hay de saludable y perjudicial en la comida y en la bebida y que las otras artes ignoran. Por esto cuando se trata del cuerpo hay que reputar de funciones serviles y bajas a las otras artes y que la medicina y la gimnasia ocupen, como es justo, la jerarquía que les corresponde. Que lo mismo ocurre con relación al alma, me parece habrás comprendido algunas veces qué es lo que pienso, y me lo concedes como hombre que entiende perfectamente lo que digo. Pero un momento después añades que en esta ciudad ha habido excelentes hombres de Estado, y cuando te pregunto quiénes, me presentas hombres que para los asuntos políticos son precisamente como si te preguntase quiénes han sido o son los más hábiles en la gimnástica y capaces de cuidar bien de los cuerpos y me citaste seriamente a Tearión, el panadero; a Mitecos, que ha escrito acerca de la cocina en Sicilia, y a Sarambos, el tratante de vinos, pretendiendo que han descollado en el arte de tratar los cuerpos, porque sabían preparar admirablemente el uno el pan, el otro los guisados y el tercero el vino. Quizá te enfadarías conmigo si respecto de esto te dijera: no tienes, mi querido amigo, idea alguna de lo que es la gimnástica; me nombras servidores de nuestras necesidades que no tienen más ocupación que satisfacer éstas, pero que desconocen lo que hay de bueno y bello en este género, y que después de haber llenado e hinchado con toda clase de alimentos el cuerpo de los hombres y haber sido elogiado, acaban por echarles a perder su temperamento primitivo. Los glotones, que son unos ignorantes, no acusarán a estos fomentadores de su gula de ser los causantes de las enfermedades que les sobrevienen y de la pérdida de sus carnes sanas, pero sí echarán la culpa a los presentes que les hubiesen dado algunos ejemplos. Y cuando los excesos del estómago que hayan cometido sin preocuparse para nada de su salud les acarreen largo tiempo después numerosas enfermedades, la emprenderán contra éstas, hablarán pestes de ellas y si pudieran perjudicarlas las perjudicarían, pero seguirían prodigando alabanzas a los excesos, causa indiscutible de sus males. Del mismo modo procedes

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tú ahora, Calicles, exaltando a las personas que dieron bien de comer y beber a los atenienses y satisficieron sus pasiones sirviéndoles cuanto apetecieron. Aquéllos hicieron grande al Estado, dicen los atenienses; pero no ven que dicho engrandecimiento no es más que una hinchazón, un tumor lleno de podredumbre; porque de una manera descabellada estos antiguos políticos han llenado a la ciudad de puertos, arsenales, murallas, impuestos y otras tonterías semejantes sin unir a estas obras la moderación y la justicia. Cuando la enfermedad se declare, no vacilarán en culpar a los que les hayan aconsejado prudentemente y elevarán hasta las nubes a Temístocles, Cimón y Pericles, los verdaderos autores de sus males, y quizá proceden contra ti, si no sabes defenderte, y contra mi amigo Alcibíades, aunque no seáis los primeros autores de su caída, pero sí quizá los cooperadores. Por lo demás, veo que hoy día ocurre algo irrazonable; y lo mismo oigo decir de los hombres que nos precedieron; veo, en efecto, que cuando la ciudad castiga como culpable de malversación a algunos de los que intervienen en los negocios públicos, se enfadan y se quejan amargamente del mal trato a que se los somete después de los servicios sin cuento que han prestado al Estado. ¿Es injusta, como pretenden, la sentencia de muerte que el pueblo pronuncia contra ellos? No ni nada más falso. Un hombre puesto al frente del gobierno de un Estado no puede nunca ser castigado injustamente por este Estado. Lo mismo que les ocurre a algunos de estos hombres que se las dan de políticos, pasa con los sofistas, porque éstos, gente hábil indudablemente, tienen la desgracia de observar en ocasiones una conducta por completo desprovista de buen sentido. Al mismo tiempo que hacen alarde de profesar la virtud, acusan a menudo a sus discípulos de ser culpables de injusticia al regatearles su remuneración y no demostrarles ninguna clase de reconocimiento después de tantos beneficios como ellos, los sofistas, les han otorgado. Dime si hay algo más inconsecuente que semejantes palabras. ¿No juzgas tú mismo, amigo mío, que es absurdo decir que hombres que se han convertido en justos y buenos por los desvelos de sus maestros y en cuyos pechos la injusticia ha cedido el puesto a la justicia, obren injustamente por un vicio que ya no tienen? Por no querer contestarme, me has obligado, Calicles, a pronunciar contra mi voluntad un verdadero discurso.

CALICLES.- ¿Acaso te es imposible hablar si no te contesta alguien?

SÓCRATES.- Parece que sí, puesto que desde que no me quieres contestar me extiendo en largos discursos. Pero, ¡en nombre de Júpiter que preside la amistad!, dime, ¿no encuentras absurdo que un hombre, que se vanagloria de haber hecho virtuoso a otro, se queje de él como de un malvado, cuando por sus esfuerzos se ha convertido y realmente es bueno?

CALICLES.- Efectivamente, me parece absurdo.

SÓCRATES.- ¿No es éste, sin embargo, el lenguaje que oyes de boca de los que hacen profesión de formar a los hombres en la virtud.

CALICLES.- Es verdad; pero ¿puede esperarse otra cosa de gente tan despreciable como los sofistas?

SÓCRATES.- Pues bien, ¿qué dirías de los que teniendo a gala hallarse a la cabeza del

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Platón

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Estado y de dedicar todos sus esfuerzos a hacerlo virtuoso, le acusan en la primera ocasión de estar muy corrompido? ¿Crees que hay mucha diferencia entre éstos y los precedentes? El sofista y el orador, querido amigo, son la misma cosa o dos cosas muy parecidas, como dije a Polos. Pero como no conoces esta semejanza, te imaginas que la retórica es lo más bello que existe en el mundo y desprecias la profesión de sofista. Y en realidad es la sofística más bella que la retórica, lo mismo que la función del legislador con relación a la del juez y la de la gimnástica a la de la medicina. Y yo había creído que los sofistas y los oradores eran los únicos que no tenían ningún derecho a reprochar nada al sujeto que educan y forman, y menos de ser éste malo para ellos, porque acusándole se acusan elles mismos de no haber hecho ningún bien a los que se jactan de haber mejorada. ¿Es verdad, no?

CALICLES.- Es cierto.

SÓCRATES.- Y también son los únicos que podrían no exigir recompensa alguna por los beneficios que procuran, si lo que dicen fuera verdad. En efecto, cualquiera que hubiese recibido un beneficio de otro género, por ejemplo, que por los cuidados de un maestro de gimnasia se haya vuelto más ligero para las carreras, puede ser que fuera capaz de frustrarle el reconocimiento que le debe, si el maestro lo dejara a su discreción y no hubiera hecho con él ningún convenio en virtud del cual percibiera su remuneración al mismo tiempo que le comunicaba la agilidad. Porque no creo que sea la lentitud en las carreras, sino la injusticia, lo que hace mala a la gente. ¿No es verdad?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Si alguno, pues, destruyera este principio de maldad, quiero decir, la injusticia, no tendría motivos de temer que se portaran mal con él, y sería el único que podría seguramente prodigar sus beneficios gratuitamente, si realmente estaba en su poder el volver virtuosos a los hombres. ¿Me das la razón en esto?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Sin duda por esta razón no es ninguna vergüenza recibir un salario por otros consejos que se dan, referentes, por ejemplo, a la arquitectura o todo arte parecido.

CALICLES.- Así me parece.

SÓCRATES.- En cambio, sería vergonzoso que cualquiera se negara a inspirar a un nombre toda la virtud que pueda tener y enseñarle a gobernar perfectamente su familia o su patria y a negarle sus consejos a menos que se le diera dinero. ¿No es cierto?

CALICLES.- Sí.

SÓCRATES.- Es evidente que la razón de esta diferencia consiste en que de todos los beneficios éste es el único que despierta en el que lo recibe el deseo de convertirse a su vez en bienhechor; de manera que es una buena señal el dar muestras de reconocimiento al autor de un beneficio tal y una mala el no demostrar gratitud. ¿No te parece que es así?

CALICLES.- Sí.

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Gorgias

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SÓCRATES.- Explícame, pues, con toda claridad, cuál de estas dos maneras de gobernar un Estado me recomiendas: si combatir las inclinaciones de los atenienses para hacer de ellos excelentes ciudadanos, en calidad de médico, o ser servidor de sus pasiones y no tratar con ellos más que para halagarlos. Dime la pura verdad, Calicles: es justo que ya que debutaste hablándome con franqueza continúes hasta el fin diciéndome lo que piensas. Sé generoso y contéstame con sinceridad.

CALICLES.- Te recomiendo que seas el servidor de Atenas.

SÓCRATES.- Es decir, que me invitas, muy generoso Calicles, a convertirme en su adulador.

CALICLES.- Si prefieres tratarlos como a misios, allá tú, Sócrates; pero si no tomas el partido de lisonjearlos...

SÓCRATES.- No me repitas una vez más lo que tantas me has dicho, de que me matará el primero que tenga ganas de ello, si no quieres que te repita a mi vez que el que haga morir a un hombre de bien será por fuerza un malvado; ni que me arrebatará lo que pueda poseer, a fin de que no tenga que decirte que después de despojarme de mis bienes no sabré qué uso hacer de ellos, y que como me los quitará injustamente los usaría injustamente, y si injustamente, de una manera fea y por lo tanto mal.

CALICLES.- Me parece, Sócrates, que estás en la firme convicción de que nada de esto te sucederá, como si estuvieras muy lejos de todo peligro y que ningún hombre por malo y despreciable que pueda ser, pueda llevarte ante los tribunales.

SÓCRATES.- Podrías calificarme de demente, Calicles, si no creyera que en una ciudad como Atenas hay alguien que no esté expuesto a toda clase de accidentes. Pero lo que sí sé es que si mañana, por uno de estos accidentes con que me amenazas, compareciera ante algún tribunal, el que me citara sería un mal hombre, porque un ciudadano honrado jamás llevará ante los tribunales a un inocente. Y no tendría nada de extraño que me condenasen a muerte. ¿Quieres saber por qué te lo digo?

CALICLES.- Sí, quisiera saberlo.

SÓCRATES.- Me imagino que me dedico a la verdadera política con un corto número de atenienses -para no decir que me dedico solo- y que nadie más que yo hoy día cumple con los deberes de un hombre público. Como no entra en mis intenciones adular a aquellos con quienes hablo diariamente, tiendo a lo más útil y no a lo más agradable, y no quiero hacer ninguna de las bellas cosas que me aconsejas, no sabría qué decir cuando me hallara ante los jueces. Y ahora viene muy al caso lo que dije a Polos: me juzgarán como juzgarían unos niños a un médico acusado por un cocinero. Examina, en efecto, lo que un médico sometido a un tribunal de semejantes jueces tendría que decir en su defensa si le acusaran en estos términos: Niños, este hombre os ha perjudicado mucho, os pierde y también a los que aún son menores que vosotros y os precipita en la desesperación, cortándoos, quemándoos, enflaqueciéndoos y ahogándoos; os da porciones amarguísimas y os hace morir de hambre y de frío. No os sirve, como yo, manjares

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de todas clases en gran número y gratísimos al paladar. ¿Qué piensas que diría un médico al verse en tal aprieto? Responder lo que es verdad: Niños, si os he hecho todo eso, ha sido para conservaros la salud. ¿No te figuras que los jueces protestarían a gritos y con todas sus fuerzas al escuchar su respuesta?

CALICLES.- Me parece que casi todos te dirán que sí.

SÓCRATES.- ¿No te figuras que este médico se vería en el mayor de los apuros para saber lo que tendría que decir?

CALICLES.- Con toda seguridad.

SÓCRATES.- Sé que me sucedería lo mismo si tuviera que reconocer ante la justicia, porque no podría hablar a los jueces de placeres que les haya procurado y que ellos cuentan como tantos beneficios y servicios; no tengo envidia a los que los procuran ni a los que los disfrutan. Si se me acusa de corromper a la juventud llenando su espíritu de dudas y de hablar mal de ciudadanos de más edad que la mía y de pronunciar contra ellos discursos mordaces, sea privada o públicamente, no podré decir, aunque sea verdad, que si obro y hablo de tal suerte, es con justicia y teniendo en vista vuestro prestigio, ¡oh jueces!, y nada más. Así es que tendré que esperar todo cuanto el destino tenga a bien ordenarme.

CALICLES.- ¿Encuentras, Sócrates, que es hermoso para un ciudadano verse en una situación semejante que le imposibilite de defenderse por sí mismo?

SÓCRATES.- Sí, Calicles, siempre que pueda responder de una cosa con la que te has mostrado acorde más de una vez; con tal, digo, de que pueda probar para su defensa que no tiene discurso alguno ni ninguna acción injusta que reprocharse cometidos contra los dioses ni contra los hombres, porque a menudo hemos reconocido que este auxilio es para él el más poderoso de todos. Si se probara que soy incapaz de prestarme este auxilio y tampoco cualquier otro, me avergonzaría de haber caído en falta en este punto, lo mismo delante de poca que de mucha gente y aun ante mí mismo sólo; causaría mi desesperación ver que una impotencia semejante fuese causa de mi muerte. Mas si perdiera la vida por no haber hecho algún uso de la retórica aduladora, estoy muy seguro que me verías soportar la muerte estoicamente. Verdad es que únicamente un insensato o un cobarde teme a la muerte. Lo que se teme es la comisión de injusticias, porque la mayor de todas las desdichas es bajar a los infiernos con el alma cargada de crímenes. Me alegraría, si lo desearas, probarte que la cosa es efectivamente así.

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CUESTIÓN DISPUTADA SOBRE LAS

VIRTUDES CARDINALES

Tomás de Aquino

ARTÍCULO 1. SE INVESTIGA EN PRIMER LUGAR, SI ESTAS CUATRO SON VIRTUDES CARDINALES, A

SABER, JUSTICIA, PRUDENCIA, FORTALEZA Y TEMPLANZA.

Respondo a las objeciones, que debe decirse que cardinal viene de “cardo”, en el cual gira la puerta de entra sobre sí misma, según aquello de Proverbios 26, 14: “Así como la puerta gira sobre su quicio, así el perezoso sobre su lecho.” De donde se llaman virtudes cardinales aquellas en las cuales se funda la vida humana, por la cual se tiene acceso a la entrada; efectivamente, la vida humana es la proporcionada al hombre.

En cuanto a esto, ciertamente, en el hombre se encuentra en primer lugar una naturaleza sensitiva, en la cual conviene con las bestias; una razón práctica, que es propia del hombre según su grado; y el intelecto especulativo, que no se encuentra perfectamente en el hombre tal como se encuentra en los ángeles, sino según una cierta participación del alma. Por ello la vida contemplativa no es propiamente humana, sino sobrehumana; mientras que la vida de placeres, que implica los bienes sensibles, no es humana sino animal. Por lo tanto, la vida propiamente humana es la vida activa, que consiste en el ejercicio de las virtudes morales: y por ello se llaman propiamente virtudes cardinales aquellas en las que de alguna manera gira y se funda la vida moral, tal como en algunos principios de tal vida; a causa de lo cual y de este modo se llaman virtudes cardinales.

Debe considerarse, sin embargo, que por razón del acto virtuoso se dan cuatro cosas.

De las cuales la primera es que la substancia del mismo acto sea modificación en sí; y por esto el acto se dice bueno cuando se da según una debida materia o revestido de las debidas circunstancias. Lo segundo es que el acto sea de tan debida manera que se posea por el sujeto, por lo cual firmemente, permanezca en el sujeto; Lo tercero es que el acto esté debidamente proporcionado a algo extrínseco como a su fin. Y estas tres cosas son por parte del acto que es dirigido por la razón. Lo cuarto es, sin embargo, por parte de la misma razón que dirige, o sea el conocimiento. Y estas cuatro cosas las trata el Filósofo en el libro II de la Ética, III, donde dice que no basta para la virtud que algunas cosas estén procuradas justa o templadamente, lo cual pertenece a la estructura del arte.

Pero otras tres cosas se requieren por parte del que obra.

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Tomás de Aquino

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Una primera, que proceda con conocimiento de causa; lo cual pertenece al conocimiento que dirige. En seguida, que elija y reelija a causa de esto, esto es, a causa del fin debido; lo cual pertenece a la rectitud del acto en orden a algo extrínseco. Lo tercero es que se obre y permanezca firme e inconmovible.

En consecuencia estas cuatro cosas, o sea el conocimiento que dirige, la rectitud, la firmeza y la moderación, aun cuando se requieren en todos los actos virtuosos, sin embargo, cada una de ellas tiene una cierta primacía en ciertas materias y actos especiales.

Por parte del conocimiento práctico tres cosas se requieren. De las cuales la primera es el consejo: lo segundo es el juicio acerca de lo deliberable; así como también se encuentra en la razón especulativa el descubrimiento o la búsqueda, y el juicio. Pero porque el intelecto práctico aconseja huir o continuar, lo cual no hace el intelecto especulativo, como dice el libro II Sobre el alma (Com. 46); por ello lo tercero, reflexionar sobre lo que se debe hacer, pertenece a la razón práctica; y esto es a lo que principalmente las otras dos se ordenan.

Acerca de lo primero, ciertamente se perfecciona el hombre por la virtud de la eubulia, que es el decidir correctamente. Acerca de lo segundo, sin embargo, se perfecciona el hombre por la sinesis y la gnomen por las cuales el hombre juzga correctamente, como se dice en el libro VI de la Ética, cap. X. Pero por la prudencia la razón sabe prever bien, como ahí mismo se dice. De donde es manifiesto que a la prudencia compete aquello que es lo principal en el conocimiento que dirige; y por esta parte se coloca la prudencia como la virtud cardinal. Igualmente la rectitud del acto por comparación a algo extrínseco, tiene una cierta razón de bien y de laudable también en aquellas cosas que conciernen a uno en cuanto a sí misma, pero máximamente laudable en aquellas cosas que son para otro; como cuando el hombre rectifica su acto no solamente en aquellas cosas que conciernen a sí mismo, sino también en aquellas en las cuales se comunica con otros. En efecto, dice el Filósofo en el libro V de la Ética, cap. I, que muchos pueden usar de cierta virtud en lo propio, mientras que no pueden en lo que es para otro. Y por ello la justicia por esta parte se coloca como virtud principal, por la cual el hombre debidamente se ajusta y se adecúa a otros, con los cuales tiene comunicación; de ahí que, y vulgarmente, se llaman justas aquellas cosas que están debidamente ajustadas.

La moderación o refrenamiento, sin embargo tiene mérito y razón de bien principalmente ahí donde principalmente rechaza la pasión, a la cual la razón debe refrenar, para que llegue al medio de la virtud y rechaza la pasión máxima de proseguir las máximas delectaciones, que son los placeres del tacto; y por ello, por esta parte se considera la templanza como virtud cardinal, la cual reprime los apetitos de las cosa detectables en cuanto al tacto.

Sin embargo, la firmeza tiene principalmente mérito y razón de bien en las cosas en las cuales la pasión mueve máximamente a la fuga: y esto principalmente en los peligros máximos que son los peligros de muerte; y por ello, por esta parte se considera a la fortaleza como virtud

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Cuestión disputada sobre las virtudes cardinales

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cardinal, por la que se considera a la fortaleza como virtud cardinal, por la cual el hombre se domina intrépidamente en los peligros de muerte.

De estas cuatro virtudes la prudencia está en la razón, la justicia en la voluntad, la fortaleza en el irascible y la templanza en el concupiscible; las cuales solas potencias pueden ser principios del acto humano, esto es, del voluntario.

De donde es evidente la razón de las virtudes cardinales, tanto por parte de los tipos de virtud, que son razones formales, como también por parte de la materia, y asimismo como por parte también del sujeto.

ARTÍCULO 2. EN SEGUNDO LUGAR SE INVESTIGA SI LAS VIRTUDES SEAN CONEXAS DE TAL

MANERA QUE QUIEN POSEA UNA, POSEA LAS DEMÁS.

Respondo a las objeciones que debe decirse que acerca de las virtudes podemos hablar de dos maneras: de un primer modo acera de las virtudes perfectas; de un segundo modo acerca de las virtudes imperfectas. Ciertas virtudes perfectas son conexas entre sí; mientras que las virtudes imperfectas no son necesariamente conexas.

A evidencia de lo cual debe considerarse que siendo la virtud lo que hace al hombre bueno y hace buena su obra, es virtud perfecta aquella que hace perfectamente buena la obra del hombre, y que hace el mismo bien; mientras que es imperfecta aquella que al hombre y a su obra los hace buenos no de manera total, sino en cuanto a un cierto aspecto.

El bien en sí mismo se encuentra en los actos humanos en cuanto a lo que compete a la regla de los actos humanos; la cual es una sola como homogénea y propia para el hombre, a saber la recta razón, mas otra es como la primera medida trascendente, que es Dios.

A la recta razón llega el hombre por la prudencia que es la recta razón de lo que se hace, como dice el Filósofo en el libro VI de la Ética, cap. 5. A Dios llega el hombre por la caridad, según aquello de I Juan 4, 16: “Quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.”

Consiguientemente hay un triple grado de virtudes:

En efecto existen ciertas virtudes completamente imperfectas, que existen sin la prudencia, que no llegan a la recta razón, como algunas inclinaciones que algunos tienen a algunas obras de virtud desde el mismo nacimiento, según aquello de Job 31, 18: Desde mi infancia creció conmigo la compasión, y conmigo nació desde el seno de mi madre.” No se encuentran al mismo tiempo en todos tales inclinaciones sino que algunos tienen inclinación a una sola cosa y otros a otra. Estas inclinaciones, sin embargo, no tienen razón de virtud porque ninguna

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Tomás de Aquino

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virtud se utiliza erróneamente, según Agustín (Libro I de las Retractaciones, cap. IX): pues puede alguno utilizar nociva y erróneamente tales inclinaciones, si se utilizan sin inclinación; así como el caballo, si careciera de la vista chocaría más fuertemente cuanto más fuertemente corriera. Por lo cual dice Gregorio en libro XII de las Morales, cap. I, que las demás virtudes, si las cosas que se apetecen no se persiguen prudentemente, de ninguna manera pueden ser virtudes; de donde las inclinaciones que existen sin la prudencia no poseen perfectamente razón de virtud.

Un segundo grado de virtudes es de aquellas que alcanzan a la recta razón, pero no alcanzan al mismo Dios por medio de la caridad. Estas igualmente son perfectas por comparación al bien humano, pero no son en sí mismas perfectas, como dice Agustín contra Juliano. Por lo cual también se apartan de la verdadera razón de virtud; así como también las inclinaciones morales sin la prudencia se apartan de la verdadera razón de virtudes.

El tercer grado es el de las virtudes en sí mismas perfectas que existen al mismo tiempo con la caridad, pues estas virtudes hacen el acto del hombre en sí mismo bueno, como si alcanzaran hasta el último fin.

Debe ser considerado, sin embargo algo más: que así como las virtudes morales no pueden existir sin la prudencia, por la razón ya dicha, así tampoco la prudencia puede existir sin las virtudes morales, pues la prudencia es la recta razón de lo que se hace. Para la misma recta razón en cualquier género se requiere que se posea la estimación y el juicio acerca de los principios por los cuales aquella razón procede.

Así como en las cosas de la Geometría no se puede tener una recta estimación, si no se tiene la recta razón acerca de los principios geométricos. Y como los principios de lo que se hace son los fines, de ellos se toma la razón de las cosas que se hacen. Y acerca del fin se posee la recta estimación por el hábito de la virtud moral; porque, como dice el Filósofo, en el libro III de la Ética, cap. V, cual cada uno es, tal parece que es su fin: así como al virtuoso le parece apetecible como fin el bien que es según la virtud, y al vicioso aquello que pertenece a su vicio; lo mismo ocurre con el gusto enfermizo o sano. Por lo tanto es necesario que quien posea la prudencia, posea también las virtudes morales.

Igualmente, conviene también que quien posea la caridad, posea todas las otras virtudes. En efecto, la caridad se encuentra en el hombre por la infusión divina, según aquello de Romanos 5, 5: “La Caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.” Pero a quien le da Dios una inclinación, le da también algunas formas que son principios de operaciones y de movimientos, a los cuales la cosa es inclinada por Dios, así como al fuego da la ligereza por la cual pronta y fácilmente tiende de abajo hacia arriba; de donde se dice en la Sabiduría 8, 1: “Dispone todas las cosas suavemente.”

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Cuestión disputada sobre las virtudes cardinales

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Conviene, por lo tanto que igualmente con la caridad se infundan formas habituales expeditamente producentes de los actos a los cuales la caridad se inclina. Mas la caridad se inclina a todos los actos de las virtudes, porque estando en relación al fin último implica todos los actos de virtudes. En efecto, cualquier arte o virtud a la cual atañe el fin, manda aquellas cosas que pertenecen al fin. Así como las cosas militares al ecuestre, y las cosas ecuestres al fabricante de los frenos, como se dice en el libro I de la Ética, caps. 1 y 2. De donde según la conveniencia de la divina sabiduría y bondad, se infunden por la caridad igualmente los hábitos de todas las virtudes; y por ello se dice en I Corintios 12, 4: “La caridad es paciente, es benigna”, etc. Por lo tanto, de tal manera, si tomamos las virtudes en sí mismas perfectas, se conectan por la caridad; porque ninguna virtud de tal tipo puede poseerse sin la caridad, y poseída la caridad se poseen todas. Sin embargo, si tomamos las virtudes perfectas en segundo grados respecto del bien humano, así se conectan por la prudencia; porque sin la prudencia ninguna virtud moral podría existir. Ni la prudencia podría poseerse, si a uno le falta alguna virtud moral. Sin embargo, si tomamos las cuatro virtudes cardinales, en cuanto a que entrañan ciertas condiciones generales de virtudes, según esto tienen conexión, porque no le basta a un acto de virtud que contemple una sola de estas condiciones, si no se encuentran todas; y parece que es esto a lo que Gregorio asigna las causas de la conexión en el libro XXI de las Morales.

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ÉTICA NICOMÁQUEA (II)

Aristóteles LIBRO VI, 5 En cuanto a la prudencia, puede formarse de ella una idea, considerando cuáles son los

hombres a quienes se honra con el título de prudentes. El rasgo distintivo del hombre prudente es al parecer el ser capaz de deliberar y de juzgar de una manera conveniente sobre las cosas que pueden ser buenas y útiles para él, no bajo conceptos particulares, como la salud y el vigor del cuerpo, sino las que deben contribuir en general a su virtud y a su felicidad. La prueba es que decimos que son prudentes en tal negocio dado, cuando han calculado bien para conseguir un objeto honroso, y siempre con relación a cosas que no dependen del arte que acabamos de definir. Y así puede decirse en una sola palabra, que el hombre prudente es en general el que sabe deliberar bien. Nadie delibera sobre las cosas que no pueden ser distintas de como son, ni sobre las cosas que el hombre no puede hacer. Por consiguiente, si la ciencia es susceptible de demostración, y si la demostración no se aplica a cosas cuyos principios puedan ser de otra manera de como son, pudiendo ser todas las cosas de que aquí se trata también distintas, y no siendo posible la deliberación sobre cosas cuya existencia sea necesaria, se sigue do aquí que la prudencia no pertenece ni a la ciencia ni al arte. No pertenece a la ciencia, porque la cosa que es objeto de la acción puede ser distinta de lo que ella es. No pertenece al arte, porque el género a que pertenece la producción de las cosas es diferente de aquel a que pertenece la acción propiamente dicha. Resta, pues, que la prudencia sea una facultad que, descubriendo lo verdadero, obre con el auxilio de la razón en todas las cosas que son buenas o malas para el hombre; porque el objeto de la producción es siempre diferente de la cosa producida; y, por lo contrario, el objeto de la acción es siempre la acción misma, puesto que el fin que ella se propone puede ser únicamente el obrar bien.

Esto nos hace ver, que si consideramos a Pericles y a los personajes de esta condición como prudentes, es porque son capaces de ver lo que es bueno para ellos y para los hombres que ellos gobiernan; y esta es la cualidad precisamente que reconocemos en los que llamamos jefes de familia y hombres de Estado. La etimología de la palabra sabiduría, análoga a la de prudencia en la lengua griega, prueba claramente que entendemos por esta palabra la prudencia, la cual salva en cierta manera a los hombres. Ella es en efecto la que salva y sostiene nuestros juicios en este género. Y así, el placer y el dolor no destruyen ni trastornan todas las

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Aristóteles

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concepciones de nuestra inteligencia; nada absolutamente nos impide comprender, por ejemplo, que un triángulo tiene o no tiene sus ángulos iguales a dos rectos; pero turban nuestros juicios en lo referente a la acción moral. El principio de la acción moral, cualquiera que ella sea, es siempre la causa final en cuya vista nos determinamos a obrar. Pero este principio no aparece inmediatamente al juicio, cuando el placer y el dolor lo han alterado y corrompido; el espíritu no ve entonces que es un deber aplicar este principio, y arreglar según él su conducta entera y todos sus deseos; porque el vicio destruye en nosotros el principio moral activo. Es necesario reconocer, que la prudencia es esta cualidad que, guiada por la verdad y por la razón, determina nuestra conducta con respecto a las cosas que pueden ser buenas para el hombre. En el arte puede haber grados de virtud; pero no los hay en la prudencia. En el arte, el que se engaña, queriéndolo, es preferible al que se engaña sin quererlo; con la prudencia sucede todo lo contrario lo mismo que con las demás virtudes. Por consiguiente, la prudencia es una virtud y no un arte. Como hay dos partes en el alma que están dotadas de razón, la prudencia sólo corresponde a la que tiene por divisa la opinión; porque la opinión, lo mismo que la prudencia, se aplica a todo lo que puede ser distinto de lo que es, es decir, a todo lo que es contingente. No puede decirse, sin embargo, que la prudencia sea una simple manera de ser que acompañe a la razón; y la prueba es que una manera de ser podría perderse por el olvido, mientras que la prudencia no se pierde ni se olvida jamás.

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EPÍSTOLAS MORALES A LUCILIO (II)

Séneca

CARTA XLIV. LA VERDADERA NOBLEZA ESTÁ EN LA VIRTUD

Otra vez te me presentas como pequeño y maltratado por la naturaleza, y después por la

fortuna, siendo así que puedes levantarte de entre los vulgares y ascender a la máxima felicidad posible para un hombre. Si alguna cosa tiene la filosofía, es la de no reparar en el origen familiar: Si miramos los primeros orígenes, todos los hombres provienen de los dioses. Eres

caballero romano, es tu talento que te ha subido a este orden, pero, por Hércules, las catorce filas están cerradas para muchos; no a todos acepta el Senado; e incluso la milicia escoge escrupulosamente los que ha de admitir a la fatiga y al peligro; el sentido común, en cambio, está abierto a todos; ante él todos somos nobles. Ni rechaza a nadie, ni elige a ninguno la

filosofía: luce para todos. Sócrates no era patricio, Cleantes sacaba agua y se alquiló para regar un huerto; a Platón, la filosofía no lo recibió como noble, antes lo hizo tal. ¿Por qué has de desesperar de poder hacerte semejante a ellos? Todos estos son tus entenados, si te haces digno; y te harás, si bien pronto te persuades de que ninguno te supera en nobleza, Todos

nosotros tenemos un nombre igual de entenados: de ninguno busca la memoria del primer origen. Dice Platón, que no hay ningún rey que no sea originario de esclavos, ni ningún esclavo que no lo sea de reyes. Una larga variación ha mezclado todas estas cosas, y de arriba abajo las ha movido la fortuna. ¿Quién es noble? El que ha recibido de la naturaleza una buena

disposición para la virtud. Esto es lo único que hay que mirar; al contrario, si te reclamas de la antigüedad, todos provienen de aquel tiempo antes del cual no había nada. Del primer origen del mundo hasta el tiempo actual, nos ha ido llevando una alternancia de hombres brillantes y

oscuros. No se trata de un atril lleno de bustos ennegrecidos lo que hace noble; ninguno vivió para nuestra gloria, si es nuestro aquello que fue antes que nosotros: es el alma lo que hace noble, a la cual es corriente elevarse sobre la fortuna desde cualquier condición. Imagínate que no eres caballero romano, sino un liberado; puedes llegar a conseguir ser tú solo libre de hecho

entre los libres de nacimiento. <<¿Cómo?>>, dices. Si distingues el bien del mal, no por los dictados del pueblo. Hay que mirar no de dónde vienen, sino adónde van. Si hay algo que puede hacer bienaventurada la vida, es bueno por la naturaleza, pues que no puede degenerar en malo. ¿En qué se equivocan, pues, los hombres, si todos desean la vida bendita? Que toman

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Séneca

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por ella sus medios, y así, mientras delegan, se alejan. Pues siendo el grado supremo de la vida

bendita la firme seguridad y la confianza, rebuscan motivos de angustia, y por este camino de la vida lleno de peligros, mejor que llevarlas, arrastran sus fardos; así es que mientras más trabajo invierten, más tropiezan ellos mismos, y caminan hacia atrás. Tal sucede dentro de un laberinto a los precipitados, que su misma velocidad los desencamina.

CARTA LXVII. DE LA FORTALEZA

Comenzando con una vulgaridad, ha hecho su entrada la primavera, pero adelantándose respecto del verano, cuando el tiempo había de calentarse, se enfrió y aun no merece confianza, pues a menudo nos retrocede al invierno. ¿Quieres saber cómo es de dudoso?

Piensa que aún no me aventuro al agua fría, pues todavía no me acostumbro al frío. Esto, dices, no es no padecer ni de calor ni de frío. Asimismo, querido Lucilio, mi edad ya tiene bastante de su frío, del cual apenas se vuelve al buen verano. Así es que paso la mayor parte del tiempo bien abrigado. Yo doy las gracias a la vejez de haberme clavado en la cama. ¿Por qué

no habría de darle gracias? Todo aquello que no habría de querer, no puedo hacerlo: es con los libros con los que tengo más trato. Si alguna vez me llegan cartas tuyas, me parece que estoy contigo, y tengo la sensación, no de que te contesto, sino de que te contesto de palabra. Así que examinaremos los dos juntos, como en conversación, eso que me consultas. Preguntas si

todo bien es deseable. Si es cosa buena, dices, resistir con coraje la tortura y conservar la grandeza de espíritu dentro de las llamas y sufrir con paciencia la enfermedad, de esto se sigue que estas cosas son deseables; y asimismo, yo no veo nada digno de ningún deseo. Yo ya no sé

de ninguno que haya cumplido una promesa a los dioses por haber sido flagelado, o atormentado, o estirado en el caballete. Haz la siguiente distinción, querido Lucilio, y entenderás mejor que en esto hay algo de deseable. Lejos de mí querría los tormentos, pero si hay que soportarlos, desearé comportarme firmemente, como un hombre de honor y coraje.

¿Cómo no he de preferir que la guerra no explote? Pero si explota, aspiraré a soportar generosamente las heridas, el hambre y todo aquello que reportan las necesidades de la guerra. No estoy tan fuera del sentido común como para desear la enfermedad, pero si ha de venir, mi anhelo será no mostrar en nada ninguna impaciencia ni debilidad. No es que desee las

molestias, sino la virtud con la que son soportadas. Algunos de los nuestros (estoicos) opinan que la fortaleza ha de soportar estas cosas; que no es ello deseable, ni tampoco reprobable, pues nuestro anhelo ha de dirigirse al bien todo puro e imperturbable y libre de toda molestia. No es este mi parecer. ¿Por qué? Primeramente porque no es posible que una cosa que sea

buena no sea deseable; después, porque si la virtud es deseable y no hay ningún bien sin virtud,

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Epístolas morales a Lucilio

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todo ha de ser deseable; y finalmente porque la fortaleza es deseable hasta llegar a padecer las

torturas. Aún me pregunto: ¿No es deseable la fortaleza? Pero si ella desprecia los peligros y los desafía, si su misión más bella y más admirable es de no ceder a las llamas, afrontar las heridas, y cuando corresponda no solamente esquivar los disparos, sino recibirlos a pecho descubierto; si la fortaleza es deseable, lo es también sufrir con paciencia los tormentos, pues ésta es una de

las misiones de la fortaleza. Pero distingue, como he dicho, estas cosas, y no habrá nada que te desvíe de la verdad. Pues no es el padecer los tormentos lo deseable, sino padecerlos valientemente, pues es en ello donde está la virtud. Pero ¿ quién deseará nunca eso? Algunos deseos son claros y explícitos, pues versan sobre objetos determinados; otros son encubiertos,

ya que en un solo deseo hay muchos implícitos. Yo, por ejemplo, deseo la vida honesta, pero consta de diversas obras. Dentro de ella está la bota de Régulo, la herida de Catón con su mano rota, el exilio de Rutilio, la copa envenenada que levanta a Sócrates desde la prisión al cielo. Al desear la vida honesta, he venido a desear todas estas cosas, sin las cuales a veces no

puede ser honesta. Pues como dice la Eneida “¡Oh, tres y cuatro veces benditos, los que en presencia de sus padres, bajo los altos muros de Troya, cayeran muertos!”. ¿Qué más tiene el desear aquello a alguno que de reconocerle que le era deseable? Decio ofreció su vida a la

República y, azuzando el caballo, se lanzó a buscar la muerte en medio de los enemigos. Después de él, su hijo, emulando el coraje del padre, repitiendo las sagradas palabras devenidas en familiares, se precipitó en la más confusa mezcla de combatientes, para hacer de su sacrificio un buen augurio, tanto creía que una bella muerte era deseable. ¿Dudas, pues, que sea

una cosa excelente hacer una muerte por un acto de virtud? Cuando uno sufre con coraje los tormentos ejercita todas las virtudes. Quizá una de ellas, la paciencia, es más ostensible y brilla como mayor brillo, pero allí está también la fortaleza, de la que la paciencia y la resistencia y la resignación son ramas; allí está la prudencia, sin la cual no hay consejo posible, y que te

determina a soportar lo más valientemente posible aquello que no puedes evitar; allí está la constancia que nada hace caer de su lugar, ni ninguna violencia no puede desfallecer de su propósito; allí está el indivisible cortejo de todas las virtudes Todo acto honesto es obra de una virtud, pero hecha bajo el consejo de todas; ahora, aquello que aprueban todas las virtudes es

deseable, aunque parezca ser hecha por una sola. ¿Cómo? ¿Crees que solo son deseables aquellas cosas que nos vienen por la vía del deseo y del ocio y que todos reciben con las puertas adornadas? Hay algunas cosas benditas de rostro severo; hay deseos que no son

celebrados con enhorabuenas, sino con veneración y respeto. ¿No crees, por ejemplo, que Régulo deseaba volver a Cartago? Revístete del coraje de los grandes hombres y sepárate un momento de las opiniones del vulgo, capta con toda la grandeza debida la imagen de la virtud bellísima y magnífica, que no hemos de honrar con incienso y guirnaldas, sino con sangre y

sudor. Contempla a Catón llevando las manos sin mácula a aquel pecho sagrado y abriendo las heridas antes poco profundas todavía. ¿Qué es, pues, lo que le dirás “Deseo lo que tú deseas”,

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Séneca

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o bien “Me condolezco”, o bien “Te felicito por tus gestas”. Esto me lleva a la memoria a

nuestro Demetrio el cual, de una vida segura y exenta de toda agresión de la fortuna, le llama una mar muerta. No tener nada que te excite, que te conmueva, que con su anuncio y su ataque tiente la firmeza de tu alma, ya que abandonarse en un ocio sin sorpresas, no es tranquilidad, sino decaimiento. A tal, el estoico, solía decir “Prefiero que la fortuna me tenga en sus

campamentos, que entre delicias. Soy torturado, pero valientemente: cosa buena es”. Escucha a Epicuro, el cual dice más: “Es cosa dulce”. A una cosa tan honorable y seria yo no le daría un calificativo tan flojo. Me queman las llamas, pero sin vencerme: ¿Por qué no ha de ser esto deseable? No que las llamas me quemen, sino que no me venzan. Nada es más excelente, nada

es más bello que la virtud. Cosa buena es y deseable todo lo que por ella es ordenado.

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V. DONACIÓN PERSONAL Y PLENITUD

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DE AMICITIA

Cicerón

22-24

En primer lugar, ¿cómo puede ser una vida “vivaz”, en palabras de Ennio, aquella que no descansa en los buenos deseos compartidos con un amigo? ¿Qué puede haber más dulce que tener con quien te atrevas a hablar de cualquier tema, como si fuera contigo mismo? ¿Cómo se disfrutaría tanto en la prosperidad si no tuvieras quien se alegrara de ella tanto como tú mismo?

Y sería difícil soportar la adversidad sin el que las soporta incluso con mayor peso que tú. Por último, cada uno de cuantos objetivos los humanos nos trazamos son útiles casi para una sola cosa: las riquezas, para usarlas; el poder, para cultivarlo; los cargos políticos, para alabarlos; los caprichos, para disfrutarlos; la salud, para evitar dolor y cumplir con los rigores del cuerpo...

En cambio, la amistad tiene muchísimas aplicaciones; donde te gires, la verás a mano, de ningún lugar queda excluida, nunca llega a deshoras ni resulta irritante: como dice el refrán, ni el agua ni el fuego se usan en más sitios que la amistad. Y yo no estoy hablando ahora de la amistad vulgar o regular, que sin embargo, también es provechosa y agradable, sino de aquella

que es auténtica y perfecta, tal y como fue la de aquellos pocos que se suelen nombrar. Pues la amistad hace también que una buena racha resulte más brillante y que, en cambio, las malas rachas sean más ligeras, al repartirlas y dividirlas.

Puesto que la amistad alberga tan gran número de ventajas, y tan importantes, entonces

resulta preferible a cualquier otra, ya que ilumina el futuro de buenas esperanzas y no permite que los ánimos se debiliten o decaigan. Quien mire a un amigo verdadero, que lo mire como si se tratara de una imagen de sí mismo. Gracias a ella, los ausentes están presentes, los débiles

tienen fuerza y, lo que resulta más difícil de decir, incluso los muertos viven: tan grandes son las honras, los recuerdos y los deseos de sus amigos que los acompañan. Por este motivo, la muerte de aquellos parece feliz, mientras que la vida de estos resulta digna de encomio; pero si eliminaras del mundo esta unión de buenos deseos, no podría permanecer erguida ninguna

familia ni ciudad, ni siquiera la agricultura quedaría. Y si no se entiende cuán grande es la fuerza de la amistad y la concordia, podemos captarla en las disputas y discordias: ¿qué casa hay tan sólida, qué comunidad tan firme que no pueda derrumbarse hasta los cimientos a causa

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Cicerón

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de los odios y las divisiones? A partir de esto se puede juzgar cómo de buena es la amistad.

Todos conocemos, sin duda, que cierto erudito de Agrigento cantó, inspirado por los dioses, en unos poemas griegos que la amistad unía todo aquello en la naturaleza y el mundo que estaba inmóvil y en movimiento, pero que la discordia lo separaba. Y desde luego cualquier mortal entiende esta opinión y la aprueba: así, si algún amigo, cumpliendo con su deber, se

adentra o comparte los peligros de su amigo, ¿quién no ensalzaría este acto con las máximas alabanzas? ¡Qué clamor hace poco oímos en todo el recinto del teatro por la nueva obra de M. Pacuvio, amigo y huésped mío! Cuando, al no saber el rey cuál de los dos era Orestes, Pílades afirmó que él era Orestes para que lo mataran en su lugar y Orestes, tal y como había estado

diciendo, seguía afirmando que él era Orestes, el público se puso de pie para aplaudir... ¡a una ficción! ¿Qué pensaríamos si lo hubieran hecho de verdad? La naturaleza fácilmente demostraba su poder al juzgar los hombres que eso que ellos no se atrevían a hacer era correcto que le pasara a otro.

26-27

Así pues, cuando reflexiono sobre la amistad, muchas veces me suele parecer que el principal punto que hemos de tomar en consideración es si se busca la amistad por la debilidad

y las carencias propias para, dando y recibiendo favores, aceptar y devolver al otro aquello que cada uno por separado sería menos capaz de realizar, o si, por el contrario, este aspecto es inherente a la amistad, pero hay motivo más antiguo, bello y procedente en mayor medida de la propia naturaleza: ciertamente, el amor —de donde surge la palabra amistad— es el que dirige

hacia esta unión de buenos deseos, ya que desde luego perciben sus beneficios incluso aquellos que fingen cultivar una amistad y reciben sus servicios por causa del momento. Mas nada hay fingido en la amistad, nada se disimula y todo cuanto hay en ella es auténtico y voluntario. Es por esto que, a mi parecer, la amistad nace de la naturaleza antes que de la necesidad, por una

extensión del espíritu con un cierto tipo de amor antes que de una reflexión sobre cuánto provecho se le podrá sacar. El hecho de que la amistad sea así puede percibirse incluso en algunos animales salvajes, los cuales aman a sus crías y reciben su amor hasta tal punto que

fácilmente se muestran sus impulsos. Este aspecto es mucho más claro entre los hombres, en primer lugar por ese cariño que hay entre los hijos y sus padres, que no puede disolverse excepto con algún crimen aborrecible; después, cuando está presente el similar impulso del amor, si nos topamos con alguien con cuyas costumbres y naturaleza congeniamos, ya que nos parece contemplar en él como una especie de atisbo de la honradez y la virtud.

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De Amicitia

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29-32

Aunque tanto el recibir favores como percibir el cariño del otro y compartir el día a día fortalecen el amor, todas estas cosas, cuando se unen a aquel primer vuelco en el espíritu orientado hacia el amor, encienden la mecha de una, por así decirlo, admirable y grandiosa

benevolencia. Si alguien cree que ésta surge de la debilidad, de tal forma que sea considerada como un medio con el que conseguir aquello que cada uno desee, dejan el nacimiento —por así decirlo— de la amistad como una cosa en la práctica rastrera y nada generosa, la cual prefieren que nazca de la necesidad y la carencia. Y si así fuera, cuanto más minúsculo un

hombre se considerara, más adecuado sería para la amistad, lo cual dista mucho de la realidad: a medida que uno tiene el más alto grado de confianza en sí mismo y está protegido hasta el máximo por su virtud y sabiduría, de tal manera que no carece de nada y siente que lleva consigo todas sus posesiones, entonces es cuando más destaca a la hora de buscar y cultivar

amistades. ¿Que por qué lo digo? ¿Es que el africano tenía alguna necesidad de mí? Para nada, ¡por Hércules! Ni siquiera yo de él; pero yo lo apreciaba porque admiraba en cierto modo su virtud y él a su vez quizá me apreciara por alguna estima que tuviera de mis costumbres; después, el trato diario hizo que la inicial benevolencia creciera. Aunque a la amistad la

siguieron muchos grandes beneficios, los motivos para nuestro aprecio mutuo no se basaron, sin embargo, en la expectativa de ellos. En tanto que somos bondadosos y generosos, juzgamos por tanto que la amistad es un bien que debemos buscar no para extraer, atraídos por

las expectativas de un intercambio, un beneficio de ella —y tampoco es que la prestemos con intereses, antes bien tendemos por naturaleza hacia la generosidad—, sino porque todo su rendimiento se basa en amor de la propia relación.

Difieren en mucho de esta opinión (¡cómo no!) aquellos que lo reducen todo a sus caprichos, como unos animales: no pueden admirar nada excelente, nada grandioso ni divino

quienes han limitado todas sus reflexiones a un nivel tan rastrero y tan despreciable. Por este motivo, debemos apartar sin dudarlo a estos individuos de este debate, si bien tenemos que entender nosotros que nuestra capacidad para percibir el placer y el aprecio hacia estos

sentimientos de benevolencia mutua nacen de nuestra Naturaleza como algo propio de una conducta honrada. Quienes han deseado esta benevolencia mutua, se entregan a ella y se van acercando de tal manera que no solo disfrutan de sus costumbres, están equilibrados e igualados en su amor y prefieren más merecer elogios que pedirlos sino que también existe

entre ellos una honrada competición. Así es como se podrá aprovechar mejor la amistad y

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Cicerón

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nacerá más importante y auténtica por su naturaleza que por su debilidad: pues si fuera el

provecho lo que cohesiona una amistad, en cuanto este interés cambiara ésta se disolvería, pero como la naturaleza no puede alterarse, las auténticas amistades son sempiternas.

44

Por tanto, sancionemos esta como la primera ley de la amistad: pide a los amigos favores

honestos y haz por tus amigos cosas honestas, ni siquiera esperes a que te lo pidan; siempre debe haber entrega al otro, nada de remolonear, y con toda libertad atrévete a aconsejarlos. El prestigio de los amigos que dan buenos consejos debe tener mucha importancia en una amistad: este prestigio debe utilizarse no solo para aconsejar de forma abierta sino incluso hiriente, si el tema en cuestión lo requiere, y debe obedecerse cuando se ejerce.

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DIOS ES AMOR

Benedicto XVI

LA UNIDAD DEL AMOR EN LA CREACIÓN Y EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 2. UN PROBLEMA DE LENGUAJE El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas

decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros.9 A este respecto, nos encontramos de entrada ante un problema de lenguaje. El término « amor » se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se concentra en la cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso omiso del significado que tiene este vocablo en las diversas culturas y en el lenguaje actual. En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra « amor »: se habla de

amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien de una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes? 3. « EROS » Y « AGAPÉ », DIFERENCIA Y UNIDAD Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace

del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor —

9 Benedicto XVI (1927), actual Papa emérito.

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Dios es amor

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eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? 4. Pero, ¿es realmente así? El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros?

Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: « Omnia vincit amor », dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: « et nos cedamus amori », rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución « sagrada » que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad. A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único

Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven sólo como instrumentos para suscitar la « locura divina »: en realidad, no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, « éxtasis » hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.

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Benedicto XVI

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5. En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la historia y en la actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza. Esto depende ante todo de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y

alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: « ¡Oh Alma! ». Y Descartes replicó: « ¡Oh Carne! ». Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar hasta su verdadera grandeza. Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad

y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos resulta engañoso. Eleros, degradado a puro « sexo », se convierte en mercancía, en simple « objeto » que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito de su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta convertir en agradable e inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros quiere remontarnos « en éxtasis » hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación. 6. ¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de elevación y purificación?

¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina? Una primera indicación importante podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo

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Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares. Según la interpretación hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son originariamente cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial israelita, en la que se debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el « amor ». Primero, la palabra « dodim », un plural que expresa el amor todavía inseguro, en un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por el término « ahabá », que la traducción griega del Antiguo Testamento denomina, con un vocablo de fonética similar, « agapé », el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor. En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca. El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora

aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del « para siempre ». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es « éxtasis », pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios: « El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general. 7. Nuestras reflexiones sobre la esencia del amor, inicialmente bastante filosóficas, nos han

llevado por su propio dinamismo hasta la fe bíblica. Al comienzo se ha planteado la cuestión de si, bajo los significados de la palabra amor, diferentes e incluso opuestos, subyace alguna unidad profunda o, por el contrario, han de permanecer separados, uno paralelo al otro. Pero, sobre todo, ha surgido la cuestión de si el mensaje sobre el amor que nos han transmitido la Biblia y la Tradición de la Iglesia tiene algo que ver con la común experiencia humana del amor, o más bien se opone a ella. A este propósito, nos hemos encontrado con las dos palabras fundamentales: eros como término para el amor « mundano » y agapé como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella. Con frecuencia, ambas se contraponen, una como amor « ascendente », y como amor « descendente » la otra. Hay otras

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clasificaciones afines, como por ejemplo, la distinción entre amor posesivo y amor oblativo (amor concupiscentiae – amor benevolentiae), al que a veces se añade también el amor que tiende al propio provecho. A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el

punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente, oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros. Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana. En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará « ser para » el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34). En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras

esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas: « per pietatis viscera in se infirmitatem caeterorum transferant ». En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22). También pone el ejemplo de Moisés, que entra y sale del tabernáculo, en diálogo con Dios, para poder de este modo, partiendo de Él, estar a disposición de su pueblo. « Dentro [del tabernáculo] se extasía en la contemplación, fuera [del tabernáculo] se ve

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apremiado por los asuntos de los afligidos: intus contemplationem rapitur, foris infirmantium negotiis urgetur ». 8. Hemos encontrado, pues, una primera respuesta, todavía más bien genérica, a las dos

preguntas formuladas antes: en el fondo, el « amor » es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre.

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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

FRIEDRICH NIETZSCHE

-Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Traducción de José María Llovet.

-Humano demasiado humano. Traducción de José María Llovet.

-La genealogía de la moral. Tomado de la edición de la Biblioteca Virtual Universal (http://www.biblioteca.org.ar). Recuperado el 15 de abril de 2014.

-Así habló Zaratustra. Tomado del sitio Wikisource:

http://es.wikisource.org/wiki/As%C3%AD_habl%C3%B3_Zaratustra. Recuperado el 18 de abril de 2014.

ALASDAIR MCINTYRE

Tras la virtud, trad. de A. Varcácel, Crítica, Barcelona, 1987, pp. 13-18; 237-239.

ARISTÓTELES

Ética nicomáquea I & X; VI, 5. Traducción de Patricio de Azcárate. Tomado de http://www.filosofia.org. Recuperado el 18 de mayo de 2014.

EPICURO

Carta a Meneceo, traducción de Pablo Oyarzún, Onomazein 4 (1999), pp. 403-425.

SÉNECA

Cartas morales a Lucilio (XVII, XLIV LXVII). Traducción de Antonius Djacnov. Tomado del sitio Wikisource: http://es.wikisource.org/wiki/Cartas_a_Lucilio. Recuperado el 29 de mayo de 2013.

SAN AGUSTÍN

La vida feliz. Traductor: P. Victorino Capánaga, OAR, Obras completas, tomo I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1994. Tomado de http://www.augustinus.it/spagnolo/felicita/index2.htm. Recuperado el 17 de febrero de 2013.

PLATÓN

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