63
Fragmentos de “Historia Personal Del Boom”, de José Donoso • • • Quiero comenzar estas notas aventurando la opinión de que si la novela hispanoamericana de la década del sesenta ha llegado a tener esa debatible existencia unitaria conocida como el boom, se debe más que nada a aquellos que se han dedicado a negarlo; y que el boom, real o ficticio, valioso o negligible, pero sobre todo confundido con ese inverosímil carnaval que le han anexado, es una creación de la histeria, de la envidia y de la paranoia: de no ser así el público se contentaría con estimar que la prosa de ficción hispanoamericana —excluyendo unas obras, incluyendo otras, según los gustos— tuvo un extraordinario período de auge en la década de los sesenta. • • • Los detractores son los únicos que, como en un espejismo, creen en la unidad monolítica delboom: esa masonería impenetrable y orgullosa, esa sociedad de alabanzas mutuas, esa casta de privilegiados que antojadiza y cruelmente dictamina sobre los nombres que deben pertenecer y los que no deben pertenecer... nadie sabe muy bien a qué... • • • En España ha existido una curiosa actitud dolorida y ambivalente con relación al boom: admiración y repudio, competencia y hospitalidad. En todo caso, para ningún país el boom tiene hoy un perfil tan nítido como para España. • • • Los caballeros que escribieron las novelas básicas de Hispanoamérica y gran parte de su prole, con su legado de vasallaje a la Academia Española de la Lengua y de actitudes literarias y vitales caducas, nos parecían estatuas en un parque, unos con más bigote que otros, unos con leontina en el reloj del chaleco y otros no, pero en esencia confundibles y sin ningún poder sobre nosotros. Ni d’Halmar ni Barrios, ni Mallea ni Alegría, ofrecían seducciones ni remotamente parecidas a las de Lawrence, Faulkner, Pavese, Camus, Joyce, Kafka. En la novela

Dossier 1 Historia personal del Boom Donoso

Embed Size (px)

Citation preview

Fragmentos de “Historia Personal Del Boom”, de JoséDonoso

• • • Quiero comenzar estas notas aventurando la opinión de que sila novela hispanoamericana de la década del sesenta ha llegado a tener esa debatible existencia unitaria conocida como el boom, se debe más que nada a aquellos que se han dedicado a negarlo; y que el boom, real o ficticio, valioso o negligible, pero sobre todo confundido con ese inverosímil carnaval que le han anexado, es unacreación de la histeria, de la envidia y de la paranoia: de no serasí el público se contentaría con estimar que la prosa de ficción hispanoamericana —excluyendo unas obras, incluyendo otras, según los gustos— tuvo un extraordinario período de auge en la década delos sesenta.

• • • Los detractores son los únicos que, como en un espejismo, creen en la unidad monolítica delboom: esa masonería impenetrable y orgullosa, esa sociedad de alabanzas mutuas, esa casta de privilegiados que antojadiza y cruelmente dictamina sobre los nombres que deben pertenecer y los que no deben pertenecer... nadie sabe muy bien a qué...

• • • En España ha existido una curiosa actitud dolorida y ambivalente con relación al boom: admiración y repudio, competencia y hospitalidad. En todo caso, para ningún país el boom tiene hoy un perfil tan nítido como para España.

• • • Los caballeros que escribieron las novelas básicas de Hispanoamérica y gran parte de su prole, con su legado de vasallaje a la Academia Española de la Lengua y de actitudes literarias y vitales caducas, nos parecían estatuas en un parque, unos con más bigote que otros, unos con leontina en el reloj del chaleco y otros no, pero en esencia confundibles y sin ningún poder sobre nosotros. Ni d’Halmar ni Barrios, ni Mallea ni Alegría, ofrecían seducciones ni remotamente parecidas a las de Lawrence, Faulkner, Pavese, Camus, Joyce, Kafka. En la novela

española que el magisterio solía ofrecernos como ejemplo, y hasta cierto punto como algo que nosotros podíamos llamar “propio” —Azorín, Miró, Baroja, Pérez de Ayala—, también encontrábamos estatismo y pobreza al compararlos con sus contemporáneos de otraslenguas. Quizá la mayor diferencia entre los novelistas del boom ysus contemporáneos españoles no sea más que una de tiempo: lo temprano que florecieron en los primeros las influencias extranjeras, especialmente de Kafka, Sartre y Faulkner, sin los cuales sería imposible definir el boom, mientras los españoles tuvieron que permanecer bastante más tiempo ceñidos por una monumental tradición propia en la que no faltaba ningún eslabón.

• • • Cosmopolitas, esnobs, extranjerizantes, estetizantes, los nuevos novelistas tomaron el aspecto de traidores ante los ingenuos ojos de entonces. Recuerdo el escándalo y el pasmo que produjo en el ambiente chileno la declaración de Jorge Edwards al publicar su primer libro de relatos, El patio, diciendo que le interesaba y conocía mucho más la literatura extranjera que la nuestra. Fue el único de mi generación que se atrevió a decir la verdad y a señalar una situación real.

• • • Creo que si en algo tuvo unidad casi completa el boom —aceptando la variedad de matices—, fue en la fe primera en la causa de la Revolución Cubana; creo que la desilusión producida por el caso Padilla la desbarató, y desbarató la unidad del boom.

• • • Uno de los axiomas que alimentan la envidia de los “enemigos” del boom, es la fantasía de que sus componentes principales llevan lujosas vidas ociosas, gracias a sus “pingües” derechos de autor, en las capitales más fascinantes del mundo, viajando en jet desde Via Veneto a Madison Avenue y a St. Germain-des-Prés; y que las tiradas y el éxito de las traducciones de sus libros en los Estados Unidos y más allá del Atlántico asombran al mundo entero.

• • • Existe algún país, como Alemania, por ejemplo, totalmente recalcitrante ante la novela hispanoamericana, que se niega

totalmente a darle importancia y donde los pocos libros publicadospor Rowohlt o por las editoriales menores no han tenido aceptaciónde ninguna clase, ni la menor repercusión.

• • • Hay que acordarse de que en la primera edad del siglo la poesía gozaba del prestigio de que goza hoy la novela, pero la poesía pasó a ser una forma demasiado minoritaria —cosa que bien puede sucederle a la novela si sigue por algunos caminos que le están señalando—, y la novela tomó su lugar: los novelistas entonces quedaron investidos del aura que hace medio siglo investía a los poetas.

• • • Es verdad que, en la década de los sesenta, cinco premios Biblioteca Breve de Novela fueron a parar a manos de hispanoamericanos: La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Los albañiles de Vicente Leñero, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, País portátil de Adriano González León y Cambio de piel de Carlos Fuentes, y siendo en esos años el Premio Biblioteca Breve el único premio con auténtico prestigio literario en el mundo del idioma castellano, el público paró la oreja.

• • • Si se acepta lo de las categorías, cuatro nombres componen, para el público, el gratin del famoso boom, el cogollito, y, como supuestos capos de mafia, eran y siguen siendo los más exageradamente alabados y los más exageradamente criticados: JulioCortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

JOSÉ DONOSO, Historia personal del "boom", Alfaguara, Madrid,2007, 216 págs.

Las preocupaciones de un padre de familiaDe Franz Kafka

Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, ysobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, encambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia delesloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta lasospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porqueno ayudan a determinar el sentido de esa palabra.Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigaciónsi no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. Aprimera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma deestrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata depedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados oapelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo,pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijadootro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, ycon una especie de prolongación que tiene uno de los radios, porel otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempoatrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero ésteno parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio deello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas derotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque elconjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible darmás detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en lospasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante variosmeses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve ala nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubrearrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas dehablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego,porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Odradek -me contesta.

-¿Y dónde vives?

-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.

Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieranpulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella sueleconcluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanecetan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo loque muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase deactividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek.¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilosante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No pareceque haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de queme pueda sobrevivir.

Ser infelizDe Franz Kafka

Cuando ya eso se había vuelto insoportable -una vez al atardecer,en noviembre-, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mipieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calleiluminada, me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en elfondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité,solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoconada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sincontrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde lapared se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque laprisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos delos coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que,habiendo expuesto los cuellos al enemigo, se hubiesen enfurecidoen la batalla.

Cual pequeño fantasma, corrió una niña desde el pasillocompletamente oscuro, en el que todavía no alumbraba la lámpara, yse quedó en puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual sebalanceaba levemente encandilada en seguida por la penumbra de lapieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero derepente se calmó al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vahode la calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad. Apoyando el

codo en la pared de la pieza, se quedó erguida ante la puertaabierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera semoviese a lo largo de las articulaciones de los pies, también delcuello, también de las sienes. Miré un poco en esa dirección,después dije: "buenas tardes", y tomé mi chaqueta de la pantallade la estufa, porque no quería estarme allí parado, así, a mediovestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que laexcitación me abandonase por la boca. Tenía la saliva pesada; enla cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamenteesta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavía paradacontra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contraaquélla, y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que lapared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase laspuntas de sus dedos. Le dije:

-¿Es a mí realmente a quien quiere ver? ¿No es una equivocación?Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamoasí y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo a quien usteddesea visitar?

-¡Calma, calma! -dijo la niña por sobre el hombro-; ya todo estábien.

-Entonces entre más en la pieza. Yo querría cerrar la puerta.

-Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobretodo, tranquilícese.

-¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un montón degente. Naturalmente todos son conocidos míos. La mayoría vieneahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creensimplemente tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya ocurrióuna vez. Esta gente ya ha terminado su trabajo diario; ¿a quiénsoportarían en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás,usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.

-¿Pero qué ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda lacasa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; créalo. ¿Solamenteusted puede cerrar las puertas?

-Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendría quehaber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquí, póngasecómoda; usted es mi huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo único

importante es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligaré aquedarse ni a irse. ¿Es que hace falta decírselo? ¿Tan mal meconoce?

-No. En realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía: nodebería haberlo dicho. Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto pormí?

-¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es ustedtan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habríapodido encerrarse, así no más, conmigo en una pieza.

-Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente quería decir: nome sirve de mucho conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted elesfuerzo de fingir un poco ante mí. De todos modos, no me vengacon cumplidos. Dejemos eso, se lo pido, dejémoslo. Y a esto hayque agregar que no lo conozco en cualquier lugar y siempre, y deninguna manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que encendiesela luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré teniendo en cuentaque ya me ha amenazado.

-¿Cómo? ¿Yo la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento deque por fin esté aquí! Digo "por fin" porque ya es tan tarde. Nopuedo entender por qué vino tan tarde. Además es posible que porla alegría haya hablado tan incongruentemente, y que usted lo hayainterpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que hehablado así. Sí. La amenacé con todo lo que quiera. Una cosa: porel amor de Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo? ¿Cómopudo ofenderme así? ¿Por qué quiere arruinarme a la fuerza estepequeño momentito de presencia suya aquí? Un extraño sería máscomplaciente que usted.

-Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tancerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. También ustedlo sabe. ¿A qué entonces esa tristeza? Diga mejor que estáhaciendo teatro y me voy al instante.

-¿Así? ¿También esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz.¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca enmi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridículo, nosólo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme deesta forma. Su naturaleza es la mía, y si yo por naturaleza me

comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho aobrar de otra manera.

-¿Es esto amable?

-Hablo de antes.

-¿Sabe usted cómo seré después?

-Nada sé yo.

Y me dirigí a la mesa de luz, en la que encendí una vela. Poraquel entonces no tenía en mi pieza luz eléctrica ni gas. Despuésme senté un rato a la mesa, hasta que también de eso me cansé. Mepuse el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en el sofá, y de unsoplo apagué la vela. Al salir me tropecé con la pata de unsillón. En la escalera me encontré con un inquilino del mismopiso.

-¿Ya sale usted otra vez, bandido? -preguntó, descansando sobresus piernas bien abiertas sobre dos escalones.

-¿Qué puedo hacer? -dije-. Acabo de recibir a un fantasma en mipieza.

-Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado unpelo en la sopa.

-Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es unfantasma.

-Muy cierto: ¿pero cómo, si uno no cree absolutamente enfantasmas?

-¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de quéme sirve este no creer?

-Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si unfantasma viene realmente a su pieza.

-Sí. Pero es que ése es el miedo secundario. El verdadero miedo esel miedo a la causa de la aparición. Y este miedo permanece, y lotengo en gran forma dentro de mí.

De pura nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos.

-Ya que no tiene miedo de la aparición como tal, habría debidopreguntarle tranquilamente por la causa de su venida.

-Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con fantasmas;jamás se puede obtener de ellos una información clara. Eso es unde aquí para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotrosde su existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no esde extrañar.

-Pero yo he oído decir que se les puede seducir.

-En ese punto está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo va ahacer?

-¿Por qué no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo -dijo, ysubió otro escalón.

-¡Ah, sí...! -dije-, pero aún así no vale la pena. Recapacité.

Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenía que agacharsepor debajo de una arcada de la escalera.

-Pero no obstante -grité-, si usted ahí arriba me quita mifantasma, rompemos relaciones para siempre.

-¡Pero si fue solamente una broma! -dijo, y retiró la cabeza.

-Entonces está bien -dije.

Y ahora sí que, a decir verdad, podría haber salido tranquilamentea pasear; pero como me sentí tan desolado preferí subir, y me echéa dormir.

FIN

Entrevista a William Faulkner, ¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buennovelista?-99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. Elnovelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo quese hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñary apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse porser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de sermejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada pordemonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente estádemasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral enel sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar odespojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar laobra.

-¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamentedespiadado?

-El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamentedespiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño loangustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tienepaz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia,la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Siun artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo...

-Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera,¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?

-No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, yel arte no tiene nada que ver con la paz y el contento.

-Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?

-El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importadónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás meofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión,ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza deuna perfecta libertad económica, está libre del temor y delhambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada quéhacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle

una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durantela mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En lasnoches hay la suficiente actividad social como para que el artistano se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo dacierta posición social; no tiene nada qué hacer porque laencargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa sonmujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos loscontrabandistas de licores de la localidad también le dirán"señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, queel único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda lasoledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no seademasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presiónsanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado oindignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que losinstrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comiday un poco de whisky.

-¿Bourbon?

-No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo conescocés.

-Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?

-No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo quenecesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se haescrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado.El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiadoocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engañadiciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buenarte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licoreso cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántaspenurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asustadescubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buenescritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es lamuerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o porhacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una mujer: si unose le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejormanera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la quese humille será ella.

-¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra deescritor?

-Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritorde primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si elescritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por unapiscina.

-Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para elcine. ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación conel lector?

-Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla;cualquier obligación que le quede después de eso, puede gastarlacomo le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupadopara preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar enquién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre miobra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengoque cumplir es la mía, y esa es la que me hace sentir como mesiento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el AntiguoTestamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar unpájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, megustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni loenvidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nuncaestá en peligro y puede comer cualquier cosa.

-¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?

-Si el escritor está interesado en la técnica, más le valededicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir unaobra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritorjoven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse pormedio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través delerror. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darleconsejos, tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire alescritor viejo, quiere superarlo.

-Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?

-De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apoderadel sueño antes de que el propio escritor pueda aprehenderlo. Esoes tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión dejuntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablementeconoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de laobra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientras

agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencilloen cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composiciónde la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre queme dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual.Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a lascatástrofes naturales universales, que son la inundación y elfuego, con una motivación natural simple que le diera dirección asu desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir estambién más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hayun punto en el libro en el que los propios personajes se levantany toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos,alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo quesucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad queun artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más lahonradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto queninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debojuzgarlas sobre la base de aquélla que me causó la mayor afliccióny angustia del mismo modo que la madre ama al hijo que seconvirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió ensacerdote.

-¿Qué obra es ésa?

-El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratandode contar la historia para librarme del sueño que seguiríaangustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dosmujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajesfavoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es muchomás valiente, honrada y generosa que yo.

-¿Cómo empezó El Sonido y la Furia?

-Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momentoque era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados delos calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ellapodía ver a través de una ventana el lugar donde se estabaefectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanosque estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiéneseran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado loscalzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todoen un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entoncescomprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagenfue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se

descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse delúnico hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto nicomprensión. Yo había empezado a contar la historia a través delos ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz sila contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía,pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historiaesa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos deotro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a travésde los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunirlos fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las vecesde narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años despuésde la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otrolibro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia ysacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme enpaz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pudedejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuandolo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunqueprobablemente fracasaría otra vez.

-¿Qué emoción suscita Benjy en usted?

-La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción ycompasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjyporque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por élpersonalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cualyo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en losdramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapazdel bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien ydel mal.

-¿Podía Benjy sentir amor?

-Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser unegoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque nohabría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amorlo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya notenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente dela ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cualcreaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Loúnico que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. Lapantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría habernombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque nopodía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así

como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podíadistinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le dabaconsuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que habíapertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddyhubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.

-¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma dealegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Unafábula?

-La misma ventaja que representa para el carpintero construiresquinas cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula,la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historiaparticular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es laesquina indicada para construir una casa rectangular oblonga.

-¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismosimplemente como cualquier otra herramienta, de la misma maneraque un carpintero tomaría prestado un martillo?

-Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta esemartillo. A nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdoen cuanto al significado que le damos a la palabra. Se trata delcódigo de conducta individual de cada persona, por medio del cualésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiereque sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera quesea su símbolo -la cruz o la media luna o lo que fuere-, esesímbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembrode la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con losque se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puedeenseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de textole enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómohacerse de un código moral y de una norma dentro de suscapacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemploincomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de unaesperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre senutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón deque las alegorías son incomparables: los tres hombres de MobyDick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada,saber y no preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidadestá representada en Una fábula por el viejo aviador judío, quedice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando debarechazar la vida para hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés,

que dice: "Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; yel mismo mensajero del batallón inglés que dice: "Esto esterrible, voy a hacer algo para remediarlo".

-¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionadosde Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata,como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapuntoestético o de una simple casualidad?

-No, no. Aquello era una historia: la historia de CharlotteRittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por elamor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser doshistorias separadas sino después de haber empezado el libro.Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección deLas palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, quela historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como elcontrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejohasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad.Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte yreanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó adecaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otraparte de su antítesis, que es la historia de un hombre queconquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hastael grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría asalvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez pornecesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.

-¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?

-No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción"no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas:experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas,y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso,una historia generalmente comienza con una sola idea, un solorecuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historiaes simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicarpor qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir acontinuación. Un escritor trata de crear personas creíbles ensituaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora quepueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, elambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácilde expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en laexperiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi

talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpementeen palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Esdecir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, peroyo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer aescuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producidapor las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno yla música de la prosa tienen lugar en el silencio.

-Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginaciónson importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?

-Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso.La he oído mencionar, pero nunca la he visto.

-Se dice que usted como escritor está obsesionado por laviolencia.

-Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con sumartillo. La violencia es simplemente una de las herramientas delcarpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puedeconstruir con una sola herramienta.

-¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?

-Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesariopara ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a SherwoodAnderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablarcon la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamosuna o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes delmediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al díasiguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era lavida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribirmi primer libro. En seguida descubrí que escribir era unaocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto alseñor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta-era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Quésucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le dije que estabaescribiendo un libro. Él dijo: "Dios mío", y se fue. Cuandoterminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con laseñora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y ledije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice queestá dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que

lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro".Yo le dije "trato hecho", y así fue como me hice escritor.

-¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero devez en cuando"?

-Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquiercosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nuncanecesitábamos mucho dinero porque entonces la vida era barata enNueva Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, unpoco de comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podíahacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dineropara vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, unvagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como paraforzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenzaque haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristeses que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, díatras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ochohoras diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que sepuede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón deque el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y atodos los demás.

-Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿quéjuicio le merece como escritor?

-Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos yde la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesoresllevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece.Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.

-Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?

-Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Unodebe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto alAntiguo Testamento: con fe.

-¿Lee usted a sus contemporáneos?

-No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joveny a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El AntiguoTestamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo el Quijote todos losaños, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste

último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea quefluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi,Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas aMarlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavíaleo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempreempiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final.Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo queuno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unosminutos.

-¿Y Freud?

-Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns,pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo queMelville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.

-¿Lee usted novelas policíacas?

-Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.

-¿Y sus personajes favoritos?

-Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel ydespiadada, una borracha oportunista, indigna de confianza, en lamayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era uncarácter; la señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijotey Sancho, por supuesto. A lady Macbeth siempre la admiro. Y aBottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la señora Gamp seenfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon.Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustómucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de unlibro escrito por George Harris en 1840 ó 1850 en las montañas deTenesí. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lomejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía quelo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a nadie por susdesgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.

-Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?

-El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los quequieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribirno tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando dedecir: "Yo pasé por aquí". La finalidad de su función no es el

artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico,porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El críticoescribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.

-Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre suobra con alguien?

-No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene quecomplacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad dehablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la harámejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar másen ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me dagusto hablar de los problemas del oficio.

-Los críticos sostienen que las relaciones familiares soncentrales en sus novelas.

-Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos.Dudo que un hombre que está tratando de escribir sobre la genteesté más interesado en sus relaciones familiares que en la formade sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar aldesarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo quesí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, nole quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechostales como la forma de las narices o las relaciones familiares,puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy pocarelación con la verdad.

-Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligenconscientemente entre el bien y el mal.

-A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegíaconstantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado desueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tanocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguirentre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existenen la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estarvivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con loque hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, elplacer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad,tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismoes parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde otemprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que

pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral esla maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener deéstos el derecho a soñar.

-¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento enrelación con el artista?

-La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es lavida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cienaños después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse envirtud de qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la únicainmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que seainmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene elartista de escribir "Yo estuve aquí" en el muro de la desapariciónfinal e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.

-Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una concienciade sumisión a su destino.

-Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no,como los personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grove enLuz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella noera realmente importante en su destino que su hombre fuera LucasBirch o no. Su destino era tener un marido e hijos y ella losabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ellaera la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos másserenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo aByron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final,desesperado, desesperanzado, de violarla, "¿No te da vergüenza?¡Podías haber despertado al niño!" No se sintió confundida,asustada ni alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que nonecesitaba compasión. Su último parlamento, por ejemplo: "No llevoviajando más que un mes y ya estoy en Tenesí. Vaya, vaya, cómorueda uno". La familia Brunden, en Mientras agonizo, se lasarregló bastante bien con su destino. El padre, después de perdera su esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. Deun solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sinoque adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientrasdescansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problemaesa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y auncuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue másque otro bebé.

-¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris?Es decir, ¿cuál fue el motivo de que usted empezara a escribir lasaga de Yoknapatawpha?

-Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido.Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener undesignio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de unartista tiene que tener un designio. La paga de los soldados yMosquitos los escribí por el gusto de escribir, porque eradivertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcelade suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y queyo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante lasublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertadpara usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el gradomáximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerteque creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas deaquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempotambién. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en eltiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mipropia teoría de que el tiempo es una condición fluida que notiene existencia excepto en los avatares momentáneos de laspersonas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Sifue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensarque el mundo que creé es una especie de piedra angular deluniverso; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es, fueraretirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será ellibro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado deYoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.

El sacerdote, de William FaulknerHabía casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana seríaordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con elSeñor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosajuventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; élhabía tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión,a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado;mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta quelos fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con eltiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del

hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales,según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como elsueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces desu sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuandomenos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las vocesse perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no seríansino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y lascumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla conun sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasisespiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sinoun letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo.Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampocopensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir,utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios paraalcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre quese olvide que fue la historia y no la época quien creó losSavonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a lashambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritualcon el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placerfísico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán prontoolvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad desus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a untiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda deque acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo,fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudieraobtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién losabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivióen Italia en una era semejante a plata, semejante a una florimperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne,esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sinouna excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿Noera la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muertosemejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionadapersecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelsosignificaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijadacomo una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino unacriatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida,que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada;una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, quealza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de

otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay deapasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe queel mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa,porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ellael símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yosoy un niño despojado de su niñez.

La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, yla luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar.Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior,mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesarcon la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y seeclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeroshablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Puedenestos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación yen la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, locual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, conquien no estaba de acuerdo:

-A través de la historia el hombre ha fomentado y creadocircunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único quepodrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará eltemporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa queno cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempretragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que sonél mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no hapodido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquelque sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, yreír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risase renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.

Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza susinsignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño yestrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmacionesreligiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobremujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta ydedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si elhecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda suscompañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación conmujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo,llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibieraciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de ladonación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él

mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podíacreer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofíaglobal de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados deese modo. “¿Qué es lo que quieres?”, se preguntó. No lo sabía: noera tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor deperder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unaspalabras vacías, sin ningún significado. “Ciertamente, en razón demi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras”.

¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigmadel hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? “Elhombre desea pocas cosas aquí abajo”, pensó. ¡Pero perder lo pocoque tiene!

El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema.Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían deltrabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos degracia y de belleza, de impulsos anteriores alcristianismo.“¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-.Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante laoración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos enlos que ha tanto tiempo he deseado pensar”.

Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su pasoen la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -elpensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placerfísico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-,para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir abailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces decolores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como uncoctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa yleían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreosde plata.

“¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y queclama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba?Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contiendafísica con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femeninosin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mifilosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones,¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sidoprometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos ypecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor

de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de laabnegación?”.

“Purificaré mi alma”, se dijo. La vida es más que eso, lasalvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventudestá tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenescuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas deescribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidasy libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subirsus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quiénsabe qué sueño. “Salvo que el hoy es el hoy, y que vale milmañanas y mil ayeres”, exclamó.

“Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces,seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervode Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas vocesque hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera yaMañana!”

En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombrescomprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo yvolvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas,esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir acitas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también,soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería ablandas compulsiones.

Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos quehabrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojosy por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdesúnicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en lacalle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a suapresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todoquedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja deuna iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenidacontra la noche. Y sus pisadas dijeron: “¡Mañana! ¡Mañana!”.

Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...

La narrativa moderna, Virginia Woolf

Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuán suelta einformal, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a laconclusión de que la práctica moderna de este arte es, de algunamanera, una mejora respecto a la anterior. Podría decirse que,dadas sus herramientas sencillas y sus materiales primitivos,Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto que susobras maestras tienen un aire de simplicidad extraño. Sin embargo,la analogía entre la literatura y el proceso de, por dar unejemplo, fabricar un auto, apenas se sostiene más allá de unprimer vistazo. Es de dudar que en el transcurso de los siglos,aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fabricar máquinas,hayamos aprendido algo sobre cómo hacer literatura.

No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguirmoviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra,pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de lapista desde una cima suficientemente elevada. Apenas merecedecirse que ninguna presunción tenemos, ni siquiera momentánea, deestar en ese punto de vista ventajoso. En la parte llana, entre lamultitud, cegados a medias por el polvo, miramos hacia atrás y conenvidia a esos guerreros más afortunados, cuya batalla ha sidoganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización sereno,de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la luchano fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión quedaal historiador de la literatura; a él corresponde informar si nosencontramos al principio, al final o en medio de un gran periodode narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible.Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes yhostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértily otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena algunaexploración de esto último.

Así, nuestra disputa no es con los clásicos, y si hablamos dedisputar con los señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte sedebe al mero hecho de que al existir ellos en carne y hueso, suobra tiene una imperfección viva, cotidiana, activa que nos llevaa tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca. Pero ciertoes también que, mientras les agradecemos mil dones que nos han

dado, reservamos nuestra gratitud incondicional para Hardy, Conrady en grado mucho menor el Hudson de The Purple Land (La tierrapúrpura), Green Mansions (Mansiones verdes) y Far Away and LongAgo (Muy lejos y hace mucho tiempo). Los señores Wells, Bennett yGalsworthy han despertado tantas esperanzas y las han decepcionadocon tanta persistencia, que nuestra gratitud adopta mayormentecomo forma el agradecerles habernos mostrado lo que pudieron haberhecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos incapaces dehacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer.

Ninguna oración por sí misma resumiría la acusación o la queja quefue necesario expresar contra una masa de obras tan abundante envolumen y que representa tantas cualidades, sean admirables o locontrario. Si intentamos formular nuestro sentir en una palabraúnica, diremos que estos tres escritores son materialistas. Acausa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu, noshan decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antesles dé la espalda la narrativa inglesa, tan cortésmente como sequiera, y se encamine aunque sea al desierto, mejor para su alma.Pero, claro, ninguna palabra alcanza de golpe el centro de tresblancos diferentes. En el caso del señor Wells, se apartanotablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestropensamiento la amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yesoque consiguió mezclarse con la pureza de su inspiración. Pero talvez el señor Bennett sea el peor culpable de los tres, en tantoque es con mucho el mejor obrero. Puede fabricar un libro tan bienconstruido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso almás exigente de los críticos deducir por qué rajadura o grietapuede filtrarse la decadencia. No pasa ni la menor corriente deaire por los marcos de las ventanas, ni hay la menor fractura enlas duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehúsa a vivir aquí? Esun riesgo que bien pueden presumir de haber superado el creador deThe Old Wives' Tale (Cuento de viejas), George Cannon, EdwinClayhanger y multitud de otras figuras; sus personajes tienen vidaen abundancia e, incluso, inesperada, pero queda por preguntar¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos cada vez más,incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five Towns,que pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clasey suavemente acojinado, pulsando innumerables campanillas ybotones; y el destino hacia el cual viajan de modo tan lujoso sevuelve, cada vez menos indudablemente, una eternidad debienaventuranza pasada en el mejor de los hoteles de Brighton.Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un

materialista en el sentido de que se deleita en exceso en lasolidez de su fábrica. Es de mente demasiado generosa encompasiones para permitirse dedicar mucho tiempo a dejar las cosasen perfecto orden y substanciales. Es materialista dada la merabondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas eltrabajo que debieron cumplir los funcionarios gubernamentales; enmedio de la plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas tiene unrespiro para darse cuenta de, o ha olvidado considerar que tieneimportancia, la crudeza y la tosquedad de sus seres humanos. Y aúnasí, ¿qué crítica más dañina puede haber a su tierra y a su cieloque el que deban ser habitados ahora y en el futuro por sus Joansy sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empañacualquier institución e ideal que la generosidad de su creador leshaya proporcionado? Tampoco, por profundo que sea nuestro respetopor la integridad y el humanismo del señor Galsworthy,encontraremos en sus páginas lo que buscamos.

Entonces, si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cualesté la palabra única materialistas, queremos decir con ello queescriben de cosas sin importancia; que emplean una habilidad y unalaboriosidad inmensas haciendo que lo trivial y lo transitorioparezcan lo real y lo perdurable.

Hemos de admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nosresulta difícil justificar nuestro descontento explicando qué eslo que exigimos. Planteamos la cuestión de modo diferente endistintos momentos. Pero reaparece del modo más persistente cuandonos apartamos de la novela concluida en la cresta de un suspiro:¿Vale la pena? ¿Cuál es su propósito? ¿Sucede acaso que, debido auna de esas desviaciones menores que el espíritu humano sufre devez en cuando, el señor Bennett aplicó su magnífico aparato decaptar vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La vidaescapa y, tal vez, sin vida nada vale la pena. Tener que recurrira una imagen como ésta es una confesión de vaguedad, perodifícilmente mejoramos la situación hablando, como son proclives ahacer los críticos, de realidad.

Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas,arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, laforma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo queasegura el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu,verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado oavanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal

cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia,conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y doscapítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más enparecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de esaenorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de lahistoria es no sólo trabajo desperdiciado sino mal colocado, algrado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. Elescritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sinopor algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene enservidumbre para que proporcione una trama, para que aportecomedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad,que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas lasfiguras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta eldetalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, sefabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más amenudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una dudamomentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojasdel modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así lasnovelas?

Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser"así". Examínese por un momento una mente ordinaria en un díaordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones: triviales,fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esasmiríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomosinnumerables; y según descienden, según se transforman en la vidadel lunes o del martes, el acento cae en un lugar diferente al delviejo estilo; el momento importante no viene aquí sino allí; demodo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si pudieraescribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, sipudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no lasconvenciones, no habría trama, ni comedia, ni tragedia, niintereses amorosos o catástrofes al estilo aceptado y, tal vez, niun sólo botón cosido al modo que quisieran los sastres de BondStreet. La vida no es una serie de farolas ordenadassimétricamente, sino un halo luminoso, una envolturasemitransparente que nos rodea desde el inicio de nuestraconciencia hasta su final. ¿No es tarea del novelista transmitireste espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no importaqué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezclade lo ajeno y lo externo como sea posible?

No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sinosugiriendo que la materia adecuada de la narrativa es un tantodiferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. Encualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamosdefinir la cualidad que distingue a la obra de varios escritoresjóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, deaquella de sus predecesores. Intentan acercarse más a la vida,preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa yconmueve, incluso si para lograrlo hayan de descartar la mayoríade las convenciones que suele observar el novelista. Registremoslos átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen,establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado eincoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima enla conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayorplenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmentepensado pequeño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artistas a Young Man (Retrato del artista adolescente) o lo que prometeser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises), que eneste momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría detal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Pornuestra parte, con sólo un fragmento así frente a nosotros, anteslo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea laintención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máximay que el resultado, por difícil o desagradable que lo juzguemos,es innegablemente importante.

En contraste con quienes hemos llamado materialistas, el señorJoyce es espiritual; se preocupa a cualquier precio por revelarlos titubeos de esa llama interna que destella sus mensajes através del cerebro, y para conservarla hace de lado con valorabsoluto todo aquello que parezca adventicio, se trate de laprobabilidad, de la coherencia o de cualquier otra señal camineraque por generaciones haya servido para dar apoyo a la imaginacióndel lector, cuando se le pide que imagine lo que le es imposibletocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con subrillantez, su sordidez, su incoherencia, sus relámpagos súbitosde significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de lamente que, al menos en una primera lectura, es difícil no suponeruna obra maestra. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí latenemos sin duda.

De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpezacuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra

así de original no se compara, pues debemos ir a ejemploselevados, con Youth (Juventud) o The Mayor of' Casterbridge (Elalcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa dela mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir paraacabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más ypreguntarse si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación deestar en una habitación brillante pero estrecha, confinados yahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitaciónimpuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el métodoel que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nossentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, apesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea loque está fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acasodidácticamente, a la indecencia ¿contribuye a dar el efecto dealgo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente de que antecualquier esfuerzo así de original sea más fácil, sobre todo a loscontemporáneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece?En cualquier caso, es un error mantenerse fuera examinando"métodos". Cualquier método sirve, sirve cualquier método queexprese lo que deseemos expresar sí somos escritores, que nosacerque más a la intención del escritor si somos lectores. Estemétodo tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamosdispuestos a llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura deUlysses cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino talidea con un sacudimiento al abrir el Tristram Shandy y elPendennis y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectosde la vida, sino que encima de todo son más importantes?

Sea como fuere, el problema al que hoy día se enfrenta elnovelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniarmedios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valorde decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", ysólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable quepara los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre enlas partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, elacento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algohasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma debosquejo distinto, difícil de asir por nosotros, incomprensiblepara nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadiesino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjovtransformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusosyacen enfermos, a bordo de un barco que los regresa a su patria.Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus

pensamientos; la plática continúa entre los otros por un tiempo,hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano",es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares taninesperados, que de principio se diría que no hubiera ningúnsubrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a lapenumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en elcuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuántaprofundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegidoChéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para quecompongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "estoes trágico", y tampoco estamos seguros, pues se nos ha enseñadoque los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago einconcluyente, debe ser llamado un cuento.

Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa modernadifícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de lainfluencia rusa, y si se menciona a los rusos se corre el riesgode pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquiernarrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y elcorazón ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Siestamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacablede sus novelistas tiene, por derecho de nacimiento, una reverencianatural por el espíritu humano. "Aprende a convertirte en el igualde la gente... Pero que esta simpatía no sea aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella del corazón, con amorhacia ella." En todo gran escritor ruso parecemos discernir losrasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía porel sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño poralcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes delespíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos dejaconfundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidadtrivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas enfaramalla y trucos.

Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora ycompasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristezaextrema. De hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusaestá inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta, que sise examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta trasotra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez yaconcluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nosllena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resentida.

Tal vez tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos quenosotros y sin nuestros crudos impedimentos de visión. Pero quizávemos algo que a ellos se les escapa, pues si no ¿por qué habríade mezclarse a nuestra melancolía esa voz de protesta? Esa voz deprotesta es aquella de una civilización distinta y antigua, queparece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y lucharantes que el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desdeSterne a Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en elbuen humor y la comedia, en la belleza de la tierra, en lasactividades del intelecto y en el esplendor del cuerpo. Perocualesquiera deducciones que extraigamos de comparar dosnarrativas tan inconmensurablemente apartadas son fútiles, exceptoen cuanto nos imbuyan con la visión de las posibilidades infinitasdel arte y nos recuerden que el horizonte no tiene límites, y quenada -ningún "método", ningún experimento, incluso los másdesbocados- está prohibido como sí lo están la falsedad y lasimulación. No existe "material adecuado para la narrativa", puestodo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento,todo pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de laque se eche mano; ninguna percepción está fuera de lugar. Y sipodemos imaginar al arte de la narrativa adquirir vida y ponersede pie en nuestro medio, sin duda nos pediría que lo rompiéramos ylo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos, porquede esa manera se renueva su juventud y se asegura su soberanía.

FIN

Después de la carrera, por James Joyce

Los carros venían volando hacia Dublín, deslizándose como balinespor la curva del camino de Naas. En lo alto de la loma, enInchicore, los espectadores se aglomeraban para presenciar lacarrera de vuelta, y por entre este canal de pobreza y de inercia,el Continente hacía desfilar su riqueza y su industria acelerada.De vez en cuando los racimos de personas lanzaban al aire unosvítores de esclavos agradecidos. No obstante, simpatizaban más conlos carros azules -los carros de sus amigos los franceses.

Los franceses, además, eran los supuestos ganadores. El equipofrancés llegó entero a los finales en los segundos y tercerospuestos, y el chofer del carro ganador alemán se decía que erabelga. Cada carro azul, por tanto, recibía doble dosis de vítoresal alcanzar la cima, y las bienvenidas fueron acogidas consonrisas y venias por sus tripulantes. En uno de aquellos autos deconstrucción compacta venía un grupo de cuatro jóvenes, cuyaanimación parecía por momentos sobrepasar con mucho los límitesdel galicismo triunfante: es más, dichos jóvenes se veíanalborotados. Eran Charles Ségouin, dueño del carro; André Riviére,joven electricista nacido en Canadá; un húngaro grande llamadoVillona y un joven muy bien cuidado que se llamaba Doyle. Ségouinestaba de buen humor porque inesperadamente había recibido algunasórdenes por adelantado (estaba a punto de establecerse en elnegocio de automóviles en París) y Riviére estaba de buen humorporque había sido nombrado gerente de dicho establecimiento; estosdos jóvenes (que eran primos) también estaban de buen humor por eléxito de los carros franceses. Villona estaba de buen humor porquehabía comido un almuerzo muy bueno; y, además, porque eraoptimista por naturaleza. El cuarto miembro del grupo, sinembargo, estaba demasiado excitado para estar verdaderamentecontento.

Tenía unos veintiséis años de edad, con un suave bigote castañoclaro y ojos grises un tanto inocentes. Su padre, que comenzó enla vida como nacionalista avanzado, había modificado sus puntos devista bien pronto. Había hecho su dinero como carnicero enKingstown y al abrir carnicería en Dublín y en los suburbios logrómultiplicar su fortuna varias veces. Tuvo, además, la buenafortuna de asegurar contratos con la policía y, al final, se habíahecho tan rico como para ser aludido en la prensa de Dublín comopríncipe de mercaderes. Envió a su hijo a educarse en un grancolegio católico de Inglaterra y después lo mandó a la universidadde Dublín a estudiar derecho. Jimmy no anduvo muy derecho comoestudiante y durante cierto tiempo sacó malas notas. Tenía dineroy era popular; y dividía su tiempo, curiosamente, entre loscírculos musicales y los automovilísticos. Luego, lo enviaron porun trimestre a Cambridge a que viera lo que es la vida. Su padre,amonestante pero en secreto orgulloso de sus excesos, pagó suscuentas y lo mandó llamar. Fue en Cambridge que conoció a Ségouin.No eran más que conocidos entonces, pero Jimmy halló sumo placeren la compañía de alguien que había visto tanto mundo y que teníareputación de ser dueño de uno de los mayores hoteles de Francia.

Valía la pena (como convino su padre) conocer a una persona así,aun si no fuera la compañía grata que era. Villona también eradivertido -un pianista brillante-, pero, desgraciadamente, pobre.

El carro corría con su carga de jacarandosa juventud. Los dosprimos iban en el asiento delantero; Jimmy y su amigo húngaro sesentaban detrás. Decididamente, Villona estaba en gran forma; porel camino mantuvo su tarareo de bajo profundo durante kilómetros.Los franceses soltaban carcajadas y palabras fáciles por encimadel hombro y más de una vez Jimmy tuvo que estirarse hacia delantepara coger una frase al vuelo. No le gustaba mucho, ya que teníaque acertar con lo que querían decir y dar su respuesta a gritos ycontra la ventolera. Además que el tarareo de Villona losconfundía a todos; y el ruido del carro también.

Recorrer rápido el espacio, alboroza; también la notoriedad; lomismo la posesión de riquezas. He aquí tres buenas razones para laexcitación de Jimmy. Ese día muchos de sus conocidos lo vieron encompañía de aquellos continentales. En el puesto de control,Ségouin lo presentó a uno de los competidores franceses y, enrespuesta a su confuso murmullo de cumplido, la cara curtida delautomovilista se abrió para revelar una fila de relucientesdientes blancos. Después de tamaño honor era grato regresar almundo profano de los espectadores entre codazos y miradassignificativas. Tocante al dinero: tenía de veras acceso a grandessumas. Ségouin tal vez no pensaría que eran grandes sumas, peroJimmy, quien a pesar de sus errores pasajeros era en su fuerointerno heredero de sólidos instintos, sabía bien con cuántadificultad se había amasado esa fortuna. Este conocimiento mantuvoantaño sus cuentas dentro de los límites de un derroche razonable,y si estuvo consciente del trabajo que hay detrás del dinerocuando se trataba nada más del engendro de una inteligenciasuperior, ¡cuánto no más ahora, que estaba a punto de poner enjuego una mayor parte de su sustancia! Para él esto era cosaseria.

Claro que la inversión era buena y Ségouin se las arregló para darla impresión de que era como favor de amigo que esa pizca dedinero irlandés se incluiría en el capital de la firma. Jimmyrespetaba la viveza de su padre en asuntos de negocios y en estecaso fue su padre quien primero sugirió la inversión; mucho dineroen el negocio de automóviles, a montones. Todavía más, Ségouintenía una inconfundible aura de riqueza. Jimmy se dedicó a

traducir en términos de horas de trabajo ese auto señorial en queiba sentado. ¡Con qué suavidad avanzaba! ¡Con qué estilo corrieronpor caminos y carreteras! El viaje puso su dedo mágico sobre elgenuino pulso de la vida y, esforzado, el mecanismo nerviosohumano intentaba quedar a la altura de aquel veloz animal azul.

Bajaron por la Calle Dame. La calle bullía con un tránsitodesusado, resonante de bocinas de autos y de campanillazos detranvías. Ségouin arrimó cerca del banco y Jimmy y su amigodescendieron. Un pequeño núcleo de personas se reunió para rendirhomenaje al carro ronroneante. Los cuatro comerían juntos en elhotel de Ségouin esa noche y, mientras tanto, Jimmy y su amigo,que paraba en su casa, regresarían a vestirse. El auto doblólentamente por la Calle Grafton mientras los dos jóvenes sedesataban del nudo de espectadores. Caminaron rumbo al nortecuriosamente decepcionados por el ejercicio, mientras que arribala ciudad colgaba pálidos globos de luz en el halo de la nocheestival.

En casa de Jimmy se declaró la comida ocasión solemne. Un ciertoorgullo se mezcló a la agitación paterna y una decididadisposición, también, de tirar la casa por la ventana, pues losnombres de las grandes ciudades extranjeras tienen por lo menosesa virtud. Jimmy, él también, lucía muy bien una vez vestido, yal pararse en el corredor, dando aprobación final al lazo de susmoking, su padre debió de haberse sentido satisfecho, auncomercialmente hablando, por haber asegurado para su hijocualidades que a menudo no se pueden adquirir. Su padre, por lomismo, fue desusadamente cortés con Villona y en sus manerasexpresaba verdadero respeto por los logros foráneos; pero lasutileza del anfitrión probablemente se malgastó en el húngaro,quien comenzaba a sentir unas grandes ganas de comer.

La comida fue excelente, exquisita. Ségouin, decidió Jimmy, teníaun gusto refinadísimo. El grupo se aumentó con un joven irlandésllamado Routh a quien Jimmy había visto con Ségouin en Cambridge.Los cinco cenaron en un cuarto coquetón iluminado por lámparasincandescentes. Hablaron con ligereza y sin ambages. Jimmy, conimaginación exaltada, concibió la ágil juventud de los francesesenlazada con elegancia al firme marco de modales del inglés.Grácil imagen ésta, pensó, y tan justa. Admiraba la destreza conque su anfitrión manejaba la conversación. Los cinco jóvenestenían gustos diferentes y se les había soltado la lengua.

Villona, con infinito respeto, comenzó a describirle alamablemente sorprendido inglesito las bellezas del madrigalinglés, deplorando la pérdida de los instrumentos antiguos.Riviére, no del todo sin ingenio, se tomó el trabajo de explicarlea Jimmy el porqué del triunfo de los mecánicos franceses. Laresonante voz del húngaro estaba a punto de poner en ridículo losespurios laúdes de los pintores románticos, cuando Ségouinpastoreó al grupo hacia la política. He aquí un terreno quecongeniaba con todos. Jimmy, bajo influencias generosas, sintióque el celo patriótico, ya bajo tierra, de su padre, le resucitabadentro: por fin logró avivar al soporífero Routh. El cuarto secaldeó por partida doble y la tarea de Ségouin se hizo más arduapor momentos: hasta se corrió peligro de un pique personal. En unaoportunidad, el anfitrión, alerta, levantó su copa para brindarpor la Humanidad y cuando terminó el brindis abrió las ventanassignificativamente.

Esa noche la ciudad se puso su máscara de gran capital. Los cincojóvenes pasearon por Stephen's Green en una vaga nube de humosaromáticos. Hablaban alto y alegre, las capas colgándoles de loshombros. La gente se apartaba para dejarlos pasar. En la esquinade la Calle Grafton un hombre rechoncho embarcaba a dos mujeres enun auto manejado por otro gordo. El auto se alejó y el hombrerechoncho atisbó al grupo.

-André.

-¡Pero si es Farley!

Siguió un torrente de conversación. Farley era americano. Nadiesabía a ciencia cierta de qué hablaban. Villona y Riviére eran losmás ruidosos, pero todos estaban excitados. Se montaron a un auto,apretándose unos contra otros en medio de grandes risas. Viajabanpor entre la multitud, fundida ahora a colores suaves y a músicade alegres campanitas de cristal. Cogieron el tren en Westland Rowy en unos segundos, según pareció a Jimmy, estaban saliendo ya dela estación de Kingstown. El colector saludó a Jimmy; era unviejo:

-¡Linda noche, señor!

Era una serena noche de verano; la bahía se extendía como espejooscuro a sus pies. Se encaminaron hacia allá cogidos de brazos,cantando Cadet Roussel a coro, dando patadas a cada:

-¡Ho! ¡Ho! ¡Hohé, vraiment!

Abordaron un bote en el espigón y remaron hasta el yate delamericano. Habría cena, música y cartas. Villona dijo, conconvicción:

-¡Es una belleza!

Había un piano de mar en el camarote. Villona tocó un vals paraFarley y para Riviére, Farley haciendo de caballero y Riviére dedama. Luego vino una Square dance de improviso, todos inventandolas figuras originales. ¡Qué contento! Jimmy participó de lleno;esto era vivir la vida por fin. Fue entonces que a Farley le faltóaire y gritó: ¡Alto! Un camarero trajo una cena ligera y losjóvenes se sentaron a comerla por pura fórmula. Sin embargo,bebían: vino bohemio. Brindaron por Irlanda, Inglaterra, Francia,Hungría, los Estados Unidos. Jimmy hizo un discurso, un discursolargo, con Villona diciendo ¡Vamos! ¡Vamos! a cada pausa. Hubograndes aplausos cuando se sentó. Debe de haber sido un buendiscurso. Farley le palmeó la espalda y rieron a rienda suelta.¡Qué joviales! ¡Qué buena compañía eran!

¡Cartas! ¡Cartas! Se despejó la mesa. Villona regresó quedo a supiano y tocó a petición. Los otros jugaron juego tras juego,entrando audazmente en la aventura. Bebieron a la salud de laReina de Corazones y de la Reina de Espadas. Oscuramente Jimmysintió la ausencia de espectadores: qué golpes de ingenio. Jugaronpor lo alto y las notas pasaban de mano en mano. Jimmy no sabía aciencia cierta quién estaba ganando, pero sí sabía quién estabaperdiendo. Pero la culpa era suya, ya que a menudo confundía lascartas y los otros tenían que calcularle sus pagarés. Eran unostipos del diablo, pero le hubiera gustado que hicieran un alto: sehacía tarde. Alguien brindó por el yate La Beldad de Newport yluego alguien más propuso jugar un último juego de los grandes.

El piano se había callado; Villona debió de haber subido acubierta. Era un juego pésimo. Hicieron un alto antes de acabarpara brindar por la buena suerte. Jimmy se dio cuenta de que eljuego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué excitante! Jimmy también

estaba excitado; claro que él perdió. ¿Cuántos pagarés habíafirmado? Los hombres se pusieron en pie para jugar los últimosquites, hablando y gesticulando. Ganó Routh. El camarote temblócon los vivas de los jóvenes y se recogieron las cartas. Luegoempezaron a colectar lo ganado. Farley y Jimmy eran buenosperdedores.

Sabía que lo lamentaría a la mañana siguiente, pero por el momentose alegró del receso, alegre con ese oscuro estupor que echaba unmanto sobre sus locuras. Recostó los codos a la mesa y descansó lacabeza entre las manos, contando los latidos de sus sienes. Lapuerta del camarote se abrió y vio al húngaro de pie en medio deuna luceta gris:

-¡Señores, amanece!

FIN

El Muro, por Jean Paul SartreNos arrojaron en una gran sala blanca y mis ojos parpadearonporque la luz les hacía mal. Luego vi una mesa y cuatro tiposdetrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles. Habíanamontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesarioatravesar toda la habitación para reunirnos con ellos. Habíamuchos a quienes yo conocía y otros que debían de ser extranjeros.Los dos que estaban delante de mí eran rubios con cabezasredondas; se parecían; franceses, pensé. El más bajo se subía todoel tiempo el pantalón: estaba nervioso.

Esto duró cerca de tres horas; yo estaba embrutecido y tenía lacabeza vacía; pero la pieza estaba bien caldeada, lo que meparecía muy agradable, hacía veinticuatro horas que no dejábamosde tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después deotro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entoncessu nombre y su profesión. La mayoría de las veces no iban másjejos — o bien a veces les hacían una pregunta suelta: "¿Tomasteparte en el sabotaje de las municiones?”, o bien: “¿Dónde estabasy qué hacías el 9 por la mañana?” No escuchaban la respuesta o porlo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando

fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntarona Tom si era verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom nopodía decir lo contrario debido a los papeles que le habíanencontrado en su ropa. A Juan no le preguntaron nada, pero, encuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.

—Es mi hermano José el que es anarquista —dijo Juan—. Ustedessaben que no está aquí. Yo no soy de ningún partido, no he hechonunca política.

No contestaron nada. Juan dijo todavía:

—No he hecho nada. No quiero pagar por los otros. Sus labiostemblaban. Un guardián le hizo callar y se lo llevó. Era mi turno:

—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?

Dije que sí.

El tipo miró sus papeles y me dijo:

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

—Usted lo ocultó en su casa desde el 6 al 19.

—No.

Escribieron un momento y los guardianes me hicieron salir. En elcorredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes. Nos pusimos enmarcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:

—¿Y ahora?

—¿Qué? —dijo el guardián.

—¿Esto es un interrogatorio o un juicio?

—Era el juicio, dijo el guardián.

—Bueno. ¿Qué van a hacer con nosotros?

El guardián respondió secamente:

—Se les comunicará la sentencia en la celda.

En realidad lo que nos servía de celda era uno de los sótanos delhospital. Se sentía terriblemente el frío, debido a las corrientesde aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante el día no lohabíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado enun calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debíadatar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugarse les metía en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo:allí no había sufrido frío, pero estaba solo; lo que a la larga esirritante. En el sótano tenía compañía Juan casi no hablaba: teníamiedo y luego era demasiado joven para tener algo que decir. PeroTom era buen conversador y sabía muy bien el español. En elsubterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nosdevolvieron, nos reunimos y esperamos en silencio. Tom dijo alcabo de un momento:

—Estamos reventados.

—Yo también lo pienso —le dije—, pero creo que no harán nada alpequeño.

—No tienen nada que reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de unmilitante, eso es todo.

Yo miraba a Juan: no tenía aire de entender, Tom continuó:

—¿Sabes lo que hacen en Zaragoza? Acuestan a los tipos en elcamino y les pasan encima los camiones. Nos lo dijo un marroquídesertor. Dicen que es para economizar municiones.

—Eso no economiza nafta —dije.

Estaba irritado contra Tom: no debió decir eso.

—Hay algunos oficiales que se pasean por el camino —prosiguió—, yque vigilan eso con las manos en los bolsillos, fumandocigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas. Losdejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que laprimera vez casi vomitó.

—No creo que hagan eso —dije—, a menos que verdaderamente lesfalten municiones.

La luz entraba por cuatro respiraderos y por una abertura redonda,que habían practicado en el techo, a la izquierda y que daba sobreel cielo. Era por este agujero redondo, generalmente cerrado conuna trampa, por donde se descargaba el carbón en el sótano.Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco;destinado a caldear el hospital, pero desde el comienzo de laguerra se evacuaron los enfermos y el carbón quedó allí,inutilizado; le llovía encima en ocasiones, porque se habíanolvidado de cerrar la trampa.

Tom se puso a tiritar.

—Maldita sea, tirito —dijo—, vuelta a empezar.

Se levantó y se puso a hacer gimnasia. A cada movimiento la camisase le abría sobre el pecho blanco y velludo. Se tendió deespaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire; yo veíatemblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiadagrasa. Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban ahundirse bien pronto en esa masa de carne tierna como en un pedazode manteca. Esto no me causaba la misma impresión que si hubierasido flaco.

No tenía exactamente frío, pero no sentía la espalda ni losbrazos. De cuando en cuando tenía la impresión de que me faltabaalgo y comenzaba a buscar mi chaqueta alrededor, luego me acordababruscamente que no me habían dado la chaqueta. Era muy molesto.Habían tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no noshabían dejado más que nuestras camisas — y esos pantalones de telaque los enfermos hospitalizados llevan en la mitad del verano. Alcabo de un momento Tom se levantó y se sentó cerca de mí,resoplando.

—¿Entraste en calor?

—No, maldita sea. Pero estoy sofocado.

A eso de las ocho de la noche entró un comandante con dosfalangistas. Tenía una hoja de papel en la mano. Preguntó alguardián:

—¿Cómo se llaman estos tres?

—Steinbock, Ibbieta y Mirbal, dijo el guardián.

El comandante se puso los anteojos y miró en la lista:

—Steinbock… Steinbock… Aquí está. Usted está condenado a muerte.Será fusilado mañana a la mañana.

Miró de nuevo:

—Los otros dos también —dijo.

—No es posible —dijo Juan—. Yo no.

El comandante le miró con aire asombrado.

—¿Cómo se llama usted?

—Juan Mirbal.

—Pues bueno, su nombre está aquí —dijo el comandante—, usted estácondenado.

—Yo no he hecho nada —dijo Juan.

El comandante se encogió de hombros y se volvió hacia Tom y haciamí.

—¿Ustedes son vascos?

—Ninguno es vasco.

Tomó un aire irritado.

—Me dijeron que había tres vascos. No voy a perder el tiempocorriendo tras ellos. Entonces, naturalmente, ¿ustedes no quierensacerdote?

No respondimos nada. Dijo:

—En seguida vendrá un médico belga. Tiene autorización para pasarla noche con ustedes.

Hizo el saludo militar y salió.

—Que te dije —exclamó Tom—, estamos listos.

—Sí —dije—, es estúpido por el chico.

Decía esto por ser justo, pero no me gustaba el chico. Tenía unrostro demasiado fino y el miedo y el sufrimiento lo habíandesfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres días antes eraun chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora teníael aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería aser joven, aun cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estadomal tener un poco de piedad para ofrecerle, pero la piedad medisgusta; más bien me daba horror. No había dicho nada más pero sehabía vuelto gris: su rostro y sus manos eran grises. Se volvió asentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era un almabuena, quiso tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltóviolentamente haciendo una mueca.

—Déjalo —dije en voz baja—, bien ves que va a ponerse a chillar.

Tom obedeció a disgusto; hubiera querido consolar al chico; eso lehubiera ocupado y no habría estado tentado de pensar en sí mismo.Pero eso me irritaba. Yo no había pensado nunca en la muerteporque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la ocasiónestaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.

Tom se puso a hablar;

—¿Has reventado algunos tipos? —me preguntó.

No contesté. Comenzó a explicarme que él había reventado seisdesde el comienzo del mes de agosto; no se daba cuenta de lasituación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo mismo nolo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriríamucho, pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo através de mi cuerpo. Todo esto estaba fuera de la verdaderacuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la noche paracomprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y le miré dereojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenía un aire

miserable, me dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suavese filtraba a través de los respiraderos y el montón de carbónformaba una gran mancha bajo el cielo; por el agujero del techoveía ya una estrella, la noche sería pura y helada.

Se abrió la puerta y entraron dos guardianes. Iban seguidos por unhombre rubio que llevaba un uniforme castaño claro. Nos saludó:

—Soy médico —dijo—. Tengo autorización para asistirlos en estaspenosas circunstancias.

Tenía una voz agradable y distinguida. Le dije:

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Me pongo a disposición de ustedes. Haré todo lo posible para queestas horas les sean menos pesadas.

—¿Por qué ha venido con nosotros? Hay otros tipos, el hospitalestá lleno.

—Me han mandado aquí —respondió con aire vago.

—¡Ah! ¿Les agradaría fumar, eh? —agregó precipitadamente—. Tengocigarrillos y hasta cigarros.

Nos ofreció cigarrillos ingleses y algunos puros, pero rehusamos.Yo le miraba en los ojos y pareció molesto. Le dije:

—Usted no viene aquí por compasión. Por lo demás lo conozco, le vicon algunos fascistas en el patio del cuartel, el día en que mearrestaron.

Iba a continuar, pero de pronto me ocurrió algo que me sorprendió:la presencia de ese médico cesó bruscamente de interesarme.Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo dejo más. Y sinembargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros ydesvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observabacon aire de curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre unjergón. Pedro, alto y delgado, volvía los pulgares, el otroagitaba de vez en cuando la cabeza para evitar dormirse.

¿Quiere luz? —dijo de pronto Pedro al médico. El otro hizo que“sí” con la cabeza: pensé que no tenía más inteligencia que unleño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus grandes ojosazules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta deimaginación. Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo quecolocó sobre un rincón del banco. Iluminaba mal, pero era mejorque nada: la víspera nos habían dejado a oscuras. Miré durante unbuen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en el techo.Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró elredondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No erael pensamiento de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Lospómulos me ardían y me dolía el cráneo.

Me sacudí y miré a mis dos compañeros. Tom tenía hundida la cabezaentre las manos; yo veía solamente su nuca gruesa y blanca. Elpequeño Juan era por cierto el que estaba peor, tenía la bocaabierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le pusola mano sobre el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojospermanecían fríos. Luego vi la mano del belga descendersolapadamente a lo largo del brazo de Juan hasta la muñeca. Juanse dejaba hacer con indiferencia. El belga le tomó la muñeca contres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió algo yse las arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné haciaatrás y le vi sacar su reloj y contemplarlo un momento sin dejarla muñeca del chico. Al cabo de un momento dejó caer la manoinerte y fue a apoyarse en el muro, luego, como si se acordara depronto de algo muy importante que era necesario anotar deinmediato tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ellaalgunas líneas: “El puerco —pensé con cólera—, que no venga atomarme el pulso, le hundiré el puño en su sucia boca.”

No vino pero sentí que me miraba. Me dijo con voz impersonal:

—¿No le parece que aquí se tirita?

Parecía tener frío; estaba violeta.

—No tengo frío —le contesté

No dejaba de mirarme, con mirada dura. Comprendí bruscamente y mellevé las manos a la cara; estaba empapado en sudor. En esesótano, en pleno invierno, en plena corriente de aire, sudaba. Mepasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de

transpiración; me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estabahúmeda y pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lomenos una hora y no había sentido nada. Pero eso no había escapadoal cochino del belga; había visto rodar las gotas por mis mejillasy había pensado: es la manifestación de un estado de terror casipatológico; y se había sentido normal y orgulloso de serlo porquetenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, peroapenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cóleradesaparecieron; volví a caer sobre el banco con indiferencia.

Me contenté con frotarme el cuello con mi pañuelo, porque ahorasentía el sudor que me goteaba de los cabellos sobre la nuca y eradesagradable. Por lo demás, bien pronto renuncié a frotarme, erainútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo seguíasudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo seadhería al banco.

De pronto, habló el pequeño Juan.

—¿Usted es médico?

—Sí —dijo el belga.

—¿Es que se sufre… mucho tiempo?

—¡Oh! ¿Cuando…? Nada de eso —dijo el belga con voz paternal—,termina rápidamente.

Tenía aire de tranquilizar a un enfermo de consultorio.

—Pero yo… me habían dicho… que a veces se necesitan dos descargas.

Algunas veces —dijo el belga agachando la cabeza—. Puede ocurrirque la primera descarga no interese ninguno de los órganosvitales.

—¿Entonces es necesario que vuelvan a cargar los fusiles y queapunten de nuevo?

Reflexionó y agregó con voz enronquecida:

—¡Eso lleva tiempo!

Tenía un miedo espantoso de sufrir, no pensaba sino en eso; propiode su edad. Yo no pensaba mucho en eso y no era el miedo de sufrirlo que me hacía transpirar.

Me levanté y caminé hasta el montón de carbón.

Tom se sobresaltó y me lanzó una mirada rencorosa: se irritabaporque mis zapatos crujían. Me pregunté si tendría el rostro tanterroso como él: vi que también sudaba. El cielo estaba soberbio,ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más quelevantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era comoantes; la víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver ungran pedazo de cielo y cada hora del día me traía un recuerdodistinto. A la mañana, cuando el cielo era de un azul duro yligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico; amediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla dondebebía manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedabaen la sombra y pensaba en la sombra profunda que se extiende en lamitad de las arenas mientras la otra mitad centellea al sol; eraverdaderamente penoso ver reflejarse así toda la tierra en elcielo. Pero al presente podía mirar para arriba tanto comoquisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví asentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.

Tom se puso a hablar en voz baja. Necesitaba siempre hablar, sinello no reconocía sus pensamientos. Pienso que se dirigía a mí,pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme como estaba, grisy sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno para elotro. Miraba al belga, el viviente.

—¿Comprendes tú? —decía—. En cuanto a mí, no comprendo.

Me puse también a hablar en voz baja. Miraba al belga.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que hay?

—Nos va a ocurrir algo que yo no puedo comprender.

Había alrededor de Tom un olor terrible. Me pareció que era mássensible que antes a los olores. Dije irónicamente:

—Comprenderás dentro de un momento.

—Esto no está claro —dijo con aire obstinado—. Quiero tener,valor, pero es necesario al menos que sepa… Escucha, nos van allevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse delante denosotros. ¿Cuántos serán?

—No sé. Cinco u ocho. No más.

—Vamos. Serán ocho. Les gritarán: ¡Apunten! Y veré los ochofusiles asestados contra mí. Pienso que querré meterme en el muro.Empujaré el muro con la espalda, con todas mis fuerzas, y el muroresistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo imaginármelo.¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!

—¡Vaya! —le dije—, yo también me lo imagino.

—Eso debe producir un dolor de perros. Sabes que tiran a los ojosy a la boca para desfigurar —agregó malignamente—. Ya siento lasheridas, desde hace una hora siento dolores en la cabeza y en elcuello. No verdaderos dolores; es peor: son los dolores quesentiré mañana a la mañana. Pero, ¿después?

Yo comprendía muy bien lo que quería decir, pero no queríademostrarlo. En cuanto a los dolores yo también los llevaba en micuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No podía hacernada, pero estando como él, no le daba importancia.

—Después —dije rudamente—, te tragarás la lengua.

Se puso a hablar consigo mismo: no sacaba los ojos del belga. Ésteno parecía escuchar. Yo sabía lo que había venido a hacer; lo quepensábamos no le interesaba; había venido a mirar nuestroscuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.

—Es como en las pesadillas —decía Tom— Se puede pensar encualquier cosa, se tiene todo el tiempo la impresión de que esasí, de que se va a comprender y luego se desliza, se escapa yvuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendolo que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luegovuelvo a caer, recomienzo a pensar en los dolores, en las balas,en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro, no estoy loco,pero hay algo que no marcha. Veo mi cadáver: eso no es difícil,pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es necesario que llegue apensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más y que el

mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar eneso, Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una nocheesperando algo. Pero esto, esto no se parece a nada; esto noscogerá por la espalda, Pablo, y no habremos podido prepararnospara ello.

—Valor —dije—. ¿Quieres que llame un confesor?

No respondió. Ya había notado que tenía tendencia a hacer elprofeta, y a llamarme Pablo hablando con una voz blanca. Eso no megustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses son así. Tuvela vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía muchasimpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos amorir juntos, debía sentirla en adelante. Había algunos tipos conlos que la cosa hubiera sido diferente. Con Ramón Gris, porejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía solo. Por lo demásprefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido. Pero mesentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarmeduro.

Continuó masticando las palabras con una especie de distracción.Hablaba seguramente para impedirse pensar. Olía de lleno a orinacomo los viejos prostáticos. Naturalmente, era de su parecer; todolo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir. Yluego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montónde carbón, ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Sólo que medisgustaba pensar las mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lolargo de toda la noche, dentro de cinco minutos continuaríamospensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando yestremeciéndonos al mismo tiempo. Le miraba de reojo, y, porprimera vez me pareció desconocido; llevaba la muerte en elrostro. Estaba herido en mi orgullo: durante veinticuatro horashabía vivido al lado de Tom, le había escuchado le había hablado ysabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos parecíamos comodos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar juntos.

Tom me tomó la mano sin mirarme:

—Pablo, me pregunto… me pregunto si es verdad que uno quedaaniquilado.

Desprendí mi mano, y le dije:

—Mira entre tus pies, cochino.

Había un charco entre sus pies y algunas gotas caían de supantalón.

—¿Qué es eso? —dijo con turbación.

—Te orinas en el calzoncillo.

—No es verdad —dijo furioso—, no me orino. No siento nada.

El belga se aproximó y preguntó con falsa solicitud:

—¿Se siente usted mal?

Tom no respondió. El belga miró el charco sin decir nada.

—No sé que será —dijo Tom con tono huraño—. Pero no tengo miedo.Les juro que no tengo miedo.

El belga no contestó. Tom se levantó y fue a orinar en un rincónVolvió abotonándose la bragueta, se sentó y no dijo una palabra.El belga tomaba algunas notas.

Los tres le miramos porque estaba vivo Tenía los gestos de unvivo, las preocupaciones de un vivo; tiritaba en ese sótano comodebían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien nutrido que leobedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos —en todocaso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalónentre las piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueadosobre sus piernas, dueño de sus músculos— y que podía pensar en elmañana. Nosotros estábamos allí, tres sombras privadas de sangre;lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.

Terminó por aproximarse al pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nucapor algún motivo profesional o bien obedeció a un impulsocaritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez que lohizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeñoJuan. El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima;luego, de pronto, le tomó la mano y la miró de modo extraño.Mantenía la mano del belga entre las dos suyas, y no tenían nadade agradable esas dos pinzas grises que estrechaban aquella manogruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía

sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreíapaternalmente. Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa patagorda a su boca y quiso morderla. El belga se desasió vivamente yretrocedió hasta el muro titubeando. Nos miró con horror duranteun segundo, de pronto debió comprender que no éramos hombres comoél. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó. El otrose había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.

Me sentía a la vez cansado y sobrexcitado. No quería pensar más enlo que ocurriría al alba, en la muerte. Aquello no venía bien connada, sólo encontraba algunas palabras y el vacío. Pero en cuantotrataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños defusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta unavez creí que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Mellevaban hasta el muro y yo me debatía, les pedía perdón. Medesperté con sobresalto y miré al belga; temí haber gritadodurante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había notado. Sihubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacíacuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseabaperder dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, lesseguiría atontado de sueño y reventaría sin hacer ni “uf”; noquería eso, no quería morir como una bestia, quería comprender.Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear dearriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vidapasada. Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos.Había entre ellos buenos y malos —o al menos así los llamaba yoantes—. Había rostros e historias. Volví a ver la cara de unpequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia, la deuno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias:cómo había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casihabía reventado de hambre. Me acordé de una noche que pasé en unbanco de Granada: no había comido hacía tres días, estaba rabioso,no quería reventar. Eso me hizo sonreír. Con qué violencia corríatras de la felicidad, tras de las mujeres, tras de la libertad.¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y Margall, meadherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas:tomaba todo en serio como si fuera inmortal.

Tuve en ese momento la impresión de que tenía toda mi vida ante míy pensé: “Es una maldita mentira”. Nada valía puesto queterminaba. Me pregunté cómo había podido pascar, divertirme conlas muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubierapodido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada,

cerrada como un saco y, sin embargo, todo lo que había en ellaestaba inconcluso. Intenté durante un momento juzgarla. Hubieraquerido decirme: es una bella vida. Pero no se podía emitir juiciosobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en trazaralgunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casino lo lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podidoañorar, el gusto de la manzanilla o bien los baños que tomaba enverano en una pequeña caleta cerca de Cádiz; pero la muerteprivaba a todo de su encanto.

El belga tuvo de pronto una gran idea.

—Amigos míos —dijo—, puedo encargarme, si la administraciónmilitar consiente en ello, de llevar una palabra, un recuerdo alas personas que ustedes quieran.

Tom gruñó:

—No tengo a nadie.

Yo no respondí nada. Tom esperó un momento, luego me preguntó concuriosidad.

—¿No tienes nada que decir a Concha?

—No.

Detestaba esa tierna complicidad: era culpa mía, la nocheprecedente había hablado de Concha, hubiera debido contenerme.Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me hubiera todavíacortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos. Poreso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volvera verla, no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubieraquerido abrazarla: mi cuerpo me horrorizaba porque se había vueltogris y sudaba, y no estaba seguro de no tener también horror delsuyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante algunos mesesno sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yoquien iba a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando memiraba, algo pasaba de ella a mí. Pensé que eso había terminado:si me miraba ahora su mirada permanecería en sus ojos, no llegaríahasta mí. Estaba solo.

Tom también estaba solo, pero no de la misma manera. Se habíasentado a horcajadas y se había puesto a mirar el banco con unaespecie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó la mano y tocó lamadera con precaución, como si hubiera temido romper algo, retiróen seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tomno me hubiera divertido en tocar el banco; era todavía comediairlandesa, pero encontraba también que los objetos tenían un aireraro; eran más borrosos, menos densos que de costumbre. Bastabaque mirara el banco, la lámpara, el montón de carbón, para sentirque iba a morir. Naturalmente no podía pensar con claridad en mimuerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la maneraen que las cosas habían retrocedido y se mantenían a distancia,discretamente, como gente que habla bajo a la cabecera de unmoribundo. Era su muerte lo que Tom acababa de tocar sobre elbanco.

En el estado en que me hallaba, si hubieran venido a anunciarmeque podía volver tranquilamente a mi casa, que se me dejaba salvarla vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más a nadie, encierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, acausa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba consus oídos, pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no loreconocía. Estaba obligado a tocarlo y a mirarlo para saber lo quehacía como si hubiera sido el cuerpo de otro. Por momentos todavíalo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies de vuelcos,como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir micorazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de micuerpo tenía un aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempose callaba, se mantenía quieto y no sentía nada más que unaespecie de pesadez, una presencia inmunda pegada a mí. Tenía laimpresión de estar ligado a un gusano enorme. En un momento dadotanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estabamojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinarsobre el montón de carbón.

El belga sacó su reloj y lo miró. Dijo:

—Son las tres y media.

¡Puerco! Debió de hacerlo expresamente Tom saltó en el aire,todavía no nos habíamos dado cuenta de que corría el tiempo; lanoche nos rodeaba como una masa informe y sombría, ya no meacordaba cuándo había comenzado.

El pequeño Juan se puso a gritar. Se retorcía las manos,suplicaba:

—¡No quiero morir, no quiero morir!

Corrió por todo el sótano levantando los brazos en el aire,después se abatió sobre uno de los jergones y sollozó. Tom lemiraba con ojos pesados y ni aun tenía deseos de consolarlo. Enrealidad no valía la pena; el chico hacía más ruido que nosotros,pero estaba menos grave: era como un enfermo que se defiende de sumal por medio de la fiebre. Cuando ni siquiera hay fiebre, es másgrave.

Lloraba. Vi perfectamente que tenía lástima de sí mismo; nopensaba en la muerte. Un segundo, un solo segundo, tuve tambiéndeseos de llorar, de llorar de piedad sobre mí mismo. Pero lo queocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre el pequeño, visu delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tenerpiedad ni de los otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morirvalientemente”.

Tom se levantó, se puso justo debajo de la abertura redonda y sepuso a esperar el día. Pero, por encima de todo, desde que elmédico nos había dicho la hora, yo sentía el tiempo que huía, quecorría gota a gota.

Era todavía oscuro cuando escuché la voz de Tom:

—¿Los oyes?

—Sí.

Algunos tipos marchaban por el patio.

—¿Qué vienen a jorobar? Sin embargo no pueden tirar de noche.

Al cabo de un momento no escuchamos nada más. Dije a Tom:

—Ahí está el día.

Pedro se levantó bostezando y fue a apagar la lámpara. Dijo a sucompañero:

-—Un frío de perros.

El sótano estaba totalmente gris. Escuchamos detonaciones lejanas.

—Ya empiezan —dije a Tom—, deben hacer eso en el patio de atrás.

Tom pidió al médico que le diera un cigarrillo. Pero yo no quise;no quería cigarrillos ni alcohol. A partir de ese momento nocesaron los disparos.

—¿Te das cuenta? —dijo Tom.

Quería agregar algo pero se calló; miraba la puerta. La puerta seabrió y entró un subteniente con cuatro soldados. Tom dejó caer sucigarrillo.

—¿Steinbock?

Tom no respondió. Fue Pedro quien lo designó.

—¿Juan Mirbal?

—Es ese que está sobre el jergón.

—Levántese —dijo el subteniente.

Juan no se movió. Dos soldados lo tomaron por las axilas y lopararon. Pero en cuanto lo dejaron volvió a caer.

Los soldados dudaban.

—No es el primero que se siente mal —dijo el subteniente—; notienen más que llevarlo entre los dos, ya se arreglarán allá.

Se volvió hacia Tom:

—Vamos, venga.

Tom salió entre dos soldados. Otros dos le seguían, llevaban alchico por las axilas y por las corvas. Cuando quise salir elsubteniente me detuvo:

—¿Usted es Ibbieta?

—Sí.

—Espere aquí, vendrán a buscarlo en seguida.

Salieron. El belga y los dos carceleros salieron también; quedésolo. No comprendía lo que ocurría, pero hubiera preferido queterminaran en seguida. Escuchaba las salvas a intervalos casiregulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas deaullar y de arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes yhundía las manos en los bolsillos porque quería permanecertranquilo.

Al cabo de una hora vinieron a buscarme y me condujeron al primerpiso a una pequeña pieza que olía a cigarro y cuyo olor me pareciósofocante. Había allí dos oficiales que fumaban sentados en unossillones, con algunos papeles sobre las rodillas.

—¿Te llamas Ibbieta?

—Sí.

—¿Dónde está Ramón Gris?

—No lo sé.

El que me interrogaba era bajo y grueso. Tenía ojos duros detrásde los anteojos. Me dijo:

—Aproxímate.

Me aproximé. Se levantó y me tomó por los brazos mirándome con unaire como para hundirme bajo tierra. Al mismo tiempo me apretabalos bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para hacerme mal,era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario tambiénenviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momentoasí; me daban más bien deseos de reír. Era necesario mucho máspara intimidar a un hombre que iba a morir: eso no teníaimportancia. Me rechazó violentamente y se sentó. Dijo:

—Es tu vida contra la suya. Se te perdona la vida si nos dicesdónde está.

Estos dos tipos adornados con sus látigos y sus botas, erantambién hombres que iban a morir. Un poco más tarde que yo, perono mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en sus papeluchos,corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o suprimirlos;tenían opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas.Sus pequeñas actividades me parecieron chocantes y burlescas; noconseguía ponerme en su lugar, me parecía que estaban locos.

El gordo bajito me miraba siempre azotando sus botas con sulátigo. Todos sus gestos estaban calculados para darle el aspectode una bestia viva y feroz.

—¿Entonces? ¿Comprendido?

—No sé dónde está Gris —contesté—, creía que estaba en Madrid.

El otro oficial levantó con indolencia su mano pálida. Estaindolencia también era calculada. Veía todos sus pequeños manejosy estaba asombrado de que se encontraran hombres que sedivirtieran con eso.

—Tienes un cuarto de hora para reflexionar —dijo lentamente—.Llévenlo a la ropería, lo traen dentro de un cuarto de hora. Sipersiste en negar se le ejecutará de inmediato.

Sabían lo que hacían: había pasado la noche esperando; después mehicieron esperar todavía una hora en el sótano, mientras fusilabana Tom y a Juan y ahora me encerraban en la ropería; habían debidopreparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga segastan los nervios y esperaban llevarme a eso.

Se engañaban. En la ropería me senté sobre un escabel porque mesentía muy débil y me puse a reflexionar. Pero no en suproposición. Naturalmente que sabía dónde estaba Gris; se ocultabaen casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad. Sabíatambién que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban(pero no parecían ni soñar en ello). Todo esto estabaperfectamente en regla, definitivo y de ningún modo me interesaba.Sólo hubiera querido comprender las razones de mi conducta.Prefería reventar antes que entregar a Gris. ¿Por qué? No queríaya a Ramón Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes delalba al mismo tiempo que mi amor por Concha, al mismo tiempo que

mi deseo de vivir. Sin duda le seguía estimando: era fuerte. Peroésa no era una razón para que aceptara morir en su lugar; su vidano tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía valor. Se iba acolocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta quereventara: que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien queera más útil que yo a la causa de España, pero yo me cagaba enEspaña y en la anarquía: nada tenía ya importancia. Y sin embargoyo estaba allí, podía salvar mi pellejo entregando a Gris y menegaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era obstinación.Pensaba: “Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría meinvadía.

Vinieron a buscarme y me llevaron ante los dos oficiales. Una ratahuyó bajo nuestros pies y eso me divirtió. Me volví hacia uno delos falangistas y le dije:

—¿Vio la rata?

No me respondió. Estaba sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganasde reír, pero me contenía temiendo no poder detenerme sicomenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:

—Tendrían que cortarte los bigotes, perro.

Encontré extraño que dejara durante su vida que el pelo leinvadiera la cara. Me dio un puntapié, sin gran convicción, y mecallé.

—Bueno —dijo el oficial gordo— ¿reflexionaste?

Los miraba con curiosidad como a insectos de una especie muy rara.Les dije:

—Sé donde está. Está escondido en el cementerio. En una cripta oen la cabaña del sepulturero.

Era para hacerles una jugarreta. Quería verles levantarse,apretarse los cinturones y dar órdenes con aire agitado.

Pegaron un salto:

—Vamos allá. Moles, vaya a pedir quince hombres al subtenienteLópez. En cuanto a ti —me dijo el gordo bajito—, si has dicho la

verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo pagarás muy caro site has burlado de nosotros.

Partieron con mucho ruido y esperé apaciblemente bajo la guardiade los falangistas. Sonreía de tiempo en tiempo pensando en lacara que iban a poner. Me sentía embrutecido y malicioso. Losimaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a unalas puertas de las criptas. Me representaba la situación como sihubiera sido otro, ese prisionero obstinado en hacer el héroe,esos graves falangistas con sus bigotes y sus hombres uniformadosque corrían entre las tumbas: era de un efecto cómicoirresistible.

Al cabo de una media hora el gordo bajito volvió solo. Pensé quevenía a dar la orden de ejecutarme. Los otros debían de habersequedado en el cementerio:

El oficial me miró. No parecía molesto en absoluto.

—Llévenlo al patio grande con los otros —dijo—. Cuando terminenlas operaciones militares un tribunal ordinario decidirá de susuerte.

Creí no haber comprendido. Le pregunté:

—Entonces, ¿no me… no me fusilarán?

—Por ahora no. Después, no me concierne.

Yo seguía sin comprender. Le dije:

—Pero, ¿por qué?

Se encogió de hombros sin contestar y los soldados me llevaron. Enel patio grande había un centenar de prisioneros, mujeres, niños yalgunos viejos. Me puse a dar vueltas alrededor del céspedcentral, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer en elrefectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía de conocerlospero no les contesté: no sabía ni dónde estaba.

Al anochecer echaron al patio una docena de nuevos prisioneros.Reconocí al panadero García. Me dijo:

—¡Maldito suertudo! No creí volver a verte vivo.

—Me condenaron a muerte —dije—, y luego cambiaron de idea. No sépor qué.

—Me arrestaron hace dos horas, dijo García.

—¿Por qué?

García no se ocupaba de política.

—No sé —dijo—, arrestan a todos los que no piensan como ellos.

Bajó la voz:

—Lo agarraron a Gris.

Yo me eché a temblar:

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Había hecho una idiotez. Dejó a su primo el martesporque tuvieron algunas palabras. No faltaban tipos que lo queríanocultar, pero no quería deber nada a nadie. Dijo: “Me hubieraescondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado, iré aesconderme en el cementerio”.

—¿En el cementerio?

—Sí. Era idiota. Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana.Tenía que suceder. Lo encontraron en la cabaña del sepulturero.Les tiró y le liquidaron.

—¡En el cementerio!

Todo se puso a dar vueltas y me encontré sentado en el suelo: mereía tan fuertemente que los ojos se me llenaron de lágrimas.

© Jean Paul Sartre, Le mur, 1939